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2 Cambios en la realidad internacional
y la regulación de conflictos

2.1. Cambios en los años noventa

A partir de la disolución de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), diferentes cambios a nivel global permitieron el surgimiento de visiones optimistas sobre un período de paz mundial y seguridad internacional (Boutros-Ghali, 1992). La desaparición de la tensión bipolar, la transición pacífica de gobiernos autoritarios a gobiernos democráticos y los desarrollos tecnológicos parecían marcar el comienzo de una nueva era donde el número de enfrentamientos armados entre Estados descendería, donde los pueblos decidirían mediante la votación sus destinos políticos y donde las nuevas oportunidades económicas se abrirían para los países menos desarrollados. Pero, pese a ese escenario esperanzador, los actores internacionales tradicionales se enfrentarían también al surgimiento de tensiones y desafíos: el paso de la estabilidad bipolar de la Guerra Fría a un mundo que no terminaba de configurarse como unipolar o multipolar (Falk, 2002); las fragilidades del modelo globalizador, resumidas en la volatilidad financiera, el desequilibrio entre crecimiento económico y sostenibilidad del medio ambiente, y la contradicción entre la cultura unificadora y la autoafirmación de las identidades culturales (Castells, 2002); las tres caras de la globalización —la económica, la cultural y la política— y sus respectivos problemas —desigualdad, uniformidad cultural, predominio político estadounidense e instituciones políticas y redes transgubernamentales poco democráticas (Hoffman, 2002)—; la aparición de las nuevas guerras (Kaldor, 2013) o conflictos bélicos: guerra en red, guerra espectáculo y guerra neomoderna (Kaldor, 2003); la importancia cada vez mayor de los actores no estatales en el sistema internacional (Rosenau, 1990); y la incapacidad de los Estados nación para resolver los problemas nacionales e imponer intereses públicos y sus limitadas posibilidades de acción (Messner, 2001).

Desde antes de la caída del comunismo, había quienes se aventuraban a asegurar que una nueva civilización podría surgir de la desesperación que planteaba el peligro de aniquilación nuclear, el desastre ecológico, el fanatismo racial o el cataclismo económico (Toffler, 1980). Se percibían estos cambios, no como peligros, sino como las señales de la nueva etapa que comenzaba. Con la desaparición de la Unión Soviética, hubo quienes consideraron que la época de las luchas ideológicas había concluido, dejando como vencedor y única opción viable el liberalismo político y económico de Occidente (Fukuyama, 1989). El liberalismo, según Francis Fukuyama, luego de sobreponerse al absolutismo, al bolchevismo, al fascismo y al marxismo, tendería a universalizarse, marcando el “punto final de la evolución ideológica de la humanidad” (1989). Así, la democracia como forma de gobierno y el mercado como único determinante económico se convertirían en la común herencia ideológica de la humanidad en la fase poshistórica. Incluso los conflictos entre Estados desaparecerían, dado que los cálculos económicos reemplazarían a las guerras como principal herramienta de solución de diferencias entre Estados democráticos (Fukuyama, 1992).[1] Este cambio necesariamente implicaría el paso del tiempo, dado que todavía existirían países atrapados en la fase histórica, lo que los llevaría a mantener actitudes belicosas.

Entre las visiones optimistas sobre estos cambios, también figura Thomas Friedman, quien asegura que la intensificación de la integración económica, la integración digital, la interconexión de individuos y naciones en constante aumento, la diseminación de los valores del capitalismo, la extensión de redes a los rincones remotos del mundo y las presiones económicas a la soberanía estatal incrementan los incentivos para no recurrir a la guerra (Friedman, 1999). Es decir que en el nuevo mundo se generaría una alta interconexión económica y de información, que, sumada a la diseminación del capitalismo, provocaría una tendencia cada vez menor a que los Estados participantes de este sistema resuelvan sus diferencias mediante el enfrentamiento armado. En el nuevo mundo de la globalización y del triunfo del liberalismo económico y político, las poblaciones de los países desarrollados elegirían ser parte de las principales tendencias globales, como internet y el crecimiento económico. Esta visión del nuevo sistema internacional, con sus respectivos incentivos y restricciones, plantea que la gente preferiría participar del mundo globalizado a tomar parte en un conflicto en clave ideológica. Y eso sería lo que les impondrían a sus respectivos líderes, quienes deberían comprender la actualidad en la que se mueven.

Pero estas visiones descriptas, tanto la de Fukuyama como la de Friedman, por supuesto tenían sus antítesis. La desaparición de la bipolaridad y el fin del comunismo no configurarían por sí mismas el estadio último de la evolución humana, debido al triunfo del liberalismo en su máxima expresión, sino que expondrían a Occidente al contacto y al enfrentamiento con otras regiones y culturas del mundo. Samuel Huntington, en el famoso artículo de la revista Foreign Affairs, planteaba que los conflictos, lejos de desaparecer, cambiarían su condición ideológica típica de la Guerra Fría por una dimensión cultural. Huntington aseguraba que “el carácter tanto de las grandes divisiones de la humanidad como de la fuente dominante del conflicto será cultural. Las naciones Estado seguirán siendo los agentes más poderosos en los asuntos mundiales, pero en los principales conflictos políticos internacionales se enfrentarán naciones o grupos de civilizaciones distintas” (Huntington, 1993, p. 22). Considera que la democracia como forma de gobierno y el imperio del mercado en la economía son valores de Occidente, y que el resto de las denominadas civilizaciones no solo podría negarse a aceptarlos como válidos, sino que además podría intentar imponer sus propias visiones sobre formas de gobierno y administración económica. Ese enfrentamiento de cosmovisiones sería la principal falla causante de conflictos inevitables (Huntington, 1997).

Por otro lado, Benjamin Barber, saliéndose de las visiones placenteras sobre el futuro post-Guerra Fría, plantea también un enfrentamiento, pero que tiene como resultado una amenaza a la democracia. Por un lado, el mundo integrado producto de la fluidez de la información y de la interconexión de los mercados, representado por el Mc World, y, por el otro, una respuesta a esta tendencia a la universalidad, que hace hincapié en la propia cultura y tradiciones, expresada por el autor bajo el concepto de Jihad (Barber, 1992). Ambas dinámicas, mediante su propia existencia, refuerzan la otra, provocando así una doble presión sobre el Estado. Las dinámicas económicas del Mc World provocarían un debilitamiento en las políticas distributivas con vistas a la competitividad, así como la Jihad causaría que las diferentes identidades que coexistieron pacíficamente dentro de un Estado pasen a identificarse como enemigas unas a otras. El resultado es un debilitamiento del Estado nación y de las democracias, ya que las fuerzas mundializantes no pueden ser contenidas ni puede ser recompuesta la erosión provocada por los reclamos identitarios insatisfechos (Barber, 1995).[2]

Hasta aquí, hemos visto distintos enfoques que intentaban teorizar sobre los cambios ocurridos luego del fin de la Guerra Fría y las consecuencias de ellos. Entre los cambios más destacados, figuran la caída del Bloque del Este y la ampliación de la denominada Tercera Ola de Democratización (Huntington, 1991), el rápido desarrollo tecnológico y de las comunicaciones, y la transnacionalización de los mercados. Pero las consecuencias de estos cambios fácticos son diversas y las teorías revisadas, si bien cumplen un papel introductorio fundamental, parecen no terminar de abordar y comprender la totalidad de los cambios que acaecían en los últimos años del siglo XX. Como se ha mencionado en las líneas anteriores, hay desafíos y tensiones correspondientes a esos tiempos turbulentos que estas explicaciones parecen no considerar. Ellos han sido reunidos en seis grupos, no buscando una clasificación acabada y definitiva, sino con una idea organizativa que facilite la presentación de las temáticas.

La primera cuestión a considerar es la desaparición de la estabilidad geopolítica que brindaba la bipolaridad de la Guerra Fría. El enfrentamiento de los dos gigantes, iniciado luego de la Segunda Guerra Mundial, brindaba a todos los actores la posibilidad de realizar fácilmente las comparaciones entre las capacidades de los actores (Waltz, 2000). Por otro lado, el miedo a la mutua destrucción asegurada generaba que las interacciones entre ambas potencias sean medidas y que, hasta cierto punto, negocien, como lo hicieron en los acuerdos SALT I y SALT II. Otro efecto de la estabilidad de la Guerra Fría fue que muchos conflictos en el interior de las dos esferas de influencia fueron suprimidos, especialmente en Europa del Este y en Asia Central (Lederach, 1997). Pero, con el fin de la Guerra Fría, ¿qué tipo de orden ha surgido? Richard Falk asegura que luego de la caída del ultraestable andamiaje geopolítico del período bipolar, ha existido un “momento unipolar” donde la alianza dirigida por Estados Unidos derrotó a Irak en la primera guerra del Golfo (Falk, 2002). Pero luego, aunque hasta nuestros días siga habiendo un solo actor con capacidad militar global, en materia económica el mundo se ha multipolarizado: “Estamos en un mundo unipolar en términos de un poder hegemónico con supremacía militar-estratégica global, los Estados Unidos. Estamos en un mundo multipolar en materia económica” (Oddone, 2004).[3] En los últimos años del siglo XX, los rivales económicos fueron Japón y la Unión Europea; hoy, China aparece como el principal competidor, pero es claro que Estados Unidos ha perdido su hegemonía económica. Por otro lado, también cabría preguntar si los aconteceres del mundo actual pueden seguir siendo analizados en enclave de Estados como unidades indivisibles que, inmersos en la política de poder, solo velan por su propia seguridad, como algunos defienden (Waltz, 1993).

En segundo lugar, existe también lo que Manuel Castells denomina la crisis del modelo globalizador (Castells, 2002). Según su propio análisis, en los años posteriores a la finalización de la Guerra Fría se dieron tres procesos simultáneos: la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación, la desregulación y la liberalización de la economía, y la difusión de los valores de Occidente, así como un creciente multiculturalismo en todas las sociedades del mundo. Estos procesos interconectados conforman, a su entender, el modelo de globalización que tuvo lugar durante la última década del siglo pasado. Pero estos tres sucesos combinados, considerados como grandes avances, tienen también consecuencias perjudiciales que empezaron a revelarse con el correr de los años. Castells menciona que la volatilidad financiera, el desequilibrio entre crecimiento económico y sostenibilidad del medio ambiente, y la contradicción entre la cultura unificadora y la autoafirmación de las identidades culturales han hecho inviable el modelo globalizador de los años noventa.

La volatilidad financiera está caracterizada por la falta de control gubernamental y de instituciones financieras sobre las finanzas mundiales. Eso, “sumado al volumen del capital, la complejidad de las carteras de valores que se gestionan en la actualidad y el rápido proceso de cambio tecnológico y cultural, parece favorecer, al menos en el futuro inmediato, la volatilidad del sistema” (Castells, 2002, p. 16). En este sentido, y también crítico sobre el efecto de la globalización sobre los países menos desarrollados, Stiglitz (2002) asegura:

Los bancos occidentales se beneficiaron por la flexibilización de los controles sobre los mercados de capitales en América Latina y Asia, pero esas regiones sufrieron cuando los flujos de dinero caliente especulativo (dinero que entra y sale de un país, a menudo de la noche a la mañana, y que no suele ser más que una apuesta sobre si la moneda va a apreciarse o depreciarse) que se habían derramado sobre los países súbitamente tomaron la dirección opuesta. La abrupta salida de dinero dejó atrás divisas colapsadas y sistemas bancarios debilitados (p. 42).

Entonces, se puede afirmar que, si bien la desregulación y la liberalización de las economías del globo han traído aparejados beneficios inobjetables, el sistema en general es menos estable y los capitales han obtenido un margen de maniobrabilidad más amplio en detrimento de alternativas con las que los Estados contaban en el ámbito de política financiera, monetaria y fiscal.

El siguiente punto que aborda Castells es el desequilibrio entre crecimiento económico y sostenibilidad del medio ambiente, provocado por la penetración del hombre en todos los ecosistemas de la Tierra, la eliminación de las formas tradicionales de vida y subsistencia ante el avance del desarrollo, y la posibilidad de alterar el equilibrio de la vida perjudicando a generaciones (Castells, 2002). Las consecuencias de estas conductas son variadas, pero ineludibles. Comprenden la alteración de ecosistemas fundamentales para la existencia del ser humano sobre el planeta, como por ejemplo el Amazonas, la expulsión de millones de personas desde sus ámbitos tradicionales de subsistencia hacia zonas urbanas superpobladas y las consecuencias de la explotación industrial, que puede llevar décadas revertir, como el efecto invernadero.[4]

El último punto en el que hace énfasis Castells es la tensión que se genera entre la cultura unificadora y homogeneizante de la globalización y la autoafirmación de las identidades culturales ligadas a la etnia, el territorio, la religión o la nación de pertenencia. El autor afirma que “todo intento por desdeñar las identidades con raíces históricas en nombre del progreso global hacia la hipermodernidad desencadena una reacción colectiva, cuya intensidad es directamente proporcional a su exclusión de la cultural global unificadora” (Castells, 2002, p. 18). Los valores de Occidente y la entronización del ejercicio de las libertades individuales en el sentido liberal hallan muchas veces resistencia en las poblaciones que solo encuentran salida a la exclusión a la que las somete el proceso globalizador en la ponderación de diferentes identidades.

Ante estas inestabilidades del modelo globalizador mencionadas, tanto la económica como la medioambiental y la cultural, el autor propone establecer las estrategias que permitan evadir un crecimiento económico desigual al nivel global y alcanzar un desarrollo compartido, diseñar un modelo de desarrollo que permita la sostenibilidad medioambiental y tecnologías de la información y medios de comunicación respetuosos de todas las identidades culturales (Castells, 2002).

Volviendo a las tensiones y los desafíos que los actores internacionales tradicionales encuentran a partir de la finalización de la Guerra Fría, en tercer lugar, y en una línea similar a la de Manuel Castells, se encuentran Stanley Hoffmann (2002) y su visión de los problemas de la globalización. El autor asegura que Fukuyama, Huntington, Friedman y la “ortodoxia” realista proponen modelos que no logran explicar acabadamente las realidades de la era postenfrentamiento bipolar. Las rivalidades entre las potencias no han desaparecido, las guerras entre Estados son menos comunes pero crece el número de guerras intestinas, y el límite entre política exterior y política interior se vuelve borroso. Todo esto sucede con un trasfondo común: la globalización. Hoffmann divide este fenómeno en tres partes, al igual que Castells, pero identifica una globalización económica, una cultural y una política, y considera que a cada variante le corresponde un problema. Su visión es más pesimista que la del intelectual español, ya que no considera estos problemas como cuestiones a solucionar, sino como contrariedades inherentes al proceso globalizador. Es decir, mientras exista globalización, existirán estos obstáculos.

Para Hoffmann, la globalización económica se caracteriza por la revolución tecnológica y su influencia en comercio de inversión y negocios internacionales, además de la participación en este circuito de empresas inversionistas, bancos, Estados y organismos internacionales. Como contracara, plantea el dilema entre eficiencia y justicia, donde “la especialización y la integración de las empresas hacen posible que aumente la riqueza acumulada, pero la lógica del capitalismo puro no favorece la justicia social. Así, la globalización económica se ha vuelto una temible causa de desigualdad entre los Estados y dentro de ellos” (Hoffmann, 2002, p. 72). El énfasis en esta propuesta está puesto en la paradoja de la competitividad global, que hace más ricos a ciertos Estados y empresas, pero reduciendo costos gracias a procesos de flexibilización laboral y carencia de propuestas para la redistribución de la riqueza.

Las revoluciones de la tecnología y la transnacionalización de la economía también han favorecido la circulación de bienes culturales, predominantemente la difusión del American Way of Life. Esto ha generado que en distintos países del globo se dé una “reacción contra la uniformidad”, es decir, el “renacimiento de culturas e idiomas locales, y un ataque contra la cultura Occidental, a la que se denuncia por ser portadora arrogante de una ideología secular y revolucionaria, y una máscara de la hegemonía de Estados Unidos” (Hoffmann, 2002, p. 72). En este sentido, la globalización cultural que sugiere Hoffmann es similar a la propuesta por Castells, con la diferencia de que agrega el componente hegemónico que ejerce Estados Unidos.

