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6 Reseñas

Gabriel Di Meglio, ¡Viva el bajo pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la revolución de Mayo y el rosismo, Buenos Aires, Prometeo, 2006, 364 pp.

Lucas Rebagliati

UBA

 

En ¡Viva el bajo pueblo!, Gabriel Di Meglio nos presenta el resultado de largos años de investigación sobre un tópico tan antiguo como recurrente en la historiografía argentina, la intervención política de la plebe en los primeros tiempos independientes. Sin embargo, el haber sido un tema de indudable preocupación entre muchos historiadores no implicó la realización de un estudio profundo y sistemático sobre el mismo. Por el contrario, desde fines del siglo XIX y durante buena parte del siglo XX, se osciló entre postular un movimiento revolucionario popular, o sostener que la Revolución de Mayo consistió en un golpe de Estado palaciego sin ninguna participación subalterna. Encerrado el debate en estos términos, era difícil trascender las afirmaciones polémicas y con poca evidencia empírica. En 1972, Revolución y Guerra de Tulio Halperín Donghi marcó un punto de inflexión. Allí se remarcaba lo infructuoso del debate sostenido hasta entonces y se realizaban agudas observaciones sobre los límites, alcances e inesperadas consecuencias de la politización popular acontecida durante las Invasiones Inglesas y los primeros años revolucionarios.

La obra de Gabriel Di Meglio, que es una adaptación de su tesis doctoral defendida en 2004, es tributaria de estos aportes. Hace unos años que algunos de los argumentos del libro habían visto la luz en forma de artículos de revistas y capítulos de libros. El autor se propone demostrar que la plebe fue un actor destacado de las contiendas políticas que se sucedieron entre 1806 y 1830. Di Meglio continuamente se preocupa por explicitar los conceptos utilizados a lo largo de la obra. De esta forma, aclara que por “política” no sólo entiende las disputas por el poder, sino todas las actividades desplegadas por los actores que se relacionan con asuntos públicos de la ciudad. Lo mismo sucede con el término “plebe”, el cual es preferido por ser el más frecuentemente utilizado por la historiografía hispanoamericanista, y por ser el único que permite dar cuenta de un grupo muy heterogéneo étnica y ocupacionalmente.

El trabajo se compone de una introducción, donde se plantean claramente los objetivos, las opciones teóricas privilegiadas y los aspectos metodológicos tenidos en cuenta en el tratamiento de las diversas fuentes. Allí, la forma de trabajo propuesta se declama heredera de la radical history, surgida a mediados de siglo en Gran Bretaña, y cuyos máximos exponentes son Eric Hobsbawm, Edward Thompson y George Rudé, entre otros. También se admite la influencia de otras corrientes tales como la microhistoria italiana y los estudios subalternos de la India, estos últimos con gran repercusión en la historiografía latinoamericanista de los últimos años. En cuanto a las fuentes trabajadas, éstas comprenden numerosos legajos del archivo policial y judicial que hasta el momento no habían sido tenidos en cuenta, bandos gubernamentales, memorias, relatos de viajeros, autobiografías, censos, periódicos, coplas, etc. A esta introducción le sigue una amplia descripción de las características espaciales de la ciudad de Buenos Aires. Los siguientes cinco capítulos están ordenados cronológicamente, y el trabajo culmina con una conclusión donde se condensan las principales tesis de la obra en cuestión.

El primer capítulo, reconstruye la fisonomía urbana de la ciudad de Buenos Aires, dando cuenta del trazado de sus principales calles. También se describe la ubicación de instituciones como el Cabildo, la Casa de Expósitos, el Real Colegio San Carlos y las diversas iglesias, plazas y pulperías de la ciudad. Luego de esta delineación del escenario de la narración, el autor se adentra de lleno en su objeto de estudio. En un interesante cruce de fuentes de distinto tipo, Di Meglio analiza uno por uno los elementos que permitían discernir la ubicación social de un individuo en la sociedad tardocolonial. Escapando a cualquier esquematización rígida, encuentra que la pertenencia de un individuo a la plebe dependía de factores tan diversos como el color de piel, el prestigio social, la ocupación, el lugar de nacimiento, la vestimenta, la pobreza material, la alfabetización, el lugar de residencia y la imposibilidad de formar un hogar en muchos casos. El análisis de dos censos, uno de 1810 y el otro de 1827, y de algunos expedientes judiciales le permite caracterizar a la plebe urbana como un grupo social con una alta movilidad residencial y laboral, que practicaba el robo como una alternativa en épocas de desocupación.

En el segundo capítulo, Di Meglio aborda en primer lugar la significativa politización de la sociedad entera en ocasión de las Invasiones Inglesas y el surgimiento de milicias voluntarias que actuaron como un nuevo canal de comunicación entre la plebe y la elite. Allí se argumenta que la participación subalterna en la revolución de 1810 no fue muy numerosa. Sin embargo un año más tarde, en 1811, surgirían tres formas de intervención plebeya que caracterizarían a la primera década revolucionaria: la intervención en los conflictos intraelite, la participación en las fiestas y los motines militares autónomos. El ejemplo más claro de la primera de estas prácticas lo representa el motín del 5 y 6 de abril mediante el cual la facción saavedrista desplaza del poder político a simpatizantes de Mariano Moreno. Quizá en este conflicto la noción de “plebe urbana” se vuelve un tanto problemática dado que, como el mismo autor admite, los habitantes de los suburbios y las quintas aledañas a la ciudad, movilizados por los alcaldes de barrio bajo la consigna de expulsar a todos los europeos, fueron los que tuvieron un papel protagónico en el acontecimiento.

El tercer capítulo describe minuciosamente el mundo plebeyo: la politización de sus lugares de sociabilidad, tales como las esquinas, pulperías, plazas y mercados, su participación en sucesivos conflictos facciosos, la aceptación intransigente de los ideales revolucionarios, la extendida animosidad antipeninsular y las demandas crecientes de los esclavos. Todo esto se da en un marco urbano caracterizado por la constante circulación de rumores, noticias, pasquines y periódicos. Muchas veces la transmisión de nuevas ideas derivaba en una resignificación de las mismas por la plebe en beneficio propio. Una mención particular merece el apartado Las tropas porteñas en la guerra de independencia, donde el autor muestra cómo la experiencia del ejército no sólo generó entre los plebeyos una resistencia a las autoridades que se expresaba en deserciones, sino que también muchas veces la plebe actuó a la ofensiva protagonizando motines en defensa de ciertos derechos. De esta manera, aunque el autor no lo explicite, se estaría planteando que la profesionalización del ejército operada a partir de 1812 no extinguiría la politización de los soldados que integraban los cuerpos militares, como se creía hasta entonces.

El cuarto capítulo está dedicado a analizar los conflictos de los años 1819-1820. Mediante una exhaustiva y aguda reconstrucción del levantamiento “federal” de octubre de 1820, Di Meglio sostiene, a diferencia de Fabián Herrero,[1] que la plebe tuvo un rol destacado en dicho acontecimiento. En su argumentación describe la relación entre los grandes líderes políticos que encabezaron el levantamiento, Dorrego, Pagola y Soler; los líderes intermedios, en general pulperos que eran oficiales o alcaldes de barrio; y los sectores plebeyos. Su rico análisis del liderazgo de Dorrego y Soler deja entrever que estos personajes no contaban con la ciega adhesión de la plebe sino que construían su liderazgo permanentemente en base a su valentía en el campo de batalla, ciertas concesiones a los plebeyos y la adopción de posturas políticas intransigentes contra los enemigos del proceso revolucionario.

En el capítulo siguiente, Di Meglio vuelve a desmenuzar los pormenores de un conflicto puntual, el Motín de Tagle de 1823, para sacar conclusiones bien fundadas, esta vez no sobre las características de los liderazgos posindependientes, sino acerca de las motivaciones y nociones políticas de la plebe. Mediante un análisis fino y enriquecedor de las declaraciones de los plebeyos que fueron juzgados por participar de la asonada, Di Meglio logra aproximarse eficazmente a la subjetividad plebeya. Para adentrarse en la problemática, deconstruye la consigna levantada en el motín “Viva la religión, viva la patria, muera el mal gobierno” y postula que los plebeyos eran muy religiosos, se identificaban fuertemente con la patria –es decir, Buenos Aires–, y defendían una concepción paternalista del Estado que velara por el bien común. Si bien ésta era una concepción propia de la tradición política hispánica, ello no significaba que estuvieran en contra del republicanismo. Otros motivos empleados por los líderes del movimiento para movilizar a los participantes fueron el resentimiento contra los extranjeros, cierto aliciente económico, y la amenaza de que los milicianos iban a ser convertidos en soldados del ejército regular.

El libro se cierra con un capítulo que trata las prácticas políticas de la plebe entre 1823 y 1830. Según el autor, la intervención plebeya se desplazó hacia la movilización electoral, dada la importancia fundamental que cobraron los actos eleccionarios como método de renovación de las autoridades. Nuevamente se indaga en las causas de la adhesión popular al denominado “Partido Popular” liderado por Dorrego, mostrando con éxito cómo la plebe expresa de esta forma su hostilidad hacia la alta sociedad porteña, a menudo asociados con los unitarios. Lejos de idealizar las acciones del movimiento plebeyo, Di Meglio marca también sus propias limitaciones. La ausencia de una revuelta generalizada ante el asesinato de Dorrego es explicada por la ausencia de líderes federales, dado que la plebe nunca había protagonizado en forma autónoma una movilización contra un gobierno. Finalmente, Rosas terminaría aprovechando la movilización plebeya en su beneficio, asegurando su poder tanto en la campaña como en la ciudad.

