Reconfiguraciones de la indianidad en la patrimonialización de las ruinas de Tiwanaku
Tiwanaku es la tierra hecha hombre y el hombre que regresa a la tierra después de haber dejado huella su tránsito telúrico. (Diez de Medina, 1966: 44)
El 21 de enero de 2006, Evo Morales tomó posesión de la presidencia de Bolivia. En un país mayoritariamente indígena, por primera vez un mandatario aymara, surgido de los vigorosos movimientos sociales que en los años previos habían llevado al virtual colapso del sistema político imperante, llegaba a la más alta magistratura. El acto de asunción presidencial vino a resaltar este extraordinario hecho. Mientras la toma de posesión oficial tendría lugar como era costumbre al día siguiente en el Parlamento, el nuevo gobierno organizó una espectacular ceremonia pública destinada a exhibir el rol que la población y la cultura indígena tendrían en el nuevo orden de cosas. El escenario elegido fue Tiwanaku. Entre los grandes monolitos y templetes de este sitio arqueológico emplazado en las cercanías de la ciudad de La Paz a 4000 metros sobre el nivel del mar, Evo Morales, vestido con un poncho rojo, abarcas de cuero y un chuk´u (gorro aymara de cuatro puntas), se dirigió a una multitud de unas setenta mil personas que hacía flamear whipalas, la bandera de siete colores que representa a las diferentes etnias de los Andes bolivianos. Recibió luego de los amautas (los sabios o maestros indígenas) la bendición de los dioses para ser líder del pueblo. La ceremonia fue televisada en vivo a todo el país y estuvo en las portadas de los diarios de Bolivia, y de muchos otros países de mundo, al día siguiente.
La asunción de Evo Morales nos recuerda el lugar simbólico central que Tiwanaku ocupó en la fundación de lo que, tras la reforma constitucional sancionada en 2009, sería el actual Estado Plurinacional de Bolivia. Por cierto, esta connotación no es del todo nueva. La principal civilización andina previa al incario, Tiwanaku, ya había sido adoptada como un emblema patrio por el gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en 1952, pero no ya como medio de reivindicar la diversidad étnico-cultural de la sociedad boliviana, sino como parte de una construcción ideológica que proclamaba el carácter mestizo de la nación. Fue nuevamente realzado en la década de 1970 en función todavía de otro designio político: el indianismo radical de los grupos aymaras que confluyeron en el emergente movimiento katarista. Al observar los distintos usos que se han hecho de las ruinas de Tiwanaku a través del tiempo, surge con claridad que el patrimonio nacional no resulta algo inscripto en la historia o la materialidad de las cosas, sino un proceso a través del cual objetos, prácticas y símbolos son concebidos como tal en virtud de particulares esquemas de significación. De hecho, si bien las ruinas aparecen en textos muy tempranos (figuran, por ejemplo, en las crónicas de Cieza de León o en relatos de viajeros del siglo diecinueve), estuvieron del todo ausentes durante las etapas iniciales del proceso de construcción del Estado nación. Cuándo comienzan a aparecer como un símbolo de la bolivianidad es motivo de discusión historiográfica. El arqueólogo Carlos Ponce Sanginés ha planteado que fue gracias a la institucionalización de la arqueología boliviana en la década de 1950 que se consiguió encuadrar el patrimonio cultural prehispánico dentro de un marco jurídico y legal preciso. Trabajos más recientes han colocado el origen del fenómeno en un momento previo, aunque, sin embargo, minimizan su rol dentro de las políticas culturales estatales del primer tercio del siglo XX. Pablo Quisbert (2004) analiza la revalorización de Tiwanaku presente en los escritos de Posnansky desde comienzos de siglo, pero plantea que fue la “Arqueología de la Revolución” la que consagró definitivamente su vínculo con el porvenir de la nación de la mano de un proyecto político que exaltaba el mestizaje cultural. Cármen Loza (2008), por su parte, propone una genealogía del nacionalismo arqueológico que adelanta sus orígenes a los años 30, remarcando el contexto de la Guerra del Chaco como condicionante fundamental para su despliegue, y enfatiza el carácter de ruptura que implicó respecto de las concepciones liberales de nación de las décadas previas. Finalmente, Seemin Qayum (2002 y 2011) remite a un folleto anónimo publicado en 1897 que proclamaba a Tiwanaku la cuna de la nación boliviana, el cual es tomado como evidencia de un incipiente indigenismo que, de todos modos, no lograba traducirse en prácticas estatales de gestión de las ruinas.
Este capítulo presenta una interpretación diferente tanto sobre la cronología como en relación a la función del proceso de patrimonialización de Tiwanaku. Sostenemos que fue durante los primeros años del siglo XX, en pleno apogeo del régimen liberal, que se manifestó una creciente preocupación por las ruinas en ámbitos políticos, culturales y científicos. El interés público sobre el tema dio lugar, en 1903, a los primeros proyectos y debates legislativos en torno al estatuto legal y significado histórico del sitio. Como resultado, se pusieron en marcha una serie de iniciativas que, con variable grado de éxito, tendieron a proteger y poner en valor los restos arqueológicos. El estudio conduce pues a reincorporar la patrimonialización de Tiwanaku en el sinuoso proceso de conformación de la identidad nacional en un período previo al establecido por la historiografía reciente. Fue parte de un variado conjunto de representaciones y políticas culturales en las que estuvieron involucrados una multiplicidad de actores, incluyendo de manera prominente el Estado boliviano. Sostendremos que el fenómeno obedeció a una doble dinámica, espacial y social. Ocurrida en las postrimerías de la victoria militar de la elite liberal paceña sobre los conservadores chuquisaqueños, la recuperación del pasado tiwanacota buscó proyectar una representación hegemónica de nación que apuntalaba el lugar central de La Paz ya en los orígenes remotos de la historia patria. Permitía asimismo exhibir la originalidad boliviana hacia el exterior en un momento de intensa circulación trasnacional de saberes y técnicas arqueológicas y de un incipiente interés turístico en los países centrales por las “culturas exóticas”. Inextricablemente asociada a estas dinámicas espaciales, los debates en torno a la patrimonialización de Tiwanaku contribuyeron a reconfigurar las jerarquías sociales heredadas de la colonia al interior de la comunidad nacional a escasos años de la supresión de la más importante sublevación de las comunidades indígenas desde los levantamientos kataristas de fines del siglo XVIII, la rebelión liderada por Zárate Willka. La revalorización de las ruinas imprimió un sentido específico a la indianidad que, a través de un uso particular de la temporalidad y un complejo arsenal simbólico, conllevó una representación folklorizada de lo indígena que permitió incorporarlo a la comunidad nacional a la vez que circunscribirlo en un lugar y tiempo determinados. Ciertamente, estuvo lejos de ser un proceso lineal y uniforme pues involucró conflictivas visiones ideológicas, así como una pluralidad de campos sociales, desde las modalidades de monumentalización y las representaciones visuales hasta las disputas políticas y los marcos jurídicos.
El análisis de las prácticas que hacen a este proceso de patrimonialización se basa en un corpus de fuentes heterogéneo que abarca documentación legislativa, informes de la Prefectura, artículos de prensa, ensayos e imágenes fotográficas. Dichas fuentes son puestas en diálogo con diferentes perspectivas teóricas que permiten problematizar las diversas operaciones legislativas y simbólicas que hicieron confluir el pasado tiwanacota y la población indígena contemporánea en un proyecto de nación acorde con las necesidades del gobierno paceño de comienzos de siglo XX. En función de los objetivos enunciados, presentamos, en el primer apartado, las herramientas conceptuales utilizadas para el análisis. Repasamos luego el contexto histórico en el cual se despliega el proceso de patrimonialización de Tiwanaku. A continuación, reconstruimos las operaciones legislativas e institucionales que hicieron a dicho proceso. La siguiente sección se focaliza en el sentido impreso a la indianidad a través de un análisis de imágenes fotográficas de Tiwanaku. Finalmente, analizamos los debates en torno a dos ambiciosos proyectos de trasladar las ruinas a la ciudad de La Paz. En conjunto, el estudio nos permite vislumbrar las peculiaridades ideológicas de la apropiación de cuño liberal de los más imponentes restos de las sociedades altiplánicas precolombinas, antes de que se convirtieran en el escenario icónico de la nación mestiza, el anticolonialismo aymara y el Estado plurinacional boliviano.
