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1 El fenómeno migratorio y su relación con la crisis de la noción moderna
de ciudadanía

1.1. Introducción

El movimiento migratorio actual, que involucra a millones de seres humanos desplazándose mayormente a través de las fronteras de los Estados nacionales, y la dificultad de tales Estados para dar respuesta a sus demandas de inclusión, conduce en los estudios actuales a una revisión de los elementos estructurales de la noción de ciudadanía. Este fenómeno migratorio refuerza el cuestionamiento contemporáneo a la noción y práctica de la ciudadanía mayormente vigente, de raigambre moderna. Este cuestionamiento, según se desprende de diversos análisis, proviene de tres causas principales: el fenómeno de la globalización, que pone en crisis la territorialidad; la conflictiva relación entre el universalismo de los derechos humanos y el particularismo de la pertenencia política; y las nuevas desarticulaciones y articulaciones de la imagen nacional.

En torno a la exclusión de la ciudadanía que padece el migrante, existen motivaciones de fuerte arraigo cultural que se traducen en racismos culturalistas, los cuales están a la base de legislaciones y políticas migratorias excluyentes. Frente a esta situación, se hace necesario un tratamiento de la noción de ciudadanía que tenga en cuenta la dimensión cultural de la misma, vale decir, el estudio de la ciudadanía cultural (Chauí, 2006). Al respecto, en el marco de la filosofía se han delineado diversas propuestas que giran en torno a la cuestión cultural, mayoritariamente denominadas multiculturalistas. No obstante, la investigación de los autores elegidos mostrará que tales abordajes presentan severas dificultades para dar respuesta a la inclusión plena del migrante.

1.2. La ciudadanía cuestionada: globalización, derechos humanos y nuevas imágenes nacionales

La noción de ciudadanía constituye uno de los elementos estructurales de las teorías y prácticas políticas de las sociedades modernas y contemporáneas. Mediante su ejercicio los seres humanos organizan su pertenencia como sujetos ético-políticos. Dado el carácter dinámico de los Estados modernos y contemporáneos, resultaría una tarea imposible reconstruir una única noción que contenga todas las variedades dadas en los diversos momentos y procesos históricos que intervinieron en la cristalización de sus diversas formulaciones[1]. Con todo, podrían señalarse algunos rasgos compartidos por las distintas definiciones que se han ido forjando en torno a ella.

Los autores analizados en esta tesis parten de una cierta caracterización de la noción moderna de ciudadanía como detentadora de tres principales elementos constitutivos: la identidad colectiva, la pertenencia política y la atribución de beneficios y derechos (Mezzadra, 2005; Benhabib, 2006a). Esta concepción de la ciudadanía propia de la Modernidad corresponde sobre todo al período histórico posterior a las grandes revoluciones liberales de fines del siglo XVIII, que se caracteriza por la primacía del modelo del Estado nacional[2]. Este ideal típico de la ciudadanía en el Estado nacional moderno se basa en las cuatro funciones principales del Estado: la territorialidad, el control administrativo, la legitimidad democrática y la identidad cultural (Benhabib, 2005:106 y ss.).

Ahora bien, en tanto condición otorgante de derechos, la ciudadanía ha sido también abordada por el sociólogo inglés T. H. Marshall, quien considera el desarrollo de la ciudadanía y la progresiva inclusión de sujetos originalmente excluidos de ella a partir de la ampliación de los derechos ciudadanos (civiles, políticos y sociales) a través de la historia. Los denominados derechos civiles implican los derechos a la protección de la vida, a la libertad individual, a la propiedad y a contraer contratos; los derechos políticos refieren al derecho a participar en el ejercicio del poder político, a postularse para cargos y a elegir a los miembros de tales organismos; y los derechos sociales implican derechos tales como el derecho al bienestar económico, a la salud, a formar sindicatos y a acceder al sistema educativo (Marshall, 2005:21). Según el autor, no hay ningún principio universal que determine cuáles deben ser esos derechos y deberes: las sociedades crean la imagen de una ciudadanía ideal hacia la cual dirigirse y con la cual puede medirse el logro de sus avances (Marshall, 2005:37). Conforme a estos análisis, Marshall define la ciudadanía como “una condición otorgada a aquellos que son miembros plenos de una comunidad”, siendo considerados iguales con respecto a sus derechos y deberes todos los que poseen esta condición ciudadana (Marshall, 2005:37).

El enfoque de Marshall permite vislumbrar el aspecto excluyente que subyace a la noción de ciudadanía, vale decir, la distinción entre aquellos que son miembros de una comunidad, y por ende ciudadanos dotados de derechos, y aquellos que no lo son. Y por otro lado, desde las perspectivas actuales revela la falencia de las teorías sobre la ciudadanía previas al multiculturalismo teórico en las que está ausente el tratamiento de la dimensión cultural de la ciudadanía. En el caso de Marshall se manifiesta en una falta de tratamiento acerca de la inclusión de los derechos culturales de la ciudadanía[3] (González, 2007).

La condición de ciudadanía determina, no sólo cuales son las obligaciones y derechos a los que están sujetos los ciudadanos de un determinado orden político, sino también quiénes están autorizados a detentarlos. La adquisición de los derechos de ciudadanía se produce tomando en consideración alguna de estas tres categorías vinculadas con el origen de las personas: los principios de nacimiento en territorio o jus solis, de origen o pertenencia étnica o jus sanguinis, y de consentimiento. El jus solis considera que los nacidos en el territorio de una comunidad política pueden poseer el derecho a la ciudadanía. El jus sanguinis establece la pertenencia a partir del criterio de linaje biológico, es decir, la ciudadanía se hereda. Y finalmente, la práctica de otorgamiento de ciudadanía por consentimiento corresponde a la naturalización o nacionalización. Generalmente, la naturalización se obtiene después de una determinada cantidad de años de residencia en el país, de superar algún tipo de examen de idioma y/o conocimiento cívico, o de poseer algún lazo familiar con un ciudadano (Benhabib, 2006a:268 y ss.)[4].

C. Cullen, por su parte, recorre y clasifica ocho modelos antiguos, modernos y contemporáneos de ciudadanía (restrictiva, minimizada, amplificada, escindida, representada, contada, reconstruida y deconstruida) para mostrar narrativamente el problema de la ciudadanía en la tensión entre globalización y exclusión (urbi et orbi / orbi et urbi) y sistematiza algunos aspectos o temas básicos inherentes a estas formas de la ciudadanía, que se encuentran expresados de modo diverso en el tratamiento que de ella y su crisis contemporánea hacen los autores estudiados. Estos aspectos son: 1) la ciudadanía como concepto, o función de unidad, cuyo tema es la representación en relación con el nombre propio; 2) la ciudadanía como personaje, igualmente representación pero en relación con el ejercicio de los derechos, las garantías de defensa y la legitimidad de los reclamos; 3) la ciudadanía como fantasma, vale decir, como tránsito de lo universal a lo particular, de lo singular a lo social, de lo real a lo simbólico; 4) la ciudadanía como disciplina; 5) la ciudadanía como derecho, cuyo gran tema es la dignidad; 6) la ciudadanía como pertenencia o inclusión cultural, lo cual implica el problema de la identidad cultural; 7) la ciudadanía como resistencia, que enarbola el problema del reconocimiento y realiza la denuncia de la falacia cívica; 8) la ciudadanía como vulnerabilidad, que implica el problema de la justicia y se manifiesta como responsabilidad ante la interpelación del otro (Cullen, 2007: 67-69).

Siguiendo tendencias ampliamente compartidas, los tres autores tratados consideran que en la actualidad la noción de ciudadanía ligada al modelo del Estado nacional se encuentra en crisis. Esto se debe principalmente a tres factores que afectan sus elementos estructurales: a) El fenómeno de la globalización pone en cuestión las fronteras territoriales y el poder del Estado para generar bienestar y fijar los límites de la ciudadanía en el sentido de la exclusión y la inclusión; b) Existe una contradicción entre el orden normativo de carácter universal encarnado en el sistema de derechos humanos, que idealmente convierte a todos los seres humanos por el hecho de serlo en sujetos de todos los derechos políticos, civiles, sociales, económicos y culturales, y la prerrogativa de los Estados nacionales de controlar, mediante políticas de inmigración, el ingreso a las comunidades en las que los seres humanos pueden encontrar garantía de ejercicio de esos derechos; c) La noción de ciudadanía vinculada al Estado nacional se ve afectada por las nuevas articulaciones de la imagen nacional. Frente a una comunidad imaginada (Anderson, 1993) pretendidamente homogénea, las reivindicaciones de grupos silenciados por la narrativa nacional y la presencia de migrantes con prácticas culturales diversas ponen de relieve la pérdida de vigencia de tales imágenes. La ciudadanía ya no se corresponde con una identidad cultural fijamente demarcada, sino que debe responder a la multiplicidad de pertenencias culturales que configuran el campo social y que reclaman inclusión socio-política y cultural.

A continuación, se hará un tratamiento diferenciador de cada uno de los factores enunciados.

