Natalia Crespo
Josefina Pelliza de Sagasta, narradora, poeta y periodista bastante reconocida en su época, no se cuenta hoy dentro de los autores de la literatura argentina del siglo XIX que se leen y enseñan. Hasta hace poco, sus textos nunca habían sido reeditados ni habían recibido estudios académicos. Sin embargo, su obra fue relativamente prolífica: publicó dos novelas, Margarita (1875)[1] y La Chiriguana (1877), los poemarios Lirios silvestres (1877), El César (1881), y Canto inmortal (1881) –los tres reunidos luego en la antología Pasionarias (1885), que incluye también algunos relatos–, la colección de ensayos Conferencias: el libro de las madres (1885) y numerosos artículos y cartas en revistas y periódicos de la época, como La Ondina del Plata, El Álbum del hogar, La Alborada del Plata (que co-dirigió, junto con su amiga Juana Manuela Gorriti, durante un período entre 1877 y 1878) y su continuación, La Alborada Literaria del Plata[2].
Como han investigado Lily Sosa de Newton y Vicente Cutolo, casi todos los artículos de Pelliza, como así también los capítulos de la novela Margarita, folletín por entregas, aparecieron en la revista La Ondina del Plata, publicación “que perduraría cinco años, récord donde lo efímero, en esta materia, era corriente” (Sosa de Newton 16). Sus directores eran Luis Telmo Pintos y Pedro Bourel, ambos reconocidos editores en el ambiente de la época. En el plano estético, Pelliza fue cultora del melodrama y del Romanticismo tardío en años en los que ya surgían las primeras narraciones naturalistas y de ciencia ficción[3]. Cabe preguntarse si existe alguna conexión entre la exclusión de su obra de la historiografía literaria y sus opiniones, generalmente (aunque no todas) atrasadas incluso para la década de 1870. Pero en contraste con el actual olvido, fue una escritora valorada por algunos de sus contemporáneos, como puede constatarse en la serie de cartas elogiosas de figuras célebres que la autora incluye como “corona” –una suerte de portal de legitimación– según era costumbre en la época, en las primeras páginas de su libro Pasionarias (1885), volumen en donde recopila poemas y textos de diversas épocas, entre ellos, “La lucha en el desierto”, cuento reeditado aquí.[4].
El presente volumen re-edita dos textos de Josefina Pelliza de Sagasta (1848, Entre Ríos – 1888, Buenos Aires[5]): la nouvelle La Chiriguana (1877) y el cuento “La lucha en el desierto”, incluido en Pasionarias (1885). Se trata de relatos de corte sentimental que ofrecen representaciones fantasiosas de los indios del norte del país (los chiriguanos que habitaban a orillas del Río Bermejo y los de los valles calchaquíes, respectivamente). Estas representaciones –por demás ambivalentes– no siempre coinciden con la mirada peyorativa y el propósito exterminador que puede verse en los discursos oficiales de la década de 1870, tales como los proferidos por Julio A. Roca al Congreso de la Nación o el proyecto de ley de fronteras, también presentado ante el Congreso, Consideraciones sobre fronteras y colonias, de Nicasio Oroño (1869). Aunque sin esa impronta institucional ni esa capacidad de incidir en las decisiones políticas o acciones militares de aquel futuro inmediato, estos textos de Pelliza no dejan de inscribirse, aunque tangencialmente, dentro del candente debate político en torno a la frontera con el Gran Chaco. O, dicho de otro modo, no podrían entenderse por fuera de aquella trama discursiva en boga por esos años.
La frontera norte, a diferencia del límite con el Río Negro hacia el sur del país (que sería establecido tras el sanguinario etnocidio que fue la “Campaña al desierto”, desde 1879 a 1881), ofrecía una mayor resistencia al avance blanco y no era de sencilla “incorporación” (por exterminio o anexión de sus miembros) al Estado-nación de la dirigencia criolla. Pelliza de Sagasta recrea el tema del vínculo conflictivo del blanco con el indio desde la prosa romántica y sin asidero alguno documental respecto de los chiriguanos y calchaquíes que aparecen en su nouvelle y cuento respectivamente. Creemos que su condición de género ofició como limitador ene sentido: hubiera sido impensable que una escritora postulara, por fuera del envoltorio de la ficción romántica y sentimental, la riqueza cultural de los indios del Gran Chaco, o la belleza física y la espiritualidad del indio en general. Hubiera sido impensable –por una distribución de géneros (sexuales) y géneros (discursivos) según la cual las esferas de intervención política directa eran privativas de los hombres– que una intelectual enunciara abiertamente aquellas visiones (más ricas y polisémicas, aunque no exentas de conflictos y estereotipos) sobre los indios del norte –el enemigo por excelencia del “progreso” y la “civilización” por esos años–.
Sin embargo, no por sutil el gesto político que implica escribir –no valorativamente, pero sí desde un lugar diferente– sobre los indios es inexistente. Dentro de la pequeña escala de lectores de las revistas literarias que tuvieron, según han estudiado Néstor Auzá y Lily Sosa de Newton, su mejor época en los años ’70, y acompasadas por el crecimiento del público lector femenino y de la participación de las mujeres en la vida pública, estos textos de Pelliza de Sagasta tuvieron su circulación en la época.
La representación de los indígenas que ofrecen es por demás ambivalente: se trata de construcciones que no logran desprenderse del arraigado racismo de la élite letrada blanca a la que pertenecía esta dama[6] pero que, a la vez, dan cuenta de una mirada más humanizadora y estetizada, (por momentos no exenta de erotismo) que aquellas configuraciones contenidas en las posturas aniquilacionistas sostenidas –desde lecturas más o menor fieles a las ideas de Alberdi y Sarmiento– por las figuras del centro de la esfera política. En este sentido, creemos que la marginalidad interna a la élite desde la que escribe Pelliza de Sagasta (por ser mujer) puede pensarse como una colocación de enunciación análoga a la de los estudiosos del Río Bermejo, naturalistas y geógrafos de la época que, aunque letrados y con ciertos privilegios de clase, no intervenían directamente en la toma de decisiones sino que su función política era la de proveer a los dirigentes de imaginarios y de información en torno al mundo indígena. En este aspecto (y sólo en éste), las escrituras en torno a los indios de Pelliza de Sagasta y de una figura como la de Emilio Castro Boedo, por ejemplo, resultan hermanables. Claro que las fantasías de Pelliza, como las de otras escritoras mujeres de la época, no se leían con el valor de testimonio científico que los textos de viajeros: pero sí conformaban una pieza dentro del mosaico discursivo-simbólico con el que la dirigencia se representaba al indígena. Bajo esta especulación, esbozaremos una breve puesta en serie de La Chiriguana con otros dos escritos que, como la novela, proponen alternativas al exterminio del indio chaqueño: lo complejizan, muestran su riqueza cultural y etnográfica, le otorgan una singularidad. Me refiero a Noticias históricas y descriptivas sobre el Gran país del Chaco y Río Bermejo, con observaciones relativas a un plan de navegación y colonización (1832) de Álvarez de Arenales[7] y a Estudios sobre la navegabilidad del Bermejo y colonización del Chaco (1872) de Emilio Castro Boedo. (Aunque el primero fue escrito cuarenta años antes de los años ’70, resulta un texto ineludible para Castro Boedo, que toma “préstamos” de su predecesor tanto en la ruta del Chaco como en la de la escritura).
La ambivalencia como marca: polémicas en la prensa
Podríamos trazar cierta constante entre la adscripción genérica de sus textos y el grado (o la falta) de innovación en las ideas que cada uno expresa: mientras que los poemas son la veta más conservadora de su producción (textos de alabanza a Dios, al esposo, al hijo, en donde se construye un Yo poético femenino cuyo mayor malestar con el mundo que la rodea es nombrado a través de la melancolía por el pasado perdido), las novelas constituyen la zona más “desatada” o destrabada de los lugares comunes de la idiosincrasia católica y, por su parte, las cartas y polémicas periodísticas son los territorios del impulso y de la cortesía, pero también de la indeterminación ideológica. Hay tomas de posición en sus polémicas que son claramente conservadoras, pero también hay otras que resultan adelantadas para su época[8].
Veamos algunos ejemplos de poemas: en el número 7 del semanario La Alborada del Plata, del 30 de diciembre de 1877, Pelliza publica el poema “La patria inmortal” en el cual el Yo lírico habla de la búsqueda que realiza el alma hasta llegar al cielo, la patria inmortal. Cabe destacar que, mientras el resto de los textos de la revista ofrecen una mirada pan-americana e incluyen colaboraciones peruanas, bolivianas, chilenas y casi todos los textos giran en torno a temáticas americanas –mirada que responde sin duda a la dirección de Juana Manuela Gorriti y que se irá perdiendo cuando el semanario pase a manos de Lola Larrosa– este poema, como otros de Pelliza (tales como “La materia y el alma”, “A mi hijo”, “Yo era feliz”, “Dobles”, “El canto de la expósita”, “La esperanza”[9]), hablan de un sentimiento religioso o de padecimientos anímicos que nada tiene que ver con el resto de los textos que componen esos números del semanario: tales como “Independencia literaria en América” de Jorge Argerich, “Episodios de la Independencia Americana, de Santiago Vaca Guzmán, los “Documentos peruanos” de Manuel Trelles, las “Leyendas andinas” de Gorriti y las colaboraciones en aymará y quechua, por nombrar sólo los más extensos. Esta evasión de la cuestión americana por parte de Pelliza es elocuente si pensamos que La Alborada del Plata expresaba el americanismo de Gorriti, un apoyo a la independencia de España, una defensa de cierta supuesta esencia local diferente a lo español y foráneo.