Una introducción a las lecturas sobre patrimonio cultural
La cultura Tiwanaku se remonta al 200 a. C. Se originó a unos 17 kilómetros al sur del lago Titicaca, aunque a partir del siglo VII se extendió más allá de su perímetro local y ejerció su dominio efectivo sobre el territorio del altiplano y valles de Bolivia, y ciertas zonas del sur del Perú y del norte de Chile. Se han establecido tres estadios de desarrollo para Tiwanaku: el aldeano, el urbano y el imperial. En el primero Tiwanaku conformaba una aldea de proporciones modestas y economía autosuficiente basada en la actividad agrícola. El segundo estadio, de faz plenamente urbana, significó la conversión de la aldea de producción autosuficiente a una economía especializada y el desarrollo de un aparato gubernamental y religioso. De esta etapa datan las monumentales estructuras arquitectónicas tales como Kalasasaya y Pumapunku, con aproximadamente dos hectáreas de superficie cada una, y la pirámide de Akapana. En este período también se establecieron enclaves coloniales en la zona de Ayacucho, Arica y Atacama, que después sirvieron de puntos clave para sus designios de conquista. Finalmente, durante el estadio imperial se produjo una expansión en vasta escala. Si bien los modos en que se produjo la expansión no fueron idénticos en todas las regiones, la aparición del imperio permitió una unificación adoptando, en términos arqueológicos, la figura de horizonte panandino (Ponce Sanginés, 1976: 71-86). Sabemos que en el siglo XIII el imperio se desplomó de súbito y Tiwanaku quedó sumido en el ocaso y el olvido. Legó, sin embargo, un conjunto de ruinas monumentales que con el tiempo se tornarían los más importantes restos arqueológicos del actual territorio boliviano y objeto de diferentes apropiaciones de sentido. Pero antes de adentrarnos en ese proceso presentaremos algunas reflexiones en torno a los conceptos de patrimonio y patrimonialización.
David Lowenthal (1994) ha planteado las dificultades que se presentan a la hora de definir la noción de patrimonio. El creciente interés sobre él en ámbitos tan disímiles tales como la arquitectura, el arte, la familia y la naturaleza amenaza con volver vacua su definición. Aun así, afirma, sigue siendo el término que mejor denota nuestra ineludible dependencia del pasado. De todos modos, como propone Robert Hewison (1987) lo que preocupa en las políticas de patrimonio es menos el pasado en sí que su vinculación con el presente. La pregunta, entonces, no es si debemos o no preservar el pasado, sino qué tipo de pasado elegimos preservar y cómo incide en nuestro presente. Hewison enfatiza así el carácter de construcción social que presenta el patrimonio. Este supuesto implica dejar de concebirlo como algo dado, que debe ser protegido, explotado turísticamente o preservado, tal como se lo ha definido desde la museística y la arquitectura. De todos modos, esta visión antropológica continúa siendo muy abarcativa y dentro de ella es posible encontrar algunas distinciones. Guillermo Bonfil Batalla (1993) define al patrimonio como el acervo cultural que posee todo grupo social. Su valor patrimonial se establece según la escala de valores de la cultura a la que pertenece; en ese marco se filtran y jerarquizan los bienes del patrimonio heredado y se les otorga o no la calidad de bienes preservables. Sin embargo, plantea el autor, la pretensión de la cultura occidental de instaurarse como universal ha conducido al desarrollo de esquemas interpretativos y escalas de valores que se han aplicado al patrimonio de culturas no occidentales, con la intención ideológica de conformar y legitimar un patrimonio cultural “universal”. Estos mismos mecanismos de selección han sido desarrollados en el marco de los Estados nacionales en sus esfuerzos por constituirse en cultura nacional, y como tal, única, homogénea y generalizada. A partir del análisis del caso mexicano, Bonfil Batalla observa cómo el nacionalismo contiene un movimiento doble: por una parte, construye desde arriba una cultura nacional a partir de un patrimonio que se considera común y que estaría constituido por los mejores elementos de cada una de las culturas existentes; por la otra, transmite o impone esta nueva cultura a los sectores mayoritarios, es decir, sustituye sus culturas reales por la nueva cultura nacional que se pretende crear en el primer movimiento. Naturalmente, esa unificación ni aspira ni puede unificarlo todo en tanto supone una selección de datos de la historia y de los elementos de los diversos patrimonios culturales para construir una sola historia y un solo patrimonio cultural. Se produce, de este modo, una unificación ideológica que no corresponde a una fusión real de culturas, y en esto radica la pobreza del proyecto nacional. La cultura nacional resulta ser, así, a diferencia del patrimonio, una construcción artificial, un proyecto, un anhelo imposible, atravesado siempre por la estructuración colonial de la sociedad que considera ilegítimo el patrimonio indígena y establece una relación asimétrica entre este y la cultura dominante.
Esta noción amplia de patrimonio se encuentra íntimamente ligada a la valorización que Bonfil Batalla hace de las culturas a las que la situación colonial ha negado su status como tal y constituye un antecedente importante para nuestro enfoque. De todos modos, analizar las particularidades del patrimonio nacional pone en escena otra cuestión, que es la operación de construcción y selección de elementos culturales a ser patrimonializados. Imbricar estas dos construcciones sociales (patrimonio y nación) que aparecen delimitándose mutuamente permite pensar que quizás el patrimonio cultural en sí es menos dado de lo que aparenta en el análisis de Bonfil Batalla. Junto a los estudios que en las últimas décadas han dirigido las reflexiones sobre patrimonio a una constelación más amplia de manifestaciones culturales, tangibles e intangibles, preferimos hablar de procesos de patrimonialización o, más bien, de manifestaciones pasibles de ser patrimonializadas.[1]
Particularmente el trabajo de Prats nos permite ahondar en el análisis de estos procesos de patrimonialización de prácticas y objetos. En primer lugar, discute la universalidad del patrimonio, no porque jerarquice determinados bienes y valores culturales respecto de otros, sino porque en su concepción constituye algo mucho más específico. Consiste en un proceso cuya particularidad radica no sólo en ser una construcción social sino, y principalmente, en su capacidad para representar simbólicamente una identidad. El proceso en sí consiste en una legitimación de referentes simbólicos a partir de fuentes de autoridad o sacralidad extraculturales, esenciales y, por tanto, inmutables. Al confluir estas fuentes de sacralidad en elementos culturales (materiales e inmateriales) asociados con una identidad dada y unas determinadas ideas y valores dicha identidad, y las ideas y valores asociados a los elementos culturales que la representan así como el discurso que la yuxtaposición de un conjunto de elementos de esta naturaleza genera (o refuerza), adquieren asimismo un carácter sacralizado y, aparentemente, esencial e inmutable (Prats, 2004: 22).
Ahora bien, esos elementos culturales potencialmente patrimonializables para constituirse en patrimonio deben ser activados y es en esta instancia donde entra en juego el poder dentro de la conceptualización de Prats. Concebir a las activaciones patrimoniales como estrategias políticas significa asumir que ninguna activación patrimonial es neutral o inocente, sean conscientes o no de esto los correspondientes gestores del patrimonio. “No activa quien quiere sino quien puede”, y quienes pueden son, en primer lugar, los poderes políticos constituidos. De todos modos, si bien estos son los principales agentes de activación patrimonial, los repertorios patrimoniales también pueden ser activados desde la sociedad civil por agentes sociales diversos, aunque para fructificar siempre necesitarán el soporte del poder (ibíd.: 32-38).
¿Cuáles son, entonces, las fuentes de autoridad extracultural de Tiwanaku? ¿A qué identidad o identidades, ideas y valores está asociado? ¿Quién o quiénes activan dicho bien como patrimonio cultural de Bolivia? ¿Qué elementos y emociones quedan condensados en él?