 

a) El fenómeno de la globalización

Existen diversos niveles y modos de entender el fenómeno de la globalización, así como divergencias en torno a la denotación del concepto. Sin embargo, es posible en principio señalar un común denominador a la diversidad de enfoques. En efecto, a través de la globalización se anula y desvaloriza una de las características centrales de la modernidad europea, a saber, la idea de habitar y actuar, tanto a nivel económico como ecológico, técnico, cultural e informativo, exclusivamente dentro de las fronteras de los Estados nacionales y sus sociedades (Dietschy, 2003; Beck, 1998). A partir de distintos autores que trabajan la temática (Dietschy, 2003; Corominas, 2003; Cullen, 2007; Hinkelammert, 2003; De Souza Santos, 2005, 2006; Fornet-Betancourt, 2003a, 2004a, 2004b; Mezzadra, 2005, 2007; Benhabib, 2005, 2006a) es posible distinguir diversos niveles de abordaje: el nivel de los hechos duros de la globalización de los mercados y de las finanzas, esto es, la globalización desde una perspectiva económica; el impacto de la globalización en lo que respecta a la apertura o cierre de las formas simbólicas de vida, esto es, la globalización desde una perspectiva cultural; el nivel ideológico o del discurso de la globalización, que indica el uso e instrumentalización que se hace de sus hechos; el nivel relacionado con la movilidad poblacional, esto es, la globalización y su relación con los movimientos migratorios; y finalmente, la denominada globalización desde abajo o cosmopolitismo insurgente, es decir, un tipo de globalización contrahegemónica encarnada por los movimientos sociales de resistencia a las relaciones de intercambio desiguales llevadas a cabo por los centros dominantes.

Para Beat Dietschy (2003), si la globalización es entendida como fenómeno, una de sus características principales es el crecimiento brusco de los mercados financieros internacionales, que puso en jaque al poder ordenador dominante e intervencionista del Estado moderno. A partir de aquí, el Estado se fue desarticulando a través de la desregulación y descentralización de sus grandes aparatos administrativos, mientras que las leyes del mercado fueron ganando cada vez un lugar mayor. De este modo, la dinámica de la globalización, encabezada por el capital financiero internacional, influye ahora en todas las áreas de la vida: mediante la informatización y la revolución tecnológica, que permite la transmisión de datos a nivel mundial,se genera una contracción de las diversas temporalidades de las regiones del mundo en una sola temporalidad virtual; y por otro lado, se han liberalizado las ubicaciones de la producción, se han generalizado las políticas de apertura de mercados, de desregularización y liberalización del comercio mundial, y así se ha llegado a una situación de mando del capital financiero por sobre los demás actores de la economía, los países, los gobiernos y las empresas. Este engranaje de procesos económicos, políticos y técnicos se ha visto acompañado por estrategias discursivas que le han dado aceptabilidad y plausibilidad. A través de un discurso que sostiene la globalización como fenómeno irrefrenable e ineludible, se justifican la eliminación de puestos de trabajo, los recortes de presupuesto y las reestructuraciones macro y microeconómicas. El discurso de la globalización como única alternativa se manifiesta así como una estrategia de sujeción y sometimiento, que se combina con el argumento del supuesto bien común que trae aparejado para la humanidad (Dietschy, 2003:11-24).

Las consecuencias para el Estado nacional y para la ciudadanía son por demás importantes. S. Benhabib advierte que las manifestaciones del fenómeno de la globalización, tales como el ascenso de una economía global a través de la formación de mercados libres en capital, finanzas y trabajo, la creciente internacionalización del armamento, la comunicación y las tecnologías informativas, el surgimiento de redes y esferas electrónicas culturales internacionales y transnacionales y el desarrollo de actores políticos sub y transnacionales, han generado un estado de agotamiento del modelo westfaliano[5] de soberanía, que presupone una autoridad política dominante y unificada con jurisdicción sobre un territorio claramente demarcado, y que constituye uno de los presupuestos de la noción de ciudadanía moderna (Benhabib, 2005:15). La globalización constituye desde ese enfoque una “crisis de la territorialidad del Estado”, ya que éste se ve excedido tanto en lo que respecta a sus funciones materiales como en relación con las identidades culturales ligadas a él. En el primer caso, esto se debe a que el Estado nacional es “demasiado pequeño para lidiar con los problemas económicos, inmunitarios e informativos creados por el nuevo medio”; y en el segundo, por el contrario, a que el Estado es “demasiado vasto para contener las aspiraciones identitarias de movimientos sociales y regionalistas” (Benhabib, 2006a:291). El hecho de que el Estado ya no sea capaz de influir en decisiones y resultados respecto de estos aspectos, junto con la liberalización de los mercados, tal como señala Dietschy, conduce al cese de controles de tráfico de capital, a la privatización de servicios públicos y al desmontaje de otras posibilidades de intervención estatal (Dietschy, 2003:17).

Al encarar el fenómeno de la globalización desde el punto de vista de la cuestión migratoria se hacen visibles las tensiones que instala respecto de la cuestión de la ciudadanía y de sus transformaciones. Aun ante el colapso que implica el fenómeno de la globalización tal como arriba se ha descripto para el concepto tradicional de soberanía, los Estados de todos modos continúan ejerciendo el poder sobre el territorio a través de políticas inmigratorias y de ciudadanía (Benhabib, 2005:16). Tal como concuerdan en afirmar los estudiosos del fenómeno migratorio, la globalización no significa una apertura o erosión de fronteras en relación con la libre entrada de inmigrantes a los territorios de los Estados nacionales en condiciones de legalidad e inclusión. Por el contrario, refuerza la migración en condiciones de precariedad, clandestinización y utilización por parte de los poderes económicos, y así se convierte a los migrantes en variable de ajuste para hacer competir a los trabajadores, disminuir salarios y socavar alianzas de clase.

Respecto del primer aspecto, Fornet-Betancourt hace patente la contradicción entre, por un lado, un discurso que sostiene la globalización de la humanidad y, por otro, las legislaciones migratorias que niegan a los sujetos migrantes derechos fundamentales. El autor emprende una crítica filosófica de la globalización neoliberal con el objetivo de poner en relación el uso ideológico de la globalización por parte de los poderes hegemónicos y la realidad del migrante como la evidencia del carácter ideológico de dicho discurso[6]. Desde su perspectiva, la globalización no corresponde al significado que comúnmente se asocia a su término, es decir, un sistema de erosión de fronteras cuyo objetivo es la circulación multilateral de saberes, mercancías y personas. Por el contrario, se trata de un fenómeno signado por relaciones de poder que estructuran los flujos, ya que dicho movimiento, lejos de tratarse de una circulación espontánea y equitativa, posee direcciones determinadas que es preciso desentrañar a través de una crítica filosófica.

El filósofo advierte que el fenómeno globalizador actual, en el sentido amplio de creación de espacios económicos, políticos, sociales, culturales y militares interdependientes, no constituye un modelo inédito en la historia de la humanidad, sino que resulta asimilable -dejando de lado los avances tecnológicos que lo caracterizan- a la política imperial de los sistemas políticos occidentales antiguos y sus prácticas de colonización dirigidas a establecer sus respectivos órdenes, tales como, por ejemplo, el ordo romanus del Imperio Romano o el ordo christianus del Sacro Imperio Romano-Germánico. De este modo, permite entrever la relación de la globalización con la voluntad expansiva de centros de poder que disponen de los medios y recursos para realizarla (Fornet-Betancourt, 2003a:63). Por otro lado, señala que si se toma el término globalización en el sentido menos amplio de “proceso de creación de un mercado mundial en forma de red y sin fronteras para comerciar dinero, materias primas, productos industriales y servicios”, el fenómeno puede ligarse a la aparición y desarrollo del sistema capitalista de producción de comienzos del siglo XVI y su relación con la empresa colonial. De este modo, se evidencia la íntima relación entre globalización y sistema capitalista y puede sostenerse que la globalización actual constituye la fase presente de la expansión del capitalismo (Fornet-Betancourt, 2003a, 63-64). Al mostrar estas continuidades el autor ve en la globalización una ofensiva ideológica del sistema capitalista, ya que se utiliza el término en el sentido de integración o crecimiento común a escala mundial, etc., para ocultar precisamente la hegemonía imperial de los países capitalistas del norte o de las grandes empresas y centros financieros de esa región (Fornet-Betancourt, 2003a:67). Por ello propone como más adecuado referirse a este fenómeno en términos de globalización neoliberal para apartarse de teorías ingenuas (o, más bien, engañosas) sobre la globalización.

Respecto de la situación de los migrantes en este contexto de globalización neoliberal, el autor subraya la contradicción entre el discurso de la ideología dominante acerca de la globalización de la humanidad en un mundo pretendidamente configurado como aldea global y las legislaciones migratorias a través de las cuales se les niega a los sujetos migrantes derechos fundamentales (Fornet-Betancourt, 2003c:149). Esta contradicción constituye un claro ejemplo de que la globalización neoliberal no está orientada por principios de justicia e igualdad, sino que se trata de una expansión de la lógica de grupos hegemónicos y capitales que globalizan sus propios intereses.

Sandro Mezzadra, por su parte, también focaliza la contradicción entre la noción de globalización comúnmente asociada a un nuevo espacio fluido y transitable y lo que él denomina una “proliferación de límites, sistemas de seguridad y fronteras físicas y virtuales” (Mezzadra, 2007:32). Pero el autor se detiene sobre todo en el aspecto ya mencionado del aumento de la migración en condiciones de precariedad a partir de la globalización y lo señala como un fenómeno ambivalente que a la vez descompone y recompone fronteras y límites. Si, por un lado, la globalización arrasa con las barreras a la libre comercialización de productos y capitales, por otro lado, “nuevos y cambiantes confines surgen para poner freno a la libre circulación del trabajo (Mezzadra, 2005:48). Pero dichas barreras permiten flujos de personas a través de una inclusión diferencial” que implica la puesta en práctica de la clandestinización de la mayor parte de los migrantes de manera de proveer fuerza de trabajo dócil y precarizada (Mezzadra, 2007:40). Esta utilización de la movilidad muestra que los mecanismos de filtrado cumplen la función de limitar y restringir la libertad y la inclusión, ya que en su flexibilidad regulan y excluyen.

