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3 La “Concepción heredada”

Las ideas básicas de la CH son llevadas a su máxima expresión en los años veinte por un grupo de científicos y filósofos reunidos bajo el nombre de ‘Círculo de Viena’, que incluye autores como R. Carnap, F. Schlick, O. Neurath, y otros, los integrantes de la Escuela de Berlín de H. Reichenbach, K. Hempel, y otros autores que compartían gran parte de sus supuestos iniciales. En palabras de Suppe:

“A partir de los años 20 se convirtió en un lugar común para los filósofos de la ciencia el construir teorías científicas como cálculos axiomáticos a los que se da una interpretación observacional parcial por medio de reglas de correspondencia. De este análisis, designado comúnmente con la expresión Concepción Heredada de las Teorías se han ocupado ampliamente los filósofos de la ciencia al tratar otros problemas de la filosofía de la ciencia. No es demasiado exagerado decir que virtualmente cada resultado significativo obtenido en la filosofía de la ciencia entre los años 20 y 50 o empleó o supuso tácitamente la Concepción Heredada” (Suppe, 1974: 16).

De hecho, como es imaginable, hay diferencias sustantivas entre los planteamientos iniciales y los últimos desarrollos de la C.H., producto tanto de los debates internos como así también de las notables diferencias entre los autores. Pero las diferencias se construyen sobre una plataforma común que se analizará de aquí en adelante, dejando para mejor ocasión el análisis de las diferencias.

El punto de partida es la afirmación de que la tarea central de la filosofía de la ciencia consiste en el análisis y, por tanto, la reconstrucción de la estructura lógica de las teorías científicas mediante métodos metamatemáticos, al modo de su deslumbrante intervención en la crisis de fundamentos. Dado que la C.H. acepta plenamente el ‘giro lingüístico’, este supuesto se convierte en la exigencia de que la filosofía de la ciencia se dedique al análisis lógico del discurso científico, pues se está presuponiendo que las teorías tienen la misma estructura que sus formulaciones verbales.

1. La distinción entre contextos

En su Der logische Aufbau der Welt, R. Carnap (Carnap, 1928) presentaba un sistema y un método para la construcción cognitiva y ontológica del mundo. Consideraba tal sistema como una reconstrucción racional de los procesos de conocimiento y ‘conformación de la realidad’ que en la mayoría de los casos se llevan a cabo intuitivamente y entendía la reconstrucción en sentido fuerte, como descriptiva, fidedigna y siguiendo ‘la forma racional de derivaciones lógicas’. El problema fundamental de la filosofía (que en este contexto quedaba reducida a cumplir un papel de auxiliar de las ciencias) consistiría en lograr esta reconstrucción racional con los conceptos de todos los campos científicos del conocimiento.

Este modo de concebir a la filosofía implica otro recorte de suma importancia en el campo de estudio. Algunos años después otro conspicuo representante de la CH, H. Reichenbach, en el primer capítulo de su libro Experience and prediction (H. Reichenbach, 1938) estableció dos distinciones que alcanzaron reconocimiento y aceptación rápidamente. La primera era la diferencia entre las relaciones internas y externas del conocimiento. Llamaba internas a las que se dan entre las afirmaciones de la teoría en su reconstrucción racional y entre éstas y la evidencia empírica; externas a las que van más allá de estos factores lógicos y empíricos y se relacionan con otros factores, por ejemplo relativos a los comportamientos de la comunidad científica. La ciencia estrictamente hablando, para estos pensadores, estaba constituida por los contenidos y relaciones internas, ya que la conciben sólo como producto, desentendiéndose de los problemas de la producción del saber.

La otra distinción establecida por Reichenbach, complementaria de algún modo de la primera es la que se establece entre el contexto de justificación y el contexto de descubrimiento. Al primero corresponden los aspectos lógicos y empíricos de las teorías, mientras que al contexto de descubrimiento quedan reservados los aspectos históricos, sociales y subjetivos que rodean a la actividad de los científicos. No interesa, para la justificación de las teorías, los avatares que provocaron su generación. En todo caso, el abordaje de los mismos será tarea de la sociología, la historia o la psicología.

