Debate en torno al libro de Sergio Serulnikov Conflictos sociales e insurrección en el mundo andino. El norte de Potosí en el siglo XVIII, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006, 468 pp.
Sinclair Thomson
Departamento de Historia, New York University
Dominación colonial, pactos y cultura política andina
La labor histórica de Sergio Serulnikov se ubica en el primer plano de los trabajos realizados por estudiosos argentinos sobre la región andina. Estos esfuerzos tienen una tradición notable y cruzan las barreras disciplinarias. Durante las décadas de 1970 y 1980, los estudios andinos empezaron a nutrirse de aportes diversos, especialmente históricos y antropológicos, y fue germinándose el trabajo de Serulnikov en este campo fértil. No es casual que los historiadores argentinos talentosos como Serulnikov, su maestro Enrique Tandeter y otros se dedicaran a la región colonial y su pasado colonial. Entre otros factores, Buenos Aires como vieja capital virreinal cobijaba un rico acervo de documentación colonial. Si bien en líneas generales Tandeter se dedicó a la historia económica y demográfica y Serulnikov a la historia social y política, los dos comparten preocupaciones comunes. Por una parte, sus trabajos esclarecen la historia de la importantísma región altoandina de Potosí. Por otra parte, a tono con los diversos aportes interdisciplinarios en estudios andinos, sus trabajos iluminan las relaciones entre la población indígena y las estructuras de dominación colonial.
Las contribuciones de Serulnikov sobrepasan, sin embargo, el terreno de los estudios andinos. Por destacados artículos publicados en revistas norteamericanas y sobre todo por su magistral libro editado primero en inglés en 2003, sus aproximaciones y argumentos históricos han tenido un impacto aun más amplio en la historiografía latinoamericanista.[1] Aquí quisiera señalar tres de las contribuciones principales, y plantear finalmente un tema que me parece todavía abierto para el análisis de la dominación colonial y la sociedad andina.
Primero, La subversión del orden colonial representa un aporte espléndido a una nueva generación de estudios de los grandes levantamientos andinos de fines del siglo XVIII, una experiencia asociada normalmente con el líder cuzqueño Túpac Amaru. Después de la gran obra documental de Pedro de Angelis en el siglo XIX, a mediados del siglo XX fue otro historiador argentino, Boleslao Lewin, quien ofreció el primer panorama de la “rebelión de Túpac Amaru” y que manejó con más destreza la enorme documentación correspondiente.[2] Otra ola de estudios en las décadas de 1970 y 1980, encabezada por el trabajo nuevamente panorámico y a la vez documentalmente solvente de Scarlett O’Phelan Godoy, lograron importantes avances en el área de las causas económicas y perspectivas ideológicas detrás de la insurrección. A pesar de semejantes esfuerzos, sin embargo, quedaron muchas dimensiones aún por esclarecer.
La región del norte de Potosí fue la primera zona que se prendió fuego, quizás impulsando al mismo Túpac Amaru a levantarse en noviembre de 1781. Pero las raíces de esta insurgencia y el desempeño de sus líderes, los “hermanos Katari”, eran mucho menos conocidos en comparación con el caso de Cuzco e incluso con el caso de La Paz, las otras regiones principales en la conflagración surandina. Lo que quedaba pendiente también, más allá de la historia regional, era comprender con mayor profundidad la cultura política de las propias comunidades andinas partícipes de la insurreccion. En esto, la obra de Serulnikov representa un logro de primera importancia. De ella, aprendimos cómo las comunidades en el siglo XVIII pasaron por un proceso político que las llevó desde formas de lucha cotidiana y contestación local, típicas en la historia colonial anterior, hasta lanzarse en una campaña insurreccional en amplia escala regional que subvertiría el orden colonial mismo. Se trata, en parte, de una historia interior de las comunidades andinas, una que echa luz sobre sus formas de representación y legitimación política por ejemplo. Pero es una historia que mira desde adentro hacia afuera también, cotejando, por ejemplo, las estrategias comunales vis-a-vis de distintos actores estatales, eclesiásticos y de elite regional.
Uno de sus argumentos más audaces es la reinterpretación de Tomás Katari, que figura en otras versiones como un redentor mesiánico o un líder político más “reformista” que “revolucionario”. Serulnikov deja de lado las atribuciones milenaristas para aproximarse a Katari y su comportamiento en términos propiamente políticos. El líder aymara se esmeró en colaborar con la Corona española, recaudando y enterando el tributo indígena, presentando recursos judiciales en las cortes e insistiendo en el cumplimiento de los decretos soberanos, viajando a pie durante meses entre Potosí y la sede virreinal en Buenos Aires. Estas acciones aparentemente nada radicales terminaron, según Serulnikov, socavando al poder regional de caciques, corregidores y oidores de la Audiencia de Charcas, quienes transgredían la ley constantemente en sus abusos de la población y sus afanes de lucro. Mientras la legitimidad de las elites regionales se fue minando por la campaña aparentemente legalista de Katari, se fue acumulando un poder alternativo y una autonomía indígena extensiva. Al final de cuentas, el autor plantea que lo más subversivo no fue un rechazo directo del poder colonial por parte de Katari, sino su apropiacion contrahegemónica de la justicia y la razón.
Un segundo aporte importante radica precisamente acá, en la nueva aproximación a la cultural legal colonial y su manejo por parte de la población andina. Los estudiosos de rebelión popular, independientemente de la región o período histórico estudiado, suelen analizar la revuelta como una medida extrema adoptado cuando se hayan agotado los recursos legales. Serulnikov, basándose en la documentación para Potosí pero a tono con otras investigaciones para el período moderno temprano en Europa, demuestra cómo la política judicial podía desplegarse simultáneamente con la movilización colectiva. Las dos estrategias no eran contradictorias ni exclusivas entre sí. El recurso a la ley y la aplicación de ella dependía en muchos casos del despliegue de la fuerza de las partes en los conflictos y no de un aparato burocrático-policial supuestamente independiente e imparcial. En el caso de Potosí, en el siglo XVIII, el efecto combinado de ambas estrategias podía rebalsar el marco político dominante y sacudir la “hegemonía” colonial establecida. Aquí, el argumento de Serulnikov cuestiona la tesis de Steve Stern, en su libro sobre la sierra peruana a principios de la colonia, según la cual la política judicial indígena podía servir para defender intereses individuales y comunales, pero a costa de afianzar la legitimidad del poder colonial y sus instituciones.[3] Para Serulnikov, la apropiación de los instrumentos legales discursivos y procedimentales por parte de las comunidades no consolidó la hegemonía del Estado sino que permitió una lucha “contrahegemónica” poderosa.
Un tercer aporte nos lleva a repensar el impacto de las reformas borbónicas, y entender más a fondo su significado a nivel local y rural. Scarlett O’Phelan es otra historiadora que ha insistido en lo determinante que fueron las reformas en su explicación de las causas de la insurrección, pero Serulnikov brinda una perspectiva novedosa desde las comunidades. Mientras los historiadores de América Latina en general han enfatizado un tajante rechazo popular hacia las reformas, evidente en muchas protestas antifiscales, Serulnikov plantea que en Potosí las reformas no sólo intensificaron la extracción de excedentes sino que reencauzaron la lucha comunitaria. Desmantelaron las estructuras de dominación establecidas y crearon nuevos espacios y aliados políticos para las comunidades. Estas últimas no repudiaron los cambios sino que se apropriaron de ellos, de tal manera que la tranformación desde arriba y la movilización desde abajo no se chocaron entre sí sino que se entrelazaron. Un nuevo proyecto “hegemónico” estatal –ilustrado, racionalista, modernizador– proveyó, sin darse cuenta, las armas para una campaña anticolonial “contrahegemónica”.
Hace más de treinta años, Enrique Tandeter publicó un ensayo corto pero estimulante insistiendo en que faltaba una comprensión históricamente específica de la formación social latinoamericana en la colonia, a pesar de la gran cantidad de estudios empíricos sobre el período.[4] Tratando el debate sobre la naturaleza feudal o capitalista de América Latina colonial y el debate sobre la Leyenda Negra, Tandeter argumentó que carecíamos de un análisis adecuado de la dominación propiamente colonial. Al mismo tiempo señaló un trabajo recientemente publicado –Charcas 1535-1565. Orígenes históricos de una sociedad colonial, del historiador catalán radicado en Bolivia, Josep Barnadas– como un ejemplo de lo que hacía falta.[5]
Hoy, más de treinta años después, el trabajo de Serulnikov es una demostración de que la historiografía ha dado grandes pasos adelante. El debate sobre modos de producción en América Latina tendía a caer en discusiones estériles en torno a categorías abstractas, como reconocía Tandeter. Barnadas insistió además en “la necesidad intrínseca de apoyar el análisis en un sistema de referencias determinadas por la situación sociopolítica colonial”. El estudio de Serulnikov, descubriendo esa misma realidad sociopolítica, aclara no solamente la emergencia de un movimiento anticolonial, sino junto con ella la crisis de la dominación colonial tardía. Necesariamente se basa en un concepto de esa dominación tal como fue consolidada a principios y mediados del período.
Barnadas subrayó las contradicciones internas entre distintos estamentos españoles en la colonia y la metrópoli como factor clave en los orígenes de la formación social colonial. En su análisis de la crisis colonial tardía, Serulnikov a su vez presta atención al mismo factor –en este caso, las tensiones entre la burocracia borbónica “ilustrada” y las elites locales-regionales–. Pero en cuanto a la relación entre población indígena y los sectores dominantes, el trabajo de Serulnikov muestra que la historiografía ha marcado importantes avances con respecto a treinta años atrás. Barnadas veía a la población andina sujeta al poder encomendero como un sujeto pasivo, a diferencia de España donde se supone regían pactos entre señores y vasallos. La etnohistoria andina, a diferencia de esto, ha concebido una mayor capacidad de negociación indígena y el fenómeno de pactos (de reciprocidad asimétrica, en la formulación orginal de Tristan Platt) entre comunidades andinas y los poderes coloniales, tanto encomenderos como la Corona. Sin suponer el trasplante automático de un pacto hispano, Serulnikov trabaja con sensibilidad etnohistórica el concepto de pactos como factor central en la formación social surandina.
Sigue vigente hoy el mismo problema que señaló Tandeter –una profusión de material empírico en la forma de monografías y casos particulares relacionados con la historia colonial pero que no ofrece una adecuada visión de la sociedad en su conjunto–. Si debemos rescatar un aspecto del debate de los modos de producción de los años 70, y del propio ensayo de Tandeter, fue la inquietud por concebir la formación social colonial de manera más íntegra y con sustento teórico. Aquí también vemos que el trabajo de Serulnikov asume el desafío. Si bien maneja el concepto etnohistórico de pactos, a la vez trae un marco analítico gramsciano para entender la crisis del orden colonial “hegemónico” y el proyecto katarista “contrahegemónico”.
Esta aproximación es sólida y convincente en muchos aspectos, y complementa el argumento de Steve Stern acerca de la conformación de una hegemonía en el período colonial temprano. Sin embargo, me parece que este enfoque deja aún abiertos varios temas y problemas. No es posible entrar a fondo en la discusión aquí, pero creo que debemos reflexionar más acerca del objetivo de Tandeter de tomar en cuenta el carácter propiamente colonial de la dominación. Para el marxismo occidental, el concepto de hegemonía se aplicaba en sociedades capitalistas, y la Italia de Gramsci fue justamente un territorio en que la consolidación hegemónica fue lograda con dificultad aun en el siglo XIX. Ranajit Guha argumentó que el colonialismo británico en la India fue una dominación “sin hegemonia” no porque se apoyara en la coacción bruta simplemente, sino sobre todo porque los subalternos mantenían grados de autonomía significativas en relación a la sociedad liberal-burguesa metropolitana y no se dio una asimilación homogénea de la “sociedad civil” por parte del Estado.[6]
¿Hasta qué punto tiene sentido aplicar el concepto de hegemonía a una formación social colonial, donde no prevalecen relaciones de producción capitalistas ni relaciones políticas liberales? Existían actores indígenas individuales, como los caciques o los trajinantes, y sectores indígenas-plebeyos en las ciudades que participaban con grados relativos de “voluntariedad” en los mercados coloniales, como parte de nuevos nexos de dependencia económica. Este involucramiento “voluntario” puede indicar condiciones incipientes o parciales de control hegemónico. Pero las comunidades andinas mantenían amplios márgenes de autonomía colectiva y la Corona hasburgo prefirió incorporar la población indígena bajo un régimen político-legal diferenciado y un mando indirecto en lugar de una asimilación homogeneizante. De ahí las condiciones para un pacto comunidad-Estado. Esta formación social colonial no se asentaba solamente en la coacción violenta, pero a lo mejor puede calificarse más como un tipo de formación “pactada” que una “hegemónica”.
No quiero insinuar que fueran ausentes en la colonia las dinámicas de legitimación y liderazgo moral que se suelen asociar con el marco gramsciano. Pero estas dinámicas de hecho pueden encontrarse en formaciones sociales muy distintas. No quiero insistir en una definición totalizante de hegemonía. Pero la atractiva definición que proporciona William Roseberry –reconociendo los aspectos procesuales, parciales y de tensión que pueden pertenecer a un régimen hegemónico–[7] tampoco son excluyentes a este tipo de régimen. Tampoco me interesa sostener dogmáticamente que no se pueden aplicar conceptos o categorías (por ejemplo, Estado o clase, como también hegemonía) característicos de la sociedad “moderna” o metropolitana a formaciones “premodernas” o coloniales. Pero si optamos por usar lenguaje proveniente del análisis de sociedades distintas, nos conviene hacerlo de manera crítica y con plena conciencia de las diferencias –en este caso, hegemonía en la región andina bajo mando hasburgo significaría algo muy distinto de hegemonía en la sociedad industrial europea o norteamericana del siglo XX–.
