Tantos trabajos y contratiempos empezaban a apurar la constancia de Garci González, al paso que otros más temibles amenazaban la entera desolación de la provincia. Al abandono en que la dejaba el retiro de Garci González a Caracas, se siguió la aparición del contagio devastador de las viruelas traído por primera vez a Venezuela en un navío portugués procedente de Guinea que arribó en 1580 a Caravalleda. Los efectos del contagio se contaban por naciones enteras de indios que cubrían con sus cadáveres el país que había visto sucederse tantas generaciones, dejando a la provincia en tan funesta y horrorosa despoblación que a ella debe referirse el total exterminio de las razas que han desaparecido de su suelo. Apenas se respiraba de tantas calamidades, hubo que recurrir de nuevo a Garci González para que librase a Valencia y las cercanías de Caracas de otras con que las amenazaban los caribes. A pesar de la resolución en que estaba González de vivir retirado hubo de prestarse al socorro del país, y cediendo a las instancias de don Luis de Rojas, que había venido a suceder a Pimentel en el Gobierno, salió en busca de los caribes y habiéndolos hallado en el Guárico los batió, derrotó, y sujetó a la obediencia. Ya habían quedado los quiriquires en otra expedición bien dispuestos a favor de los españoles, de suerte que Sebastián Díaz pudo sin gran trabajo establecerse en aquel país y fundar en el confluente de los ríos Tuy y Guayre la ciudad de San Juan de la Paz que, abandonada por la insalubridad de su clima, quedó reemplazada con la de San Sebastián de los Reyes, que en obsequio de su patrono fundó el mismo Sebastián Díaz en 1584 con Bartolomé Sánchez, Frutos Díaz, Gaspar Fernández, Mateo de Laya, que eligieron por primeros alcaldes a Hernando Gámez y Diego de Ledesma.
Los malos sucesos de Garci González hicieron que se mirase la reducción de los cumanagotos como una empresa destinada más bien para castigo que para premio del que la continuase, y bajo este concepto se condenó a Cristóbal Cobos a que la concluyese, en pena de la perfidia que cometió su padre con Francisco Fajardo. Esta circunstancia parece que hizo a don Luis de Rojas tener en poco el resultado de la expedición de Cobos y contentarse con darle ciento setenta hombres para una empresa que había puesto a prueba el valor de capitanes muy acreditos (sic). Disimuló Cobos el desprecio con que miraba Rojas su vida, y reservando para el fin de la expedición los efectos de su resentimiento, se presentó atrevidamente en la boca del Neverí con sus ciento setenta compañeros a todo el poder de Cayaurima, que traía entre cumanagotos, chaimas y chacopatas más de ocho mil combatientes aguerridos en las pasadas jornadas, y orgullosos con lo que les había favorecido en ellas la fortuna. Ya iba el cansancio y el desaliento de los soldados de Cobos a renovar los triunfos de Cayaurima, cuando Juan de Campos y Alonso de Grados se resolvieron a decidir por sí solos la suerte en favor de los españoles. Fiados en lo extraordinario de sus fuerzas se arrojaron a brazo partido sobre el escuadrón de los indios en busca de Cayaurima para apoderarse con su persona del ardor y valentía de los suyos. Halláronle en el lado que hacía cara a la caballería, y sin darle lugar de apercibirse lo cargaron en brazos y lo llevaron escoltado por un piquete de caballos al alojamiento, con lo que desmayadas sus huestes propusieron la paz para evitar la ruina de su caudillo y aprovechar, al abrigo de la tregua, los medios que estuviesen a su alcance para libertarlo. Los mismos designios que tuvieron los bárbaros para proponer el armisticio tuvo Cobos para aceptarlo, y a la sombra de la esperanza del rescate de Cayaurima tuvo a los indios tranquilos, pudo mudar su alojamiento a una de las bocas del Neverí, y poblar en 1585 la ciudad de San Cristóbal, llamada de los cumanagotos en memoria de los triunfos de Cobos sobre estos indios. No bien se vio Cobos dueño de un país cuya conquista creyó imposible con los débiles medios que le dio Rojas, cuando pensó en vengarse de él; y para conseguirlo de un modo que lo dejase a cubierto de su autoridad se pasó a la gobernación de Cumaná poniéndose él y la nueva provincia bajo la obediencia del gobernador Rodrigo Núñez Lobo. Rojas despreció lo que no podía remediar, y mientras obtenida la aprobación del Rey adelantó Cumaná sus límites hasta la ribera de Unare, adquiriendo toda la provincia llamada hoy de Barcelona, y entonces de los cumanagotos.
