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Colón, infatigable en favor de la España, volvía por la tercera vez a América con designio de llegar hasta el Ecuador; pero las calmas y las corrientes le empeñaron entre la isla de Trinidad y la Costa Firme, y desembocando por las bocas de Drago descubrió toda la parte que hay donde este pequeño estrecho hasta la punta de Araya, y tuvo la gloria de ser el primer europeo que pisó el continente americano, que no lleva su nombre por una de aquellas vergonzosas condescendencias con que la indolente posteridad ha dejado confundir el mérito de la mayor parte de los hombres que la han engrandecido. Las ventajosas relaciones que Colón hizo en la Corte del país que hoy forma la provincia de Venezuela excitaron la codicia de Américo Vespucio, que se unió a Alonso de Ojeda, comisionado por el Gobierno para continuar los descubrimientos de Colón en esta parte de la América. La moderación española fue víctima de las ventajas que ofrecían los conocimientos geográficos de Vespucio a la locuacidad italiana, y Ojeda y Colón tuvieron que ceder a la impostura de Américo la gloria de dar su nombre al Nuevo Mundo, a pesar de los esfuerzos que ha hecho la historia para restituir este honor a su legítimo dueño.

A la expedición de Ojeda se siguió casi al mismo tiempo otra, al mando de Cristóbal Guerra, que reconoció en su derrota la costa de Paria, las islas de Margarita y Cubagua, Cumanagoto (hoy Barcelona) y llegó hasta Coro, desde donde tuvo que volverse a España para poner a cubierto de la ferocidad de los naturales de aquel país las perlas que había venido a buscar y que eran la única producción que atraía entonces a los españoles a este punto del continente americano. Despertose la codicia con la fortuna de Guerra y de casi todos los puertos de la Península se aprestaron expediciones para la Nueva Andalucía, que así llamó Ojeda a toda la parte oriental de la costa. Apenas se supieron en la isla de Santo Domingo las relaciones del Continente con España, se apresuró el celo apostólico de algunos religiosos a esparcir la semilla evangélica en los nuevos países; pero los excesos de la avaricia sublevaron de tal modo a los naturales que después de sacrificar los misioneros a su venganza, acabaron con un establecimiento que Gonzalo de Ocampo, enviado por la Audiencia de Santo Domingo para conservar el orden, había planteado en el sitio que hoy ocupa Cumaná y que él llamó Toledo. Este desgraciado acaecimiento hizo que la Audiencia enviase de nuevo en 1523 a Jaime Castellón, que con su humanidad y dulzura logró restablecer lo perdido, concluir la fundación de la ciudad de Cumaná y asegurar la buena inteligencia en toda la parte oriental de la costa.

En la occidental era igualmente necesario el freno de la autoridad para desvanecer las funestas impresiones que contra la dominación española empezaban a recibir los naturales de la conducta de aquellos aventureros. Juan de Ampues obtuvo de la Audiencia de Santo Domingo esta comisión, y la desempeñó de un modo capaz de honrar la elección de aquel Tribunal. La confianza recíproca fue el primer efecto de su misión: un tratado solemne estableció la alianza del cacique de la nación coriana con la española: siguiose a esto el juramento de fidelidad y vasallaje, que proporcionó a Ampues el permiso para echar los cimientos a la ciudad de Coro ayudado por los mismos vasallos del cacique. Estos sucesos prometían a la provincia de Venezuela todas las ventajas de que es capaz un Gobierno tan interesado en la conservación del orden. Mas las circunstancias políticas no dejaban a sus benéficos cuidados toda la influencia que necesitaban los interesantes dominios que acababa de adquirir; y si se vio en la necesidad de enajenarlos provisionalmente de su Soberanía también supo escudarlos con ella e indemnizarlos profusamente con sus sabias disposiciones, luego que cesaron las funestas causas, que embarazaban sus filantrópicos designios.