Considero que los logros y aciertos de Sergio Serulnikov ejemplifican los avances más importantes en la historiografía latinoamericana de las últimas décadas. Su trabajo es fundamental por cuanto nos permite comprender las formas de lucha subalterna en el período colonial. A la vez, a través de él y recuperando las inquietudes más agudas de una generación historiográfica anterior, podemos profundizar nuestra comprensión de la naturaleza misma de la dominación colonial.
Ana María Presta
PROHAL /Instituto Ravignani/ UBA-Conicet
Conflictos sociales e insurrección en el mundo andino es un excelente trabajo que muestra la madurez de Sergio Serulnikov como investigador y en el que despliega su plenitud en el manejo de un tema y un problema, el de las rebeliones surandinas del siglo XVIII, sobre el que trabajó por más de una década.
Fruto de su disertación doctoral, Conflictos sociales… trasciende ese trabajo de investigación y se convierte en un texto pensado, al reflejar la reflexión teórica, el cuidado metodológico y la fina heurística que, desde distintos repositorios, nutrió este trabajo.
La revuelta de Tomás Katari, líder de la rebelión de Chayanta (norte de Potosí), adquiere nueva dimensión e interpretación tras un innovador paradigma, como el que ofrecen los estudios culturales a los que adhiere Serulnikov, quien utilizó las voces de los líderes indígenas para aprehender los reclamos colectivos y develar la “contra-hegemonía” de sus discursos. Katari, un indio del común del pueblo de Macha que accede al cacicazgo, es el exponente de la crisis de legitimidad del sistema de cargos y, por ende, ejemplo del colapso de las relaciones entre el Estado colonial y los indígenas, cuyos máximos exponentes, los caciques, son tan irritativos y corruptos para sus sujetos como lo fueran siempre los corregidores.
Tal vez uno de los aspectos mejor tratados de este libro es el de los antecedentes previos a 1780, epicentro de las masivas revueltas surandinas. Desde la década de 1740, atisbos del descontento general, que se patentizaría cuarenta años más tarde, alertan sobre el descontento inicial –manifiesto en las contradicciones de un sistema colonial que sobreexplotaba la masa tributaria a la vez que ofrecía canales de acceso a la justicia en las cortes del mismo sistema–. La complicidad de los caciques en la rigurosidad de las exacciones mitayas y tributarias derivaron en el asesinato de un líder paradigmático: Florencio Lupa, cuyo derrotero, hasta su asesinato por sus indios en 1780, Serulnikov trata magistralmente. A partir de allí, resulta fascinante observar las alianzas intraétnicas y con los funcionarios coloniales, con quienes los indígenas parecen jugar partidas de ajedrez, colocando a los peones españoles (tanto funcionarios civiles como eclesiásticos) de un lado y de otro de sus reclamos, forzando alianzas y desestructurando, lenta pero sostenidamente, los viejos esquemas de poder. Y es en este punto, donde el autor logra sus mejores páginas al describir las alianzas y contra alianzas en espacios escindidos pero ya no más separados: el campo y la ciudad, desde Pocoata y Macha la sede del poder audiencial (La Plata), y Buenos Aires (virreinal). Las contradicciones internas de los grupos en conflicto, tanto indígenas como españoles, se ponen de manifiesto tanto en la arena de las prácticas como en la de los discursos. En el primer caso, los conflictos interétnicos del norte potosino ilustran las brutales diferencias entre las facciones y la supervivencia de los rangos y jerarquías fundadas en la genealogía, desconociendo aquellas legitimadas por el colectivo en la búsqueda de otros canales y rasgos de la representatividad política. Justamente, la búsqueda de la legitimidad y la justicia hacen de la rebelión de Tomás Katari diferente de las Túpac Amaru y Túpac Katari, sobre cuya matriz y el contexto general de las reformas borbónicas Serulnikov abunda en sus páginas finales.
No obstante la innovadora presentación argumental e interpretativa que el autor hace del tema, cabe efectuar ciertas observaciones estructurales y del contexto general andino. El uso de ciertas categorías de análisis mueven a confusión y a incorrectas interpretaciones. Así, la categoría “comunidad” aparece en una profusa polisemia y queda encorsetada en un esencialismo andino que no se compadece con la realidad. En este estudio, la comunidad, que surge a partir de la territorialidad fija consagrada por las reformas del Virrey Toledo, es tanto jefatura étnica como conjunto de ayllus integrados en un grupo o territorio, pudiendo también aludir a corregimiento, repartimiento, reducción, espacio común cultivable, grupo, los vecinos, etc. La comunidad, como las antiguas jefaturas aymaras, parecen, en el siglo XVIII, congeladas en el tiempo.
Del mismo modo, en las reducciones –verdaderos espacios negociados entre corregidores, visitadores y curacas–, se plasmó una lógica de ocupación funcional al sistema de dominación colonial. Allí convivieron indios que no necesariamente tenían vínculos étnicos y cuyo acceso a los recursos a distancia quedaba obliterado, quebrando otro de los esencialismos andinos que se detectan en este libro: el control vertical de un máximo de pisos ecológicos. A partir de las reducciones, los indígenas montaron una multitud de estrategias para que sus ayllus obtuvieran tanto productos complementarios como dinero para pagar su tasa. Por eso, las artificiales categorías fiscales coloniales poco muestran de las relaciones sociales aunque ilustran sobre manipulaciones múltiples que hacen a los vínculos internos y con los funcionarios de turno, por ejemplo, pagar menos tasa o considerar a los menos favorecidos dentro de los ayllus. Y todo ello porque el andino es un mundo de mediaciones y negociaciones en el cual, al saltarse un eslabón en la cadena de consensos y prácticas, ocurre por ejemplo, la crisis que narra este libro.
En el mar de cambios que incurren los Andes desde la conquista, que trastoca la vida cotidiana, a todo nivel, de los ayllus y remanentes de grupos étnicos, la armonía no se hacía presente ni siquiera bajo las pautas de reciprocidad, redistribución y control vertical que signan, sin transición, la visión de los siglos XVI y XVII hasta llegar, en este trabajo, al siglo XVIII. Éste es mi otro distanciamiento con ciertas aseveraciones del autor, cuya percepción armonicista lo lleva a engarzar lo prehispánico con los dos primeros siglos coloniales hasta la crisis de 1740.
El mundo andino es, también, un mundo de ficciones, donde todo parece estar en su lugar cuando en verdad está desplazado y alterado, un mundo en donde unos juegan a que son los legítimos herederos de los parientes del mítico líder Tataparia o nietos del mallku Coysara mientras entregan a sus mitayos, recrean una etnicidad e identidad nueva en las reducciones, ficcionalizando, como bien dice Serulnikov, la relación de “la comunidad con su rey” mientras que otros ejercen su poder tras el falso empadronamiento, el reparto forzoso de mercancías y los negociados comunes. En medio de permisividades y corrupciones gira el acuerdo o consenso sobre cómo han de mantenerse la autoridad, los privilegios y cómo se han de sustentar las legitimidades. Hasta ahí, la larga estabilidad colonial. Claro que hasta aquí hablamos de los acuerdos entre cúpulas, soslayando a los indios del común. Serulnikov plantea excepcionalmente el rol esencial que los jefes indígenas tuvieron a diferentes niveles de la organización social [segmentaria] “comunal” hasta la “crisis de bienestar de las comunidades indígenas andinas”. Este esclarecedor trabajo de “historia política desde abajo” rescata las voces de la protesta social cuando estalló, incontenible, la crisis general. Tras las voces de las nuevas autoridades, se leen otras voces, las de más abajo, las silenciadas durante 200 años y que consideraron, sin duda, roto el acuerdo con las otras autoridades, las cuestionadas, las voraces, ya fueran legítimas por sangre como las de los Ayra Chinche de Ariutu o la “multiétnica” del venal y canalla Lupa que, debido a sus prácticas espurias, carecían de toda representatividad y respeto al interior de los pueblos. Estimo, entonces, que en el XVIII la dificultosa definición de la etnicidad real dentro de los repartimientos y pueblos de indios –otro talón de Aquiles al que nos enfrentamos los colonialistas– también había contribuido a modificar la noción de autoridad. Ya no era necesario que el cacique fuera de tal o cual linaje o si gobernaba a uno o más pueblos, sino que cumpliera esos pactos básicos, ocultos, tan ocultos como los discursos silentes, que mantenían la estabilidad entre las autoridades y sus indios, una autoridad mensurable por su calidad de gestión, como lo sostiene el autor en su primer capítulo, una calidad de gestión que distaban de poseer aquellos que eran representantes de los indios pero estaban, como también apunta más tarde, al servicio de los españoles. Por eso me parece que la crisis de legitimidad y representatividad se contextúa en las reformas borbónicas, pero proviene de la ruptura del largo “pacto social” o moral donde ya no había más lugar para el sostenimiento de las viejas ficciones y, donde, por poco tiempo, pareció hacerse realidad el deseo de Guman Poma: el Papa gobernando en Roma, el Emperador en Castilla y los Indios, no los Incas, en las Indias.
Ana María Lorandi
Universidad de Buenos Aires
Aunque la expresión “historia desde abajo” pueda parecer desactualizada, el mayor mérito que tiene el libro de Sergio es que muestra, con una densidad poco común, la espesa trama de conflictos que se producen en las bases sociales de las comunidades andinas de la región que estudia. El libro consiste en una detallada etnografía histórica que refleja las reacciones, a veces mínimas, a veces violentas, que producen las modificaciones que las instituciones y los agentes coloniales quieren producir en el gobierno y en los mecanismos de explotación de las comunidades. Se puede observar, paso a paso, el debilitamiento de los controles que los curacas habían ejercido durante dos siglos sobre las formas de inserción de los tributarios en el sistema colonial. La relativa autonomía, casi de gobierno indirecto, que había predominado gracias al implícito pacto colonial entre las comunidades y la corona de los Hasburgo, fue siendo inficionada por las intervenciones de las autoridades borbónicas, cada vez más flagrantes, muchas veces ilegales y violentas, introduciendo curacas intrusos, muchos de ellos mestizos, presionando con el aumento del reparto compulsivo y ocultando tributos que en vez de ir a las arcas reales pasaban a manos de los nuevos caciques, curas o corregidores.
Si bien Sergio lo marca con claridad en su propio texto, son notorias las diferencias entre las rebeliones norpotosinas que culminan con los liderazgos de los hermanos Tomás, Dámaso y Nicolás Katari, a las encabezadas en el Cuzco por Túpac Amaru o en La Paz por Túpac Katari. Lo que se debe subrayar para comprender la importancia del libro es que esas diferencias no sólo responden a motivos económicos, ideológicos, tipos de liderazgos, etc., sino que surgen de una investigación también diferente. En este sentido quiero remarcar varios temas.
En primer lugar, Sergio ha prestado atención, como dije más arriba, a los pequeños acontecimientos de la vida cotidiana y a cacicazgos que no se destacaban particularmente por su amplitud o su riqueza. Más bien se mueve al ras de la base social, observando las reacciones en numerosos pueblos frente a medidas de distinto impacto en la comunidad, y en las cuales la negociación y el litigio ante las autoridades y la Audiencia parece ser la estrategia elegida hasta la última fase más violenta de la rebelión.
En segundo lugar, el lapso estudiado. Comienza temprano en el siglo XVIII, para seguir con lupa la creciente inquietud que se advierte en esa sociedad que ve cómo sus costumbres y derechos iban siendo vulnerados poco a poco. La estructura social iba siendo carcomida por una corrupción –quiero usar especialmente la palabra corrupción– y una violencia de las autoridades que a veces les permitía incluso obtener el apoyo de autoridades superiores (léase la Audiencia) y revertir algunas medidas muy perjudiciales o burlarlas (por ejemplo, yendo ellos mismos a pagar los tributos a Potosí para demostrar el alto porcentaje de tributarios que se había ocultado). El lapso al que se consagra la investigación de Sergio es sumamente importante para entender el tercer punto de mi comentario.
Éste se refiere a que estas rebeliones no surgen por la aparición de algún tipo específico de medidas que provocan reacciones en cadena (aunque tuviesen antecedentes aislados), sino que se fueron gestando a lo largo de más de medio siglo provocando una erosión de la autonomía en el gobierno interno de las comunidades, afectando a sus bases por el desequilibrio que estas situaciones producían. A diferencia de otros estudios sobre las rebeliones que ponen el acento en cierto tipo de medidas (aunque nadie desconoce la existencia de las restantes), por ejemplo, el aumento de la alcabala en el caso de Scarlett O’Phelan, el reparto en el de Gölte, la utopía en Seminsky o Flores Galindo o, anteriormente, la independencia como entre Valcarcel o Lewin, Sergio Serulnikov muestra la multicausalidad de la crisis, en cuya base se encuentra el control sobre el pago de tributo (tema muy poco abordado por otros autores, salvo O’Phelan si la memoria no me engaña, pero en trabajos posteriores), el costo altísimo de las obvenciones (ya marcado por Mónica Adrián pero tampoco tomado por otros autores) y la presencia de los caciques intrusos y/o mestizos, cuya importancia en relación con las rebeliones es directa, así como sus efectos en la ruptura del pacto de autonomía colonial.