También, Stanley Hoffmann asegura que el predominio de Estados Unidos y de sus instituciones políticas, así como el grupo de organismos internacionales y redes transgubernamentales especializados en vigilancia y migración, caracterizan la globalización política (Hoffman, 2002). La contrariedad que esto genera es la resistencia que produce cualquier política o medida tomada en el interior de organismos internacionales dominados por Estados Unidos o iniciativas que van desde programas acusados de esconder, tras la apariencia de ayuda caritativa o para el desarrollo, la voluntad hegemónica de la primera potencia económica.

Se puede apreciar que, pese a que Castells y Hoffmann parecen hablar de lo mismo, hay cuestiones que los diferencian claramente. La visión de Stanley Hoffmann parece ser más crítica, dado que no considera solución posible a la globalización, no hay manera de detener sus efectos destructivos; mientras que Manuel Castells plantea algún tipo de escenario alternativo que podría permitir una corrección de las debilidades del modelo globalizador. Por otro lado, aunque coinciden en identificar problemas en las fases económica y cultural de la globalización, Hoffmann le da más importancia a la dificultad planteada por la globalización política en detrimento de la problemática medioambiental, ya que intenta hacer hincapié en el papel de predominio que juega Estados Unidos en la propuesta globalizante. Esto es lo que distingue su análisis y lo hace diferente al que ha sido esgrimido por Castells. Ambos son útiles y complementarios, uno por su énfasis en las debilidades económicas, culturales y medioambientales del modelo globalizador, y el otro por su condición crítica y reveladora sobre el papel asumido por Estados Unidos.

Retomando la senda analítica de los cambios surgidos a partir de la finalización de la Guerra Fría, e intentando comprender las tensiones y los desafíos que los actores internacionales tradicionales enfrentan, podemos observar la distinción que Mary Kaldor, académica británica, propone entre “viejas guerras” y “nuevas guerras”. Las guerras libradas en Europa desde el siglo XVIII hasta mediados del siglo XX, encontrando su apogeo en la Segunda Guerra Mundial, son las que esta autora considera como “viejas guerras”. Estas se caracterizan por haber sido concebidas en un ambiente poswestfaliano de construcción del Estado, y fueron utilizadas como elemento para lograr la cohesión y la identificación de la población tras la construcción de una idea de comunidad política (Kaldor, 2011). Es decir, esos enfrentamientos bélicos entre fuerzas uniformadas pertenecientes a diferentes Estados tendían a fortalecer el monopolio de la fuerza estatal, eliminar ejércitos privados, legitimar los impuestos y mejorar la eficacia administrativa. Además, se alimentaba la idea de comunidad política, que permitía identificar el Estado como el responsable de la defensa del territorio, al mismo tiempo que legitimaba su posición ante la población. Este tipo de disputa hasta fue reglado entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX mediante las convenciones de Ginebra y de La Haya. El problema de las viejas guerras es que, a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial y de la evidencia del desarrollo tecnológico alcanzado y puesto al servicio de la eliminación de la vida humana, los costos humanos y políticos se han vuelto inaceptables para los líderes mundiales (Kaldor, 2011). Todos los enfrentamientos que sucedieron luego de la primera mitad del siglo XX ya no pueden ser entendidos como “viejas guerras”. Si bien es una aseveración que puede ser calificada por lo menos de polémica, Kaldor considera que todos los enfrentamientos posteriores a ese momento histórico deben ser calificados como “nuevas guerras”, y hace dos salvedades: la Guerra Fría y todas las disputas ligadas a esta, y la guerra entre Irak e Irán en la década de 1980. Sobre la primera asegura que fue una “guerra imaginaria”, lo cual responde a su visión eurocéntrica del conflicto, y sobre la segunda asegura que, si bien fue una típica “vieja guerra”, reforzó el concepto de que los costos ligados a este estilo de enfrentamientos ya no son sostenibles para los Estados.

Las “nuevas guerras”, según especifica la autora, son enfrentamientos armados diametralmente opuestos a las “viejas guerras” en cuanto a sus características definitorias. Kaldor identifica que estas disputas suceden en un contexto de desintegración del Estado, donde se enfrentan actores estatales y no estatales, donde la violencia está dirigida contra la población civil, donde la financiación se da mediante el saqueo y el pillaje, y donde la identidad de la comunidad política entra en tensión con otras identidades, a las cuales ella caracteriza como sectarias, y están ligadas a la pertenencia a una religión o etnia. Kaldor, recurriendo a un concepto de Rupert Smith para explicar la cualidad sangrienta de estos conflictos, habla de “guerra entre personas” donde es difícil acordar un final para los enfrentamientos, dado que, “en vez de guerra o paz, no hay una secuencia predefinida y la paz no está al principio o al final del proceso” (Smith, 2006, p. 16). En este proceso donde no hay paz, el Estado resulta ausente o impotente, y la violencia es dirigida principalmente contra la población civil, se “violan deliberadamente las convenciones de las viejas guerras, además del nuevo corpus de legislación sobre los derechos humanos que se ha ido construyendo desde la Segunda Guerra Mundial” (Kaldor, 2006, p. 19). Otra característica definitoria no menos importante es que este tipo de conflictos desborda las fronteras de los Estados nación, ya sea a través del movimiento de refugiados, de la intervención humanitaria de una gran potencia o de un país vecino.

Mary Kaldor identifica tres tipos de “nuevas guerras”, y cada uno de ellos tiene relación con las presiones a las que ella considera que han sido sometidos los Estados luego de la finalización de la Guerra Fría. El primer tipo es la “guerra en red”, donde Estados débiles o fallidos se enfrentan a un conjunto de actores armados estatales y no estatales. Estas redes son transfronterizas, ya que son impulsadas por mercenarios, voluntarios fanáticos, organizaciones criminales y compañías militares privadas, que logran traspasar las fronteras porosas de los Estados y trasladan el conflicto volviéndolo independiente de una ubicación territorial singular (Kaldor, 2003). El segundo tipo es la “guerra espectáculo”, llevada a cabo por Estados Unidos, principalmente, y destacada por su utilización de tecnología para la prevención de bajas. Los ciudadanos y la opinión pública estadounidenses, según asegura Kaldor, ya no están dispuestos a aceptar un elevado número de víctimas entre las filas de sus propias fuerzas armadas, por lo tanto, para emprender guerras lejanas ante Estados canallas o actores no estatales pobremente definidos, es necesario obtener legitimidad, esgrimiendo el argumento de enfrentamientos quirúrgicos y certeros que minimizan la cantidad de pérdidas humanas (Kaldor, 2003). La tercera y última variante es la “guerra neomoderna”, donde hay Estados que, a diferencia de los involucrados en las “guerras en red”, poseen un aparato militar amplio, aunque “se ven constreñidos por muchos de los imperativos de la globalización” (Kaldor, 2003, p. 33) y se enfrentan a redes de actores no estatales. Un ejemplo de este tipo de conflicto es el enfrentamiento entre Rusia y los extremistas chechenos.

La diferenciación entre viejas y nuevas guerras realizada por Mary Kaldor tiene un valor fundamental para apreciar cómo el conflicto armado empieza a delinearse a partir de los cambios acaecidos desde la finalización de la era bipolar. El valor de este análisis radica, principalmente, en observar las tensiones bajo las cuales los Estados nación deben enfrentar el surgimiento de nuevos conflictos armados, muchas veces intestinos, que tienen consecuencias que se esparcen más allá de sus fronteras y en la que confrontan muchas veces a actores no estatales.

El siguiente punto por abordar, en la línea de las tensiones y los desafíos que los actores internacionales tradicionales deben afrontar, es el ascenso de los actores no estatales y su participación cada vez más determinante en el sistema internacional. En este sentido, James Rosenau sugiere que en el mundo de la política internacional, aparte del universo estatocéntrico ya conocido, ha emergido un nuevo universo multicéntrico, donde los principales protagonistas son los actores no estatales, como empresas multinacionales, ONG y organizaciones intergubernamentales (Rosenau, 1990). Estos dos espacios interactúan entre sí, y el resultado más evidente e importante para las relaciones internacionales es la contracción del campo de decisión y de capacidad de acción del Estado westfaliano. El Estado sigue siendo soberano, pero sus decisiones ya no son influenciadas solo por la estructura del sistema internacional y por la búsqueda de la seguridad y la supervivencia, sino que se ven afectadas también por la existencia y la actividad de los actores no estatales (Rosenau, 1990). El gran aporte de este autor es evidenciar que los Estados, además de estar sumergidos en la complicada misión de encontrar una manera de lidiar con la salida del estable mundo bipolar, la innegable influencia de la globalización y la aparición de un nuevo tipo de conflictos bélicos, también advierten el avance de los actores no estatales y la influencia que estos tienen sobre su campo de acción. Si bien luego de la exposición de los cuatro primeros puntos sobre los desafíos y las tensiones de esta nueva era es concebible la existencia de nuevos participantes del concierto internacional, el análisis de Rosenau permite poner de manifiesto una de las características del sistema internacional de la post-Guerra Fría.

En los cinco puntos previos sobre la situación de las relaciones internacionales tras la desaparición del enfrentamiento bipolar, se ha hecho énfasis en la desaparición de la constancia geopolítica innata a la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética, las debilidades del modelo globalizador, la hegemonía política y cultural de Estados Unidos, el surgimiento de las nuevas guerras y el ingreso de nuevos actores a la escena internacional. Pero hay una cuestión que une a todas estas ideas, y es la necesidad de averiguar cuál es el lugar que ocupa el Estado a partir de la finalización de la Guerra Fría. En ese sentido, Dirk Messner afirma que “los Estados nación ya no están en capacidad de resolver solos los problemas nacionales e imponer intereses públicos, pues determinados recursos vitales de control están repartidos fuera de sus fronteras y la competencia entre centros de producción limita las posibilidades de acción de los gobiernos nacionales” (2001, p. 52). Arriba a esta conclusión luego de hacer un análisis de cómo la soberanía de los Estados se ha visto afectada durante los últimos años. En primer lugar, para ese análisis utiliza la idea de distinción entre soberanía externa y soberanía interna, afirmando que la primera corresponde a las decisiones y acciones correspondientes a los vínculos entre Estados del sistema internacional, y que la segunda se refiere a las relaciones que cada Estado mantiene con los diferentes actores sociales dentro de su propio territorio (Reinicke, 1998). Luego explica que la “interdependencia compleja” (Keohane y Nye, 1977) ya había causado efectos sobre la soberanía externa de los Estados previamente a la desaparición del ciclo bipolar, y que lo novedoso de estos nuevos tiempos son los cambios experimentados en la soberanía interna. Dicha mutación se debe al auge de fenómenos y problemas transfronterizos propios del proceso globalizador, que ya hemos abordado antes, los cuales interfieren en el campo de acción que el Estado poseía para los adentros de sus líneas divisorias (Messner, 1999).

Con la intención de averiguar también las alteraciones que han sufrido los actores principales del sistema internacional, Alejandro Grimson afirma que el Estado se está retirando en los campos ligados al desarrollo social, la redistribución y el bienestar, pero se hace fuerte en otros. Al separar las funciones sociales del Estado de las funciones represivas que este ejerce, logra explicar que pese a la desaparición de la faceta de protección y seguridad social, el Estado mantiene el monopolio de la fuerza: “La mayoría de los países conservan intactas sus fuerzas armadas y de seguridad, otros han incrementado en diferente grado sus dispositivos. En las crisis sociales y políticas que el propio retiro social del Estado provoca puede verificarse que en muchos países el papel represivo continua siendo muy poderoso” (Grimson, 2004, p. 20).

Además, como hemos visto antes, la globalización genera despojados y expulsados del sistema que buscan amparo en identidades diferentes a la de la comunidad política tradicional. Esto genera con asiduidad que, ante un Estado en franco retroceso de su lugar benefactor, se recurra a la violencia como medio de protesta. Fred Halliday expone que aquí se da una tensión entre la moralidad de los Estados, que es aquella que sostiene que “son los Estados el principal referente ético y la principal fuente de orden y justicia” (Halliday, 2006, p. 17), y la moralidad de los individuos, la cual sustenta que “los Estados deben ceder a las reivindicaciones de los individuos y a las reivindicaciones implícitas, igualitarias y redistributivas que surgen de estos individuos” (2006, p. 17). ¿Quién debe ceder? ¿Los Estados, haciendo lugar a los reclamos de todos los grupos y escuchando cada demanda, o los individuos, entendiendo que cada sacrificio o reivindicación no escuchada obedece a una planificación que excede los reclamos particulares para la obtención del bien común? No es la intención aquí responder esa pregunta, sino dejar patente cómo la tensión entre estos dos modelos de moral, a los que hace referencia Halliday, desgastan la soberanía de un Estado.

Otro punto ligado a esta cuestión es que, más allá de la tirantez entre los dos tipos de moral, los Estados muchas veces optan por dar una respuesta extralimitada a los reclamos de ciertos sectores, o por el contrario, carecen de los medios para ofrecer una réplica o una opción que permita cohibir el escalamiento del enfrentamiento. En el primero de los casos, la línea que separa las cuestiones internas de las cuestiones que podrían ameritar una intervención foránea se ha hecho cada vez más minúscula, lo que provoca que los asuntos internos de un país y las respuestas que un Estado proporciona a un reclamo estén siempre bajo la observancia de actores estatales y no estatales del sistema internacional. En otras palabras, la tensión entre moralidad de los Estados y moralidad de los individuos también provoca una tensión entre el principio de no injerencia y la intervención humanitaria.[5] Nuevamente, no se persigue aquí una sentencia final sobre una posible jerarquización de estos principios, sino revelar la existencia de la paradoja.

En el segundo de los casos, que el Estado en cuestión no pueda o no pretenda ofrecer una respuesta, puede acontecer que el reclamo se radicalice. La situación de los excluidos del modelo globalizador, que también logran conformar grupos para canalizar sus reclamos alrededor de una cierta identidad, sumada al retroceso del Estado benefactor simultáneo al avance del Estado represor, y la transnacionalización de los reclamos, pueden provocar que las demandas sean encausadas de una forma mucho más violenta. Puede darse un alzamiento de un sector armado contra el Estado, caso analizado dentro del concepto de “nuevas guerras” de Mary Kaldor, o “el uso o amenaza de usar la violencia en forma intencional contra civiles no combatientes por parte de un actor no estatal (transnacional o subnacional) en una confrontación asimétrica con el fin de alcanzar metas políticas” (Stepanova, 2009, p. 28), lo cual constituye la definición de terrorismo de Ekaterina Stepanova. Esta violencia puede tener sus objetivos dentro del territorio sobre el cual el Estado al que se dirigen los reclamos ejerce soberanía, o pueden dirigirse contra ciudadanos de otras naciones o incluso contra objetivos ubicados en otros países. Una ausencia de capacidad o de voluntad para encontrar una solución de nuevo plantea una tensión entre el principio de no injerencia y la intervención foránea, en especial luego del lanzamiento de la guerra contra el terror por parte de Estados Unidos como respuesta a los atentados del 11 de septiembre de 2001. En palabras de John Ikenberry, el planteamiento básico de la administración de George W. Bush fue que “los terroristas no respetan las fronteras, así es que Estados Unidos tampoco puede hacerlo. Además, los países que albergan a terroristas, ya sea porque los consienten o porque no son capaces de hacer cumplir sus leyes en su territorio, efectivamente pierden sus derechos de soberanía” (Ikenberry, 2002, p. 11).

En resumen, los actores tradicionales del sistema internacional afrontan el dilema de una lenta disolución del sistema westfaliano, que, si bien no es irreversible, expone la incapacidad de resolver problemas nacionales, imponer intereses públicos y las limitadas posibilidades de acción de los Estados (Messner, 2001).

Los diferentes cambios, a partir de la finalización de la Guerra Fría, que han sido enunciados aquí, como la desaparición de la estabilidad geopolítica, las crisis del modelo globalizador y los problemas inherentes a la globalización, la distinción entre viejas guerras y nuevas guerras y el ascenso de actores no estatales, ejercen su influencia sobre la situación y las cualidades con las que el Estado nación había operado desde el siglo XVII. Los tiempos turbulentos a los que se refiere Rosenau no han terminado, y el modelo clásico de Estado se ve presionado por la afectación de su soberanía externa e interna, por el malestar que genera en la población el abandono de sus funciones sociales al mismo tiempo que se refuerzan sus funciones represivas, por la tirantez entre la moralidad de los Estados y la moralidad de los individuos, y por la paradoja generada por la administración de la respuesta a los reclamos que puede oscilar desde una respuesta excesiva hasta la inacción impuesta o voluntaria.