No fue sólo la reducción de sus límites la única calamidad que tuvo que sufrir la provincia de Venezuela cuando, terminada en 1586 las empresas militares con que había logrado la respetable población que hemos visto, esperaban sus conquistadores el reposo necesario para elevarla a la prosperidad a que la destinaba la naturaleza. Un abuso funesto de la autoridad que debía desarrollar el precioso germen de su industria, es lo primero que se encuentra, por desgracia, al entrar en la época de su regeneración política. Rojas, que había visto con indiferencia perder veinte leguas de jurisdicción, no quiere sufrir que el cabildo de Caravalleda conserve el simulacro de la autoridad que el rey había depositado en su Ayuntamiento, y se empeña en vulnerar los sagrados derechos del común, nombrando él, a su arbitrio, los alcaldes para el año 1587. En vano quiere oponerse aquella respetable municipalidad a la escandalosa violación de sus derechos; la fuerza prevalece contra la justicia, y los vecinos de Caravalleda, antes que dar lugar a excesos que hubieran deshonrado su causa, prefirieron abandonar para siempre a los reptiles y los cardones un lugar en que se había ultrajado la dignidad del hombre y el carácter de sus representantes. Caravalleda quedó borrada del catálogo de las ciudades de Venezuela; pero sus ruinas serán un eterno monumento de la sumisión que siempre han acreditado sus habitantes a la soberanía, aun con sacrificio de sus más sagrados intereses. La maligna influencia del gobierno de Rojas no acabó con su autoridad, porque es imposible que deje de tener partidarios un jefe que no ha guardado la imparcialidad que le impone su ministerio. La provincia quedó dividida en facciones de agraviados y favorecidos, y convertidos los unos en fiscales de los otros, descubrieron lo que es muy fácil de suceder en toda conquista y muy difícil de ocultar entre conquistadores. Los indios fueron el pretexto y la piedra de escándalo que sublevó todos los ánimos, y su maltrato fue el móvil de todas las querellas. La Audiencia de Santo Domingo no pudo mirar con indiferencia un asunto que el Rey tenía puesto bajo su inmediata protección, y envió en calidad de pesquisidor al licenciado Diego de Leguizamón en 1588. La materia de su pesquisa era por desgracia tan trascendental y funesta al país, como útil a las miras del juez, que no quería perder su tiempo. Las condenaciones, las costas, los salarios y todos los demás gastos de la comisión iban llegando a tal exceso, que si el Ayuntamiento de Caracas no toma la resolución de enviar a Santo Domingo a Juan Riveros para que hiciese presente la desolación que amenazaba a la provincia la conducta de Leguizamón, hubiera él solo gozado tal vez el fruto de tan ardua y penosa conquista.