Esto se enlaza a su vez con la insistencia de Sergio en sostener que las rebeliones eran reivindicativas de antiguos derechos y no tuvo, salvo tal vez en sus últimas fases, la intención de destruir el régimen colonial. Estaban tratando de conservar las jerarquías de poder locales tal como se habían organizado tradicionalmente, rechazando innovaciones que alteraban sustancialmente sus concepciones de poder y sobre todo de legitimidad. Es más, estuvieron dispuestos a aceptar la eficiencia en lugar del derecho consuetudinario en la elección de un cacique, pero siempre y cuando se respetara la decisión de la comunidad. Obviamente, la elección de un cacique foráneo, como Lupa como caso extremo, a cargo de tres comunidades diferentes no podía sino provocar su repudio. Más aun viendo la alianza que el cacique entablaba con el corregidor. La intervención de la iglesia, a través de sus curas e incluso del Arzobispo no ha sido ajena al estudio de Sergio, analizándola desde diversas perspectivas pero siempre marcando el nivel de alteración que esta institución provocaba en las comunidades.
Por todo ello, en el capítulo III, Sergio va a analizar y a discutir los efectos en las comunidades del proyecto imperial de modernización y regulación social de los Borbones. Proyecto que representaba una nueva concepción sobre la modalidad de la hegemonía que debía imponerse alterando el antiguo pacto colonial. La intervención estatal en la supervisación de las comunidades fue creciendo a lo largo del tiempo y, como en todo proceso de construcción de un Estado, esto se hacía a expensas de otros agentes o sectores que antes detectaban el derecho a ejercer determinadas funciones como ya lo ha marcado con meridiana claridad Norbert Elías. En mi opinión, el mayor aporte de Sergio se encuentra en este punto: es el proyecto de modernización y control, en su conjunto, la verdadera causa (global) que provoca la rebelión.
Ahora bien, no todos son méritos en este libro. No puedo dejar de señalar que Sergio sumerge al lector en fárrago de nombres y categorías que no define, lo mismo le da utilizar la palabra pueblo que grupo étnico, no señala la génesis de esas estructuras políticas con las que trabaja, pasa sin solución de continuidad de un problema micro local o uno regional, no se detiene a recapitular, y otras deficiencias de redacción que hacen que el libro resulte de lectura muy dificultosa. Es cierto que ha privilegiado el hecho de volcar un aparto empírico que es el principal sostén de su hipótesis central, la erosión constante de las estructuras jerárquicas y tradiciones andinas. Pero estimo que no hay reposo en la exposición de hechos y nombres y se observa, casi diría, una deliberada intención de evitar los comentarios teóricos, a mi entender llevada al extremo.
Respuesta a los comentarios de Ana María Lorandi, Ana María Presta y Sinclair Thomson
Sergio Serulnikov
Universidad de San Andrés/Conicet
Debo, en primer lugar, agradecer al Boletín por propiciar este intercambio, y a mis colegas Ana María Lorandi, Ana María Presta y Sinclair Thomson por haber aceptado la propuesta. A veces, demasiadas a mi gusto, los historiadores sentimos que nuestras investigaciones pasan unas junto a otras como barcos en la noche. Las convencionales reseñas bibliográficas ayudan a establecer un diálogo, aunque por su propia naturaleza no lo sustituyen. Debatir ideas, y hacerlo por escrito, debería ser una de las prácticas habituales del oficio. Pocas cosas contribuyen más a desarrollar un campo de estudio que explicitar los puntos de acuerdo y desacuerdo en las conclusiones de nuestros trabajos, en sus enfoques y presupuestos teóricos. La iniciativa de esta revista, que ojalá se repita con regularidad, nos posibilita pues ejercer los placeres y asperezas de este deber intelectual básico.
Aunque el motivo del dossier es la aparición en castellano de Conflictos sociales e insurgencia, hay que celebrar que los participantes hayan abordado problemas conceptuales e históricos que exceden, o al menos no se limitan, a nuestra interpretación de lo sucedido en el norte de Potosí, circa 1740-1781. De hecho, los principales puntos de debate (la naturaleza de los movimientos sociales andinos, el concepto de hegemonía o la noción de comunidad) plantean interrogantes de muy vasto alcance. Mis comentarios girarán en torno a este tipo de cuestiones.
El propósito central del libro fue construir una historia política local, una historia que nos permitiera discernir cómo y por qué los pueblos norpotosinos se embarcaron en una las mayores sublevaciones ocurridas en la América colonial. La idea detrás de este proyecto puede formularse en muy pocas palabras: pensar a los grupos indígenas como actores políticos. Es una idea muy poco controversial pero que, tomada en serio, adquiere connotaciones interpretativas y documentales muy complejas. Para el momento que este libro se gestó, entre fines de los años ochenta y noventa, significaba romper con toda una tradición historiográfica. Podría decirse que hasta entonces la producción sobre movimientos sociales andinos, con raras excepciones, tendía al estructuralismo: deducía la acción colectiva de estructuras mentales (pensamiento milenarista y mesiánico, el nacionalismo inca, las tradiciones utópicas andinas) y de cambios generales en las condiciones socioeconómicas (incremento en los tributos, impuestos, monopolios estatales y en el reparto forzoso de mercancías). Por otro lado, el abordaje del fenómeno tupamarista era por lo general sincrónico (se reconocían desde luego las variantes regionales de la rebelión pero se carecía de profundidad temporal), programático (el carácter “revolucionario” o “reformista” de los movimientos se infería del contenido de sus proclamas), teleológico (se tomaba como causa de la sublevación su resultado final) y binario (la aceptación/rechazo del colonialismo era función de la aceptación/rechazo de las instituciones políticas, económicas y religiosas hispánicas).
La insatisfacción con este tipo de enfoque hizo que hacia fines de los años ochenta, como sugieren Thomson y Lorandi, surgiera toda una nueva oleada de estudios con diferentes preguntas y agendas de investigación. El presupuesto general de varios de estos trabajos, incluyendo el mío, fue que las estructuras socioeconómicas y los sistemas de creencias culturales proveen el contexto de la experiencia, no la experiencia misma. En mi caso, para comprender el proceso por el cual los pueblos andinos se constituyeron en actores políticos, intenté discernir las maneras en que las poblaciones indígenas interactuaron con las instituciones de gobierno (los corregidores, los oficiales de la real hacienda, la real audiencia, los virreyes, el clero), articularon sus reclamos con las normas que presumiblemente debían regir las relaciones sociales y establecieron mecanismos de solidaridad que contrarrestaran (no siempre exitosamente) persistentes tendencias al aislamiento. Dicho de otra manera, mi libro se centra menos en las causas generales de descontento (las cuales son muy variadas, como bien marca Lorandi) que en la cultura política que permitió traducir el descontento en repertorios de acción colectiva. Respecto de la gran rebelión de 1780-1781, presté menos atención a los proclamas o programas de los insurgentes (aquello que los indígenas creían estar haciendo) que al significado social de sus acciones: el impacto acumulativo, no necesariamente deliberado o consciente, que sus iniciativas tuvieron en la subversión tanto de los modos de dominación política y económica como en el lugar que el discurso europeo les asignaba en el orden natural de las cosas. Las complejas identidades colectivas (el multifacético “nosotros” de los insurgentes) y las ideas respecto a la legitimidad del colonialismo fueron el resultado del proceso insurreccional, no su punto de partida.
Escribir esta clase de historia requiere indefectiblemente una perspectiva local y de mediano plazo. No sé si el término “historia desde abajo” (o cualquier otro eufemismo que queramos utilizar) puede parecer desactualizado. Sí sé que no hay ningún sustituto para este enfoque. Pues si no recuperamos para el análisis histórico este tipo de experiencias locales, las concepciones políticas indígenas, y por ende la gran rebelión pan-andina, resultan ininteligibles. Y en el caso del norte de Potosí (presumo que también en buena medida en la región de La Paz estudiada por Thomson) este proyecto representaba, desde el punto de vista empírico, empezar de cero, desenterrar de los archivos coloniales un conjunto de prácticas de negociación y conflicto cuya existencia simplemente ignorábamos. Tal es el caso, por ejemplo, de varios de los temas subrayados por Presta y Lorandi: las generalizadas protestas contra las autoridades étnicas norpotosinas de mediados de siglo, la rica trayectoria política de Florencio Lupa (el próspero e influyente cacique cuya decapitación en agosto de 1780 marcó un antes y después en la historia de la sublevación) o la masiva movilización de los indios del pueblo de Pocoata que precedió por varios años a la de sus vecinos de Macha liderados por Tomás Katari.
Este análisis me llevó a arribar a una serie de conclusiones que han sido muy lúcidamente analizadas por mis colegas y sobre las que no voy a extenderme. Una de ellas es que el levantamiento de 1780 fue el resultado directo de un prolongado proceso de politización que se inicia hacia la década de 1740 y se acelera en los años previos al mismo. Contrariamente a lo que hubiéramos esperado, fue en gran medida el éxito de estos enfrentamientos previos, no su fracaso, lo que motivó el estallido de la rebelión. Sostengo asimismo, como Thomson y Lorandi puntualizan, que el impacto concreto, local, de las reformas borbónicas tuvo menos que ver con el incremento de la presión fiscal que con otras dos derivaciones fundamentales de este proyecto: la normalización de las prácticas sociales comunales y, sobre todo, los profundos antagonismos (ideológicos, jurisdiccionales, económicos) que suscitó entre los principales grupos de poder colonial. Ello abrió canales de protesta que las comunidades indígenas de la región supieron explotar con notable sagacidad. Finalmente, como bien observa Presta, la crisis de los cacicazgos sirvió como el elemento catalizador de las tensiones que atravesaban esta sociedad. Esta crisis no se originó, como estábamos acostumbrados a pensar, en el reemplazo de los caciques hereditarios por caciques interinos funcionales a los intereses económicos de los corregidores. Fueron los propios indios del común quienes comenzaron a cuestionar la legitimidad de los antiguos “señores naturales” a causa de pluriseculares procesos de diferenciación socioeconómica y cultural, así como al hecho de que los principios hereditarios habían ya dejado de adecuarse a sus expectativas de buen gobierno. Las concepciones rotativas y electivas de gobierno comunal que emergerían desde finales del período colonial en adelante encuentran aquí uno de sus principales orígenes.
La naturaleza de la dominación colonial discutida por Thomson es, sin duda, uno de las preocupaciones teóricas centrales del libro. Comparto sus dudas acerca del uso del concepto gramsciano de hegemonía en este contexto, aunque no estoy seguro de que la conceptualización de Ranajit Guha sea la más adecuada. A mi juicio, el empleo de los indígenas del aparato de justicia colonial, su visión sobre el funcionamiento del sistema de fiestas religiosas, su “economía moral” o sus nociones de legitimidad monárquica remiten a dos fenómenos. El primero es el alto grado de penetración de instituciones políticas, económicas y religiosas europeas en la sociedad andina –algo poco sorprendente dado que estas instituciones habían signado la vida cotidiana de estas sociedades por generaciones–. El segundo es que la internalización de elementos propios de la civilización occidental no suponía dotar de legitimidad a la dominación española o a las formas establecidas de estratificación social. El primer fenómeno nos previene contra lecturas dualistas del orden colonial; el segundo, contra lecturas funcionalistas. La hegemonía colonial (en un sentido amplio) no se fundaba en la aceptación de las instituciones hispánicas, sino en el significado que se les atribuía: en qué medida servían, o no, para perpetuar la noción de inferioridad étnico-cultural de los pueblos nativos y, por tanto, para justificar su sujeción política y económica.
Esto no quiere decir en absoluto que los sistemas de valores en una sociedad pluricultural de este tipo fueran idénticos. Comparto con Thomson la idea de que los niveles de autonomía cultural en las sociedad coloniales y las sociedad europeas no pueden ser equiparados. Así lo comprueban los numerosos estudios sobre religiosidad andina, relaciones de parentesco, representaciones del pasado incaico o pensamiento político indígena. El punto, sin embargo, es que este tipo de prácticas y concepciones idiosincrásicas y heterodoxas habían sido parte del tejido de la sociedad andina por siglos. La aristocracia cuzqueña no había sido considerada desleal al Rey por exaltar las tradiciones imperiales nativas, ni los campesinos andinos habían sido considerados herejes o gentiles por realizar extraños rituales en los cementerios durante las celebraciones cristianas (los curas veían estas prácticas como parte de la estructura misma de la fiesta y las aceptaban con resignación o indiferencia). El punto, entonces, es que fue en respuesta al masivo desafío al dominio español que las elites hispánicas se vieron precisadas a imponer una concepción normativa de la cultura, que necesitaron trazar una línea en la arena separando lo europeo y lo andino, lo civilizado y lo salvaje. Los insurgentes, por su parte, no invirtieron la asignación de valores a los sistemas culturales: cuestionaron que aquella línea pudiera ser trazada. Vale decir, pusieron en cuestión el monopolio del sentido de las instituciones y los valores morales vigentes.
