El hallazgo de una veta de oro fue más bien el origen de las desgracias que la recompensa de los trabajos de Fajardo. Todos los vecinos del Tocuyo se conspiraron contra él, con tal encono, que consiguieron que el gobernador Collado lo privase de entender en el beneficio de la mina y que enviase a Pedro de Miranda y a Luis de Seijas para que le sucediesen y enviasen preso a la Borburata. Ni estos comisionados, ni Juan Rodríguez Suárez, enviado después por Collado para informarse del rendimiento y calidad de los metales, pudieron conservar la mina de las continuas correrías de los indios mariches, teques y taramaynas, que habitaban todo el país que bajo de estos nombres fertilizaban los ríos Tuy y Guayre, y que hicieron a los españoles abandonar aquel establecimiento sin otro fruto que haber fundado bajo la advocación de San Francisco un mezquino pueblo, que no merece otra memoria que la de haber estado situado en el mismo sitio en que se halla actualmente Caracas. Aunque Fajardo logró vindicar sus derechos no pudo volver a pensar en sus proyectos sobre el valle de San Francisco, porque su presencia era necesaria en el Collado para contener las atrocidades que cometía en todas las poblaciones de la gobernación de Venezuela el facineroso Lope de Aguirre, a quien la historia da impropiamente el epíteto de tirano. Este monstruo, vomitado de las turbulencias del Perú, había bajado por el río Marañón con otros satélites y después de asolar la Margarita, pasó a la Borburata, y desde allí a Barquisimeto, señalando todos sus pasos con el exterminio y la desolación; hasta que al fin murió en esta ciudad a manos de aquel Paredes que había fundado a Trujillo, acreditando en sus últimos momentos la ferocidad que había distinguido todos los de su vida. Hallábanse muy debilitados los españoles con la persecución de Aguirre, y Fajardo lo estaba más que nadie en Caravalleda; de modo que tuvo que volverse a la Margarita para librarse del riesgo en que le tenía continuamente la obstinada resistencia de Guaycapuro, jefe de aquellos indios. Dejando a su devoción a Guaymacuto, cacique de las cercanías de Caravalleda, y comprometidos a sus compañeros en volver con él a la conquista de los caracas, abandonó Fajardo la costa; pero no los designios que tenía de establecerse en el valle de Maya. Aprestada en la Margarita, el año de 1564, la tercera expedición, determinó desembarcar con ella en el río de Bordones inmediato a Cumaná para evitar nuevos encuentros con los indios de Caravalleda. Gobernaba a la sazón aquella ciudad y su jurisdicción Alonso Cobos, enemigo declarado de Fajardo, que apenas supo su venida le convidó a que viniese a verle, y luego que le tuvo asegurado en su casa le hizo ahorcar en el cepo en que estaba preso, ayudando Cobos con sus manos a consumar esta horrible perfidia, para que su memoria fuese tan detestable a la posteridad, como sensible la suerte del intrépido Fajardo.
Las ventajas que prometía el país de los caracas habían llegado a la Corte, tal vez por las relaciones de Sancho Briceño, diputado de la provincia de Venezuela para establecer la forma de gobierno más conforme al estado de su población; pues que viendo venido a gobernarla don Pedro Ponce de León se le dio especial encargo de que concluyese la reducción del valle de Maya. El honor de fundar en él la capital que los heroicos trabajos de su conquista prometían a Fajardo, estaba reservado a Diego Losada, a quien confirmó Ponce el nombramiento que le había dado su antecesor para entender en la reducción de los caracas. Ofreciose a acompañarle Juan de Salas, su íntimo amigo, con cien indios guayqueríes, que tenía en la Margarita, y al mismo tiempo que salió Salas para buscarlos, partió Losada del Tocuyo en 1567 y llegó hasta Nirgua, desde donde, encargado el mando a Juan Maldonado con orden de que lo esperase en el valle de Guacara, se dirigió él a la Borburata en busca de Salas, cuya tardanza era ya perjudicial a su derrota. Después de esperarlo en vano quince días se volvió a incorporar con los suyos, que se hallaban ya en el valle de Mariara, donde se detuvo a pasar revista a su ejército, que según ella se componía de ciento cincuenta hombres, entre ellos veinte de a caballo, ochocientos indios auxiliares, doscientos bagajes y abundante provisión de ganado.