La cosa no mejora con las “fantasías”, como nombra el semanario de Gervasio Méndez a los textos ficcionales breves en los que se recrea cierta idea sin llegar a presentar un desarrollo narrativo[10]. Las polémicas, en cambio, resultan más imprecisables ideológicamente: en ellas la escritora puede mostrarse defensora de valores tradicionales o bien “innovadora” y crítica hacia temas religiosos, según la ocasión y el contrincante. Mencionaremos aquí, brevemente, tres polémicas: dos en la revista de Gorriti y en el año 1877 (la primera con Raymundo Torres y Quiroga, en torno a la “Emancipación de la mujer”, la segunda con Aníbal J. Dufools, titulada “¿Reclusa o hermana de caridad?”); y una tercera en El Álbum del hogar, en 1878, con el joven Da Freito, titulada “Última palabra”.
En torno a las polémicas, rescato –y relativizo para nuestro caso– la propuesta de Andrea Bocco para pensar dichos intercambios periodísticos:
A lo largo de todo el siglo XIX el debate se instala como práctica discursiva cotidiana. Pero no solamente se trata de “efervescencias discursivas” sino de la guerra concreta cuerpo contra cuerpo. Es decir, la virulencia en el tono de las disputas se condice con la violencia física, en estado de retroalimentación. En este sentido, la discusión con el otro se explicita a través de lo que consideramos la forma dominante del discurso decimonónico: la polémica, la que constriñe y posibilita la escritura en los diferentes `géneros`. (s/p)[11].
La reflexión es válida para la polémica entre hombres, pero la situación discursiva es muy diferente cuando al menos uno de los contrincantes es mujer: ya no hay un correlato de la lucha cuerpo a cuerpo como causa y efecto de lo discursivo. Por el contrario, la pirotecnia verbal suele quedar subsumida dentro de los parámetros del buen tono (aunque las ideas a discutir sean medularmente opuestas). El caudal de lo decible es menor que en la polémica exclusivamente masculina. ¿Eran verdaderos debates entonces estos intercambios? Las formas de cortesía y respeto que se le deben a una dama quedarán en evidencia más aún en la polémica con el joven Da Freito, la única de las tres en donde los contrincantes difieren en género y en generación.
Veamos la primera de estas polémicas periodístico-epistolares. La punta del hilo comunicativo es una carta de Pelliza a la Srta Raymunda Torres y Quiroga en la que se hace referencia a una discusión anterior entre ellas en torno a qué es una mujer. La carta es breve y vale la pena transcribirla porque da cuenta de tres cosas: 1. cómo, por la duración efímera de los semanarios de la época, pero extensa de los debates, las cartas polémicas migraban de una publicación a otra (esta se inicia en El Correo de las niñas, continúa en La Ondina del plata y llega finalmente a La Alborada), 2. cómo la dirección de cada semanario (o la amistad entre quien dirigía cada revista y los colaboradores) incidía en la “comodidad” o “libertad” de cada escritor y, 3. hasta qué punto lo que estaba en discusión entre Torres y Quiroga y Pelliza era nada más y nada menos que el concepto de mujer: qué entiende cada una por esta categoría.
Escribe Pelliza en La Alborada del Plata, Año 1, Nro. 9 (transcribimos esta y todas las citas subsiguientes respetando la ortografía original del S. XIX):
La casualidad ha traído á mis manos un número de “El Correo de las Niñas” donde figura mi nombre al transcribir Vd. Algunos párrafos que me pertenecen y que vieron la luz pública en “La Ondina del Plata”. Yo dedicaba esos artículos a la Señorita de Echenique y habríame sido muy grato conversar con ella de esa manera, si la falta de un periódico que profesara mis doctrinas no hubiera sido un obstáculo entonces, ahora es distinto, “La Alborada” me ofrece con su luz un horizonte muy ancho, donde sin temor puedo ensayar mis fuerzas y donde estoy dispuesta á la lucha con tanto o mayor ardor que la vez anterior (LAP, Año 1, Nro. 9, 67).
Raymunda Torres y Quiroga le responde en el Nro. 11 una extensa carta en donde quedan claras algunas cuestiones: su postura es la misma que la de la Srta Echenique y ambas coinciden con Pelliza en cuanto a la necesidad de la educación de la mujer. Disienten, sin embargo, en otros temas: la sabiduría (entendida contextualmente como aquel saber que trasciende la instrucción formal, sinónimo del “buen critério”) y la emancipación, es decir, la independencia jurídica de la mujer, su capacidad de disponer de sus propios bienes sin depender legalmente del esposo, el padre o el hermano. Concluye Torres y Quiroga: “Eduquemos a la mujer para salvar la sociedad. Emancipémosla y habremos contribuído al perfeccionamiento del edifício social. La emancipación, lejos de perder a la mujer, la aparta del abismo de la prostitución.” (LAP, Año 1, Nro. 11, 85). La polémica aparentemente se termina allí. En el Nro. 12 de la revista hay una carta escrita por Pelliza, con orla fúnebre, de despedida a la recién fallecida Srta Echenique, su antigua contrincante.
La autora de La Chiriguana no esperará mucho para iniciar una nueva polémica: en el Nro. 13 abre debate con el escritor peruano Aníbal Dufools en torno a los oficios religiosos de la mujer. Para asombro del lector, la escritora adopta ahora la postura progresista: plantea sin más la abolición de los conventos. De la mujer dedicada a la profesión religiosa, opina:
[E]s un ser inútil, sin misión digna en la tierra, donde Dios la coloco no para zángana sino para esposa, madre, hija, sobre todo y si no ligada a ningun vínculo tierno e íntimo, por ló menos mujer útil en el mundo, donde hay tantas lágrimas, tantos infortúnios, que solo a la mano delicada de la mujer le es dado suavizar. (LAP, Año 1, Nro.14, 109).
Por su parte, Dufools plantea que uno de los males actuales es la pérdida de sentido de la caridad. Considera que el oficio religioso es fundamental para el bienestar social. Para el autor peruano (y para los letrados de la época en general, como explica Dieter Janik), los escritores tenían la prescripción de mejorar moralmente a la sociedad: un modo directo sería fomentando y apoyando el oficio de las monjas y “hermanas de la caridad”:
Señora, sois escritora y os encontráis hoy al frente de un Semanario, que os impone el deber de dedicaros á corregir muchos males: ese está entre ellos. Al iniciar vuestro trabajo, contad que si lo extinguis habréis mejorado nuestra sociedad; mas, si por desgracia a pesar de ló elocuente de vuestra palabra nada obtenéis, tened la seguridad de Haber colocado la primera piedra para el gran edifício que, pasado algún tiempo, se levantará (LAP, Año 1. Nro. 12, 93).
Así, a raíz de la apelación a la moralizante y educadora función del semanario, Pelliza recoge el guante y contesta, subiendo el tono del debate:
Es tan raquítica ante mis ojos la figura frailuna de la monja, que en todos tiempos y hoy más que nunca al frente de un periódico, tendré siempre para ella una palabra de reprobación y antipatia. Es un ser inútil, sin misión digna en la tierra, donde Dios la coloco no para zángana sino para esposa, madre e híja. (LAP, Año 1, Nro. 14, 108-9).
En el número siguiente de la misma revista (de la cual ahora es directora), Pelliza afianza su postura: la mujer que abandona su familia y su patria para encerrarse en un convento, asevera, está desatendiendo sus afectos y deberes ciudadanos (LAP, Año 1, Nro. 15, 118). Es ella quien cierra el debate con la siguiente carta:
Voy a concluir diciendo a Vd. que la hermana de caridad de nuestros dias es una especuladora hipócrita sin piedad. (…) Sólo como mujeres pagadas, curan mal y enseñan peor, llenando de preocupaciones absurdas la mente juvenil de los niños que educan, con patrañas y supersticiones de supina ignorancia. (LAP, Año 1, Nro. 16, 121).
La frase desconcierta si tomamos en cuenta el final de su novela Margarita, en donde la protagonista no solo se hace Hermana de Caridad para ayudar a huérfanos y enfermos y sino que esta conversión es valorada positivamente por la voz narrativa (la misma voz narrativa, por otro lado, que abala las relaciones sexuales premaritales y cuestiona el matrimonio como institución social). La protagonista, Margarita, también tiene una visión negativa del matrimonio, y ante la insistencia de su amado Plácido en el casamiento, responde:
No comprendo tu empeño en una union que ya nuestras almas la han efectuado, un sacerdote unirá nuestras manos, nos dirá unas frases sin sentido para nuestros corazones ya eternamente unidos en la tierra y más tarde en el cielo– y luego, muy satisfecho se retirará creyendo que con aquella estúpida forma social, que con aquella irrisoria imposicion de los hombres, no de Dios, que ha unido nuestras almas por medio de dos palabras. –No comprendo, te repito, qué empeño te guía al desear ardientemente esta unión que yo no creo tan necesaria como a ti te parece. (Margarita, 47)[12].
