El análisis sobre el complejo fenómeno de las migraciones transnacionales y su relación con la ciudadanía nacional a la luz de las propuestas de ciudadanías amplias de S.Mezzadra, S. Benhabib y R. Fornet-Betancourt permite esbozar algunas conclusiones relacionadas con las hipótesis y objetivos planteados en la Introducción.
Se han estudiado aquí determinados aspectos que hoy ponen en cuestión la noción de ciudadanía nacional: en primer lugar, el fenómeno de la globalización; en segundo lugar, el conflicto de la coexistencia de un orden normativo de carácter universal, encarnado en el sistema de derechos humanos y la defensa de los Estados de su derecho soberano a controlar sus fronteras a través del concepto de ciudadanía nacional; y en tercer lugar, la emergencia de nuevas imágenes nacionales. Todos estos aspectos han permitido vislumbrar el lugar central que la cuestión migratoria ocupa en su comprensión y, consecuentemente, en la necesaria resignificación del concepto de ciudadanía.
La globalización neoliberal o hegemónica, a medida que diluye las barreras para la circulación de su propia producción material y simbólica, genera confines más estrictos y crueles que influyen en las decisiones y condiciones de la migración, lo cual se traduce en ciudadanías excluyentes. El Estado nacional pretende mantener intacta la comunidad imaginada y sus estrategias de homogeneización cultural, mientras que el migrante arriba con prácticas, lenguajes y sistemas simbólicos distintos. A través de la construcción de imágenes nacionales como máximo sistema simbólico para la representación del poder político y la dominación en la Modernidad, se prefiguran modelos normados de subjetividad que establecen qué condiciones culturales y éticas debe cumplir un individuo y/o un grupo para ser reconocido como miembro de la comunidad de derechos que constituye la ciudadanía. El Estado nacional diseña y pone en práctica políticas de control migratorio; el migrante, debido a su propia vivencia y vulnerabilidad, pone de manifiesto los derechos inalienables que corresponden a todo ser humano, incluso el derecho a migrar. Esto permite esbozar como primera conclusión que la cuestión migratoria constituye un ejemplo emblemático de la crisis actual de la concepción de ciudadanía moderna.
Posteriormente, se ha señalado la inevitabilidad de reparar en la dimensión cultural de la ciudadanía como un aspecto soslayado por los diversos estudios sobre el tema. La pertinencia e inevitabilidad del enfoque cultural responde a dos exigencias. En primer lugar, la de constituir un ámbito donde efectivamente se puedan encontrar las fuentes del problema de la exclusión. El tratamiento emprendido por É. Balibar acerca del racismo culturalista y diferencialista que sustituye la noción de raza por la de inmigración es ilustrativo de la tipología de exclusión hacia el migrante. Y en segundo lugar, el ejercicio de la ciudadanía por parte de los migrantes (entendida de modo fuerte como el goce pleno de derechos) sólo será posible en la medida en que se reconozca un modelo de ciudadanía cultural, esto es, un modelo de ciudadanía que considere la cultura como un derecho a ejercer por parte de todos los miembros de una comunidad y que a la vez sea considerada como un derecho, es decir, que sea reconocido para todos, de manera de asegurar la participación de todos los sujetos sin distinciones en la elaboración de lo que se denomina cultura. Sólo a través del reconocimiento de los derechos culturales puede construirse una ciudadanía plena, esto es, una ciudadanía ligada al ejercicio pleno de los derechos humanos.
Respecto de este tema, es posible concluir que los modelos de ciudadanía que se basan en concepciones estáticas, clausuradas y esencialistas de la cultura resultan limitados para albergar al migrante, ya sea en su forma monoculturalista o multiculturalista. En cambio, una ciudadanía cultural, que concibe la cultura de manera dinámica, no percibe a las y los migrantes como amenazas a identidades y prácticas culturales supuestamente homogéneas y delimitadas, sino que acepta, y se nutre de, las creencias básicas, categorías y símbolos fundamentales de cada cultura, dando lugar, a la vez, a una permanente transformación recíproca.