Con tan reducida fuerza, salió Losada de Mariara y llegó hasta la subida de Tepeyrama o loma de las Cocuisas, sin haber podido tomar lengua de ninguno de los naturales de aquellos valles, a quienes llamó del Miedo por el sospechoso abandono en que los encontró; mas apenas empezó a subir la cuesta oyó resonar los caracoles con que los indios tocaban la alarma por todas las montañas vecinas. Espantado con el estruendo, el ganado se esparció por todas partes, y mientras se empleaban los españoles en recogerle, cargaron sobre ellos los indios con tal denuedo que no se pudo sin haber hecho un gran estrago conseguir ahuyentarlos y llegar a los altos de la montaña para dar algún descanso a la gente. El hambre y la fatiga hizo a algunos salir del campamento a coger unas aves que se descubrían a poca distancia, puestas artificiosamente por los indios para atraer a los españoles a una emboscada. La defensa empeñó un combate, en que murió Francisco Márquez a manos de los indios en el sitio que conserva aún el nombre de Márquez por este desgraciado suceso. Cuatro leguas caminó Losada desde allí hasta la garganta de las Lagunetas, que funesta siempre a los españoles les preparaba riesgos más terribles por su combinación. Los indios arbacos, belicosos por carácter y arrojados por resentimiento, no perdonaron medio alguno para acabar con los españoles, y para conseguirlo después de acometer los unos la retaguardia de Losada, incendiaban los otros la montaña para envolver sin recurso a sus enemigos. Húbose menester toda la serenidad de Losada y toda la intrepidez de Diego Paradas para salir bien de aquel conflicto y ponerse en estado de vencer otro que les estaba prevenido de no menor consideración.
Aquella noche la pasó Losada acampado en el sitio llamado las Montañuelas, y al otro día se puso en movimiento para el valle de San Pedro. La rapidez de su marcha había ocultado su venida a la mayor parte de las naciones de su tránsito, de modo que hasta entonces sólo había tenido que lidiar con los indios arbacos; mas al bajar al río de San Pedro se encontró con el porfiado Guaycapuro, que le presentó la batalla con más de ocho mil indios teques, tarmas y mariches, apostados en todos los desfiladeros de la montaña. Fueron los primeros movimientos de la sorpresa de Losada dirigidos a pedir consejo a sus capitanes, pero presentándole su intrepidez mayores riesgos en la dilación, y la disputa la dirimió desbaratando él mismo con la caballería la vanguardia de los bárbaros; su gran número y el conocimiento del terreno les permitió volver a reunirse y dejar dudoso el éxito de la acción; si Francisco Ponce, cortándoles por la retaguardia, y Losada acudiendo con su denuedo a animar a los que flaqueaban en el centro, no hubiesen hecho en ellos tal carnicería que los obligó a dejar franco el paso a costa de una completa derrota por su parte y de muy pequeña pérdida por la de los españoles. No quiso Losada descansar hasta verse seguro de Guaycapuro y sin la menor dilación siguió dos leguas a hacer alto con su gente en un pueblo que gobernaba el cacique Macarao, en el confluente de los ríos Guayre y San Pedro, cuyos habitantes temerosos de que les talase el ejército sus sementeras, lo recibieron con el mayor agasajo y les permitieron que descansasen toda aquella noche a su salvo de las pasadas fatigas. Al amanecer continuó Losada su marcha hacia el valle de San Francisco; pero, temeroso de nuevos encuentros, se apartó de los cañaverales que había en las orillas del Guayre y, tomando a la derecha por el territorio del cacique Cariquao, salió al valle que riega el río Turmero, que es el mismo en donde se halla hoy el pueblo del Valle, llamado por Losada de la Pascua, por haber permanecido en él desde la Semana Santa que llegó hasta pasada la Resurrección, sin la menor inquietud.