El espíritu de conquista había obligado a Carlos V, que ocupaba el trono de España, a contraer considerables empeños de dinero con los Welsers o Belzares, comerciantes de Augsburgo, y éstos, por vía de indemnización, consiguieron un feudo en la provincia de Venezuela, desde el cabo de la Vela hasta Maracapana, con lo que pudiesen descubrir al Sur de lo interior del país. Ambrosio de Alfinger y Sailler, su segundo, fueron los primeros factores de los Welsers, y su conducta la que debía esperarse de unos extranjeros que no creían conservar su tiránica propiedad un momento después de la muerte del Emperador. Su interés era sacar partido del país, como le encontraron, sin aventurar en especulaciones agrícolas unos fondos cuyos productos temían ellos no llegar a gozar jamás, ni cuidarse de que la devastación, el pillaje y el exterminio que señalaba todos sus pasos recavese injustamente sobre España, que debía recobrar con el oprobio aquel asolado país. La única providencia política que dio Alfinger en la provincia de Venezuela, y que no llevó el sello de su carácter, fue la institución de su primer Ayuntamiento, en la ciudad de Coro, que había ya fundado Ampues, y como Juan Cuaresma de Melo tenía de antemano la gracia del Emperador para un Regimiento perpetuo en la primera ciudad que se poblase: le dio Alfinger la posesión de Coro, con Gonzalo de los Ríos Virgilio García y Martín de Arteaga, que eligieron por primeros alcaldes a Sancho Briceño y Esteban Mateos. La naturaleza ultrajada por Alfinger oponía a cada paso obstáculos a sus depredaciones, y la humanidad oprimida triunfó al fin de su verdugo y su tirano, que murió asesinado por los indios en 1531, cerca de Pamplona, en un valle que conserva aún el nombre de Misser Ambrosio para execración de su memoria. El derecho de opresión recayó por muerte de Alfinger en Juan Alemán, nombrado de antemano por los Welsers para sucederle, y que hubiera merecido el agradecimiento de la posteridad de Venezuela si hubiese hecho guardar a sus compañeros la moderación que distinguía su carácter. Sucediole en 1533 Jorge Spira, nombrado por los Welsers, con 400 hombres entre españoles y canarios que, unidos a los que vinieron con Alfinger se dividieron en tres trozos, con orden de que después de asolar por todas partes el país se reuniesen en Coro con los despojos de una expedición que hubiera podido llamarse heroica si hubiese tenido otro objeto. Cinco años duró el viaje de Spira, al cabo de los cuales volvió a Coro con sólo 80 hombres de los 400 que le acompañaron, y murió en 1540 sin dejar de sus trabajos otra utilidad que las primeras noticias de la existencia del Lago Parime o El Dorado, para repetir nuevas empresas a costa de la humanidad.

Desde el año de 1533 había sido elevado Coro al rango de Obispado, cuya silla ocupaba don Rodrigo Bastidas, que fue nombrado provisionalmente gobernador de Venezuela por la Audiencia de Santo Domingo, mientras la Corte proveía la vacante de Spira. Tenla este prelado por lugarteniente de su autoridad civil a Felipe Urre, pariente en todo de los Welsers y por agente de sus empresas a Pedro Limpias, capaz de serlo de Alfinger. El descubrimiento del Dorado era la manía favorita de los españoles en la Costa Firme, y los dos comisionados del obispo Gobernador partieron por diferentes puntos a renovar en busca de este tesoro las vejaciones de los factores alemanes. Limpias tardó poco en enemistarse con Urre, y unido a un tal Carvajal, que había suplantado un nombramiento de la Audiencia a su favor, asesinaron a Urre cuando volvía a Coro después de cuatro años de trabajos propios y calamidades ajenas, sin haber hecho a la provincia otro beneficio que el de la fundación de Tocuyo hecha por Carvajal con los 25 compañeros que tenía de su partido, de los cuales formó el segundo Ayuntamiento de Venezuela en 1545. Tal fue la suerte del hermoso país que habitamos en los diez y ocho años que estuvo a discreción de los arrendatarios de Carlos V; hasta que, instruido el Emperador de lo funesto que había sido a sus vasallos aquel contrato, volvió a ponerlos bajo su Soberanía nombrándoles por primer gobernador y capitán general al licenciado Juan Pérez de Tolosa.