Las exposiciones teóricas de Fukuyama, Friedman, Huntington y Barber, ya sean optimistas o negativas, no lograban aprehender toda la realidad de las relaciones internacionales. Tampoco la ortodoxia realista lograba ofrecer modelos explicativos que pudieran dar cuenta de los nuevos sucesos en forma acabada. Esto abrió las puertas a un nuevo momento de la disciplina, que algunos han caratulado como el cuarto debate (Sodupe, 2003).

2.2. Cambios en las relaciones internacionales

La existencia de un nuevo debate, si bien no es admitida por algunos sectores con la intencionalidad de no dar entidad a las exigencias de repensar algunas cuestiones de la disciplina, ha quedado registrada por la falta de respuestas concisas que las herramientas teóricas existentes han evidenciado ante los nuevos desafíos y las tensiones que enfrenta el Estado nación. Los tres debates fundamentales desde el comienzo de las relaciones internacionales, que han enfrentado primeramente a los postulados realistas e idealistas, luego a los tradicionalistas y behavioristas, y en tercer lugar a las posturas estatocéntricas contra globalistas y estructuralistas, según Kepa Sodupe (2003), parecían haber impulsado la materia hasta alcanzar la perfección máxima como ciencia en términos positivistas, donde era posible la elaboración de leyes generales, donde la veracidad de ellas se derivaba de la contrastación y correspondencia de la hipótesis propuesta con los hechos. Pero los cambios acaecidos luego de la finalización de la Guerra Fría se han manifestado, utilizando un lenguaje racionalista, como anomalías que el paradigma vigente no puede explicar. Según Thomas Kuhn, estas anomalías, y la ausencia de una reparación que dé cuenta de la capacidad del paradigma vigente para explicar la realidad, dan comienzo a la crisis que marca el inicio de la decadencia de esa manera de entender el mundo (Kuhn, 1971).

El tercer debate, que había sido ampliamente acaparado por el enfrentamiento entre neorrealistas y neoliberales pese a tener otros protagonistas, no pudo ofrecer interpretaciones convincentes de la totalidad de las alteraciones acontecidas luego de la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS. Luis Emilio Bruni Mondolfi, citando a Mijaíl Gorbachov, afirma que “los cambios en el mundo tras el fin de la Guerra Fría, y las dificultades y las contradicciones inherentes al surgimiento de un nuevo orden político y económico, son apenas una manifestación de modificaciones más profundas en el desarrollo de la humanidad, y solo pueden comprenderse en ese contexto” (Bruni Mondolfi, 1998, p. 42). Esta nueva era, marcada por tensiones y desafíos, exhibía transformaciones que el enfrentamiento bipolar había encubierto, y que las relaciones internacionales no terminaban de esclarecer. Luciano Tomassini asegura que el fin de la Guerra Fría significa lo siguiente:

La disolución del “principio ordenador” que presidió la estructura internacional de la posguerra, lo cual revela un realineamiento de los principales actores que configuraron aquella estructura y protagonizaron el juego de las relaciones internacionales dentro de ella, realineamiento que no se debió a un cambio en la distribución de los recursos de poder entre dichos actores, como supone la teoría clásica, sino a la emergencia de otros factores a los que esta no asignó suficiente peso en la política internacional (1991, p. 82).

Es evidente el sentimiento presente en cierto sector de los estudiosos de las relaciones internacionales sobre la necesidad de repensar los postulados existentes hasta ese momento. Hay otro factor que también ejerce influencia para la aparición de esta nueva posición, y es la concepción de que el estado de la disciplina en ese momento respondía a que el estudio de las relaciones internacionales había sido guiado por las necesidades de la política exterior de Estados Unidos en la posguerra: “Los mitos, las concepciones erradas y las simplificaciones en los que se basaban las relaciones internacionales eran congeniales con las emociones y los intereses de la comunidad académica anglonorteamericana de la era de las ‘guerras calientes y frías’” (Bruni Mondolfi, 1998, p. 32). Sodupe confirma la relación entre el desarrollo de materia y la posición de Estados Unidos al acabar la Segunda Guerra Mundial: “El paradigma estatocéntrico reflejaba una forma muy concreta de entender las relaciones internacionales. Sus premisas y, consiguientemente, los problemas a los que se dirigía la atención de la disciplina estaban influenciados con fuerza por los valores culturales característicos de la sociedad norteamericana” (Sodupe, 2003, p. 43).

Entonces, ante los cambios ocurridos luego de la finalización del enfrentamiento bipolar, y debido a la idea de una reflexión obligatoria sobre el desarrollo de las relaciones internacionales desde la posguerra hasta los albores del siglo XXI, se inicia el cuarto debate, que “se caracteriza por la formulación de numerosas y variadas reflexiones y propuestas teóricas, algunas de las cuales cuestionan los paradigmas vigentes durante el período denominado ‘Modernidad’, mientras que otras parecen rescatar elementos de tales paradigmas y los amalgaman con la finalidad de incrementar sus virtudes explicativas” (Rodríguez, 1998 p. 108).

En este nuevo debate, los contendientes principales son denominados como racionalistas y reflectivistas (Keohane, 1988), y los principales puntos de desavenencia versan sobre cuestiones ontológicas y epistemológicas. Es necesario aquí hacer un breve repaso sobre el significado de la ontología y la epistemología. El primero de los vocablos hace referencia a “las estructuras del mundo real —cosas, entidades— y los procesos planteados por la teoría e invocados por las explicaciones que encierra. En definitiva, la ontología responde a la pregunta: ¿de qué está hecho el mundo?” (Sodupe, 2003, p. 62). La epistemología, por su parte, es “la rama de la filosofía que estudia la investigación científica y su producto, el conocimiento científico” (Bunge, 1981, p. 13). Es decir que su tarea es “caracterizar la clase de conocimiento que un método de estudio dado proporciona y de establecer hasta qué punto dicha clase de conocimiento está en consonancia con los que son considerados estándares de un conocimiento verdadero o genuino” (Sodupe, 2003, p. 62).

Primeramente abordaremos las cuestiones ontológicas del debate que, según Alexander Wendt (1999) y Sodupe (2003), pueden dividirse en los clivajes materialismo-idealismo e individualismo-holismo. El primero hace referencia al enfrentamiento entre aquellos que sostienen la postura de que las fuerzas materiales son las que definen las estructuras y dan poder a los actores del sistema internacional y aquellos que sostienen que principios, normas e instituciones dan forma y consistencia a la estructura internacional y ejercen influencia sobre los Estados. Ninguna posición niega la existencia de ideas o fuerzas materiales, pero en cada caso, para sus defensores, una de ellas se impone y determina a la otra (Sodupe, 2003). Esta oposición entre ambos planteamientos promueve una discusión que, si bien no hace su aparición por primera vez en el denominado cuarto debate, es enriquecedor para la disciplina y expone una cuestión de difícil resolución.

El segundo clivaje presente en la faceta ontológica de esta discusión es el que opone los supuestos individualistas a los holistas. El individualismo sostiene que “las explicaciones científicas deberían ser reducibles a las propiedades e interacciones de los individuos” (Sodupe, 2003, p. 64). Por el contrario, el holismo mantiene que los efectos de las estructuras “contribuyen a la construcción de los agentes, tanto en términos causales como constitutivos” (Sodupe, 2003, p. 65). Se podría afirmar que una postura tiene una visión de arriba hacia abajo, donde el influjo de la estructura es más importante que la condición de los actores individuales, y que su opositora afirma, desde una visión ascendente, que los individuos son previos a las estructuras y las determinan.

El resultado de los antagonismos existentes en ambos clivajes es la existencia de cuatro combinaciones, no estrictamente determinantes pero esclarecedoras, que conforman el mapa ontológico de la disciplina en el cuarto debate. Hacia el interior de las posiciones holistas e individualistas, podemos hacer la división entre materialistas e idealistas. De esta manera queda demarcada la existencia de holistas materialistas, por un lado, y de holistas idealistas, por el otro, dentro de los cuales se podría identificar a la teoría del sistema mundial y a la escuela inglesa, el constructivismo, la teoría crítica, el feminismo y el posmodernismo, respectivamente. En segundo término, y realizando la misma segmentación que en las líneas precedentes, los individualistas pueden ser divididos en materialistas e idealistas. Dentro de la categoría de individualistas materialistas, podemos encontrar a los realistas tradicionales, a neorrealistas y a neoliberales, y en la categoría de individualistas idealistas se encuentran los liberales. Este mapa ontológico no intenta trazar líneas divisorias definitorias y presenta las clasificaciones como tipos ideales.

Wendt y Sodupe coinciden en que este cuarto debate está influido fuertemente, no por las diferencias existentes entre las cuatro posturas, sino por la oposición entre holistas idealistas, denominados reflectivistas, e individualistas materialistas, conocidos como racionalistas. Pero estas diferencias no hacen referencia únicamente a las cuestiones ontológicas, también hay disimilitudes epistemológicas. Los racionalistas consideran que “la relación entre teoría y realidad, que se materializa en los procesos de verificación o falsación, representa, pese a todas sus dificultades, la fundación sobre la que se asienta el conocimiento científico. De aquí el marcado carácter empirista de la epistemología racionalista” (Sodupe, 2003, p. 69). Se puede apreciar una fuerte predilección de los racionalistas por la forma positivista de construcción del conocimiento, que tiene como trasfondo la idea de que hay una cierta unidad o cercanía entre ciencias naturales y ciencias sociales. En cambio, los reflectivistas “propugnan que los estándares epistemológicos y metodológicos en las ciencias sociales deben acomodarse a la especialidad de su objeto de estudio” (Sodupe, 2003, p. 69). Las ciencias sociales tienen un objeto de estudio totalmente diferente del objeto de estudio de las llamadas ciencias duras, lo cual, según el reflectivismo, provoca que la producción del conocimiento no pueda ser exactamente igual para ambos tipos de ciencia. La finalidad del quehacer de las ciencias sociales no es la anticipación y explicación de los fenómenos, sino su comprensión. El entendimiento de la acción humana y del hecho social al mismo tiempo obliga a brindar un lugar a la subjetividad y a la interacción de subjetividades, siendo esquivo el empirismo científico de las ciencias naturales que los racionalistas anhelan. El reflectivismo, epistemológicamente hablando, no considera que el método válido para la producción científica de las relaciones internacionales sea la generación de hipótesis contrastables empíricamente que luego decanten en la construcción de leyes generales; por el contrario, estima que las interpretaciones de los fenómenos no son verificables y no apunta a la creación de leyes generales, sino a la comprensión pluralista de los aspectos particulares de cada fenómeno.

En el comienzo de este segundo capítulo se ha analizado cómo, tras el fin de la Guerra Fría, se han manifestado diferentes tensiones y desafíos hacia los actores considerados tradicionales por las posturas clásicas de la disciplina. Estas alteraciones se han revelado como un reto a las herramientas teóricas existentes. Por eso, la aparición de visiones disidentes al paradigma estatocéntrico son consecuencia directa de la falta de elementos que permitan desembrollar los cambios ocurridos tras el fin de la era bipolar (Del Arenal, 1993). Esta situación ha conducido al surgimiento de un nuevo debate, revisado en esta sección. La importancia de este nuevo debate es que abre la posibilidad de que, al menos en el ámbito de las relaciones internacionales, se pueda permitir una pluralidad disciplinar y teórica que no exija indeclinablemente la adhesión al paradigma estatocéntrico y positivista como requisito para la producción científica. Sergio Rodríguez expresa esta idea de la siguiente forma:

En la actualidad hay numerosas y diversas posturas intermedias, teorías específicas y sensibles al contexto, teorías de mediano alcance, que no postulan una lógica única y coherente o un principio universalmente válido para todo el sistema internacional. Esto no es producto del azar, sino de la reestructuración o sustitución de los paradigmas de la Modernidad […]. La verdad absoluta, bandera del racionalismo cartesiano sobre el cual se sustenta la ciencia moderna (natural o social), está pasando a ser suplantada por un nuevo paradigma, aun indefinido, basado en la tolerancia y el reconocimiento del otro, o lo que es lo mismo, en el reconocimiento de la existencia de “verdades relativas” (1998, p. 105).

En este estado de situación de las relaciones internacionales, es donde la Regulación de Conflictos[6] deja de ser percibida como una disciplina paria que no ofrecía explicaciones realistas para comprender el funcionamiento del sistema internacional, y pasa a ser concebida como un elemento útil para la prevención, la resolución y la transformación de los conflictos, así como también para el manejo de las crisis violentas a nivel global con actores estatales y no estatales como participantes.

2.3. Conflictos armados menores e internos

Hasta aquí hemos visto las diferentes tensiones y los desafíos que, a partir de la desaparición del enfrentamiento bipolar, han encarado los actores del sistema internacional. Como se ha intentado exponer en el desarrollo del apartado que antecede, estos hechos han traído aparejados también cambios en el plano teórico. Las nuevas maneras de entender la disciplina, ya sea en cuanto al objeto de estudio o en cuanto a su modo de abordaje, han abierto el campo de la construcción del conocimiento más allá de los límites del positivismo. El racionalismo, si bien sigue ocupando un lugar de preponderancia, debe compartir el espacio de creación del saber relativo a las relaciones internacionales. Este quiebre con los rígidos requerimientos de la Modernidad para la producción de conocimiento científico permite el acercamiento de las relaciones internacionales a otras disciplinas, posibilitando así que el resultado de la investigación pueda hacer lugar a la subjetividad y la comprensión de los fenómenos.

La brecha epistemológica de las relaciones internacionales a la que se ha hecho referencia ha permitido la aproximación de nuevas disciplinas, entre las cuales se encuentra la Regulación de Conflictos. Pero, así como hemos repasado los hechos fácticos que han permitido la apertura en cuanto a la noción de la construcción de conocimiento científico, también es relevante realizar una breve revisión de los hechos que han convertido a la Regulación de Conflictos en una disciplina de suma importancia para nuestra materia.

Conjuntamente con las tensiones y los desafíos que hemos mencionado en este capítulo, se ha hecho referencia a los cambios observados en cuanto a la concepción de los conflictos armados en la post-Guerra Fría. En líneas preliminares, se ha abordado la diferencia entre viejas guerras y nuevas guerras, en la que incurre y se ha especializado Mary Kaldor. Parecería correcto preguntarnos qué fue lo que provocó que esta autora se encontrara en la necesidad de redefinir los conflictos armados, diferenciando la guerra clausewitziana clásica de los conflictos armados actuales (Kaldor, 1999). La caída del bloque soviético evidenció lo que permanecía reprimido bajo la lógica de la era bipolar: los conflictos ya no eran solo entre dos o más Estados, como tampoco poseían la intensidad de las antiguas grandes guerras.

Es necesario, en este punto, hacer una división entre tres conceptos similares que tienden a confundirse pero que, desde lugares diferentes, hacen a la compresión del conflicto armado: la definición del conflicto armado, su intensidad y los diferentes tipos de conflicto.

El Programa de Datos sobre el Conflicto de la Universidad de Upsala define al conflicto armado como una incompatibilidad o disputa sobre el tipo de gobierno (cambio de sistema político, reemplazo del gobierno central o cambio de su composición) y/o sobre el territorio (cambio de un Estado a otro en el control de un territorio o demanda de secesión o autonomía), donde el uso de fuerzas armadas entre dos grupos resulta en, al menos, veinticinco muertes relacionadas a la batalla. De esos dos grupos, por lo menos uno es el gobierno de un Estado (Gleditsch, Wallensteen, Eriksson, Sollenberg y Strand, 2002).

Por otro lado, la Escola de Cultura de Pau de la Universidad Autónoma de Barcelona define al conflicto armado como todo enfrentamiento protagonizado por grupos armados regulares o irregulares con objetivos percibidos como incompatibles en el que el uso continuado y organizado de la violencia: A) provoca un mínimo de cien víctimas mortales en un año y/o un grave impacto en el territorio; B) pretende la consecución de objetivos diferenciables de la delincuencia común y vinculados a autodeterminación y autogobierno, oposición al sistema político de un Estado o control de recursos y territorio (Escola de Cultura de Pau, 2013). Podemos apreciar que hay puntos en común en ambas definiciones: el desafío al gobierno central de un país, un número mínimo de víctimas relacionadas con la violencia desatada en el conflicto y dos partes o grupos bien demarcados que perciban sus objetivos como incompatibles.