En suma, como planteo en el libro, tomando prestada la terminología de Jacques Rancière (una idea que, desde otras perspectivas teóricas, ha sido desarrollada por E. P. Thompson en Whigs and Hunters o por los llamados estudios poscoloniales) la rebelión no debiera ser vista como una acto de identidad cultural, sino como un acto de subjetivización, esto es, la subversión radical de la experiencia histórica de subjetividad colonial. ¿Qué significaba ser un vasallo católico de la monarquía? ¿Cuál era el conjunto de derechos que los indios poseían como tributarios del Rey y qué consecuencias políticas y sociales prácticas se debían derivar de ello? Desde el punto de vista simbólico, el aspecto más sedicioso del fenómeno insurgente no radica en lo que las elites gobernantes le atribuyeron –el completo rechazo del orden social imperante–, sino en lo que soslayaron: el empleo de nociones políticas, religiosas e históricas híbridas e interculturales con el fin de impugnar el gobierno español y las jerarquías étnico-culturales sobre las que aquel se erigía. El dualismo proyectado por el discurso de contrainsurgencia (y con demasiada frecuencia también por el discurso historiográfico) oscurece el hecho de que los eventos de 1780-1782 no sólo confrontaron a la población hispánica con los límites del proceso civilizatorio, con lo que la dominación europea fue incapaz de transformar en los modos de vida y pensamiento andinos (algo que muchos estuvieron perfectamente dispuestos a admitir), sino sobre todo con los logros de este proceso, con el desarrollo de concepciones antagónicas al régimen colonial conforme, en muchos aspectos, a sus mismos fundamentos simbólicos. Ello excedía el plano de lo representable porque ponía en cuestión el núcleo ideológico duro, último, del colonialismo occidental, aquello que Partha Chatterjee definió como “un régimen moderno de poder orientado a nunca cumplir su misión normalizadora puesto que la premisa de su poder es la preservación de la alteridad de los grupos dominantes”.
Quisiera detenerme asimismo en los provocativos comentarios de Presta respecto de la organización social andina. Me temo que en este caso deberé centrarme menos en sus argumentos que en la caracterización que hace de los míos. No comparto que el libro haga un uso polisémico del concepto de comunidad. Por el contrario, las comunidades aludidas en este libro (Sacaca, Pocoata, Jukumani, etc.) son siempre entidades políticas reales (no meramente fiscales o administrativas) definidas de acuerdo a modos constatables de autoadscripción socioétnica. Estas identidades sociales no son deducidas exclusivamente de los padrones (una fuente que, por otro lado, ha servido como base de muchos de los mejores estudios etnohistóricos) ni de “las artificiales categorías fiscales coloniales” (la distancia entre realidades sociales y clasificaciones oficiales –incluyendo categorías tan básicas como “originarios” y “forasteros”– es precisamente uno de los temas más recurrentes del libro). Las identidades étnicas son deducidas de prácticas políticas y sociales que se siguen a lo largo de cuatro décadas. En términos concretos, lo que un estudio de este tipo permite apreciar es cómo los niveles superiores de estas organizaciones sociales (los grandes grupos étnicos y/o las parcialidades anansaya/urinsaya) continuaban funcionando para esta época como núcleos de adscripción política, aun cuando carecían de los vínculos de cohesión social (relaciones de parentesco, intercambio de bienes y servicios, tenencia colectiva de la tierra, etc.) de la de los niveles inferiores (ayllus menores, estancias, etc.). Lejos de proyectar una visión “armonicista” de las sociedades andinas, este proceso histórico revela profundas divisiones inter e intracomunales respecto a la asignación de recursos a las unidades familiares, la naturaleza del poder de los caciques o, en algunos casos específicos, la propia naturaleza de las identidades políticas étnicas.[8]
Ahora bien, ¿cómo son y cómo no son definidas estas comunidades (o grupos étnicos, que, como se aclara en la nota 14 de la introducción, es un término usado por los antropólogos y etnohistoriadores de esta región)? En su mayoría, no en todos los casos, son grupos que tienen un patrón disperso de residencia, presentan una estructura segmentaria (parcialidades y ayllus menores) y poseen territorios en punas y valles. Historiadores y antropólogos como Olivia Harris, Silvia Rivera, Tristan Platt, Enrique Tandeter, Mónica Adrián, Ricardo Godoy o Diego Pacheco Balanza han mostrado, desde perspectivas disciplinarias y temáticas muy diferentes, la pervivencia de este modelo de tenencia de la tierra y acceso a recursos distantes tanto para el siglos XVIII como para el período independiente (los funcionarios coloniales designaron la posesión comunal de predios en zonas distantes “doble domicilio”). Se trata de una de las características distintivas de las sociedades del norte de Potosí. Desde luego, es mucho lo que queda por investigar acerca de la evolución de este sistema. Mi trabajo, creo yo, expone algunos aspectos de su funcionamiento en la práctica: ciclos migratorios, patrones de tenencia de la tierra en punas y valles, organización de las celebraciones religiosas, elección de autoridades étnicas, etc. Va de suyo que la verticalidad es un concepto económico general y, por ende, no es asimilable a ningún modelo específico –ni a los presentados originalmente por John Murra ni a ningún otro–. Va de suyo, asimismo, que en muchas otras áreas andinas (incluyendo algunas del norte de Potosí, como se indica en el libro) este sistema estaba ausente. “Esencialismo andino” sería afirmar que un mismo proceso se dio lo largo de los Andes (tanto en uno u otro sentido) o que las formas de complementariedad ecológica son idénticas a aquellas detectadas para la época de la conquista en ésta u otras regiones. Ni este libro, ni, creo, ninguno de los autores que postulan la existencia de distintas modalidades de verticalidad en esta región basados en información histórica y etnográfica concreta hacen semejantes afirmaciones.
¿Qué no son estas comunidades? Contrariamente a lo que plantea Presta, en el libro se insiste que no se puede equiparar necesariamente comunidad y “repartimiento”, el cual era una entidad administrativa. Hay repartimientos (Macha o Pocoata) que se corresponden a una comunidad o grupo étnico y otros (Aymaya o Chayanta) que abarcan varias comunidades. Tampoco se equipara comunidad con “corregimiento” (nunca podría haberlo hecho dado que en el siglo XVIII corregimiento significa simplemente provincia). Más importante aun, se puntualiza enfáticamente que comunidad no es asimilable a “pueblo de reducción” o “vecindad”. Por un lado, porque los pueblos de reducción no son lugares de residencia de los indígenas (éstos viven en estancias dispersas anexas a las tierras de cultivo); por otro, y más fundamentalmente, debido a que los distritos de los pueblos de reducción abarcan (sobre todo en los valles pero también en muchos pueblos de puna) comunidades diversas. El principio general del libro es que no se puede equiparar mecánicamente comunidad y co-residencia. El problema es que en esta región las mismas palabras designaban realidades diferentes. Con el nombre de Chayanta se designaba a una provincia (o “corregimiento”), a uno de los repartimientos la provincia (que abarca seis comunidades, ninguna de las cuales se identificaba con ese nombre) y a un pueblo de reducción. Por Aymaya se designaba a un repartimiento y a una de las dos comunidades que lo componían (la otra es Jukumani). Confío, con todo, en que los inevitables problemas de sinonimia no oscurezcan demasiado la compresión de las realidades sociales y que a aquellos lectores interesados en la etnohistoria de esta región el análisis no parezca un “fárrago” de nombres (como le ocurrió a Lorandi) sino una compleja descripción (con la que se puede discrepar en parte o en todo) de una realidad por demás compleja.
Quizás importe señalar, por último, que el libro no procura “engarzar lo prehispánico con los dos primeros siglos coloniales hasta la crisis de 1740”. En la página 20 se puntualiza, en coincidencia con la vasta mayoría de la literatura sobre el tema, que el punto de inflexión decisivo en la historia de las comunidades andinas coloniales fueron las reformas toledanas. En estos breves párrafos introductorios, me limito a apuntar que los estudiosos del período colonial temprano en Charcas (Thierry Saignes, Mercedes del Río, Tristan Platt, etc.) encuentran que en la provincia de Chayanta existieron, en mayor medida que en muchas otras áreas andinas, definidos elementos de continuidad entre la estructuración étnica postoledana y prehispánica. En cualquier caso, el alcance de las continuidades y discontinuidades entre el siglo XVIII y los siglos precedentes excede por completo mi objeto de análisis. Naturalmente, para comprender la génesis de las estructuras sociales –cuya temporalidad es por naturaleza diferente a la de los procesos políticos– se requieren estudios de mucho más largo plazo. Sí creo que merecería discutirse en mayor detalle un tema abordado por numerosos estudios recientes sobre el siglo XVIII, incluyendo conflictos sociales e insurgencia: las notables variaciones regionales en la evolución de las estructuras étnicas y sistemas de autoridad de las comunidades andinas durante el período tardo colonial. Por cierto, las grandes sublevaciones de 1780 tuvieron un impacto decisivo en estas trayectorias. Por razones de espacio, quedará para otra ocasión.
No quisiera concluir esta intervención sin reiterar una vez más mi agradecimiento a esta publicación y a mis distinguidos colegas por la oportunidad de discutir mi trabajo.
Debate en torno al libro de Julio Djenderedjian La agricultura pampeana en la primera mitad del siglo XIX, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008.
Eduardo Míguez
Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires
Deméter en tiempos de Pan
Si fuera necesario justificar la importancia de un texto de síntesis en la actividad histórica, no sólo para la difusión del conocimiento, sino para la propia producción de otros nuevos, el presente tomo podría ser tomado como un ejemplo paradigmático. Mostrando un muy vasto conocimiento de la creciente producción historiográfica sobre el tema, así como de la más rara bibliografía antigua, y las memorias, relatos de viajeros, y otros textos contemporáneos que a él se refieren, Djenderedjian nos ofrece un amplio panorama de la agricultura entre el Virreinato y el momento previo a la gran expansión de la segunda mitad del XIX, incluyendo un atisbo de sus prolegómenos. No es, sin embargo, sólo una síntesis de conocimientos frecuentados por los especialistas. En parte, porque como suele ocurrir en estos casos (cuando son de tan buena factura como el actual), el autor agrega no pocos resultados novedosos de sus propias pesquisas en fuentes primarias, incluso en fondos documentales; pero –y lo que es a mi juicio aun más importante– porque al reunir en un argumento los resultados de variadas investigaciones individuales, ofrece un panorama mucho más consistente del tema del que emerge de los conocimientos fragmentados en numerosos artículos y capítulos aislados. Se obliga así Djenderedjian a ser mucho más sistemático y abarcativo en la formulación de sus preguntas y problemas, dejando en evidencia el panorama de nuestros conocimientos, nuestras ignorancias y nuestras perplejidades en el área. En muchos casos, avanza en la formulación de respuestas en base a lo que hasta aquí sabemos, y a una rigurosa formulación de hipótesis en general muy razonables que agregan a los conocimientos existentes un sobrio uso de la teoría económica y social, y un fino sentido común. Quizás pueda objetarse que no siempre destaca con suficiente énfasis cuando las afirmaciones emergen de inferencias, diferenciándolas de cuando se fundamentan en evidencias más o menos confiables. Pero, en cualquier caso, los argumentos siempre aportan una imagen razonables de los problemas que abordan, proponiendo al lector una interpretación del tema. Creo enfáticamente que esto es de suma utilidad, ya que hace que la obra sea mucho más que un estado de la cuestión con algunos agregados. La transforman en una auténtica historia, en el mejor sentido de la palabra. Vale decir, en un relato interpretativo del desarrollo agrícola en la región pampeana en el período abordado.
Me he extendido en este análisis de la metodología analítica de la obra, no sólo porque es un justo elogio a los logros del autor, y porque puede servir al lector de estas líneas que no conozca la obra para tener una idea más cabal de qué esperar de ella, sino porque creo que es necesaria como introducción a los comentarios que siguen. En ellos, no me detendré a discutir aspectos específicos de los contenidos. Más bien, me propongo establecer un diálogo precisamente en el plano más amplio; en las interpretaciones más generales. Los aspectos más concretos que tomaré, entonces, se seleccionaron no por ser los más sólidos o los más discutibles, como suele hacerse en una reseña, sino porque son los que contribuyen a plantear las discusiones nodales que a mi juicio emergen de ella. Queda dicho desde ya, entonces, que hay mucho más riqueza en el trabajo comentado de lo que aquí abordaré. Mis comentarios se centran en la agricultura y el mercado del trigo, y en especial en la provincia de Buenos Aires –pese a todo, la más agrícola de la región pampeana hasta la década de 1850–. Si bien éste es el eje del libro, también trata otros productos y otras regiones, brindando un panorama bastante amplio de su tema.
Reducida a sus acordes mínimos, la composición de Djenderedjian nos ofrece el panorama siguiente: Durante la colonia una agricultura rudimentaria pero consistente abastecía un consumo de harinas importante en la escala de los mercados locales, con una mínima exportación, seguramente mayormente para el reabastecimiento de los navíos que recalaban en el puerto. Los costos de transporte y la limitación en la oferta de trabajo restringían la producción a mercados circundantes. Pero el alto peso relativo de la población urbana, en especial en Buenos Aires, da cuenta de una producción nada desdeñable en su escala.