Tiwanaku a comienzos del siglo XX
Como hemos visto en la introducción, las primeras décadas del siglo XX, en las cuales se sitúa el proceso de patrimonialización de las ruinas de Tiwanaku, fueron testigo del ascenso de una elite paceña que se propuso llevar a cabo el proyecto de conformar un Estado moderno, para lo cual delinear los límites de la nación boliviana se volvió un aspecto central. Su triunfo en la Guerra Federal significó la represión de la rebelión indígena más masiva que se había producido en el período independiente, así como el traslado de la sede de gobierno de Sucre a La Paz. El proyecto de nación emprendido por esta elite estuvo signado, por tanto, por la necesidad de imponer un reordenamiento tanto regional como social. Por un lado, debía delinear y proyectar una identidad paceña a nivel nacional en pos de legitimar su reciente encumbramiento en el poder y, por otro, reconfigurar la articulación entre la población indígena y la comunidad nacional después de la rebelión. El proceso de revalorización de las ruinas de Tiwanaku se enmarca y se desprende de este proceso.
Los conocimientos sobre la cultura tiwanacota no tenían en ese entonces gran trayectoria. Los primeros estudios fueron llevados a cabo por los viajeros del siglo XIX. De la mano de Tadeo Haenke, Alexander von Humboldt y Alcide d´Orbigny, aparecieron las primeras reproducciones de algunas ruinas. En 1890 se inició la investigación arqueológica con un contenido netamente científico, la cual convivió con la labor de aficionados y coleccionistas privados. Durante este período las investigaciones quedaron principalmente a manos de misiones extranjeras. Los principales exponentes de esta “etapa protoarqueológica” son Max Uhle, Georges Courty, Arthur Posnansky y Wendell Bennet, quienes desplegaron las primeras teorías sobre la cronología, origen y decadencia de la cultura tiwanacota. Recién a fines de la década de 1950 se produjo la institucionalización de la arqueología boliviana y comenzaron a consensuarse las principales teorías que tendrían incidencia hasta la actualidad (Ponce Sanginés, 1994).
A partir de la creación de la República, las ruinas de Tiwanaku quedaron bajo jurisdicción del Departamento de La Paz. Si bien durante el proceso independentista las ruinas adquirieron un valor simbólico expresado en la ordenanza del Mariscal Sucre para levantar la Puerta del Sol, en las posteriores décadas las mismas fueron expuestas a sucesivos destrozos que evidencian el abandono del sitio como baluarte de la bolivianidad. Así, entre 1902 y 1903 los monumentos prehispánicos de Tiwanaku sufrieron graves daños como consecuencia de la construcción del ferrocarril Guaqui-La Paz, para la cual fueron convertidos en cantera (ibíd.: 116). Asimismo, la Puerta del Sol fue usada para tiro al blanco en los entrenamientos militares, y era una práctica corriente el robo de reliquias o el uso de sus piedras para la construcción de las viviendas del vecindario de Tiwanaku (El Comercio de Bolivia, 7-11–1903; La Razón, 9-3-1929; El Diario, 3-5-1933). Estos acontecimientos sin embargo conviven, como veremos a continuación, con los primeros intentos del gobierno liberal paceño para constituir a Tiwanaku como patrimonio nacional.
Este proceso de revalorización que se dio en el primer tercio del siglo XX no sólo se relaciona con las necesidades coyunturales de la nación boliviana en proceso de conformación, sino que a nivel regional se estaba gestando un movimiento que hacía legítima la presentación de Bolivia como “nación indígena” y que se encontraba signado por una monumentalización de tal identidad. Particularmente, las dos áreas con los legados más importantes de las culturas precolombinas sufrieron procesos similares. En México, el “mito del mestizaje”, hegemónico en el período posrevolucionario, estuvo acompañado de un “estatismo estético” en el cual se produjo una monumentalización de la cultura indígena como patrimonio nacional extendiendo la estética del museo al espacio público urbano. Así, en contrapunto con los edificios neoclásicos construidos durante el siglo XIX, la arquitectura nacionalista de 1920-1930 buscó materializar la síntesis mestiza en un estilo neocolonial que fusionaría lo español y lo indio, conjugando su convicción de que la “cultura indígena es el verdadero cimiento de la identidad nacional” (Alonso, 2008: 181-182). Asimismo, en Perú, el indigenismo desplegado en el Cusco llevó a una valorización estética de dicha ciudad y de las ruinas cercanas a ella que permitía presentar a la nación como heredera del pasado imperial incaico. El interés por el conocimiento de la cultura incaica se profundizó aún más con los debates suscitados en torno al patrimonio nacional a partir de la llegada de la misión Bingham a Machu Picchu en 1911 (López, 2004; Mould de Pease, 2003; Quisbert, 2004: 184-186).
Tiwanaku como propiedad de la nación
Si abordamos el proceso de patrimonialización de Tiwanaku desde el aspecto legislativo, el primer documento al que debemos hacer referencia es un proyecto de ley de 1903 que declaraba a las ruinas de Tiwanaku propiedad de la nación. Este documento creaba, asimismo, una comisión científica permanente encargada de dirigir y regularizar las investigaciones y exploraciones arqueológicas en el recinto, establecía que ningún explorador o turista podría practicar excavaciones y recoger objetos de arte en dicha región sin conocimiento y autorización de la referida comisión, y declaraba propiedad nacional todo el terreno donde se encontraran vestigios de edificios, ruinas u objetos de arte antiguo (BAH ALP. Caja 108-59).
El año de elaboración de dicho proyecto coincide con la misión científica francesa de Créqui-Montfort y Sénéchal de la Grange, dentro de la que se encomendó a Courty que realizara expediciones en Tiwanaku. La misión tenía como objetivo “el estudio del hombre del Altiplano, de sus lenguas y de su medio, en el presente y el pasado, desde el Titicaca, al Norte, hasta la región de Jujuy (Argentina), al Sur” (de Créqui y Sénéchal, 1904: 82, citado en Mora, 2009: 40). También se ocupó de establecer vínculos con los gobiernos de la época en los países a recorrer, y de reclutar a los investigadores de diferentes disciplinas que se esperaba constituyeran el cuerpo de científicos de una misión de esta escala: Adrien de Mortillet, experto en paleontología y paleoetnología; Courty, naturalista a cargo de los estudios geológicos y mineralógicos; Neveu-Lemaire, médico a cargo del trabajo zoológico y fisiológico; y J. Guillaume, a cargo del registro antropométrico, fotográfico y fonográfico; por su parte, de Créqui se abocó a los estudios lingüísticos y etnográficos; y Sénéchal, al folklore y la sociología. La metodología usada por la misión basaba los estudios antropológicos en el sistema Bertillon de antropometría, y en los estudios sociológicos y de folklore, guiados por cuestionarios extraídos de boletines de la Société d’Anthropologie, publicados en junio de 1883. Finalizado el trabajo de campo, los investigadores se trasladaron a Francia, donde elaboraron informes, los cuales componen la producción bibliográfica de la misión (Mora, 2009: 41-43). Esta se inscribía así en un contexto en el que, dentro de los estudios antropológicos, el folklore y la antropometría habían cobrado gran resonancia, brindando los instrumentos hegemónicos de clasificación social. Habiendo ya inventariado sus elementos “folklóricos” al interior de Francia, la academia francesa se lanzaba ahora a la objetivación del hombre americano desde la lente científica concebida como una “herramienta de la maquinaria modernizadora y desarrollista” (ibíd.: 41). En ese mismo sentido fue recibida la misión por las elites bolivianas y desde esa impronta se percibía a Tiwanaku en esos años. Meses previos al comienzo de la expedición, en su edición del 3 de junio de 1903, El Comercio de Bolivia relataba una excursión a Guaqui organizada por la Sociedad Geográfica de La Paz. Dentro de ella, Tiwanaku constituía sólo un punto más dentro de la excursión:
Sin decaer un solo momento el entusiasmo, pasamos a Tiahuanacu, pueblo en el que quedan aún los restos de una vieja civilización que sucumbió bajo el tiránico yugo de los conquistadores. Pocas reliquias nos quedan ya de esa época, y día a día van desapareciendo por la acción demoledora del tiempo que todo lo destruye, que no respetando esos célebres monumentos de la antigüedad, que con su mudo pero elocuente lenguaje nos habla de las generaciones antiguas y nos da luz sobre esos pueblos cuyo origen se pierde en las tinieblas de los siglos (El Comercio de Bolivia, 3-6-1903).[2]
A raíz de las excavaciones llevadas a cabo por Courty las visitas organizadas por la Sociedad Geográfica de la Paz se intensificaron, ya que esta constituyó una comisión científica para acompañar la misión. Las publicaciones que cubrieron su actividad planteaban lo siguiente: “Hasta hoy las ruinas de Tiahuanacu son pues un misterio […]. En vano es querer señalar […] ni lo que significan esos monumentos, ni el tiempo en que fueron levantados […]. A medida que se examinan los detalles la sorpresa aumenta y la imaginación se extasía”. Pero la ciencia, “que nunca desmaya ante lo misterioso”, sería el elemento para revelarlo (El Comercio de Bolivia, 1-11-1903).