Como ya se ha dicho, la lógica y la fundamentación empírica son los únicos tribunales de justificación de las teorías, entendidas éstas como producto sin productor, es decir sin sujeto. La vigencia e influencias de estos planteos, si bien provenientes de la filosofía de la ciencia, excedían el marco disciplinar y académico de ésta, de tal modo que la distinción entre contextos de descubrimiento y de justificación pasó a ser unánimemente aceptada, fundamentándose sobre ella una clara distinción disciplinar. Esta verdadera ‘división del trabajo’, era asumida también por la sociología de la ciencia, que prestaba atención a los aspectos institucionales de la ciencia, desde las condiciones externas que favorecen su constitución y desarrollo como institución hasta su legitimación y la evaluación social de los descubrimientos científicos, pero sin injerencia relevante en su contenido cognitivo. Un claro ejemplo de esto es la sociología mertoniana de la ciencia, especialmente interesada en las normas y organización de la ciencia en tanto institución social, sus relaciones con otras instituciones y su integración o desintegración en la estructura social.

Merton sostiene (Merton, 1977) que el contenido de la ciencia, su justificación y validación, su desarrollo y cambios específicos quedan fuera del campo de la sociología y obedecen a lo que llama ‘normas técnicas’. Los contenidos de la ciencia dependen sólo de su función -el aumento del conocimiento- y de sus métodos técnicos. En suma, los “imperativos institucionales derivan del objetivo y los métodos”, pero no al revés.

En una línea de pensamiento diferente y que de algún modo puede considerarse antecedente de la sociología del conocimiento científico y de algunas corrientes de la sociología de la ciencia actual (Prego, 1992, Lamo de Espinosa et al, 1994), está la sociología del conocimiento de K. Mannheim, que asumía para el ámbito de las ciencias sociales, la influencia determinante de los factores sociológicos e ideológicos sobre los contenidos cognitivos y su justificación, hasta el punto que la comprensión de éstos exige la explicitación y comprensión de aquéllos. Sin embargo, Mannheim consideraba que estos factores ‘externos’ no jugaban un papel determinante en las ciencias naturales. Faltaban aún varias décadas para que la sociología comenzara a reclamar la palabra sobre los contenidos cognitivos de la ciencia en general.

Autores como G. Klimovsky (1994) han agregado a los dos anteriores, un tercer contexto: el “contexto de aplicación”. Todas las consecuencias prácticas, técnicas o tecnológicas, incluso los debates éticos sobre las aplicaciones del conocimiento científico pertenecen a él. En el punto que se está tratando aquí, esta nueva distinción, resulta irrelevante conceptualmente, dado que, por un lado no modifica ni la intención de la distinción original de Reichenbach ni sus consecuencias, de modo tal que el contexto de aplicación puede ser subsumido en el de descubrimiento. En efecto, la distinción descubrimiento-aplicación, no expresa –y en los últimos tiempos manos aún- una secuencia temporal, en la medida en que muchas veces es la aplicación concreta y definida el motor de la actividad científica. De cualquier modo, esta triple división, puede resultar útil para abordar otros problemas (cf. Schuster, 1997).

La relevancia y pertinencia de los desarrollos que en las últimas dos o tres décadas han tenido las sociologías del conocimiento científico, tales como el Strong Programme y sus derivaciones, así como también los abordajes antropológicos, como la etnografía de laboratorios, se apoyan en la disolución de la distinción tajante entre contextos, esto es, dicho de otro modo, en la idea de que lo que acontece en el contexto de descubrimiento es relevante en un sentido epistémico, es decir en la legitimación del conocimiento científico (cf. Althabe y Schuster, 1999)[1].