El crecimiento de la ganadería litoral después de la revolución alteraría esta situación. Una inserción crecientemente favorable de ésta en el mercado internacional valorizaría la tierra y el trabajo de tal forma que la agricultura fuese perdiendo espacio entre las actividades productivas de la región pampeana. Aunque en términos absolutos la producción se incrementó moderadamente, en relación a la población fue cayendo de manera significativa. Los intentos colonizadores de los años 1820 fracasan en este contexto. Su mano de obra inmigrante adquiere mayor productividad en otras actividades. La continuidad del consumo se sostiene en una creciente importación de harinas de Chile y Estados Unidos. En ocasiones, con precios favorables, llegan también trigos del interior, en especial de Mendoza y Córdoba, pese a los altos costos de transporte. A su vez, el corrimiento de la frontera genera nuevas áreas de producción en condiciones ecológicas diferentes. Orientadas principalmente a los mercados locales, también éstas pueden volcar parte de sus excedentes al abasto urbano. El desarrollo lanar agudiza la situación, aunque para la década de 1840 comienzan a verse cambios tecnológicos –en especial, la introducción del trigo Barletta, una variedad bien adaptada a la región– que al incrementar la productividad, generan mejores condiciones. Aun así, con un fuerte crecimiento de la población, al menos en Buenos Aires, la producción per cápita sigue en su vertiginosa caída, restañada ahora por una creciente producción de las nuevas colonias agrícolas santafecinas.
Un relato plausible que, sin embargo, provoca no pocas preguntas. Una de ellas tiene que ver con la competencia entre el reino de Deméter (Ceres), diosa agrícola, y el de Pan, dios pastor. La argumentación de que la valorización de la tierra limita la actividad agrícola (pp. 134-135; p. 178, por ejemplo) –de menor rentabilidad– plantea problemas en los números. Si una hectárea producía unas 5 fanegas, y éstas rondaban los cinco pesos,[9] la hectárea triguera podría producir en tiempos normales en el orden de 25 pesos fuertes en trigo. Aun al muy alto valor de 10 pesos la hectárea, y con una alta tasa de interés del 10%, el arriendo de una hectárea no excedería el peso. Aunque los precios a “boca de tranquera” (sería difícil encontrar una por entonces) fueran mucho menores, el costo de la tierra seguiría siendo bajo en relación a ellos. En tanto, estimando una carga ganadera muy alta para la época, de un animal por hectárea, ésta produciría un novillo cada tres años; aunque el novillo valiese el muy elevado precio de 10 pesos fuertes, la productividad ganadera por hectárea sería el 10% de la agrícola. Estos números son muy fantasiosos y, desde luego, Djenderedjian podría hacerlos mucho más precisos. Pero he buscado exagerarlos en contra de mi argumento sólo para establecer un orden de magnitud. Y aunque las circunstancias cambian un poco con la cría lanar, no deben haber alterado demasiado el cuadro general. Desde luego, los resultados no deben llamar la atención. Como factor abundante, la tierra no determinaba la selección de actividad. Si hiciéramos cálculos similares para la mano de obra, tendríamos un panorama exactamente inverso. La productividad del trabajo era muy superior en la ganadería.[10] Como la escasez de trabajo determinaba la selección productiva, es de esperar que el precio de la tierra fuera establecido sobre la productividad ganadera –el costo por hectárea difícilmente fuera un límite a la producción agrícola–. Más bien, el costo de la tierra solo sería relevante en zonas de especialización agrícola, donde el precio de la tierra fuera determinado por esa misma actividad, y no en las áreas de competencia entre ambas.
En ellas, hay una cuestión aparentemente trivial, pero sin duda de gran peso, que la obra considera pero no explica en profundidad. En un mundo sin alambradas, en el que la contención del ganado era más que difícil, el costo en mano de obra de apartar a éste de los cultivos sería exponencial. Sabemos que el ganado invadía con frecuencia los cultivos y que existieron disposiciones para que sus propietarios indemnizaran a los agricultores por los daños a los afectados.[11] Aun así, es difícil imaginar cómo era posible la coexistencia de ambas actividades, que sin embargo, sin duda, ocurrió. En todo caso, seguramente fue un factor adicional en el incremento del costo laboral.
En coincidencia con ello, y aunque Djenderedjian menciona la valorización de la tierra como un factor limitante de la agricultura –lo que por lo dicho, no creo que sea relevante– él también coincide en que el costo de la mano de obra es el factor decisivo. Lo que en cambio no se explica es el desplazamiento de la agricultura hacia zonas más alejadas de Buenos Aires. En estas condiciones, es muy difícil que el menor valor de la tierra compensara el aumento de costos de transporte. Si aun en las proximidades de Buenos Aires la agricultura perdía rentabilidad por los costos laborales –incrementados, nos explica el autor, por la retracción de la esclavitud y la demanda de mano de obra ganadera–[12] más aun debía perderla en las zonas afectadas por los altos costos de transporte. La explicación creo que puede estar en otro lado, quizás insinuado, pero insuficientemente remarcado por el autor. Si aceptamos que en promedio predominaba una racionalidad en la asignación de factores, debería suponerse que el grueso del trabajo se valorizaría en la ganadería. Pero podía haber motivos para que una parte no desdeñable fuera a la agricultura. Por ejemplo, períodos ociosos en la ganadería, mano de obra familiar que no se valorizaba en el mercado, reaseguros de producción autónoma para quienes carecían de capital ganadero. Esta producción estaría asociada a unidades campesinas, probablemente migrantes del interior, que buscaban tierras donde las hubiera a menor costo o incluso sin él; vale decir, la frontera.
Lo que nos lleva a una observación no central, pero relevante en este tema. El autor suena un poco escéptico al referirse al término “campesinos”, utilizado por Gelman, Garavaglia y otros (por ejemplo, p. 135). Sin duda, los niveles de participación en el mercado y la capacidad de acumulación de algunos de estos pequeños productores difieren del uso más corriente del término. Pero más allá de una cuestión meramente semántica –y personalmente creo que la restricción conceptual aporta poco al conocimiento social– creo que estas unidades familiares muchas veces subcapitalizadas (en relación a su propio medio, claro está) tienen ciertos rasgos que se comprenden mejor en referencia al mundo campesino. En definitiva, profundizando un argumento que Gelman ya había señalado para la campaña oriental rural en la etapa colonial, es probable que una parte sustantiva de la agricultura se refugiara en la producción de modestos campesinos, muchas veces en la frontera, que complementaban con esta producción mercantil otro variado conjunto de actividades de subsistencia y para el mercado, como suelen hacer los campesinos. Junto a ellos, sin embargo, tanto en Buenos Aires como en el Este entrerriano, subsistían algunos grandes productores, aprovechando seguramente rentas locacionales y oligopólicas.
Seguramente, la expansión lanar y el cambio político de 1852 jugaron un papel importante en el cambio de estas condiciones, y quizás expliquen la profundización de la caída agrícola en esta etapa. En tanto que se relegaba la importancia de los sectores populares rurales como base política –en realidad, ya desde el otoño rosista– lo que facilitaría la regulación más estricta del acceso a la tierra, la consolidación del lanar valorizaba la mano de obra –incluso la familiar– en una actividad más productiva. Las condiciones económicas y políticas seguramente limitaron más estrechamente las posibilidades del campesinado, incluso en la frontera. Subsiste, incluso prospera, una agricultura ejidal, destinada a abastecer mercados segmentados por los costos de transporte antes del ferrocarril (y es muy posible que la mayor parte de esta producción eludiera las estadísticas, con lo que la producción per cápita puede haber caído menos dramáticamente de lo que los datos disponibles muestran, como señala el autor).[13] Pero aunque subsisten escalas muy variadas de producción –el censo de 1869 así lo sugiere– es posible que aquello que más se asemejaba al mundo campesino estuviera cayendo en la marginalidad. A su vez, sin embargo, algunos de estos campesinos deben haber progresado hacia chacareros capitalistas más consolidados, como los famosos colonos de Chivilicoy, o el exitoso inmigrante Juan Fugl (nota 3) en la frontera de Tandil.
Esto nos lleva a la cuestión de las continuidades y cambios a ambos lados de la divisoria de aguas de 1852. Por razones comprensibles, Djenderedjian ha buscado enfatizar un enfoque que muestre cierta continuidad entre la primera y la segunda mitad del siglo XIX. Por demasiado tiempo nuestra historiografía más seria ha actuado como si se tratara de mundos diferentes, a tal punto que apenas si valía la pena mirar lo que ocurría del otro lado. Afortunadamente, la presencia de Julio en el vasto proyecto dirigido por Osvaldo Barsky ha asegurado una mirada más comprehensiva. Pero no detenerse en el cambio de pendiente no quiere decir que las rupturas no existan. Esto recuerda a algunos de los argumentos de Rondo Cameron en contra de la expresión “revolución industrial”. Sin duda, normalmente existen continuidades entre diferentes etapas históricas. Lo que no quita que haya momentos en que los cambios se aceleran y las pendientes en las curvas de los gráficos se hacen más dramáticas. En buena parte del mundo, los cambios de esta naturaleza tuvieron lugar hacia mediados el siglo XIX, y el ferrocarril jugó un importante papel en muchos de ellos. Y el Río de la Plata, en mi opinión, pertenece a este grupo. En este sentido, el énfasis del autor en los cambios y progresos tecnológicos de la primera mitad del siglo no justifica desconocer que la agricultura de la segunda mitad del XIX –ya fuere en las colonias agrícolas ahora sí exitosas o, más tarde, en el complejo entramado contractual de la agricultura pampeana– fue una auténtica Revolución en las Pampas, incluso mucho más rica en matices de lo que el propio James Scobie percibiera. Djenderedjian no desconoce esto, pero por momentos parece subestimarlo (por ejemplo, en las pp. 23-24). Por mi parte, creo que reconocer que hubo un paulatino progreso productivo entre la colonia y mediados de siglo no debe llevarnos a desconocer que, en efecto, la solución de continuidad es más que sólo aparente.
En este punto, es natural remontarnos a los trabajos de Emilio Sereni y Nicolás Sánchez de Albornoz sobre los mercados de granos en Italia y España. Aquellos clásicos estudios utilizaban la integración del sistema de precios de los granos como un indicador de la conformación de un mercado nacional. Djenderedjian, naturalmente, parte del hecho de que en el período que estudia en general, se trata de mercados segmentados por los costos de transporte (una útil referencia en p. 165). Así, el límite natural del desarrollo de la agricultura es su capacidad de acceder a mercados cercanos, o al transporte náutico, de menor costo. Lo que explica que las harinas importadas encuentren su camino no sólo a Buenos Aires, sino a otros puertos del litoral, e incluso a algunas localidades del interior de la provincia porteña. Sin embargo, hay evidencias de una mayor circulación del producto –en especial la harina, que por su valor agregado absorbe mejor los costos de trasporte– que se haría creciente con un aumento de precios en la década de 1840. Con ello, cree avizorar una temprana etapa de integración del mercado, fomentada por los altos precios. Parte de esta idea surge de los datos de Silvia Romano sobre la salida de harinas desde Córdoba a Buenos Aires, y otros sobre la importación desde Mendoza.
La llegada de harinas cordobesas es sin duda sorprendente. No tanto porque el costo de transporte encarecía el producto,[14] sino porque la disponibilidad de harinas en Córdoba debía ser muy limitada. El autor observa que, según los datos de Silvia Romano, la disponibilidad per cápita en la propia provincia mediterránea era restringida. La misma observación hice en mi reciente Historia Económica de la Argentina.[15] Desde luego, como aquella provincia tiene un porcentaje mayor de población rural, si los datos decimales no incluyen la producción doméstica, allí podría estar parte de la explicación. Por otro lado, sabemos que los precios del ganado eran mucho mayores en Córdoba que en Buenos Aires, seguramente un índice de la menor disponibilidad de tierra. Sería esperable entonces que una diferente relación tierra/trabajo creara mejores condiciones agrícolas, y menores precios de los cereales. Lamentablemente, no contamos con series comparativas de precios cerealeros, como las utilizadas en los trabajos citados de Sereni y Sánchez Albornoz, para analizar la vinculación entre los mercados.
A su vez, los datos del comercio de importación de harinas que nos provee Djenderedjian son un poco desconcertantes. En primer lugar, el precio de la harina importada es enormemente mayor que el de su equivalente en trigo local. No sabemos el costo de la molienda, pero la relación parece sugerir que también éstos son mercados segmentados. Un rápido cálculo de la relación entre precios de trigo local y harina importada hecho en base a los datos que provee el autor en su cuadro en el apéndice I, p. 379, da un coeficiente de correlación de 0,754, que, aunque alto, revelaría que menos de un 60% del precio de la harina importada se explica por el valor del trigo local (el coeficiente de determinación es de 0,568). Esto sugiere que si bien son mercados relacionados, no se trata totalmente de bienes sustitutos. En el mismo sentido apunta el autor, al señalar que la harina atendía un mercado más exigente (p. 161).
Todo esto nos plantea un conjunto importante de preguntas en torno al mercado de trigo y cereales. ¿Cómo se vincula la importación de harinas con la producción local? Una interesante línea de exploración aparece en las pp. 173 a 175, referenciando los precios locales con las fluctuaciones internacionales; pero habría mucho más que hacer en esta línea. En todo caso, el crecimiento de la economía rioplatense en la década de 1840, la inmigración temprana, etc., sugieren que la demanda de harina y trigo sería sostenida en la época. Los datos sobre producción per cápita en Buenos Aires, sin embargo, sugieren una creciente especialización en los rubros más rentables, con una conducta propia de seguidores de Adam Smith. Seguramente, si fuera posible reconstruir series más completas de ingresos de harinas y de precios de cereales y harina, tanto en Buenos Aires como en el interior –vale decir, un buen estudio del mercado triguero rioplatense– podríamos comprender mejor la lógica de esta agricultura, cuya subsistencia es seguramente más sorprendente que su debilidad.
