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3 Iniciación en la utopía de América

La correspondencia como soporte del proyecto intelectual

Una figura socrática diseñó Pedro Henríquez Ureña desde su juventud. La formación inusual, aunque no sistemática, en las aulas de Columbia –favorecida por el cargo diplomático que ocupó su padre en la primera década del siglo XX como representante de la República Dominicana en Estados Unidos– fue el acicate definitivo para una tendencia a la lectura que se convirtió, ya en su veintena, en inclinación evidente por la erudición. Aunque se obstinó en negarla, entendiendo que era un descrédito para el pensamiento y la originalidad, se la ve brotar a cada momento tanto en las empresas que encara (antologías, ediciones, artículos y conferencias) como en la correspondencia privada que mantiene con su amigo más próximo, Alfonso Reyes.[1]

Tras la estadía norteamericana y un paso fugaz (que se reiteraría poco después) por la isla de Cuba, Henríquez Ureña recaló en México en 1906, a los veintidós años. Era un exiliado relativo por causas familiares. Su madre, la poetisa Salomé Ureña, había sido comisionada informalmente por el educador portorriqueño Eugenio María de Hostos para crear una escuela de señoritas sobre el modelo de la Escuela Normal de Santo Domingo, dirigida por el propio Hostos, donde se formaron Pedro y su hermano Max, en abierto enfrentamiento al dictador Ulises Hereaux (Lilís) y al predominio del positivismo que había impactado en todo el continente. Su padre, Francisco Henríquez y Carvajal, era un médico dedicado a la política que llegó a la presidencia de Dominicana en 1916, cuando una invasión de marines desbarató el orden republicano y envió al destierro efectivo a la familia que hasta entonces había optado por salidas voluntarias de un ambiente cada vez más hostil con los afanes intelectuales.

En México, Pedro conoció a Alfonso Reyes, todavía estudiante de la Preparatoria, uno de los hijos menores del general porfirista Bernardo Reyes, entonces gobernador del estado de Nuevo León en cuya capital, Monterrey, se había asentado. Con él y con otros jóvenes que intuyó como intelectuales en disponibilidad –Antonio Caso, José Vasconcelos, Julio Torri, entre los más notorios– fundó el Ateneo de México en diciembre de 1909, poniendo en práctica la idea a la que dará enunciación puntual en una de las cartas que conforman el extenso epistolario con Alfonso: la obra del intelecto no es tarea individual ni colectiva, sino de pequeño círculo. A la declaración de Pedro “Yo he difundido por aquí la idea de que ninguna grande obra intelectual es producto exclusivamente individual, ni tampoco social: es obra de un pequeño grupo que vive en alta tensión intelectual” (Correspondencia: 344) responde Reyes aprobatoriamente: “Tu teoría del ‘pequeño grupo’ es perfecta y hermosa” (359).

La edición mexicana del Ariel de José Enrique Rodó, como divisa y a la vez como proclama antipositivista, confirma el carácter de la agremiación. Lo que se irá evidenciando tanto a lo largo de las misivas como en las tareas cumplidas por el Ateneo (dictado de conferencias y organización educativa, hasta derivar en la creación de la Universidad Popular, una vez producida la caída de Porfirio Díaz, y luego en la de la UNAM, bajo el lema vasconceliano “Por mi raza hablará el espíritu”) es que ese círculo, organizado como grupo de afinidades espirituales, no puede renunciar al carácter sectario que late en su misma fundación. Así lo reconoce Alfonso cuando admite de soslayo que la vida intelectual se articula como una colección de secretos, cuya clave parece estar en manos de los pocos iniciados que tributan a la solidaridad dóxica: aquellos que conocen a Chénier (Correspondencia, pp. 60-61), los que prosiguen la conversación epistolar con el maestro ansioso de “un público educado” capaz de aprovechar “la representación escénica del Banquete” recomendada por Lawrence Binyon (Correspondencia, p. 65), horizonte lógico de expectativa de un pedagogo socrático que enseña mediante la provocación y el diálogo.

El perfil de Henríquez Ureña se revelará en tal marco el alma del Ateneo, como sostiene en la carta a Reyes en la que le reprocha el artículo “Nosotros”, en el cual el mexicano pasa revista a la experiencia ateneísta: Reyes es el portavoz, Caso “la representación magistral y la oratoria legal” y Pedro “el alma del grupo: pero de todos modos tú eres la pluma, tú eres la obra, y esta es la definitiva” (344-345). La desazón que le produce el lugar indefinido en que fue dejado en el recuento prosigue más adelante, cuando reflexiona que su memoria quedará “como influencia, ya que no como obra” (433).