Al repasar toda la obra puede notarse cierto desbalance en el tratamiento de ciertos temas y períodos. Claramente el análisis del período 1806-1809, al limitarse a analizar fuentes éditas, carece de la profundidad de los capítulos posteriores. A pesar de ello, como balance general del libro, puede sostenerse que el uso superpuesto de distinto tipo de fuentes proclamado en la introducción, no sólo es cabalmente cumplido sino que rinde sus esperados frutos. Toda una serie de interrogantes acerca de la relación de la plebe con los principales acontecimientos políticos han sido considerablemente respondidos luego de la aparición de esta obra. De aquí en más resultará muy difícil sostener que la plebe poco entendía de los procesos políticos y que asistía como un espectador a los principales acontecimientos del período. El mayor mérito del libro no reside sólo en describir las sucesivas intervenciones políticas plebeyas, descubriendo conflictos que nunca habían sido tratados por la historiografía, sino por sobre todas las cosas en develar las motivaciones que estaban detrás de cada acción en particular. En fin, puede decirse que los artesanos, mendigos, pobres y esclavos de la ciudad de Buenos Aires, con ¡Viva el bajo pueblo! han sido salvados de lo que Edward Thompson llamó “la enorme condescendencia de la posteridad”. Ello no es dato menor, teniendo en cuenta que la mayor difusión alcanzada en los últimos años por los temas históricos en nuestro país escasamente ha trascendido el molde de la arcaica historia de los grandes hombres.

Juan Ortiz Escamilla y José Antonio Serrano Ortega (eds.), Ayuntamientos y liberalismo gaditano en México, México, El Colegio de Michoacán-Universidad Veracruzana, 2007, 503 pp.

Gabriela Tío Vallejo

Universidad Nacional de Tucumán

 

Entre los temas más transitados por la historiografía en los últimos años, está el conjunto de problemáticas que giran en torno a los procesos de independencia que involucraron al imperio español. La propia crisis del imperio, el constitucionalismo español, la experiencia política de cada una de las regiones ante el colapso del centro político han sido revisitados por la historiografía española y latinoamericanista.

Situar a los procesos de independencia en la coyuntura de la crisis del antiguo régimen imperial y en el proceso liberal hispánico, ha sido uno de los puntos de partida de estas lecturas. Otra novedad, no menos significativa, ha sido la revaloración de los procesos electorales en la vida política de las sociedades hispanoamericanas. El estudio de las elecciones, ya no sólo desde la letra constitucional sino a través de las prácticas, ha llevado a la recuperación de su dimensión social y al descubrimiento de la naturaleza corporativa y territorial de la representación americana contribuyendo a redefinir, por ende, los liberalismos latinoamericanos.

Hace ya casi dos décadas, Antonio Annino había planteado una “segunda revolución territorial de los pueblos”. La experiencia electoral de Cádiz habría desencadenado un masivo proceso de transferencia de poderes del Estado a las comunidades locales, en particular a los pueblos. En este contexto, la constitución del 12 habría dejado un espacio legal por donde se colaron “tumultuosamente” las comunidades locales. Con el establecimiento de los ayuntamientos constitucionales, los pueblos habrían logrado una forma de autogobierno como nunca antes, a través del control de las contribuciones, la justicia, los bienes comunales, las milicias.

Siguiendo esta huella, numerosos estudios han tratado de dilucidar cuáles fueron las dimensiones y la composición de esa “entrada tumultuosa”, quiénes fueron los protagonistas de esta revolución, y qué lugar tuvo en ella la participación indígena.

El libro compilado por Serrano y Ortiz acoge, desde el plural del título, los diversos modelos de ayuntamientos gaditanos que tomaron forma en el territorio mexicano. El tema que subtiende a los trabajos reunidos en esta compilación me parece ser el de la recepción y los itinerarios del liberalismo en México a través de la lectura del momento gaditano.

La obra reúne once artículos sobre los casos de Tlaxcala, Oaxaca, Yucatán, Veracruz, la Huasteca potosina, Michoacán, Guadalajara, Puebla, el Estado de México y Guanajuato. Los editores señalan tres variables que definieron los modelos municipales gaditanos en el México independiente: las características étnicas, la jerarquía territorial en las provincias y la impronta de la guerra. Un gran acierto de la compilación es el tiempo largo escogido por los autores para sus análisis, que comprende los dos momentos de la aplicación de la constitución y el destino de los principios gaditanos en las constituciones estatales desde 1824.

La exposición de los casos está precedida por un artículo de Manuel Chust que aborda el debate acerca del municipalismo en las Cortes de Cádiz. Analiza el tema de los ayuntamientos constitucionales en el contexto de la abolición del orden feudal y el interés de desarrollar un poder local no privilegiado en ambos hemisferios. Plantea las contradicciones del liberalismo español, que pretende superar los particularismos privilegiados y foralistas del antiguo régimen, pero en donde, al mismo tiempo, coexisten la soberanía nacional con una representación territorial que guarda continuidad con el pasado.

La primera parte de la obra reúne los estudios sobre regiones con preponderancia de población indígena.

En el caso de Tlaxcala, estudiado por Raymond Buve, el establecimiento de los ayuntamientos constitucionales sirvió para dar estatuto político a una elite de comerciantes y artesanos de diversos orígenes étnicos, que venía desafiando a una empobrecida elite indígena que sólo conservaba el monopolio del cabildo como sombra de sus antiguos privilegios coloniales. Buve muestra cómo la abolición del cabildo indígena de Tlaxcala abrió la puerta a una amplia gama de cabeceras de segundo y tercer orden que se declaran independientes de la capital tlaxcalteca. Aquí confluye una elite que buscaba defender la autonomía provincial y unos pueblos que querían mantener sus privilegios. Los conflictos internos y las pretensiones de los estados vecinos llevaron finalmente a que el Congreso de 1824 decidiera convertirla en territorio de la federación.

En 1814, de 220 pueblos yucatecos se erigieron 156 ayuntamientos, situación que no cambió demasiado al restablecerse la constitución en 1820. Sin embargo, según afirma Güemez Pineda, esta continuidad no debe llevarnos a pensar que se trató de un cambio de denominación de las repúblicas indígenas. El crecimiento demográfico de los grupos no indios, en la última época colonial, fue desintegrando el orden estamental territorial y construyendo sociedades multiétnicas que encontrarían un lugar en los ayuntamientos gaditanos. Lo viejo y lo nuevo coexistió. En algunos casos, los indígenas pudieron ser absorbidos, como ciudadanos, en los ayuntamientos constitucionales y, en otros, simplemente las repúblicas subsistieron como gobiernos necesarios de los pueblos. En Yucatán, se evidencia la supervivencia de las repúblicas y de los subdelegados como figuras de intermediación necesarias para la gobernabilidad de las distintas regiones. Su experiencia administrativa era indispensable sobre todo en el orden fiscal y, al mismo tiempo, era el arma de negociación de las comunidades para defender sus tierras. Las repúblicas indígenas se restablecieron legalmente después de 1824.

Peter Guardino toma el caso de Villa Alta en Oaxaca con un 99,5% de población indígena, lo que somete el modelo al caso más extremo de predominio de población indígena. La geografía y economía de la región determinaron que la población estuviera dispersa en pequeños pueblos con sus repúblicas. Sólo cuatro de los 116 pueblos indios llegaban a 1.000 habitantes, no había prácticamente cabeceras ni sujetos. El autor estudia cómo impactan las medidas gaditanas al interior de las comunidades en las jerarquías que rigen la organización de los pueblos: género, edad y linaje.

La constitución estatal de Oaxaca exigirá 3.000 habitantes para establecer ayuntamiento y otros méritos. Sin embargo hay un reconocimiento constitucional de la cultura política indígena a partir de la reinstalación de las repúblicas de indios sin sujeción a los ayuntamientos. Ya con el centralismo, los municipios se restringieron a las poblaciones mayores y los pueblos indígenas de Villa Alta perdieron sus repúblicas, los jueces de paz utilizaron a su gente como auxiliares, lo que generó tensiones por los mecanismos para cubrir estos cargos, al parecer, el sistema tradicional siguió vigente, por sobre el sufragio masculino. La elite de la región, que contiene hoy a más de la cuarta parte de los municipios del país, creó un modelo único de poder local: dejó espacio político a los pueblos pero evitó su participación masiva en el orden estatal y nacional.

En el caso de la Huasteca, Antonio Escobar sostiene que los indígenas son empujados a un confín de la esfera pública ciudadana. Hay un desplazamiento del centro político indio a las localidades subalternas, a los sujetos, en donde pervive la organización tradicional. Como en el caso de Yucatán, se advierte el peso de las contribuciones indígenas en las arcas del Estado y, con ello, el papel de intermediación de las organizaciones indígenas. Como en otras regiones, se verifica la ruptura de la sociedad estamental y del dualismo indios-no indios y la trasformación en una sociedad multiétnica. Los actores sociales emergentes lograron, con su importancia en la economía, su participación en la guerra y, ahora, con su inserción política en los ayuntamientos, un nuevo lugar en la sociedad de la Huasteca. Escobar cuestiona la hipótesis de Annino para este caso, fundándose en la breve aplicación de la constitución y en la continuidad de la vida cotidiana indígena, mientras que señala el papel de las reformas borbónicas y la guerra en el cambio de las estructuras mentales.