Era la intención de Losada llegar a sus fines más bien por los medios de la paz y la conciliación que por los de la violencia y el rigor; sin emplear en otra cosa las armas que en la propia defensa y seguridad. Cuantos indios se cogían en el campo volvían a su libertad agasajados, instruidos y vestidos; mas aunque daban señales de agradecimiento, tardó poco la experiencia en demostrar que no hacían otro uso de la generosidad de los españoles que el de volver a sus ardides para incomodarlos o el de formar nuevas coaliciones para combatirlos; hasta que, desengañado Losada de que su moderación no hacía más que darle un siniestro concepto de sus fuerzas, se resolvió a valerse de ellas para hacerse respetar. Dejados ochenta hombres en el valle de San Francisco a cargo de Maldonado, se entró por los mariches, a quienes llevaba ya reducidos, cuando tuvo que volver desde Petare a socorrer a Maldonado, que, cercado de diez mil taramaynas, hubiera perecido con los suyos si Losada no hubiese llegado a tiempo de ahuyentarlos con sólo la noticia de su venida. Tan obstinada resistencia hizo a Losada variar la resolución en que estaba de no poblar hasta haber concluido la conquista y tener asegurada con ella la tranquilidad. Convencido de que era preciso hacerse fuerte en algún paraje para asegurarse en adelante, o tener cubierta la retirada, se resolvió a fundar una en el valle de San Francisco, a la que intituló desde luego Santiago de León de Caracas, para que con esta combinación quedase perpetuada su memoria, la del gobernador don Diego Ponce de León, y el nombre de la nación que lo había vencido. Ignórase aún el día en que se dio principio a la fundación de la capital de Venezuela y la diligencia de la generación presente sólo ha podido arrancar a la indolencia de la antigüedad datos para inferir que fue a fines del año 1567 cuando se estableció su Cabildo de que fueron los primeros miembros Lope de Benavides, Bartolomé del Álamo, Martín Fernández de Antequera y Sancho del Vilar, y éstos eligieron por primeros alcaldes a Gonzalo de Osorio y a Francisco Infante.
Los débiles principios y la mala vecindad de la población la tuvieron algunos años expuesta al irreconciliable encono de Guaycapuro, que, irritado de lo mal que lo había tratado la suerte con Losada, estuvo tres o cuatro años sublevando todas las naciones de alrededor, hasta que pudo formar una conspiración con los caciques Nayguatá, Guaymacuto, Querequemare, señor de Torrequemada, Aramaypuro, jefe de los mariches; Chacao, Baruta y Curucuti, que acaudillando a sus vasallos hubieran hecho abandonar la ciudad si hubiera estado a cargo de otro que Losada. Después de derrotarlos y acabar con Guaycapuro, que murió peleando cuerpo a cuerpo con el alcalde Francisco Infante, logró Losada intimidar algo los teques y mariches, dejando asegurada por entonces la buena correspondencia en todo el valle. En seguida pasó a reedificar la ciudad de Caravalleda para que sirviese de puerto al comercio de la Metrópoli en lugar del de la Borburata, que había quedado abandonado por las incursiones de los filibusteros; hasta que, despojado injustamente del gobierno de Caracas, murió en el Tocuyo a manos del sentimiento que le causó la ingratitud con que correspondió el gobernador Ponce a sus heroicos servicios; pero su memoria vivirá entre la de los primeros conquistadores de América con el aprecio que merecen las proezas con que logró perpetuarla en Venezuela.