Los relatos que se construyen a comienzos de siglo en torno a Tiwanaku lo presentan como un “misterio”, un “monumento de la antigüedad” que nos habla de “esos pueblos” cuyo origen se pierde en las “tinieblas de los siglos”. Reproducen el interés científico por las ruinas presente también en la visión de la comunidad internacional, a la vez que establecen una distancia respecto de ellas que impide anclar allí el pasado y el origen de la nación.
Por otra parte, el eurocentrismo propio de la misión es reproducido tanto por Courty como por las elites bolivianas. Refiriéndose a las prácticas de conservación de las ruinas, Courty planteaba: “si sólo la cuarta parte de los objetos que forman el Museo estuviera en cualquiera de los países de Europa, en el más atrasado, ya se hubiese construido un palacio de cristal para guardarlos” (El Comercio de Bolivia, 7-11-1903). Al respecto, el periódico continuaba:
Pero nosotros, los bolivianos, no sólo no construimos, no digamos un palacio de madera, pero ni siquiera un local de barro, adecuado para guardar esas reliquias históricas; y lo que es peor aún, miramos indiferentes su paulatina destrucción y hasta autorizamos ¡quien lo creyera! el empleo de esas ruinas en obras de albañilería […]. Bien sabemos que el Mr. Courty en virtud de un contrato celebrado con el Gobierno, tendrá derecho a los ejemplares duplicados que se descubran […] cuyo trabajo apreciamos debidamente (ibíd.).
En efecto, Courty remitió toda la colección compuesta por los objetos exhumados en Tiwanaku al puerto de Antofagasta para su embarque por vía marítima a Francia. De todos modos, la Sociedad Geográfica de La Paz reclamó puntualizando que sólo podía llevar una parte, y por gestiones ante el gobierno se embargaron los bultos y se los remitieron de retorno a La Paz. Allí se procedió a un nuevo reparto en presencia del encargado de negocios de Francia, José Belín, y la mitad correspondiente a Bolivia fue entregada al Museo de Historia Natural (Ponce Sanginés, 1994: 115).
La maquinaria legal que fue convirtiendo a Tiwanaku en propiedad de la nación, y que por tanto aspiró a evitar sucesos de este tipo, se fue conformando a lo largo de las décadas siguientes. En 1906 el proyecto de 1903 se convirtió en ley. Se declararon entonces propiedad de la nación no sólo las ruinas de Tiwanaku sino también las existentes en las islas del lago Titicaca y “todas las de la época incásica o anteriores que existen o se descubrieren en el territorio de la república”. Se estableció que el gobierno proveería a su cuidado y conservación, con cuyo objeto se fijaría anualmente una partida de presupuesto. Con esta ley quedaba prohibida la exportación de los objetos de arte provenientes de las mencionadas ruinas, y se establecía que el ejecutivo podría “encomendar a las respectivas sociedades geográficas la preservación y restauración de las ruinas indicadas, así como las excavaciones” (Portugal Ortiz, 1972: 20 y 21, citado en Ponce Sanginés, 1994: 118). Tal disposición se completó por el decreto supremo del 11 de noviembre de 1909 que prohibía las excavaciones de las ruinas de Tiwanaku e islas del lago Titicaca y la apropiación de los materiales y objetos artísticos de dichas ruinas o su aplicación a construcciones de cualquier género. Por otra parte, en base a la declaración de 1906, se establecía que los que intentaran excavar en ellas o se apropiasen de sus materiales sin previa autorización del gobierno serían perseguidos y castigados como reos de hurtos de bienes públicos. Por último, determinaba que las investigaciones sólo se harían por encargo del gobierno a corporaciones o personas que presenten un plan científico y completo de exploración, y encargaba al Ministerio de Instrucción Pública el cumplimiento del decreto (ibíd.).
Así quedaba constituido el primer marco legal que colocaba a Tiwanaku bajo la responsabilidad del Estado. De todos modos, su reglamentación y puesta en práctica distaba mucho de presentar un consolidado proceso de patrimonialización. Los expedientes de la administración de la provincia de Ingavi, a la cual pertenece el cantón de Tiwanaku, permiten ver los avatares de este proceso. En los expedientes revisados desde 1882 hasta 1933 es posible observar que los primeros años del siglo XX presentan una preocupación por la preservación de las ruinas, mientras que los siguientes se caracterizan por un silencio respecto de ellas hasta que, finalmente, en los albores de la década del 30 se produce un aumento considerable de la cantidad de telegramas e informes referidos a las ruinas.
Las dificultades para poner en práctica la legislación sobre Tiwanaku durante las dos primeras décadas del siglo XX eran enunciadas por el cuidador de ruinas, J. M. Salinas, quien en los telegramas enviados al prefecto de La Paz describía los obstáculos para realizar su tarea. Entre ellos argumentaba la necesidad de fondos para atender los trabajos del cerco de las ruinas (ALP/P-TD. Caja 32, 1911) y la dificultad para contratar jornaleros (ALP/P-TD. Caja 34, 1917). Numerosos telegramas versan sobre los conflictos con el corregidor. Al respecto escribía Salinas: “las veces que lo busco al corregidor siempre lo encuentro ebrio; y por consiguiente intratable” (ALP/P-TD. Caja 32, 1911), y manifestaba que se encontraba “completamente sin el menor auxilio para poder desempeñar debidamente el cargo” (ALP/P-TD. Caja 32, 1911).
Recién en la década de 1930 el marco legal habilitó una mayor intervención en el territorio de las ruinas. En julio de 1933 se emitió un decreto supremo por el cual se declaraba la expropiación de los terrenos en que estaban situadas las ruinas históricas de Tiwanaku, considerando que “para que la conservación de las mencionadas ruinas sea efectiva, es necesario cercar los terrenos en que se encuentran sin que la propiedad particular pueda obstaculizar dicha obra; y que habiéndose demostrado la conveniencia y necesidad de efectuar excavaciones, es preciso metodizarlas para el mejor estudio de la arqueología americana” (El Diario, 1-7-1933). Por este decreto, el prefecto del Departamento de La Paz debía mandar a practicar la mensura, alinderamiento y justiprecio de las tierras a expropiarse, y tramitar el expediente conforme a lo establecido por decreto del 4 de abril de 1879 declarado ley de Estado el 30 de diciembre de 1884.
Asimismo se creó la Comisión Asesora de Arqueología y Prehistoria con “el encargo de estudiar la reglamentación y estudio de un plan de expropiaciones y excavaciones con el fin de orientar y llevar a cabo científicamente obras que son indispensables para el estudio de la prehistoria y arqueología boliviana”. La directora del Museo Nacional planteaba en una carta enviada a El Diario que “esta entidad ha nacido con el propósito de prestar su patriótico cuan eficaz concurso a la ciencia boliviana”. El criterio para elegir a los integrantes de la comisión fue contar con “elementos representativos bolivianos de entidades científicas y sociales”. Estos fueron: Juan Muñoz Reyes, presidente de la Sociedad Geográfica, Julio Mariaca Pando, delegado de los Amigos de la Ciudad, Agustín de Rada, consejero del Museo Nacional, Federico Buck, Federico Diez de Medina, José Manuel Villavicencio, ingeniero arquitecto autor de trabajos sobre arqueología tiwanacota, Belisario Díaz Romero, autor de notables obras sobre antropología, prehistoria e historia natural boliviana, Alberto de Villegas, delegado del gobierno ante la misión Bennet, Antonio Díaz Villamil y Teddy Hartman (El Diario, 28-6-1933). Quedaban, así, nucleadas en ella las principales entidades que buscaban promover un proyecto de nación impulsado desde la ciudad de La Paz.