Pero ni la Audiencia ni la Corte se mostraron indiferentes a las justas reclamaciones de tan fieles vasallos; aquélla condenó en las costas a su pesquisidor, y ésta sustituyó en las funciones del déspota Rojas a don Diego de Osorio con facultad de residenciar a su antecesor. La primera providencia con que llenó la confianza que los desalentados vecinos de Venezuela habían depositado en su administración fue el restablecimiento de la ciudad de Caravalleda. Era muy fresca la herida, y estaba en parte muy noble y sensible, para poder renovarla y curarla radicalmente, de suerte que fueron inútiles las medidas de Osorio, que tuvo al fin que pensar en otro puerto para el comercio de la metrópoli. A la despoblación del de Caravalleda debió su establecimiento el de La Guaira, habilitado por Osorio y fortificado después por sus sucesores. Las circunstancias de un país recién conquistado, cuya población se componía de jefes intrépidos y ambiciosos, de soldados feroces y deseosos de sacudir la disciplina que los había hecho dueños del suelo que pisaban, y de naciones bárbaras y sumisas que reclamaban las luces de la religión y los auxilios de la política, eran obstáculos que no podía vencer Osorio con la sola investidura de gobernador; pero su conducta le había granjeado de tal modo la confianza del Ayuntamiento de Caracas, que le propuso sujeto de su satisfacción para solicitar en la Corte las facultades que faltaban a sus filantrópicos deseos. Simón de Bolívar fue destinado a llevar a los pies del Trono los intereses de Venezuela y a implorar en su favor todas las facultades que faltaban a su gobernador para cumplir las esperanzas de sus vecinos. Penetrado Su Majestad de las razones del procurador general Bolívar, se dignó acceder a cuanto solicitaban sus leales vasallos de Venezuela, concediéndoles, en prueba de su benéfica protección, la exención de alcabalas por diez años, la facultad de introducir sin derechos un cargamento de cien toneladas de negros y la gracia de un registro anual para el puerto de La Guaira a favor de la persona que nombrase el Ayuntamiento, con la aprobación de cuanto proponía Osorio para dar a la provincia todo el esplendor que le prometían las primicias de tan augusta munificencia. A favor de ellas pudo desplegar Osorio la influencia de sus acertadas miras repartiendo tierras, señalando ejidos, asignando propios, formando ordenanzas municipales, congregando y sometiendo a orden civil los indios en pueblos y Corregimientos, y añadiendo como necesaria a los partidos del Tocuyo y Barquisimeto la ciudad de Guanare, que bajo la advocación del Espíritu Santo pobló a orillas del río de este nombre Juan Fernández de León en 1593; y para que nada faltase al lustre de la capital de Venezuela hizo perpetuos los regimientos de su cabildo, siendo los primeros que gozaron esta distinción el famoso Garci González de Silva, depositario general; Simón de Bolívar, oficial real de estas cajas; Diego de los Ríos, alférez mayor; Juan Tostado de la Peña, alguacil mayor; y Nicolás de Peñalosa, Antonio Rodríguez, Martín de Gámez, Diego Díaz Becerril, Mateo Díaz de Alfaro, Bartolomé de Emasabel y Rodrigo de León, regidores.
Mientras los gobernadores y los Ayuntamientos de las gobernaciones de Caracas y Cumaná entendían en los medios de dar a sus jurisdicciones una consistencia política que asegurase sus adelantamientos y llenase las intenciones de la metrópoli con respecto a los naturales, se hallaba todavía en su infancia al sur de ambas provincias una que debía formar algún día la porción más interesante de la Capitanía General de Caracas. La Guayana, a quien el Orinoco destinaba a enseñorear todo el país que separan del mar los Andes de Venezuela, fue de poco momento mientras que los entusiastas del Dorado pisaron su majestuoso suelo ciegos por la codicia y sordos a las ventajas de la industria y el trabajo; mas aunque estas funestas expediciones no produjeron el deseado fin que las hizo emprender, no pudieron menos que llamar la atención sobre el maravilloso espectáculo con que la naturaleza convidaba a unos hombres desengañados a indemnizarse con su sudor de las pérdidas y la destrucción a que los había reducido la avaricia. La religión fue el asilo que encontraron para empezar su carrera bajo mejores auspicios, y sus ministros se prestaron gustosos a recuperar lo que había perdido la violencia con un celo que hará siempre respetables a los emisarios del Dios de la paz. Sus apostólicas tareas hubieran tardado poco en preparar aquel país a recibir todas las modificaciones de la política, si su misma fertilidad