En cuanto a la intensidad que puede alcanzar un conflicto, el Programa de Datos sobre el Conflicto de la Universidad de Upsala establece tres tipos: conflicto armado menor, donde el número de muertes relacionadas con el enfrentamiento armado es menor a mil durante el transcurso del conflicto; conflicto armado intermedio, donde el número de muertes relacionadas con el enfrentamiento armado es superior a mil durante el transcurso del conflicto, pero inferior a mil durante un año; y la guerra, donde el número de muertes relacionadas con el enfrentamiento armado es superior a mil durante el transcurso del conflicto y también se supera el millar de bajas durante un año dado (Wallensteen y Sollenberg, 1998). Con los parámetros aquí definidos, en 1989 se desarrollaron o se encontraban activos en el globo quince conflictos armados menores, catorce conflictos armados intermedios y dieciocho guerras (Wallensteen y Sollenberg, 1998). En 1994, los conflictos menores en progreso eran dieciséis, los conflictos intermedios eran diecinueve y las guerras, siete (Wallensteen y Sollenberg, 1998). Podemos ver aquí tres tendencias entre los años especificados: el descenso del número total de conflictos en actividad (de cuarenta y siete a cuarenta y dos), el alza en la cantidad de conflictos menores e intermedios (veintinueve en 1989 y treinta y cinco en 1994) y el descenso del número de guerras (de dieciocho a siete). Esta tendencia revelaba que las guerras con un número elevado de bajas eran cada vez menos usuales y que los conflictos menores e intermedios empezaban a tomar cada vez más protagonismo. En 1997, el número de conflictos menores había descendido a doce, los conflictos intermedios también habían sufrido un descenso de su cantidad total hasta catorce y las guerras mantenían su constancia y se ubicaban en tercer lugar con siete conflictos (Wallensteen y Sollenberg, 1998). Esto confirma dos de las tendencias anteriores: el número total de conflictos declinó tras el fin de la Guerra Fría, y el número de conflictos con intensidad de guerra también decreció. Los conflictos menores e intermedios, pese a una leve escalada en su cuantía en los primeros años posteriores a 1989, se mantuvieron constantes. Esto le otorga una mayor importancia relativa a los conflictos menores e intermedios sobre el número total de enfrentamientos.

Tabla 1. Intensidad de los conflictos armados, 1989-1997

Fuente: Wallensteen, P. y Sollenberg, M. (1998), “Armed Conflict and Regional Conflict Complexes, 1989-1997”, en Journal of Peace Research, vol. 35, núm. 5, pp. 622.

En 2011, el Programa de Datos sobre el Conflicto de la Universidad de Upsala publica otra vez su estudio anual, pero esta vez con una nueva tipología de intensidad, donde los conflictos intermedios habían sido eliminados. Los conflictos menores son aquellos que han generado por lo menos veinticinco bajas relacionadas con la batalla, pero menos de mil en un año calendario dado. Las guerras son aquellos conflictos armados que han generado por lo menos mil bajas relacionadas con la batalla en un año calendario dado (Themnér y Wallensteen, 2012). Bajo esta innovadora tipología, los conflictos menores eran treinta en 1989 y las guerras alcanzaban un total de trece. Para 1997, los conflictos menores llegaban a treinta y dos, mientras que las guerras, por su parte, se calculaban en siete (Themnér y Wallensteen, 2012). Podemos ver que, pese a la nueva clasificación de la intensidad que llevó adelante el programa, las tendencias se mantienen: se reduce el número total de conflictos, se reduce el número total de guerras y se mantiene relativamente estable la cantidad de conflictos menores. Si observamos los años subsiguientes, e incluso el año 2011, podemos percibir la consistencia y la estabilidad de los números. Los conflictos menores en 2011 eran treinta y uno, y su punto más bajo luego de 1997 fue veinticinco conflictos menores durante 2003 y 2004. En cuanto a las guerras, en 2011 se registraron seis conflictos de este tipo, y desde 1997 se registró un pico máximo de trece durante 1999 que, rápidamente, se redujo a cinco en 2003. Es decir que la cantidad de conflictos armados con intensidad de guerra, en general, se ha mantenido y se mantiene en un número ampliamente inferior al alcanzado durante la salida de la Guerra Fría. Por otra parte, los conflictos menores se han mantenido estables, produciendo que, en un análisis relativo, alcancen una notoriedad de la que no gozaban en años anteriores.

Tabla 2. Intensidad de los conflictos armados, 1989-2011

Fuente: Themnér, L. y Wallensteen, P. (2012), “Armed Conflicts, 1946-2011”, en Journal of Peace Research, vol. 49, núm. 4, pp. 567.

Por otro lado, el Programa de Datos sobre el Conflicto de la Universidad de Upsala delimita tres diferentes tipos de conflicto armado: conflicto armado intraestatal, en el cual se enfrentan el gobierno de un Estado y grupos internos de oposición; conflicto armado intraestatal internacionalizado, en el cual se enfrentan el gobierno de un Estado y grupos internos de oposición, con una intervención de tropas de otros Estados; y el conflicto armado interestatal, en el cual se enfrentan dos o más Estados (Themnér y Wallensteen, 2012). Utilizando estos parámetros, se observa en los informes publicados anualmente por el programa citado que en 1989 existían treinta y ocho conflictos intraestatales, cuatro conflictos intraestatales internacionalizados y dos conflictos interestatales. Hacia 1997 se mantenía la tendencia de un alto número de conflictos internos (treinta y siete), con una cantidad mínima de conflictos interestatales (uno) (Harbom y Wallensteen, 2007). Desde 1997 hasta 2006, el pico máximo de cantidad de conflictos interestatales fue dos, durante 1998, 1999, 2000 y 2003. En cambio, por el lado de los conflictos intraestatales, en el mismo período, el punto mínimo fue veinticinco conflictos de este tipo durante 2003 (Harbom y Wallensteen, 2007). Esto reafirma la tendencia del descenso del número total de conflictos armados, como así también la prevalencia de los conflictos intraestatales por sobre los conflictos interestatales.

Tabla 3. Tipo de los conflictos armados, 1989-2006

Fuente: Harbom, L. y Wallensteen, P. (2007), “Armed Conflict, 1989-2006”, en Journal of Peace Research, vol. 44, núm. 5, pp. 624.

La Universidad Autónoma de Barcelona, a través de la Escola de Cultura de Pau, comenzó en 2002 a publicar un informe anual que también recopila datos estadísticos sobre los conflictos armados en el globo. En cuanto a la tipología de los conflictos, también establece tres variedades diferentes: los conflictos armados internos, los conflictos armados internos internacionalizados y los conflictos armados internacionales (Escola de Cultura de Pau, 2012). Los conflictos armados internos son aquellos protagonizados por actores armados del mismo Estado que operan exclusivamente en y desde el interior de él. Asimismo, se entiende por conflicto armado interno internacionalizado aquel en el que alguna de las partes contendientes es foránea, y/o cuando el enfrentamiento se extiende al territorio de países vecinos. En último lugar, son conflictos armados internacionales aquellos en los que se enfrentan actores estatales o no estales de dos o más países (Escola de Cultura de Pau, 2012). Sobre estas definiciones y sobre los datos estadísticos publicados en los informes anuales, podemos apreciar que durante 2005 se dieron veintiún conflictos armados, de los cuales todos fueron conflictos internos (Escola de Cultura de Pau, 2006). Durante 2008, se registraron treinta y un conflictos armados, de los cuales dos fueron internacionales (Rusia/Georgia y Palestina/Israel[7]), catorce tuvieron un carácter interno y los quince restantes fueron de orden interno internacionalizado (Escola de Cultura de Pau, 2009). En el transcurso de 2011, se detectaron cuarenta conflictos armados, de los cuales tan solo dos fueron internacionales y el resto se repartió entre internos (catorce) e internos internacionalizados (veinticuatro) (Escola de Cultura de Pau, 2012).

A partir de la finalización de la Guerra Fría, las guerras clásicas, donde las tropas uniformadas de dos o más Estados se enfrentan para dirimir alguna cuestión de orden político que los decisores gubernamentales no habían logrado consensuar, ya no son el tipo de conflicto más usual. Por el contrario, los conflictos menores y de baja intensidad son cada vez más frecuentes. Asimismo, estos conflictos suceden hacia adentro de las fronteras estatales, donde diferentes grupos se sublevan ante la autoridad estatal central en disputas que hacen a la forma de gobierno o cuestionan el sistema político establecido. La identidad, la autonomía o la autodeterminación de las minorías ya no son un tema que siempre compete a un solo Estado y que puede ser contenido por la intervención o la mediación de este. Los estallidos violentos de magnitud reducida son el comienzo de los enfrentamientos armados en la realidad internacional de la postera bipolar, y no pueden ser abordados con las mismas herramientas teóricas que fueron analizados los conflictos armados interestatales de la Modernidad. Estos conflictos por lo general son el resultado de un largo historial de invisibilización de diferentes sectores o grupos de una sociedad, como también de sus demandas, de la desatención constante de injusticias y vejaciones, que encuentran una caja de resonancia o un centro de difusión en la conformación de un grupo con capacidad de oposición a un gobierno central. Es en este cuadro de situación en que los paradigmas clásicos de las relaciones internacionales no encuentran herramientas satisfactorias para encarar las anomalías que arroja la realidad internacional actual, y en que los conflictos armados menores e intraestatales ocupan un lugar de preponderancia en la agenda internacional, donde la Regulación de Conflictos como disciplina ha cobrado una importancia fundamental para comprender la razón de ser de los enfrentamientos armados y la manera de transformar su desenlace.

2.4. Desarrollo de la Regulación de Conflictos como disciplina

Hasta aquí hemos visto la transformación de las relaciones internacionales, el cambio en los conflictos armados, y se ha propuesto la Regulación de Conflictos como herramienta complementaria para enfrentar esta realidad internacional. Previa a la justificación de esta propuesta y la exposición de las herramientas innovadoras que apareja la utilización de esta disciplina en las relaciones internacionales, correspondería esgrimir un breve resumen de la evolución histórica de esta disciplina para entender sus orígenes y su momento actual.

Como preámbulo al ahondamiento en la cuestión de la evolución de la Regulación del Conflicto como disciplina académica, vale aclarar los problemas que se han generado a la hora de mencionar con un nombre inequívoco a la materia. Desde sus comienzos ha sido nombrada de variadas formas, pese a que en este escrito será mencionada como Regulación del Conflicto para sortear la confusión entre la disciplina y las corrientes dentro de ella (gestión, resolución y transformación del conflicto), así como la ambigüedad que esto genera. Asimismo, también puede recibir el nombre de investigación para la paz o de estudios de paz y conflicto, pero todos estos rótulos hacen alusión al “lógico y necesario interés por entender las causas de las guerras, los enfrentamientos violentos y, de forma general, para explicar las dinámicas de los conflictos en los que intervienen seres humanos” (Fisas, 1998, p. 181).

A lo largo de la historia de la humanidad, ha existido un constante interés en comprender la naturaleza y las causas del conflicto humano, pero es recién a mediados del siglo XX que comienza a estudiarse de forma académica. Vincenç Fisas nombra como antecedentes el interés de Pitirim Sorokin, quien en la década de 1930 establece el Departamento de Sociología en la Universidad de Harvard y, desde allí, realiza una minuciosa investigación sobre las guerras de los últimos siglos (Fisas, 2004) Luego, en la década de 1940, “Lewis Richardson, cuáquero, estudió también las causas de la guerra y creó un modelo matemático sobre el rearme, y Quincy Wright, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Chicago, publicó el monumental A Study of War” (Fisas, 2004, p. 48). Pero recién en la década de 1950, cuando se iniciaba el enfrentamiento de las superpotencias, comienza a estudiarse la investigación para la paz y la Regulación de Conflictos como materias académicas (Fisas, 1987). Kennet Boulding y Anatol Rapoport lanzan la revista Journal of Conflict Resolution y crean posteriormente el Centro para la Investigación y la Resolución de Conflictos. Incluso la esposa de Kennet, Elise Boulding, “es todavía una de las luces más brillantes en el pensamiento sobre la paz, con aportaciones decisivas en el desarrollo de la cultura de la paz, el cosmopolitismo, el potencial de la sociedad civil […], la reforma de las instituciones internacionales, etc.” (Fisas, 2004, p. 48). Es en esta época que la expresión “Resolución de Conflictos” empieza a ser utilizada en los ámbitos de las ciencias sociales y se empieza a tomar conciencia de la importancia de las relaciones entre adversarios y la necesidad de la asistencia de las comunidades en la reparación del vínculo (Kriesberg, 2007).

Años más tarde, en la década de 1960, se “destacan las aportaciones del diplomático australiano John Burton, quien avanzó la tesis de que el conflicto forma parte de la naturaleza humana, y de que para abordarlo hay que desarrollar la ‘provención’ (o capacitación)” (Fisas, 2004, p. 49). También este destacado autor fue el fundador del Centro de Análisis de Conflictos, el cual abrió sus puertas en 1966, y se caracterizó por la inclusión en sus estudios de la teoría de los sistemas y la teoría de los juegos (Fisas, 2004). Kepa Sodupe, en el tercer capítulo de su libro La teoría de las relaciones internacionales a comienzos del siglo XXI, afirma que los escritos de John Burton, y especialmente las tesis expuestas en The World Society, aportaron nuevas ideas a los debates de las relaciones internacionales, pero que “Burton y otros autores que compartían sus ideas restringieron notablemente su foco de interés, dedicando gran parte de sus esfuerzos al estudio de una cuestión crítica de las relaciones internacionales: el análisis y la resolución de conflictos” (Sodupe, 2003, p. 55). Es decir que son advertibles el evidente contacto y los puntos de interés compartidos entre ambas disciplinas, pero debido al grado de interés que los estudios para la paz ponen en el conflicto, se han erigido como un conocimiento específico.

Johan Galtung, uno de los principales autores de este campo, también hace su irrupción en la década de 1960, con la fundación del Instituto de Investigación sobre la Paz de Oslo (PRIO, por sus siglas en inglés) y la publicación Journal of Peace Research. Vincenç Fisas afirma que debemos a este autor “conceptos tan básicos como violencia directa y violencia estructural, centro y periferia en la estructura general del imperialismo, paz positiva y paz negativa” (Fisas, 2004, p. 49), así como también “la distinción entre peacekeeping, peacemaking y peacebuilding en 1975, que dieciocho años más tarde asumiría Naciones Unidas” (Fisas, 2004, p. 49).[8]

El período de tiempo de mayor desarrollo de esta disciplina fue sin lugar a dudas las décadas de 1970 y 1980. Gene Sharp sistematizó las acciones no violentas ya presentes en el pensamiento gandhiano; Paul Wher promueve el paradigma de la transformación de conflictos, al que más tarde también se sumarían Johan Galtung y Adam Curle. Asimismo, este último también fue uno de los pioneros de la diplomacia paralela, “dando paso a la intervención de terceros no oficiales, y prefiriendo denominar ‘pacificación’ al proceso de regulación de conflictos. Para él, el arte de pacificar consiste en convertir una relación de tipo no pacífica en otra de tipo pacífica” (Fisas, 2004, p. 50). Otro de los autores ya mencionados que vuelve a cobrar relevancia en estos tiempos es John Burton, quien incorpora el concepto de conflicto social prolongado, “en el que se mezclan factores internos y externos, y que luego ha sido muy útil para la aplicación de la ‘teoría de las necesidades’ en los talleres de resolución de conflictos, para ver hasta qué punto se niegan necesidades básicas como la dignidad, la seguridad o el reconocimiento” (Fisas, 2004, p. 51). Pero definitivamente los grandes protagonistas de este lapso han sido Roger Fisher y William Ury, quienes desde el Programa de Negociación de la Escuela de Leyes de Harvard han logrado distinguirse con la publicación de Sí, de acuerdo (1985).[9] Este libro ha popularizado la visión en la que la negociación no necesariamente debe conducir a que un actor pierda y un actor gane, sino que puede encontrarse un punto donde todos ganan (win-win) (Nasi y Rettberg, 2005). Además, el principal aporte a la teoría del conflicto ha sido su claridad analítica, al diferenciar los intereses de las partes de sus necesidades, motivadores reales de los conflictos (Fisas, 2004).