Desde ya, sería injusto reclamar a una obra de la naturaleza de la aquí tratada este tipo de aporte. Más bien, como señalábamos al comienzo, lo que ésta deja en claro, al dibujar el panorama más completo que nuestro actual conocimiento nos permite, es un interesante conjunto de posibles líneas de avance futuro. Si a ello sumamos el hecho de que se trata de un libro bien escrito, bien estructurado, y repleto de información, es evidente que sus logros son por cierto significativos.
Jorge Gelman
UBA – CONICET
¿Una agricultura en crisis?
El libro de Julio Djenderedjian que comentamos constituye el volumen IV de la Colección “Historia del Capitalismo Agrario Pampeano”, dirigida por Osvaldo Barsky, que se ha convertido ya en un referente importante en los estudios históricos del agro de esta región.
Esta colección se ha propuesto presentar síntesis actualizadas y complejas sobre estos procesos, pero también ha publicado tomos que significan en sí mismos avances temáticos novedosos.
El libro aquí reseñado se encuentra a caballo de estos dos objetivos: por un lado, presenta una síntesis exhaustiva de todo lo que se avanzó últimamente sobre un tema, la agricultura pampeana entre fines de la colonia y la primera mitad del XIX, pero es bastante más que eso: aporta también mucha evidencia nueva sobre algunos procesos o temas y, a la vez, el hecho de presentar un panorama global y comparativo de todas las regiones pampeanas colonizadas por el criollo en esta etapa (con referencias también a algunas extrapampeanas como la Córdoba serrana o Mendoza) le permite al autor avanzar en algunos análisis que sólo se podían abordar a partir de esta visión más alejada del caso.
Entonces el libro no es sólo una síntesis (aunque también lo es y seguramente la mejor hasta el momento), sino, además, una nueva investigación que arroja luz sobre cuestiones hasta ahora no tratadas o mal resueltas.
Lo primero que se puede decir sobre el libro es que tiene las marcas que distinguen a su autor como historiador: en primer lugar, el trabajo exhaustivo, sistemático. Djenderedjian ha leído todo lo que se ha escrito sobre el tema que investiga, ha rastreado y encontrado hasta el último libro actual o de inicios del siglo XIX que pueda aportar algún dato sobre la agricultura pampeana. Y aun tratándose de un libro de síntesis, ha tratado de llenar los baches que la historiografía ha dejado con un amplio trabajo de archivo y bibliográfico (para dar un ejemplo, el aparato erudito enumerado al final del libro incluye documentación de 8 archivos nacionales y extranjeros y un listado de títulos de libros escritos por cronistas de época que abarca 25 páginas).
En segundo lugar se destaca el fino análisis que realiza, que se apoya, por un lado, en la perspectiva comparativa de la que es un cultor ya probado y, por otro, en un marco teórico sobre la economía agraria bastante coherente. Aunque aquí quizás introduciría una pequeña nota crítica. Este marco teórico es quizás algo rígido. Pero también es verdad que, como buen historiador, Djenderedjian es sensible a que ninguna realidad histórica encaja perfectamente en un marco teórico.
Tercera marca de autor, la escritura: Djenderedjian escribe muy bien y es capaz de convertir en textos de fácil y agradable lectura los temas más áridos, como lo vuelve a demostrar aquí.
En cuanto a los contenidos del libro, lo primero a destacar es el tema. Diría que tuvo la valentía de abordar un tema que según sostenía toda la bibliografía es una especie de NO tema, porque el centro del desarrollo económico de esta etapa es justamente “la expansión ganadera”, y por lo tanto la crisis o estancamiento de la “agricultura” pampeana. Y el autor no difiere mayormente con esta interpretación. Aunque agrega algunos matices importantes.
Según nos muestra, la agricultura en la primera mitad del XIX en realidad no está estancada completamente, crece, pero es verdad que bastante más lentamente que la ganadería, incluso más lentamente que la población y la demanda de bienes agrícolas. Pero este modesto crecimiento de la agricultura no se da sólo por el agregado de nuevos factores de producción que reproducen el modelo existente, sino que conoce algunas innovaciones que, nos explica el autor, preparan de alguna manera la expansión de la segunda mitad del XIX: así, por ejemplo, el desarrollo de una agricultura distinta a la típica colonial, realizada mayormente a la vera de los ríos o pegada al mercado consumidor de Buenos Aires y su traslado a zonas más alejadas que obligan a replantear en muchos aspectos la organización productiva y promueven también algunos cambios tecnológicos. Entre ellos la introducción y difusión del trigo barletta, que parece haber sido en pequeña escala una especie de soja de la época (al permitir utilizar terrenos antes vedados a la agricultura de trigo), mejoras en los arados para poder aprovechar la menor humedad de esas tierras nuevas y también algunas innovaciones destinadas a reducir costos, en especial “el” gran costo de la época, la mano de obra.
Lo otro que destaca el libro, y me parece significativo como estímulo a abrir nuevos horizontes de investigación, es la importancia de la década del 40. Si los estudios sobre la primera mitad del XIX han avanzado considerablemente en los últimos tiempos, la década del 40 es una especie de paria, de zona oscura, en la que se supone que no pasa nada nuevo (y no sólo en el agro).
Hay que decir que esta percepción historiográfica es ayudada, al menos en el caso de Buenos Aires, por una escasa producción de información escrita que quedara en los archivos de estos años. Pero también es influida por la idea de que se trata de una década en la que simplemente se mantienen procesos establecidos antes.[16] Lo que el autor muestra, al menos en la agricultura, es que hay en estos momentos fenómenos silenciosos que empiezan a cambiar significativamente algunas cosas. Es allí cuando se nota la expansión del barletta, se producen algunos cambios organizativos en ciertas chacras, se ensayan algunas innovaciones, etc. Quizás todo ello sea justamente el resultado de la relativa paz que sucede al triunfo brutal del rosismo en Buenos Aires y en el resto del territorio rioplatense.
Me parece que hay aquí un ejemplo interesante para pensar la relación entre instituciones y crecimiento económico: desde Douglas North y la “Nueva Economía Institucional” se ha insistido en el peso de las instituciones (de ciertas instituciones) para el crecimiento económico moderno, en los beneficios de la instauración de derechos de propiedad absolutos y universales, reglas transparentes e igualitarias de acceso a los mercados, sujetas a ley, etc.
En el ejemplo aquí tratado parece haber poco de todo esto, pero en cambio sí parece haber estabilidad en las normas, aunque éstas no sean igualitarias, aunque no signifiquen derechos de propiedad liberal, sujetas a ley positiva, etc. En este sentido creo ver algunas semejanzas con lo planteado en un libro reciente sobre el crecimiento económico mexicano durante el porfiriato.[17]
De todos modos, estas cuestiones no obstan a que la conclusión general del libro sea que la agricultura no creció lo suficiente y quedó a la zaga de los sectores que fueron los más dinámicos de la época. Primero la ganadería vacuna, luego la ovina.
Entonces una buena parte del libro está destinado a explicar justamente este fracaso o este destino divergente.
No puedo resumir aquí los contenidos complejos y matizados de este libro.
Sólo quiero ahora abordar someramente algunas de sus principales conclusiones y dejar planteadas algunas posibles discusiones.
El autor plantea que la agricultura[18] se ve afectada por problemas institucionales, en el sentido sobre todo de la inestabilidad y de una serie de cuestiones que llevan a una situación inflacionaria intermitente, pero muy aguda en la primera mitad del siglo.
Y que esto afecta más a la agricultura que a la ganadería porque la primera requiere más capitales y es menos previsible en sus resultados. A la vez requiere más cantidad de trabajo y aquí hay un cuello de botella fundamental en toda una etapa en donde el factor trabajo es el más caro.
Aunque comparto la mayor parte de estos y otros argumentos que el autor desarrolla, me parece necesario hacer algunas aclaraciones y tratar de establecer un orden de los factores que aparecen trabando el desarrollo de la agricultura en esta etapa.
En primer lugar, no me parece demostrado que la agricultura requiera en esta etapa mayor inversión que la ganadería: sí por unidad de superficie (es obvio), pero no quizás por unidad de producto-valor. Es decir que si el norte del inversor-productor era la obtención de un determinado producto con su inversión, no me parece demostrado que fuera potencialmente menor en la agricultura.
Tampoco creo demostrado que requiera mayor cantidad de trabajo por producto, aunque aquí me parece que hay una reflexión a realizar sobre cuándo y dónde la agricultura de trigo requiere aplicar más trabajo.
El trigo tiene un momento corto de altísima demanda de trabajo, ineludible, en el tiempo de la cosecha. Pero tiene otro momento, menos intensivo pero más prolongado, si quiere mejorar la tierra, con buenos arados, y protegiendo la siembra tierna de las malezas, etc.
En esto último me parece que el problema central, más que el costo del trabajo, es el riesgo de la aplicación del mismo.
El de la cosecha no tiene este problema, porque se trata de una etapa en la que el riesgo está casi eliminado porque ya se sabe cuánta será la cosecha y a qué precio se podrá vender. Así, tenemos ejemplos históricos de productores que deciden dejar de cosechar, al menos una parte de su producto, ante caídas brutales en los precios del trigo.
En cambio no pasa lo mismo con el trabajo aplicado durante el arado, siembra y cuidado de la chacra en el período anterior. Esto agrega un factor de incertidumbre, de riesgo, muy grande en la agricultura en esta etapa. Y por lo tanto estimula una agricultura cuyos costos centrales se agolpen en la etapa final, y mucho menos en la anterior, porque así reduce esta incertidumbre.
Es evidente que este tipo de agricultura disminuye los estímulos a introducir mejoras o a cierta innovación técnica o tecnológica, que no se pueden aplicar a la siembra y el laboreo durante el año, porque significaría aumentar notablemente los riesgos de la inversión.
Por ello algunos ejemplos históricos de grandes chacras que buscaban mejorar sus rendimientos con buenos laboreos de la tierra, etc., terminaron con grandes frustraciones,[19] mientras que parecen haber funcionado mejor las pequeñas explotaciones familiares que casi no araban la tierra y la cargaban con un poco más de semilla para compensar (lo que de paso limitaba el desarrollo de malezas como nos explica Djenderedjian), que no cuidaban intensamente la chacra, o la dejaban al cuidado de los miembros de sus familias, cuyo trabajo no tenía costo de oportunidad. Sólo parecía poder escapar un poco a esta lógica, a fines de la colonia, la gran chacra cercana a Buenos Aires que tenía costos más bajos por cercanía al mercado y mano de obra esclava, pero también una producción diversificada hortícola, etc., que le permitía reducir esos riesgos. Como explica el autor, la crisis de la esclavitud y el desplazamiento del trigo a tierras más alejadas ponen en cuestión este tipo de explotación desde la segunda o tercera década del siglo XIX.
Las formas de salir de este círculo vicioso podrían ser reducir la incertidumbre de los niveles de cosecha (algo muy difícil, aún hoy), reducir radicalmente los costos del trabajo (al menos en términos comparativos al factor tierra, de manera que su aplicación a la agricultura fuera más razonable en detrimento de una ganadería que requería más tierra por unidad de producto. También introduciendo maquinaria ahorradora de trabajo, etc.), o asegurarse, si no se lograba bajar los costos de producción, una mejor rentabilidad por un aumento sostenido y regular de los precios. Esto último requería la constitución de un mercado mucho más amplio de demanda de trigo y a la vez que éste permitiera sostener los altos costos del transporte terrestre, por lo menos hasta que el ferrocarril los lograra bajar drásticamente para mucha regiones.
Afrontar los riesgos de expandir la agricultura, cuyos resultados son inciertos por clima, plagas, etc., requiere controlar los costos y que al menos se tenga una cierta certeza sobre los precios y por ende sobre la rentabilidad. Y como muestra el autor, esto último parece ser uno de los factores claves del crecimiento algo más fuerte de la década del 40: precios más estables en un nivel alto y a la vez, creo, reglas del juego, buenas o malas, pero más estables.
El otro tema que me parece central para estudiar la evolución comparativa de ganadería y agricultura es el de los costos del transporte, que apenas mencioné.
La agricultura sale siempre perdedora en esta comparación, porque el trigo o el maíz hay que transportarlo, mientras que el ganado se puede transportar casi solo, camina.
En cierto sentido, la agricultura colonial, que por esta misma razón estaba concentrada en las cercanías del gran mercado consumidor y a la vera de los ríos, puede competir inicialmente con la ganadería que debe ubicarse en zonas más alejadas.
Pero en la primera mitad del XIX, si bien la ganadería vacuna se aleja del puerto hacia la frontera, no se ve muy afectada por mayores costos del transporte, y porque los precios de ese ganado crecen al aprovecharse el animal integralmente y tener una demanda atlántica ampliada.
Pero, como muestra el autor, el trigo también se tiene que alejar de la ciudad: mientras sus precios no suben en el mediano plazo, los precios de la tierra de cercanías suben desproporcionadamente por el crecimiento de la urbe y la necesaria intensificación (así las huertas, la producción de leche, ladrillos, saladeros, la urbanización, etc. expulsan de esas tierras a la cría, pero también a la agricultura de trigo).