Por último, en marzo de 1932 se erigió un cuartel para establecer una guardia permanente en las ruinas lo cual garantizaba el resguardo necesario para la aplicación de lo establecido desde el ámbito legislativo (ALP/P-TD. Caja 31, 1932).
Este marco brindó mayores posibilidades de acción sobre la zona y efectivamente los telegramas entre el corregidor, el cuidador de ruinas y el prefecto son mucho más recurrentes en este período, lo cual refleja una mayor intensidad tanto en relación a la vigilancia como a la actividad que allí se realiza. Aparecen condenas por destrozos y hurtos de ruinas (ALP/P-TD. Caja 36, 1931), informes sobre la importancia de impedir que vecinos del pueblo de Tiwanaku e indígenas cultiven y pastoreen su ganado en el predio de las ruinas (ALP/P-TD. Caja 37, 1932) y una agudización de las penas tomadas por incumplimiento de dichas disposiciones (ALP/P-TD. Caja 37, 1932). Asimismo, como parte del programa de trabajos para atender a las necesidades del pueblo de Tiwanaku se emprenden las tareas de “construcción de muros y arborización en el campo de ruinas, para la defensa, ornato y conservación de monumentos megalíticos”, y se proyecta construir una gaceta donde se expendan boletos de entrada al campo de ruinas al elemento turista, cuyos fondos servirán para pagar al empleado destinado al cuidado de las ruinas y contribuirán al embellecimiento de ellas (ALP/P-TD. Caja 37, 1932).
El turismo dio un gran impulso a este proceso de revalorización de las ruinas. Aparece como principal motor de las romerías a Tiwanaku, organizadas, en primera instancia, por la Asociación Amigos de la Ciudad (con el apoyo de la Municipalidad de La Paz) y luego emprendidas directamente por la Oficina Municipal de Turismo. La visita era acompañada por demostraciones de danzas y música indígenas “especialmente citadas para que el visitante conociera mucho más el espíritu primitivo de la raza” (El Norte, 30-11-1929). Estas romerías fueron institucionalizándose e intensificándose a lo largo del tiempo, sobre todo a raíz de la misión Bennett (La Razón, 6-7-1932). Esta misión significó otro impulso para la revalorización de Tiwanaku proveniente, una vez más, de la comunidad internacional. En 1932 Wendell Bennett, arqueólogo norteamericano integrante del programa de investigaciones de arqueología andina del Museo de Historia y Ciencias Naturales de Nueva York, pidió autorización especial al gobierno boliviano para emprender nuevamente expediciones en Tiwanaku. Los discursos y debates desplegados en torno a este suceso demuestran una creciente apropiación de las ruinas como parte del pasado de la nación boliviana. Como hemos visto, el marco legal había cambiado. Las expediciones se suponía debían estar controladas bajo el gobierno nacional, ya que las ruinas eran, de hecho, propiedad de la nación desde 1906. La misión Bennett se proponía emprender trabajo de sondajes en Tiwanaku con el respaldo pecuniario del Museo de Historia y Ciencias Naturales de Nueva York (El Diario, 6-4-1932). Al respecto opinaba una editorial de El Diario: “Tiene una enorme significación para el país todo aquello que se refiere a la socialización de las viejas riquezas de nuestro suelo, pues ello atrae la atención del extranjero intensificando el deseo de los turistas y hombres de ciencia para visitar el territorio de la república. Haría bien el gobierno en tomar todo el interés que merecen estas cuestiones dedicándoles especial atención.” Asimismo Max E. de Portugal opinaba que “serán bastante beneficiosos para los hombres de estudio del mundo, ya que por medio de sus trabajos llegaremos a saber algo más de nuestra confusa prehistoria, y será también un motivo para valorizar las pocas obras que se han escrito hasta la fecha” (El Diario, 25-6-1932).
Frente a ellos, la Academia Nacional de Historia manifestó su oposición a las excavaciones que se proyectaban en Tiwanaku argumentando que “no ha obtenido el país beneficio alguno de los descubrimientos hechos en Tiahuanacu, como los objetos encontrados antes y ahora mismo […] y estamos de acuerdo en que Tiahuanacu no sólo pertenece a las actuales generaciones, sino a las que han de sucedernos, las cuales estarán mejor preparadas para emprender una labor sistemática de estudios arqueológicos que ejecutoríen (sic) la nobleza de nuestra historia” (El Diario, 10-6-1932).
Estos debates desencadenados a raíz de la segunda misión internacional en Tiwanaku presentan algunas diferencias con respecto a los que acompañaron la expedición de Courty. Las posiciones que defienden el pedido de Bennett no sólo resaltan el interés académico de la comunidad internacional, sino que esgrimen, también, el elemento del turismo donde aquella aparece como la receptora de una representación de Bolivia como “nación indígena”. Al mismo tiempo, en las posturas que se oponen a la misión, Tiwanaku va pasando a ser no sólo propiedad de la nación sino que esta última se presenta como su descendencia, y las ruinas aparecen como fundadoras de la propia tradición nacional. En este sentido, es menester proteger ese bien y a la vez mostrarlo y presentarlo hacia la comunidad nacional e internacional como tal. A diferencia de comienzos del siglo, cuando primaba un mero interés investigativo, los años 30 definen a Tiwanaku como legado, origen y símbolo nacional.
La indianización de Tiwanaku
Si hemos analizado en el apartado anterior el proceso por el cual Tiwanaku se convierte en patrimonio nacional durante las primeras décadas del siglo XX, es necesario preguntarnos ahora por el sentido que adquiere dicho patrimonio. En este apartado retomaremos, entonces, los interrogantes enunciados al comienzo del trabajo para analizar la específica condensación de ideas, valores y emociones ligadas a las ruinas; para pensar, asimismo, a qué identidad están asociadas y cuáles son las fuentes que funcionan como “autoridad extracultural” que hace efectiva dicha condensación. Nos detendremos, también, en los agentes que activaron este proceso de patrimonialización.
Respecto de este último punto, es notorio que los primeros agentes del proceso de patrimonialización en el plano simbólico son asociaciones civiles, particularmente Amigos de la Ciudad y la Sociedad Geográfica de La Paz, respondiendo a la necesidad de pensar un proyecto de nación acorde a la coyuntura presentada a comienzos del siglo XX. Por otra parte, desde el comienzo esta operación es sostenida por el Estado, quien de hecho hace propias algunas prácticas tales como las romerías y el simbolismo tiwanacota.
También tuvo incidencia el impulso que significó la interpelación que la comunidad internacional hizo de Bolivia como “nación indígena”. Esta interpelación se puede ver en lazos transnacionales específicos, como es el caso de las misiones científicas y el turismo. Ambos se dirigieron a América en una búsqueda de lo auténtico y lo autóctono que reproducía los sentidos exotizantes de las representaciones sociales coloniales. Dean MacCannell ha mostrado cómo el turismo se conformó como una práctica de la modernidad que, ante los sentimientos de alienación, fragmentación y superficialidad propios de esta, derivó en la búsqueda de “experiencias auténticas”, siendo reflejo del deseo de los turistas modernos de reconectar con lo “prístino”, “primitivo”, “no tocado por la modernidad” (MacCannell, 2003: 265). Varios estudios sobre el turismo en la actualidad han reflexionado acerca de la articulación entre turismo y autenticidad mostrando las operaciones de construcción de dicha noción y su aplicación a ciertos colectivos tales como las comunidades indígenas (Canessa, 2012; Cohen, 1984; Comaroff y Comaroff, 2009; Theodossopoulos, 2013; Vandegrift, 2008; Ypeij, 2012). De este modo, analizaron el modo en que diferentes prácticas alternativas al turismo masivo, como por ejemplo el ecoturismo, etnoturismo o turismo espiritual, convierten a las comunidades indígenas en espectáculo, y a su supuesta autenticidad en capital turístico (Van den Berghe, 1994: 8-9; Wilson e Ypeij, 2012: 6-7). Estos sentidos están presentes en las excursiones a Tiwanaku, en un momento en que se encuentran en proceso de conformación y cristalización tanto el turismo internacional como la noción de autenticidad adjudicada a la población indígena a nivel nacional y regional. Por su parte, las misiones científicas contribuyeron a la definición de lo autóctono en una operación que intersectaba motivaciones académicas, diplomáticas y mercantiles. Ricardo Salvatore ha descrito cómo las expediciones norteamericanas a Sudamérica estaban signadas por la necesidad de conocer el potencial económico de las regiones periféricas, a la vez que constituían una empresa de conocimiento que buscaba incorporarlas dentro de una concepción universal de la evolución de la humanidad en el marco de una disputa con las universidades europeas por el discurso hegemónico en torno al origen del hombre americano (Salvatore, 1998 y 2003). De este modo, ocuparon un rol importante en la constitución de lo que Deborah Poole definió como “subjetividad imperial”, esto es, un discurso estético, filosófico y político que moldea identidades, ideas e imaginarios a través de discursos raciales, narrativas históricas y configuraciones espaciales que legitiman el poder imperial (Poole, 2000: 111; 1998). Al construir en torno a lo indígena las nociones de originario, auténtico y prístino, estas representaciones imperiales fueron incidiendo en el peso que dichos elementos cobraron dentro de la representación de la nación boliviana. Por otra parte, la comunidad internacional, que funcionaba a la vez como productora y como espectadora de esa identidad nacional tuvo influencia, también, en las perspectivas eurocéntricas con las que nacionales y extranjeros abordaron este proceso de construcción.