Ya en la década de 1990 irrumpe con fuerza la concepción de la transformación de conflictos, de la mano de John Paul Lederach, investigador de Eastern Mennonite University de Estados Unidos. Sobre este enfoque, Fisas asegura que “considera tanto la dimensión estructural como la relacional y cultural, por lo que pone el énfasis en los cambios que habrán de producirse en los individuos, en el sistema de relaciones, en las culturas y en los países a partir de su propia experiencia de superación de los conflictos violentos” (Fisas, 2004, p. 52). Este enfoque será abordado más en detalle en las líneas subsiguientes, ya que es considerado una de las posturas de mayor influencia dentro de la Regulación de Conflictos. En cuanto a la década de 2000, aunque se han hecho avances, los autores destacados han sido el propio Vincenç Fisas, así como Johan Galtung y John Lederach (Kriesberg, 2009) con sus nuevas publicaciones.[10]

La intención final de este desarrollo sobre la evolución de los estudios de paz y la Regulación de Conflictos como materias académicas reside en poder apreciar cuáles han sido los motivos que dieron inicio a la sistematicidad en la producción de este saber y revisar el estado de situación actual de la disciplina. Puede apreciarse que la acumulación de conocimiento ha llegado al punto donde las investigaciones han logrado crear un nutrido corpus de conocimiento capaz de proponer herramientas satisfactorias para el abordaje del objeto de estudio, en este caso los conflictos armados, complementando así la visión de las relaciones internacionales.

2.5. Regulación de Conflictos y conflictos armados menores e internos

Como se ha expuesto con anterioridad, la naturaleza del conflicto ha cambiado. La cantidad de conflictos interestatales ha menguado, y se han mantenido relativamente estables los enfrentamientos internos, teniendo estos muchas veces capacidad de internacionalizarse o regionalizarse, rebalsando las fronteras de un país. La política de poder se muestra anticuada y escasa a la hora de realizar una aproximación analítica a un conflicto de principios del siglo XXI. Hasta aquí se han examinado las anomalías a las que se han enfrentado los paradigmas tradicionales de las relaciones internacionales en los tiempos subsecuentes a la desaparición de la cortina de hierro, así como los cambios en los conflictos armados actuales, y finalmente se ha propuesto la Regulación de Conflictos como herramienta complementaria para el análisis y el abordaje de los enfrentamientos bélicos actuales. Correspondería en esta sección, luego de la breve reseña histórica del progreso de este campo del conocimiento, esbozada con anterioridad, comparar los diferentes enfoques teóricos resultantes del crecimiento de esta disciplina. Pero, previo a este avance sobre las cuestiones conceptuales que dividen a los enfoques de la Regulación de Conflictos, es necesario esgrimir una argumentación válida en cuanto al porqué de la justificación de esta disciplina como complementación de las relaciones internacionales para la intervención con vistas a una salida positiva de las disputas armadas contemporáneas.

El principal argumento en favor por la Regulación del Conflicto para la actuación en los conflictos armados menores e internos es su comprensión de la mutación en la estructura del conflicto armado moderno. Lederach (1997) hace explícitas siete características distintivas de los conflictos que han aparecido luego de la disolución del enfrentamiento bipolar. Estos conflictos menores e internos, que se imponen en las estadísticas, se diferencian de los combates que les precedieron, en primer lugar, por la ausencia del paradigma ideológico clásico de la Guerra Fría como justificación y explicación de su aparición. El agotamiento de la oposición discursiva de las superpotencias también trajo aparejada la ausencia de un sustento robusto para ubicar a los metarrelatos como causas evidentes de los choques entre facciones armadas.

La segunda peculiaridad de estos enfrentamientos es que se desarrollan, en su mayoría, en países del tercer mundo o países en vías de desarrollo, como Europa del Este y África (Lederach, 1997). En el mismo sentido que lo marcan los estudios del Programa de Datos sobre el Conflicto de la Universidad de Upsala y la Escola de Cultura de Pau, Lederach también afirma que los conflictos acaecidos desde 1989 son mayormente intranacionales, es decir que en ellos se enfrentan grupos provenientes desde el interior fronterizo de un mismo país. Pero, pese a ser disputas intranacionales, en general tienen un alto riesgo de internacionalizarse, ya sea a través de la participación de tropas extranjeras, por el flujo monetario proveniente de terceros que financian a uno u otro grupo, el desplazamiento de la población o la migración de refugiados (Lederach, 1997).

La quinta característica es la capacidad de generar inestabilidad regional, afectando a un buen número de Estados vecinos, como ha sucedido en los Balcanes, en el Cuerno de África o en la región de los Grandes Lagos en África Central. La sexta característica es la disponibilidad de armamento para los pequeños grupos dispuestos a levantarse en armas contra la autoridad central de un país, que el autor adjudica al flujo constante de material bélico desde las fábricas de las superpotencias hacia los almacenes de sus distintos aliados globales durante la Guerra Fría, y al desbaratamiento del arsenal soviético tras la caída de la autoridad central en 1991. La última particularidad de estos conflictos es la aparición de la identidad como elemento aglutinador de las diferentes facciones que se rebelan contra una autoridad central que les niegan sus reivindicaciones más elementales. Lederach (1997) afirma que la causa de este suceso es la búsqueda de seguridad, la cual el Estado central ya no puede ofrecer,[11] por lo que los individuos empiezan a buscar una caja de resonancia para sus reclamos elementales ya no en la ciudadanía, sino en factores como un clan, una etnia o una religión (Lederach, 1997).

Entonces encontramos que la Regulación de Conflictos entiende que los enfrentamientos de finales del siglo XX y comienzos del actual se destacan por ser ajenos a la dialéctica ideológica de la Modernidad y por desplegarse en los países en vías de desarrollo. Tienen un marcada tendencia intranacional, pero son propensos a la internacionalización y a generar desestabilidad regional, y se producen por la disponibilidad de armamento para grupos pequeños inmersos en un sistema que nos les concede lo que ellos entienden como reivindicaciones básicas, las cuales son exigidas a través de grupos conformados alrededor de una identidad étnica, religiosa o de un tipo similar. A este análisis de Lederach, Vincenç Fisas le agrega tres cuestiones que cada vez son más comunes: Estados débiles, métodos de combate inhumanos y violencia contra la población civil. Sobre el Estado afirma que en estos casos usualmente “está ausente o tiene poca capacidad de regulación sobre los conflictos cotidianos, o no es capaz de proteger a las minorías o al conjunto de la población, con lo que aparecen estructuras paralelas de autoridad, dominio y control político y social, además de estructuras económicas irregulares” (Fisas, 2004, p. 22). Acerca de las tácticas de combate crueles que adoptan los grupos en estos conflictos, expresa que se utilizan “los métodos más inhumanos existentes, como el genocidio, la limpieza étnica, violaciones masivas de mujeres, los secuestros, las extorsiones, las mutilaciones, el terrorismo, la depredación comunitaria, el impuesto revolucionario, las desapariciones, las ejecuciones sumarias, el reclutamiento forzoso, etc.” (Fisas, 2004, p. 24). Por último, en cuanto a la violencia contra la población civil, reconoce que “en estos conflictos donde predomina el terror, la población civil no solo es la víctima principal, sino que es el blanco, el objetivo, lo que explica el aumento de personas desplazadas y refugiadas en los últimos años, como indicador vergonzoso de la naturaleza perversa de estos conflictos” (Fisas, 2004, p. 24).

La concepción que la Regulación del Conflicto tiene sobre las hostilidades que caracterizan a estos tiempos posbipolares es la singularidad que le permite afrontar, con un carácter íntegramente comprensivo, el abordaje de los conflictos internos y menores, con la meta de facilitar propuestas superadores que permitan sortear la instalación de conflictos perpetuos o con altos costos de vidas humanas. Las relaciones internacionales requieren la ampliación de sus esquemas analíticos si pretenden encarar los desafíos y las tensiones que estos nuevos tiempos presentan, y la Regulación de Conflictos facilita instrumentos profundamente eficaces para el análisis teórico o la participación práctica en la construcción de una realidad internacional por fuera de los enfrentamientos sangrientos.

2.6. Gestión de conflictos

Previo a adentrarnos en los supuestos esenciales que propone este enfoque, vale aclarar que la Regulación de Conflictos como disciplina no opera bajo una lógica excluyente entre las diferentes perspectivas que conforman la suma de la producción de sus saberes, sino que, por el contrario, se mueve en los órdenes de un razonamiento inclusivo del conocimiento. En otras palabras, la gestión de conflictos plantea componentes que serán utilizados por la resolución y la transformación de conflictos, pero con una concepción diferente entre estas ramas de la Regulación del Conflicto acerca de cuáles son las causas del conflicto o sobre los estadios temporales que conforman su evolución, entre otras cuestiones.

Sin más preludios, es hora de avanzar sobre el primer encuadre existente dentro de la Regulación de Conflictos: la gestión de conflictos. Este enfoque se orienta principalmente a “poner término a la violencia directa, sin necesariamente abordar las causas subyacentes del conflicto”, e interpreta que el conflicto violento y prolongado es “el resultado de intereses incompatibles y/o de la competencia por los escasos recursos del poder” (Reimann, 2000, p. 7). Esta perspectiva entiende que “la paz no puede ser sino una tregua basada en el predominio avasallador del poder actual y que se mantenga depende de una vigilancia constante para preservar esa preponderancia” (Groom, 1991, p. 83). Por otro lado, Fisas agrega, sobre la gestión de conflictos, que “indica la necesidad de entender cómo el conflicto empieza y termina, y busca una convergencia de los intereses de los actores” (Fisas, 1998, p. 184). Dicha comprensión del conflicto permite el uso de estrategias coercitivas para alcanzar arreglos del conflicto, como sanciones, arbitrajes o mediaciones imperativas, pero también admite la utilización de medidas no coercitivas como la facilitación, la negociación, la mediación, las misiones investigadoras y los buenos oficios (Reimann, 2000). Si bien este enfoque tiene como ventaja la posibilidad de frenar la escalada del conflicto en su dimensión más violenta con estrategias que involucren el uso de la fuerza, los armisticios o arreglos a los que arriba son extremadamente frágiles y temporales. Esto se debe a que esa tregua es “una situación en la que el vencedor o una tercera parte logra imponer un arreglo al vencido o a las partes litigantes, ya sea recurriendo a la coerción o a la amenaza de la coerción” (Groom, 1991, p. 83).

Si bien estas definiciones y aclaraciones alcanzan a mostrar algunas cuestiones elementales sobre la concepción del conflicto que se tiene desde esta perspectiva, no son suficientes para tener una noción completa sobre las líneas divisorias o puntos de inflexión que diferencian a la gestión de conflictos de la resolución y de la transformación de conflictos. Para eso, se proponen cinco nociones que nos permitirán a lo largo de este trabajo tener una idea clara de cuáles son las características distintivas de cada enfoque: la concepción de la progresión del conflicto, la perspectiva temporal del conflicto, la clasificación de los actores, la comprensión de los componentes del conflicto y el marco temporal de intervención propuesto.

Entendemos que la concepción de la progresión del conflicto de cada enfoque es la cantidad de estadios o fases que es capaz de percibir en una disputa. En este caso, la gestión de conflictos considera que el único estado es la manifestación más álgida del conflicto, es decir, la violencia manifiesta y efectiva. Esto no se debe a una visión optimista y crédula de la realidad, donde el conflicto no es tal hasta que se manifiesta en forma de violencia. Por el contrario, esto se debe a que “el conflicto se considera omnipresente […]. Como no todos pueden dominar, las relaciones sociales son una pugna forzosa entre dominantes y dominados. Por consiguiente, el conflicto únicamente puede zanjarse o arreglarse, pero no resolverse” (Groom, 1991, p. 83). Esta manera de entender el conflicto es ciertamente cortoplacista y busca evitar las consecuencias negativas de una manifestación violenta, con un enfoque que se encuentra, particularmente, centrado en la búsqueda de los resultados que permitan sostener una paz negativa basada en la sostenibilidad de los acuerdos que hagan mermar la violencia (Reimann, 2000).

Considerar el desarrollo de un conflicto dado como un segmento, donde su comienzo es la manifestación de la violencia y su final es la obtención de un arreglo, nos habla de la perspectiva temporal del conflicto imperante en este enfoque. La perspectiva temporal es la manera en que cada enfoque entiende que el conflicto se manifiesta y recorre cada uno de los estadios propuestos en la progresión del conflicto. La gestión entiende que el conflicto tiene un solo estadio, la violencia directa, y allí se encuentra el fundamento para interpretar el desarrollo del conflicto como una línea recta que se extiende entre dos puntos. Es decir, este enfoque deja a la vista en sus planteos que considera que el conflicto está latente, pero solo repara en aquellos conflictos que efectivamente se vuelven violentos. Recurriendo a la conjetura de Fisas nuevamente, este enfoque busca entender cómo el conflicto empieza y termina (Fisas, 1998).

Un punto fundamental en cualquier tipo de análisis de conflictos, independientemente del enfoque utilizado para realizarlo, es comprender la cantidad y el tipo de actores que toman parte en el suceso. En el presente escrito se considera actores a todas aquellas personas, facciones, grupos, gobiernos o Estados que efectivamente toman parte, modifican, alteran, interrumpen o fomentan un conflicto. Para la gestión de conflictos, los principales actores son los líderes políticos y militares que actúan como agentes racionales, es decir que calculan sus intereses y trabajan en pos de un resultado que refleje la persecución de intereses de una política de poder egoísta (Reimann, 2000). Esto significa que la gestión de conflictos solo comprende como válidos aquellos arreglos que están basados en el consenso temporal alcanzado por los decisores del nivel más alto de cada una de las partes enfrentadas y que solo ellos pueden alterar la dirección de un conflicto.

En cuarto lugar, y para proseguir con el examen del enfoque de la gestión de conflictos, debemos hablar sobre los componentes del conflicto que esta perspectiva acepta. Por componentes del conflicto, en este estudio, se interpreta al tipo de problemas que dan origen al conflicto. En ese sentido, Máire Dugan (1996) considera que el conflicto puede desatarse por problemas concretos sobre una cuestión específica, por problemas de relación entre las partes, por problemas inherentes a organizaciones o construcciones sociales y, finalmente, por problemas en las estructuras sociales. Pese a que estas categorías propuestas por la autora serán explicadas más adelante, alcanza aquí con saber que el enfoque de gestión considera que el conflicto es producto de las incompatibilidades mutuas entre dos o más partes o la competencia entre ellas por recursos escasos (Reimann, 2000). Es decir, este enfoque encauza sus esfuerzos hacia el análisis de las incompatibilidades coyunturales o, en términos de Dugan, de los problemas concretos. Esta superposición de los objetivos anhelados por las partes, entendidos en una dinámica de resultados de suma cero, es suprimida mediante acuerdos temporales que pueden ser alcanzados con el consentimiento de todos los involucrados. Pero, como se ha especificado en líneas anteriores, también se toleran los acuerdos a los que se arriba mediante la imposición que una de las partes tiene la capacidad de llevar adelante. Groom afirma que “la lucha entre los que tienen y los que no tienen es eterna, y tanto el Leviatán de Hobbes como El príncipe de Maquiavelo, conocedores de la situación, imponían sistemas coercitivos para refrenar o neutralizar esas pretensiones de poder” (1991, p. 82).

En quinto y último lugar, es necesario especificar el momento en que cada enfoque propone tomar parte en cada conflicto, ya sea desde el lugar de una de las partes implicadas, mediante la acción de un tercero o a través de la asesoría de un especialista en la materia. El marco temporal de intervención es el conjunto de momentos que propone cada enfoque con vistas a promover una participación que permitirá regular el conflicto. Este concepto está íntimamente ligado con la concepción de la progresión del conflicto y con la perspectiva temporal que cada encuadre apoye o justifique. Esto se debe a que difícilmente se podrá proponer una estrategia que no se condiga con las fases reconocidas de un enfrentamiento o incoherente con la idea preponderante en cuanto a la manifestación del conflicto. Lederach considera que, desde el enfoque de transformación de conflictos, se puede hablar de la prevención del conflicto, gestión de crisis y transformación de las relaciones (Lederach, 1997, pp. 79-82). De la sola lectura de las categorías propuestas, puede entenderse lo íntimamente relacionadas que se encuentran las ideas del marco temporal de intervención, progresión del conflicto y perspectiva temporal. El armado conceptual de Lederach, que es extremadamente útil y será profundizado en las páginas siguientes, permite entrever que difícilmente la gestión de conflictos propondrá una intervención preventiva o transformadora desde una concepción del conflicto que solo reconoce discrepancias circunstanciales. La gestión de conflictos apunta a direccionar la crisis violenta hacia acuerdos, volitivos o forzados, que permitan acabar, aunque sea de forma provisoria, con las consecuencias destructivas de la discordia.