La polémica con da Freito la retorna al lugar conservador que solemos hallar en sus poemas. En ella, Pelliza construye para sí el lugar de mujer ofendida ante la osadía del joven, que no respeta su condición de dama:
El señor articulista Da Freito sin haber contestado a nuestros dos artículos “La mujer literata en la República Argentina”, nos trata en su último con estraña descortesia. Lo sentimos por El; nosotras estamos muy alto y a pesar de sus esfuerzos y clamores no nos ha alcanzado (…). Si el señor da Freito tratara á Judith, seguras estamos se avergonzaría de haberla calumniado y casi nos atrevemos á asegurar, llegaría a ser su amigo, y hasta a oír sus consejos. Entonces se convenceria que la mujer literata sin pretensiones ridículas, puede ser madre y esposa ejemplar sin que por ello olvide su amor a las letras, y sin que esta pasión noble e inocente, menoscabe en lo más mínimo los deberes y atenciones sagradas del hogar”. (Álbum del hogar, 28 de diciembre de 1878, 1, columnas 1, y 2).
Paralelo a su reclamo o recordatorio al joven Da Freito de sus derechos de dama, Pelliza remarca sus compromisos: la escritura es una actividad legítima luego de haber cumplido con las labores domésticas de madre y esposa:
Nada es más condenable a nuestro juicio que la actitud de la mujer que hace abandono de sus deberes –sea hija o sea esposa– para atender sus papeles y perder su tiempo que requiere el desaliño de la casa o el apunte de la ropa –pero cuando la mujer cumple con sus deberes y sabe y puede, en lós ratos de descanso, escribir, dando forma a sus ideas, la creemos digna de aplauso y hasta de admiración –esto hemos sostenido y sostendremos siempre”. (Álbum del hogar, 28 de diciembre de 1878, 1, columnas 1, y 2).
Son escasos los momentos en que su escritura se mete en temas de interés típicamente masculino (como la tiranía de Rosas, la falta de libertad de expresión en general). Es decir: si bien participa en la prensa y sostiene debates con pares masculinos, los temas sobre los cuales opina ar prioritario dentro de las exigencias autopercibidas para su género. Sin embargo, también recurre una y otra vez la declaración de que es legítimo que una mujer (esposa y madre) se dedique a escribir, una vez cumplidas sus obligaciones domésticas. Tanto en las tres polémicas como en la prosa ficcional de Pelliza se lee una misma preocupación: desde qué posición puede una mujer servir mejor a la sociedad. Pero también, aunque en menor medida, surge el reverso de la misma pregunta: cuál es el mejor lugar para la mujer en la sociedad (en cuanto a su bienestar y a su comodidad). Creemos que esta recurrencia puede leerse cierto espesor metatextual: es decir, como una manera de la autora de indagar en torno a (y defender) su propia legitimidad como escritora.
Grosso modo, podemos decir que en la escritura de Pelliza pueden armarse cuatro operadores discursivos según el género literario cultivado en cada caso: en la poesía será el duelo del Yo lírico por la pérdida del paraíso de la infancia o la nostalgia de un orden precedente (matriz conservadora y eufemismo de su incomodidad ante los cambios sociales de la década del setenta), en la polémica, el relato y la novela serán la arenga en torno a la importancia de ciertos valores percibidos bajo amenaza por el incómodo presente (la familia como centro de vida, el rol de la mujer en tanto esposa y madre; la representación maniquea y binaria del mundo, la tirria hacia lo extranjero). Pero no solo eso: también, como sin darse cuenta, Pelliza critica aquello mismo que sostiene: el matrimonio, la dependencia al marido, las monjas y su servil dedicación.
Romanticismo cristianizante y colonizador
Tanto la novela breve La Chiriguana (1877) como el cuento “La lucha en el desierto” (1885) son “fantasías” (para usar una palabra decimonónica que refiere al carácter no verídico, ficcional, de esa escritura) ambientadas en escenarios rurales con vagas referencias geográficas (en la región del Gran Chaco, a orillas del Bermejo La Chiriguana y en la zona de los valles calchaquíes el cuento) y en épocas remotas (en algún momento posterior a la llegada de los españoles). Como dijimos al comienzo, se trata de recreaciones idealizadas que combinan el racismo o “etnofobia” de la élite blanca, con una mirada que erotiza embellece a los indígenas, reconstruyéndolos desde ideales estéticos puramente imaginarios. Son historias que, con un alto grado de violencia y temáticas en torno a amores frustrados o aún no concretados, hablan de la hibridación cultural entre blancos e indios o, más precisamente, de la devastación de las culturas indígenas. En estos textos, la violencia no es exclusiva del blanco ni hay un tono denuncialista respecto de las masacres de indios perpetradas por criollos. Más bien, cierto regodeo en el relato de la violencia per se. Así, el relato de la violencia convive con la erotización del indio y con mensajes de propaganda colonizadora.
Mientras que La Chiriguana puede leerse como una ficción romántica, de corte melodramático, que sugiere las ventajas de adoptar (cristianizar y anexar) a los “mejores” indígenas del Chaco como mano de obra en la sociedad blanca, “La lucha en el desierto” parece referir a una convivencia en dirección contraria: el cuento narra, desde una voz narrativa empática con el personaje femenino, la historia de una cautiva blanca criada por una india que, tras escuchar de boca de su madre adoptiva india el relato de su origen, es raptada por un indio y se enamora de su raptor. El cuento puede leerse como una incitación a encontrar lo bello y amoroso/erótico en el cuerpo indígena, es decir, en aquello que la cultura masculina blanca de la época considera digno de aniquilar o someter.
“La lucha en el desierto” también es un relato de la comunicación y el afecto entre tres mujeres: la abuela ciega calchaquí, Omac (la madre adoptiva de la niña blanca hallada misteriosamente en un nido de cóndores), y Alíxora, (la cautiva transculturada a la cultura calchaquí, enamorada de su raptor). Con los condimentos inverosímiles propios del melodrama, el cuento propone que la abuela ciega recupera súbitamente la vista, ve a la niña blanca recién rescatada por Omac y muere[13]. La escena de la muerte súbita de la abuela tras el impacto de ver a la niña blanca recién hallada es narrada por Omac a Alíxora en su propio lecho de muerte. Si la anciana ha muerto tras la visión de su “nieta”, la madre muere luego de revelarle a su hija su verdadero origen:
El condor sin hijos graznó durante toda la noche sobre la choza de mi madre muerta; la niña blanca durmió arrullada en mis brazos… ¡Oh! La amaba, la amaba. Omac dobló su cabeza sobre el seno de Alíxora, imprimió sus labios sobre los labios de la niña, un ligero aliento se extinguió en su pecho y el corazón de Omac cesó de latir. No existía… (Pasionarias, 160).
Las tres generaciones viven de modo diferente la relación inter-étnica: si la anciana “cantaba sin descanso su eterna maldición al español” (Pasionarias, 158), Omac adopta, ama (y rebautiza con el nombre de Alíxora) a la niña blanca y Alíxora, por su parte, se enamora de su raptor. Mientras la tribu se incendia y desaparece materialmente, el deseo entre la ex cautiva, a-indiada Alíxora y el indio parece avizorar una pervivencia de ambas razas a través de su unión amorosa. En este sentido, el cuento “La lucha en el desierto” bien puede pensarse en línea con las Lucía Mirada (1860) de Rosa Guerra y de Eduarda Mansilla, obras en las que “se reescribe el episodio de la supuesta primera cautiva blanca inscrito en la crónica La Argentina manuscrita (circa 1612) de Ruy Díaz de Guzmán” (Lojo, 2016). En ambas obras de 1860, “los indígenas son sujetos sociales y culturales que se ajustan a las normas y valores y profesan creencias (algunas no incompatibles con las cristianas)” (Lojo, 2016).
Pero el cuento de Pelliza también es un relato sobre la agonía de la tribu calchaquí (simbolizada en la agonía de Omac, la anciana indígena, madre adoptiva de la cautiva Alíxora). El inicio nos evoca los incendios de La Chiriguana y alegoriza (a través de la descripción romántica de una naturaleza humanizada, como en la nouvelle) la destrucción de una cultura indígena:
La antigua comarca de los calchaqui salvajes, estaba desierta, solo una choza se alzaba en el llano al abrigo erial rosado, cepas lujuriosas que cubren el valle y se estienden hasta el deslinde del Pucara. (…) Eran las llamas de la maleza seca que ardía en torno, que subían en rojos espirales que el viento azotaba, desprendiéndolas del hogar en penachos enrojecidos, que las bocanadas del aire esparramaban por el valle y que se enroscaban como pequeñas sierpes al tronco de las yerbas cercanas. (…) Un chisporroteo más vivo subió en rojas luminarias hasta la cumbre del techo, las ramas se quejaron más fuerte, eran voces de la selva que la llama arrancaba a los sarmientos tiernos, y a los corazones ancianos, con su lengua candente. Las llamas rosadas del puca, lamieron con más fuerza los bordes del horno; las raíces duras se derramaron consumidas en blancas espirales de humo y chispas rojas como gotas de sangre (157-8).