Por último, Arthur Posnansky es un actor que merece una mención aparte. Austríaco, llega a Bolivia en los albores del siglo XX y rápidamente se integra en el cenáculo intelectual paceño. En 1904 se incorpora a la Sociedad Geográfica de La Paz. Visita las ruinas de Tiwanaku por primera vez en 1903, cuando se llevaba a cabo la expedición de Courty (Ponce Sanginés, 1999: 26 y 27). Nunca realizó excavaciones sino que se dedicó a documentar los monumentos visibles y sobre todo lo excavado por la misión francesa (ibíd.: 109). Eso no impidió que desplegara una prolífica obra sobre Tiwanaku, específicamente acerca de la definición de la cronología, la cuestión racial y la interpretación calendárica de la Puerta del Sol. Ligado a él se desarrollaron varias iniciativas tendientes a la patrimonialización de Tiwanaku tales como la institucionalización del Museo Nacional, las romerías organizadas por Amigos de la Ciudad y la emisión de estampillas con el símbolo de la Puerta del Sol (Quisbert, 2004: 184-186; Ponce Sanginés, 1994: 189).
La patrimonialización de Tiwanaku, por tanto, no es impulsada en primera instancia desde el Estado, sino que es la sociedad civil la que promueve actividades que luego son retomadas y formalizadas por aquel. Asimismo, se despliega como un proceso especular, donde la representación de una “Bolivia indígena” se conforma en el entrecruzamiento de las miradas eurocéntricas de las elites locales con las de la comunidad internacional que ve a Bolivia como el reducto del autoctonismo americano.
En relación a los elementos, ideas y valores a los que se asocia Tiwanaku, los discursos periodísticos y los que sirven de fundamento a la legislación analizada en el apartado anterior establecen una asociación de las ruinas, por un lado, con su ambiente, la altipampa y, por otro, con el indígena aymara. Esta misma asociación está presente en varias de las fotografías de la época. Las fotos que analizamos aquí forman parte de la obra de Posnansky, Tihuanacu. La cuna del hombre americano, publicada en 1945, que reúne sus investigaciones realizadas durante la primera mitad del siglo XX. Estas fotos, por tanto, tienen la función de acompañar el texto científico de Posnansky, de atestiguar el relato del observador. En tanto fotografías contienen la magia de presentarse como extractos de la realidad, de responder a la utopía positivista de capturarla y mostrarla tal cual es. Esta presunción de verdad de la fotografía ha sido demistificada tanto desde análisis teóricos (Barthes, 2009; Sontag, 1981) como desde numerosos trabajos que se han dispuesto al estudio concreto de las operaciones que se realizan en función de la construcción de determinadas identidades. Estos abordaron el estudio de diferentes casos de América Latina valorizando el rol que tiene la fotografía en la formación de sentidos e identidades sociales.[3] La utilización de la fotografía como fuente implica, entonces, analizar el proceso representacional de esta, su efecto connotativo (Barthes, 2009). Una fotografía no es meramente el resultado de la interacción entre un acontecimiento y un fotógrafo sino que es un acontecimiento en sí mismo, y un acontecimiento que se arroga derechos cada vez más perentorios para interferir, invadir o ignorar lo que esté sucediendo (Sontag, 1981: 21), por tanto es necesario develar algunos de los mecanismos puestos en práctica en el mensaje fotográfico. Siguiendo a Barthes, los procedimientos de connotación del mensaje fotográfico se pueden clasificar en: trucaje, pose, objetos, fotogenia, esteticismo, siendo en los tres primeros en los que la connotación se produce por una modificación de la propia realidad, es decir, del propio mensaje denotado (Barthes, 2009: 17-22).
En la imagen 1 se presenta a una mujer indígena posando de un modo que remite a los estudios de antropometría. Pero en este caso el interés no es construir o ejemplificar una tipología humana (como en el caso de las fotografías que acompañaban los estudios antropométricos) sino vincular la etnia Chipaya con los descubrimientos realizados recientemente en Tiwanaku. Para establecer dicha vinculación es indispensable el texto que acompaña la imagen: “Mujer de la casi extinguida tribu de los indios ‘Chipayas’, que aún usan las múltiples trenzas que se ven esculpidas sobre la espalda y sienes del Ídolo ‘Pachamama’”.[4] Barthes plantea que el texto constituye un mensaje parásito, destinado a comentar la imagen, es decir, a insuflar en ella uno o varios significados segundos a fin de sublimarla o racionalizarla. En este caso el texto no hace sino amplificar un conjunto de connotaciones que ya están incluidas en la fotografía; pero también a menudo el texto produce (inventa) un significado enteramente nuevo que resulta proyectado de forma retroactiva sobre la imagen, hasta el punto de parecer denotado por ella (Barthes, 2009: 23-25). Esta segunda función es la que cumple el texto de la imagen 1. Nada en ella (ni en las prácticas de la población Chipaya) contiene dicha vinculación con Tiwanaku. Es una relación construida, que ancla las ruinas en el presente y presenta al indígena contemporáneo como vestigio casi extinto.
Imagen 1. Posnansky, A. (1945), Tihuanacu. La cuna del hombre americano, Nueva York, Ed. J.J. Augustin.
En la segunda fotografía la imagen y el texto que la acompaña cobran una importancia más equilibrada. La fotografía muestra un hombre indígena recostado sobre una piedra y mirando a la cámara, y el texto enuncia: “bloque de molienda […] en uno de cuyos huecos está tendido un indígena que aparenta la manera como, según la tradición popular, aplastaban con un bloque a su lado a la víctima”. La pose del hombre simulando un ritual tiwanacota en este caso es fundamental para recrear la representación del Tiwanaku indígena y del indígena perenne.
Imagen 2. Posnansky, A. (1945), Tihuanacu. La cuna del hombre americano, Nueva York, Ed. J.J. Augustin.
Las fotografías 3 y 4 presentan una condición distinta. El texto que las acompaña ni siquiera nombra su presencia, la del niño y la mujer. El primero dice: “vista lateral derecha de dos ídolos de ‘Chachapuma’ que se hallan en el Museo al Aire Libre”; y el segundo: “Muro de la época de la piedra polígona en la isla de Koaty (Isla de la luna)”.[5] Aunque resulta evidente que están posando y que no es casual su presencia al lado de las ruinas, no pareciera ser la pose lo que transmite una connotación específica, sino más bien su sola yuxtaposición. En las imágenes 3 y 4 “la connotación ‘salta’ de la totalidad de esas unidades significantes”, tal como describe Barthes para el procedimiento connotativo que se realiza a partir del uso de los objetos. Parte del carácter predatorio presente en el acto de registrar una imagen es, para Sontag, transformar a las personas en objetos que pueden ser poseídos simbólicamente (Sontag, 1981: 24). Si en las fotografías 1 y 2 la pose de las personas fotografiadas tiene una clara función dentro del mensaje que se pretende expresar, en las fotos 3 y 4 no está presente una pose particular, ni siquiera aparecen las personas mencionadas en el texto que acompaña la fotografía. No parece otra la intención que la de yuxtaponer las dos imágenes, los dos objetos.