De esto se sigue un punto central: las migraciones cumplen un rol fundamental para la lógica de la globalización capitalista. Las personas que migran en condiciones de severa vulnerabilidad en gran medida lo hacen como consecuencia del abandono de formas de producción y de vida en sus lugares de origen, que los condenan a la pobreza y que los fuerzan a migrar hacia otras regiones en las que la globalización, tal como fue expuesta, establece la necesidad de mano de obra y la regula. A su vez el fenómeno de la globalización refuerza los problemas que siempre trajo aparejados el capitalismo, ya que los sujetos migrantes son utilizados como variable de ajuste en el mercado laboral, profundizando los conflictos con la sociedad de acogida, que ve en los trabajadores migrantes, expuestos a precarización, una competencia en torno a los puestos de trabajo. En consecuencia, la globalización neoliberal pone en cuestión las fronteras territoriales y el poder del Estado para generar bienestar y fijar los límites de la ciudadanía en el sentido de la exclusión y la inclusión. Además, si por un lado los migrantes llevan adelante una puja por ver reconocidos sus derechos; por otro, los propios mecanismos de la globalización neoliberal impiden que el Estado los reconozca, debido a que, para el mecanismo de la globalización, resulta funcional en términos de regulación de los mercados la existencia de masas de seres humanos que no sean ciudadanos y que carezcan prácticamente de todo derecho.

Algunos autores ven en las migraciones formas otras de realizar la globalización. Dada la innegable participación de las y los migrantes en la construcción cotidiana de la cultura a pesar de los mecanismos por medio de los cuales los sistemas de ciudadanía arraigados en la configuración de los Estados nacionales limitan o a clandestinizan la migración, se puede vislumbrar la emergencia de una globalización de las identidades, llevada a cabo por los sujetos que al migrar constituyen nuevos espacios transnacionales, generando conexiones entre lugares de proveniencia y lugares de destino. Mezzadra, por ejemplo, reconoce en la constitución de nuevos espacios transnacionales por parte de las migraciones, una globalización desde abajo o bien otra globalización (Mezzadra, 2005:49). Alude a un fenómeno generado a partir del doble espacio político y cultural en el que viven los migrantes en tanto ciudadanos de la frontera y sujetos de las transformaciones que llevan a cabo tanto en las regiones de proveniencia como en las de destino, y señala que mediante nuevos espacios sociales transnacionales y diásporas las prácticas culturales se desarrollan en un movimiento de desterritorialización y reterritorialización que desconoce los límites de los Estados nacionales.

Sin desmedro de esto, resulta discutible que se pueda equiparar el fenómeno de la globalización tal como fue expuesto a partir del tratamiento de B. Dietschy acerca de la globalización de los mercados financieros y sus efectos en las diversas áreas de la vida, con el fenómeno de la migración, que más bien constituye una consecuencia de lo anterior. La globalización desde abajo alude más bien a los modos de organización de resistencia de diversos actores a los efectos de la globalización. El sociólogo portugués Boaventura De Souza Santos aporta un tratamiento de importancia para comprender este fenómeno al sostener que lo que comúnmente es denominado globalización constituye un vasto campo social en el cual grupos sociales hegemónicos o dominantes colisionan con grupos sociales contrahegemónicos o subordinados. En este sentido, traza una distinción crucial entre globalización hegemónica y globalización contrahegemónica. La primera corresponde a la globalización del consenso liberal que aboga por una economía neoliberal, un Estado débil, la primacía de los derechos civiles y políticos por sobre los económicos, sociales y culturales, y la privatización y liberalización de las relaciones de mercado. Este tipo de globalización, para ser efectiva, oculta el hecho de que se trata de la globalización de un particularismo local y hace circular la creencia en la existencia de una condición global que se manifiesta en un proceso espontáneo, automático, inevitable e irreversible (De Souza Santos, 2006:394-397). Pero distingue un segundo modo de producir globalización, que denomina cosmopolitismo insurgente, y que consiste en una resistencia transnacional organizada en contra de los intercambios desiguales producidos por el primer modo de globalización mencionado. Estos movimientos, constituidos por grupos sociales víctimas de la globalización hegemónica, se unen en luchas concretas contra la exclusión, la inclusión subordinada, la destrucción de la ecología y de formas de vida, la opresión política y cultural, etc., y organizan su resistencia al mismo nivel trasnacional que la globalización hegemónica. Así, se trata de una insurgencia cosmopolita cuyas actividades giran en torno al armado de redes de solidaridad entre movimientos sociales, el internacionalismo de la clase trabajadora, la conexión entre trabajadores de la misma empresa multinacional alrededor del mundo, el armado de coaliciones en contra de prácticas laborales discriminatorias, talleres clandestinos, organizaciones transnacionales de derechos humanos, asistencia jurídica gratuita, etc. Constituye aún una discusión que va más allá de los límites de este trabajo si es o no posible ubicar a los migrantes entre los actores de un cosmopolitismo insurgente.

 

b) La crisis de la relación entre el universalismo de los derechos y el particularismo de la pertenencia nacional

La crisis de la configuración moderna de la ciudadanía se refleja en la contradicción entre la coexistencia de, por un lado, un orden normativo de carácter universal, encarnado en el sistema de derechos humanos y, por otro, un orden de soberanía geopolíticamente configurado por diversos Estados nacionales que se valen del concepto de ciudadanía nacional para garantizar derechos a un grupo de seres humanos exclusivamente y privar de esos derechos a otros.

Este aspecto de la crisis de la ciudadanía moderna es ampliamente abordado por los autores trabajados de manera principal en el presente volumen. Ellos sitúan la problemática de la inclusión del migrante en el marco de las limitaciones que la noción de ciudadanía nacional conlleva en torno a la posibilidad de albergar al migrante, dado su carácter intrínsecamente excluyente. Seyla Benhabib sostiene: “hay una contradicción directa entre las declaraciones de derechos humanos y la defensa de los Estados de su derecho soberano a controlar sus fronteras así como a controlar la calidad y cantidad de quienes son admitidos” (Benhabib, 2005:14). Sandro Mezzadra, por su parte, señala que “sobre los cuerpos de los extranjeros, en la penumbra en la que opera la policía de frontera (…) encuentra en última instancia su propia sanción la forma específica de equilibrio entre el universalismo de los derechos y el particularismo de la pertenencia que define la ciudadanía”. Y señala, no sin ironía, la ineludible contradicción entre el universalismo de los derechos humanos y la desatención de los mismos por parte de las políticas que se llevan a cabo en el interior de los Estados nacionales tras el escudo de la soberanía (Mezzadra, 2005:98). Dando un paso más allá, Fornet-Betancourt considera que la ciudadanía entendida a la manera moderna constituye una perversión del orden ético basado en el principio de igual dignidad de los seres humanos:

“con la ciudadanía se invierte, o mejor se pervierte el orden ético condensado en el principio de la igual dignidad de los seres humanos al hacer del reconocimiento como ciudadano por parte del Estado la condición indispensable para tener acceso y poder disfrutar de los derechos de ser humano” (Fornet-Betancourt, 2004a:250).

Tal como expresan los autores, en esto radica la crisis de la coexistencia de uno de los aspectos centrales de la soberanía westfaliana -a saber, que los estados disfrutan de la autoridad última sobre todos los objetos y sujetos dentro de su territorio circunscripto- y las normas de derechos humanos internacionales. La soberanía implica el derecho de un pueblo a controlar sus fronteras y a definir los procedimientos para admitir a los extranjeros en su territorio y en su sociedad (Benhabib, 2006a:246). Pero las normas de derechos humanos son universales, y los responsables últimos de su cumplimiento son los Estados. Los derechos incluidos en la Declaración de los Derechos Humanos se aplican a todos los seres humanos, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición. Y la defensa que los Estados hacen de su derecho a controlar sus fronteras y a admitir o rechazar a los extranjeros atenta contra el pleno goce de estos derechos.

El derecho a la libre circulación, que limitaría el poder de los Estados nacionales que impiden la entrada en un país, se encuentra normado en los instrumentos de derechos humanos de manera confusa. En el Art. 13, párrafo 2, de la Declaración Universal de Derechos Humanos, se afirma que “toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio”, es decir que se reconoce la emigración como un derecho humano. Pero no hay ningún texto que reconozca el derecho paralelo y complementario a entrar en un país, lo que plantea la cuestión acerca del significado real de este derecho cuando no se contempla la fase de inmigración (Pécoud y Guchteneire, 2008:13-14). Numerosos estudiosos señalan el derecho a la libre circulación como formando parte de los valores universalistas de los ciudadanos del mundo (Wihtol de Wenden, 2008:92). Todas las personas que se encuentran legalmente dentro de un territorio disfrutan del derecho a la libertad de circulación dentro de él -tal es el caso de los nacionales del Estado en cuestión. Pero la cuestión de si un extranjero se encuentra legalmente dentro del territorio de un Estado, en el orden actual de Estados nacionales, se rige por el derecho interno que puede someter a restricciones la entrada de extranjeros al territorio.

Los Estados, mediante políticas de control fronterizo, pueden restringir el ingreso de migrantes, amparados en la falta de reconocimiento explícito del derecho a la libre circulación interestatal, dejando al migrante a merced de dichas políticas que buscan manejar los flujos migratorios. Ahora bien, con el fin de aligerar el impacto que tales prerrogativas pueden significar para las y los migrantes, existen convenciones, tratados y recomendaciones que aluden a los derechos específicos de las personas que se encuentran en situación de migración. En primer lugar cabe mencionar la Convención Internacional sobre la Protección de los Derechos de Todos los Trabajadores Migrantes y sus Familias de la Organización de las Naciones Unidas, con entrada en vigor en el año 2003, que enfatiza la conexión entre migración y derechos humanos. El objetivo de esta Convención es instar a los Estados a garantizar: a) la igualdad de tratamiento y condiciones laborales para los trabajadores migratorios y nacionales, lo cual implica evitar condiciones de vida y de trabajo inhumanas (Arts. 10, 11, 25, 54); b) los derechos de los trabajadores migratorios a la libertad de pensamiento, expresión y religión (Arts. 12 y 13); c) el derecho de los migrantes a la igualdad ante la ley, vale decir, que éstos estén sujetos a los debidos procedimientos, que tengan acceso a servicios de interpretación y que no sean sentenciados a penas desproporcionadas, tales como la expulsión (Arts. 16-20, 22); d) garantizar la igualdad de acceso a los servicios educativos y sociales (Arts. 27, 28, 30, 43-45, 54); entre otros. Por sobre todo, la Convención establece que los trabajadores migratorios deben ser protegidos en sus derechos fundamentales más allá de su situación regular o irregular[7] respecto de los documentos o permisos requeridos por el país receptor.