En La Chiriguana también hallamos una estetización y una erotización del indio, detalles de “la hermosura salvaje del indio”. Del joven inca Dalma se dice que:
[E]ra alto, de formas hercúleas, sin ser grueso, la tez dorada, los ojos negros rasgados, y de expresión fiera y decidida; un bozo negro y brillante adornaba su boca gruesa y de encendido color, tenia la nariz recta y algo dilatada en las inspiraciones, su frente ancha y bronceada era altiva, sañuda y ligeramente contraída en el seño, las azuladas venas de sus brazos y pecho, se transparentaban á través de la fina epidermis como se transparentan los nácares en el fondo de los estanques.
Clara prueba de lo fantasiosa e idealizada (es decir, “blanqueada”) de esta construcción es el detalle de la transparencia de la piel que deja ver las venas, una suerte de representación desindianizada del cuerpo del inca.
Aparecida dentro del primer volumen de la Colección Americana –proyecto tal vez de Luis Telmo Pintos– que, como su nombre lo indica, se proponía editar una novela de tema americano por año, y escrita por invitación de dicho editor, La Chiriguana presenta, como Margarita (1875, 2016) y como la inconclusa La favorita de Palermo, la estructura narrativa típica del melodrama[14]. Solemos encontrar una abundancia de sucesos trágicos e inesperados (catástrofes, pasiones y cambios de fortuna rayanos en lo inverosímil), un uso del lenguaje hiperbólico, grandilocuente, declamativo y tremendista, una construcción monolítica y opositiva de los personajes (seres sin ambigüedades ni matices), una cosmovisión maniquea del mundo (dividida en las fuerzas del Mal en constate acecho hacia las fuerzas del Bien), una clara búsqueda de conmoción inmediata en los lectores (que asisten al constante e injusto maltrato de los héroes por parte del villano)[15].
La Chiriguana narra la historia de un amor frustrado entre dos jóvenes indígenas, Sora y Dalma, en una tribu chiriguana a orillas del Río Bermejo. Transcurre en una época remota, apenas posterior a la llegada de los españoles. Con clara impronta católica, uno de los rasgos distintivos de los héroes –además de su nobleza de sangre y su manejo del español– es que ambos poseen fe cristiana. Echando mano de algunos rasgos románticos (que ya empezaban a caer en desuso para 1877), y con un fuerte predominio del melodrama como matriz narrativa, hay aquí también pequeños atisbos de una prosa realista (o de corte más pragmático) que, sin llegar a plantearse como una nueva estética en reemplazo del melodrama, surgen nítidos en ciertos párrafos y plasman las preocupaciones “industriosas” y la mirada capitalista de la época.
En cuanto a los elementos románticos, quizás sean las descripciones de la naturaleza humanizada (y anticipatoria de la suerte de los personajes) los rasgos más típicos. El comienzo de la obra, tras presentar un espacio natural “salvaje” como locus amoenus idílico, permite sospechar (a partir de la representación de una naturaleza simbólica) la inminencia de un conflicto que romperá aquella precaria calma:
Cuando sobreviene la noche y rasgando el éter lanza sus rayos la luna sobre las abrasadas márgenes del Bermejo, alzan sus mústios cogollos las palmeras y las flores del aire, blancas y febles como una ala transparente de mariposa, desatan sus delicadas hojas, abren su corola perfumada y raudales de aroma embriagadora se mezclan á la brisa tibia de voluptuosidad; las aves no arrullan, llevan el pico entreabierto de calor y buscan saltando de rama en rama un sitio fresco y perfumado, solo la feroz Ayará de abrillantados anillos y distintas formas y colores se arrastra suavemente dejando su rastro impreso sobre la tostada arena, de cuando en cuando un silvido de finísima vibración entreabre sus fauces comprimidas, algunas veces busca su cueva que abandonara al medio dia, otras se enrosca al tronco añoso de algún higueron y adherida á la corteza parece un tallo monstruoso de verdosa yedra.
Dentro de la idealización de los personajes propia de la narrativa sentimental[16], ambos protagonistas ocupan lugares jerarquizados dentro de sus culturas de procedencia: el “indio extranjero” es un inca de sangre noble y la bella Sora, también de sangre noble, es además la hija del cacique de la tribu. Pero ni la belleza, ni la juventud, ni la nobleza de sus sangres habilitan a los amantes a casarse pues, según esta “fantasía” de Pelliza, el matrimonio de un chiriguano con un extranjero es una de las prohibiciones básicas de la cultura chiriguana, que establece como primera ley el “odio y exterminio al extranjero”. Es por esto que “el grande espíritu Pachámac”, a través de su mensajera Farú, ha vaticinado la imposibilidad de esta unión amorosa y la tragedia que devendría, si se desobedeciera el tabú fundante. Pero los jóvenes deciden desafiar la ley e insisten en casarse. Sora, entonces, es condenada por su propia tribu a morir en la hoguera. Su amado inca pelea para evitar su muerte: se desata una gran batalla entre Dalma y sus indios, por un lado, y los chiriguanos, por otro. Todo concluye con un gran incendio, del cual nadie se salva. Momentos antes de arrojarse al río, el joven Dalma encuentra el cadáver de su amada Sora y, aunque sus almas ascenderán unidas al cielo[17], junto con sus muertes (han hallado “una tumba digna de su amor sublime en el fondo del Bermejo”) se acaba la vida de los chiriguanos:
El Inca dió con el pié al cadáver de Farú, llegó á la orilla y oprimiendo contra su pecho el cadáver de Sora en los brazos, unió su boca á la yerta boca de ésta y precipitándose en las aguas, buscó una tumba digna de su amor sublime en el fondo del Bermejo. Un instante despues dos blancas nubecillas surgían de las aguas, flotaban un instante sobre la quieta superficie y luego elevándose en el aire, subían al cielo confundiéndose con los rosados albores de la aurora, eran el alma de Sora y de Dalma convertidas en celeste emanación.
Ahora bien: los jóvenes amantes que osan transgredir el tabú no parecen pertenecer del todo a sus respectivas culturas: hablan castellano, sus descripciones físicas no responden del todo al fenotipo indígena y son cristianos. La fe en Dios, propone le texto, les da la certeza de que hay un más allá, el coraje de enfrentarse a las injusticias de la vida terrenal en pos de la unión marital, aunque ésta se dé sólo en los cielos. ¿Aboga esto en favor de la supuesta naturalidad con que estos indios (los mejores de su tribu) serían asimilados a la cultural blanca? ¿O la cristiandad de los protagonistas es parte de la ejemplaridad moral que posee todo héroe de melodrama[18]? ¿O acaso sea parte del mensaje evangelizador –dentro del plan de educar moralmente a las jóvenes lectoras– que debía portar toda novela sentimental?
Así como Sora (y Dalma, pero él es inca) es la más rescatable de los chiriguanos, en el otro extremo de la escala moral estarían sus padres, Yancatriz y la loca Farú, ambos descriptos como seres supersticiosos, primitivos y de conductas desenfrenadas. El personaje de Farú, en este sentido, es especialmente interesante: es una india chiriguana que ha enloquecido de joven porque su esposo y padre de Sora, Yancatriz, cacique de la tribu, la ha engañado con una cautiva, con quien al parecer ha tenido otra hija. A esta traición conyugal se sucede el malentendido respecto de la identidad de quien ha muerto: hay un incendio y ambas bebas (Sora y la hija, apenas un poco mayor, nacida de la unión de Yancatriz con la cautiva blanca) se confunden. Farú cree haber perdido a su hija Sora y enloquece. Como en Margarita, reaparece aquí el tema de la madre que se vuelve loca a partir de la desaparición de su descendencia. Veamos la escena de la novela de 1875, por demás melodramática:
Y la infeliz madre se dirigio de puntillas hacia la desierta cuna; entreabrió el blanco mosquitero, y buscando con avidez al niño, revolvió almohadas y colchón. Su hijo no estaba allí. Se oprimió con ambas manos las sienes, y con un grito del alma: ¡No está! murmuró: ¡Me lo han robado! ¡me lo han robado! Y al espirar la última palabra en sus lábios, cayó de rodillas lanzando una carcajada seca y nerviosa como un preludio de demencia. Desde aquel día, Margarita, completamente loca, se encerró en un silencio absoluto.