Imagen 3. Posnansky, A. (1945), Tihuanacu. La cuna del hombre americano, Nueva York, Ed. J.J. Augustin.
Imagen 4. Posnansky, A. (1912), Guía General Ilustrada para la investigación de los Monumentos prehistóricos de Tihuanacu e Islas del Sol y La Luna, La Paz, Imprenta y Litografía Boliviana-Hugo Heitmann.
Esta característica no es exclusiva de las fotografías sino que forma parte de un universo representacional más amplio. El caso de las performances que se realizaban en las romerías, donde bailarines y músicos indígenas eran encomendados para tocar y bailar en Tiwanaku ante turistas e investigadores extranjeros, constituye un ejemplo que hacía vívida esta yuxtaposición de ruinas e indígenas. Al igual que las fotografías, no se trataba de una instantánea de las prácticas rituales de las comunidades, sino que eran especialmente delineadas y programadas. De este modo, las ruinas eran convertidas en lo que Chris Rojek (1993) denominó “heritage sites”, esto es, áreas donde actores y escenarios son usados para recrear el pasado suministrando signos que inmediatamente serán aceptados como realidad. La población indígena era convocada, así, a generar un efecto de realidad exhibiendo sus bailes, los cuales si bien constituían parte de sus prácticas culturales eran descontextualizados y reubicados en lo que era convertido en un escenario: Tiwanaku.
Este complejo que asocia a Tiwanaku al mundo indígena aymara contemporáneo no se desprende de una incorporación del patrimonio indígena por parte del Estado (como en la concepción de Bonfil Batalla), ya que de hecho no funcionaba como tal a comienzos del siglo XX. Esta asociación requiere de la construcción de una noción de indianidad que presupone y a la vez recrea un uso particular del tiempo. Al describir el modo en que estos usos funcionan en la circunscripción del objeto de estudio de la antropología, Fabian ha mostrado cómo a la noción moderna del tiempo (secularizado, lineal y universal) dicha disciplina suma su “espacialización” y “naturalización radical”. De este modo, la Antropología construye relaciones con sus otros por medio de dispositivos temporales que implican la afirmación de la diferencia como distancia. Es justamente el tiempo naturalizado-espacializado aquello que da significado a la distribución de la humanidad en el espacio al interpretar la diferencia como distancia temporal. Estos dispositivos de distanciamiento producen un resultado global: la negación de la coetaneidad, esto es, la tendencia persistente y sistemática de colocar al referente de la antropología (el hombre “primitivo”) en un tiempo diferente al presente del productor del discurso antropológico (Fabian, 1983). En los relatos nacionales allí se aloja el pasado fundador, la “tradición”, lo atávico y originario (Rufer, 2012). Se circunscribe así un “tiempo más allá del tiempo” que escapa al control de quienes habitan el presente inmediato, y que, en tanto está más allá del orden social y de sus leyes, funciona como “autoridad extracultural” que confiere un principio de autoridad absoluta a los elementos tocados por su fuerza (Prats, 2004). En ese tiempo más allá del tiempo se ubican Tiwanaku y la grandeza de las “antiguas razas”, y también, el indígena contemporáneo. Ser indio es, entonces, ser vestigio que resistió el paso de los siglos, anclado en el tiempo, sin otra función que la de recordar cuán profundos son los orígenes de la nación.
Tiwanaku en La Paz
La revalorización de Tiwanaku estuvo asociada, por un lado, a la exotización y atemporalización de lo indígena y, a la vez, a la reivindicación de La Paz como centro político de la nación. Expresión de este doble movimiento fue el proyecto de trasladar las ruinas a la ciudad de La Paz. Dos fueron particularmente las instancias en las que se desarrollaron intensos debates acerca de dónde debían estar las ruinas, a dónde pertenecían y quién tenía el derecho de decidir sobre su destino. Estas se desarrollaron en 1929 y en 1932. A partir del análisis de dichos debates es posible encontrar algunos matices en el proceso de apropiación de Tiwanaku, la identidad atribuida a él, y las que se conforman a partir de sus límites.
En el año 1929 Posnansky presentó un proyecto para construir una Avenida Arqueológica en La Paz. Esto requería el traslado de las principales ruinas de Tiwanaku, y tal propuesta generó opiniones dispares. Quienes se manifestaron a favor argumentaban que debían trasladarse las ruinas, por un lado, para librarlas de la acción destructora del tiempo y la naturaleza y, por otro, porque la ciudad de La Paz no “puede privarse de ostentar en uno de sus más hermosos paseos, el típico monumento megalítico de la Puerta del Sol” (La Razón, 17-3-29).
Guzmán, en ese momento director del Museo Nacional, opinaba que “No ha de ser ninguna avenida de la ciudad, donde se piensa colocar esos restos, la que ha de interesar al viajero y a las generaciones por venir; ha de ser Tiahuanacu mismo, con sus ídolos y sus ruinas, el que ha de hablar de su pasada grandeza” (La Razón, 27-2-1929). Al respecto, los Amigos de la Ciudad abrieron una encuesta sobre la mejor forma de conservarlas, cuyos resultados avalaban el punto de vista de Guzmán (La Razón, 2-3-1929). En sus conclusiones, planteaban que al “aceptarse el proyecto del Ingeniero Arturo Posnansky se arrancarían esos monumentos de su ambiente original” (La Razón, 15-3-1929). En ese sentido también se manifestó la Junta de Vecinos de Tiahuanacu (La Razón, 17-3-1929).
La importancia asignada al ambiente, presente sobre todo en las posturas de Guzmán y Amigos de la Ciudad, cobra un sentido particular en otras publicaciones periódicas:
¿Y dónde podría darse a los restos de Tiahuanacu un escenario más acorde a la suntuosidad de sus ruinas, que la soledad hierática de la meseta andina? […] La misma forma de los picos y nevados circundantes pueden representar claramente y patentizar las ideologías de las piedras yacentes, que son síntesis de su complicado espíritu. He aquí lo que debe preocupar a los amantes de Tiahuanacu: su espíritu […]. Resguardar Tiahuanacu significa velar por la tradición de Bolivia, y debe sin tardanza sujetarse los hilos de su alma que se va y de su mitología, infiltrada, pese a la incuria y ligereza del ambiente en todas las manifestaciones de nuestra moderna cultura (La Razón, 15-3-29).
Si a primera vista el debate parece girar en torno a la mejor forma de conservar las ruinas, en este último discurso la argumentación se vuelca a la postulación de una esencia (ya sea espíritu, ya sea alma) que es resguardada en y por el paisaje andino.
Finalmente no se realiza el traslado y se ponen en práctica medidas para el resguardo de las ruinas en su sitio original. No obstante, tres años después los debates se reanudan cuando la misión Bennett, habiendo sido finalmente autorizada para hacer sus excavaciones, encuentra el monolito más grande hallado hasta ese entonces en Tiwanaku.
Los argumentos que nuevamente se expresan en favor de dejar las ruinas en el sitio reiteran las posturas presentes en los debates de 1929, pero cobra aún más importancia la figura del indio como legítimo propietario de ellas: “si estamos forjando sólo ahora la nacionalidad con el concurso inapreciable de ese indio, no tenemos derecho alguno para despojarle de las figuras de sus antepasados surgidos en el ambiente grandioso de la altipampa, para pretender recrearnos con ellos en las ciudades” (El Diario, 24-4-1933). Se argumentaba que “el voto de los indígenas”, expresado en un acta firmada por los comunarios de Guaray y Chambi, de la zona jurisdiccional de Tiwanaku, tenía tanta significación como los votos emitidos por los Amigos de la Ciudad, el Rotary Club y la Sociedad Geográfica (El Diario, 6-5-1933).