2. Justificacionismo y empirismo

Esta escisión fundamental entre contextos refuerza el carácter fundacionalista y justificacionista de la filosofía de la ciencia en la versión de la CH. Lo que se pretende es que justifique lógicamente la validez, aceptabilidad y pertinencia de esos productos finales que son las teorías científicas, y tal justificación se supone independiente y neutral respecto al contexto de descubrimiento. Lo que ocurra en éste no tiene ninguna relevancia para la reconstrucción de la estructura lógica de las teorías. Por eso la C.H. centra sus análisis en las teorías aisladas y estáticas, sin conceder importancia, o dándole una muy secundaria, al desarrollo del conocimiento científico y a los procesos de cambio teórico. En suma, ni la historia ni la sociología de la ciencia tienen relevancia alguna en la justificación cognitiva de las teorías.

Además, lo que se pretende no es tanto reconstruir la estructura de teorías concretas, sino dar una formulación canónica que toda teoría pretendidamente científica debe satisfacer. Es cierto que esa formulación canónica se construye a partir del estudio de teorías existentes que son tomadas como modelo- sobre todo la física- y que es objeto de numerosas modificaciones con el fin de adecuarla a las teorías ya consagradas que, en algunos aspectos, no la cumplían. Pero no es menos cierto que la pretensión última de la C.H. era que cualquier teoría se construyera siguiendo esos cánones y esa era, en última instancia, la utilidad que la filosofía de la ciencia podía tener para el conocimiento científico.

Todo esto se justifica suponiendo que la ciencia no sólo es la forma más segura de conocimiento, sino la única genuina. Las características básicas de este conocimiento científico son: la objetividad, la decidibilidad, la intersubjetividad y la racionalidad (Sánchez, 1994).

La objetividad consiste, básicamente, en que es independiente de los conocimientos, creencias o deseos de los sujetos. La decidibilidad se refiere a la posibilidad de determinar de modo concluyente, para un conjunto de afirmaciones, su verdad o falsedad. La intersubjetividad en que puede ser compartido y reconstruido por cualquier sujeto individual. Y la racionalidad en que satisface las leyes de la lógica, es revisable y, también, justificable. Todas estas características se consideran garantizadas de antemano y no necesitan justificación, aunque ellas mismas justifican la aceptabilidad del conocimiento. Los análisis de la filosofía de la ciencia han de basarse en estas propiedades de la ciencia.

Si la ciencia es el único conocimiento genuino, la Filosofía de la Ciencia debe elaborar criterios de demarcación que permitan delimitar este ámbito no ya epistémicamente privilegiado, sino único. Y esto es así, porque en el caso de la CH, no tal criterio no separa meramente la ciencia de lo que no es ciencia, sino lo que se considera conocimiento válido de las afirmaciones sin sentido. Para ello la C.H. utiliza un criterio basado en el supuesto empirista de que la experiencia es la única fuente y garantía de conocimiento. De este modo un conocimiento es genuino si es decidible empíricamente. La combinación de este supuesto con la concepción ‘lingüística’ da lugar al principio verificacionista de significado, que se puede enunciar como sigue: “el significado de una proposición es el método de su verificación”. Según este principio, un tanto estrecho, aquellas proposiciones que no puedan verificarse empíricamente, carecen de significado en sentido estricto y sólo tienen un sentido emotivo: expresan estados de ánimo. Una de las consecuencias más importantes de ese principio es que, por lo menos en principio, expulsa de un plumazo, del ámbito de las afirmaciones con pretensiones de sentido a la metafísica y a toda la filosofía especulativa en general (Ayer, 1959; cf. Schlick, 1965, Stevenson, 1965, Waismann, 1965). El famoso pasaje de Hume les servía de consigna:

“Me parece que los únicos objetos de las ciencias abstractas o de la demostración son la cantidad y el número, y que todos los intentos de extender la clase más perfecta de conocimiento más allá de estos límites son mera sofistería e ilusión (…). Todas las demás investigaciones de los hombres conciernen sólo cuestiones de hecho y existencia. (…) Cuando persuadidos de estos principios recorremos las bibliotecas, ¡qué estragos deberíamos hacer!. Tomemos en nuestra mano, por ejemplo, un volumen cualquiera de teología o de metafísica escolástica y preguntémonos: ¿Contiene algún razonamiento abstracto acerca de la cantidad y el número?, ¿No?, ¿Contiene algún razonamiento experimental acerca de los hechos y cosas existentes?, ¿Tampoco?. Pues entonces arrojémoslo a la hoguera, porque no puede contener otra cosa que sofismas y engaño”. (Hume, 1980)

Las proposiciones significativas, entonces, se restringían tan sólo a dos tipos: las proposiciones formales como las de la lógica o la matemática puras, que son tautológicas; y las proposiciones fácticas con posibilidad cierta de verificación empírica.