Con esta providencia volvieron a aprestarse en España expediciones para la parte occidental de la Costa Firme como las que frecuentaban desde el principio la parte oriental, que no correspondía al feudo de los Welsers. Mas en todas partes habían dejado éstos tal opinión de su conducta, que ni la persuasión evangélica ni el cebo de las brujerías españolas pudieron mantener la buena correspondencia con los indios, ganarles un palmo de terreno sin una batalla ni fundar un pueblo sin haberlo abandonado muchas veces; de modo que la provincia debió exclusivamente a las armas su población y la prerrogativa de que las bendiga el Santísimo Sacramento cuando se las rinden. La gobernación de Caracas no se extendía entonces hasta la Nueva Andalucía, que desde Maracapana hasta Barcelona era gobernada con independencia. La conquista y población de esta parte de la provincia de Venezuela estuvo cometida desde 1530 a varios españoles, que obtenían en este punto de la América, teatro por muchos años de las más sangrientas disensiones civiles entre los españoles, y de la más obstinada resistencia por los naturales, sin haber podido conseguirse otro establecimiento, que el que bajo el nombre de Santiago de los Caballeros planteó y tuvo que abandonar en 1552 Diego de Cerpa, asesinado después con su sucesor Juan Ponce por los indios cumanagotos.

No tenían mejor suerte las empresas de los españoles en lo interior de la gobernación de Venezuela. El licenciado Tolosa había dejado el gobierno a Juan de Villegas mientras él pasaba al de Cumaná con una comisión de la Audiencia de Santo Domingo, en cuyo viaje murió, quedando Villegas encargado interinamente del mando. Luego que entró en posesión de él, comisionó a su veedor Pedro Álvarez para que concluyese el establecimiento de la ciudad de la Borburata, que él había comenzado el año anterior por encargo de Tolosa, y que las continuas excursiones de los filibusteros hicieron abandonar a los pocos años. Deseoso al mismo tiempo Villegas de descubrir algunas minas para animar el desaliento que notaba en su gente, despachó a Damián del Barrio al valle de Nirgua con algunos de los suyos, que, habiendo descubierto una veta de oro a las orillas del río Buria, formaron un pequeño establecimiento, que es de creer diese origen a la ciudad de San Felipe. Viendo Villegas que el trabajo de las minas atraía mucha gente a sus inmediaciones, concibió el designio de edificar una ciudad en el valle de Barquisimeto en honor de Segovia, su patria. Después de mil encuentros con los indios girajaras que habitaban aquel valle, logró plantear en 1552 la ciudad de Barquisimeto o Nueva Segovia; pero los indios se vengaron bien pronto del buen suceso que tuvo Villegas en su establecimiento haciendo que quedasen abandonadas hasta ahora las minas de San Felipe y que tuviese que trasladarse la ciudad de Barquisimeto del lugar de su primitivo asiento al que ocupa actualmente.

Igual suerte corrió la Ciudad de Nirgua, que bajo el nombre de las Palmas fundó en 1554 Diego de Montes por disposición del licenciado Villacinda, enviado por la Corte para suceder a Tolosa. Dos veces tuvo que mudar de sitio para evitar las excursiones de los girajaras sin haber podido lograr tranquilidad hasta la entera reducción de estos indios. Los descalabros que habían sufrido los españoles en las minas de San Felipe reclamaban una pronta indemnización y Villacinda trató de buscarla en un nuevo establecimiento que les asegurase de la desconfiada inquietud de los indios y que les compensase en adelante los perjuicios que acababan de sufrir. Sus miras se dirigieron desde luego a la laguna Tacarigua, que había descubierto Pedro Álvarez en su expedición a la Borburata y que, además de la fertilidad de sus orillas, prometía por su posición más facilidad para la conquista del país de los caracas, cuya fama entraba desde mucho tiempo en los cálculos de los españoles. Nombrose por cabo de la empresa a Alonso Díaz Moreno, vecino de la Borburata, que después de mil debates con los tacariguas pudo hacerse dueño del país y tratar de dar cumplimiento al encargo que se le había confiado. Aunque arreglado a él debía poblar en las orillas del lago, el conocimiento práctico de su insalubridad le hizo infringir las órdenes que traía, en beneficio de la salud pública, eligiendo para fundar la ciudad de la Nueva Valencia del Rey la hermosa, fértil y saludable llanura en que se halla actualmente, desde el año 1555, en que Alonso Díaz puso sus primeros cimientos.