También Michael Ducey se plantea hasta qué punto la Constitución de Cádiz provocó una ruptura en la mentalidad tradicional indígena en las comunidades de la tierra caliente veracruzana. Sin duda, la elección de Misantla es un acierto: permite observar el impacto del nuevo régimen constitucional en una zona tradicionalmente indígena e insurgente en el primer período constitucional, gracias a la existencia de buenas fuentes para estudiar los procesos electorales.

De forma similar a lo que describe Escobar para la Huasteca, se observa una mayor participación indígena en los sujetos que en las cabeceras. El autor alerta sobre la necesidad de distinguir entre presencia e influencia. Las “armas de los débiles”, para seguir la expresión de Scott, eran poderosas: negarse a pagar los impuestos, retacear colaboración militar… o presionar con la producción de maíz. En el artículo de Ducey se ve con claridad la imbricación de las nuevas prácticas liberales con la defensa de los derechos indígenas: la búsqueda de participación en elecciones limitadamente inclusivas, la permanencia de la territorialidad y las tradiciones identitarias indígenas y una adopción de las formas liberales no contradictorias con aquéllas.

La segunda parte del libro reúne investigaciones sobre los casos de Michoacán, Guadalajara y el Veracruz central.

Para Juan Ortiz, los años de mayor autonomía municipal en Veracruz transcurrieron entre la desintegración del régimen colonial y la constitución del Estado mexicano. Con la creación de los ayuntamientos constitucionales, el territorio se dividió en jurisdicciones independientes. Los pueblos quedaron libres de sus antiguas sujeciones y regularon el manejo de sus bienes de comunidad, el establecimiento de contribuciones, la organización de la milicia local, etc. Si bien casi todos los pueblos formaron ayuntamientos, obviándose incluso el requisito de los mil habitantes, el tema de los recursos hizo de sus nuevas libertades una cuestión casi virtual. Sólo los grandes ayuntamientos podían cubrir los gastos propios de administración municipal.

Las restricciones a los ayuntamientos comenzaron una vez que las legislaturas locales tuvieron la facultad de definir los requisitos de representación. El establecimiento del régimen republicano no favoreció ni a los pequeños ayuntamientos indígenas de escasos recursos, ni a los ayuntamientos de tierra caliente, creados más por voluntad de las autoridades civiles y militares que por los propios habitantes.

En el balance de Ortiz, el establecimiento de ayuntamientos tuvo, para los liberales, el mismo sentido que las reformas borbónicas: descentralizar para lograr un mayor control de los territorios y poner límite a los viejos grupos de poder. Los viejos y nuevos sectores se enfrentaron y mientras el cabildo de Veracruz se mantuvo en tensión con la diputación provincial, los otros tres cabildos tuvieron que medir fuerzas con los pueblos.

En el caso de Michoacán, Hernández Díaz compara el funcionamiento de los viejos cabildos, indios y españoles, con los constitucionales. Dibuja un panorama contradictorio del establecimiento de los ayuntamientos constitucionales a partir del 20. Si, por un lado, la proliferación de los municipios parece indicar un gran entusiasmo de los pueblos por este ordenamiento, por otro, se revelan no sólo las deficiencias y el “pronto desencanto” por la institución, sino la crítica constante hacia los cabildos por parte de la elite. Con el triunfo del vallisoletano Iturbide, la elite de la capital michoacana lograba una situación inmejorable en el panorama político, pero pronto se manifestaron las contradicciones entre los usos y costumbres de las antiguas repúblicas de indios y el nuevo esquema legal constitucionalista.

La desconfianza de la elite hacia la multiplicación y el funcionamiento de los cabildos llevaron, en 1825, a fijar en 4.000 habitantes el mínimo para establecer ayuntamientos constitucionales en las poblaciones que no fueran cabeceras –requisito éste que fue una de las cifras más altas de la Nueva España–. Además, se recortaron las atribuciones judiciales y se superpuso una división administrativa con prefectos, lo que suponía un control sobre los ayuntamientos. El autor observa una severa crisis jurídica desencadenada por el nuevo orden legal y una disminución de los alcances de la justicia municipal que lo lleva a cuestionar el alcance de la hipótesis de Annino para estas tierras.

En Guadalajara, Cádiz significó la pérdida del monopolio de la ciudad sobre la región; tesis que sostiene Pérez Castellanos al estudiar la aplicación de la constitución en la primera etapa, de 1812 a 1814. Se habría producido una reorganización y un desequilibrio en la relación existente entre la antigua cabecera y los pueblos antes sujetos. La autora analiza los pedidos de los pueblos para constituir ayuntamientos y las resistencias, en particular, de los subdelegados que se oponen a perder su poder sobre las antiguas repúblicas de indios y su papel de recaudadores de los tributos. Sin embargo, se establecen más de treinta ayuntamientos constitucionales. La autora observa que los ayuntamientos son creados en centros de integración regional que se habían conformado en torno a la producción para las minas y para el mercado de Guadalajara, de modo tal que, al parecer, la constitución convalidó con una nueva jerarquía institucional el crecimiento económico experimentado por algunas zonas. Sin embargo, la autora observa también cómo en 1824 se le quitó papel político y representativo a los municipios, por lo que perdieron interés para los grupos de poder.

La tercera parte del libro aborda los casos de las regiones multiétnicas: Puebla, Guanajuato y el Estado de México.

En el caso de Puebla, Tecuanhuey Sandoval estudia las vías de creación de ayuntamientos en el primer momento gaditano. Este proceso se inscribió en la política contrainsurgente de Calleja y tuvo efectos dispares: para los pueblos rurales significó el inicio de una inédita participación política en el ejercicio de la autonomía local, pero para la capital provincial implicó el estrechamiento de su influencia.

Con el retorno de la Constitución en 1820, el ayuntamiento de la capital poblana encabezó un movimiento autonómico en el marco de las tensiones generadas por las contribuciones a la guerra y la rivalidad con el Consulado de México. Se habrían organizado, desde 1820, 220 ayuntamientos. El límite a la expansión fue la falta de recursos; la suerte de los ayuntamientos se desdibuja, según la autora, entre el 20 y el 24. A partir del 24 se consolidó la capital a través de la concentración de la jurisdicción administrativa y la subordinación de los municipios. Se verifica también en este caso la reducción del número de ayuntamientos, la elevación del requisito poblacional a 3.000 habitantes, la imposición de normas restrictivas a la participación y el establecimiento de instancias intermedias de control en términos similares al caso de Guadalajara y Michoacán.

La aplicación de la constitución de Cádiz en el Estado de México, estudiado por Salinas Sandoval, aunque tímida en la primera fase, impulsó con rapidez el establecimiento de los ayuntamientos a partir de 1820. Los primeros se establecieron sobre los que ya eran cabecera de partido, 23 antiguas repúblicas tuvieron su ayuntamiento. En las cabeceras que estaban en zonas de guerra, Apodaca ofreció el olvido general a cambio de la jura de la constitución. Estos ayuntamientos de cabecera fueron importantes porque fungieron como centros de intermediación entre la diputación provincial y los comandantes militares y demás ayuntamientos de partido. Los ayuntamientos de partido de localidades cercanas a la ciudad de México tenían una población significativa de criollos y mestizos que no habían tenido gobierno local. Se establecieron 67 ayuntamientos en partidos del valle de México en los que puede verse participación electoral de indios y no indios. Esta igualdad legal en la participación ciudadana justificaba la desaparición de las repúblicas de indios, siendo los ayuntamientos reconocidos como institución de gobierno y administración local.

En muchos casos, los pueblos seguían siendo gobernados por sus autoridades indígenas: o no reunían los recursos necesarios, o no querían juntarse con otros pueblos para no perder el derecho de elegir autoridades entre los de su pueblo. Siguiendo los estudios de Tanck, se afirma que de 1.245 pueblos de indios con gobierno, se formaron 202 ayuntamientos constitucionales. En palabras de Salinas Sandoval, “en aras de la igualdad jurídica, del control político territorial y de la modernidad liberal se le quitaron los privilegios a las corporaciones de indios, incluyendo su gobierno”. Los beneficiarios fueron, como en el caso de Toluca, la población criolla y mestiza, particularmente representada por comerciantes, y el gobierno central, que, como en el caso de los partidos que luego conformarían el Estado de Guerrero –estudiados por Guardino–, utilizó a las nuevas instituciones locales como agencias del gobierno.

El caso de Guanajuato, estudiado por José Antonio Serrano, nos muestra una región con una población indígena económica y demográficamente marginal.

El primer momento gaditano no fue muy prolífico en ayuntamientos por la situación de guerra y la oposición de los funcionarios reales. En cambio, en 1820, los pueblos de ciudades y villas criollas y de repúblicas indígenas pidieron el establecimiento de ayuntamientos. La creación de los ayuntamientos transformó la vida de los pueblos enconando la lucha entre las facciones y socavando a los principales frente al común. Esto tuvo consecuencias en la relación con las autoridades de las cabeceras criollas, en parte porque existía una tradición de intermediación de los caciques que actuaban como goznes facilitando la negociación entre las instituciones y las comunidades indígenas. Un importante motivo de conflicto fue que las ciudades de Celaya y León perdieron el control administrativo que venían ejerciendo sobre los pueblos durante la guerra. Los nuevos cabildos asumieron las atribuciones que antes tenían el intendente, el subdelegado o los cabildos principales, lo que generó fuertes disputas sobre el tema de la justicia y la hacienda. Acusaban a los ayuntamientos de evadir y entorpecer el cobro de los impuestos y de ineptitud y barbarie en la aplicación de la justicia.