Resulta desalentador para el avance de una concepción más amplia de ciudadanía, y paradigmático de la contradicción que existe entre la universalidad de los derechos humanos y el derecho particular de los Estados de controlar sus fronteras, el hecho de que ningún país occidental receptor de inmigrantes haya ratificado la Convención, a pesar de que la mayoría de los trabajadores migratorios se encuentran en América del Norte y Europa. Según el informe de la Unesco denominado Kit informativo: Convención de las NU sobre los derechos de los inmigrantes del año 2005[8], la renuencia a la ratificación responde a varios motivos. En primer lugar, algunos Estados no desean que los acuerdos internacionales interfieran con sus políticas de inmigración, que consideran de índole estrictamente nacional. En segundo lugar, la Convención incluye a los inmigrantes indocumentados y asegura que tengan acceso a los derechos humanos fundamentales, mientras que las políticas actuales, en lugar de concederles derechos a los inmigrantes indocumentados, tienden a su expulsión. Y en tercer lugar, varios Estados temen que la concesión de más derechos a los inmigrantes convierta a su país en un lugar más atractivo para los inmigrantes irregulares.

Por otro lado, la “Recomendación General Nº XXX sobre la discriminación contra los no ciudadanos” del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial, del año 2005, dicta que en virtud del Artículo 5 de la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, “los Estados Partes se comprometen a prohibir y eliminar la discriminación racial en el goce de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales”. Aunque algunos de esos derechos, como el derecho a tomar parte en elecciones, elegir y ser elegido, pueden limitarse a los ciudadanos, los derechos humanos deben, en principio, ser disfrutados por todos. Los Estados Partes se obligan a “garantizar la igualdad entre los ciudadanos y no ciudadanos en el disfrute de esos derechos en la medida reconocida en el derecho internacional; a examinar y revisar la legislación, según proceda, a fin de garantizar que esa legislación cumpla plenamente la Convención; a evitar que grupos particulares de no ciudadanos sufran discriminación respecto del acceso a la ciudadanía o a la naturalización y a prestar la debida atención a las posibles barreras que puedan impedir la naturalización a los residentes de larga data o permanentes; a tener en consideración que en algunos casos la negación de la ciudadanía a los residentes de larga data o permanentes puede crearles una situación de desventaja en el acceso al empleo y a las prestaciones sociales, transgrediendo los principios antidiscriminatorios de la Convención”; entre otras.

 

c) Las nuevas articulaciones de la imagen nacional

La crisis de la noción moderna de ciudadanía se refleja en tercer lugar en la puesta en discusión del supuesto de la existencia de culturas nacionales distintas que funcionan como formas de pertenencia y significación específicas, a partir de las cuales connotan la ciudadanía. El pensamiento filosófico más reciente ha dedicado numerosas páginas a exponer el modo en el que las naciones obedecen a construcciones estratégicas cuyo fin es la homogeneización de los horizontes simbólicos de las poblaciones. Benedict Anderson (1993) definió la nación como una comunidad imaginada, un artefacto cultural, fruto de una creación imaginaria, en la que sus miembros se perciben a sí mismos como parte de una comunidad con valores fraternos, a pesar de no tener una relación personal entre sí. Estas comunidades imaginadas presentan como característica principal la delimitación territorial, representada por las fronteras, en virtud de las cuales el sistema político acota su extensión y se distingue de otras naciones, generando particularidades y abriendo el camino para la validez de los conceptos de pertenencia y no-pertenencia (Anderson, 1993:17-25). Uno de los exponentes mayores de la teoría postcolonial, Homi Bhabha, continúa la línea esbozada por Anderson, al sostener que la nación puede ser estudiada a través de su discurso narrativo. Plantear la nación como narración implica enfatizar la función de las ficciones fundacionales que dan origen a las tradiciones nacionales cuyo rol es tanto delinear espacios de inclusión y afiliación como de exclusión, desaprobación y desplazamiento (Bhabha, 2000).

La nación moderna es ante todo el referente para un sistema político que, para ser eficaz, construye la homogeneidad cultural de la población que se siente representada por ella. Del mismo modo el filósofo Étienne Balibar (1991), en sus reflexiones en torno al tipo de comunidad formada por el Estado nacional, utiliza el concepto de etnicidad ficticia para referirse a la construcción de la nación por parte de las formaciones sociales. Según el autor, ninguna nación posee naturalmente una base étnica, pero a medida que las formaciones sociales se nacionalizan, las poblaciones quedan etnificadas, esto es, representadas como si formaran una comunidad natural que posee una identidad de origen, de cultura, de intereses y que trasciende a los individuos y a las condiciones sociales (Balibar, 1991:149). La identificación entre Estado y nación prefigura un aparato estatal que interviene en áreas tales como la educación, la salud pública y las estructuras familiares, subordinando a los individuos a su carácter de ciudadanos del Estado nacional antes que cualquier otra consideración. Esta nacionalización se produce a través de una red de mecanismos y prácticas condicionantes de la constitución de la identidad que se construye sobre la base del campo de valores de la nación. La identidad referida a lo nacional relativiza las diferencias entre los ciudadanos de la misma comunidad y acentúa la diferencia simbólica entre ella -a través del nosotros– y los extranjeros. El modo de producir etnicidad de manera tal de naturalizarla y ocultar su carácter ficticio es a través de dos herramientas que resultan eficaces para arraigar el sentido nacional de modo de asimilarlo a un hecho natural: el lenguaje y la raza (Balibar, 1991:135-163).

Además de esta función representativa, la imagen nacional tiene efectos performativos y normativos. Su carácter performativo se debe a la manera en que, a través de la referencia que a ella hacen los actores políticos en su pugna por el reconocimiento y la construcción de hegemonía, se constituyen sujetos político-sociales que se ven legitimados en su puja por el poder y la dominación. A su vez es normativa en tanto prefigura el tipo de sujetos político-sociales deseables, los subordinables y los excluibles (Vior, 2005). Estas funciones de la imagen nacional constituyen un aspecto ineludible a tener en cuenta para la comprensión del lugar y las funciones de la ciudadanía y su relación con las migraciones. La eficacia de la imagen de nación depende de su capacidad para adaptarse, tanto a la realidad como al imaginario social sobre la misma. En base a esta capacidad, consigue mantener el control sobre los códigos culturales determinantes de la vida en común y del entorno. Por este motivo los Estados nacionales restringen y vigilan el flujo migratorio: con el ingreso de extranjeros se introducen lenguajes, costumbres y sistemas simbólicos distintos a los comprendidos por la imagen nacional, que eventualmente pueden quedar fuera del control de los patrones hegemónicos (Bonilla, 2007d, 2008a; Vior, 2005).

Considerando lo expuesto más arriba sobre el proceso de la llamada globalización, corresponde preguntarse hasta qué punto las modificaciones producidas en los últimos veinte años en las migraciones internacionales y en las concepciones teóricas y políticas sobre las mismas ponen en crisis este sistema simbólico instrumental para la dominación y la legitimación. Pues bien, su puesta en crisis puede significar, no tanto su erradicación sino, como afirma el título de este apartado, una nueva articulación de las imágenes nacionales pasando de esta crisis a la configuración de imágenes nacionales que, adaptadas a las nuevas circunstancias, representen y articulen la heterogeneidad creciente de sus sociedades.

1.3. Las migraciones y la dimensión cultural de la ciudadanía

De lo dicho anteriormente se desprende que la noción moderna de ciudadanía presenta, como rasgo central, una dimensión excluyente mediante la cual separa un adentro de un afuera: indica así la posición de un sujeto frente a un Estado nacional respecto del cual se es ciudadano o extranjero. Hay que señalar, además, que la concepción de ciudadanía propia del Estado nacional posee una dimensión cultural, aunque soslayada, que esencializa la cultura. Según indican los estudios actuales, el sujeto migrante, en gran medida, resulta marginado en la sociedad de acogida y excluido del ejercicio de la ciudadanía por diversas razones, entre otras y de modo importante, las vinculadas con su origen cultural. La eficacia de la imagen nacional cumple un rol fundamental en dicha exclusión, ya que las y los migrantes se enfrentan con una comunidad imaginada sin aperturas para el ingreso de prácticas culturales otras, que son consideradas como amenazas a la identidad nacional.

El objetivo de este apartado es dar cuenta de una de las hipótesis centrales de este trabajo: aquella que sostiene la pertinencia del tratamiento de la dimensión cultural cuando se realiza el estudio sobre la crisis de la ciudadanía nacional puesta en evidencia en gran medida por el fenómeno de las migraciones transnacionales contemporáneas. Lo paradójico es que se trata de la crisis de una concepción de ciudadanía que proclama su carácter universal por sobre las identidades culturales, de género, de etnia, entre otras -universalismo heredado de la Ilustración[9]-, pero que en los hechos se revela excluyente, por motivos culturales incomprensibles dentro de su esquema básico de racionalidad, libertad y naturaleza humana. Pero es que se trata en realidad, como queda dicho, de un tipo de ciudadanía que por estar vinculada al sistema político del Estado nacional posee una fuerte dimensión cultural subyacente enmascarada en tanto se yergue como monoculturalismo homogeneizante con propósitos de dominación.