Aunque la labor de Henríquez Ureña no se agota en los años previos e inmediatamente posteriores al Ateneo –podría decirse que su marca sobre los jóvenes se extiende desde sus vínculos con la revista Savia Moderna en 1906 hasta el influjo que ejerce en algunos de quienes integran Contemporáneos en 1928, como José Gorostiza y Carlos Pellicer–, me recorto en este caso al período 1907-1914 que cubre el primer tramo de la correspondencia con Reyes, es decir al momento en que se instala el magisterio del dominicano ante el discípulo mexicano y se trazan las grandes líneas de sus respectivos itinerarios intelectuales, mientras se perfila el interés por América Latina, con todos los vaivenes y las contradicciones que corresponden a una iniciación.

Pastor de inteligencias jóvenes[2]

La Reforma Universitaria iniciada en Córdoba en 1918 estableció un sintagma para identificar a sus guías: “maestros de la juventud”. Las figuras sobresalientes en ese aspecto fueron invariablemente americanistas, y poco importaba la edad exacta que tuvieran, puesto que su magisterio dependía del impacto de la obra producida y de las intervenciones efectivamente cumplidas en el orden político. En un listado que reúne a José Ingenieros, Manuel González Prada, Alfredo Palacios, José Carlos Mariátegui y Rodó, la figura de Henríquez Ureña no encuentra cabida, acaso por la erudición excesiva que lo erradicaba de los espacios de acción. Sin embargo, aunque en el contexto latinoamericano de principios de siglo no pueda ser colocado al lado de esos nombres (menos aun cuando siente “petrificarse” su carácter y acude a la cita –aunque crítica– de Theodore Roosevelt: 111), en el ámbito mexicano primero y en el hispanoamericano hacia la década de 1940, es difícil arrebatarle el derecho de operar como pastor de inteligencias jóvenes en un ámbito más restringido.

En vistas de que esta indagación se orienta hacia la correspondencia como zona en la cual es posible restituir vínculos intelectuales y fijar los alcances de la afinidad espiritual, corresponde iniciar el rastreo precisamente por ese aspecto. Es allí donde el magisterio que Henríquez Ureña decide ejercer sobre Reyes y que el discípulo acepta tanto por la admiración que siente hacia el compañero cinco años mayor como por el valor que asigna a la preferencia del dominicano, marca los principios del género que sostiene el contacto durante las respectivas ausencias físicas. Así ocurre cuando viajes menores (el de Reyes a Chapala, que inicia el intercambio epistolar), estadías caribeñas (las de Henríquez Ureña en Cuba y Dominicana) o traslados de gran alcance (la instalación de Alfonso en París como miembro del cuerpo diplomático mexicano mientras en México se desarrolla la dictadura de Victoriano Huerta, cuyos partidarios han asesinado al general Reyes el 9 de febrero de 1913) separan a ambos amigos y los obligan a suplir el diálogo directo con la mediación de la escritura.

“Las cartas que no son de noticias deben ser largas”, pontifica Henríquez Ureña el 17 de febrero de 1908 (90), para proseguir el día 24 con el reproche por la misiva de Reyes “en extremo perezosa hasta la tartamudez y vulgar hasta el chiste de género chico, y a más, con ínfulas burguesas de persona sesuda y con excusas de niño que pretende conocer el mundo” (96). Unos días después lo reprende porque, lejos de enviarle una carta literaria como la que Reyes pretende haber hecho, la esquela es a los ojos de Henríquez Ureña “una curiosa mescolanza de sentimiento impetuoso y de ideas ajenas encajadas a la fuerza en tu situación” (107). Tras la interrupción postal de un par de años, motivada por la convivencia de los amigos en el mismo Distrito Federal, Henríquez Ureña prosigue sus envíos desde La Habana en abril de 1911 donde, luego de ironizar sobre los viajeros latinos con quienes compartió el trayecto en barco (148), se queja de los corresponsales del continente: “Los mexicanos son gentes que no viajan y, por lo tanto, no saben escribir cartas” (167). El caso de Reyes es especialmente grave: “tú no sabes escribir cartas cuando estás preocupado, y yo no he podido enterarme de nada por la última” (176). La política mexicana –con sus repercusiones sobre la familia Reyes– se revela justificación del silencio epistolar cuando Alfonso responde el 6 de junio sintetizando los hechos principales del alzamiento maderista (179).