Serrano muestra, a partir de 1824, lo que en diversos grados debió ser un camino común de las elites liberales, que pasaron de considerar a los ayuntamientos como vehículos de libertad a acusarlos de entorpecer el establecimiento del liberalismo. A partir de la constitución estatal pudieron encaminarse a “borrar la herencia gaditana” aumentando el requisito poblacional a 3.000 habitantes y estableciendo criterios cualitativos. Serrano concluye su argumentación con una evidencia contundente: aunque sólo ocho de los 30 cabildos que se habían erigido entre 1820 y 1822 fueron suprimidos, fueron aquellos que habían sido establecidos en pueblos de indios.

Bienvenidos, en los artículos de Ortiz, Serrano y Salinas Sandoval, los imprescindibles mapas.

Entre los muchos aportes rigurosamente documentados que ofrecen los artículos, quiero destacar algunas tendencias comunes a los casos estudiados. En primer lugar, la supervivencia de las organizaciones tradicionales indígenas y su papel de intermediación, desde las distintas formas institucionales en que les tocó actuar en el nuevo panorama político. Una tendencia común en los casos estudiados es la institucionalización de los sectores emergentes no indios a través de los ayuntamientos constitucionales. Los ayuntamientos crearon un espacio en el que se insertaron nuevos actores sociales, alumbrados por los cambios demográficos y económicos del siglo XVIII, logrando así acceder y/o reivindicar derechos sobre el territorio y, con ellos, derechos jurídicos y políticos. Por último, la clara periodización que muestra una primera etapa entusiasta del constitucionalismo en sus dos momentos de 1812-1814 y de 1820 y la “contrarrevolución” de las elites provinciales después de 1824.

Sobre el fondo siempre presente de la hipótesis de Antonio Annino de la “revolución territorial de los pueblos”, los casos analizados permiten reconocer un panorama complejo y diverso de la realidad gaditana de México. Tomo prestada la expresión de los editores acerca de la “máscara del liberalismo y los rostros de la multitud” para seguir con la metáfora. Me parece que este conjunto de estudios logra darle rostros particulares a los liberalismos, sincréticos y abarcadores de las realidades preexistentes, que fueron disparados por la Constitución de Cádiz.

Raúl O. Fradkin, La historia de una montonera: bandolerismo y caudillismo en Buenos Aires, 1826, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006, 220 pp.

Beatriz Bragoni

CONICET – Universidad Nacional de Cuyo

 

Caudillos y montoneras constituyen un tema recurrente de la literatura histórica argentina. Quien repare en las páginas de esta historia de la montonera de Cipriano Benítez se enfrentará al análisis contextualizado de una de las experiencias políticas más decisivas, aunque no por ello mejor conocidas, de la vida política de la provincia de Buenos Aires previa al recrudecimiento de la guerra entre unitarios y federales, y al ascenso político de Juan Manuel de Rosas. Si casi nadie podrá objetar el peso del caudillismo en la cultura política hispanoamericana, la novedad a las que nos enfrenta Raúl O. Fradkin reside en que lo ubica en coordenadas diferentes al conectarlo con el fenómeno del bandolerismo como accionar político y manifestación de rebeldía social y popular previa y simultánea a su emergencia. Será justamente en la intersección de ambos fenómenos donde el autor focaliza el análisis de la primera montonera que conmovió aquel escenario provinciano con el propósito de restituir las prácticas políticas de los sectores subalternos, y examinar paso a paso las formas, estímulos, configuraciones y contextos de la movilización y politización rural en vísperas a la consolidación del rosismo.

Esa estrategia analítica –que también es narrativa– si bien se enlaza con la tradición de estudios disponibles que desde temprano ocuparon un lugar central en la literatura argentina e hispanoamericana, se distancia de ella en más de un motivo: el caudillismo deja aquí de ser abordado como vertiente política que asegura y controla a los sectores populares sobre la base de dispositivos coactivos y/o clientelares, atribuyendo capacidad de negociación política de aquellos actores, para postular, a partir de ella, la posibilidad concreta de enhebrar programas de acción política autónoma por considerarlos sujetos capaces de condicionar su obediencia. Bien sabemos que el desafío al que se ha enfrentado no es menor en cuanto se trata de transitar un problema resbaladizo que consiste en comprender las complejas y parcamente documentadas identidad y cultura política plebeyas del temprano siglo XIX. El autor no sólo hace explícitas esas dificultades sino que las considera a la luz de una genealogía historiográfica euroatlántica lo suficientemente consensuada, que ha ofrecido muestras contundentes de cuánto se puede avanzar en la caracterización de los sectores subalternos en el siglo XIX. El libro expone esos itinerarios, y revela la manera en que se puede acceder a esos fragmentos del pasado a través de fuentes discontinuas y de las mediaciones implícitas de la documentación policial y criminal como principal vertiente de voces subalternas. Si su preocupación por capturar aquel momento político lo hizo bucear por casi todas las huellas disponibles –que reparan en expedientes judiciales, partes oficiales, la prensa gubernamental, federal y unitaria, y que alcanza incluso las formas poéticas– la certeza de que ése era el camino más seguro para “capturar su presa” –según la fecunda expresión de Marc Bloch– provenía de otras convicciones no menos importantes. Aquí, la literatura hispanoamericana dedicada a reparar las modalidades de acción política campesina –que sigue la ruta del México rural y alcanza al mundo andino tardocolonial e independiente, y que incluye, como no podía ser de otra forma, a la completa y antigua jurisdicción rioplatense– lo surtió de un magma de experiencias políticas significativas para interceptar el caso bonaerense, y a partir de allí develar y comprender la emergencia de la montonera que Cipriano dirigió en aquel diciembre caliente de 1826.

La historia de esa montonera, y de su fracaso, exhibe la manera en que un conglomerado de hombres movilizados por toda una madeja de tensiones acumuladas en la economía y la sociedad imaginaron y practicaron el poder y la política de manera autónoma con los recursos y concepciones políticas que tenían a su alcance. Un contexto dirimido por las fisuras en las condiciones materiales de vida hasta entonces vigentes, las inestabilidades generadas a partir de las alteraciones habidas en la frontera hispanocriolla, la leva forzosa y las opciones políticas federales, en el sentido que aquellos montoneras entendían el federalismo, se convierten en cantera fecunda para restituir, probar y argumentar las formas de organización y cultura política popular moldeada al calor de ejercicios duales entre resistencia y negociación.

La fertilidad de esa densidad analítica (que es desde luego también política) no es independiente de la trama argumentativa que Fradkin ha creado para enfrentarnos a aquella experiencia colectiva. La posibilidad de sumergirnos en aquellos tiempos modernos capaces de enhebrar prácticas consuetudinarias con las inauguradas por la revolución y la guerra resulta tributaria de una feliz estrategia narrativa derivada de los embates habidos en el campo historiográfico desde los setenta, de las discusiones en torno a los límites de los modelos macroexplicativos, y las opciones que nacieron a partir del reconfortante contacto de la historia con la antropología y de la reducción de escala como instrumento para penetrar en las condiciones y motivaciones de la acción social. Si este libro puede ser ubicado como un rico exponente de esos debates, no es allí donde parece abrevar su tradición: en esto como en otras cosas, parece que Fradkin consideró aquella advertencia leviniana sobre los riesgos del geertzismo donde invitaba a tomar recaudos sobre el relativismo cultural. En su caso, la montonera de Benítez opera y funciona eficazmente para mejorar la comprensión de la conflictividad social y política en la campaña bonaerense cruzada de igual modo por la cristalización de identidades federales populares y la movilización miliciana, dispuesta por el entonces presidente Bernardino Rivadavia, para dirigir la guerra contra el Brasil.

Es esa especificidad de la conflictividad porteña (aunque no sólo de ella) la que ocupa el primer lugar en el espléndido relato fradkiano, de la cual se obtiene una imagen densa a partir de aproximaciones sucesivas. Primero, restituye las voces del poder, es decir, reconstruye la percepción oficial del conflicto que dio por tierra con las aspiraciones de Cipriano y sus aliados. Luego, el relato cede su paso a las voces de los montoneros para ilustrar las motivaciones políticas que guiaron el asalto al pueblo de Navarro y el frustrado operativo contra Luján. Los interrogatorios a los que fueron sometidos los montoneros le permitieron no sólo identificar las razones que explicaban la destitución de las autoridades pueblerinas herederas del orden posrevolucionario, sino identificar las antinomias entre quienes se percibían como “hijos del país” y aquellos ubicados en la constelación enemiga: los insultos son aquí utilizados como indicio de identificación social y política; esos destellos del vocabulario político son los que permiten restituir el carácter antiextranjero y antieuropeo del movimiento. Por otra parte, si esas evidencias resultan eficaces para sostener la ausencia aun de identidades políticas cristalizadas, el asalto como forma de acción política pone en escena la manera en que esos grupos de hombres armados ejercieron una cuota de soberanía para deponer a las autoridades legales del pueblo visualizadas ya como agentes de una creciente coacción estatal que operaba sobre la población rural (hombres y familias) a través de la leva forzosa y el aumento de la presión fiscal sobre las tierras baldías o comunitarias. La forma o la “anatomía” de la montonera es abordada en el tercer capítulo del libro: bajo un título cargado de sintomatología guizburguiana, y convencido de enlazar la genealogía política pampeana con la desplegada en otras latitudes de la antigua jurisdicción virreinal y la que habría de integrar la geografía del nuevo país, Fradkin restituye su composición, las estrategias y expectativas de los reunidos alrededor del liderazgo de Benítez, en su mayoría simples paisanos, desertores y salteadores reunidos en torno a intermediaciones complejas y relaciones pactadas que incluían, como no podía ser de otra manera, lazos familiares y de vecindad. Se trata de un desplazamiento no menor en la caracterización de las montoneras entendidas generalmente como fuerzas irregulares sin conducción ni programa aparente. El reemplazo de ese registro va acompañado de otros no menos importantes: frente a las precarias condiciones para encarar la lucha política, “el asalto a los pueblos” irrumpe como forma de protesta y como medio de obtención de recursos frente a precarias o ausentes condiciones para generarlos.