Entre los españoles que formaban proyectos sobre el valle de Maya, en que habitaban los caracas, ninguno podía realizarlos mejor que Francisco Fajardo, que tenía a su favor todo lo necesario para sacar partido de un país perteneciente a una multitud de naciones reunidas para mantener su independencia, y cuyo denuedo había retardado tal vez su reducción. Era Fajardo hijo de un caraca y casado con una nieta del cacique Charayma, jefe de estos indios, que hacían parte muy considerable de la población del valle de Maya. A las ventajas del parentesco unía Fajardo las del idioma, como que poseía cuantos dialectos se hablaban en el país de donde era originaria su mujer y donde había nacido su madre. A favor de estas circunstancias se resolvió Fajardo a probar fortuna en el valle de Maya, para ver si eran asequibles los designios que tenía el agregarlo a la dominación española. Con tres criollos de la Margarita y once vasallos de su madre se embarcó en una canoa y, siguiendo las costas, desembarcó en Chuspa, donde fue tan bien recibido durante su mansión; como sentido de los naturales a su partida. Tan agradables fueron las noticias que Fajardo dio a su madre de la buena acogida que le habían hecho los caciques sus parientes, principalmente su tío Nayguatá, que la decidieron a acompañar a su hijo en la segunda expedición que proyectaba, y reuniendo todos sus parientes, sus vasallos y cuanto pudieron producirle sus cortos bienes, se embarcó con todo en el puerto de Píritu y arribó en 1557 cerca de Chuspa, en la ensenada del valle del Panecillo. La cordialidad que inspira la patria, la sangre y el idioma distinguió los primeros días de la llegada de la familia de Fajardo, y los parientes y paisanos de su madre le cedieron de común acuerdo la posesión del valle del Panecillo, en prueba de lo grata que les era su venida. Menos que esto había menester Fajardo, aunque no perdió un momento en poner por obra la empresa que tenia premeditada. Apenas obtuvo licencia del gobernador Gutiérrez de la Peña para poblar en el valle de Maya, empezó a tratar de esto con los indios y a hacerse sospechoso para ellos; a la sospecha se siguió la enemistad y a la enemistad la resistencia. Los indios no perdonaron ninguno de los medios que estaban a su alcance para oponerse a los designios de los españoles: tomaron las armas, envenenaron las aguas, cortaron los víveres, y Fajardo, después de haber perdido a su madre en estas turbulencias, tuvo que darse por bien servido de haber podido ganar en el silencio de la noche la playa y volver a embarcar con los suyos para la Margarita.