3. Concepción enunciativa de las teorías. Distinción teoría/observación

Las teorías científicas son, para la CH, conjuntos de enunciados (por ello se la llama también Concepción Enunciativa). Estos enunciados son independientes unos de otros, aunque mantienen entre sí relaciones de deducibilidad, y pueden tener características muy diferentes. Así, unos son estrictamente universales y otros singulares, algunos se refieren a fenómenos observables, mientras otros no lo hacen, etc. Por otra parte, el número de enunciados que integran una teoría es, a todos los efectos, infinito. Esto obliga a reformularla de tal manera que resulte una estructura ordenada y manejable. Por eso utilizan métodos metamatemáticos para su reconstrucción como sistemas de enunciados axiomatizados deductivamente; las leyes fundamentales – y, en las versiones finales de la C.H., las reglas de correspondencia – constituyen el conjunto de axiomas y el resto de enunciados los teoremas [2]

Una exigencia fundamental de la C.H. era que todos los términos no lógicos de una teoría se introdujeran a partir de la experiencia y que todos sus enunciados fueran verificables. Sin embargo las teorías incluyen términos y enunciados que no parecen hacer referencia a nada observable. En este sentido, la C.H. se vio obligada a distinguir entre dos lenguajes (o dos niveles del mismo lenguaje, o dos vocabularios, según la antigüedad de la formulación). Uno, el lenguaje observacional o Lo, está constituido por todos los enunciados que describen fenómenos directamente observables o, si se prefiere, por todos los enunciados cuyos términos designan entidades, sucesos o propiedades directamente observables. El otro, llamado lenguaje teórico o Lt, está constituido por los enunciados cuyos términos no se refieren a observables (sea, como enseguida veremos, porque designan inobservables o porque son simples abreviaturas de términos observacionales). Las leyes pertenecen a este Lt.

El lenguaje observacional tiene que ser neutral, dado con independencia del teórico y único, porque así es la experiencia y porque sólo así se garantiza la verificabilidad genuina de las teorías. Además tiene que ser accesible, preciso, con una estructura lógica simple, extensional, etc., pues se conecta directamente con la realidad observable. Sobre este punto se ha desarrollado un debate tendiente a elucidar si la naturaleza última de este lenguaje ha de ser protocolar (es decir, fenomenalista) o fisicalista (Cf. Neurath, 1965a; Russel, 1965, Carnap, 1965b).

A su vez, Lt es relativo a cada teoría en el sentido de que puede diferir radicalmente de una a otra y su estructura lógica puede ser muy compleja. Pero las controversias fundamentales radican en cuál es el nivel de compromiso ontológico (si lo hay) que conlleva la referencia a términos que se refieren a un ámbito ajeno a la posibilidad de observación. Mares de tinta se han derramado acerca de esta cuestión, con distintos grados de sutileza en los análisis, (cf. Newton-Smith, 1987, Hempel, 1965 y 1979a, Suppe, 1974, Chalmers, 1980), pero básicamente hay dos posiciones que, más allá de las diferencias, mantienen el compromiso básico con el empirismo, pues el lenguaje observacional se considera indiscutible y libre de problemas y la existencia de lo observado está fuera de toda duda. Por un lado la posición realista, que sostiene que los términos teóricos se refieren a entidades y propiedades inobservables, pero de existencia física. El carácter de inobservable está definido por la imposibilidad sensorial (probablemente transitoria) o, en todo caso técnica de la especie humana. En este caso lo observable es sólo una parte de la realidad, precisamente el conjunto de efectos y consecuencias de lo inobservable. Las leyes teóricas pretenden describir esos procesos inobservables y por eso son susceptibles de verdad o falsedad por su correspondencia con la realidad. Por otro lado, la posición instrumentalista, según la cual los términos teóricos son concebidos como abreviaturas de combinaciones complejas de términos observacionales o como convenciones que facilitan el manejo del lenguaje observacional. Desde este punto de vista no hay más realidad que la observable o, cuando menos, es la única relevante. Las leyes teóricas son instrumentos útiles para la predicción de fenómenos y para organizar la experiencia conectando unos sucesos con otros, pero no son ni verdaderas ni falsas en un sentido estricto. Dice M. Hesse:

“Los instrumentalistas sostienen que las teorías tienen la función de instrumentos, herramientas o artificios de cálculo con relación a los enunciados observacionales. Desde este punto de vista, se supone que las teorías pueden usarse para relacionar o sistematizar enunciados observacionales y para derivar conjuntos de enunciados de observación (predicciones) a partir de otros conjuntos (datos); pero no se desprende ninguna cuestión acerca de la verdad o referencia de las propias teorías” (Citado en Newton-Smith, 1987:42)

Esta distinción teórico observacional ha sido uno de los tópicos más criticados (y reformulados) de la CH, y aunque tales críticas sean diversas, puede señalarse principalmente aquella desarrollada por W. O. Quine, que muestra que nunca es posible establecer una distinción tajante y contundente entre ambos niveles y, por otro lado un nutrido grupo de autores que remarcan la incidencia de la carga teórica en la observación.

4. Interpretación, verificación y conmensurabilidad

Los dos tipos de lenguajes mencionados (es decir Lo y Lt) con sus correspondientes vocabularios, permanecen escindidos tajantemente para la CH, sea cual fuere el status ontológico que se le atribuya a los objetos a los cuales hace referencia el segundo. Es por ello que tanto para las posiciones realistas como para las instrumentalistas, es necesario establecer un puente que permita el pasaje deductivo, es decir conservando la verdad, de los enunciados teóricos a los observacionales. Esa función se realiza según las ‘reglas de correspondencia’, enunciados especiales que permiten interpretar la teoría en términos de observación. La naturaleza y el status de estas reglas fueron objeto de numerosas discusiones con sus consecuentes modificaciones que llevaron a una creciente liberalización en la forma de entenderlas. Así, fueron consideradas, sucesivamente, definiciones, reglas de traducción, enunciados de reducción parcial, diccionarios y sistemas interpretativos. Igualmente pasaron de ser ‘externas’ a la teoría a estar integradas entre los postulados, y de analíticas a sintéticas (cf. Suppe, 1974). En cualquier caso, la interpretación resultante es enunciativa, pues está constituida por el conjunto de enunciados observacionales que son consecuencia de la teoría, y es única en el sentido de que actúa como la ‘gran aplicación’ de la teoría a toda la experiencia. De modo tal que el conjunto de enunciados observacionales obtenido describiría cómo sería toda la experiencia si la teoría fuese verdadera.

Desde un punto de vista lógico la teoría podrá ser considerada completamente verificada si todas sus consecuencias observacionales se corresponden con la experiencia. Esto implica que no es posible llevar a cabo la verificación completa de una teoría, ya que sus consecuencias observacionales son, a todos los efectos, infinitas (lo que se sigue de la propia estructura lógica de las leyes, que pretenden valer para todo lugar y tiempo), lo cual obliga a la utilización de una inferencia inductiva, pues de la verdad de casos particulares se infiere la de la teoría. Por ello se habla más bien de grado de confirmación, que se determina mediante la probabilidad[3]

inductiva y es progresivamente creciente a medida que aumenta el número de verificaciones. De la misma manera es posible decidir entre teorías alternativas mediante experimentos cruciales, que confirmaran una de ellas, desconfirmando, al mismo tiempo, la otra. Esto es posible porque las teorías son conmensurables en un doble sentido:

a) Como el lenguaje observacional es neutral y compartido por las distintas teorías, es posible compararlas, al menos a este nivel. Ciertamente algunas tendrán una base empírica más amplia que otras, pero basta que tengan alguna parte común para que la comparación sea posible. Incluso si sus bases empíricas son completamente diferentes, siempre será posible establecer conexiones entre ellas al observar que se refieren a aspectos distintos de la misma experiencia.