El cuarto capítulo está dedicado al contexto. Aquí el lector se enfrentará no sólo con la estructuración del escenario social, económico y político que ayuda a explicar la emergencia y la acción política de Benítez, sino con los resultados de una suerte de programa historiográfico del que el autor formó parte y que estuvo dedicado a deconstruir no pocas convenciones sobre la sociedad y economía pampeanas en el tránsito entre el orden colonial y la Argentina republicana. Cipriano y sus aliados vienen a ser uno de aquellos pequeños productores rurales de la zona oeste incluidos en un mercado y en un orden social y político en construcción, plagado de nuevas inestabilidades a las ya introducidas por la guerra, y abierta ahora a la expansión de la frontera, al quiebre de la política de alianzas con parcialidades indias, a los flujos migratorios internos, la progresiva mercantilización de la tierra y el aumento de la criminalidad.

¿Pero cuál era el significado político de la montonera? Este interrogante estructura el último capítulo del libro, con lo cual el autor aborda el dilema de la identidad social y de la identidad política de Cipriano y sus aliados. Sobre la primera, traza una línea demarcatoria no demasiado consolidada entre los exceptuados, vecinos y hacendados principales, y los clasificadores de la leva, y aquellos conglomerados errantes de pobladores rurales susceptibles de integrar los contingentes sociales sujetos a obligaciones militares distintas a las que hasta el momento había regido el servicio miliciano. Distinguida esa frontera social, Fradkin detecta que los perfiles sociales que integraban la montonera de Benítez eran desertores o potenciales reclutas que imaginaban un lugar distinto en el nuevo orden social y político de la campaña. Para estos “hijos del pays” –la expresión con la que se identificaban– el espacio político imaginado era entendido como radicalmente opuesto al sostenido por los españoles, “gallegos” o “maturrangos” sobre quienes recaía una condena social, política y moral en virtud de que, a los ojos de los montoneros al estilo de Cipriano, la revolución no había hecho más que consolidar sus posiciones en el poder político y en la administración de la justicia rural de la provincia de Buenos Aires. Además, esa condena del “mal gobierno” –común a la cultura política de la plebe urbana porteña– no quedaba circunscripta de ningún modo a los límites pueblerinos. El discurso político antiespañol y porteñista de Cipriano se extendía incluso al propio gobierno nacional, con lo cual se pone de manifiesto au ras du sol el alcance de la politización y faccionalización en los pueblos de la campaña.

Por último, el libro de Fradkin plantea nuevos problemas en torno a la estructuración del poder en la campaña, en el cual el liderazgo de Rosas todavía no está consolidado. Por un lado, la complejidad de aquel mundo político pone en escena límites concretos al ideal unanimista que primaba en las concepciones políticas vigentes en los pueblos y ayuda a comprender, además, el comportamiento electoral de la población rural; por otra parte, esos acechos al poder local, entendidos en clave de asalto o rebelión, podían dar origen a diferentes formulaciones al interior del movimiento: el programa de Benítez, contrario a la “leva generalizada” y a favor de una “política pacífica” con las parcialidades indígenas, permite al autor identificar la razón de la posterior adhesión de los paisanos a Rosas y postular que Cipriano expresaba “un rosismo antes del rosismo”.

Lo último, aunque no menos relevante: el impacto de la montonera de Benítez termina siendo abordado en la narrativa que despuntó de inmediato a su fracaso; allí se descubre el origen de la interpretación que el autor se propuso impugnar que no resultó ser otra que la versión construida por las elites y la prensa unitaria. Aunque ese hallazgo viene acompañado de un sugestivo análisis de la propaganda federal en plena confección del poder rosista, la cual no casualmente enfatiza la movilización de los gauchos y el papel de Rosas en la conducción de la extendida sublevación social vigente en la campaña como única salida para asentar el orden político y social posrevolucionario.

Marta Valencia, Tierras públicas, tierras privadas. Buenos Aires, 1852-1876, La Plata, Universidad Nacional de La Plata, 2005, 358 pp.

Sol Lanteri

CONICET – Instituto Ravignani, UBA

 

Que la pampa bonaerense es un área caracterizada por la abundancia y fecundidad de sus tierras para la vida y el trabajo humanos no pasó inadvertido a los viajeros decimonónicos, los pobladores coetáneos y predecesores, como tampoco a cualquiera que hoy transite por las rutas provinciales, que atraviesan un escenario signado por la presencia de cientos de hectáreas, cultivos y animales que parecen no tener solución de continuidad. Las nuevas investigaciones sobre historia rural e indígena han develado ya la complejidad sociocultural, económica y política de la región desde el período colonial, a la que el libro de Valencia prolonga en el tiempo.[2] Cómo se ocupó este espacio luego de la caída del rosismo y cuáles fueron las modalidades y características del proceso de enajenación de tierras públicas a manos privadas durante la segunda mitad del siglo XIX son los tópicos centrales de su obra, medulares también a la constitución de un país de tradición agroexportadora como la Argentina “moderna”.

Los debates y controversias en torno al factor de producción tierra en los desiguales índices de distribución y aglutinación de la riqueza mediante las distintas políticas oficiales implementadas en los siglos XIX y XX han sido copiosos en la historiografía argentina y americana, siendo la autora una de las pioneras en reexaminar el tema desde la renovación de los estudios rurales de comienzos de la década de 1980.[3] Este libro –tributario de su tesis doctoral defendida en 1983, actualizada y revisada, de la que algunos avances parciales habían sido publicados con antelación– constituye una importante obra de referencia sobre el particular, que matiza aquellas posturas tradicionales o subjetivistas sobre la dilapidación y los altos niveles de concentración de recursos fiscales como la tierra durante el gobierno de Rosas, así como también en lo concerniente a los arrendamientos y ventas rurales posteriores.

Desde un enfoque más hincado en la variable político-institucional que en la socio-cultural, el libro se estructura en cinco capítulos, más una introducción y un epílogo, y cuenta asimismo con un anexo documental que, además de complementar la aprehensión de los temas y problemas tratados en cada uno, constituye un apéndice heurístico muy valioso para otros investigadores, pues posee información indexada de forma cuantitativa, nominal y témporo-espacial de las distintas modalidades de traspasos de terrenos públicos a manos particulares, especificada según las normativas legales respectivas. Además, en el cuerpo del trabajo abundan las tablas y mapas que ilustran gráficamente los enunciados.

Comenzando cada capítulo con un epígrafe como disparador temático y finalizando con un apartado a modo de conclusión de lo abordado en cada uno que facilita la lectura, el primero trata sobre la revisión de la política rosista en materia de tierras fiscales, basándose, en parte, en el estudio realizado por Infesta y aportando nueva evidencia sobre los asuntos legales y las cuestiones políticas durante esta etapa. Mediante un cuidadoso análisis de las reglamentaciones, la prensa, los debates parlamentarios y otras fuentes coetáneas, se contemplan las variadas posturas y discusiones de los actores en las comisiones y proyectos de leyes de 1854, 1856, 1858 y sus resultados; con un detallado monto según cada modalidad implicada, distinguiendo entre las tierras cedidas y realmente escrituradas antes y luego del gobierno de Rosas en las diferentes zonas de la campaña. En el capítulo segundo se analizan las particularidades del sistema de arrendamiento público durante 1857-1876, los criterios legales y la diversidad de opiniones en los debates contemporáneos, explicando por qué se prefirió este régimen de transición entre la coyuntura de finales del rosismo y el de propiedad plena en vez del de enfiteusis. Además, los corolarios de la ley en la práctica, es decir, la cantidad de operaciones y parcelas otorgadas del Estado a manos particulares y entre éstos; si los poseedores fueron antiguos o nuevos ocupantes, la distribución espacial y la evolución temporal de la estructura de las tenencias. La tesis central de la autora, en base a sus resultados empíricos y contraponiendo a otros autores como Oddone, es que esta política no favoreció la concentración de tierra en pocas manos, y que fue elegida por el gobierno con el objeto de poblar y poner en producción la frontera por sobre el cobro del canon a los usufructuantes. Por su parte, el capítulo tercero, que es el más extenso del libro, estudia la consolidación de los derechos de propiedad privada plena con la enajenación de predios públicos durante el mismo período (1857-1876). Se abordan las ventas al interior y el exterior del río Salado según cortes analíticos centrados en las leyes correspondientes, como las de 1857, 1859, 1864, 1867 y 1871, considerando el volumen, los partidos implicados, la estructura de las tenencias en general y discriminando según la situación y forma de acceso (por ejemplo, si comprendían a antiguos arrendatarios, ex enfiteutas, etc.). Una de las principales premisas de Valencia es que las ventas complementaron al sistema de arrendamiento como forma de organizar y limitar los litigios y antiguos “meros ocupantes” de los campos fiscales de la campaña, mediante normas destacadas por su carácter inclusivo derivado de la voluntad de fomentar la propiedad privada plena al estilo norteamericano por parte de los dirigentes liberales, en un contexto de creciente valorización del recurso debido al ciclo lanar, que contemplaron numerosos casos y situaciones irregulares de los tenedores precarios. Otra de las cuestiones subrayadas en el capítulo –que además constituye un continuum en la obra– es la importancia de los actores políticos y sus vinculaciones, y de la eventual homología de los ámbitos público-privado, ya que ciertos legisladores provinciales tenían intereses en la tierra, cuestiones que incidieron en las sanciones de leyes y en las decisiones oficiales efectuadas. Así como con los arrendamientos, la autora registra la mayoría de las operaciones cercanas a los años de las sanciones de las normas legales, y tampoco reconoce un proceso de concentración territorial con las ventas públicas, excepto en las de 1871, que se realizaron especialmente en la frontera sur en extensiones superiores a las de los años anteriores.