En la definición del epistolario, tanto como en la práctica efectiva, se vislumbra la ejemplaridad con que se cumple el impulso pedagógico de Henríquez Ureña. Su opinión debe ser respetada y puesta en acto; es así como declara: “Yo concibo la correspondencia como placer, mucho más que como desahogo. Haz, pues, un esfuerzo y nunca escribas sino cartas amenas, que se puedan enseñar a los amigos” (336). José Luis Martínez, en la edición de la Correspondencia 1907-1914 que cumple para el Fondo de Cultura Económica, advierte que el intercambio con Henríquez Ureña es percibido por Reyes como una obligación. Mientras a Torri le escribía “ocasionalmente cuando tenía el humor propicio” a Pedro “le escribía regularmente” (Martínez, 1986: 23). También el tono varía, y uno de los aspectos más llamativos es la carencia casi absoluta de humor que se registra en las misivas con Henríquez Ureña por parte de un espíritu juguetón como el de Alfonso, cuyas cartas a Torri son “cariñosas, maliciosas, chispeantes y deshilvanadas” (Íbid.).[3] Los envíos de Henríquez Ureña hacia su discípulo parecen estar pensados para la reconstrucción de la historia cultural, inscritos en una serie de crónica intelectual como la que impacta en los artículos “Días alcióneos” y “Conferencias” de Horas de estudio (1906).

El prurito profesoral de Henríquez Ureña se despliega de múltiples maneras, desde la corrección morfológica (“marginalia es plural”, Correspondencia: 62) hasta el castigo moral hacia el alumno que se muestra soberbio y superficial. A mitad de camino entre ambas actitudes disciplinarias, el maestro se enfrasca en el papel preciso de la nota marginal. Si aparece en tanto sustituto apenas momentáneo de la carta, como confiesa el 30 de mayo de 1914 desde La Habana (“Antes de escribir la carta de hoy, puedo decir que te escribí otra, en notas a un conjunto de periódicos que te envié”: 339), no tarda en trocarse en alternancia y equivalencia (“Suspendí para escribirte sobre la ‘heterografía’, y ha resultado aquella, que iba a ser nota, otra carta”: 367).

La preocupación por la nota habilita una analogía con la función que Henríquez Ureña atribuye a las cartas: en tanto el género epistolar no debe ser estrictamente comunicativo sino que exige una reticencia y un control que suprimen la manifestación sensible a la que es propenso Reyes, la convención de la nota permite en cambio ciertas arbitrariedades que la anulan como recurso. En términos rigurosos las únicas anotaciones admisibles en un artículo son las eruditas, como las que pueblan las páginas más memorables de los filólogos alemanes a cuya escuela se pliega don Pedro –y que serían la razón de la cerrada defensa de Alemania que formula durante la Primera Guerra Mundial, contra toda previsión y contra la mayoría de sus amigos intelectuales–; “la nota, en cualesquiera otras condiciones, es cuestión de gusto personal y de discreción” (63).

Afinidades electivas

No obstante, detrás de la retórica admonitoria de don Pedro y de la renuncia al tono zumbón matizado por parte de Reyes, la correspondencia despliega una gemelidad espiritual que encuentra en la escritura su manifestación más acorde. En el inicio mismo de la amistad, en septiembre de 1907, Henríquez Ureña declara poseer ciertas claves espirituales de Alfonso (Correspondencia, p. 46), al tiempo que tangencialmente revela algunas de las propias cuando comenta su viaje al convento de Tepozotlán en que se confirma su convicción de que el Barroco americano encuentra sus mejores obras no en la literatura sino en la arquitectura eclesiástica (Henríquez Ureña, 1998: 353), especialmente la arraigada en el territorio mexicano.

La afinidad espiritual encuentra un equivalente ideal en las preferencias respectivas (aunque no excluyentes) de Henríquez Ureña por Flaubert y de Reyes por Cervantes. Flaubert arrastra el estigma de la intolerancia autosuficiente que debe pagar el precio del aislamiento –situación para la cual Pedro cuenta, por añadidura, con su aspecto negroide heredado de la madre y que permanentemente expone como carga–; Cervantes es un autor que despliega el humor y se inclina por la aventura. El estudioso que documenta cada frase se enfrenta en esta equivalencia al improvisador que hace de la escritura no un sufrimiento trabajoso sino una expansión gozosa. A la erudición esforzada del maestro dominicano responde el alumno con los arranques geniales que llevarán a Henríquez Ureña a reconocer la superioridad de la prosa de Reyes.[4]