Los filósofos estudiados principalmente en la presente investigación ofrecen como rasgo en común un abordaje del fenómeno migratorio desde la perspectiva de las alternativas de inclusión más plena de las y los migrantes transnacionales en las sociedades de acogida. Sus propuestas, tal como han sido analizadas en el Capítulo 2, se basan en tres derechos concebidos como implícitos en el sistema conocido de derechos humanos: el derecho de fuga, el derecho a pertenecer y el derecho a migrar. Estos derechos implícitos constituyen la piedra basal a partir de la cual construir propuestas de ciudadanías amplias que consideren a las y los migrantes como sujetos de derechos explícitos o efectivos en las sociedades de acogida. La tesis de la autonomía de las migraciones, las iteraciones democráticas y el diálogo intercultural son, así, concepciones -en el primer caso- o mecanismos -en los dos restantes- a través de los cuales se posibilita teórica y prácticamente la inclusión de los migrantes en la ciudadanía de las sociedades receptoras. Tal como se concluyó a partir del Capítulo 1, tales propuestas, para cumplir con las demandas y necesidades de inclusión de las y los migrantes frente al cierre de las comunidades imaginadas, deben tener en cuenta la dimensión cultural de la misma.
Esta dimensión no es abordada con igual intensidad por parte de los tres autores. Sin desmedro de la importancia de los aspectos positivos en cuanto al reconocimiento de la capacidad de acción de las y los migrantes, en la opción de Sandro Mezzadra por enfocar la singularidad de los mismos se descubre una desatención de la dimensión cultural que, tal como se ha ido desarrollando en esta tesis, constituye un ámbito donde efectivamente se pueden encontrar las fuentes del problema de la exclusión. Cuando se refiere a la temática de la cultura, Mezzadra parece caer en una confusión entre, por un lado, la importancia de un enfoque que tenga en cuenta la cuestión cultural como determinante en lo que respecta a las motivaciones de exclusión representadas en las normativas que rigen la ciudadanía nacional y, por otro, los enfoques esencialistas que consideran a la cuestión cultural como definitoria para diseñar los límites que excluyan o incluyan a las personas (Mezzadra, 2005:130 y ss). Justamente, ambas posiciones son opuestas. La tesis aquí sostenida es que así como la naturalización de las diferencias culturales conduce a la racialización, a la creación de estereotipos y a la inferiorización de los migrantes, del mismo modo su negación o minimización puede conducir a la incomprensión de los múltiples procesos de subjetivación, de adscripción cultural y de asunción creativa de poder por parte los migrantes y, consecuentemente, a alimentar las actitudes, prácticas y normas que menoscaban y someten a las subjetividades migrantes.
Seyla Benhabib y Raúl Fornet-Betancourt en cambio ubican la cuestión cultural en el centro de sus estudios sobre la ciudadanía. La filósofa considera que la progresiva inclusión de los sujetos migrantes en las sociedades de acogida organizadas en torno a concepciones de ciudadanías nacionales puede realizarse a través de múltiples iteraciones democráticas, que son actos de resignificación de normas cuyo objetivo es deconstruir, reconstruir y conjugar de manera continua las normativas nacionales e internacionales. De este modo dichas normas son transformadas a partir de las múltiples voces que integran la comunidad de diálogo constituida por el pueblo delimitado dentro del territorio del Estado, que se considera compuesto por diversos individuos y grupos culturalmente diferentes. Según Benhabib, de este modo las normas de inclusión y exclusión podrán ser revisadas y modificadas, permitiendo el ingreso de quienes constituyen el afuera, resignificando así de manera constante las determinaciones de nosotros y ellos propias de la concepción que domina en las ciudadanías nacionales.
Fornet-Betancourt es quien de manera más patente ubica la dimensión cultural como el aspecto en torno al cual debe trabajarse en pos de una ciudadanía inclusiva. A través del diálogo intercultural, que es pasible de realizarse de manera ejemplar con las y los migrantes, y que constituye por sobre todo la respuesta justa hacia sus justas demandas, es posible imaginar ciudadanías verdaderamente inclusivas, que no distingan entre ciudadanos y extranjeros ni menoscaben derechos basados en dicha condición.
De todos modos, tal como se ha ido señalando aquí al tratar los textos de los autores por separado, la concepción de cultura sostenida por Benhabib y la subyacente al pensamiento de Fornet-Betancourt presentan diferencias. Benhabib, al imponer condiciones al diálogo relacionadas con principios de autoadscripción voluntaria y libertad de salida y asociación, da muestras de que sus concepciones aún albergan nociones eurocéntricas provenientes de la Ilustración, que resultan excluyentes y obstaculizan la puesta en práctica de un diálogo de culturas más sensible a las diferencias y más profundo. Las condiciones del diálogo planteadas por Fornet-Betancourt, es decir las condiciones de simetría y contextualización, en cambio, constituyen justamente las condiciones de posibilidad de un verdadero diálogo intercultural que precisa de la eliminación de las asimetrías de poder para darse, al menos tendencialmente. En este sentido, el diálogo intercultural como propuesta para la inclusión de las y los migrantes que plantea Fornet-Betancourt difiere radicalmente del diálogo propuesto por Benhabib.