Pero si bien en estos tres primeros capítulos la investigadora, además de ponderar los resultados de cada modalidad de cesiones, abordó algunos de los agentes forjadores del proceso, será en los dos últimos donde haga mayor hincapié en los “tipos sociales” involucrados en él. De esta forma, el capítulo cuarto refiere a la conformación y funcionamiento de la Sociedad Rural Argentina (SRA) surgida en medio de la crisis ovina de 1866, a través del análisis del perfil de su cúpula y masa societaria, su relación con la política y las disposiciones generadas sobre la tierra pública. La autora dilucida claramente la existencia de diferentes sectores dentro de la institución, los que reconstruye mediante diccionarios biográficos, protocolos, los Anales de la SRA y otra documentación complementaria. Los presupuestos centrales de Valencia, contraponiendo en parte algunas tesis de otros autores como Hora, son que los miembros de esta sociedad no sólo se dedicaban a la cría de ovejas sino que tenían actividades diversificadas, y que aquélla no constituía simplemente un club social que luego devino en una institución con mayor trascendencia y peso político a finales de la centuria-principios del siglo XX, sino que desde sus inicios tuvo voz y voto en las medidas oficiales ejecutadas sobre los terrenos fiscales, de los cuales algunos de sus miembros eran poseedores-propietarios. Finalmente, el capítulo quinto se aboca al examen de la génesis y consolidación de patrimonios en las “tierras nuevas” durante el período 1850-1890 a través de varios ejemplos, como los de L. Goya, J. A. Molina, A. Carrié y A. Gonzales Chaves, mediante el uso de diversas fuentes oportunas como expedientes de tierras, duplicados de mensuras, testamentarias y escrituraciones. Combinando una mirada erigida en los factores institucionales (como las políticas de expansión de la frontera y distribución de recursos públicos a manos de particulares) con el análisis de las estrategias privadas de los actores sociales y sus familias, la autora no registra una acumulación significativa de tierras en todos los casos tratados, sino una diversificación de intereses rurales y urbanos según las particularidades de cada uno y las áreas de la campaña, aunque sí alude a la relevancia del ganado ovino y la especulación de los agentes en sus actividades económicas. Las transferencias de derechos entre individuos-sociedades para evadir los límites impuestos por la legislación, la ubicación de premios militares, las ventas privadas de forma casi sincrónica al acceso formal pleno y la conformación de colonias agrícolas en predios comprados al fisco son algunos de los patrones más representativos de dichas maniobras de acumulación.

Ahora bien, en el estudio de los sujetos históricos forjadores de los procesos abordados, los grupos aborígenes son aludidos pero no incluidos efectivamente al análisis, aunque no constituyen el núcleo de la obra ni le sustraen inteligibilidad. Este tópico, la territorialidad indígena relacionada con la expansión fronteriza criolla y la formación del Estado provincial-nacional en esta etapa clave de organización institucional, surge entonces como una línea de investigación que reviste especial trascendencia a la luz de los propios resultados obtenidos y de los últimos avances de la historia y la arqueología, susceptible de continuar profundizándose a posteriori.[4]

Con todo, más allá de los presupuestos y conclusiones conceptuales mencionadas, la evidencia empírica utilizada en el libro es digna de destacarse por la variedad, cantidad, pertinencia y rigurosidad en su tratamiento.[5] Cualquiera que haya incursionado en la pesquisa de tierras sabrá que tal vez constituye uno de los temas más arduos de reconstrucción disciplinar, debido a la dispersión del material, la gran cantidad de operaciones comprendidas, la ambigüedad de las referencias y límites espacio-temporales, la escasa equivalencia de las medidas de superficie y monetarias en la serie documental, entre otros. Y más aun si el universo a indagar está compuesto nada más y nada menos que por todos los partidos de la campaña de Buenos Aires.

Éste es, quizás, uno de los mayores aportes del trabajo de Valencia, que junto con otros no sólo recorrieron un camino propio que ya lleva más de dos décadas de fertilidad, sino que abrieron nuevos para continuar la investigación.[6] El haber sopesado con un indiscutible rigor heurístico la concreta envergadura de las modalidades de transferencia de tierras fiscales a manos de particulares (y entre éstos) durante la segunda mitad del siglo XIX, sorteando los subjetivismos y anacronismos que han sido tan caros al verdadero entendimiento de un período crucial de la historia argentina contemporánea.

David Rock, La construcción del Estado y los movimientos políticos en la Argentina, 1860-1916, Buenos Aires, Prometeo, 2006, 369 pp.

Laura Cucchi

CONICET-Universidad de Buenos Aires

Juan Pablo Fasano

Universidad de Buenos Aires

 

En este ambicioso trabajo, David Rock busca ofrecer una síntesis de la historia política argentina de la segunda mitad del XIX que supere al menos dos límites de los estudios previos, incorporando las experiencias políticas provinciales del período y trascendiendo los cortes temporales habituales de los estudios clásicos sobre el tema.

Para ello, se aboca a lo que considera los dos problemas centrales del período: la construcción del Estado nacional y, una vez lograda la unificación política y consolidado éste, la posterior transición desde la oligarquía a la democracia participativa.

Divide de ese modo el período en tres momentos sucesivos definidos por la posición hegemónica de sendos movimientos políticos: el del Estado oligárquico formativo –con Mitre a la cabeza–, el del Estado oligárquico consolidado al ritmo del ascenso roquista, y el de una larga transición política impulsada por el naciente radicalismo para terminar con aquello que caracterizara a los dos movimientos previos: la falta de libertad política y la construcción de lo que llama la “democracia popular”.

En su interpretación, estas tres etapas de la vida política argentina no sólo se suceden sino que se superan. El roquismo es exitoso allí donde Mitre fracasó porque, a diferencia de éste, logra construir y conservar su capital político más allá de los límites de Buenos Aires, lo que le permite instaurar un orden perdurable. Sin embargo, durante las décadas de su predominio, la sociedad argentina irá transformándose y el autonomismo no lo hará en igual medida. Es esa incapacidad de reestructurarse de acuerdo con las trasformaciones del cambio de siglo la que, en opinión de Rock, vuelve obsoleto a este movimiento. Se abre así un espacio para el desplazamiento de éste por otro movimiento político, que vendría a resultar más acorde con las condiciones sociopolíticas de la Argentina de comienzos del siglo XX.

Al centrar su mirada en la sucesión de estos tres movimientos, Rock nos ofrece una síntesis de la política de elites. En ésta, antes que explorar los diferentes espacios y formas de acción política, busca dar cuenta de los mecanismos por los cuales se van transformando las constelaciones políticas a partir de alianzas y rupturas vinculadas, sobre todo, con los líderes de estos movimientos.

Rock procura sistematizar el abordaje de la historia política argentina a partir de dos parámetros. En primer lugar, para cada período analizado, se observa una búsqueda de incorporar –a un relato frecuentemente centrado en los hombres, los espacios y las instituciones vinculados al gobierno del Estado nacional– la experiencia de la construcción de los movimientos políticos en las provincias. Esta ampliación de los horizontes espaciales de la historia política concebida en los distintos sentidos de la dimensión nacional, no obstante, choca con la perspectiva ofrecida por las fuentes privilegiadas, pertenenecientes al ámbito nacional y con su elección de no incorporar los aportes de las historiografías regionales que, en años recientes, han dado signos de renovada vitalidad. Asimismo, la reposición de la “cuestión regional” en el debate sobre la construcción estatal, reposa sobre una mirada de conjunto que plantea un movimiento pendular leído en una clave tradicional. Éste oscila entre el intento de avance porteño del mitrismo y el protagonizado por el radicalismo en el poder, por un lado, y la hegemonía de las provincias del centro-oeste construida a través del PAN, por otro.

En segundo lugar, en un intenso contrapunto con la historiografía política de los últimos años, recurre a algunas categorías por momentos problemáticas. En lo tocante al caudillismo, ofrece una caracterización basada en la centralidad de relaciones clientelares, frecuentemente ligadas a vínculos de subordinación económica. De este modo, descarta buena parte de las interpretaciones que ofrecieron una revisión del fenómeno en la última década. Para Rock, el caudillismo es la fórmula política que se opone al avance del mitrismo y de la hegemonía militar del Estado nacional. En el relato de su desaparición, se encuentra con casos que resisten mal el encasillamiento en la antinomia Liberalismo/Federalismo que, según el propio autor, caracteriza el período.

Otra interpretación polémica es la que ofrece sobre la relación entre violencia y prácticas institucionales en el ámbito político. Por un lado, vincula la violencia política de la segunda mitad del siglo XIX ya con un incompleto (y por ende pre-moderno) monopolio estatal sobre la violencia legítima, ya con la esclerosis de los mecanismos institucionales de participación política. En este último punto, Rock plantea un escenario paradójico: aúna un detallado (y complejo) panorama de la competencia entre facciones y partidos a nivel nacional y una caracterización de las prácticas electorales –e institucionales en general– como fraudulentas.