Entonces hay agricultura de trigo, pero en nuevas tierras más baratas y en algunos casos de frontera y deben afrontar muchos desafíos: adaptación a esas tierras más secas (entonces el arado más profundo por ejemplo), mayores costos del transporte y, por ende, las opciones, si no suben los precios, son bajar los costos. Ya sea de producción (que en este caso es ahorrar sobre todo trabajo) o de transporte (y acá no habrá mucho más que esperar a los ferrocarriles).
Todo esto en pequeñas proporciones se va intentando, pero es muy difícil.
Por eso la agricultura crece poco. Sobre todo habiendo otras alternativas de inversión más seguras, como lo son las que se aplican a la ganadería.
En este sentido me parece un buen ejemplo el análisis del autor sobre las experiencias de colonización agrícola hechas durante esta etapa.
Como se muestra hubo varios intentos, pero todos terminaron desvirtuados o fracasaron.
Las razones que señala son varias, todas muy razonables: inestabilidad política y económica, falta de capitales, ideología antiextranjera-unitaria, etc. Estos proyectos impulsaban una producción más intensiva realizada por una comunidad de inmigrantes que trataba de reproducir el modelo de procedencia en muchos aspectos. Esto tenía potenciales beneficios en incrementar la productividad del trabajo por unidad de superficie, pero no necesariamente por unidad de trabajo.
Esta gente, cuya instalación por otra parte tenía costos altos que alguien tenía que pagar, se afanaba trabajando para producir en un terreno acotado ganado, cereales, productos de huerta, gallinas, queso, manteca, etc. Esto, obviamente, a la hora de contar la cantidad de producto en relación a la superficie era mucho mayor.
Pero a la hora de contar la productividad del trabajo, las cuentas seguramente no cerraban. El criollo, que trabajaba a caballo, cuidando vacas en un terreno más grande, terminaba obteniendo un producto por unidad de superficie más bajo, pero por unidad de trabajo más alto, seguramente bastante más alto.
Entonces las colonias en esta etapa fracasaron por muchas razones: ideología federal antiextranjera, falta de capitales, inestabilidad política e institucional, etc.
Pero sobre todo porque los mismos inmigrantes terminaban dándose cuenta de que podían aplicar mejor su trabajo en actividades que rindieran más, porque la tierra aquí no era la limitación, sino sobre todo el capital y el trabajo.
Estos y varios otros temas se despliegan en el libro de Djenderedjian y además de proveernos de una síntesis completa y compleja del desarrollo y las limitaciones de la agricultura pampeana durante la etapa previa a la “gran expansión”, aporta nueva información sobre algunos temas clave, presenta explicaciones originales y coherentes sobre diversos fenómenos y, lo que es más importante, abre nuevos interrogantes y propone nuevos debates para tratar de reflexionar sobre el desarrollo del agro pampeano y argentino. Todo esto permite afirmar que cualquier nuevo trabajo que se quiera emprender sobre la agricultura y el agro pampeano del siglo XIX tendrá que partir necesariamente de aquí.
Julio Djenderedjian
UBA – CONICET
Un largo camino a recorrer.Respuesta a los comentarios de Jorge Gelman y Eduardo Míguez
El examen del fruto de nuestro esfuerzo por parte de colegas más experimentados constituye uno de los momentos más útiles del trabajo de historiador; el balance final podrá o no incluir concordancias, pero sin dudas la opinión de quienes han reflexionado largamente sobre similares problemas habrá enriquecido con amplitud nuestro trabajo, ayudando a la vez a corregirlo. Dichoso beneficiario de una de esas circunstancias, no puedo menos que agradecer efusivamente la atención y detalle con que Jorge Gelman y Eduardo Míguez han acometido el análisis de un libro que es complejo porque incurre en un tema del que todavía sabemos bastante poco, y en el que, por tanto, sólo la reflexión compartida puede abrir caminos lo suficientemente anchos como para iluminar aspectos que las falencias de la investigación empírica no han logrado todavía resolver.
En ese sentido, celebro que las concordancias sean mucho más sólidas que las diferencias. Una de ellas, señalada sobre todo por Gelman, está en el papel de las instituciones y las reglas como factores de impacto relevante en el crecimiento o retraso de actividades necesitadas de planificar a mediano o largo plazo. Sin duda que las leyes, las normas y las instituciones vigentes hacia el final del rosismo no podían ser las más adecuadas para provocar una pujante expansión agrícola; pero al menos esa vigencia había decantado algunos años, lo que debió proveer a los actores del tiempo suficiente como para desarrollar las estrategias necesarias a fin de construir sus negocios aun a pesar de ellas. Ese otoño de la dictadura, apacible sobre todo por el contraste que suponía con el turbulento período previo, pudo sostener así inversiones de mayor envergadura en la producción agrícola, especialmente interesantes en los segmentos de mayor riesgo.
De todos modos, ese momento coincidió también con un ciclo de buenos precios, en que el impacto de circunstancias externas y locales pareció abrir un nuevo horizonte para la actividad. El papel de la demanda adquiere así una dimensión consistente como apoyo al cambio de circunstancias: no se trata sólo de que es distinto el clima mismo de los negocios, sino de que éstos pueden ofrecer también buenas ganancias y riesgos menores. Es en este punto donde las preguntas acerca de los actores involucrados en la producción se vuelven más acuciantes: ¿implicó ese cambio de perspectivas la puesta en evidencia de otros nuevos, distintos de quienes habían sostenido la sólida agricultura colonial, y cuyo surgimiento, quizá, se había ido de todos modos preparando a lo largo del resto de la primera mitad del siglo XIX? Esta pregunta, que me hice desde el comienzo, no he logrado aún responderla por completo: y debo aquí confesar no sólo mis falencias sino también mis dudas. Quizá la más persistente de ellas se refiere al empleo o no de un mot juste para caracterizar a los productores familiares rioplatenses ligados a la actividad agrícola. Los ya clásicos trabajos de Garavaglia y Gelman sobre la agricultura tardocolonial han puesto en evidencia toda la complejidad de sus formas de organizar la producción y sus lazos con los mercados, brindándonos una imagen bien distinta de cualquier estereotipo. Si para referirme a esos actores no utilizo, como lo hacen ambos, el término “campesino”, se debe sobre todo al seguramente injustificado recelo de que éste no resulte, al menos para el común de los lectores, lo suficientemente claro de los cambios que su perfil fue sufriendo a lo largo del tiempo, y no sólo de la ya aceptada complejidad de sus rasgos en el punto de inicio. Sospecho, y creo que con algún fundamento, que por lo menos en parte de la actual provincia de Buenos Aires y Entre Ríos, a lo largo de la primera mitad del siglo XIX la presión de la demanda tuvo un creciente papel en la orientación productiva de las explotaciones, incluso las de dimensión familiar; y que la respuesta de éstas a esos estímulos del mercado, más concretos en la medida en que se ampliaba la apertura comercial al exterior y las posibilidades de realización de bienes ganaderos, fue entre otras cosas esmerilando con rapidez su viejo perfil colonial, ya de por sí fuertemente afectado por aquélla. Se fue así forjando una estratificación más compleja y múltiple, enmarañada todavía más por los efectos del proceso de avance sobre las fronteras, y cuyo retrato más o menos fiel aún estamos extremadamente lejos de poseer. Sin perjuicio de reconocer que las definiciones rígidas sólo tienen valor entre quienes poco han captado de la complejidad de los procesos históricos, preferí dejar de lado un término que puede de ese modo fácilmente prestarse a confusión.
Más aún: tratando a duras penas con el espacio demasiado heterogéneo que va más allá de Buenos Aires, las diferencias saltaban a la vista todavía con mayor plenitud. Un reciente (e inestimable) estudio sobre la campaña de Córdoba no duda en ningún momento en caracterizar como campesinos a sus productores agrarios de tipo familiar aun hasta mediados del siglo XIX.[20] Según la descripción que se nos ofrece, buena parte de esos productores dedicaban la mayor proporción de sus estrechas parcelas a cultivos de subsistencia, o menos ligados al mercado que el trigo; ¿y hubiera podido referirme con el mismo término a productores entrerrianos o bonaerenses que, por el contrario, prestaron mucha mayor atención (y espacio, trabajo y capital) a una ganadería de realización atlántica, que acompañaba sin duda limitadas incursiones agrícolas con las que se cubrían los tiempos muertos que dejaba aquélla?
Pero aun cuando una fuerza de trabajo familiar de bajo costo de oportunidad hubiera de proveer un inestimable recurso competitivo en ciertos rubros, ¿hasta qué punto la misma dio cuenta del producto agrícola ofrecido en el mercado? Sin dudas que el peso de esa agricultura familiar sería decisivo en muchos puntos de la campaña, entre ellos probablemente la tradicional área triguera del norte bonaerense; pero si bien en las fronteras la familia podía conformar el núcleo de la fuerza de trabajo, la oscilación estacional en la contratación formal o informal de mano de obra parece haber sido muy grande.[21] No se trata de disminuir el papel de la fuerza de trabajo familiar, sino de considerar las diferencias entre una agricultura largamente asentada en las áreas de vieja colonización, y la que iba surgiendo en las tierras nuevas; en todo caso, pienso que también aquí procesos como la apertura atlántica y los avances sobre la frontera modelaron distintas respuestas, y consiguientes cambios en el perfil de los actores. Las nuevas tierras posibilitaron tanto la conformación de unidades productivas más grandes que en las zonas de vieja ocupación, como el surgimiento de nuevos centros de consumo, los cuales adquirieron bien pronto dimensión relevante; la inexistencia de un largo proceso previo de fragmentación de la tierra implicó que cerca de ellos quedaran codo a codo explotaciones grandes y pequeñas, situación convenientemente reflejada en los pleitos en torno a la tierra. Esa situación hace difícil evaluar el papel de unas y otras en la oferta agrícola local, tanto más en lo que respecta a la que llegaba a los centros principales de consumo.
Es en todo caso ese impulso el que creo que fundamentalmente llevó al avance del trigo sobre las tierras nuevas, en un mundo en el que no hubiera podido competir con la mucho más rentable ganadería vacuna. En tanto cada uno de los pueblos que iban surgiendo necesitaba crear también sus abastos, se hizo necesario ir experimentando con nuevos condicionantes ambientales al cultivo, y por tanto formando empíricamente nuevas técnicas para hacerles frente. Pero ello no explica ni las dificultades del cereal en algunas de las zonas más valorizadas cercanas a la ciudad de Buenos Aires, ni la aparición en ésta de trigos provenientes de las zonas de frontera. Para lo primero, me resulta muy útil la pertinente observación de Míguez en torno a los problemas para proteger del ganado a los cultivos en un espacio rural aun sin alambrados. Entre otras actividades que surgen en las cercanías de las ciudades (y en especial de Buenos Aires) en las primeras décadas del siglo XIX, los saladeros trajeron aparejada la necesidad de contar con áreas de pastoreo para los animales hasta su sacrificio. Debió de haber sido difícil para los propietarios de chacras cercanas defender sus cultivos de los mismos, como lo expresaron algunos testigos de la época al quejarse de la indefensión en que los dejaba la caída virtual de la antigua acción del Cabildo para preservar las tierras de pan llevar.[22] Obviamente esa sola circunstancia no podría constituir una explicación general; existían muchas otras actividades que podían competir eficazmente con el cereal en las áreas periurbanas. Pero como ejemplo puede resultar útil para comprender hasta qué punto el surgimiento de nuevas oportunidades comerciales merced tanto a la apertura del tráfico ultramarino como al propio crecimiento urbano, eran capaces de crear condiciones operativas cada vez más difíciles para el cultivo triguero en áreas de antigua ocupación, que se sumaban a las propias de la época, y que no fueron menores (inflación, ocaso de la esclavitud, carestía del crédito). Por lo demás, cabe recordar que parte del tradicional “cinturón” triguero porteño (separado del mercado urbano por las áreas hortícolas y lecheras), comenzó a reconvertirse al lanar al menos en las unidades de cierta dimensión, en la medida en que aumentaban las complicaciones de la agricultura y los incentivos para el desplazamiento hacia el ovino.
Para lo segundo, es decir, la aparición de trigos de las fronteras en el selectivo mercado porteño, creo poder atreverme a aventurar otras hipótesis más allá del peso de factores como la oferta familiar de trabajo o el aprovechamiento de períodos de labor ociosos en la ganadería. Mencionaría por ejemplo la mayor productividad relativa de las tierras nuevas, aunque sólo estudios de rendimientos concretos podrían permitirnos avanzar más en este aspecto.[23] Otro hecho, sin embargo, me parece que podría haber justificado incursiones más sólidas de las grandes unidades en la oferta triguera urbana. Es singular que aparezcan medios de producción agrícola más avanzados en algunas estancias, algo en apariencia poco racional dada la predominante orientación ganadera de las mismas. Pero quizá no sea casualidad que parte consistente de los ejemplos relevados al respecto se halle en zonas alejadas del mercado consumidor, pero en las cercanías de cursos de agua que pudieron servir para mitigar el peso de los gastos de transporte. Algo así hubo de haber sucedido en la estancia de Magdalena donde Garavaglia encontró un arado pesado, con ruedas y tracción equina, en fecha tan temprana como 1822.[24] Acaso pueda decirse cosa parecida de la chacra Independencia, a la vera misma del Salado, en la estancia de Rosas de San Miguel del Monte, y de ciertos productores del núcleo triguero situado en torno a Lobos.[25] Las coyunturas de altos precios del trigo en el mercado porteño, potenciadas en buena parte por razones políticas, pudieron también constituirse en momentos adecuados para el ingreso en el negocio de productores de frontera, superando la traba de los gastos del transporte, y aun de considerables costos operativos por la necesidad de contratar mano de obra, y siempre y cuando aceptaran la dosis de riesgo consiguiente a las fuertes fluctuaciones del momento. En todo caso, sería de desear que logremos imágenes más precisas de todos esos fenómenos para poder evaluar mejor su impacto en la oferta, además de profundizar en el estudio de las diferencias entre el espectro de proveedores a ese gran mercado triguero tradicional que era la ciudad porteña, y el que comenzaba a surgir en los nuevos pueblos de su campaña.