b) Para la C.H. las unidades mínimas de significado son los términos y, en un segundo nivel, los enunciados aislados. De este modo el significado de un término será independiente de la teoría en que aparece. Aunque en teorías sucesivas ese significado pueda ser precisado y afinado o se introduzcan términos nuevos que sustituyan a otros antiguos total o parcialmente, puede decirse que el significado de los términos se conserva esencialmente, y en los casos de sustitución es posible identificar los términos implicados (esta es la tesis de la invariancia de significado). Esto es lo que hace posible la comparación de diferentes teorías científicas en el nivel del lenguaje teórico.

5. Reducción y progreso científico

La combinación de estas dos formas de conmensurabilidad permite a la C.H. concebir el desarrollo del conocimiento científico como un proceso de progreso acumulativo caracterizado por la reducción epistemológica entre teorías. Esta reducción se produce cuando, bajo ciertos presupuestos, los términos teóricos de una teoría se conectan con los de otra, las leyes de la primera se derivan de las de la segunda (una vez ‘traducidos’ sus lenguajes teóricos) y los supuestos asumidos para la conexión tienen apoyo observacional. Esto significa que cualquier desarrollo científico bien confirmado se conserva a lo largo de la historia de la ciencia, ya sea integrado por subsunción en las teorías posteriores, o ya sea porque lo que afirma puede derivarse de ellas reductivamente.

Para explicar el proceso de cambio de teorías o, si se quiere de progreso científico – la historia de la ciencia en suma- la CH sostiene que tal proceso:

“(…) se puede entender si se considera que el progreso científico adopta tres formas. Primeramente, aunque una teoría haya sido ampliamente aceptada por estar fuertemente confirmada, desarrollos posteriores (por ejemplo, los adelantos tecnológicos que mejoran drásticamente la exactitud de observación y medida) han hallado zonas en donde la teoría resultaba predictivamente inadecuada, y, por tanto, su grado de confirmación se ha visto aminorado. Aunque históricamente sea inexacto, la revolución copernicana se pone a veces como ejemplo de este tipo. En segundo lugar, mientras la teoría continúa disfrutando de confirmación para los diferentes sistemas comprendidos en su campo originario se está viendo cómo ampliar la teoría hasta abarcar un número más amplio de sistemas o fenómenos. Un ejemplo, a menudo citado, de esto es la extensión de la mecánica clásica de partículas a la mecánica de cuerpos rígidos. En tercer lugar, varias teorías dispares, disfrutando cada una de ellas de un alto grado de confirmación, se incluye en, o se reducen a, alguna otra teoría más amplia (como por ejemplo la reducción de la termodinámica a la mecánica estadística o la reducción de las leyes de Kepler a la dinámica de Newton). En esencia los positivistas mantienen la tesis de que, excepto en la consideración inicial de teorías nuevas, el progreso científico acontece a través de los dos últimos tipos de desarrollo. (…) La tesis de la reducción lleva así al siguiente panorama del progreso o desarrollo científico: la ciencia establece teorías que, de verse ampliamente confirmadas, son aceptadas y siguen siéndolo con relativa independencia del peligro de verse posteriormente disconfirmadas. El desarrollo de la ciencia consiste en la ampliación de dichas teorías a ámbitos más amplios (primera forma de reducción de teorías), en el desarrollo de nuevas teorías ampliamente confirmadas para dominios relacionados con él y en la incorporación de teorías ya confirmadas a teorías más amplias (segunda forma de reducción de teorías). La ciencia es, pues, una empresa acumulativa de extensión y enriquecimiento de viejos logros con otros nuevos; las viejas teorías no se rechazan o abandonan una vez que se han aceptado; más bien lo que hacen es ceder su sitio a otras más amplias a las que se reducen” (Suppe, 1974: 74)

Pero las consecuencias de este punto de vista no son solamente diacrónicas, es decir referidas al proceso temporal de ‘acumulación’ de conocimientos, sino y lo que es más importante, también sincrónicas.