Las problemáticas señaladas en el apartado anterior (el fenómeno de la globalización, la conflictiva relación entre la universalidad de los derechos humanos y el particularismo de la pertenencia nacional, y las nuevas articulaciones de las imágenes nacionales) incluyen al sujeto migrante y el fenómeno migratorio como protagonistas. El movimiento a través de las fronteras nacionales es efectivamente lo que pone en evidencia tales cuestiones. El migrante, en tanto sujeto que traspasa las fronteras de los Estados nacionales, interpela las concepciones de ciudadanía con su presencia y sus consiguientes demandas de participación y garantía de derechos humanos universales y se enfrenta con un poder coercitivo cuyo objetivo es defender sistemas político-culturales pretendidamente estáticos, que así se ven retados por la otredad del extranjero. De esta manera queda expuesta la limitación de tales sistemas para albergar al diferente.

Puede afirmarse entonces que la configuración nacional de la ciudadanía está siendo puesta en cuestión por su incapacidad para dar respuesta a las demandas de inclusión formuladas por las y los migrantes. El Estado nacional pretende mantener intacta la comunidad imaginada y sus estrategias de homogeneización cultural, en tanto el migrante arriba con prácticas, lenguajes y sistemas simbólicos distintos. El Estado nacional diseña y pone en práctica políticas de control migratorio, y el migrante mediante su propia vivencia y vulnerabilidad pone de manifiesto los derechos inalienables que corresponden a todo ser humano, incluso el derecho a migrar. La globalización neoliberal o hegemónica, a medida que diluye las barreras para la circulación de su propia producción material y simbólica, genera confines más estrictos y crueles, influyendo como contrapartida en las decisiones y condiciones de la migración.

El fenómeno migratorio constituye un desafío para la cuestión de la ciudadanía que puede tipificarse en términos de exclusión. Esta exclusión se efectiviza tanto en el rechazo sufrido en la frontera de las denominadas sociedades de acogida como a través de “las diversas formas de conculcación de derechos fundamentales en el ejercicio de las capacidades y funciones de la existencia humana, entre otras, la participación ciudadana” (Bonilla, 2007d). Fornet-Betancourt señala que la situación de los inmigrantes en el contexto de la globalización del neoliberalismo es una situación de exclusión institucionalizada. Desde un marco de legislación y de legalidad nacionales, funcionales a la globalización neoliberal, se niega a los inmigrantes el goce de derechos fundamentales tanto en lo político, como en lo social, lo económico, lo cultural, etc. y se manifiesta una clara diferencia de derechos entre los ciudadanos (nacionales) y los no-ciudadanos. De este modo el concepto de ciudadanía nacional es utilizado para justificar legalmente la marginalización de los inmigrantes (Fornet-Betancourt, 2003b, 2004a). La ciudadanía excluyente a la que se hace referencia funciona así como un instrumento de selectividad y control de los inmigrantes. Pero además, la exclusión de derechos se percibe también en los intentos de las denominadas sociedades de acogida por asimilar o integrar a los migrantes, lo cual es contrario a una genuina inclusión[10].

Mezzadra, por su parte, en “Confini, migrazioni, cittadinanza” (2007) introduce el concepto de inclusión diferencial para referirse a un modo paradigmático de control de los límites fronterizos implementado particularmente por la Unión Europea. Según el autor, se trata de un régimen flexible, que más que estar dedicado a la construcción de una fortaleza se aboca a diseñar y ejecutar mecanismos de filtrado y de selección de la movilidad (Mezzadra, 2007:40). De este modo se hace alusión al carácter excluyente de la ciudadanía dejando entrever que esta exclusión se conjuga con modalidades de inclusión diferencial que permiten el ingreso de extranjeros en el territorio bajo el cual el poder ejerce su soberanía -ya sea en su forma de Estado nacional o como formación regional, en este caso, la Unión Europea-. En virtud de esto, la inclusión y la exclusión son categorías que para Mezzadra están en íntima relación con el mercado del trabajo, ya que responden a las demandas de mano de obra[11].

En la exclusión de la que es víctima el migrante existe un fuerte componente de racismo cultural. Basta mencionar que la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia (2001) -más conocida como Declaración de Durban-, señala que la xenofobia contra los no-nacionales constituye una de las principales fuentes del racismo contemporáneo. La Declaración subraya la responsabilidad que tienen los Estados de proteger los derechos humanos de los migrantes que se hallan bajo su jurisdicción y de salvaguardar y proteger a los migrantes contra actos ilícitos o violentos, en particular los actos de discriminación racial y los delitos cometidos por motivos racistas o xenófobos, por parte de individuos o de grupos, destacando la necesidad de que se les dé un trato justo, imparcial y equitativo en la sociedad y en el lugar de trabajo.

Ahora bien, este racismo del que es víctima el migrante no alude de manera directa a la diferencia racial ni a la existencia de razas biológicamente determinadas. Los discursos biologicistas sobre las razas han perdido vigencia y actualmente se cuenta con legislaciones antirracistas tanto a nivel nacional como internacional que deslegitiman ese tipo de discurso racista. La figura del migrante atravesando las fronteras de resguardo de las comunidades imaginadas y la amenaza que significa su presencia para la etnicidad ficticia, dan lugar al funcionamiento de un racismo de tipo culturalista y diferencializante que sustituye la noción de raza por la de inmigración. Se trataría de un racismo sin razas cuyo tema dominante no es la diferencia racial de tipo biológica, sino el carácter insoslayable de las diferencias culturales (Balibar, 1991:31-45). Al respecto, Balibar observa que

“[…] la cultura puede funcionar también como una naturaleza, especialmente como una forma de encerrar a priori a los individuos y a los grupos en una genealogía, una determinación de origen inmutable e intangible” (Balibar, 1991: 38).

Este tipo de práctica constituye un racismo culturalista: se vale de nociones esencialistas de la cultura, según las cuales los individuos como parte de un grupo cultural son portadores de una única cultura con rasgos firmemente determinados y permanentes. La cultura del otro estaría así signada por concepciones del mundo y prácticas culturales muchas veces incompatibles con la de la supuesta cultura homogénea de acogida. Este tipo de racismo se denomina también, como se señala más arriba, racismo diferencialista ya que enfatiza el peligro de la supresión de las distancias culturales y de la mezcla con poblaciones provenientes de la migración debido a la conflictividad que aparejaría un choque entre culturas que se conciben como rígidamente delineadas y a menudo incompatibles. Es decir que, aunque se trate de un racismo que no alude a razas, introduce de manera subrepticia un sentido biologicista en las diferencias culturales, y en este sentido considera como esenciales los rasgos culturales. Así, cancela cualquier posibilidad de cambio o diálogo al igual que cualquier intento de construcción común, modificación de concepciones, etc.

Siguiendo estas elaboraciones teóricas, resulta pertinente indagar si se trata de un racismo “nuevo”, irreductible a los modelos anteriores, o de una simple adaptación de éstos al contexto actual que cuenta con legislaciones antirracistas. Puede concluirse que ambos tipos de racismo producen los mismos efectos en la práctica, esto es, formas de violencia, de desprecio y de explotación que se articulan en torno a alteridades estigmatizadas con la salvedad de que en el segundo caso la noción de raza es sustituida por la de cultura entendida como una esencia estática e inmutable. Al respecto, resultan sugerentes los aportes del filósofo y lingüista Tzvetan Todorov, quien se detiene en la observación acerca de la continuidad entre lo físico y lo moral en el discurso racista, es decir, en la correspondencia entre características físicas y morales que postula el racismo (Todorov, 2005: 115 y ss.). Lo que el racismo en última instancia busca legitimar es la dominación cultural del hombre sobre el hombre, por lo que los rasgos fenotípicos no alcanzan para establecer jerarquías; por eso, esta estrategia de dominación precisa postular una superioridad moral, intelectual y simbólica de cierto grupo sobre otro, esto es, una superioridad cultural.

Como ejemplo, aunque no tan reciente, pueden mencionarse también los resultados del estudio Migrants´ experiences of racism and xenphobia in 12 EU member states elaborado por el European Monitoring Centre on Racism and Xenophobia. Dicha investigación fue realizada entre 2002 y 2005 en Bélgica, Alemania, Grecia, España, Francia, Irlanda, Italia, Luxemburgo, Holanda, Austria, Portugal y Reino Unido, países europeos que poseen un alto porcentaje de migrantes.

Según este estudio, los inmigrantes experimentan prácticas discriminatorias en un grado significativo: el 30% de las y los migrantes encuestados declaró haber sido discriminado en materia de empleo (imposibilidad de acceder a un empleo, promociones omitidas, hostigamiento en el lugar de trabajo); el 25% expresó haber sufrido discriminación en su vida privada y espacios públicos (hostigamiento en las calles, en los barrios, violencia y crímenes); el 16% sufrió este flagelo en el ámbito de negocios y restaurantes (negativa de acceso a bares y restaurantes, maltrato en negocios y tiendas); el 29% reportó haber sido discriminado en transacciones comerciales (acceso a alojamiento, acceso a créditos o préstamos); el 18% sufrió trato discriminatorio en el marco de instituciones públicas; y el 25% fue víctima de tratamiento discriminatorio en ámbitos educativos y frente al poder policial. Además, el 86% de quienes sufrieron discriminación no denunció los hechos a las autoridades, lo que indica que la exclusión sufrida por el migrante posee implicancias de desamparo de orden objetivo y subjetivo.

De lo esbozado hasta aquí sobre el tipo de exclusión sufrida por los sujetos migrantes se desprende la necesidad de propuestas y prácticas de ciudadanías ampliadas que se sustenten en un modelo de ciudadanía cultural basada en una noción dinámica de la cultura.