Recapitulando lo tratado en el correspondiente apartado, Benhabib aborda la cuestión de la pertenencia política desde el punto de vista de la ética discursiva, que dicta que, para alcanzar la legitimidad democrática, las normas institucionales deben ser acordadas por todos los interesados y afectados por las mismas, en el contexto de un diálogo argumentativo. Respecto del caso de las normas de ciudadanía, reconoce la limitación de esta teoría ya que quienes están afectados por sus consecuencias, y en primer lugar por los criterios de exclusión, no pueden ser parte de su articulación, lo cual constituye la ya mencionada paradoja de la legitimidad democrática. Para la autora, esta paradoja no puede ser eliminada por completo, aunque sus efectos pueden mitigarse a través de actos reflexivos de iteración democrática. Pero, de todos modos, quienes puedan realizar los actos iterativos seguirán siendo los miembros del demos. El diálogo intercultural planteado por Raúl Fornet-Betancourt, en cambio, no acepta esas limitaciones, ya que, a diferencia del de Benhabib, que parte de la situación en la que algunos son excluidos de la ciudadanía y por ende son ajenos al diálogo constitutivo de normas, propone la eliminación de dichas distinciones, en tanto se presentan como contrarias al orden ético condensado en el principio de la igual dignidad de los seres humanos. Su planteo no reconoce límites ni distinciones entre quienes están adentro y quienes están afuera, porque justamente son estos límites los que están en cuestión. Para el autor, en conclusión, no alcanzaría con las iteraciones democráticas planteadas por Benhabib, sino que es necesario barrer con la diferencia entre ciudadanos y extranjeros.
Otro tema que merece una reflexión es la cuestión acerca de la conciliación entre la autonomía y la vulnerabilidad de las y los migrantes. Mezzadra, para diferenciar su enfoque del fenómeno migratorio moderno y contemporáneo de aquellos análisis clásicos que reducen las causas de las migraciones a factores puramente objetivos de naturaleza económica o demográfica, y para evitar ubicar al migrante en un papel subordinado de víctima, enfatizando en cambio la potencia, fortaleza y resistencia de los mismos, propone la autonomía de las migraciones. Sin desmedro de los aspectos positivos de dicha perspectiva, que conlleva a posicionar al migrante como sujeto de derechos frente a aquellos enfoques que parecen ignorar sus demandas, el énfasis en el carácter autónomo de las migraciones no permite entrever de manera fehaciente la vulnerabilidad que conlleva la condición de migrante en el contexto actual. A diferencia de Mezzadra, Fornet-Betancourt sostiene, a través de su respuesta antropológica, la necesidad de reconocer la vulnerabilidad de los migrantes, que se traduce en sufrimiento, frustraciones y desengaños. Este modo de encarar la figura del migrante como vulnerable entraña el beneficio de conllevar una práctica de humanidad compasiva ante el dolor que estos sujetos acarrean. Esto no significa negar el carácter activo y la capacidad de demandas subjetivas por parte del migrante; por el contario, implica una llamada de atención sobre la situación de estos sujetos, de modo de instar a las sociedades de acogida a llevar a cabo una antropología de la convivencia y de la hospitalidad, que alienta el diálogo intercultural. Este tipo de diálogo por definición supone una interacción de subjetividades y una valoración igualitaria, tanto de las cosmovisiones como de las demandas ético-políticas de todos los sujetos (Fornet-Betancourt, 2003:155 y ss.).
Por último, resulta pertinente en estas conclusiones abordar la difícil relación entre un universalismo problemático, como el sostenido por las concepciones de ciudadanía moderna, y un universalismo necesario para la inclusión de la alteridad, que refiere al alcance universal de los derechos humanos. Tanto la temática de las migraciones en el contexto del ejercicio de ciudadanía propuesto por el ordenamiento de Estados nacionales como las demandas de inclusión expresadas por los sujetos migrantes exigen una revisión del universalismo de la Ilustración que ha impactado en las legislaciones tanto a nivel internacional como nacional. Se hace referencia con esto a una reevaluación de ciertas características y consecuencias del tipo de universalismo de los desarrollos filosóficos de la Modernidad, tales como el ideal abstracto y generalizado del sujeto de la ética y la idea de una razón legislativa desenraizada.
Sin embargo, a partir del análisis de la obra de los autores es posible hacer referencia a otro tipo de universalidad que se opone a la concepción moderna y resulta necesaria para, justamente, desmantelarla.