Este acumulativismo casi lineal se combina con una segunda forma de reduccionismo que atañe a los conceptos y que podría llamarse reduccionismo ontológico. Al tener que introducir todos los términos desde la experiencia, es posible establecer una jerarquía de niveles epistémicos, basándose en las conexiones entre los conceptos básicos de las distintas teorías y ramas de la ciencia.

El punto de vista reduccionista en general puede ser explicado como sigue. Supóngase la siguiente tabla en la cual la columna A indica los niveles en que tentativamente puede clasificarse la naturaleza. Adviértase que no se trata aquí de niveles de complejidad o simplicidad sino que la relación entre estos niveles se establece en el sentido de que cada uno de ellos supone al anterior. En la columna B aparecen las disciplinas científicas, que según las incumbencias estándar se ocupan de los distintos niveles. Adviértase también que ninguna de las dos columnas es definitiva ni excluyente: ambas podrían ser completadas y complejizadas a partir de otras sutiles divisiones.

Columna A

Columna B

Niveles de la naturaleza

Disciplinas científicas

Ecosistemas/sociedades

Sociología, estudios interdisciplinarios, ecología, etc.

Animales con estados psicológicos

Psicología, etología, etc.

Metazoos y plantas multicelulares

Ciencias biológicas en general

Células y organismo celulares

Virus

Objetos, compuestos inanimados

Física, Ciencias de la Tierra, etc.

Moléculas

Fisicoquímica, física cuántica, etc.

Átomos

Partículas subatómicas

Lo desconocido

El punto de vista reduccionista supone que los sucesos, procesos o integrantes de cada nivel deberían poder explicarse en términos de los niveles más bajos. Según Popper:

“Esta idea reduccionista es interesante e importante, y cada vez que logramos explicar las entidades y sucesos de un nivel superior mediante los del nivel inferior, podemos hablar de un gran éxito científico y podemos decir que hemos contribuido substancialmente a la comprensión que tenemos del nivel superior. Como Programa de investigación, el reduccionismo no sólo es importante, sino que forma parte del programa de la ciencia, cuyo objetivo es explicar y comprender” (Popper, 1977:20).

Sin embargo cuando se habla de reduccionismo no siempre se quiere decir lo mismo y un análisis del problema parece involucrar cuando menos tres cuestiones importantes.

En primer lugar, y desde un punto de vista meramente analítico, podemos distinguir un reduccionismo ontológico (cf. Klimovsky, 1994:275), que consistiría en afirmar la tesis según la cual una disci­plina o teoría B puede ser reducida a una disci­plina o teoría A (que podemos denominar básica) porque, en el fondo, las entidades de B son estructuras cuyos componentes, relacio­nes, correla­ciones y funciona­miento corresponden a A.

Algo de esto ocurrió en la química: aún hoy se suele llamar química orgáni­ca a aquella que trata de las sustan­cias que pare­cen, casi por defini­ción, es­tar ligadas esen­cialmente a los seres vivos. Esta nomenclatura proviene de la convicción, que hasta princi­pios del siglo pasado, muchos químicos tenían acerca de la imposibilidad de la síntesis de las sustancias orgánicas en el laboratorio dado que suponían que el comportamiento de éstas no era reducible enteramente a las leyes de la química inorgánica. Sin embar­go, paulatinamente la opinión de los cientí­ficos fue cambian­do (no sin una dura polémica entre ellos) hasta que Frie­drich Wohler, en 1828, logró sintetizar la urea, un componente orgánico presente en la orina de los mamíferos. En la actuali­dad, des­pués de haberse logrado la síntesis de com­puestos orgánicos de muy alta complejidad, parece plau­sible ser reduccio­nista en este ámbito.

El reduccionismo ontológico es una posición muy fuerte y quien la defienda tendrá que probar que todos los fenómenos de un ámbito son explicables con afirmaciones propias de otro ámbito más básico. De lo contrario deberá mostrar estrictamen­te en cuáles aspectos se puede hacer la reducción y en cuáles no, con lo cual la posición se debi­lita y se dificulta.