no lo hubiese hecho el objeto de la codicia de otras potencias inmediatas y más adictas a sus propios intereses que a la felicidad de aquellas naciones. Los holandeses de Esquivo y Demerari miraban como impenetrable la barrera evangélica, y fue lo primero que procuraron derribar sublevando a los indios contra los misioneros, y haciendo que abandonasen aquella espiritual conquista, hasta que en 1586 vino a continuarla don Antonio de la Hoz Berrio por los trámites ordinarios. Su primer ensayo fue la fundación de San Tomás de Guayana en la orilla del Orinoco a cincuenta leguas de sus bocas. Apenas se vio establecido, se contagió como los demás de la manía del Dorado y envió a su teniente Domingo de Vera a que reclutase en España gente para esta expedición. Trescientos hombres salieron de Guayana, de los cuales volvieron a los pocos días treinta esqueletos que demostraban sobradamente las horribles miserias de que habían sido víctimas sus desgraciados compañeros. Tantos descalabros no podían menos que reclamar alguna venganza contra Berrio, autor de ellos, que al fin fue capitulado y reemplazado por el capitán Juan de Palomeque. Ni el nuevo país ni el nuevo gobernador pudieron respirar mucho tiempo de las pasadas calamidades. Los ingleses y holandeses no perdían jamás de vista la Guayana y, desengañados de que no podían sostener clandestinamente sus relaciones mercantiles con ella, se resolvieron a tentar su conquista. Una expedición combinada de ingleses y holandeses contra la Guayana fue el primer acaecimiento del siglo XVII en la provincia de Venezuela. Gualtero Reylli o Reali, jefe de ella, se presentó con quinientos hombres delante de la ciudad, guiado por los indios chaguanes y titibis, sin que el valor de Alonso de Grados ni las acertadas providencias del gobernador Palomeque y su teniente Diego de Baena pudiesen impedir que se apoderasen de la ciudad, reconociesen y arrasasen a su satisfacción todo el país, sondeasen el Orinoco y sus bocas, y se volviesen a La Trinidad, sin descalabro, con mejores ideas, y más esperanzas de sacar partido de la Guayana, cuyos habitantes sufrieron todos los horrores de la emigración en país inculto y perdieron en la acción a su valiente jefe Palomeque.
Semejantes a los principios del siglo XVII en Guayana, fueron los fines del XVI, en Caracas. Apenas respiraba la provincia del hambre que ocasionó el año de 1594 una plaga exterminadora de gusanos que arrasó sus sementeras, se vio acometida por el corsario Drake, a la sazón que se hallaba en Maracaibo su gobernador don Diego de Osorio. La ensenada de Guaimacuto fue el paraje que eligió Drake para desembarcar quinientos hombres, y guiado desde allí por un español a quien el temor de la muerte hizo ser traidor a su país, subió el cerro de Ávila por una pica desconocida y se presentó a las puertas de Caracas, que se hallaba casi desamparada de sus vecinos. Hallábanse éstos acaudillados por los alcaldes Garci González y Francisco de Rebolledo, que gobernaban por ausencia de Osorio, apostados en todos los desfiladeros y puntos principales de camino real de La Guaira; mientras que Drake, ayudado de la perfidia, se hallaba cerca de Caracas sin otra resistencia que la de un anciano sexagenario, que no quiso comprar con la opresión de su patria los pocos años que faltaban a su vida. Alonso de Ledesma, cuyo nombre no podrá callarse sin agravio de toda la posteridad de Venezuela, se hizo montar a caballo por sus criados, y empuñando en sus trémulas y respetables manos una lanza, salió al encuentro al corsario para que no pasase adelante sin haber pisado el cadáver de un héroe. Quiso Drake honrar como era debido tanto denuedo y mandó a los suyos que respetasen al campeón de Caracas; pero el anciano Ledesma no quiso aceptar la injuriosa compasión de su enemigo, hasta que viendo los soldados que no se apaciguaba su coraje a menos costa que la de la vida se la quitaron contra la voluntad de su jefe, que hizo llevar en pompa su cadáver para sepultarlo con aquellas señales de respeto que inspira el patriotismo a los mismos enemigos. Mientras se hallaban los alcaldes y los vecinos de Caracas esperando al enemigo en el camino real, estaba ya éste posesionado de la ciudad y hecho fuerte en la iglesia y casas de Cabildo, temeroso de lo que pudiera intentarse contra él. Viendo los alcaldes que no era posible ya acometerle, lo sitiaron en su mismo atrincheramiento, y cortados por todas partes los socorros tuvo que abandonar la ciudad a los ocho días y embarcarse en sus bajeles, después de haber saqueado e incendiado cuanto se oponía a sus designios.