Para resolverla, el autor emplea la categoría de “patronazgo” como mediación entre una institucionalidad aparente y una práctica efectiva de acceso al poder vinculada a redes personales y parentales. Planteado como un elemento vertebrador de la construcción conjunta del Estado y los movimientos políticos, el patronazgo permitiría explicar tanto la adhesión al caudillismo como la formación de redes y clientelas electorales y la vinculación entre gobiernos electores en las distintas esferas del Estado federal. Ese carácter amplio del concepto, al tiempo que lo vuelve atractivo por su eficacia explicativa en el largo plazo, deja entrever cierta laxitud cuando se intenta emplearlo, como en las conclusiones, para dar cuenta de la entera experiencia política del país.

Para la realización de este trabajo recurre principalmente a dos tipos de fuentes: informes y correspondencia de delegados diplomáticos extranjeros, por un lado, y prensa periódica local (tanto en español como en otras lenguas). La utilización del primer tipo de fuentes reviste un aspecto interesante: lejos de conformarse con la mirada de observadores provenientes de un solo país, Rock articula una pluralidad de puntos de vista, tanto por las nacionalidades de los autores de las fuentes como por los distintos orígenes de la correspondencia, provenientes no sólo de las embajadas, sino de los consulados ubicados en las provincias y misiones diplomáticas específicas. No obstante, por momentos, la reconstrucción de los acontecimientos políticos a partir de este tipo de documentos no va acompañada de una consideración del lugar de enunciación de esos testimonios en relación con las constelaciones políticas vigentes.

En relación con el uso de periódicos como fuente documental, llaman la atención dos aspectos. En primer lugar, el autor utiliza mayormente uno solo por período, y en general no el más íntimamente vinculado a los movimientos que analiza, a lo que suma los de las colectividades extranjeras. Esto limita en parte la riqueza que este tipo de fuente puede ofrecer para iluminar ciertas representaciones y prácticas propias de cada grupo político.

En segundo lugar, al comienzo de su trabajo nos advierte que resultaría fundamental un análisis del papel de la prensa en la vida política que queda pendiente en este estudio. Sin embargo, parte importante de su trabajo se basa en documentos de esta procedencia, con lo cual la falta de análisis de la prensa como actor político, de su vinculación con los movimientos estudiados, resulta una vacancia importante.

En suma, este trabajo, fruto, probablemente, de antiguas inquietudes del autor sobre la relación entre el radicalismo y las distintas tradiciones políticas del siglo XIX argentino, repone algunas cuestiones de larga data y largo plazo sobre la política decimonónica, abriendo algunos interrogantes en el debate con la historiografía política reciente.

Bárbara Potthast y Sandra Carreras (eds.), Entre la familia, la sociedad y el Estado. Niños y jóvenes en América Latina (siglos XIX-XX), Madrid-Frankfurt, Iberoamericana-Vervuert, 2005, 403 pp.

Carolina Zapiola

Universidad Nacional de General Sarmiento

 

Con la publicación de El niño y la vida familiar en el Antiguo régimen, Phillipe Ariès abrió y sentó las pautas de una serie de debates que condujeron a la consolidación de la historia de la infancia como una corriente específica dentro de la disciplina histórica.[7] Sin minimizar las discusiones que desde entonces suscitaron los postulados centrales de su obra, puede afirmarse que los historiadores de la infancia y de la familia que estudian el espacio europeo y estadounidense han llegado a un consenso en torno a la hipótesis general de que los procesos de modernización que atravesaron las sociedades occidentales implicaron, si no la “invención”, sí al menos una redefinición de las representaciones sociales de la infancia, transformación que estuvo profundamente imbricada con la creación y con la puesta en funcionamiento, por parte de actores públicos y privados, de discursos y prácticas destinados a tratar de un modo específico a los sectores más jóvenes de la población.

En un sentido amplio, los trabajos que componen Entre la familia, la sociedad y el Estado pueden inscribirse en la senda trazada por Ariès en razón de que abordan la historia de la niñez y de la juventud desde la perspectiva de la larga duración, poniéndolas en relación con los cambios y permanencias que sufrieron la familia, la sociedad y el Estado en América Latina desde la fundación de los Estados independientes hasta la actualidad. En términos más puntuales, no pueden dejar de pensarse como tributarios de las discusiones que en los últimos años han marcado de forma cada vez más insidiosa los estudios sobre la infancia en América Latina. Recordemos que en la década de 1980, cuando en los círculos académicos latinoamericanos comenzaban a discutirse las traducciones o las versiones originales de las obras de Ariès y de sus continuadores, desde Estados Unidos llegaba otra corriente más interesada en estudiar la historia de los niños y los jóvenes pertenecientes a las franjas más pobres de los sectores populares urbanos, en cuya constitución tuvo un peso fundamental la obra de Anthony Platt, Los “salvadores del niño” o la invención de la delincuencia.[8] Mientras la primera línea inspiró estudios sobre la infancia contenida en los marcos de la escuela pública y la familia, la segunda propició indagaciones sobre las prácticas judiciales e institucionales que desde el último cuarto del siglo XIX tuvieron por objeto a los niños y jóvenes caracterizados como “pobres”, “abandonados”, “delincuentes”, “vagos” o “viciosos”, pero designados cada vez con mayor frecuencia como “menores”. Vale aclarar, sin embargo, que muchas de las investigaciones interesadas por estos tópicos desconocieron en numerosas ocasiones la tradición angloamericana y encontraron en los conceptos centrales de la teoría sobre el poder de Michel Foucault su fuente de inspiración, convirtiéndolos con mayor o menor pertinencia en las herramientas dilectas para interpretar los procesos de diseño, construcción y/o funcionamiento de las instituciones estatales y privadas que habrían estado destinadas a garantizar el “control social” de niños y jóvenes desde fines del siglo XIX.

De cualquier modo, la constitución de la historia de la infancia como campo de estudios específico en América Latina ha sido lenta e incompleta, no sólo porque las investigaciones sobre el particular son relativamente escasas, sino sobre todo porque tienden a abordar los problemas de la niñez y de la juventud como un aspecto subsidiario en relación a cuestiones que interesan más a los investigadores (maternidad, beneficencia, educación), o porque, cuando se ocupan de ellos en forma exclusiva, constituyen fenómenos más o menos aislados dentro de una corriente que no termina de tomar forma. Recién en los últimos años, en el marco de una renovada historia social y cultural, se ha asistido al aumento de los trabajos interesados por esas temáticas y a una serie de productivas transformaciones en los enfoques desde los cuales se abordan, que han redundado en la aparición de destacadas publicaciones. El creciente atractivo de los temas ligados a la niñez para los historiadores está ligado a su vez a la centralidad que los mismos han adquirido a raíz de las intervenciones discursivas de los juristas, científicos sociales y miembros de organizaciones no gubernamentales ocupados de denunciar la situación actual de amplios sectores de la infancia latinoamericana sumidos en la pobreza y/o sometidos a toda clase de abusos.

Los trabajos reunidos en Entre la familia, la sociedad y el Estado exploran objetos originales o escasamente transitados hasta el presente valiéndose de una variedad de enfoques disciplinares. Los textos, producidos desde la historia, la sociología, la ciencia política, la crítica literaria y los estudios culturales y abocados a una diversidad de temas, espacios y temporalidades, hallan en casi todos los casos un eje articulador en torno al problema de la relación entre los sectores más jóvenes de la población y los Estados modernos, o las incipientes formaciones estatales de la primera mitad del siglo XIX.

Así, Eugenia Roldán Vera indaga en la nueva relación entre individuo y Estado que comenzó a constituirse a partir de las revoluciones independentistas, a través del estudio de las causas y modalidades de introducción del método lancasteriano de enseñanza mutua en las escuelas latinoamericanas entre las décadas de 1820 y 1840. Además de demostrar que el proyecto de convertir a los niños en ciudadanos respetuosos del orden político por medio de la educación data de esa época –si bien su implementación masiva comenzó a fines del siglo XIX–, en su interesantísimo artículo deja asentado que el método lancasteriano fue concebido por los nuevos gobiernos como un sistema transformador cuya implementación podía conducir a una sociedad en razón del tipo de autoridad que confería al niño.

La creación de las instituciones estatales poscoloniales y su avance sobre la población se cimentaron en gran medida en la sanción de nuevas leyes, algunas de las cuales permitieron una mayor injerencia de las autoridades en los asuntos de las familias, hasta entonces consideradas como un reducto íntimo sobre el que sólo cabía intervenir en casos de extrema gravedad. Desde una perspectiva de género, Carmen Ramos Escadón se pregunta por la repercusión que tuvieron las modificaciones de la institución de la patria potestad en el México de 1873 a 1896 en la distribución del poder familiar entre padres e hijos y entre maridos y esposas, partiendo de la idea de que por medio de la ley civil el Estado liberal establecía el tono, los espacios y los alcances de las relaciones de la vida familiar. Desde un enfoque similar, Eugenia Rodríguez Sáenz analiza la construcción histórico-social de la delincuencia juvenil femenina en Costa Rica durante el siglo XIX y la primera mitad del XX a través del estudio de las denuncias de violación, estupro e incesto cometidos contra niñas y mujeres. Para la autora, el aumento de las denuncias y de la visibilidad del abuso sexual desde la segunda mitad del siglo XIX se debió a la profundización de la intervención del Estado en la regulación de la moral sexual y doméstica a través de reformas legislativas.