La línea que separa lo extranjero de lo no extranjero es difusa y ambivalente en La Chiriguana, como son ambivalentes las lenguas que manejan los personajes: Yancatriz, padre de la protagonista, es un indio de la tribu vecina a los chiriguanos, es toba, es decir, es también de las orillas del Bermejo pero no estrictamente igual a los chiriguanos. Dalma habla español con Sora (de hecho, se especifica que habla “con acento puro español”, 31), a diferencia de los indios chiriguanos que se dirigen a Sora en “una lengua exótica que debe ser guaraní”. Sin embargo, a pesar de que en el primer capítulo se apunta este pasaje de una lengua a otra (Sora es la única bilingüe que puede saltar, según la lengua de su interlocutor, del español al guaraní), luego no hay más referencias al hecho de que Dalma no habla la lengua chiriguana y, por el contrario, se lo ve interactuando con otros personajes de esta tribu[19]. Pero lo interesante de la presencia de lo extranjero no es tanto el uso de la lengua sino, por un lado, su caracterización positiva (lo extranjero inca es aquí moral, física e intelectualmente superior a lo chiriguano) y, por otro lado, su poder cristianizador: los amantes y héroes de la historia hablan español y son cristianos, es decir, son los menos indígenas de todos los miembros de la tribu.
¿Cuál es –si aceptamos a priori el funcionalismo moral de ciertas obras del siglo XIX–, su función “ancilar”[20]. Es decir, ¿cuál sería el axioma ideológico que subyace en La Chiriguana? Quienes tienen fe cristiana son superiores, más valientes, no se amedrentan ante vaticinios primitivos lanzados por una loca como Farú. Los blancos –o los indios blanqueados, cristianizados, como Sora y Dalma– prefieren la voluntad de Dios antes que la voluntad de Pachámac, aunque esta elección les cueste la vida. Es decir, vale la pena morir en defensa de los valores cristianos, pues Dios nos recompensará con la vida posterior. Pero, al mismo tiempo, es inevitable preguntarse: ¿estaba equivocado el vaticinio chiriguano? Al fin de cuentas, todos han muerto y el fuego ha devastado a la tribu entera: algo de verdad yacía en los vaticinios de la loca Farú, planteada en la ficción como epítome de lo chiriguano. ¿Qué paradigma es el correcto, el cristiano o el indígena? En cierto sentido, ambos se cumplieron: las almas de los jóvenes se han unido en el más allá y el horror destructor ha caído sobre los chiriguanos. ¿Es cristianizante esta historia? La supuesta felicidad de la unión posterrenal de los amantes compite textualmente, para ganar la atención del lector, con las descripciones detalladas de la destrucción, la muerte, el incendio masivo, todo ello atravesado por el exceso de estímulo sensacionalista. ¿Qué valoración tiene en la novela el paradigma racionalista cientificista (aquel que avalaba, tras lecturas de Sarmiento y Alberdi, la destrucción masiva de los indios a partir del discurso de “la seguridad nacional” y el “progreso”)? Se diría que la obra acepta al menos dos lecturas simultáneas: puede tomarse toda La Chiriguana como un alegato a favor de la violencia hacia el indio (la cuota de violencia propia del melodrama está más que excedida en este caso); o bien puede leerse como una fantasía que, aunque mezclando indistintamente todo lo indígena (toba, chiriguano, inca), genera cierta revalorización del indio (en la medida en que sus héroes –de alto prestigio moral como ocurre en el melodrama– son indígenas), sugiriendo así que “lo americano” (recordemos la génesis contractual de esta novela escrita por encargo), aquello tan necesario para armarnos una identidad diferente de la española, residiría en el componente indígena, rescatable en mínimas porciones de los habitantes del entorno del Río Bermejo (pero sólo de algunos de sus miembros).
Hay en esta obra –ya lo dijimos– una alternancia entre la prosa romántica melodramática (que predomina) y cierto esporádico tono narrativo pragmático. Desde las primeras páginas, tras la descripción de la feroz Yarará, la voz narrativa cambia de golpe y, cuasi-ensayística, comenta con despotismo ilustrado cómo el territorio ayer ocupado por la tribu chiriguana es hoy navegable: el Chaco será en el futuro, gracias a los efectos de la modernización tecnológica, el gran emporio americano:
El Bermejo es hoy navegable, la gran obra de canalización ha dado su resultado, vapores de regulares dimensiones cortan sus aguas; la explotación se acerca y muy en breve aquellas vírgenes comarcas serán el gran emporio de la riqueza americana: los moradores de Oran y demás pueblos adyacentes esportarán sus caudales de riquísimos productos: la azúcar, el café, el tabaco, el arroz, el aguardiente y otros muchos puros y legítimos vegetales que hoy son realizados en Chile a un ínfimo precio; pronto serán exportados a Buenos Aires, donde los preferiremos a los que nos traen de Europa haciéndolos pagar a precios fabulosos sin que ellos sean tan ricos y puros como los que nosotros poseemos.
¿A qué viene este fragmento, una digresión de la trama? Lo entendemos como una breve intervención política en línea con otros discursos de la época en torno a los indios del Bermejo. Aunque fugaz, esta mirada súbitamente capitalista y colonizadora, muy por fuera de la idealización romántica, no es inocente: es el ojo del amo posado de repente sobre estas poblaciones. Quienes las habitan, aclara la voz narrativa en su veta pragmática, son hoy “indígenas Tobas, Matácos y Chiriguanos, distintas tribus de indios hoy mansos y de los que se emplean en la elaboración de azúcar en los ingenios y haciendas de Oran”.
Aunque difieren en lo literario, algo comparten el estilo romántico sentimental y las digresiones capitalistas: ambos tienen la pretensión de ver el futuro, como vaticinio oracular en el fragmento romántico, como vaticinio de éxito industrial y comercial en la voz narrativa disgresiva. Como la heroína de gran moral y fe cristiana (potencialmente adaptable a la “civilización”), estas tierras (navegables, ergo, explotables) también son dignas de incorporar a la cultura blanca. Ambas parecen variables esenciales en la ecuación del Estado-nación capitalista: la primera como mano de obra, la segunda como medio de enriquecimiento. ¿Con quiénes dialoga o a quiénes copia esta inserción súbita de una reflexión política y fascinada con el progreso presente, sobre el aprovechamiento del Bermejo, en línea con la fascinación de la época en torno a las riquezas que deparan los adelantos tecnológicos del hombre en su dominio de la naturaleza[21].
El Río Bermejo y los chiriguanos: otras miradas
La década de 1870 afianzó las condiciones de posibilidad –a nivel ideológico– y llevó a cabo –en la acción– la “Campaña del desierto”, verdadero etnocidio que supuso “en una Argentina de dos millones de habitantes la eliminación de casi cincuenta mil personas de la Patagonia y del Chaco” (Viñas, 42). Existe un corpus considerable de textos militares, científicos, periodísticos, sobre las sucesivas expediciones que desde 1869 hasta 1881 se llevaron a cabo desde Buenos Aires hacia tierra adentro, “el desierto”, es decir, hacia la zona de la Pampa y Patagonia. Me refiero al corpus que Claudia Torre releva, organiza y analiza con lúcida profundidad en Una literatura en tránsito. La narrativa expedicionaria de la Conquista del Desierto (2010). Pero hasta ahora no hemos sabido de un corpus y un análisis semejante referido a la frontera norte, la zona del Gran Chaco, tomando como límite el Río Bermejo, no al menos más reciente que rescatado por David Viñas en su clásico Indios, ejército y frontera (1982).
Dentro de lo rescatado por Viñas hay obras que –aunque no son ficciones sentimentales como las de Pelliza– coinciden en cuanto a su focalización en los indios del Gran Chaco, en dejar dicha la riqueza y singularidad de sus culturas y en tematizar la violencia (ya sea interna a las tribus o del blanco hacia el indio). Se trata de textos escritos por exploradores/naturalistas que, sin perder el ojo capitalista puesto en lo explotable/enriquecedor de la región, van un poco más allá del mero interés mercantilista: Estudios sobre la navegabilidad del Bermejo y colonización del Chaco (1872) de Emilio Castro Boedo y a su antecesor Notícias históricas y descriptivas sobre el gran país del Chaco y Río Bermejo, con observaciones relativas a un plan de navegación y colonización de Idelfonso Álvarez de Arenales (1832), obra que, aunque escrita cuarenta años antes, se torna intertexto fundamental para Castro Boedo.