Desde el año de 1531 habían los españoles empezado a conquistar la parte oriental de la provincia que desde Maracapana formaba la jurisdicción de Cumaná. La fijación de límites entre ésta y la de Caracas, el descubrimiento de los países que inunda el Orinoco, la fama de las riquezas del río Meta y el hallazgo del Dorado produjeron otras tantas expediciones que, contrariadas, renovadas y malogradas sucesivamente, dieron margen a que se descubriesen los dilatados países que bajo el nombre de los Llanos forman hoy una parte muy esencial de la prosperidad de Venezuela, sin que pudiese hasta muy tarde formarse en ellos ningún establecimiento que merezca particular atención. No deben, sin embargo, pasarse en silencio las heroicas empresas de los españoles, que arrostraron por primera vez las impetuosas corrientes del Orinoco. El primero a quien pertenece esta gloria fue Diego de Ordaz, que después de haber perdido a manos de los indios y las enfermedades casi toda su gente, llegó hasta Uriapari, desde donde pasó a Caroao, y sus habitantes, deseosos de deshacerse de los españoles, les hicieron creer que más arriba hallarían innumerables riquezas. Vacilante Ordaz entre la codicia y el amor propio, quiso que no atribuyesen los indios a cobardía el desprecio de aquellas noticias y envió a reconocer la tierra a Juan González, que volvió a los pocos días dando noticias del descubrimiento de la Guayana y de la buena acogida que le habían hecho sus naturales. El deseo de hallar el oro que le aseguraban los indios había río arriba, hizo a Ordaz seguir su navegación contra las corrientes, los insectos, las enfermedades, el hambre y la guerra, hasta reconocer el caño de Camiseta, el de Carichana y la boca del río Meta, desde donde tuvo que volverse a Uriapari y de allí a Cumaná, sin otro fruto que el de verse preso y despojado de su conquista por don Antonio Sedeño y don Pedro Ortiz Matienzo, que habiendo representado a la Corte contra él, obtuvieron permiso para enviarlo a España, en cuyo viaje fue envenenado por Matienzo, encargado de conducirlo.
Jerónimo Ortal, que había ido con Ordaz a España, obtuvo de la Corte la facultad de continuar la conquista de la Nueva Andalucía y, en 1535, llegó a la Fortaleza de Paria, desde donde cometido el mando de la expedición a Alonso de Herrera, emprendió éste su entrada por el Orinoco siguiendo la derrota de Ordaz. Ya iba a perecer de hambre si la suerte no le hubiera proporcionado llegar a Cabruta, cuyo cacique le ofreció víveres para algunos días y con ellos siguieron varando en mil partes y viendo la muerte en todas hasta entrar por la boca del suspirado río Meta, donde en lugar de la riqueza que buscaban hallaron una raza de indios que les disputó el paso y los obligó a un combate en que murió Herrera, con algunos de sus soldados. Sucediole en el mando don Álvaro de Ordaz, sobrino del que envenenaron en el viaje a España; y el primer uso que hizo de su autoridad fue abandonar prudentemente la conquista y volverse a Cubagua en tal miseria que él y los suyos tuvieron que alimentarse en el viaje con cueros podridos de manatí y el poco marisco que podían coger en las playas. Bajo los mismos auspicios que Ortal y con la misma suerte que Herrera, emprendió por comisión de la Audiencia de Santo Domingo don Antonio Sedeño, gobernador de la isla de Trinidad, la conquista de la Nueva Andalucía. El primer paso de ella fue un sangriento encuentro que tuvo Juan Bautista, comisionado de Sedeño, con Ortal en el puerto de Neverí, en el que quedó herido y abandonado de los suyos. Con los que se pasaron a su partido del de Bautista continuó Ortal su conquista hasta que, despojado de ella por Diego Escalante, se dispersaron todos los que le acompañaban y se avecindaron en la gobernación de Venezuela. Entretanto se mantenían en la de Cumaná los que habían permanecido fieles a Sedeño, que, reforzado de nuevo en Puerto Rico, llegó a Maracapana, para unirse con los que le esperaban deseosos de recobrar lo perdido. Disponíase Sedeño para entrar en el río Meta cuando supo que había llegado a Cubagua un juez de residencia enviado por la Audiencia de Santo Domingo, a pedimento de Ortal, para que le impidiese seguir en aquella conquista; pero antes que se verificase el juicio que él quería evitar, sufrió el final envenenado por una esclava suya, quedando con él sepultada su memoria en el valle de Tiznados cerca del río de este nombre y terminados en 1540 cinco años de guerras civiles sin provecho alguno para la población de la provincia de Cumaná.