En resumen, y para aglutinar los conceptos propuestos por esta perspectiva en unas pocas líneas, se puede afirmar que el objetivo principal de este enfoque es poner término a la violencia directa, y entiende que la paz no puede ser nunca una situación permanente. Esto provoca que su visión de la progresión del conflicto esté ligada íntimamente con el estallido violento desencadenado por un hecho particular. A partir de allí, la perspectiva temporal del conflicto en forma de segmento, con inicio y un final claros, nos habla de la fijación que no considera los tiempos amplios de existencia y desarrollo del conflicto. Los actores que reconoce son aquellos que pueden alcanzar acuerdos o que los pueden imponer, es decir, protagonistas con un alto nivel de jerarquía. Estos actores son capaces de lograr que los componentes del conflicto —entiéndase, las incompatibilidades circunstanciales o los problemas concretos sobre una determinada cuestión— sean entendidos como momentáneos y que los arreglos puedan sortear los desacuerdos. Este manejo de las crisis como si fueran compartimientos estancos, y no parte de un proceso más amplio, no permite que la gestión de conflictos pueda hacer hincapié en la prevención de los conflictos o en la transformación de las relaciones que le dieron origen o fundamento. Groom y Reimann han relacionado este enfoque con el realismo, no intentando entrar en polémica con algún paradigma de las relaciones internacionales, sino intentando mostrar cómo este enfoque gozó de una insostenible popularidad cuando los conflictos armados fueron abordados desde la Realpolitik. Groom especifica que siempre se involucra el cortoplacismo, las decisiones racionales y un frágil balance entre imposición y cooperación, “como sucedió a lo largo de la evolución del conjunto de los Estados europeos en los siglos XVIII y XIX […] si entran en conflicto es porque cada uno desea establecer su propio orden mundial, pero cooperan para impedir que alguno de ellos lo consiga” (Groom, 1991, p. 83). Es decir, no ataca a teóricos de un paradigma de las relaciones internacionales, pero la polémica está implícita debido a las antagónicas maneras de leer las causas y el progreso de un conflicto.

2.7. Resolución de conflictos

Se ha explicado antes la manera en que las nuevas propuestas teóricas y conceptuales que se dan dentro de la Regulación de Conflictos no son excluyentes, sino que, por el contrario, toda proposición conceptual es integrada a las ya existentes. Vale la pena hacer aquí una salvedad, y gira alrededor de la cuestión de la coerción y el papel que esta juega en el respeto de los acuerdos alcanzados por diferentes grupos o partes. La gestión de conflictos la acepta como herramienta válida, pero la resolución y la transformación del conflicto buscan la generación de acuerdos con base en el consenso, pese a admitir que a veces es necesario utilizar la imposición de armisticios o treguas para frenar la escalada de una disputa. A medida que avancemos en la definición del enfoque resolutivo, y más adelante en la perspectiva transformativa, veremos que esta diferencia se hace cada vez más evidente.

La resolución de conflictos amplía los ejes de interés, y no solo se preocupa por la limitación de las consecuencias negativas del brote violento de la crisis, sino que “busca abordar las causas profundas de la violencia directa” (Reimann, 2000, p. 9). Esta diferencia es lógica, ya que los pactos alcanzados buscan obligatoriamente una “convergencia de los intereses de los actores” (Fisas, 1998, p. 184). Una definición completa que incluya ambas cuestiones es la que propone Castaño Barrera, quien afirma que la resolución de conflictos es el enfoque que “no se limita a buscar acuerdos, sino que busca entender los motivos de fondo del conflicto para tratarlos adecuadamente y hacer que la violencia desaparezca, las actitudes dejen de ser hostiles, y se cambie la estructura del conflicto” (2013, p. 97). Groom, autor citado para hablar sobre el enfoque de gestión, es un defensor de este enfoque y asegura que por resolución de un conflicto se entiende toda “situación en la que todos los interesados […] establecen unas relaciones, sin tener en cuenta lo estrechas o distantes que sean, que, sin temor ni favor y con pleno conocimiento de la situación y de sus características estructurales, resultan esencialmente aceptables para todos según sus preferencias individuales” (1991, p. 84). Podemos ver aquí que esta perspectiva entiende que, al conocer más extensamente las causas del conflicto, se pueden mejorar las relaciones entre los participantes de él. Esto conduciría a un estado de cosas donde “la coerción manifiesta o estructural resulta innecesaria; cuando un conflicto queda resuelto, la situación se mantiene por sí gracias a la satisfacción de las partes afectadas” (Groom, 1991, p. 84).

Otro de los puntos fundamentales de la resolución es el hincapié en la prevención de un conflicto. John Burton, diplomático australiano y teórico también de las relaciones internacionales, afirma que la resolución del conflicto pretende no meramente resolver el conflicto social inmediato, la disputa inmediata, ya sea familiar o étnica, sino, a la vez, arrojar luz sobre la naturaleza genérica del problema y, de este modo, contribuir a la eliminación de sus fuentes y a la prevención de otros procesos (Burton, 2000). Este autor ha acuñado el concepto de “provención”, mediante el cual busca darles importancia a dos diferentes aspectos dentro de la resolución de conflictos: la prevención y la prospectiva. De esta manera, la provención se basa en “conocimientos teóricos y empíricos obtenidos a partir de conflictos anteriormente resueltos. Estos conocimientos permiten, según Burton, el estudio prospectivo de posibles futuros conflictos y la inducción o la introducción preventiva de cambios oportunos en el sistema” (Kehl, 1993, p. 209). Para expresarlo de una manera más sencilla, la lógica tras la provención (en términos de Burton) o prevención es que “la identificación de las causas puede sugerir formas de evitar disputas similares en el futuro” (Ury, Brett y Goldberg, 1995, p. 33).

La forma en que percibe el conflicto este encuadre también tiene una fuerte influencia sobre el tipo de estrategias que propone. Al quitar del plano de las posibilidades de ejercer cualquier tipo de coerción para sostener un arreglo, a pesar de utilizar medidas imperativas por tiempos acotados, en general plantea la utilización de medidas no coercitivas como la facilitación, la negociación y la mediación. Pero, como veremos más adelante, también agrega más actores en el análisis. Por lo tanto, medidas no oficiales como las consultas, los talleres de regulación y las mesas redondas son más comunes y apuntan a mejorar las relaciones no solo entre los decisores en un conflicto, sino también entre los actores de rango medio (Reimann, 2000, p. 9). Ury, Brett y Goldberg afirman que “un buen sistema de resolución de disputas consiste en una sucesión de redes de seguridad —negociación seguida de mediación, arbitraje no vinculante con carácter de asesoramiento, arbitraje, intervención de un tercero, etc.— que pueden encerrar un conflicto peligroso antes de que pueda hacer un daño irreparable” (1995, p. 221).

Para poder comprender los avances propuestos por la resolución de conflictos, así como para poder vislumbrar claramente las diferencias con la gestión y la transformación, procederemos a detallar qué propone en cuanto a la concepción de la progresión del conflicto, a la perspectiva temporal que tiene sobre este, los distintos actores que reconoce, los componentes que discierne en una controversia y el marco temporal de intervención que propone.

En relación con la progresión del conflicto, reconoce que existe una fase de latencia, una crisis que le da visibilidad al conflicto y una fase de reestructuración y recreación de las relaciones entre las partes (Curle, 1971).[12] Esto se debe a la concepción de que el conflicto no es solo el estallido violento típico de una crisis, sino que el conflicto se extiende desde los antecedentes a la crisis hasta el mejoramiento de las relaciones. Aquí es necesario hablar de otro concepto fundamental, el de “necesidades humanas”, que ha sido introducido por John Burton. “Burton analiza las necesidades humanas generales considerándolas conjuntos de motivaciones que determinan los comportamientos y las acciones humanas” (Kehl, 1993, p. 208). El propio autor clasifica estas necesidades en tres grupos: “Las que se precisan para el desarrollo de la especia humana, las culturalmente específicas y las que responden a deseos y anhelos”, es decir, “universales, culturales y transitorias” (Burton, 1990, p. 36). Las necesidades humanas insatisfechas son las que dan origen a los conflictos y, además, tienen la capacidad de extender el conflicto mientras esas necesidades se mantengan por fuera de la atención de quien ostenta el poder o el dominio de los recursos (Burton, 1968). Se puede apreciar que el conflicto, para este enfoque, se extiende desde la existencia de una necesidad humana insatisfecha (latencia), hasta que se inicia el proceso de recreación de las relaciones entre las partes involucradas, pasando muchas veces por crisis que hacen patente el conflicto. Cordula Reimann considera además que este enfoque no busca eliminar el conflicto en el sentido que lo hace la gestión de conflictos, suprimiendo la violencia y sus consecuencias negativas muchas veces mediante la coerción, sino que ve en el conflicto un catalizador del cambio social. Esto permite que este enfoque busque y analice las causas del conflicto, e intente cambiar algunas características del sistema que generó e impulsó las discrepancias (Reimann, 2000). El objetivo de la resolución de conflictos, y su visión de una intervención exitosa, es la posibilidad de satisfacer las necesidades humanas de todas las facciones mediante el mejoramiento de la comunicación y de las relaciones entre todas ellas, con vistas a alcanzar acuerdos sustentables. Se supera la relación en términos de suma cero, y se pasa a una que apunta a mejorar el bienestar común (win-win). Asimismo, la paz negativa de la Gestión de Conflictos, entendida como ausencia de conflicto bajo cualquier costo, es reemplazada por la paz positiva de la Resolución de Conflictos, la cual se fundamenta en la satisfacción de las necesidades humanas que le dieron origen al desacuerdo inicial.

En cuanto a la perspectiva temporal del conflicto, supera la visión de segmento que planteaba la gestión del conflicto, ya que, en primer lugar, no considera que el conflicto se inicie con el estallido de la violencia, sino que considera que se inicia ante la existencia de una necesidad humana insatisfecha (Burton, 1990). En segundo lugar, la resolución de conflictos sugiere un progreso lineal desde la aparición de una necesidad humana no saciada, pasando por la crisis o la violencia, hasta que la restauración de las relaciones es posible. Pero pese a parecer un segmento que solo recorre una distancia más grande, por admitir la existencia de un número superior de fases en un conflicto que la gestión se dice que su perspectiva temporal se asemeja a una semirrecta, y no a un segmento. Esto se debe a que es fácil establecer el comienzo de un enfrentamiento, si se localiza o identifica la necesidad insatisfecha, pero es difícil determinar cuándo efectivamente las relaciones que dieron origen a esa injusticia se encuentran reestructuradas. Esto otorga a este enfoque un compromiso de plazo medio (Reimann, 2000).

El siguiente punto a analizar sobre la resolución de conflictos es el tipo de actores a los cuales les reconoce capacidad de acción para tomar parte en el conflicto. La gestión de conflictos solo consideraba como actores a los principales líderes políticos y militares, los cuales actúan como agentes racionales en la búsqueda de sus objetivos. La resolución de conflictos amplía un poco más el espectro y también considera a los agentes que pueden llevar adelante una diplomacia de segunda vía (track II). Joseph Montville, exdiplomático estadounidense y profesor de la Escuela para el Análisis y la Resolución del Conflicto de la George Mason University, define a la diplomacia de segunda vía como “la interacción informal no oficial entre miembros de grupos o naciones adversarias encaminada a desarrollar estrategias, que influyan en la opinión pública, y la organización de los recursos humanos y materiales de tal manera que puedan ayudar a resolver el conflicto” (Montville, 1991, p. 257). Vicenç Fisas la menciona como diplomacia paralela, ya que, en general, es coordinada y/o articulada con las acciones de la diplomacia oficial, y afirma que “tienen un margen de maniobra superior” (Fisas, 2010, p. 51) y que los gobiernos o los diferentes grupos participantes de un conflicto les solicitan en muchas oportunidades “que actúen como intermediarios, para sondear la disposición de la otra parte y las exigencias que impondrían si se iniciara una negociación” (Fisas, 2010, p. 51). Ejemplos de actores que pueden llevar adelante una diplomacia paralela o ciudadana de tipo segunda vía son académicos, profesionales, artistas prestigiosos, mediadores civiles, organizaciones no gubernamentales (ONG) y organizaciones humanitarias (Reimann, 2000).

Hay una ventaja en considerar un número más amplio de actores que pueden participar del conflicto o de su resolución, ya que muchas veces los líderes de alto perfil, aquellos de primer orden militar o político, se encuentran constreñidos por las posiciones que ocupan y por la acción de sus adversarios dentro de su propio grupo. Muchas veces, los actores de alto rango no pueden tomar cierto tipo de decisiones para no mostrar fragilidad, o no pueden generar con la contraparte un acercamiento que les sea nocivo o que los muestre como en una posición débil. Por otro lado, no siempre que un líder o una figura importante logra un acuerdo tiene la capacidad de obligar a sus subalternos o gente a su mando a cumplir o respetar dicho pacto (Lederach, 1997). Los actores de liderazgo medio, encargados de la diplomacia de segunda vía, por el contrario, tienen contactos con actores con liderazgo superior pero al mismo tiempo tienen un trato más ameno y diario con el contexto y la cotidianeidad de las personas incluidas o afectadas por el conflicto. Por otro lado, se encuentran por fuera de los cálculos políticos en los que están imbuidos los líderes principales de las distintas facciones. Esto, sumado al liderazgo de rango medio que se solventa sobre relaciones profesionales, institucionales, de amistad o de experiencia en el terreno, provoca que estos actores cuenten con una fuerte legitimidad para la acción y se encuentren por fuera de muchas de las responsabilidades o las presiones que afectan a los líderes principales de los bandos protagonistas (Lederach, 1997, p. 42).

La ampliación cuantitativa de actores y la profundización en el reconocimiento de los niveles de liderazgo de ellos otorgan a la resolución de conflictos una visión más amplia sobre la configuración de un determinado conflicto. Esto permite abordar de manera más eficiente las estrategias de “provención” en una fase de latencia del conflicto, en coherencia con su concepción de la progresión y su perspectiva temporal del conflicto.

La cuarta categoría propuesta para investigar las demarcaciones de cada enfoque es, como se ha especificado antes, la clasificación de los componentes del conflicto. Un primer avance en cuanto a esta cuestión es la diferenciación entre posiciones e intereses propuesta por Fisher y Ury, quienes afirman que tras las posturas radicales y extremas que muchas veces toman las partes (posición), hay necesidades, deseos, preocupaciones y temores (intereses) que son los que dan razón de ser a la disputa (Fisher y Ury, 1981). Esta diferenciación nos permite percibir que, avanzando en cuanto a lo propuesto por la gestión de conflictos, los problemas no se refieren solo a incompatibilidades mutuas entre las partes, sino que se considera que también puede existir una dificultad en el abandono de las posiciones para la obtención de una comunicación más franca y fluida. Las incompatibilidades existen, pero hay que saber si estas responden a los verdaderos intereses de las partes o si responden a posiciones adoptadas para la propulsión de una negociación más rígida. John Burton ha propuesto el concepto de necesidades humanas, sobre el cual ya hemos realizado la aproximación correspondiente, y en franco debate con los dos autores mencionados asegura que una negociación o una comprensión del conflicto basada en intereses no es viable. Esto se debe a que los conflictos armados están basados en necesidades humanas (defensa de la propia cultura o la identidad) que muchas veces no son negociables ni canjeables (Burton, 1990). Este conjunto de motivaciones que determinan los comportamientos y las acciones, ya sean culturales, humanas o transitorias, son el componente principal del conflicto cuando la persecución para su satisfacción se ve interrumpido. La perspectiva coyuntural y limitada de la gestión de conflictos es ampliada hacia un espacio que considera cuestiones más profundas que simples incompatibilidades y problemas concretos, enfocándose en las necesidades humanas que plantea el desarrollo pleno de cualquier persona y admitiendo que pueden existir problemas de relación entre las partes (posiciones e intereses) y problemas dentro de organizaciones o construcciones sociales que facilitan la constante aparición de discordias (Reimann, 2000). Esta visión, sumada a la provención (prospectiva y prevención) que propone Burton, le dan a este enfoque un entendimiento sobre la capacidad de las construcciones sociales para marginar a diferentes sectores de una sociedad, los cuales serán más propensos a encontrar sus necesidades humanas insatisfechas. Esto permite que el conflicto sea percibido ya no como una cuestión a evadir, superar o acallar, sino como un catalizador del cambio social basado en la reflexión acerca de la organización social productora de la controversia.