Pero puede hablarse de reduccionismo en un sentido más restrin­gido, al que puede denominarse ‘semán­ti­co’. Aquí ya no se habla de entidades reducibles sino de términos: el lenguaje de la disciplina B (que es la que se quiere reducir) puede ser traducido al lenguaje de la disci­plina básica A. Sostener esta posición implica, además, sus­cri­bir a una postura determinada en cuanto a la relación entre el lenguaje y las entidades a que este se refiere. El reduccionismo ontológico implica el reduccionismo semántico, aunque no a la inversa. De cualquier modo el reduccionismo semántico no elude el problema de explicar la naturaleza de la traducción que propone.

La segunda cuestión importante radica en la legitimidad de las reducciones que podríamos denominar ‘parciales’, que por otra parte son abundantes en la historia de la ciencia. Ya se ha mostrado más arriba un episodio de reducción exitosa, al que podrían agregarse otros tales como por ejemplo el surgimiento de la biología molecular a mediados del siglo XX. Sin embargo otros tipos de reducción como las distintas formas del determinismo biológico son de dudosa legitimidad(cf. Chorover, 1985, Gould, 1986). En general la legitimidad de las reducciones en estos niveles aparece debilitada en la medida en que constituyen una simplificación que deja de lado las especifi­cidades que, además de enriquecer el conocimien­to, hacen del quehacer de los hombres algo cualita­tivamente diferente de la ‘pura y neutral’ legalidad de la naturaleza.

Finalmente, es necesario señalar el punto de vista reduccionista propio de la CH. Los niveles expuestos en el cuadro son reductivos, pues el significado de los términos fundamentales de un nivel serían reducibles a los del nivel inferior y así hasta llegar a la física, que es la ciencia fundamental. Este reduccionismo es lo que permite hablar a la C.H. de la ciencia unificada (cf. Carnap, 1965). La combinación de este supuesto con la idea de progreso acumulativo incorpora un fuerte componente optimista: la acumulación continua de conocimientos puede llevar a una ciencia unificada final que explique o describa completamente la realidad y, además, esté suficientemente confirmada. En otras palabras, el conjunto de consecuencias observacionales de esa ciencia unificada final, sería la descripción completa de toda la experiencia.

Como balance de lo dicho puede señalarse que un sesgo fuertemente reduccionista caracteriza a las versiones más duras de la CH, sesgo cuya versión en el ‘imaginario cultural’ se traduce en un cientificismo. De este modo es posible hablar de reducción de unas ciencias a otras; pero también se reduce el conocimiento humano relevante a aquel que tiene su origen en lo empírico; pretende reducir la diversidad metodo­lógica a la unidad y, por último realiza una estratégica e ideo­lógica doble reducción: reduce la racionalidad a la ciencia y ésta, la ciencia, a sus aspectos puramen­te metodológicos (la estructura lógica de las teorías y el control empírico). Las disputas del siglo XX en torno a la ciencia se han encargado de desmoronar los tres últimos aspectos del reduccionismo y de desalentar el optimismo respecto al primero.


  1. F. Schuster (1997, 1999) desarrolla una distinción más específica y sutil de los contextos en los cuales se desenvuelve la ciencia: distingue entre contextualización situacional, relevante y determinante, en una escala creciente de relevancia epistémica.
  2. Como la CH es un conjunto relativamente heterogéneo de autores que a lo largo de varias décadas han intentado establecer la estructura fundamental de las teorías científicas introduciendo variaciones de mayor o menor relevancia y, muchas veces, intentando resolver objeciones que se les planteaban, resulta comprensible que no haya una única versión de la misma, aunque lo cierto es que las variaciones se producen sobre una base homogénea común (cf. Suppe, 1974).
  3. Atribuir a la ciencia carácter probabilístico ha sido objetado por muchos autores, entre ellos K. Popper, señalando acertadamente que desde el punto de vista de la probabilidad matemática, las teorías científicas tienen una probabilidad sumamente baja y, en sentido estricto, la misma tiende a cero.


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