En la gobernación de Venezuela era el hallazgo del Dorado, el móvil de todas las empresas, la causa de todos los males y el origen de todos los descubrimientos. Su fama había penetrado hasta el Perú, de donde habían salido en su busca varias expediciones. Después de aquella funesta y desgraciada en que Felipe de Urre con una temeridad superior a los obstáculos, que la naturaleza y la incertidumbre de los datos oponían a la realización de sus designios, hizo heroicidades capaces de honrarlos si hubieran tenido mejor objeto; debe mirarse como la más memorable la de Martín Poveda, que produjo la que en 1559 emprendió don Pedro Malaver de Silva, reducida a haber salido de la Borburata y llegado a Barquisimeto después de haber andado vagando un año a la ventura por los inmensos llanos del río de San Juan, sin otro fruto que el desengaño, el escarmiento y el abandono de los suyos. Peor suerte cupo a su compañero Diego de Serpa, que vino después de España con facultad de entender en la conquista de la Nueva Andalucía y el país de Guayana, descubierto por Juan González en la expedición de Diego de Ordaz por el Orinoco. Es constante que Diego Fernández de Serpa se dirigió desde luego a Cumaná, que era desde muy temprano la capital del territorio asignado a su conquista, pues que a él le dedicó la institución de su primer ayuntamiento, restituyéndole el nombre del río de Cumaná en lugar del de Toledo y Córdoba, que había tenido hasta entonces. Tal vez pasó de allí al país de los cumanagotos para empezar por ellos su derrota y dejar reducidos a estos enemigos, que eran los más formidables. Pero ellos estaban ya de mala fe con los españoles y, uniéndose con los chaymas, sus vecinos, juntaron una fuerza de hasta diez mil combatientes, cargando con ella sobre los cuatrocientos españoles de Serpa, que murió con su sargento mayor, Martín de Ayala, en una acción cerca de las orillas del Cari, sin dejar otra memoria que el establecimiento del cabildo de Cumaná y la fundación de la ciudad de Santiago de los Caballeros en una de las bocas del Neverí, destruida poco después de su muerte por los cumanagotos. Desde la funesta derrota de don Pedro Malaver se hallaba avecindado en la gobernación de Venezuela su sobrino Garci González de Silva, sujeto muy acreditado por su intrepidez y valor. Estas circunstancias lo recomendaron particularmente a los alcaldes, que gobernaban interinamente la provincia por muerte del gobernador Ponce de León para que lo eligiesen por cabo de todas las expediciones que se emprendieron para pacificar y asegurar la población de las continuas correrías de los indios. Bajo la interinidad de los alcaldes y el gobierno de don Diego Mazariegos, sucesor de Ponce, hizo Garci González tales servicios a la provincia que puede mirarse como el ángel tutelar de su conservación. Los taramaynas, con su valiente jefe Paramaconi, los teques y los mariches quedaron reducidos a la obediencia y asegurada con ella la tranquilidad en toda la parte oriental de la provincia, por la infatigable entereza de González, así como por la parte occidental se distinguían otros capitanes aumentando la población y extendiendo la dominación española con el establecimiento de nuevas ciudades.