El marco temporal de intervención ha quedado expuesto casi en su totalidad debido a la explicación que se ha realizado, pero amerita la importancia de esta categoría un pequeño repaso sobre la cuestión. Si entendemos que la progresión del conflicto propuesta por la resolución de conflictos admite una fase de latencia, una fase de crisis y una fase de reestructuración de las relaciones sociales, sumado a su perspectiva temporal, que entiende que estas fases se recorren en un progreso lineal pero con un final difuso, y con la ampliación de la cantidad y rango de liderazgo de los actores que este enfoque sugiere, queda expuesto que la intervención propuesta no puede limitarse al momento del estallido de la violencia o la crisis. Como se ha afirmado en las páginas precedentes, la resolución de conflicto promueve la prevención y la provención del conflicto, entendiendo que toda crisis es consecuencia de un momento previo donde las necesidades humanas de un grupo de personas no han sido saciadas o encauzadas dentro de un sistema que les brinde contención. En este sentido, se afirmaba con anterioridad que un buen sistema de resolución de conflictos consiste en una sucesión de redes de seguridad que encierren a cualquier conflicto peligroso antes de que pueda hacer un daño irreversible (Ury, Brett y Goldberg, 1995). Además, no busca reducir las consecuencias negativas del conflicto mediante la coerción, sino que busca entender y cambiar las causas que le dieron origen con vistas a la alteración del sistema que las reproduce y sostiene en el tiempo. Reconoce la eficacia de los métodos propuestos por la gestión de conflictos para contener una crisis de violencia, pero una vez detenidos los hechos más álgidos busca la mejora de la relación entre las partes mediante la fluidez de información y persigue la realización de acuerdos basados en el consenso general.

Para realizar un breve repaso, la resolución de conflictos representa tres avances fundamentales: el fin de la justificación de los arreglos solventados por el poder avasallador de una de las partes; la compresión de que el inicio de un conflicto es previo al estallido de la violencia; y una búsqueda de la mejora de las relaciones entre los bandos y el cambio del sistema social que no satisface todas las necesidades humanas existentes. Para la resolución de conflictos, el poder, la coerción, la fuerza y la imposición de condiciones generan arreglos, pero el estado deseable es aquel donde “todos los interesados establecen relaciones […] que, sin temor ni favor y con pleno conocimiento de la situación y de sus características estructurales, resultan esencialmente aceptables para todos según sus preferencias individuales”, lo que provoca que “la coerción manifiesta o estructural es innecesaria” (Groom, 1991, p. 84).

2.8. Transformación de conflictos

Dentro de los enfoques de Regulación de Conflictos (Reimann, 2000), la transformación de conflictos entiende el conflicto como un proceso sostenido en el tiempo e intenta convertir un sistema de guerra (war-system) en un sistema de paz (peace-system), es decir, que persigue la construcción de paz (peacebuilding) y una reconciliación sustentable (Lederach, 1997, p. 34).[13] Esta idea de transición de un sistema de guerra a un sistema de paz que propone la transformación de conflictos es lo que revela la concepción superadora con respecto a lo que la gestión y la resolución de conflictos muestran como posibilidades para el abordaje de un conflicto en busca de una solución creativa. En otras palabras, se trata de “abrir paso a la comprensión racional y a la empatía respecto de los intereses ajenos, aun cuando se contrapongan a los propios, levantando los bloqueos a la creatividad requerida para inventar soluciones viables, y que no lesionen a nadie” (Aisenson, 1994, p. 126).

Fisas especifica que la transformación de conflictos “pone el acento en la naturaleza dialéctica del conflicto […]. La transformación sugiere una comprensión dinámica del conflicto, en el sentido que puede moverse en direcciones constructivas o destructivas” (1998, p. 185). El primer elemento es el entendimiento del conflicto como un enfrentamiento dialéctico, que no solo involucra la incompatibilidad de objetivos (gestión) y la insatisfacción de necesidades humanas (resolución), sino que también considera a la generación de violencia directa, cultural y estructural (Galtung, 2003). Johan Galtung, ideólogo de esta triple dimensión de la violencia, considera que más allá de la violencia directa y visible, también existe una violencia cultural y estructural. La definición de violencia sigue ligada a las necesidades humanas, pero acrecienta el número de formas en que se las puede afectar, al considerar que la violencia es “cualquier afrenta evitable a las necesidades humanas” (Galtung, 2003, p. 9). La violencia cultural se refiere a la creación de un marco legitimador de la violencia a través de medios culturales como el arte, la religión, la filosofía o el derecho. La violencia estructural, por otro lado, hace referencia al conjunto de estructuras, físicas y organizativas, que no permiten la satisfacción de las necesidades (Galtung, 2003). Esto permite ver que las ramificaciones de un conflicto son mucho más profundas que lo percibido por la gestión y la resolución de conflictos, por lo tanto la noción del estado ideal de las cosas u objetivo deseable cambiará indefectiblemente para la perspectiva transformativa.

Otra cuestión de suma importancia es la reversibilidad del proceso transformador del conflicto. Como vimos con anterioridad, la resolución de conflictos tiene una concepción lineal del conflicto donde únicamente se avanza en su desencadenamiento. La transformación del conflicto considera que todo avance hacia la paz debe ser capaz de retroceder en un momento dado o cambiar en caso de ser necesario: “Todo acto irreversible es violento hacia las futuras generaciones, al limitar su capacidad futura de tomar opciones. Por consiguiente, no solo los actos deben ser reversibles en sus consecuencias, sino que el proceso de decisión que conduce a los actos también debe ser reversible” (Fisas, 1998, p. 234). Esto afirma la noción de necesidad de deconstrucción de toda paz alcanzada por la que pugna la transformación del conflicto, lo cual la ubica en una posición enriquecedora de los conceptos más estáticos de paz que aportaban los enfoques anteriores.

Desde la comprensión del conflicto que ejerce la transformación, las estrategias propuestas para intervenir en el conflicto contienen algunos de los métodos usados por la gestión (mediación imperativa) y la resolución (facilitación, consulta), pero también se añaden nuevos procedimientos como trabajo psicológico posconflicto, potenciación de capacidades, ayuda al desarrollo y/o ayuda humanitaria. Estas nuevas estrategias se condicen con la concepción más holgada sobre el número de actores participantes y sobre la idea de paz holística que veremos más adelante.

Se procederá ahora, como se ha hecho con los enfoques de regulación del conflicto anteriores (gestión y resolución), a abordar las cinco categorías propuestas para poder diferenciar las ideas principales entre las diferentes perspectivas. El conflicto social es cambiante: “El conflicto nunca es un fenómeno estático. Es expresivo, dinámico y dialectico en naturaleza” (Lederach, 1997, p. 63). Se usa el modelo propuesto por Adam Curle (1971), que divide la progresión del conflicto en tres partes o fases: latencia con una falsa apariencia estática, una fase de inestabilidad donde el conflicto se hace patente (confrontación y negociación), y un tercer momento donde se intenta reestructurar y recrear las relaciones fallidas que llevaron al estallido de la disputa. Este modelo, que ya ha sido mencionado en la resolución de conflictos y ha sido retomado por Lederach (1996), es utilizado por la perspectiva transformadora pero agrega en el tercer momento, posterior a la crisis, no solo la búsqueda de la mejora de las relaciones entre las partes y la satisfacción de las necesidades humanas de los diferentes grupos, sino que también persigue la reconstrucción, resolución, y reconciliación posconflicto (Galtung, 1998). Este modelo está íntimamente ligado con las tipologías de violencia propuestas por Galtung (directa, cultural, estructural), y propone en primera instancia la reconstrucción, que apunta a curar las heridas abiertas entre las partes por el conflicto y reparar los daños materiales. Por otro lado, la resolución apunta a crear las condiciones necesarias para abordar el conflicto original y la reconciliación que busca deshacer la fijación cultural y subjetiva del conflicto (Galtung, 1996). Así, sumado al concepto de prevención de Burton, también la transformación toma el concepto de la necesidad de solucionar el conflicto original que pregona el enfoque resolutivo, pero le suma el aspecto cultural de la disputa, multiplicando las dimensiones en las cuales se admite que el conflicto hace mella. Esto produce que la paz que se busca sea diferente, ya no se habla de una paz negativa o positiva, sino que el fin anhelado es una paz holística. Una paz que elimine la violencia directa y la cultural, pero que también busque una eliminación de la violencia estructural a través de la transformación de las estructurales sociales políticas desiguales y opresivas (Reimann, 2000).

Otro punto importante es que la transformación de conflictos estima que el conflicto no avanza linealmente a través de los cortes analíticos que propone la progresión del conflicto de Adam Curle, sino que es dinámico. Puede avanzar, retroceder e incluso estancarse durante años. El aporte de esta visión de la progresión del conflicto es que permite percibir que el conflicto existe previo a su aparición evidente y, además, que no desaparece, sino que es modificado mediante el sostenimiento de nuevas relaciones entre las partes involucradas. Esta perspectiva temporal fue propuesta por Johan Galtung (1995), al negar el progreso lineal del conflicto desde un principio a un final como si fuera la existencia de un ser orgánico, y plantear un modelo circular que resulta en un avance espiralado. Esto se debe a dos cuestiones: el proceso puede retroceder por un resurgimiento de la violencia o un desentendimiento entre las partes o, como dijimos antes, por la reversibilidad de los acuerdos que propone la transformación de los conflictos. Es decir que el conflicto atraviesa diferentes ciclos de renacimientos o transformaciones, de ahí la necesidad de la reestructuración de las relaciones (Lederach, 1997, p. 35) que dieron origen al conflicto para alcanzar una reconciliación sustentable, ya que de otra forma existen amplias posibilidades de que el conflicto resurja en los mismos términos que en el pasado o reconvertido. En palabras de Lederach: “El modelo circular nos avisa a cada paso: avanzar demasiado rápido puede que no sea prudente. Encontrar un obstáculo nos puede proporcionar un contacto con la realidad positivo. Retroceder puede proporcionarnos maneras creativas de movernos hacia delante” (2003, p. 43).

Figura 1. Cambios como un círculo
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Fuente: Lederach, J. P. (2003), The Little Book of Conflict Transformation, Pennsylvania, Good Books, p. 42.

Como en los enfoques anteriores, también es necesario aquí definir o clasificar a los actoresque intervienen, y Lederach (1997, pp. 38-43) lo hace según el tipo de liderazgo. Los actores con liderazgo superior son aquellas figuras políticas o militares más representativas de las partes intervinientes en el conflicto y a las cuales responden otros líderes de menos importancia (gestión de conflictos). Lo que caracteriza a este tipo de actores es la paradoja entre el beneficio que les genera la visibilidad, la publicidad y la importancia de la que gozan sus puntos de vista, y la dificultad para lograr que las decisiones o acuerdos alcanzados por los líderes de primer orden sean respetados por todas las personas que responden a ese liderazgo. Los actores de liderazgo medio son aquellos que tienen posiciones de liderazgo dentro del conflicto, pero que no se encuentran sujetos a ningún tipo de estructura formal dentro del gobierno o de los movimientos de oposición (resolución de conflictos). Estos actores se caracterizan por estar conectados a los actores de liderazgo superior y a los de liderazgo inferior, y la legitimación de su liderazgo surge de relaciones que se mantienen en el tiempo y van más allá del conflicto. Los actores de liderazgo inferior son líderes locales, como colaboradores de ONG, de movimientos populares y de organizaciones cívicas (Fisas, 2010), que están envueltos en el día a día del conflicto, y en ellos se centra la atención de la transformación del conflicto (Reimann, 2000). Estos actores conocen directamente los miedos y los sufrimientos diarios que la población debe vivir, y tienen un entendimiento amplio de la política local. Esto les permite que puedan llevar adelante estrategias para la reducción y eliminación de la violencia directa, estructural y cultural como las que hemos mencionado (trabajo psicológico posconflicto, potenciación de capacidades, ayuda al desarrollo y/o ayuda humanitaria). Contar con la posibilidad de trabajar y establecer estrategias acordes con líderes de base permite que en las fases preventivas y en las fases postacuerdo se puedan implementar los acuerdos, no por la voz de mando de un líder oficial, sino porque la mayor parte de la gente afectada por el conflicto tiene acceso a la información, a la educación para la paz y a una participación activa en el proceso de transformación de las relaciones y las estructuras que dieron origen a la disputa.

Al saber cuáles son los actores del conflicto, también es necesario considerar la razón por el cual se ha iniciado el conflicto. Máire Dugan (1996) propone utilizar un “modelo anidado”, en donde cuatro círculos concéntricos grafican la clasificación de los componentes que pueden desatar un conflicto. El primero, el de los problemas concretos, incluye aquellas disputas que son iniciadas por un desacuerdo sencillo sobre alguna cuestión, pero que sus consecuencias no exceden el desacuerdo inicial (la gestión del conflicto se centra en este tipo de componentes). El segundo, que incluye problemas de relación, hace referencia a aquellas disputas que surgen por problemas de interacción entre las partes e incluye sentimientos mutuos que pueden verse afectados. El tercero marca los problemas que pueden existir hacia el interior de organizaciones o construcciones sociales, que, debido a sus reglas, procedimientos o tradiciones, pueden ser percibidas como injustas, anticuadas o ineficaces. La resolución de conflictos hace especial hincapié en los componentes relacionales o de interacción y en los problemas de organizaciones y construcciones sociales. El cuarto y último círculo, el de los problemas en las estructuras sociales, intenta contener a aquellos conflictos surgidos de las inequidades construidas dentro de un sistema social, y es en él que la transformación de conflictos pone su énfasis. La autora, Máire Dugan, afirma que un problema sobre cuestiones concretas puede transformarse sin secuelas mayores, pero un problema con bases en la inequidad de un sistema social siempre va a tener consecuencias en las organizaciones sociales y en las relaciones de las partes, y que además generará problemas concretos en el día a día de la interacción entre ellas. Es esa situación lo que da razón de ser a la figura concéntrica, dado que los conflictos de un sistema social, a su vez, provocan conflictos en organizaciones sociales, en las relaciones entre actores y por cuestiones sencillas.[14] Entonces podemos advertir que la transformación de conflictos entiende que los componentes de los problemas pueden variar, pero su idea de la violencia estructural y cultural permite que su análisis también detecte los componentes del conflicto más difusos y dispersos en una sociedad o sistema. Estos elementos son generados por una estructura injusta y violenta, en donde se ven afectadas las organizaciones y la relación entre los individuos, estallando muchas veces por cuestiones concretas.

Por último, el marco temporal de intervención es una integración de los cuatro fundamentos anteriores, como se ha especificado antes. Considera la progresión, la perspectiva temporal, la clasificación de actores y de los componentes propios de la transformación de conflictos, y propone una intervención dependiente de todos esos elementos, que consta de tres partes (Lederach, 1997, pp. 79-82). La prevención es una intervención en los asuntos sencillos que pueden desencadenar un conflicto en el futuro, pero con plena conciencia de las raíces profundas de las inequidades o desigualdades que pueden desencadenar un enfrentamiento. Cuando el conflicto se hace patente y se desata la violencia, es necesario gestionar la crisis: alcanzar acuerdos entre las partes sobre las cuestiones inmediatas y poner fin a las tensiones. La transformación es lo más complicado, debido a la necesidad de su sostenimiento en el tiempo y a que busca la reestructuración de las relaciones entre las partes mediante la toma de conciencia de la interdependencia de las facciones enfrentadas, lo cual llevará a la transformación de las estructuras injustas y productoras de desigualdad y violencia. Esta transformación busca la reconstrucción, la resolución y la reconciliación, es decir, la compensación del daño material producido por la violencia directa, la solución de las causas del conflicto y la sanidad de las relaciones de las partes, basada en la buena fe. En resumen, el enfoque transformativo toma la prevención, o provención según Burton, y la gestión de la crisis como cuestiones importantes para la regulación del conflicto. Pero también entiende que luego del proceso de control de la violencia, no se puede solo buscar una solución a la disputa, aunque esta mejore la relación entre las partes (resolución). Hay que profundizar la intervención y buscar la transformación de la estructura opresora y arbitraria que ha generado las discrepancias en un primer momento.