Poco después de la fundación de Valencia falleció Villacinda en Barquisimeto, quedando los alcaldes, por una prerrogativa anexa entonces a su representación, encargados interinamente del mando de sus respectivas jurisdicciones. El deseo de señalar la época de su interinidad con algún establecimiento útil al país les hizo pensar en la reducción de los cuícas, que, según las relaciones de Diego Ruiz Vallejo, habitaban el fértil país que desde Carora corre Norte Sur, hasta las Sierras de Mérida. Diego García de Paredes fue encargado de esta empresa, y habiendo salido del Tocuyo con setenta infantes, doce caballos y buen número de indios yanaconas, atravesó todo el país de los cuícas, que con su afable carácter le permitieron elegir terreno a su gusto para establecerse. El sitio de Escuque, sobre las riberas del río Motatán, fue el que pareció mejor a Paredes para echar en 1556 los cimientos a una población, que llamó Trujillo, en obsequio de su patria, en Extremadura, y que hubiera tardado poco en llegar al rango de ciudad si los indios, exasperados con la conducta que observaron los españoles en una corta ausencia que tuvo que hacer Paredes no hubieran interrumpido por una parte sus progresos; y no hubiese, por otra, impedido a éste de continuarlos la violencia con que Gutiérrez de la Peña lo tuvo despojado de aquella conquista mientras gobernó la provincia por comisión de la Audiencia de Santo Domingo. Francisco Ruiz fue nombrado para suceder a Paredes, que tuvo el disgusto de ver agregarse al partido de su usurpador muchos de los que le habían acompañado en su primera expedición; con ellos tomó Ruiz la vuelta de los cuícas y llegó hasta el valle de Boconó, donde se detuvo a proveerse de lo necesario para su empresa. A pocos pasos de ella se encontró con Juan Maldonado, que había salido con igual designio de Mérida, ciudad que acababa de poblar en 1558 Juan Rodríguez Suárez al pie de las Sierras Nevadas bajo la advocación de Santiago de los Caballeros; y que el mismo Maldonado había trasladado a mejor temperamento en el valle que ocupa actualmente, circunvalada de los ríos Chama, Mucujun y Albarregas. Las disputas suscitadas entre Ruiz y Maldonado produjeron la reedificación de Trujillo, que Ruiz promovió en despique de su adversario; bien que para usurpar con la propiedad la gloria a su primitivo fundador, le mudó el nombre en el de Miravel, que conservó hasta que habiendo venido Pablo Collado de la Corte a suceder a Villacinda en el Gobierno, reintegró a Paredes en sus derechos y lo puso en estado de restituir a la ciudad su primitivo nombre y de proseguir en su adelantamiento. Por la mediación de algunos sujetos respetables de ambos partidos se terminaron amistosamente las desavenencias que había entre Ruiz y Maldonado, quedando desde entonces determinada la jurisdicción de la Audiencia de Santa Fe y la que correspondía en Venezuela a la de Santo Domingo, cuyos límites quedaron fijados en el país de los timotes que, reconocido también por Maldonado como término de su conquista, se volvió a Mérida, y Ruiz se quedó en Miravel con el dominio de los cuícas. No sucedió así a Paredes, que, contrariado siempre en sus designios, tuvo que sufrir de nuevo con Collado los mismos disturbios que con Gutiérrez de la Peña, hasta que, renunciando de aburrido a sus provectos, se retiró a Mérida; y Trujillo, abandonada de su fundador, devorada por la discordia de sus vecinos y acosada de los insectos, los pantanos y las tempestades, anduvo vagando convertida en ciudad portátil, hasta que en 1570 pudo fijarse en el sitio que ocupa actualmente. Pocas ciudades de América pueden gloriarse de haber hecho tan rápidos progresos como los que hizo Trujillo en el primer siglo de su establecimiento. El espíritu de rivalidad de sus primitivos habitantes se mudó con el suelo en una industriosa actividad, que prometía a Trujillo todas las ventajas de la aplicación de sus actuales vecinos; pero las incursiones del filibustero Grammont, asolando su territorio, sofocando el germen de su prosperidad, dejando en las ruinas de sus edificios motivos para inferir por su pasada grandeza lo que hubiera llegado a ser en nuestros días.

Las esperanzas que el valle de Maya había hecho concebir a Fajardo eran muy lisonjeras para que los riesgos pasados, los obstáculos presentes y los inconvenientes futuros pudiesen trastornar sus proyectos; constante en ellos y animado con la buena inteligencia que conservó siempre con él Guaymaquare, uno de aquellos caciques, volvió a salir tercera vez de la Margarita en 1560, y para evitar nuevos debates se dejó correr más a sotavento y desembarcó en Chuao, donde habiendo sido bien recibido de su amigo Guaymaquare le dio cuenta del designio que traía de reconocer todo el país que había de allí al valle de Maya. Bien quisiera Guaymaquare apartarlo de un proyecto en que él solo conocía las dificultades; pero la confianza de Fajardo triunfó de las reconvenciones del cacique y emprendió su marcha sin dificultad hasta Valencia, desde donde habiendo solicitado y obtenido permiso del gobernador Pablo Collado para entender en la conquista de los caracas, y reunidos treinta hombres a los once compañeros de su temeridad continuó su derrota para los valles de Aragua, más bien como amigo que como conquistador. Al llegar a los altos de las Lagunetas tuvo que valerse de su maña para entrar en convenio con los indios teques, arbacos y taramaynas, dispuestos a disputarle el paso. Después de mil debates pudo ajustar con ellos una alianza que le proporcionó llegar hasta el valle de San Pedro; pero al bajar la loma de las Cocuisas le salió al encuentro el cacique Teperayma, a quien ganó con el presente de una vaca de las que traía consigo y consiguió llegar a las orillas del río Guayre, de quien tomaba el nombre aquella parte del valle de Maya, llamada desde entonces por Fajardo de San Francisco en honor de su patrono. La poca seguridad que le prometían los naturales del Guayre le obligó a volverse a la costa para reunirse con los suyos, que habían quedado con Guaymaquare, con los cuales, después de fundar en la ensenada de Caravalleda una población bajo el nombre del Collado, volvió reforzado al valle de San Francisco en busca de unas minas que tenía noticia había en su territorio.



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