Diversas corrientes filosóficas contemporáneas abordan la cuestión de la dimensión cultural de la ciudadanía con el objetivo de proporcionar respuestas a la crisis de la concepción moderna de ciudadanía reflejada en las demandas de minorías étnicas y culturales. Se produce un giro particularmente novedoso en las discusiones teóricas, que se manifiesta especialmente en las de la filosofía y las ciencias políticas. Como lo expresa F. Colom:

“Mientras que la teoría liberal y socialista del último siglo y medio veía en los grupos étnicos meros ejemplos de supervivencia frente a un supuesto proceso general de homogeneización modernizadora, en la actualidad existe la creciente convicción de que estos grupos representan formas de vida social capaces de persistir y renovarse” (Colom, 1998:58-59).

Debido a la repercusión que tuvieron en los debates filosóficos y políticos de los últimos treinta años, hay que mencionar las contribuciones de Charles Taylor (Taylor, 1993; Bouchard y Taylor, 2008) y de Will Kymlicka (1996), que propusieron teorías multiculturalistas de la ciudadanía como respuesta a las tensiones suscitadas por la multiculturalidad[12] particular y compleja de la sociedad canadiense[13]. Estos filósofos del multiculturalismo han sido pioneros en vincular cultura o identidad cultural y ciudadanía. Charles Taylor, con su defensa de la recognition, y Will Kymlicka, mediante su propuesta de un liberal culturalism, problematizan el concepto moderno de ciudadanía reconociendo la pluralidad de hecho en la composición de las sociedades contemporáneas y critican los intentos de homogeneización cultural por parte de los Estados nacionales configurados según el modelo moderno. Pero dada la concepción de cultura que subyace a sus análisis, tales propuestas no resultan adecuadas para dar cuenta del fenómeno migratorio y de los reclamos por la inclusión ciudadana de las y los migrantes (Bonilla, 2007c, 2008a).

El trabajo célebre de Taylor Multiculturalism and “The Politics of Recognition” (Taylor, 1992) recurre a la categoría hegeliana de “reconocimiento” (Anerkennung) y está motivado contextualmente por las luchas por el reconocimiento de los grupos de origen francés en Canadá, sometidos y postergados durante siglos de dominación anglosajona, y por la insatisfacción provocada en esa provincia con la promulgación de la Multicultural Act de 1988. Sensible a las diferencias e identidades culturales, critica los modelos procedimentalistas liberales por su negativa a tomar en cuenta las cuestiones referidas a la vida buena y por su rechazo de las metas colectivas en nombre de principios abstractos de justicia; según Taylor, dichos modelos se convierten en intolerantes y ahistóricos y quedan inhabilitados para toda práctica futura (Taylor, 1994: 60-61). Por su parte traduce el derecho a la identidad cultural y moral y el reconocimiento de la misma con el término algo fixista de survivance (supervivencia a través de las generaciones), que le ha valido críticas posteriores, algunas de las cuales se indican aquí.

W. Kymlicka, en Ciudadanía multicultural, su texto básico, sostiene que para dar respuesta a los conflictos suscitados por la diversidad cultural en el interior de los países y evitar potenciales enfrentamientos entre las culturas mayoritarias y las minoritarias se deben complementar los principios liberales de los derechos humanos con una teoría de los derechos de las minorías (Kymlicka, 1996: 15). A su entender, tales conflictos se desprenden del hecho de que no son tenidas en cuenta cuestiones centrales para el ejercicio de la ciudadanía por parte de las minorías culturales, tales como las lenguas, que deben aceptarse en los tribunales y Parlamentos, la garantía de escolarización en lengua materna para todos los grupos étnicos y nacionales, la conservación de zonas de origen tradicionales de los pueblos indígenas para su exclusivo beneficio, etc.

Sin embargo, al centrarse en lo que denomina culturas societales, semejantes a los grupos nacionales,[14] tales elaboraciones sobre la garantía de derechos culturales no contemplan a los grupos inmigrantes. Para Kymlicka, los inmigrantes poseen derecho a mantener su herencia étnica sólo en el ámbito privado. Lo cual deja entrever en su planteo un círculo vicioso: no se garantizan los derechos culturales porque no se trata de culturas societales, y no se trata de culturas societales porque no se garantizan los derechos culturales.

Estas teorías, aunque sensibles al problema de los aspectos culturales, lingüísticos y étnicos de la ciudadanía, no toman en consideración a las y los migrantes como sujetos de pleno derecho. Siguiendo a Bonilla, pueden señalarse como sus falencias las siguientes: la incapacidad para entender las motivaciones y causas de la emigración; el modo deficiente de definir la relación entre, por un lado, la formación y ejercicio de la autonomía y, por otro, el ejercicio de los derechos culturales; y una dificultad para apreciar de manera no esencialista pero suficiente el vínculo entre el ejercicio de los derechos culturales y el de los derechos restantes: económicos, sociales, civiles y políticos (Bonilla, 2008a).

Seyla Benhabib, por su parte, señala en dichas teorías una concepción esencialista y clausurada de la cultura, que supone tres afirmaciones fuertes sin fundamento empírico:

“[…] (a) [que] las culturas son totalidades claramente delineables; (b) que las culturas son congruentes con los grupos poblacionales y que es posible realizar una descripción no controvertida de la cultura de un grupo humano; y (c) que, aun cuando las culturas y los grupos no se corresponden exactamente entre sí, y aun cuando existe más de una cultura dentro de un grupo humano y más de un grupo que puede compartir los mismos rasgos culturales, esto no comporta problemas significativos para la política o las ‘políticas’” (Benhabib, 2006a:27).

Según esta autora, un análisis de la cultura requiere una distinción entre “el punto de vista del observador social” y “el punto de vista del agente social”. El agente social es el creador de cultura, en tanto que el observador social es quien impone unidad y coherencia teórica sobre las culturas observadas, con el propósito de comprender y controlar, y no siempre es consciente de sus propios presupuestos culturales y teóricos. La propuesta que defiende Benhabib, que denomina constructivismo sociológico, en cambio considera las culturas humanas como “constantes creaciones, recreaciones y negociaciones de fronteras imaginarias entre el nosotros y el/los otros(s)” (Benhabib, 2006a:33).

El multiculturalismo tal como es presentado por Kymlicka y Taylor entonces, en su afán por proteger culturas pretendidamente delineables, estáticas y homogéneas, descuida el factor dinámico de la construcción cultural y desatiende la garantía de los derechos culturales de los migrantes, en tanto no pertenecen a ninguna cultura pasible de identificar como, utilizando el término de Kymlicka, cultura societal. A estos sujetos sólo les resta la integración y la asimilación, procesos que difieren, como se señaló antes, del de inclusión, entendida en sentido fuerte.

Para sustentar teóricamente la defensa de la ciudadanía cultural se debe partir de una concepción de la cultura que tome en cuenta su carácter dinámico y procesual. En este sentido, una referencia elaborada de esta noción, así como de la de ciudadanía cultural, se encuentra en los trabajos de la filósofa brasileña Marilena Chauí, a los cuales se recurrirá aquí. Chauí se ha dedicado de manera extensa al problema, además de haber encarado la puesta en práctica de estos desarrollos teóricos durante su gestión como Secretaria de Cultura de San Pablo (1989-1992). Ofrece una definición amplia y dinámica de la cultura, a la que entiende como:

“[…] la elaboración colectiva y socialmente diferenciada de símbolos, valores, ideas, objetos, prácticas y comportamientos a través de los cuales una sociedad, internamente dividida y bajo la hegemonía de una clase social, define para sí misma las relaciones con el espacio, el tiempo, la naturaleza y los seres humanos” (Chauí, 2006:72).

Así, desde un punto de vista conceptual la cultura es vista como trabajo, es decir, como un proceso de creación que tiene en cuenta a los sujetos sociales en tanto sujetos históricos, esto es, situados en determinadas condiciones históricas y materiales; desde una perspectiva política, además, la cultura se presenta como un derecho de los ciudadanos, sin privilegios ni exclusiones.

A partir de esta definición, la ciudadanía cultural encierra el doble sentido del término cultura: como un derecho de los ciudadanos y como el resultado del ejercicio de ese derecho, es decir, como trabajo de creación de los sujetos culturales. En tanto derecho de los ciudadanos, el Estado debe reconocer el derecho de acceso a las obras culturales, el derecho de producirlas y el derecho a participar en las decisiones sobre política cultural. Al ser reconocidos estos derechos, el resultado será una construcción cultural fruto de la libre creación de todos los ciudadanos, resultando un proceso de creación dinámico y plural. De esta manera, el Estado podrá ser concebido como producto de la cultura, y no como productor de cultura[15]. Proyectando las ideas de Chauí a la problemática que es el objeto de esta investigación, se puede señalar que esta concepción del Estado y de la ciudadanía como productos culturales proporciona un espacio teórico para reformular el carácter dinámico de los Estados y los límites de los modelos modernos de Estado nacional, ofreciendo una posibilidad de respuesta a la presencia e interpelación del migrante. Esta ampliación de las tesis de Chauí puede realizarse mediante los recursos de la filosofía intercultural, que también defiende una concepción de cultura en términos de un “proceso concreto por el que una comunidad humana determinada organiza su materialidad en base a los fines y valores que quiere realizar” (Fornet-Betancourt, 2000:14). Esta definición permite visualizar que se trata de una noción de cultura que resalta el carácter dinámico y materialmente determinado de la constitución de las culturas y, como será tratado más adelante, hace del diálogo intercultural una herramienta privilegiada para la construcción de ciudadanía.