Habiendo diferenciado, dentro de la transformación de conflictos, las cinco categorías propuestas para analizar cada enfoque, se puede afirmar que esta propuesta busca ampliar los márgenes del análisis y promover respuestas creativas al conflicto: “No debemos ser víctimas de la trampa de los dualismos estrechos […]. Tenemos que encontrar maneras de nutrir una capacidad inquisitiva que explore e interactúe constructivamente con la complejidad de las relaciones y realidades que afrontan nuestras comunidades” (Lederach, 2005, p. 173). Esto permitirá ampliar la noción que se tiene sobre la extensión del conflicto, sobre las maneras válidas de actuar, sobre los momentos claves para prevenir, frenar o disminuir la escalada, sobre los actores que están involucrados y que pueden ayudar en la búsqueda de una metamorfosis de la disputa: “El punto es que el medio para transformar las relaciones hostiles es un proceso evolutivo de interacciones simultáneas entre personas en muchos niveles de la sociedad. Tal transformación sucede a través de la experiencia: no se negocia” (Lederach, 1999, p. 11).

2.9. Regulación de Conflictos, los hechos de Pando y UNASUR

La concepción de la progresión del conflicto, la perspectiva temporal del conflicto, la comprensión de los componentes del conflicto, la clasificación de los actores y el marco temporal de intervención propuestos por la transformación de conflictos posicionan a este enfoque como capaz de comprender los conflictos de la post-Guerra Fría. El conflicto es considerado un factor de cambio y no un problema a ser resuelto. La respuesta al conflicto es un proceso de reestructuración de relaciones y no una solución que pone fin a una situación desagradable. Los procesos son abiertos y cambiantes, no lineales. Son estas ideas las que le permiten a la transformación de conflictos superar a la gestión y a la resolución de conflictos en cuanto a su capacidad para el abordaje de los conflictos resultantes de los desafíos y tensiones que enfrentan los actores internacionales desde la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS, así como en la proposición de soluciones a ellos. Pero la gestión y la resolución de conflictos siguen ofreciendo herramientas válidas para el abordaje de los conflictos en diferentes momentos. Y, además, como hemos mencionado en líneas anteriores, la Regulación del Conflicto como disciplina tiene una visión integradora e inclusiva de sus enfoques. Esto permite que en una crisis violenta se pueda acudir a instrumentos de la gestión, que al enfocarnos en la prevención de un conflicto pensemos indefectiblemente en la resolución de conflictos, y que para los momentos posteriores a la obtención de un acuerdo se recurra a un enfoque transformativo para su implementación.

La intervención de UNASUR en los hechos de Pando de 2008 marca un nuevo comienzo, donde los países de nuestra región empiezan a hacer frente a los nuevos tipos de conflicto emergentes. Allí radica la importancia de estudiar el enfoque de resolución de conflictos utilizado en la intervención de UNASUR, a través del análisis de las respectivas declaraciones (“Declaración de la UNASUR” del 12 de septiembre de 2008; “Declaración de La Moneda” de 2008; y “Declaración del Consejo de Jefas y Jefes de Estado y de Gobierno de Salvador de Bahía” de 2008) y del informe, promovidos por el organismo sudamericano (“Informe de la Comisión de UNASUR sobre los Sucesos de Pando”, 2008). Pero como paso previo al análisis de la intervención de la UNASUR, y como eslabón último de la cadena lógica que intentamos exponer aquí, debemos encarar dos cuestiones: primero, intentaremos comprender la importancia del concepto de tensión en la Regulación del Conflicto, y luego intentaremos exponer la importancia del papel de los organismos internacionales como agentes activos en la gestión, resolución y transformación de un conflicto.

La primera pregunta que surge cuando hablamos de los hechos de Pando y Regulación del Conflicto es: ¿por qué aplicaríamos técnicas de gestión, resolución y/o transformación de conflictos a una situación que no cuadra con las definiciones de conflicto armado esgrimidas anteriormente? Ya hemos dicho que el Programa de Datos sobre el Conflicto de la Universidad de Upsala define al conflicto armado como una incompatibilidad o disputa sobre el tipo de gobierno (cambio de sistema político, reemplazo del gobierno central o cambio de su composición) y/o sobre el territorio (cambio de un Estado a otro en el control de un territorio o demanda de secesión o autonomía), donde el uso de fuerzas armadas entre dos grupos resulta en al menos veinticinco muertes relacionadas a la batalla. De esos dos grupos, por lo menos uno es el gobierno de un Estado (Gleditsch, Wallensteen, Eriksson, Sollenberg y Strand, 2002).

También hemos reproducido la definición de la Escola de Cultura de Pau de la Universidad Autónoma de Barcelona, que entiende el conflicto armado como todo enfrentamiento protagonizado por grupos armados regulares o irregulares con objetivos percibidos como incompatibles, en el que el uso continuado y organizado de la violencia: A) provoca un mínimo de cien víctimas mortales en un año y/o un grave impacto en el territorio; B) pretende la consecución de objetivos diferenciables de la delincuencia común y vinculados a autodeterminación y autogobierno, oposición al sistema político de un Estado o control de recursos y territorio (Escola de Cultura de Pau, 2013).

Los hechos de Pando de 2008 no parecerían cuadrar dentro las definiciones ofrecidas de conflicto armado por no haber alcanzado el número de bajas especificado,[15] pero encuentra puntos en común si nos referimos a la tirantez de la relación entre el gobierno nacional, las prefecturas y los partidarios de ambos bandos sobre cuestiones como indeterminación, autogobierno, oposición al sistema político y control de recursos. En el próximo capítulo avanzaremos sobre las razones que desencadenaron el conflicto y el contexto donde se inicia, pero lo importante aquí es poder apreciar que se debe entender el conflicto como un proceso que, más allá de sus definiciones intelectuales, no es solo la manifestación de la crisis violenta. Es aquí donde cobra valor la definición de tensión propuesta por Vicenç Fisas y utilizada por Escola de Cultura de Pau en sus informes anuales sobre conflicto:

Situación en la que la persecución de determinados objetivos o la no satisfacción de ciertas demandas planteadas por diversos actores conlleva altos niveles de movilización política y social y/o un uso de la violencia con una intensidad que no alcanza la de un conflicto armado, que puede incluir enfrentamientos, represión, golpes de Estado, atentados u otros ataques, y cuya escalada podría degenerar en un conflicto armado en determinadas circunstancias. Las tensiones están normalmente vinculadas a: a) demandas de autodeterminación y autogobierno, o aspiraciones identitarias; b) la oposición al sistema político, económico, social o ideológico de un Estado, o a la política interna o internacional de un gobierno, lo que en ambos casos motiva la lucha para acceder o erosionar al poder; o c) al control de los recursos o del territorio (Escola de Cultura de Pau, 2012, pp. 29-30).

Bajo esta definición de tensión, los hechos de Pando cobran una nueva importancia, ya que esta crisis reveló la profundidad del conflicto que surcaba a todo Bolivia. Además, requería de algún tipo de intervención ante la posibilidad de una escalada aún más violenta y la secesión de un Estado soberano. Bajo esta definición, el conflicto en Bolivia ha sido monitoreado con particular interés por la Escola de Cultura de Pau desde 2003. Con una visión de prevención y de abordaje del conflicto previo a su conversión en un enfrentamiento armado regular, coherente con la resolución y la transformación de conflictos, debemos establecer el menester de un análisis profundo de estos sucesos.

En cuanto al papel de los organismos internacionales como agentes activos en la gestión, resolución y transformación de un conflicto, tenemos que retomar brevemente el debate de las tensiones y los desafíos que los Estados afrontan desde el final del enfrentamiento bipolar. Los Estados, enfrentados a un proceso globalizador que erosiona sus fronteras y los muestra más débiles en cuanto a su soberanía interna, se encuentran frente a conflictos menores e internos que surgen por la oposición de un grupo que ve muchas veces sus necesidades humanas insatisfechas o se encuentran como víctimas de un sistema que genera y reproduce desigualdades o injusticias, o simplemente no acuerdan con el gobierno o el sistema político vigente. Frente a estas situaciones, y ante la posibilidad de que ese conflicto entre en una escalada de violencia, se internacionalice y acarree a la desestabilización regional, los organismos internacionales y regionales pueden jugar un papel importante. En el refuerzo del proceso de abordaje del conflicto, los Estados nacionales pueden buscar el apoyo a sus decisiones de los organismos internacionales de los que participan, y estas instituciones pueden brindar apoyo desde la prevención del conflicto, la gestión de la crisis, y en la transformación del conflicto. En este sentido, se puede decir que “las organizaciones regionales y subregionales han adquirido una nueva y significativa relevancia en las últimas dos décadas, particularmente en lo que se refiere a la paz, la seguridad, la estabilidad regional, el desarrollo y la prevención o mitigación de los conflictos en el marco de la evolución de nuevas modalidades de regionalismo” (Serbin, 2011, p. 17). Definitivamente, los organismos internacionales y, en espacial, los regionales han cobrado una importancia considerable, ya que cuentan con los medios y con la capacidad de actuar como tercera parte en conflictos menores e internos de distintos países.

De esta manera, cuando pensamos en la crisis de Pando dentro del marco del conflicto boliviano y en la respectiva intervención de la UNASUR, se advierte la intervención de un organismo internacional que ha sido concebido por los países de América del Sur para poder presentar alternativas de acción frente a crisis como la acaecida en Bolivia en 2008. Esta actuación de la UNASUR se dio con todo el consentimiento del gobierno boliviano, pese a ser un asunto interno. Esto muestra la capacidad de los organismos regionales para intervenir en cuestiones de claro carácter interno, así como la concepción de una soberanía nacional de los Estados, que debe ser reforzada desde el ámbito externo para poder llevar esa disputa hacia un desenlace favorable y pacífico. Por otro lado, esta intervención de la UNASUR no se efectuó frente a un conflicto armado tradicional, pero percibiendo una tensión que escalaba peligrosamente hacia consecuencias más dañinas se interpusieron estrategias que lograron acabar con la vorágine violenta.

En este capítulo, y en sus diferentes apartados, hemos intentado explicar de qué manera la realidad de la post-Guerra Fría ha impactado en la producción teórica de las relaciones internacionales y cómo los conflictos armados han mutado, permitiendo que la Regulación de Conflictos cobre un protagonismo antes inusitado en la esfera internacional. También hemos abordado los diferentes enfoques existentes dentro de la disciplina (gestión, resolución y transformación de conflictos), para finalizar explicando la relevancia de las tensiones previas a la existencia de un conflicto armado, en coherencia con un enfoque de prevención del conflicto, y la necesidad de conjugar la acción de organismos internacionales y Estados nacionales en el abordaje de las disputas. En el próximo capítulo se expondrá una contextualización del conflicto boliviano y se hará referencia al desarrollo de los hechos de Pando con vistas a entender la base fáctica de la intervención de la UNASUR.


  1. Esta idea ya había sido propuesta por Michael Doyle en dos escritos de 1983: “Kant, Liberal Legacies, and Foreign Affairs, Part I”, en Philosophy and Public Affairs, vol. 12, núm. 3, 1983; y “Kant, Liberal Legacies, and Foreign Affairs, Part II”, en Philosophy and Public Affairs, vol. 12, núm. 4, 1983.
  2. La analogía entre dispersión mundial de la cadena de comidas rápidas y el proceso de globalización también es utilizado por George Ritzer en “The McDonaldization of Society. Thousands Oaks: Pine Forge Press. 1993”.
  3. La cita textual del texto de Oddone (2004) ha sido extraída de Eumed (http://www.eumed.net/cursecon/libreria/2004/cno/1c.htm), el día 15 de mayo de 2014.
  4. Para ampliar la temática sobre globalización y medio ambiente, puede consultarse el siguiente escrito de Roberto Guimarães: “Tierra de sombras: desafíos de la sustentabilidad y el desarrollo territorial y local ante la globalización corporativa”, disponible en línea: <http://www.eclac.org/publicaciones/xml/3/13883/lcl1965.pdf>.
  5. La temática de la evolución de la doctrina de intervención humanitaria puede ser profundizada en W. Bello, “Humanitarian intervention: evolution of a dangerous doctrine”, en Focus on Trade, núm. 15, enero de 2005, disponible en línea: <http://focusweb.org/pdf/Fot-pdf/fot115.pdf>.
  6. La regulación de conflictos como disciplina incluye diferentes enfoques; esto será explicado a partir del apartado 2.6 del presente escrito.
  7. Pese a que Palestina no es un Estado reconocido internacionalmente, la Escola de Cultura de Pau considera el conflicto entre Israel y Palestina como “internacional” y no como “interno”, por tratarse de un territorio ocupado ilegalmente y cuya pretendida pertenencia a Israel no es reconocida por el derecho internacional ni por ninguna resolución de Naciones Unidas (Escola de Cultura de Pau, 2009).
  8. El artículo donde figura la distinción a la que hace referencia Vincenç Fisas es “Three Approaches to Peace: Peacekeeping, Peacemaking and Peacebuilding” (Galtung, 1975).
  9. El libro original fue publicado en inglés en 1981 y su título es Getting to Yes: Negotiating Agreement Without Giving In (Fisher y Ury, 1981).
  10. Los avances teóricos mencionados serán utilizados en el apartado 2.8 del presente escrito, correspondiente a la descripción del enfoque de transformación de conflictos.
  11. Esta visión ha sido abordada en el apartado 2.1 del presente escrito, puntualmente en lo aludido al punto de vista de Dirk Mesnner (2001).
  12. Esta propuesta de Adam Curle es retomada por John P. Lederach para la transformación de conflictos, enfoque revisado en el apartado 2.8 del presente escrito.
  13. El concepto de reconciliación sustentable hace referencia a la necesidad de reconstruir la relación entre las partes antagonistas de un conflicto —incluyendo la dimensión emocional y psicológica del conflicto—, admitiendo la necesidad de reconocer los reclamos mutuos del pasado, y con vistas a explorar el futuro con plena noción de la interdependencia entre las partes antiguamente enfrentadas.
  14. M. Dugan (1996), para explicar su modelo anidado del conflicto, utiliza como ejemplo la historia de una disputa acaecida en una escuela de Estados Unidos. La autora detalla que un grupo de jóvenes blancos concurrieron a la escuela usando en la vestimenta réplicas de la Bandera de la Confederación, lo cual provocó un enfrentamiento violento con algunos jóvenes de color de la misma institución educativa. A simple vista este conflicto parece tener una base en una cuestión concreta: la utilización de un distintivo que una facción consideraba ofensivo. En realidad, es un conflicto surgido de las secuelas todavía existentes de un sistema social excluyente, y sus consecuencias en el interior de organizaciones sociales, en las relaciones interpersonales, y en cuestiones concretas del día a día de cualquier persona.
  15. El día 11 de septiembre de 2008, en una confrontación entre campesinos partidarios del presidente Evo Morales y simpatizantes del gobierno de la Prefectura de Pando mueren varias personas y muchas otras salen heridas. Los números varían, pero según el Ministerio Público de Bolivia, el saldo final del enfrentamiento fue de 11 personas fallecidas y 50 heridos. El conflicto ocurre en un contexto de enfrentamiento entre el presidente y algunos prefectos departamentales, entre otras cosas por la reforma constitucional impulsada por el jefe de Estado. Para más información, consultar los informes en relación con los hechos mencionados elaborados por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (<http://bolivia.ohchr.org/docs/Informe%20Pando.pdf>, consultado en sitio web de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Bolivia -<http://bolivia.ohchr.org/> el día 12 de agosto de 2014) y por la Defensoría del Pueblo de Bolivia (<http://www.defensoria.gob.bo/archivos/informe%20pando.pdf> consultado en el sitio web de la Defensoría del Pueblo de Bolivia: <http://www.defensoria.gob.bo/> el día 12 de agosto de 2014).


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