Los artículos de Sandra Carreras, Eugenia Scarzanella y Ruth Stanley ofrecen un punto de vista bastante más matizado respecto de las reales capacidades performativas de los Estados y de los organismos internacionales sobre los niños y las familias. A partir de la revisión de algunas de las principales creaciones legales e institucionales para la protección a la infancia abandonada o perteneciente a familias de los sectores populares en la Argentina de 1870 a 1920, Carreras focaliza su atención en dos cuestiones cruciales para el abordaje de la “historia de la minoridad”: la de la compleja y nunca lineal relación entre legislación y praxis jurídica e institucional, y la de la competencia entre actores públicos y privados por el control de las instituciones de asistencia y de asilo de menores. Por su parte, Scarzanella compara los propósitos de los organismos internacionales y regionales para la protección de la infancia creados desde la fundación de la Sociedad de las Naciones y las tareas efectivamente llevadas a cabo por ellos en Latinoamérica durante las décadas de 1920 y 1930, mientras Stanley analiza en qué medida la ratificación de la Convención sobre los Derechos del Niño (1989) impactó en el tratamiento de los menores sometidos a la justicia penal en la Argentina, Brasil y Venezuela, llegando ambas autoras a conclusiones desalentadoras que estarían ligadas en gran medida a la debilidad de los Estados de derecho en la región.

Siguiendo el hilo conductor de la obra, los autores que se ocupan de la historia reciente o del estudio de las realidades contemporáneas analizan experiencias que se desarrollan cuando las instituciones políticas, sociales y culturales se encuentran tan degradadas que se vuelven incapaces de cumplir funciones favorables a la integración social de los jóvenes. Es el caso de Peter Peetz, quien sostiene que los procesos contemporáneos de constitución y expansión de formas de sociabilidad como las “maras” en El Salvador, Guatemala y Honduras deben ponerse en relación con la capacidad de las pandillas juveniles de ofrecer a sus miembros el acceso a ciertos bienes materiales, a un estatus social y a la protección del grupo en espacios urbanos cada vez más violentos, colmando el vacío dejado por las instituciones tradicionales. Las vivencias extremas de nuevo tipo protagonizadas por los adolescentes en las ciudades latinoamericanas hallan algunas veces plasmación en la literatura contemporánea. Horst Nitschack se interesa, precisamente, por los vínculos entre las transformaciones de las experiencias de ciertos adolescentes en San Pablo y Medellín –definidas en gran medida y en forma creciente por la intensificación de la miseria y la violencia– y las transformaciones en los discursos literarios y cinematográficos construidos en torno a la figura del joven. Alejandra Torres, por su parte, se aboca al análisis de una original publicación en la que se recopilan testimonios orales y fotografías de niños y jóvenes de la calle en Ciudad de México.[9]

En forma implícita o explícita, estos investigadores hacen referencia a la dimensión subjetiva de los procesos históricos, problema de muy difícil o de imposible resolución para los historiadores de la infancia dada la extrema escasez o la inexistencia de fuentes documentales que permitan algún acercamiento a ese problema, sobre todo cuando el objeto de estudio son los niños en lugar de los jóvenes. Es por ello que el trabajo de Bárbara Potthast sobre las experiencias de los niños paraguayos durante la Guerra del Paraguay resulta tan atractivo. Por medio de una minuciosa reconstrucción documental, la autora logra asir en la medida de lo posible al esquivo sujeto histórico constituido por los niños soldados y por las niñas desplazadas de sus hábitats tradicionales o víctimas de las represalias del gobierno contra sus familias para dar cuenta del modo en que éstos vivieron y comprendieron el enfrentamiento bélico. Por su lado, Ivette Pérez Vega proporciona numerosos elementos que nos permiten vislumbrar cómo era la vida cotidiana de los niños esclavos africanos desde su captura y comercialización inicial a cargo de las comunidades africanas hasta su llegada a las haciendas o casas urbanas de la ciudad de Ponce (Puerto Rico) entre 1815 y 1830.

Ahondando en otro tipo de experiencias extremas, Estela Schindel analiza con solidez cómo los niños y jóvenes fueron víctimas de un abanico de prácticas represivas por parte del gobierno dictatorial argentino entre 1976 y 1983, que iban desde el secuestro, la tortura, el asesinato y la negación de la identidad hasta el sometimiento al autoritarismo escolar o a la propaganda, pese a lo cual ciertos adolescentes lograron generar espacios alternativos de reunión, de expresión y de generación de una identidad propia. A propósito de la cuestión de la definición de las identidades colectivas, y poniendo en el centro de la reflexión la variable de la etnicidad –central en la configuración de las relaciones sociales, políticas y culturales en gran parte de las naciones latinoamericanas–, Silke Hensel estudia la construcción de las imágenes sociales de la juventud por medio del análisis del “discurso anglo-americano” sobre los jóvenes mexicano-americanos de Los Ángeles durante la década de 1940.

En suma, por la presentación y exploración de temas, problemas, perspectivas de análisis y fuentes documentales novedosos o escasamente frecuentados hasta la actualidad, los variados trabajos reunidos en Entre la familia, la sociedad y el Estado representan una positiva contribución para la consolidación de la historia de la infancia y de la juventud, campo que sólo recientemente –y no sin dificultades– ha comenzado a adquirir características distintivas gracias a la definición de objetos de estudio específicos y a la consolidación de espacios institucionales y de difusión propios.


  1. Fabián Herrero, “Un golpe de estado en Buenos Aires durante octubre de 1820”, en Anuario IEHS, núm. 18, 2003, pp. 67-86.
  2. Una síntesis en Eduardo Míguez, “El capitalismo y la polilla. Avances en los estudios de la economía y la sociedad rural pampeana, 1740-1850”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, núm. 21, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1º semestre de 2000, pp. 117-133. Raúl Fradkin y Jorge Gelman, “Recorridos y desafíos de una historiografía. Escalas de observación y fuentes en la historia rural rioplatense”, en Beatriz Bragoni (ed.), Microanálisis. Ensayos de historiografía argentina, Buenos Aires, Prometeo, 2004, pp. 31-54. Raúl Fradkin, “Caminos abiertos en la pampa. Dos décadas de renovación de la historia rural rioplatense desde mediados del siglo XVIII a mediados del XIX”, en Jorge Gelman (coord.), La historia económica argentina en la encrucijada. Balances y perspectivas, Buenos Aires, AAHE-Prometeo, 2006, pp. 189-207.
  3. Un resumen puede verse en Jorge Gelman y Daniel Santilli, “Introducción”, en De Rivadavia a Rosas. Desigualdad y crecimiento económico. Historia del capitalismo agrario pampeano, tomo 3, Buenos Aires, UB-Siglo XXI, 2006, pp. 13-32. Nuevos proyectos de investigación están profundizando la temática en la actualidad, como el Ubacyt dirigido por el primero: “Crecimiento económico, orden político y conflicto social en el Río de la Plata, siglos XVIII-XX”, Instituto Ravignani, Universidad de Buenos Aires.
  4. Raúl Mandrini, “Hacer historia indígena: el desafío a los historiadores”, en Raúl Mandrini y Carlos Paz (comps.), Las fronteras hispanocriollas del mundo indígena latinoamericano en los siglos XVIII-XIX. Un estudio comparativo, Neuquén, Bahía Blanca, Tandil, UNC, UNSur, UNCPBA, 2003, pp. 15-32. Victoria Pedrotta, “Las sociedades indígenas del centro de la provincia de Buenos Aires entre los siglos XVI y XIX”, Tesis Doctoral, Facultad de Ciencias Naturales y Museo, UNLP, 2005. Silvia Ratto, “Ni unitarios ni rosistas. Estrategias políticas interétnicas en Buenos Aires (1852-1857)”, en Estudos de História, Brasil, UNESP, vol. 13, núm. 2, 2006, pp. 67-101. Sol Lanteri y Victoria Pedrotta, “Espacio y territorio en la frontera sur bonaerense durante el siglo XIX. Repensando la formación del Estado en clave micro-regional e interdisciplinaria”, en XI Jornadas Interescuelas/Departamentos de Historia, Tucumán, UNT, 2007.
  5.     Se explicitan a lo largo del libro, cuando corresponde, las lagunas y/o limitaciones de las fuentes, haciendo partícipe al lector del proceso investigativo.
  6. Nos referimos también a los trabajos precursores de María Elena Infesta, y a los realizados luego para distintos lugares de la campaña bonaerense, como los de Mariana Canedo, Guillermo Banzato, Alejandra Mascioli, Fernanda Barcos, Valeria Mosse, Valeria D’Agostino, entre otros. Véase Guillermo Banzato et al., Dossier “Acceso y tenencia de la tierra en Argentina. Enfoques locales y regionales, siglos XVIII-XX”, en Mundo Agrario. Revista de estudios rurales, núm. 14, 1º semestre de 2007, La Plata, CEHR, UNLP, www.mundoagrario.unlp.edu.ar.
  7. Phillipe Ariès, El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, Madrid, Taurus, 1987 (1ª ed. en francés: 1960).
  8. Anthony Platt, Los “salvadores del niño” o la invención de la delincuencia, México, Siglo XXI, 1997 (1ª ed. en inglés: 1969).
  9. Nitschack analiza Paulo Lins, Cidade de Deus, São Paulo, Compañía das Letras, 1997, y Fernando Vallejo, La virgen de los sicarios, S.l., Suma de Letras, 1994, así como sus adaptaciones cinematográficas; en tanto Torres analiza Kent Klich y Elena Poniatowska, El Niño. Niños de la calle, Ciudad de México, Syracuse, Syracuse University Press, 1999.


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