La laguna de Maracaibo era un fenómeno que llamaba la atención de los españoles en la Costa Firme, desde que Alfinger tuvo y comunicó a los demás las primeras noticias de su existencia y fertilidad: pero hasta el gobierno de don Pedro Ponce de León no se había podido pensar en ningún establecimiento a sus orillas. Desde el año de 1568, le tenía encomendada al capitán don Alonso Pacheco la fundación de una ciudad en ellas, y en esta empresa acreditó Pacheco por tierra y mar una constancia y una intrepidez, que lo hicieron acreedor a un lugar distinguido entre los conquistadores de Venezuela. La construcción de dos bergantines fue el primer paso que tuvo que dar para su expedición. Concluidos y armados éstos en Moporo empezó a costear las orillas de la laguna, en cuya vuelta gastó tres años de continuos debates con los saparas, quiriquires, atiles y toas, sin poder ganarles impunemente un palmo de tierra, hasta que reducidos a fuerza de armas pudo el capitán Pacheco en 1571 dar principio a la fundación de la ciudad de la nueva Zamora, en el mismo sitio en que se estableció Alfinger cuando le llamó Venezuela por la semejanza que halló con Venecia en el modo de fabricar los indios sus casas sobre estacas en medio del gran lago, que ha recibido de la ciudad el nombre de Maracaibo, así como le ha dado el de Venezuela a toda la provincia. Al gobernador Ponce sucedió Diego de Mazariegos, que no pudiendo por su avanzada edad entender en nuevas conquistas nombró por su teniente a Diego de Montes, y éste, en uso de sus facultades, comisionó al capitán Juan de Salamanca para que entrase a poblar en el país de Curarigua y Carora. La malograda expedición de Malaver, y la derrota de Serpa en los Cumanagotos habían dejado esparcidos muchos españoles sin acomodo en la gobernación de Venezuela, de suerte que Salamanca tuvo poco que hacer para juntar setenta hombres con los cuales salió del Tocuyo, y atravesando sin obstáculos todo el país de Curarigua llegó al sitio de Baraquigua donde fundó en 1572 la ciudad de San Juan Bautista del portillo de Carora, que tardó poco en poblarse con los españoles refugiados a sus inmediaciones de resultas de la fatal conquista del Dorado.
Todavía quedaban en las de Caracas algunas tribus de indios que con su obstinación causaban enormes perjuicios a los progresos de los españoles y a la población de la provincia. Eran los más enconados los mariches, teques, quiriquires y tomuzas, cuya reducción encomendó Mazariegos a Francisco Calderón, su teniente en la ciudad de Caracas. El conocimiento que éste tenía de las prendas de Pedro Alonso Galeas le hizo encargarle la conquista de los mariches, para cuya empresa le reunió la opinión de su valor otros compañeros muy acreditados y útiles, entre los cuales se hallaba Garci González de Silva y el cacique Aricabacuto, que siendo aliado fiel de los españoles, y teniendo sus posesiones inmediatas a los mariches debía procurar su reducción para verse seguro de las vejaciones con que querían vengar sus paisanos la infidelidad que había cometido. En esta expedición tuvo que pasar Galeas por todo cuanto podía sugerir a una multitud bárbara, irritada y acaudillada por un jefe intrépido el deseo de vengar sus agravios y asegurar su independencia. Repetidas veces se vio en la última prueba el valor de Galeas, la fidelidad de Aricabacuto, y la intrepidez de Garci González con el impertérrito Tamacano, que no paró hasta presentar con sus mariches a los españoles una batalla en las orillas del Guayre. Sólo la firmeza de Galeas pudo sacarlo con bien y hacerlo triunfar de las ventajas con que el terreno y la muchedumbre favorecía a los bárbaros, hasta que dispersos éstos por Garci González, quedó en la palestra Tamacano sólo, que después de matar por su mano tres españoles, tuvo que rendirse para perder la vida con una nueva prueba de coraje tan honrosa para él como injuriosa para sus vencedores. No fue más fácil a Garci González la reducción de los teques, que era indispensable para poder continuar en el trabajo de las minas que descubrió Fajardo, y que trataba de beneficiar de nuevo Gabriel de Ávila. Esta nación, heredera