1.4. Dos ejemplos contrapuestos de normativa migratoria: la Ley Nacional de Migraciones 25.871
y la Directiva 2008/115/CE del Parlamento Europeo y del Consejo de la Unión Europea

A través de sus leyes migratorias, los Estados establecen normas y procedimientos que rigen la admisión, el ingreso, la permanencia y el egreso de personas a y desde sus territorios nacionales. Además, los grandes bloques regionales -particularmente el más institucionalizado de ellos, la Unión Europea- también se han preocupado por regular normativamente los flujos migratorios. A modo de ejemplo, el objetivo de este apartado es realizar un análisis y comparación de dos documentos en materia migratoria que manifiestan concepciones contrapuestas sobre el fenómeno migratorio y el tratamiento que debe darse a las y los migrantes. Por un lado se considerará la “Ley de Migraciones Nº 25.871”, sancionada el 21 de enero de 2004 por el Senado y la Cámara de Diputados de la República Argentina, en la que se postula y defiende por primera vez en el mundo en una ley migratoria el “derecho humano a migrar”[16]; y por otro, la “Directiva 2008/115/CE del Parlamento Europeo y del Consejo de la Unión Europea relativa a normas y procedimientos comunes en los Estados miembros para el retorno de los nacionales de terceros países en situación irregular”, aprobada y publicada en el Diario Oficial de la Unión Europea el 16 de diciembre de 2008, en la que el derecho a migrar se ve fuertemente restringido.

La Ley de Migraciones constituye un documento de avanzada en la materia, ya que, como se adelantó, reconoce el “derecho humano a migrar”, indica explícitamente la igualdad de derechos de las y los migrantes respecto de los nacionales y señala como objetivo de las políticas migratorias la regularización de los sujetos migrantes que se hallan en condiciones de irregularidad estableciendo que dicha condición en modo alguno será motivo de persecución o de menoscabo de derechos. La denominada “Directiva de retorno”, en cambio, constituye un documento cuyo objetivo es establecer para la Unión Europea un mecanismo tendiente a fijar una política migratoria de expulsión y repatriación de migrantes en condición irregular. A diferencia de la Ley de Migraciones argentina, cuyo objetivo es la regularización de los inmigrantes, la Directiva europea criminaliza la “estancia ilegal” y establece un sistema de expulsión de los mismos.

En el “Título Preliminar”, la Ley de Migraciones Nº 25.871 establece como objetivo de la misma la integración de los extranjeros en el cuerpo social en un plano de igualdad con los nacionales, para cumplir plenamente con los compromisos internacionales en materia de derechos humanos, integración y movilidad de los migrantes, y eliminando de los procesos de admisión toda forma de discriminación, racismo y xenofobia.

La Ley Nº 25.871 constituye una normativa de vanguardia en el campo de las políticas migratorias nacionales e internacionales, en virtud de que en el Art. 4º del primer capítulo postula que “el derecho a la migración es esencial e inalienable de la persona y la República Argentina lo garantiza sobre la base de los principios de igualdad y universalidad”. La consagración legal de tal derecho posee dos implicancias destacables. Por un lado, constituye un pronunciamiento favorable sobre la compleja discusión jurídica acerca de si la migración es un derecho o no, y si el Artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos se refiere o no a este derecho. Por otro lado, establece la obligación del Estado de garantizar este derecho (Ceriani Cernadas, 2004:115).

Luego de enunciar el derecho a la migración, los derechos de los migrantes están reafirmados por el Art. 6º que establece la igualdad de derechos entre nacionales y extranjeros, y son expuestos de manera explícita en los Arts. 7º a 17º: derechos laborales; a la seguridad social; a la atención médica; a la educación; a ser informados sobre sus derechos y obligaciones; a participar o ser consultados en las decisiones relativas a la vida y la administración de las comunidades donde residan, y a la reunificación familiar. Respecto del derecho a la educación, el Art. 7º determina que en ningún caso la irregularidad migratoria de un extranjero impedirá su admisión como alumno en un establecimiento educativo y el mismo criterio rige respecto del reconocimiento del derecho a la salud en el Art. 8º. Igualmente quedan protegidos los derechos laborales. Y se prevé la participación de los extranjeros en las decisiones relativas a la vida pública y a la administración de las comunidades locales donde residan (Art. 11º). A su vez, el Art. 12º tiene el objetivo de poner en consonancia las políticas migratorias nacionales y los instrumentos internacionales de derechos humanos. Para esto, establece que el Estado argentino cumplimentará lo establecido en los documentos que hayan sido por él ratificadas. El Art. 30º establece que podrán obtener el Documento Nacional de Identidad los extranjeros con permanencia permanente o temporaria, los “refugiados” y los “asilados”.

Respecto de la expulsión, que como se expondrá a continuación constituye una práctica central en la política migratoria de la Unión Europea, la Ley Nº 25.871 dispone que los extranjeros no podrán ser expulsados salvo por razones definidas en la legislación nacional vinculadas a prácticas delictivas claramente tipificadas y con sujeción a un número de salvaguardias que se establecen. Respecto de la “Ley Videla” anterior, que otorgaba a la Dirección Nacional de Migraciones y a la policía migratoria auxiliar plenas facultades para ordenar y ejecutar detenciones de migrantes en situación irregular, así como la posterior expulsión del país sin intervención alguna del Poder Judicial (Ceriani Cernadas, 2004:121), la nueva ley constituye una clara mejora. En el Art. 61º, la ley actual establece que toda decisión de expulsión por parte de la DNM posee un carácter suspensivo, y la persona conserva su derecho a interponer los recursos administrativos correspondientes a fin de solicitar la revocación de la decisión de la autoridad migratoria. Es decir que se ha eliminado con esta ley la expulsión como decisión de ejecución administrativa, porque el efecto de la decisión expulsiva es suspensivo y para su ejecución se requiere la intervención y decisión judicial.

El caso de la política migratoria de la Unión Europea es opuesto. La normativa está acuñada sobre la base de la criminalización de la “estancia ilegal”, el funcionamiento de un sistema de expulsión de los migrantes en situación irregular y un enfoque utilitarista y economicista del fenómeno de la migración. La normativa en común sobre el control fronterizo de la política migratoria de la Unión Europea establece una distinción entre la migración interna y la migración externa al “espacio Schengen”. El espacio y la cooperación Schengen se basan en el denominado Tratado de Schengen[17] de 1985, que constituyó uno de los pasos más importantes en la historia de la construcción de la Unión Europea, cuando Francia, Alemania, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos firmaron este primer acuerdo sobre la base del cual se elaboró un Convenio que entró en vigor en 1995. En la actualidad el Espacio Schengen abarca a los Estados miembros de la Unión Europea[18], y el denominado “acervo Schengen”, con el que se designan los convenios y las decisiones aprobadas en el seno de su comité ejecutivo, fue integrado al Derecho de la Unión Europea a través del Tratado de Amsterdam del año 1997.

El objetivo del Tratado de Schengen es la supresión de los controles fronterizos entre los Estados miembros de modo de permitir la libre circulación de ciudadanos de dichos Estados. Pero la libre circulación de personas en el interior del espacio de la Unión Europea tiene como anverso una política particularmente restrictiva respecto de la circulación y el traspaso de las fronteras exteriores del Espacio Schengen. La admisión de nacionales de terceros países[19] a efectos de empleo se lleva a cabo de manera diferente en cada Estado miembro, ya que es regulada por su legislación nacional. Pero el objetivo de la Unión Europea es armonizar las distintas legislaciones nacionales creando una política de inmigración común. El Tratado de Amsterdam colocó las políticas de naturalización, inmigración, refugio y asilo dentro de la UE en el Tercer Pilar del Derecho Europeo, iniciando así una política de coordinación[20].

En junio de 2008, el Parlamento Europeo aprobó la Directiva del Parlamento Europeo y del Consejo relativa a procedimientos y normas comunes en los Estados miembros para el retorno de los nacionales de terceros países que se encuentren ilegalmente en su territorio, comúnmente conocida como Directiva de retorno[21]. Dicho texto contiene una política común de inmigración dirigida a los nacionales de terceros países que se encuentren ilegalmente en el territorio de un Estado miembro de la Unión Europea y busca que los Estados pongan fin a la estancia ilegal de nacionales de terceros países por medio de procesos de retorno. Para esto establece normas comunes sobre retorno, expulsión, uso de medidas coercitivas, internamiento y prohibición de entrada a los migrantes que se encuentren en el territorio de manera irregular.

El Art. 20º establece que los Estados miembros deberán incorporar al derecho nacional las disposiciones legales, reglamentarias y administrativas necesarias para dar cumplimiento a lo establecido en dicha directiva, a más tardar, el 24 de diciembre de 2010.

Según las definiciones formuladas en el Art. 3 de la directiva, por “estancia ilegal” se entiende la presencia en el territorio de un Estado miembro de un nacional de un tercer país que no cumple o ha dejado de cumplir las condiciones para la entrada, estancia o residencia requeridas en ese Estado miembro. El retorno significa el proceso de vuelta, ya sea por acatamiento voluntario o de modo forzoso, al país de origen, a un país de tránsito, o a un tercer país en el que el migrante pueda ser admitido. Según las consideraciones preliminares de la directiva, en los casos en que no hubiera razones para creer que con ello se dificulte el objetivo del procedimiento de retorno, los Estados deben preferir el retorno voluntario al forzoso y conceder un plazo para la salida voluntaria. Durante este plazo, para evitar el riesgo de fuga, las autoridades podrán imponer al migrante determinadas obligaciones, tales como presentarse periódicamente a las autoridades, el depósito de una fianza adecuada, la retención de documentos o la obligación de permanecer en un lugar determinado (internamiento a efectos de la expulsión). La expulsión es la ejecución de la obligación de retornar, es decir, el transporte físico fuera del país expulsor. El contenido de la Directiva de retorno denota una creciente criminalización de la migración. La estancia ilegal pone al migrante en riesgo de ser expulsado, previo paso por un proceso de detención e internamiento de orden casi carcelario. Es de destacar que la decisión de los Estados miembros de expulsar a un migrante puede quedar en manos de una instancia administrativa, esto es, no judicial, al igual que el internamiento.

