SS: Es muy interesante la idea de aprovechar la oportunidad y los criterios que tienen que ver con el cuándo y otros criterios históricos, que son los de chrónos, este tiempo que pasa, que construye, que genera espesor. Y ahí es donde aparece esa palabra tan importante que me habías mencionado en algún momento, que es lo “intransportable”, lo “intransplantable”, lo “intraducible”. Te comento esto para provocarte justamente con una obra que fue un desafío increíble, a la hora de complicar lo universal y de mensurar lo inconmensurable.
BC: Sí, es cierto. La traducción es políticamente importante, porque es un saber hacer con las diferencias. Eso es lo que me interesa. Es, verdaderamente, un modelo de ciudadanía. Es decir, cómo hacemos, con las diferencias que existen entre las lenguas, cómo estacionamos “entre” y cómo fabricamos lo común a partir de cosas que tienen sentidos diferentes. Es gracias a las diferencias que podemos encontrarnos. Para mí, un intraducible es, obviamente, algo que traducimos. Un intraducible no es lo que no traducimos. Es aquello en lo que no dejamos de trabajar para traducirlo. Eso es el Diccionario de los intraducibles, que elaboramos entre 150 personas hace ya diez años. Y nos tomamos quince años para hacerlo.
SS: Es un trabajo increíble. Además, hace hincapié, justamente, no en la cuestión de la adecuación y de la correspondencia, que es la historia tradicional, clásica del lógos filosófico, sino en ese lugar en donde se desajusta y hay algo que nunca puede ser traducido, tal como reiterás. Es genial poner el foco en aquello que siempre va a quedar afuera, que siempre va a ser extranjero respecto de la definición.
Senda Sferco.
BC: Sí, es eso. Es saber hacer con las diferencias. Creo que es la única manera de trabajar juntos y de lograr un verdadero conjunto. Es mirar lo que separa. Y trabajarlo. Ahora estoy trabajando en un proyecto aun más descabellado: se trata de un diccionario de los intraducibles de los tres monoteísmos. ¿Te imaginás?
SS: ¡De los tres grandes discursos de lo Uno, del Padre!
BC: ¡Y que actualmente están enloqueciendo a todo el mundo!
SS: Que provoca un baño de sangre en muchos lugares.
BC: Sí. La idea es reflexionar desde la lengua, reflexionar a partir de los textos fundamentales –la Torá, la Biblia, el Corán– y observar en torno a qué palabras se enrollan. ¿Cómo se dice “Dios”? ¿Cómo se dice “creer”? ¿Cómo se dice “el Libro”? Observar desde la lengua cómo se dice: cómo se dice en las lenguas en que fue escrito e intentar comprender.
SS: Hay una dimensión de uso que no es necesariamente aquella de la utilidad.
BC: Es cierto. Pero hoy lo que más me gusta de este tema es la pluralidad de sentidos, los equívocos. Hice una exposición en Marsella, en un gran museo –el MuCEM–, donde intenté mostrar los equívocos que aparecen al traducir la palabra de Dios. Por ejemplo, ¿sabés que podemos decir que la mujer, en la Biblia, nació al “costado” del hombre? ¿Viste La mano de Dios de Rodin, con el hombre y la mujer que yacen juntos en la mano de Dios? Y, a la vez, la mujer nació “de la costilla” de Adán. Eso no da el mismo tipo de pareja, ¿no? ¡Es muy divertido! Tomemos por otro lado a Moisés, que es qaran. Eso puede significar “con cuernos” o “radiante”. Y no es lo mismo…
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BC: Complicar lo universal es lo que hay que hacer ahora. Creo que es una tarea urgente. ¿Y sabés? Odio lo Universal a causa de la mayúscula. Así como odio la Verdad escrita con mayúscula. Como odio, también –y es algo totalmente personal– a Dios escrito con D mayúscula. Acepto verdades. Acepto dioses menores. Acepto el paganismo. La idea es que lo universal, que parece ser para todos, en realidad, siempre es lo universal de alguien.
SS: Siempre hay alguien que maneja el universal.