En las opiniones a favor del traslado también aparecen nuevos elementos. Franz Tamayo se manifestaba por el traslado para
[…] proteger los monumentos contra el humilde pero intransigente fanatismo de los indios ambientes. Se sabe que estos para satisfacer su espíritu religioso y tradicional, no han hallado mejor expediente que obtener fragmentos de las piedras milenarias que ellos consideran sagradas (y probablemente lo son) […]. Está comprobado que la Puerta del Sol va descantillándose por todo lado bajo la acción fanática de los indios, y en el correr de los años, la gran piedra se habrá dispersado en retazos y en polvo, vuelta al seno y a las manos de la raza milenaria y al impulso de un sentimiento estúpido y sublime a la vez. Si la Puerta del Sol hubiese sido oportunamente trasladada a nuestra ciudad civilizada se habría escapado de ser derribada (El Diario, 23-4-1933).
El traslado encontraría justificación, para Tamayo, en la necesidad de proteger las ruinas no sólo de las inclemencias del tiempo sino de la acción de una población indígena que, por un lado, es presentada como heredera de dichas ruinas, pero a la vez como incapaz de comprender el valor que en ellas subyace. “Incrustar” a Tiwanaku en la civilización (simbolizada por la ciudad de La Paz) aparece, así, como único medio para preservarlo. Esta idea es reproducida también por Posnansky, quien acusa a sus oponentes de cometer un “crimen de lesa civilización” y a los cuales, en tanto “apóstol del culto Tiahuanacota”, se atribuye la potestad de “excomulgar” (El Diario, 3-5-1933 y 26-5-1933). Por último, el ministro de Instrucción, encargado de proteger las ruinas desde el decreto de 1909, consideraba que “el simple proyecto de trasladar el gran monolito ha dado buenos resultados para la cultura nacional tan deficiente”, y proponía emplazarlo en el óvalo de la Avenida Arce, reemplazando al monumento de Isabel la Católica (El Diario, 27-4-1933 y 6-6-1933).
En julio de 1933 se realizó el traslado del monolito Bennett a La Paz. El ministro Rodas Eguino emplazó provisoriamente el monumento en un lugar “apropiado para su erección en la fiesta nacional de agosto venidero” siendo una “contribución del gobierno nacional al progreso de La Paz” (El Diario, 19-7-1933). Pero la discrepancia no terminó allí. El Consejo Municipal se resistió en un comienzo a autorizar su emplazamiento. Además de la falta de un permiso requerido, el Municipio argumentaba en un artículo titulado “Continúan los trabajos de instalación del ídolo” que era “una torpeza inaudita la de emplazar en aquel sitio un monumento aborigen que no está en armonía con los otros allí situados ni con la arquitectura del lugar”. Y planteaba que era “preciso dar una sanción en resguardo de los fueros de la comuna. De otro modo se afirmará un precedente, según el cual el gobierno central se creerá con suficientes títulos para llevar a cabo obras totalmente incómodas, antiestéticas y reñidas con los preceptos del urbanismo” (El Diario, 25-7-1933).
Una vez trasladado el monolito ya no es posible argumentar sobre la dificultad y el enorme costo del traslado y aparece la oposición a la colocación del monolito por motivos de estética de la ciudad. El simple rechazo a su emplazamiento por el contraste entre un monumento indígena (designado también con la categoría colonial de “ídolo”) y la modernidad urbana es expresión de la tensión existente entre el indigenismo folklorizante y el anhelo de modernización, que por definición no puede estar asociado al primero. Si durante las primeras etapas el debate oscila entre una postura que a partir de la asociación de las ruinas con su ambiente y de su carácter de propiedad indígena se manifestaba por mantenerlas en su sitio y otra que presentándolas como propiedad de la nación habilitaba su traslado, en el rechazo posterior del Consejo Municipal aparece expresada con más claridad la necesidad de anclar en las ruinas de Tiwanaku los orígenes de la nación, pero estableciendo una distancia no sólo temporal sino también espacial respecto de ellas.
Conclusiones
Las ruinas de Tiwanaku brindaron a la elite boliviana de comienzos de siglo XX el material para la invención de un patrimonio nacional. Ofrecían una identidad como nación indoamericana en un contexto regional que hacía válida dicha presentación, al mismo tiempo que a nivel local fijaban el origen mítico de la nación en La Paz y de este modo habilitaban la proyección de la identidad paceña como nacional. Por otra parte, su ligazón con el indígena aymara contribuyó a configurar una específica noción de indianidad a partir de la cual se lo incluyó dentro de la representación de la nación boliviana. Para esta configuración fue esencial un uso particular del tiempo que permitió ubicar a Tiwanaku, y al indio ligado a él, en un “tiempo más allá del tiempo” como antecedente necesario de la modernidad, pero distinto de ella. Esta configuración permitía simultáneamente integrar y situar en un lugar específico al indio dentro de la nación. El proceso de patrimonialización de Tiwanaku implicaba hacer de la población indígena parte del “nosotros” que define a la comunidad nacional boliviana, no a partir de la inclusión y reconocimiento por parte del Estado de un patrimonio cultural indígena, sino a través de un proceso que presentaba a las ruinas como tal, y desde esa concepción se integraba a ambos a la nación. La noción de indianidad que de este modo se forjaba dotaba al indígena contemporáneo de una condición de inmutabilidad que lo presentaba como resabio del pasado, lo cual, por una parte, habilitaba una ligazón del presente con los orígenes de la bolivianidad y, por otra, establecía una distancia entre la modernidad urbana, identificada con la elite, y la altipampa que resguardaba a las ruinas que, como el indio, constituían las profundas raíces de la bolivianidad.
Si esta integración exotizada de lo “popular” es común a las construcciones del folklore nacional en general (De Certeau, 2009), en Bolivia, así como en el resto de América Latina, existe un sustrato derivado de la situación colonial que hace al sujeto indígena inasimilable del todo, y que la ambivalencia de las corrientes indigenistas de comienzos del siglo XX busca soslayar al definir una homogeneidad nacional que sólo en la superficie es posible admitir. Sustrato que aparece en la designación del monolito como “ídolo”, al cual, aun cuando la elite quiere convertir en monumento, no deja de ver como un implante arcaico en la modernidad a la que aspira.
Este proceso no clausura otras patrimonializaciones de Tiwanaku que, de hecho, a lo largo de la historia de Bolivia se llevaron a cabo por diversos sujetos y han sido articuladas con otros proyectos de nación. Instala, de todos modos, ciertas representaciones de la indianidad que, aun refuncionalizadas en otros proyectos que se distancian del liberal-republicano de comienzos del siglo XX, han establecido el sedimento sobre el cual estos se levantan.
- Véase al respecto: Albro, 1998; Bialogorski y Fischman, 2001; Bueno, 2010; Collins, 2009; Habib, 2006; Prats, 2004; Savova, 2009.↵
- En ese entonces la vida en el pueblo de Tiwanaku transcurría al margen de la presencia de las ruinas. El censo de 1900 registraba para el cantón un total de 5440 habitantes, de los cuales 796 residían en el pueblo mientras que 4644 en la circunscripción rural. Si bien el censo no desagrega su clasificación en “razas” a nivel cantonal, muestra los datos obtenidos para la provincia de Pacajes, a la cual pertenecía Tiwanaku. Allí registraban un número de 1558 personas clasificadas como blancas, 4473 como mestizas y 65605 como indígenas. La conflictividad en el mundo rural entre población indígena y hacendados era álgida. Durante las primeras décadas del siglo XX encontramos numerosas comunicaciones prefecturales al respecto (ALP/EP. Caja 251, 1922; ALP/P-TD. Caja 36, 1931; ALP/P-TD. Caja 37, 1932).↵
- Entre otros véase Poole (2000) para el Perú, Castillo (2000) para Venezuela y Giordano (2004) para el caso argentino. ↵
- Se refiere al monolito desenterrado en Tiwanaku por la misión Bennett en 1932.↵
- En este último caso, las ruinas no pertenecen a Tiwanaku, sino a las halladas en la Isla de la Luna y aparecen en la publicación de Posnansky, Guía General Ilustrada para la investigación de los Monumentos prehistóricos de Tihuanacu e Islas del Sol y La Luna (1912). Muestran la extensión de la lógica construida en torno a Tiwanaku a las demás ruinas presentes en territorio boliviano.↵