En primer lugar, Mezzadra defenderá un cierto tipo de universalismo, al afirmar que una reflexión sobre ciudadanía e inmigración que realice una crítica política de la función del confín como uno de sus elementos distintivos debe reconocer “el carácter impostergable de una estructura universalista”:
“el lenguaje de los derechos y de la ciudadanía (…) no puede ser mutilado de su tendencia a la universalización, sin transformarse en un simple instrumento de defensa del status quo y de legitimación del dominio” (Mezzadra, 2005:116).
El autor afirma que este universalismo debe concebirse como una puesta en juego de un conflicto en el que se expresen múltiples instancias particulares. En relación con la ciudadanía, Mezzadra considera que esta perspectiva obliga a pensar de forma nueva el nexo entre derechos y pertenencia, que constituye -histórica y teóricamente- el verdadero punto de equilibrio entre universalismo y particularismo en el discurso sobre ciudadanía. (Mezzadra, 2005:116).
En segundo lugar, Benhabib, desde el enfoque de la ética discursiva, aboga por un universalismo interactivo que reconozca a todos los seres capaces de habla y acción como participantes en potencia de una conversación moral. Propone un procedimiento de universalización que siga el modelo de un diálogo moral en el que se considera fundamental la capacidad de revertir perspectivas y la disposición a razonar desde el punto de vista del otro (Benhabib, 2006b:21).
Y en tercer lugar, Fornet-Betancourt, por su parte, aboga por una posibilidad de universalización que sea fruto de la inter-locución (polílogo) entre los universos culturales de la humanidad, es decir, un movimiento de universalización compartido, originado desde cada universo cultural específico (Fornet-Betancourt, 2000:15), pero lejano de la idea de un único movimiento de universalización emanado desde un universo cultural específico, que, al tratar de imponer su propia universalidad al resto, se convierte en un tipo de dominación. Esta idea está en relación con la universal posibilidad de traducción, ya que “los universos culturales se traducen, y traduciéndose unos a otros van generando universalidad” (Fornet Betancourt, 2003:14). Este tipo de universalidad por el que apuesta la filosofía intercultural dista mucho de la generalización propia de la modernidad eurocéntrica, ya que aboga por la universalidad como resultado del respeto por la particularidad. Fornet-Betancourt deja entrever, asimismo, que el mismo gesto que desde la Modernidad constituye universales desde la generalización de una particularidad –lo cual es claramente diferente de construir universalidad a partir de la traducción de las particularidades- se da en la globalización neoliberal, que “no globaliza el mundo, globaliza sus intereses” (Fornet-Betancourt, 2004a:249).
En el mundo actual, las asimetrías en el plano socioeconómico, en el ejercicio de la ciudadanía y en el reconocimiento de los derechos humanos demandan una apertura de los universos culturales particulares y su interrelación. Las concepciones estáticas de la cultura acarrean consecuencias ético-políticas de dominación que son utilizadas por los poderes hegemónicos para delimitar y controlar posibles diálogos entre sujetos libres. Las imágenes nacionales, que buscan moldear identidades en busca de cohesión, y el discurso de la globalización, que describe al mundo según una óptica unilateral, atentan contra la emergencia de enfoques alternativos sobre la realidad. La exclusión del extranjero por parte de las prácticas y normativas de la ciudadanía nacional se inscribe en esta lógica de sujeción.
La cultura constituye el vasto campo a partir del cual los seres humanos interpretan el mundo en todas sus dimensiones y elaboran instrumentos –materiales, sociales, espirituales- con el fin de habitarlo. Además, la cultura se conforma dinámicamente y se nutre de la diversidad de concepciones y experiencias que portan los otros. En este sentido, la ciudadanía cultural consiste en concebir la cultura en su dimensión ético-política, en tanto fuente de propuestas creativas para el continuo mejoramiento de las condiciones y la convivencia humana. Esta convivencia demanda como presupuesto la inclusión, sin distinciones ni privilegios, de todos aquellos que deseen incorporarse a la comunidad.
Únicamente a través del reconocimiento de los derechos de todos los seres humanos a desarrollar y manifestar sus capacidades creativas, esto es su cultura, se hace posible la expansión de sociedades más justas e innovadoras para enfrentar diversas problemáticas y desafíos. El requisito es la apertura, propia de una actitud intercultural, que encuentre en la posibilidad de traducción de los universos culturales la prueba de la posibilidad de entablar diálogos interculturales inclusivos. El temor al universo de la alteridad se origina en estrategias ideológicas claramente identificables. El desafío es enfrentarlas.
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