BC: Es así. Es el universal de alguien. Y, cuando entendemos esto, nos queda un sabor amargo. Pienso entonces que la traducción es un buen modelo para comprender que hay más de una lengua. Más de “Uno”. Y esa es una frase de Derrida: “Más de una lengua”. Y la otra frase de Derrida a la que recurro muy frecuentemente es “La lengua no pertenece”. No pertenece a alguien. Entonces, cuando tenemos las dos ideas, es decir, “más de una lengua” y “la lengua no pertenece”, ya podemos entender que lo universal es algo que se nos revela como demasiado simplista.
Para mí, la traducción es –lo dijimos hace unos instantes– saber hacer con las diferencias. Y, actualmente, es un verdadero modelo para las ciencias humanas. Creo que es un buen paradigma.
SS: ¿Para entender las competencias específicas a la vez que el juego de interdisciplinariedad? ¿Para entender una metodología de trabajo respecto de lo que sucede en la realidad? ¿En qué sentido lo pensás?
BC: Sobre todo porque, de algún modo, cuando empezamos a prestarles atención a las palabras, las cosas ya no aparecen con tanta certeza. Es lo que Hannah Arendt llama –y encuentro que es una muy bella expresión– “la vacilante equivocidad del mundo”. Ella toma el ejemplo de la palabra “mesa”. En apariencia, estamos totalmente seguros de saber lo que es una mesa. Pero, en las fronteras de un país, la palabra vacila junto con la cosa. Tomemos por ejemplo la palabra “table” [mesa] en francés. Tabula, en latín, es la plancha o tablero del banquero. De la palabra “mesa” deriva “meseta”, como la meseta de Castilla. La palabra “trápeza”, en griego, significa “cuatro patas”. No se fabrica el mismo objeto con las palabras. Y esa es la vacilante equivocidad del mundo. De acuerdo, el concepto de “table” pudo haber nacido de todo esto, así como el concepto de perro puede haber nacido del Basset o del Dóberman. Pero, cuando estás al nivel de las palabras, se dice otra cosa, se dice algo más. Te proporciona toda una cultura y, por ende, complica realmente lo universal. Y eso es, posiblemente, lo que la traducción hace comprender. No se fijan las esencias. No se fijan las ideas. Más bien se desplazan, van de una hacia la otra.
SS: Y este desplazamiento que permite la traducción, esta especie de nomadismo como el de los sofistas –poder pasar de una estrategia de efecto discursivo a una estrategia de persuasión sobre el cuerpo del otro, una estrategia militar–, esto que vos llamás “entre”, ¿cómo pensarlo en democracias tan complejas como las contemporáneas? ¿Qué modelos tenemos, justamente, para poder seguir defendiendo y poniendo en valor esto que a pesar de que no funcione con la fuerza que se proclama todavía nos parece lo mejor posible?
BC: Es muy interesante elegir no lo verdadero, lo bueno, lo justo, sino lo más adaptado –y aquí volvemos al kairós–, lo mejor para aquí y ahora. Y entonces el punto que nos queda por tratar es el del juzgamiento. ¿Quién juzga? Por ejemplo, vos. Es en este punto que la democracia vale la pena. Hay una frase de Protágoras que encuentro maravillosa y que nos dice: “tenés que soportar ser medida”. Debés medir, es decir, debés juzgar.
SS: Tenés que soportar la carga y el coraje de asumirte como medida, como actor de ese juicio, en el aquí y ahora y en el “cada vez” del kairós.
BC: Todo lo que podés hacer en ese caso es intentar que se pase de un menos bueno a un mejor. Eso es la cultura, eso es la educación: hacer que alguien pase de un estado menos bueno a un estado mejor. Y esa es, en definitiva, la única carga política válida. Hay una frase de Hannah Arendt que me gusta muchísimo: “¿No será que el gusto es una facultad política?”. Y la respuesta es ¡sí! El gusto se enseña, se aprende, se transforma. Podemos tener un estado mejor. Y es mejor para. No se trata, entonces, de un universal que se fija de una vez y para siempre –lo verdadero, lo bello, lo bueno–, sino de lo mejor para. Es lo que llamo el “relativismo consecuente”.
SS: Es lo mejor de Kant que podemos proponer en esta lógica humanista, que en el fondo uno defiende cuando habla de educación y de aumentar las posibilidades del “mejor para”. Un mejor que está siempre contextualizado según sus diferencias, sus oportunidades, sus posibilidades y sus condiciones de posibilidad.