Lejos del propósito de la Ley de Migraciones Nº 25.871, que consiste en un reconocimiento del derecho a migrar y de los derechos de los migrantes independientemente de su estatuto documentario regular o irregular, la Directiva de retorno constituye una restricción de tales derechos. La concepción subyacente a la directiva parece nutrirse de un enfoque utilitarista y economicista del fenómeno migratorio por parte de la Unión Europea, en tanto los criterios para aceptar o rechazar la inmigración están íntimamente relacionados con los vaivenes del mercado de trabajo. Para ilustrar esto cabe hacer mención de la “Comunicación de la Comisión al Parlamento Europeo, al Consejo, al Comité Económico y Social Europeo y al Comité de las Regiones”[22], del 17 de junio de 2008, denominada “Una Política Común de Emigración para Europa: Principios, medidas e instrumentos” que establece que la política común europea en materia de inmigración tiene como finalidad asegurar que la inmigración legal contribuya al desarrollo socioeconómico de la Unión Europea. De este modo se lleva a cabo una distinción entre migrantes deseables y migrantes indeseables, de modo que la lógica indicaría que la inadecuación de un migrante respecto de las necesidades de la Unión Europea lo forzaría a la clandestinidad y a una criminalización de su condición por ejercer su derecho humano a migrar. El documento citado expresa la conveniencia de establecer una adecuación entre las necesidades de la Unión Europea y las cualificaciones de los migrantes:

“la inmigración con fines económicos debe responder a una evaluación de los mercados laborales de la UE basada en las necesidades, que tenga en cuenta todos los sectores y niveles de cualificación para mejorar la economía europea basada en los conocimientos, incrementar el crecimiento económico y hacer frente a los requisitos del mercado laboral” (2008:6)


  1. Respecto de la complejidad de la noción de ciudadanía, desde una perspectiva ético-política Cullen sintetiza diversos aspectos y discusiones: “La ciudadanía es una categoría densa, porque es histórica, porque es compleja y, sobre todo, porque no puede reducirse ni a un concepto, ni a un personaje, ni a una fantasía, ni a un derecho, ni a una pertenencia, ni a una resistencia.” (Cullen, 2007: 69).
  2. Se prefiere aquí la denominación Estado nacional porque el adjetivo nacional define la forma que toma el Estado en la modernidad.
  3. El contexto histórico a partir del cual T. H. Marshall escribe su tipología de derechos es la Inglaterra previa al proceso inmigratorio proveniente de sus antiguas colonias. La clase obrera a la que hace referencia es sustancialmente inglesa y los procesos de inclusión que describió se dieron en un marco de una supuesta uniformidad cultural (González, 2007).
  4. No se ponen ejemplos pero hay que señalar que esta práctica tiene normas variables en cada país.
  5. El término proviene de la denominada Paz de Westfalia (1648) que refiere a los dos tratados de paz de Osnabrück y Münster en la región de Westfalia (región histórica de Alemania ubicada actualmente entre los estados federados de Renania del Norte-Westfalia y Baja Sajonia) con la que se inició un nuevo orden en el centro de Europa basado en el concepto de soberanía nacional.
  6. En el pensamiento de Raúl Fornet-Betancourt, el fenómeno de la globalización constituye un tema de ineludible importancia para un estudio sobre migración. Basta prestar atención a los títulos de varios de sus escritos sobre este tema: “La migración como condición del humano en el contexto de la globalización” (2004), o “La inmigración en el contexto de la globalización como diálogo intercultural” (2003), para inferir que ambas temáticas se encuentran, para él, íntimamente relacionadas.
  7. El informe de Unesco People on the move. Handbook of selected terms and Concepts (2008), establece el uso del término “migrante con estatus irregular” para referirse a aquellas personas que ingresan, transitan o residen en un país sin los documentos o permisos requeridos por ese país, en oposición al uso de términos como “migrante irregular”, “migrante o extranjero ilegal” o “migrante clandestino”, que resultan inadecuados debido a que difuminan la distinción entre la persona y su estatus.
  8. http://unesdoc.unesco.org/images/0014/001435/143557s.pdf
  9. Esa tradición propone un “sujeto generalizado” como protagonista de la construcción filosófico-política de ciudadanía, asumiendo un punto de vista que exige concebir a cada uno de los individuos como seres racionales a los que les corresponden los mismos derechos y deberes, abstrayendo la individualidad y la identidad concreta del otro (Benhabib, 2006: 182 y ss.) Se trata del sujeto al que apela el modo tradicional de la ética occidental (Bonilla, 2006, 2007), por lo que se vislumbra una generalización que, lejos de tener como objetivo la eliminación de las diferencias en lo que respecta a derechos, encubre una concepción etnocéntrica del ser humano, basada en las consideraciones del pensamiento ético-político euro-occidental.
  10. Los modelos de “integración y “asimilación” de las y los migrantes estudiados por P. Han (2000) sobre la base de los análisis teóricos y las políticas contemporáneas, evidencian la tendencia a la asimilación homogeneizadora de todos ellos, tendencia compatible cuando no generadora de exclusiones. Como el texto está en alemán, debo a la Dra. A. Bonilla esta referencia.
  11. El tratamiento de Mezzadra acerca de la modalidad de inclusión diferencial se abordará en el apartado “La tesis de Sandro Mezzadra sobre la autonomía de las migraciones y la ciudadanía” del Capítulo 3 de la presente tesis.
  12. Es pertinente hacer una distinción de términos. Con el término “multicultural” se hace referencia aquí al hecho de la diversidad cultural, mientras que el de “multiculturalismo” refiere a la respuesta normativa ante este hecho (Tovar González, 2007:164).
  13. Si bien éste no es el lugar adecuado para desarrollar el tema, debe señalarse que existe una discusión política y teórica todavía no saldada entre los modos de entender el planteo multiculturalista canadiense (y norteamericano) y la propuesta de interculturalismo quebequense, provincia en donde siempre se interpretó el pensamiento y las políticas multiculturalistas de Canadá como un cierto avasallamiento de los reclamos y derechos del Canadá francófono efectuados sobre todo a partir de la Révolution Tranquille de 1967 (Bouchard y Taylor, 2008).
  14. Estas culturas tienden a concentrarse territorialmente, y se basan en una lengua compartida (Kymlicka, 1996:112).
  15. Para Chauí, en las sociedades actuales el Estado asume una función de productor de cultura, a través de la elaboración de contenidos culturales que buscan legitimar frente a la sociedad la ideología del grupo dominante. Estos contenidos pueden responder a modelos de tipo folklorizante o a políticas relacionadas con la cultura populista y la neoliberal. Todas estas formas representan modos de dominación cultural, porque tienen como objetivo anular el desarrollo de las culturas como espacio en el que se manifiesten los conflictos, los diálogos, las creaciones de la sociedad. Si el Estado es considerado como productor de cultura, y no como producto de la cultura, no pueden ser modificados, alterados y discutidos aquellos aspectos de su conformación que no cumplan eficazmente los objetivos por los cuáles fueron instaurados. 
  16. La Ley de Migraciones Nº 25.871 reemplaza a la llamada “Ley Videla”, Decreto Ley sancionado en 1981. Este decreto, que respondía a la “Doctrina de Seguridad Nacional” durante la última dictadura militar, reducía a su mínima expresión los derechos de los migrantes, habilitando la detención sin orden judicial, así como los allanamientos de hogares donde se sospechaba que se encontraban migrantes irregulares, obligaba a denunciar a aquellos extranjeros sin la documentación requerida para residir en el país, restringía el acceso a la salud, a la educación y al trabajo de los migrantes en situación irregular y limitaba la posibilidad de realizar los trámites de radicación correspondientes a aquellos migrantes que deseaban hacerlo una vez instalados en el territorio (Mármora, 2004:60). En virtud de este antecedente, la Ley de Migraciones Nº 25.871 constituye un avance de importancia en lo que respecta al reconocimiento de los derechos humanos de los migrantes y sus garantías y, por sobre todo, del reconocimiento del derecho humano a migrar.
  17. Schengen es la ciudad de Luxemburgo donde fue firmado el Acuerdo homónimo el 14 de junio de 1985.
  18. Aunque no todos los países de la Unión son miembros del Espacio, ya sea porque no desean suprimir los controles en sus fronteras con otros países, como en el caso de Reino Unido e Irlanda, o porque se considera que aún no cumplen los requisitos para tal fin, como en los casos de Bulgaria, Rumania o Chipre.
  19. Por “nacional de un tercer país” se entiende cualquier persona que no sea ciudadano de la Unión Europea, esto es, migrantes provenientes de países que no integren dicha comunidad.
  20. El Primer Pilar refiere a leyes y reglamentaciones de alcance en toda la Unión Europea (UE); el Segundo Pilar concierne a medidas de seguridad común y cooperación, en particular aquellas correspondientes a la criminalidad y a la lucha contra el narcotráfico; el Tercer Pilar es definido como derecho intergubernamental y está sujeto a acuerdo discrecional y cooperación al igual que las convenciones de derecho público internacional. Si bien los países miembros de la UE retienen la discrecionalidad soberana sobre sus políticas de inmigración y asilo, el Tratado de Amsterdam incrustó las políticas de inmigración y asilo en el marco de la UE (Benhabib, 2005:109).
  21. Las Directivas de la Unión Europea son actos normativos dispuestos por el Consejo de la Unión Europea o la Comisión Europea (órganos con poder legislativo). La Directiva de Retorno fue presentada por la Comisión Europea en 2005 y fue aprobada por el Parlamento el 18 de junio de 2008. Debido a que las Directivas de la Unión Europea consisten en normas que los Estados deben incluir en sus legislaciones, los Estados miembros deberán ajustar sus leyes nacionales a esta Directiva.
  22. http://eur-lex.europa.eu/LexUriServ/LexUriServ.do?uri=COM:2008:0359:FIN:ES:DOC


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