Veamos algunas cuestiones del texto de 1832. La primera operación de Álvarez de Arenales es legitimar su lugar de enunciación: destaca entonces el carácter “científico” de su libro, diferente de las fantasías, falsedades y exageraciones que han hecho sus predecesores para exaltar el valor de sus hazañas:
Las antiguas crónicas y relaciones de los Jesuítas abundan en descripciones y detalles concernientes á las innumerables tribus ó aduares de indíjenas, que habitan el Chaco; (…) el objeto mas ó menos disimulado de aquellas obras fué ponderar y elevar al mismo tiempo un monumento de gloria á los peligros, afanes y mérito apostólico de los mismos que las escribían; no es de estrañar, que las exajeraciones y chocantes vulgaridades, que nos han transmitido, hayan sido notoriamente contestadas ó evidentemente desmentidas por testimonios mas expertos y menos interesados en inventar prodigios. (87)
Arenales construye su prestigio “científico” y la necesidad de su investigación alegando que este libro dará un conocimiento “real”, nacido de la observación presencial de la región del Gran Chaco (“no solo por la importante calidad de aproximarse mas á lo presente, sino también por ser el resultado mas inmediato de aquel espíritu de investigación política y filosófica, que fué su principal móvil”). Así, una vez instalado el valor de su palabra, la primera rectificación de Arenales respecto de las “falsedades” de los cronistas precedentes se refiere a la complejidad e importancia demográfica de las comunidades indígenas:
Desde luego, el número de las familias, tribus, aduares, ó parcialidades es incontestablemente tan abultado, que no hay relacion (anti gua ó moderna) que no contenga muchos nombres de aquellas, que ninguna otra menciona. Es, pues, bien justa la idea, de que solo estos nombres bastarían para formar un gran vocabulario, inmensa totalidad por cada del una territorio de las sección. (97)
La población comprendida entre “el Río Bermejo, el Paraguay, los límites de Chiquitos y la cordilleras del oeste; es decir, en un territorio acaso igual á tres veces la provincia de Salta”, concluye Arenales, “tiene 60.000 habitantes”. Y, entre ellos, “los indios chiriguanos que están en la cordillera que hay entre los llanos de Manzo y la ciudad de la Plata del Perú son un total de 103.239”. Me interesa remarcar la discordancia entre estos números (publicados en 1833 y probablemente diferentes de los de la década de 1870), y la versión oficial, según la cual los habitantes sobrevivientes en la región del Gran Chaco eran tribus pequeñas, nómades, a punto de desaparecer, casi al borde del mentado “vacío”. Recién una vez que ha derribado dos grandes mitos (las fantasías creadas por los primeros cronistas y la supuesta insignificancia de estas poblaciones), Arenales comenta –denuncia– las penurias de estos habitantes:
Considerando por otra parte las continuas y encarnizadas guerras con que se persiguen entre sí los bárbaros del Chaco; las epidémias que sufren (entre ellas la muy asoladora de la viruela); la falta de recursos para precaverlas ó curarlas, y los continuos desórdenes de una vida errante entre los bosques y pantanos; lejos de estrañar que el movimiento de la raza sea entre ellos estacioriario, no debería haber dificultad considerarle decrecente, atendidas otras causas estrañas á su condicion pero permanentes desde muchos años atras, que han in fluido sensiblemente en una disminucion, que ya fué bien manifiesta al primer medio siglo de la conquista. (100)
Así es como este autor prepara el terreno para adentrarse de lleno en su denuncia de cómo eran tratadas estas poblaciones por los blancos. Trascribimos un extenso fragmento que describe claramente cómo operaban estas “perversidades” de los conquistadores sobre la población que, para la década de 1870, ya prácticamente estaría diezmada y podría, por tanto, ser recreada literariamente sin el acecho del peligro real:
De este jénero son las persecuciones igualmente bárbaras, que sufrieron estos habitantes de parte de los conquistadores. Las guerras de estos eran de un carácter mas asolador que cuantas aquellos habian conocido […]. A los medios ordinarios de una guerra abierta de nacion á nacion, y á la superioridad de intelijencia, armas y recursos; los conquistadores agregaban en su favor la ventaja de formar alianzas con los vencidos, é instigar por este medio nuevas guerras y disensiones, siempre sangrientas entre los naturales. No se trataba solo de alejarlos ó quitarles la facultad de dañar; no se exigía solo la sumision y vasallaje segun aquellas reglas ordinarias, mas ó menos equitativas y humanas, […] se les imponía la dura suerte de miserables esclavos, humillándolos hasta tratarlos como bestias, por los medios mas torpes y feroces.
Convenimos en que era in dispensable variar la condicion de estas jentes, aun cuando no sea mas que como un consiguiente necesario del hecho inherente a la conquista […] civilizar estas hordas, atrayéndolas sagazmente á la vida social y laboriosa, hubiera sido un eminente beneficio que toda su posteridad no sabria bien recompensar. Pero tomarlos á bala—arrebatarles sus tierras sin necesidad de ellas—perseguirlos sin misericordia—suscitarles conspiraciones entre sus compatriotas—igualarles en perfidia y mala fé, violando los pactos y promesas mas solemnes—forzarles á cambiar sus hábitos, sus costumbres y aun el suelo patrio, sobre la marcha y sin contradiccion—exigirles alternativamente un comportamiento culto y regular mientras combatían, y una perpétua sumision, aun mas degradante é insoportable que de los brutos, cuando eran vencidos, es el complemento de la pervesidad en materia de interés y del absurdo en materia de política. Así perecieron á millares unos; otros se alejaron á inmensas distancias hácia los lagos y cordilleras mas interiores, de modo que sus nombres no son hoy mas que fabulosos: los que no pasaron por esta cruel alternativa, quedaron firmes sobre el terreno, irreconciliables y decididos á una perpétua guerra, cuyo movil no fué tan solo el incentivo del robo, sino una sed de venganza y un instinto de conservacion propia, que solo podían ser satisfechos con el total exterminio de sus enemigos y opresores. (102)
En el texto de Castro Boedo, Estudios sobre la navegabilidad del Bermejo y colonización del Chaco, escrito cuarenta años más tarde que el de Arenales, ya se ha perdido el tono de escándalo y horror ante los maltratos de los blancos hacia los indígenas: acaso porque el plan “civilizatorio” de exterminio ya resulta más persuasivo y arraigado en las conciencias de época, acaso porque la pulcritud retórica positivista (se planeaba el etnocidio desde el antiséptico discurso de “vaciar” las tierras) tapaba ante los ojos de la mayoría lo que verdaderamente pasaba. Hallamos, en cambio, –como en el programático Oroño y el resultadista Roca– la concepción del indio como el principal obstáculo del progreso. Sin embargo, la obra, que se pretende el primer manual sobre el Chaco, es mucho más que esto. Su propósito declarado es dar cuenta de “el cúmulo indeterminable de riquezas y preciosidades que contiene, necesarias y ventajosas a conocer, no sólo por los hijos del país (…), sino por todos los demás del mundo” (7). El Gran Chaco es para Castro Boedo “un país ignoto, acumulado de inmensa y variada riqueza, habitado desde siglos por un numeroso y desdichado pueblo de gentiles”. Así, el propósito de su expedición (él es el doceavo explorador a la indómita región del Chaco), si bien es imperialista pues supone la dominación del indio, comparado con Oroño y Roca resulta humanitario: su misión es “ir a sembrar [la civilización] en aquellas selváticas y silenciosas regiones, en provecho de generaciones humanas fatalmente desheredadas de los derechos y bienes que con nosotros debieran poseer y gozar” (122). Lo mejor para los indios es brindarse “al celo de los genios de la cristiana civilización, como un nuevo mundo de precioso porvenir para los hombres de toda nación” (121). Análogamente, lo mejor para los blancos es incorporar como sirvientes a los indios.
En el capítulo II del libro V, titulado, “Carácter natural de los indios del Chaco”, se lee:
La índole del indio del Chaco es mucho más dócil y predispuesta al bien que la del indio Pampa; ya es un hecho indiscutible que de un indio chaquino muy fácilmente se puede hacer un valiente y disciplinado soldado ó un aventajado peón para el más fuerte trabajo de sol o sombra, de tierra o de agua, a pie o a caballo, y en esto se prueba que su carácter natural se presta para hacer de ellos buenos y útiles ciudadanos (221).
El viaje tiene el objetivo explícito de lograr “la fácil y positiva navegación del Bermejo, el prolijo reconocimiento de las riquezas naturales del Chaco y sus mejores puntos para colonizar, la asequibilidad de las principales tolderías de los indios para someterse a una nueva y generosa civilización” (121). El vacío a llenar no serían ya las tierras sin los indios, como proponían Oroño y Roca, sino los indios mismos, presentados como adaptables al adoctrinamiento blanco. No habría, propone Castro Boedo con mente avanzada para su época, ninguna diferencia esencial entre el alma blanca y el alma india, ninguna inferioridad de raza sino, por el contrario, el plus de que los indios son adaptables a cualquier sociedad:
En cuanto a instintos y sentimientos de amor, de odio, de alegría ó de tristeza, de mansedumbre ó de enojo, de agradecimiento ó ingratitud, de libertad ó servidumbre, son naturales en estas razas en mayor o menor grado de sensibilidad y actividad de lo que son comunes á todos los hombres, pero sin sistema fijo en manera alguna para sí ni para los estraños. (228)
Otro aspecto fundamental para Castro Boedo es el buen carácter de estos indios, su respeto hacia el blanco y reconocimiento de la superioridad. Sin embargo, es casi cómico la tensión entre la voluntad de Castro Boedo de asimilar pacíficamente a los indios y su ineludible actitud violenta:
[O]bedecen con confianza y aman de veras entre todo, especialmente conmigo mismo que tantos bienes conseguí a favor de la alimentación y de la vida de nuestra tripulación, no sólo no nos ofendieron, sino que nos dieron ovejas, cabras y cuanto tenían, y además cuidaban toda la carga del vapor depositada en tierra muchas veces, a lo que indudablemente contribuían los cañones, pero mucho también mis encargos y súplicas de cuidado. (222-23).