del odio que Guaicapuro juró en sus últimos momentos a los españoles, estaba acaudillada por Conopoima, cuya intrepidez y valor podía sólo reconocer superioridad en Garci González. No obstante la sorpresa con que le atacó de noche en su mismo pueblo, y de la derrota que habían sufrido los suyos, trataba Conopoima de presentarle al amanecer nueva acción con las reliquias de sus huestes, y perseguirlo hasta las alturas para impedirle la reunión con los que había dejado en ellas. No consiguió Conopoima contra los españoles en esta jornada otra cosa que acreditar que había entre sus vasallos quien imitase el heroísmo de las más grandes naciones. Entre los prisioneros que llevaba González en su retirada, se hallaba Sorocaima a quien mandó González hiciese saber a sus compañeros desistiesen de incomodar con sus flechas a los españoles, so pena de empalarlo a él y a otros cuatro; pero repitiendo el bárbaro Sorocaima la patriótica heroicidad de Atilo Regulo, levantó la voz animando a Conopoima a que cargase sobre Garci González, asegurándole la victoria en el corto número de los suyos; acción que puso a su constancia en el caso de renovar la prueba de Scévola alargando la mano para que se la cortasen en castigo de su generosidad; pero Garci González, no pudiendo permanecer insensible a tanto denuedo revocó la sentencia, que después ejecutaron ocultamente sus soldados para desacreditar la humanidad de su jefe. Esta crueldad causó mucho desaliento a Conopoima y los suyos, que echando de menos después de la retirada a su mujer y dos hijas del cacique Acaprapocon, su aliado, concluyó el amor lo que había empezado la compasión; y ambos caciques se resolvieron a rescatar a su familia con la paz, que gozaron con ventajas y conservaron con fidelidad.
Sujetos los teques y mariches, quedaban los quiriquires y tomuzas de cuya reducción se encargó Francisco Infante, que tuvo que abandonarla por una peste que empezando por él se comunicó a los suyos, y obligó a Francisco Calderón a entregarse (sic) de la conquista. Los primeros pasos con que Infante había asegurado la buena correspondencia con los indios sirvieron de mucho a Calderón, que entrando por el valle de Tacata, y siguiendo las márgenes del Tuy tomó pacíficamente posesión de toda la sabana de Ocumare, donde hubiera fundado una ciudad si no se lo hubieran impedido sus compañeros. La mala conducta de Francisco Carrizo, que sucedió a Calderón en aquella conquista exasperó a los indios hasta el punto de perder lo ganado, si no hubiese acudido a conservarlo Garci González con su prudencia y buena dirección. Apenas volvía de librar a la provincia de las carnívoras incursiones de los caribes, le nombró el gobernador don Juan Pimentel, que había sucedido a Mazariegos, para que redujese a los cumanagotos, que insolentes con los atentados cometidos con Serpa y los suyos, no dejaban esperanza de poder establecerse en la provincia de Cumaná, ni permitían hacer el comercio de las perlas en toda la Costa. Con la gente que tenía González para la conquista de los quiriquires salió de Caracas en 1579 con ciento treinta hombres por los valles de Aragua, atravesó los Llanos, y costeando el Guárico salió a Orituco, y llegando al país del cacique Querecrepe se acampó cerca de las orillas del Unare. Era la intención de Garci González sorprender a los cumanagotos, y para esto, en lugar de empezar como Serpa su conquista por la costa, hizo el largo rodeo que hemos visto; mas a pesar de esta precaución, del auxilio que le prestaron los caciques de las naciones palenque, barutayma, Cariamaná, y el de Píritu, que ya estaba catequizado; y de una completa derrota que sufrieron los indios en número de tres mil sobre Unare, cuyas corrientes arrostró González con una heroica resolución, no pudo conseguir otra ventaja que la de retirarse a Querecrepe y fundar una pequeña ciudad bajo la advocación del Espíritu Santo, que quedó abandonada a resultas de una nueva batalla que tuvo que empeñar González en la llanura de Cayaurima, con doce mil combatientes, que habían juntado los cumanagotos, con la ayuda de los chacopatas, cores y chamas sus vecinos.