Otros problemas presenta el estudio de la oferta triguera de las provincias del interior en Buenos Aires. La agricultura irrigada mendocina podía ofrecer rendimientos mucho más altos que los bonaerenses; pero ¿qué es lo que explica la presencia cordobesa, cuando probablemente allí las condiciones del cultivo debieron ser menos favorables? Al respecto únicamente podría llamar la atención en torno al hecho de que sólo con el inicio del ciclo de precios altos en Buenos Aires de la década de 1840 los trigos cordobeses pudieron realizarse allí sin riesgo de grandes pérdidas. Las anteriores incursiones habían respondido sin duda a coyunturas puntuales de altos precios seguidas poco después por derrumbes; en esas condiciones, se trataba de un negocio de muy altos riesgos, y por tanto lejos de constituir base para un flujo considerable. En todo caso, y más allá del papel puntual de esa demanda, cuán lejos se estaba sin embargo todavía de la convergencia propia de mercados integrados basta para indicarlo el hecho de que debió aún esperarse un par de décadas para que los trigos y harinas del interior pudieran desalojar de Buenos Aires a sus sucedáneos importados.
En este aspecto, no puedo menos que admitir que la segunda mitad del siglo XIX generará procesos radicalmente diferentes a los de la primera, constituyendo sin dudas una ruptura cualitativa de importancia fundamental en el proceso. Lo que quisiera destacar es la posibilidad de pensar en un rango de tiempo más amplio que lo usualmente admitido para la gestación de los elementos de ese cambio. Entre la introducción del Barletta en 1844 y la irrupción de las exportaciones de grano en la década de 1870 media el surgimiento de multitud de procesos no presentes en el punto de inicio, y que afectaron en forma muy disímil un espacio muy amplio y muy diverso; pero sin embargo sigue presente el hecho de que ambos fenómenos guardan lazos de parentesco, cuya presencia de algún modo es menester explicar. Creo que uno de los más valiosos resultados de la historiografía reciente sobre la primera mitad del siglo XIX ha sido la puesta en evidencia del temprano funcionamiento de procesos que se suponían únicamente anclados en la segunda mitad de esa centuria: el impacto de la demanda mundial de ciertos bienes, el rápido crecimiento de la llegada de inmigrantes.[26] El Plata de la década de 1850 había recorrido un largo camino desde el final de la era colonial; es ese camino el que creo que merece más espacio que el que hasta ahora ha tenido, y un enfoque que matice la impresión de un surgimiento ex nihilo de la etapa de rápido desarrollo agrario que hubo de suceder al corte en la mitad del siglo. Nadie pretendería negar por ello el peso de la revolución traída por la expansión agrícola de la segunda mitad del XIX; pero la imagen de una larga espera sólo matizada por recurrentes choques bélicos no se ajusta a lo que vamos sabiendo de la economía agraria rioplatense durante la primera.
Debo finalmente efectuar una aclaración, pidiendo a la vez disculpas: por error involuntario, los precios de la harina que figuran en página 379 están en pesos corrientes, no en pesos fuertes. Se matizan así las diferencias con el trigo, y por tanto la segmentación aparente del mercado, la cual sin embargo sigo pensando que existió. No me fue posible ofrecer en este libro series completas comparadas de precios de ambos productos para el largo plazo, lo cual contribuiría a resolver el problema; espero quizá poder hacerlo más adelante, dado que el tema aún me preocupa.
Me he extendido demasiado, pero difícilmente hubiera podido corresponder en menos espacio a las agudas lecturas que he merecido, y que, como no podía ser de otro modo, han generado una serie de interrogantes valiosísimos, que espero sean retomados y respondidos por investigaciones futuras. Vaya a ambos comentaristas mi más sincero y profundo agradecimiento.
- Subverting Colonial Authority: Challenges to Spanish Rule in Eighteenth-Century Southern Andes, Duke University Press, 2003.↵
- Boleslao Lewin, Túpac Amaru, el rebelde: Su época, sus luchas y su influencia en el continente, Buenos Aires, Claridad, 1943. Véase también la tercera edición ampliada, La rebelión de Tupac Amaru y los orígenes de la independencia de hispanoamérica, Buenos Aires, Hachette, 1967.↵
- Steve Stern, Peru’s Indian Peoples and the Challenge of Spanish Conquest: Huamanga to 1640, University of Wisconsin Press, 2ª ed., 1992.↵
- Enrique Tandeter, “Sobre el análisis de la dominación colonial”, en Desarrollo Económico, vol. 16, núm. 61, pp. 151-160, 1976. Fue publicado también en la revista boliviana Avances.↵
- Josep Barnadas, Charcas 1535-1565. Orígenes históricos de una sociedad colonial, La Paz, CIPCA, 1973.↵
- Ranajit Guha, Dominance without Hegemony: History and Power in Colonial India, Cambridge, Harvard University Press, 1997.↵
- William Roseberry, “Hegemony and the Language of Contention”, en Gilbert Joseph y Daniel Nugent (eds.), Everyday Forms of State Formation: Revolution and the Negotiation of Rule in Modern Mexico, Durham y Londres, Duke University Press, 1994.↵
- Sobre este tema, véase también “De forasteros a hilacatas: una familia andina de la provincia de Chayanta, siglo XVIII”,en Jahrbuch fur Geschichte Lateinamerikas, vol. 40, 2003, pp. 43-70; y “The Politics of Intracommunity Land Conflict in the Late Colonial Andes”, en Ethnohistory, vol. 55, núm. 1, 2008, pp. 119-152.↵
- Los precios varían grandemente, pero, por ejemplo, en la ley de aduanas de 1835, la importación se iniciaba a partir de los siete pesos ($50 papel).↵
- En la p. 56 se citan estimaciones de Azara para el período colonial que darían 3,5 veces más rentabilidad para la ganadería.↵
- Un interesante relato sobre la experiencia agrícola en la frontera en este y otros aspectos, a mediados de siglo, en Juan Fugl, Memorias, traducido y editado por Alicia Larsen de Rabal, s/f.↵
- Conviene enfatizar la segunda, ya que de haber subsistido la esclavitud, su precio se hubiera ajustado por la actividad de mayor productividad.↵
- En provincias como Córdoba o Entre Ríos, los datos de producción emergen, aun en la etapa independiente, de las contribuciones de diezmos, que en Buenos Aires fueron abolidas con las llamadas reformas rivadavianas. Teóricamente, toda producción, incluso la de autoconsumo, estaba sujeta al diezmo. Pero varios autores parecen suponer –y coincido en ello– que seguramente la pequeña producción doméstica evadía el tributo.↵
- Estimando en base a los datos citados de p. 165, el trigo hubiera llegado a Buenos Aires más de un 50% más caro, con un trayecto de casi setenta leguas terrestres a Santa Fe, y transporte fluvial desde allí. La incidencia sobre las harinas sería sin embargo muchísimo menor.↵
- Advierto ahora que ésta puede contener un error, ya que la fanega cordobesa, según el cuadro incluido en la p. 388 de la obra analizada, es 1,6 veces la porteña. Lo interesante es que aún teniendo esto en cuenta, la disponibilidad de trigo per cápita en Córdoba sería menor a la de Buenos Aires.↵
- Creo que en Santa Fe y Ente Ríos es distinto. En la primera, en los 40 empieza a hacerse evidente el desarrollo de algunos fenómenos económicos nuevos que tendrán como protagonista a la región cercana a Rosario, mientras que Entre Ríos conoce en esta etapa un proceso de crecimiento económico destacado, que la llevarán también a disputar el control del comercio exterior por parte de Buenos Aires. Véase sobre el primer caso, Carina Frid, “Preludio a la pampa gringa. Expansión ganadera y crecimiento económico en la provincia de Santa Fe (1840-1870)”, ponencia presentada en la RER, Instituto Ravignani, Buenos Aires, 2007; y sobre el segundo, el libro de Roberto Schmit, Ruina y Resurrección en tiempos de guerra, Buenos Aires, Prometeo Editor, 2004.↵
- S. Haber, A. Razo y N. Maurer, The politics of Property Rights: political instability, credible commitments and economic growth in Mexico, 1876-1929, Cambridge, Cambridge University Press, 2003.↵
- Por razones de comodidad argumentativa, pero sobre todo por la importancia que tenía en la agricultura de la región en esta época, mis razonamientos se referirán casi exclusivamente a la agricultura del trigo.↵
- Me tocó estudiar un caso así en la gran chacra de la estancia “de las Vacas” a finales de la colonia.↵
- Véase Sonia Tell, Córdoba rural. Una sociedad campesina (1750-1850), Buenos Aires, Prometeo, 2008.↵
- Útiles referencias al respecto en los estudios de Banzato y Mascioli sobre Chascomús, Monte, Ranchos y Dolores. Guillermo Banzato, La expansión de la frontera bonaerense. Posesión y propiedad de la tierra en Chascomús, Ranchos y Monte, 1780-1880, Bernal, Editorial Universidad Nacional de Quilmes, 2005, p. 99; Alejandra Mascioli, “Población y mano de obra al sur del Salado. Dolores en la primera mitad del siglo XIX”, en Raúl Fradkin, Mariana Canedo y José Mateo (comps.), Tierra, población y relaciones sociales en la campaña bonaerense (siglos XVIII y XIX), Mar del Plata, UNMdP/GIHRR, 1999, pp. 196 y ss.↵
- Al respecto resulta elocuente el testimonio de José Manuel Pérez Castellano, Observaciones sobre agricultura, Montevideo, A. Barreiro y Ramos, 1914, p. 495.↵
- De todos modos, es probable que esos altos rendimientos relativos expliquen el rápido desarrollo de ciertos núcleos trigueros, como Chivilcoy, aun antes de la llegada de medios de transporte modernos. Este interesantísimo lugar de ensayos agrícolas exhibe aquí y allá productores de avanzada, que trabajaban con implementos más modernos y contratación de mano de obra, cuyos altos costos probablemente sólo pudieran ser amortizados con la obtención de un mayor output por unidad sembrada. El 7 de septiembre de 1855, una carta publicada en El Nacional indicaba que existían allí “en todas direcciones por más de cinco leguas establecimientos de labranza con muchas peonadas”; para esos años, el rendimiento del trigo duplicaba cómodamente el usual en otros puntos del área rioplatense. Victor Martin de Moussy, Description Géographique et Statistique de la Confédération Argentine, tomo I, París, Firmin Didot, 1860-1864, pp. 474-475.↵
- Juan Carlos Garavaglia, Pastores y labradores de Buenos Aires. Una historia agraria de la campaña bonaerense, 1700-1830, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1999, p. 186.↵
- Véase el mapa inserto en José Eizykovicz, “Introducción”, en Juan Manuel de Rosas, Instrucciones para los encargados de las chacras, Buenos Aires, Ediciones La Era, 2002. Rosas no era el único cultivador de importancia en la zona; en 1820 Jacinto Arauz, labrador de Lobos, efectuaba roturaciones “con peones” en la otra banda del Salado, habiendo cosechado allí el año anterior 1.110 fanegas de trigo. Expte. “Noriega Andres cn. Jacinto Arauz… sobre tierras en el partido de los Lobos”, en Archivo General de la Nación, Buenos Aires, Tribunal Civil, letra N, 2, 1815-1821, fs. 1 y 3 r. De hecho, durante la guerra del Brasil se permitió la descarga de buques en los puertos del Salado y Tuyú, medida que se revocó en octubre de 1828. Véase Pedro de Angelis (comp.), Recopilación de las leyes y decretos promulgados en Buenos Aires, desde el 25 de mayo de 1810, hasta fin de diciembre de 1835, Buenos Aires, Imprenta del Estado, 1836, p. 954. El puerto de Tuyú continuaba activo en 1881, y así figura en el censo provincial levantado por entonces. El ferrocarril había conectado ya en 1865 las zonas trigueras del Salado con el mercado de Buenos Aires; pero a éste llegaban en ese año trigos de Patagones, por medio del comercio de cabotaje. Véase Anales de la Sociedad Rural Argentina, tomo I, pp. 95 y ss.; 129 y ss.; 164 y ss.↵
- Sin ir más lejos, puede servir de ejemplo la obra de Fernando Devoto, Historia de la inmigración en la Argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2003. Y faltaría un estudio sobre el desarrollo del lanar antes de 1850, campo que en mi opinión puede todavía deparar aportes de gran interés.↵