Así, los estudios de Castro Boedo van apuntando a convencer al lector sobre las muchas ventajas de adoptar a los indios como sirvientes de los blancos:
En las haciendas donde ellos se estacionan ó conchaban, mientras los varones se ocupan de sus taréas, las indias sirven para los acarréos de leña y de agua donde quiera que los llaman, como también en pelar maíz á mortero, y muchas veces en servir á la cocina, á la mano, y en otras mil taréas domésticas con que ganan para su sustento, el de sus hijos y deudos con economía y provecho para sus patrones. (228-29)
A diferencia de Oroño y Roca, que plantean como plan y como resultado respectivamente, la aniquilación del indio, los textos de Álvarez de Arenales y de Castro Boedo pueden pensarse como formaciones discursivas que empiezan a corroer la formación ideológica dominante en torno a la incuestionable superioridad blanca. Sus textos proponen algo ligeramente más humanitario para la época: no exterminar al indio sino incorporarlo, absorberlo como último escalón de la pirámide social.
Conclusiones
Los dos textos de Pelliza que aquí rescatamos pueden leerse o bien como alegatos de la postura discriminatoria de una dama de la élite hacia los indígenas (a quienes pretendía cristianizar y “adoptar” como sus sirvientes) o bien como una mirada enriquecedora y pluralista (armando serie, en este sentido, con voces denunciantes como las de Castro Boedo y, antes que él, Arenales) que muestra cierta fisura, da cierto aire fresco, a la postura pro-exterminio de figuras políticas como Roca y Oroño. Pero dos cosas resultan, creo, legítimas: ambas lecturas comportan un grado irreductible de incomodidad y, en ambos casos, los dos textos hablan en verdad –aunque lo hagan tras el velo de la temática amorosa– de la violencia que supone el cruce de la cultura blanca/cristiana (aunque esté representada por indígenas nobles y no por criollos, con en La Chiriguana) con la cultura india (sea calchaquí, chiriguana, toba o inca).
Esta ambivalencia o simultaneidad de sentidos (la oscilación de estas historias entre el pluralismo que reconoce y visibiliza al Otro y el afán de dominar a ese Otro) es análoga a ciertos dobles sentidos o polisemias que hallamos en el resto de la producción de esta escritora. Casi se podría afirmar que la ambivalencia es su marca más saliente, o el correlato textual de su colocación de enunciación por definición ambivalente: letrada pero mujer, de la élite pero en bancarrota, conservadora y tradicional (por católica) pero, a la vez, y (también por su catolicismo) supuestamente aceptadora de “otros” cristianos. Sobre este péndulo escojo pensar la escritura de Pelliza de Sagasta, conviviendo también, desde mi posición de lectura, con la ambivalencia.
Ficción apologética de la violencia que puede ejercerse hacia el indígena, o bien una suerte de denuncia hacia la intolerancia por lo extranjero (desde el momento en que es la intolerancia de los chiriguanos hacia el inca el desencadenante de todo el conflicto) La Chiriguana sugiere en un momento cierta igualación de la cultura blanca con la indígena en su mirada crítica hacia una forma “legalizada” de violencia: las ejecuciones en la plaza pública y a vista de todos a los reos condenados a muerte:
Lo mismo en las tribus salvajes, que en los llanos de la pampa, que en los pueblos civilizados, que en las grandes ciudades, es repugnante el espectáculo que ofrece ese pueblo ávido, siempre curioso y dispuesto á presenciar una ejecución, con igual regocijo, con igual alegría que si fuera á presenciar una función teatral. El pueblo madruga, se atropella, sube, se revuelve, brama como una ola inmensa, invade la plaza de la ejecución y quieren disputarse el derecho salvaje de ver el espectáculo, (…) Y ese pueblo no se compone solo de hombres, no; allí se ven mujeres y niños, hasta lujosas damas en conocidos carruajes, como se vieron en la última ejecución que tuvo lugar en Buenos Aires, en la plaza chica, tras el cementerio de la Recoleta.
Pueden ser tan morbosos los indios chiriguanos como las damas de la Recoleta. Pueden ser tan piadosos y admirables Sora y Dalma como cualquier otra pareja de amantes. La ficción plantea que la mayoría de los indios (toda la tribu excepto Sora) son pasionales y violentos, intolerantes y moralmente inferiores a los blancos. Están locos y disgregados. Pero, en toda tribu hay algunos seres que, saliéndose de la media, son bellos, nobles, buenos, espiritualmente ejemplares, “anexables” a nuestra sociedad en la cual, como se ve en los espectáculos de la pena de muerte, también hay violentos y morbosos.
Bibliografía
Fuentes primarias
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—. Lirios silvestres: Álbum de poesías. Buenos Aires: Imprenta del Porvenir, 1877.
—. Canto Inmortal. Buenos Aires: Imprenta Colón, 1881.
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Roca, Julio A. Discurso ante el Honorable Congreso de la Nación, octubre de 1881. En línea: https://imagenes.educ.ar/repositorio/Download/file?file_id=ee374700-620c- 40ca-b44f-c84efb88dddf
Revistas
La Alborada del Plata. Desde Año 1º, Época 1º, Nº 1 (fechada el 18 de noviembre de 1877) hasta Año 1º, Época 1º, Nº 19 (fechada el 1º de mayo de 1878). En Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Sala del Tesoro. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
La Alborada Literaria del Plata. Desde Año 1º, 2ª Época, Nº 1 (fechada el 1º de enero de 1880) hasta Año 1º, 2ª Época, Nº 17 (fechada el 13 de mayo de 1880). En Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Sala del Tesoro. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
El Álbum del hogar: semanario de literatura. Desde Año 1º, Nº 1 (fechado el 7 de julio de 1878) hasta Año 2º, Nº 18 (fechado el 2 de noviembre de 1879). En Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Sala del Tesoro. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
La Ondina del Plata. Revista semanal de literatura y modas. Desde Año 2, Nº 2 (fechado el 9 de enero de 1876) hasta Año 5, Nº 52 (fechado el 28 de diciembre de 1879). En Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Sala del Tesoro. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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- Recientemente, publiqué una edición crítica de Margarita (1875), primera novela de esta autora, con un estudio preliminar que aborda la obra a partir de la teoría del melodrama en la novela decimonónica propuesta por Peter Brooks. Para esta re-edición me basé en una versión en pdf, escaneo del libro original, que se halla en la biblioteca de la Universidad de Texas. Agradezco a Mariana Docampo el haberme enviado dicho pdf.↵
- Vicente Cutolo menciona otra novela (que nos ha resultado inhallable), y que sería la tercera de esta autora: Palmira o el héroe de Paysandú. Asimismo, existen siete capítulos publicados en La Alborada del Plata, de la novela La favorita de Palermo, pero no hemos dado con los capítulos restantes, si es que existen y se han publicado por algún otro medio. Sin contar mis estudios, dentro de las referencias o menciones de la crítica a la obra de Pelliza, he encontrado las siguientes: 1. El poema “Mis deseos”, antecedido por una breve nota bio-bibliográfica, en el libro Las escritoras 1840-1940. J.M. Gorriti, C. Duayen, M. de Villarino y otras, antología con prólogo de Elida Ruiz. 2. Dos de sus poemas en la antología que compiló Bonnie Frederick, La pluma y la aguja: las escritoras de la Generación del ’80, en donde se analiza sucintamente la situación de las escritoras en el siglo XIX, entre ellas Pelliza. 3. Un artículo en Autoras postergadas de la literatura femenina argentina: Josefina Sagasta, Lola Larrosa, y César Duayen, (Cristina Featherston editora). 4. Un fragmento del capítulo XXII de Margarita en Narradoras argentinas (Sosa de Newton, ed., pp. 69-79). 5. La reedición de dos artículos de Pelliza de La Alborada del Plata en el libro de Masiello, La mujer y el espacio público (pp. 105-7: “He ahí ‘La Alborada’!” y pp. 118-23 :“Reclusa o hermana de la caridad? Ni uno ni lo otro”). ↵
- Pelliza publica varios de sus poemas y cartas en El Álbum del hogar, semanario literario dirigido por Gervasio Méndez en donde también publica, por esos mismos años, sus primeros cuentos (“Un tipo muy particular”, por ejemplo) Eduardo Ladislao Holmberg. Es decir, conviven en la revista –siguiendo las categorías de Williams– la estética residual del Romanticismo y la emergente de la ciencia ficción. ↵