Aunque las providencias de Osorio habían consolidado el sistema político de Venezuela de un modo que hizo sensible a los que lo conocieron su muerte y dejó perpetuada para siempre su memoria, quedaba todavía mucho que hacer para concluir la reducción y población de la provincia de Cumaná. La vecindad de Guayana había, desde el principio de su establecimiento, defraudado mucho a sus progresos, y la conservación y seguridad de aquella provincia contra las incursiones de los holandeses puede mirarse desde entonces como una de las trabas incompatibles con los adelantamientos de Cumaná. Hacía muchos años que existía su gobierno cuando se fundó la segunda ciudad de su distrito. Don Juan de Urpin obtuvo de la Audiencia de Santo Domingo, en 1631, facultad para acabar de reducir los indios cumanagotos, palenques y caribes, de modo que de soldado de la real fortaleza de Araya se vio con el carácter de conquistador, a pesar de los émulos que se oponían a sus designios. Con trescientos hombres que reclutó en la isla de Margarita y en la gobernación de Caracas atravesó los Llanos, y después de algunos sangrientos encuentros con los palenques pasó el Unare, costeó el Uchire, salió a la playa, y se dirigió por ella al pueblo de San Cristóbal de los Cumanagotos para empezar desde allí su derrota. Pero sus enemigos se la interrumpieron y le obligaron a pasar a España de donde volvió ratificado por el Consejo de Indias su nombramiento, y empezó de nuevo su conquista. Los obstáculos que encontraba a cada paso le hicieron contentarse por algún tiempo con el beneficio de los cueros del mucho ganado vacuno que había en los Llanos de Mataruco, sin hacer otra cosa que edificar bajo la advocación de San Pedro Mártir un fortín, en el sitio que ocupa hoy el pueblo de Clarines. Luego se creyó más reforzado, y provisto de lo necesario emprendió otra salida en que no tuvo mejor suceso que en las anteriores hasta que, disimulando bajo las apariencias de prudencia el convencimiento de su inferioridad, se volvió sin empeñar lance alguno con los cumanagotos al pueblo de San Cristóbal y, aprovechándose de la división en que estaban sus vecinos, se retiró con los de su partido a las faldas del Cerro Santo, donde dio principio en 1637 a la ciudad de la nueva Barcelona en una llanura que le cedió para el intento el capitán Vicente Freire. Las desavenencias que originaron la traslación del pueblo de San Cristóbal a la falda de Cerro Santo, no se acabaron con mudar de sitio, sino que continuando llegaron al extremo de tener que abandonarlo de nuevo y traer la ciudad de Barcelona al sitio que ocupa actualmente en la orilla del Neverí, desde el año de 1671 en que se fijó en aquel lugar bajo el gobierno de don Sancho Fernández de Angulo. Apenas se logró la reducción de los indios y se tranquilizaron las disensiones de los españoles, se vieron nacer, a impulsos de la fertilidad con que el país convidaba al trabajo, algunas poblaciones que han sido abandonadas, trasladadas y aumentadas sucesivamente. Las más principales son la ciudad de San Felipe de Austria o Cariaco, fundada por los años de 1630 a orillas del río Carenicuao que desagua en el golfo de que toma el nombre la población: la de la Nueva Tarragona en el valle de Cupira, destruida por los palenques y tomuzas; la de San Baltasar de los Arias o Cumanacoa a la orilla izquierda del río Cumaná y la villa de Aragua, en el valle de este nombre, cuyo origen es anterior a los años de 1750.