Saül Karsz
Muy regularmente, con formas diversas y en los ámbitos más heterogéneos –empresas privadas y entidades públicas, farándula y clanes políticos– aparecen casos de fraude. Práctica que no está (más) exclusivamente reservada a redes mafiosas que, también ellas, han abandonado las sombras de sus oscuras oficinas. Distintos comentadores denuncian allí una gangrena que socava los cimientos del capitalismo… Nótese, sin embargo, que semejante generalización es visible gracias a una persecución manifiestamente más afinada y más eficaz que en el pasado. Así pues, cierta cantidad de casos se revelan en el ágora. Con dos atenuantes: esa eficacia se incrementa tanto como el número cada vez más elevado de fraudes, y determinados expedientes litigiosos son prontamente archivados como consecuencia de entendimientos amistosos entre instancias de control y defraudadores. Caso reciente de una famosa empresa automotriz alemana que mentía en cuanto al índice real de contaminación de sus vehículos: su directivo fue despedido con unos 22 millones de euros a modo de consuelo. Los trucos en los asientos contables y las transferencias entre agencias permiten que los bancos se entreguen a una suerte de corrupción legal, subconjunto de optimización fiscal. Los evasores de impuestos buscan cielos más clementes y subsuelos mejor blindados. Comparativamente, quienes defraudan a la administración para obtener asignaciones familiares o viviendas sociales caen bajo la esfera del artesanado preindustrial. El profesor universitario que se inspira muy, muy ampliamente en los escritos de sus doctorandos, sin por ello citarlos, actualiza ese “derecho del señor” usual desde la Antigüedad, en igual grado que el ascenso profesional sexo mediante…
Lista por demás incompleta, por supuesto. Máxime si no la limitamos al mero registro económico. Para explicar esta eclosión a todos los niveles, dos grandes posturas son posibles, que inducen estrategias de intervención específicas.
Postura moral: los individuos ordinarios, los grupos de interés, los dirigentes no están a la altura de sus responsabilidades en la sociedad, violan indecentemente la ley, colocan su confort personal o familiar antes que las necesidades de la colectividad. Pero bien se trata de casos particulares, meras excepciones: su origen se halla en la inconciencia de ciertos individuos… Esta postura moral acompaña las esporádicas campañas de “moralización del capitalismo” o las acartonadas proclamaciones “de Estado irreprochable”, que traen sin cuidado al capitalismo y a sus múltiples defraudadores. Lo cual complica la tarea del educador y del juez: ¿cómo hacerle entender al joven delincuente que el robo de un smartphone es mucho más punible que la obtención de contundentes subsidios para la creación de empleos ficticios?
Postura dialéctica: siempre están en juego innegables responsabilidades individuales, donde cada uno decide sus comportamientos, sus fidelidades y también sus pequeñas y grandes inconstancias. Hasta cierto punto, pues. Porque con independencia de las características subjetivas, la ley de hierro del capitalismo impone, no necesariamente hacer trampa o robar, sino tener éxito a todo precio, permanecer en la carrera superando a los competidores, ganar, conquistar, acumular tanto y más. No hacen falta en absoluto incitaciones deliberadas para que el fraude, los fraudes, formen parte del funcionamiento normal (¡sic!) del capitalismo, llevado a su paroxismo por el influjo neoliberal. Lo que acontece no son escándalos, es también algo obligatorio, fundamentalmente obligatorio para permanecer en carrera. No estamos frente a una distorsión del sistema, sino ante el apuntalamiento de uno de sus engranajes constitutivos.
La cuestión del fraude, los fraudes, ha de plantearse en el plano político del funcionamiento de conjunto de un sistema socialeconómico, de sus relaciones y dispositivos de poder, de sus confrontaciones y sus alianzas. Esto es lo que conviene tener en la mira: las condiciones objetivas que tornan al fraude, o a los posibles fraudes, interesantes, fructuosos, y no tan sólo en términos financieros. Ergo, las personas y los grupos no son los únicos cuestionados. Es por ello que decimos el fraude o los fraudes plurales: modalidades específicas, diferencias de forma, de fondo y de alcance, ninguno podría justificar los otros, no todos tienen la misma envergadura. Lejos de disculpar a quien sea, o lo que sea, lo importante es no equivocarse de blanco, ni de método. En lugar de sostener discursos de victimización y buena conciencia, preguntémonos cómo aquel que pesca el fraude de un tercero está de alguna u otra manera implicado en él. Como en todo lo demás, ninguna postura angelical es adecuada. El populismo de derecha se equivoca doblemente al afirmar “¡todos están podridos!”: por una parte, porque mucha gente, grupos, estructuras no lo están en absoluto; por otra parte, porque ese populismo se fantasea por fuera de su afirmación (ilusión óptica). En síntesis, combate largo, muy largo… e insoslayable.
Marzo de 2016