- En tándem y muy similares surgen las lecturas de Carlos Guido Spano, Bartolomé Mitre y Juan Bautista Alberdi. Los tres le plantean a la autora que sus poemas no se piensan ni juzgan sino que se sienten (en clara sintonía con la visión de género de la época: las mujeres pensadas en tanto seres más sentimentales/sensoriales que razonadores). La escritura fluye “como un raudal cristalino derramándose con murmullos apacibles” le escribe, galante, Guido Spano (Pasionarias, 4). Su voz poética es tan bella y liviana que se asemeja a la naturaleza, propone Alberdi. Canto inmortal, agrega, posee la capacidad de trasmitir sentimiento: “Siempre cautivó mi espíritu aquellas notas arrancadas al sentimiento, verdaderos ecos del alma con que tan bien ha sabido vd impregnar las estrofas hermosas del Inmortal (Pasionarias, 6). También elogiando la lograda similitud de la poesía con la naturaleza, escribe Gutiérrez: “Sus poesías no se leen –se oyen– tienen en su cadencia sonoridades musicales –es la espontaneidad natural de su inspiración tan rica como original. Cuente uv con la aprobación de cuantos sepan apreciar esta clase de méritos en las obras de arte” (Pasionarias, 7). Y agrega Gutiérrez, como explicación de su elogio sensorial: “Las flores no se analizan –se admiran–, se gozan, y nos inspiran gratitud hacia quien las dota de perfumes y colores; por eso admiro y agradezco el ramillete de sus “Lirios Silvestres” como vd lo ha llamado en rigurosa propiedad”. ↵
- Nacida en Entre Ríos, Pelliza de Sagasta es considerada actualmente entrerriana, pero a sus siete años ya vivía en Buenos Aires, según consta en el Acta del Censo de 1855, en donde se precisa que era estudiante y vivía con sus padres y sus cinco hermanos en una casa de altos, en la calle Santiago del Estero 64. Hago esta aclaración porque lo poco que se conoce de esta escritora por fuera de los circuitos académicos está referido a homenajear su supuesta entrerrianidad: se la considera “la primera poeta entrerriana”. ↵
- Aclaramos que su pertenencia a la élite letrada tiene que ver más con su sentido de pertenencia y sus modos de circulación dentro de este grupo (como lo atestigua la “corona” o conjunto de cartas de personas célebres con los que Pelliza de Sagasta abre su libro Pasionarias (1885) que con su situación económica concreta, sobre la cual Dora Barrancos ha puntualizado que no era favorable. “Los Pelliza Pueyrredón se hallaban en bancarrota”, aclara la historiadora, en el marco de un artículo sobre la triste vida de sometimiento y encarcelamiento doméstico de la hermana de la escritora, Amalia Pelliza de Sagasta, casada con el célebre y déspota Dr. Durand. El artículo, además, es elocuente en cuanto a las tremendas consecuencias que tenía el Código Civil de Vélez Sarsfield que regía desde 1869. ↵
- Si bien es éste el nombre que figura en la portada de la obra, en el interior también encontramos la firma como “Idelfonso Álvarez de Arenales”. ↵
- Como ya se dijo, no hemos podido hallar el volumen Conferencias: el libro de las madres, pero sí encontramos, citados por Francine Masiello, el siguiente fragmento de una de dichas conferencias allí recopiladas: “Llegará el día en que los lejisladores fijen sobre las páginas de nuestro Código reformado, al reformar los derechos que nivelan al hombre con la mujer, una ley hermosa de reciprocidad, dando a ambos cónyuges, al unir dos fortunas y dos almas, un mismo derecho administrativo, una ley de confianza mutua y salvadora de los bienes comunes, que reguarde a los lujos y garanta el porvenir, muchas veces perdido en la disipacion de una vida gastada en los desórdenes…. Pudiendo la madre administrar sus bienes sin trabas ni dependencias, la fortuna de sus hijos estaría asegurada y libre de la ruina en que se envuelven tantas familias. Cortaría las especulaciones viles de buscar dinero y no mujeres, enfermedad endémica que ha llegado a tomar formas colosales y profundamente perniciosas. Así sabría el marido que los intereses aportados, no eran de su dominio, que la esposa era absoluta administradora y que solo por acto voluntario podría disponer de ellos. Concluirán las especulaciones y cesarían los espectáculos repugnantes de ver un joven casado con una vieja con carácter de abuela, pero cubierta de millones (70-72).” En Fletcher, (40-41). La crítica norteamericana lo cita para ilustrar la postura de avanzada que, para esos años (1885) ofrecía Pelliza de Sagasta en torno a la cuestión de la educación de la mujer. Pero la mirada de esta escritora no ha sido siempre innovadora para su época ni favorable a la autonomía de la mujer, como veremos al pasar revista por sus otras intervenciones en la prensa. ↵
- Detallo a continuación los datos de publicación de cada poema en el semanario literario El Álbum del hogar, dirigido por Gervasio Méndez: 1. “La materia y el alma”: Año 1, Nro. 2, 14/07/1878; “A mi hijo”, Año 1, Nro. 9, 01/09/1878; “Yo era feliz”: Año 1, Nro. 13, 29/09/1878; “Dobles”: Año 1, Nro. 19, 10/11/1878; “El canto de la expósita”: Año 1, Nro. 24, 24/11/1878; “La esperanza”: Año 1, Nro. 30, 26/01/1879.↵
- Sirvan como ejemplo estos textos, aparecidos en el Año 1 de El Álbum del hogar, según se detalla: en el Nro. 40. 06/04/ 1879: “Una página del alma dedicada a mi esposo”; en el Nro. 42. 27/04/1879: “Las hojas de un libro”; en el Nro. 45. 11/05/1879: “El crepúsculo del alba”. ↵
- Agradezco a la autora el haberme enviado su libro –agotado actualmente– en versión electrónica.↵
- La cursiva es mía.↵
- “Los ojos sin luz de mi madre se iluminaron”, le narra Omac en su lecho de muerte a Alíxora, “se inclinó sobre mis brazos, miró el rostro de la niña y dio un grito, ¡blanco! Dijo y se desplomó a mis piés, estaba muerta. Había recobrado la vista para morir” (Pasionarias, 160).↵
- Según Peter Brooks, el melodrama es una modalidad narrativa surgida en el teatro francés del siglo XVII pero cuyo momento de esplendor fue la novela realista-romántica decimonónica, cultivada por folletinistas de escasa calidad literaria como así también por escritores de la talla de Balzac, Dickens, Dostoivsky y Henry James. En el caso local, son muchos los autores que han echado mano del melodrama: casi todas las obras de la literatura argentina del siglo XIX en adelante contienen –aunque, claro está, no necesariamente de modo estructural como las novelas de Pelliza– ciertos elementos melodramáticos: desde José Mármol, Vicente F. López, Sarmiento y M. de Sasor, hasta Juan María Gutiérrez, Lola Larrosa y Hernández en su épico Martín Fierro (1872), entre muchos otros. ↵
- Ya analicé en artículos anteriores tanto la cuestión del melodrama en la literatura folletinesca que precede a Pelliza (durante la década de 1850) como el melodrama en La Chiriguana y en Margarita. ↵
- Remito al esclarecedor artículo de Ramiro Zó. ↵
- Por la final transformación de las almas en emanación sobre el río, Eugenia Ortiz Gambetta inscribe esta obra dentro de las “historias de metamorfosis vegetales o almas externadas en plantas” (343).↵
- Para Brooks, el rasgo principal del héroe del melodrama es su ejemplaridad moral, su capacidad de resistir los ataques del mal sin perder su proceder ético. En este sentido, el melodrama “es el expresionismo de la imaginación moral” (199). En el desenmascaramiento de las falsedades impuestas por el villano (el Mal), se restituye el Bien y se restituye, por tanto, una afirmación de la individualidad, “la acción desarrollada en escena es siempre implícitamente un emblema del cósmico drama ético” (198). ↵
- Para un estudio sobre la importancia de las lenguas indígenas en el pensamiento romántico de los letrados rioplatenses del siglo XIX, remito al artículo de Hernán Pas.↵
- Explica Janik en un análisis sobre las relaciones entre literatura y periodismo en el siglo XIX, que “la transformación del pueblo en sociedad equivale a un proceso de educación colectiva. El tema más importante y el leitmotif del pensamiento de la minoría dirigente era que, en cada estado, debía crearse una sociedad civil” (Janik, 1). Los encargados de instruir a las masas eran los literatos, entendiendo a la literatura a través de la concepción de la Ilustración, como “la totalidad del saber, el conjunto de todas las letras y ciencias”, es decir, “el dominio del saber cultural basado en el espíritu científico” (Janik, 1). Decir que un autor posee literatura es decir que posee cultura, y por ello el intelectual es el encargado de formar la opinión pública, a través de la prensa. El literato es el centinela a las puertas del Estado, para recordar a sus conciudadanos sus derechos y deberes. Así, la literatura (especialmente la narrativa, pero también la poesía), dentro de este paternalismo ilustrado, tenían en palabras de Janik, “una función ancilar” (3): estaban, aunque en cierto sentido sobrevaloradas, por entero al servicio de la sociedad. ↵
- Rindiendo honor a esta mirada decimonónica y positivista (y con una postura peyorativa respecto de los indios, a tono con esa ideología oficial) cabe recordar el poema de Pelliza “El Siglo XIX”, sobre todo su primera estrofa: “Al empuje gigante del progreso / Alzó su talla soberana el siglo / Y sacudiendo el peso, / Que amontonára el tiempo en su cabeza, / Desplegó al viento la primera bandera, / Y uniendo las distancias de la tierra / Del hélice al vapor como dos alas, / Encadenó a sus plantas el desierto / Con sus razas indómitas y malas” (Pasionarias, 31).↵