Será recién en 1913, momento en que tras el asesinato de su padre Reyes decida abandonar el país y asentarse en la capital francesa, cuando la correspondencia entre los amigos que practicaban una gemelidad espiritual dramatizada momentáneamente por Alfonso (“¿Qué hago si no me escribes?”: 201; “Casi me da vergüenza contarte que sigo soñando contigo con turbadora persistencia”: 323) flexione hacia el duelo narcisista, esa batalla de egos agobiados por el afán de figuración. Sin embargo, no es el alumno pretendidamente ejemplar quien inicia el combate, sino el maestro resentido por el éxito y el círculo intelectual externo en que se mueve el joven mexicano. Por un lado, la proximidad de Francisco García Calderón, de quien espera algún contacto que el peruano evita proveer; por otro, la intimidad con el filólogo francés Raymond Foulché-Delbosc, de quien Henríquez Ureña aguarda alguna opinión calificada que, al no obtener, lo impulsa a especular que habló mal de él y Reyes evita transmitirle el punto (p. 243); finalmente, el codeo ocasional con Leopoldo Lugones, cuyo retrato muta vertiginosamente en las cartas de Reyes desde “el hombre más llano y natural del mundo” (232) hasta el “incorregible argentinismo” (374) con que termina condenándolo ante el naufragio de la Revue Sud-Américaine.[5]

No obstante, en abril de 1914 Reyes afianza la amistad más allá de los resquemores del dominicano y se confiesa no solamente discípulo aventajado sino figura equivalente a la de Henríquez Ureña, pese a las recaídas que ha registrado la correspondencia que los mantenía en sintonía intelectual: “Me parece (a pesar de que mi inteligencia brillante está ligeramente embotada por falta de diálogo) que ahora soy más digno de ti. Si yo no contara contigo como un motivo espiritual de mi vida, estaría profundamente triste” (303). Lo que requiere en este momento no es la habitual reprimenda profesoral que don Pedro le tiene reservada sino el consejo de amigo con el cual Henríquez Ureña se ha mostrado más mezquino, excepto en la primera etapa epistolar en que incitaba al mexicano a estudiar en Estados Unidos. El tópico que sostiene esta carta confirma la pequeña comunidad selecta: ambos se sitúan por encima de sus pares, apelando a una conciencia moral inmaculada; allí es donde Martín Luis Guzmán resulta descartado como par intelectual porque “no es tan superior como hubiéramos necesitado nosotros” (305). A la situación de Henríquez Ureña de reconocerse como “alma” del Ateneo le sucede la espiritualización de la propia figura que cumple aquí Reyes, erigido en conciencia del grupo. La misma que había comenzado a poner en práctica al escribir el artículo “Nosotros” que tanto encono produjo en el dominicano.

La utopía de América

La Correspondencia se encarga de afianzar una relación espiritual que se extiende por décadas pero que flaquea notoriamente cuando, en los años 40, la última carta de Henríquez Ureña a Reyes se resuelve en el plano puramente burocrático mientras Pedro se encarga de la edición de La experiencia literaria de Reyes desde el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires (Castañón, 2006: 79-80). Entretanto, existen otras relaciones intelectuales que corresponde reponer en este recorrido epistolar. No se trata ya de las que integran el “nosotros” del pequeño círculo en que se reconocen los ateneístas antes de la disgregación, sino de algunos anticipos que establecen ambos corresponsales con respecto a diversas figuras obstinadas en la fe latinoamericana.

En el caso de Reyes, su filiación anticipatoria se traza con Octavio Paz, en particular con el diagnosticador esencialista de El laberinto de la soledad (1950). La fenomenología del mexicano en que se empeña la indagación de Paz parece arraigar en la carta de Reyes del 6 de mayo de 1911 donde expone su desazón ante ese México que Henríquez Ureña no deja de subrayar como desierto múltiple: “Acá el mundo, por regla general, es doloroso: se pierde mucho tiempo en sufrir […] Aquí la vida se hace dura, insoportable, somos un pueblo trágico […] somos gente irritable, malhumorada” (168). La carta se cierra con una ratificación de la gemelidad con Pedro: “Yo nunca vi las cosas de México por mis propios ojos, sino por los tuyos, así que ahora no distingo nada” (169)

En la respuesta del 9 de mayo Henríquez Ureña habilita otro paralelo: el que se alza entre sus observaciones y las preocupaciones que, desde una sociología impresionista y una antropología incierta, desarrollará en 1933 el brasileño Gilberto Freyre en ese texto monumental que es Casa-grande & senzala. Abundando en la oposición entre Cuba fértil y México árido, don Pedro observa que en la isla “algo de patriarcal ha entrado en las costumbres: influencias, quizás, del clima, tan excesivamente cálido que obliga a una vida lenta, y de la casa cubana” (170). La sociabilidad caribeña implica una relación peculiar con la institución de la esclavitud que el dominicano tiene absolutamente naturalizada y ante la cual exhibe una distancia intelectual (la del lingüista lanzado al trabajo de campo) que acaso opera como resguardo ante la similitud de color que tanto lo inquieta.

El tópico de las criadas se impone desde este momento en la correspondencia entre los amigos, y su travesía responde a la dominante lingüística. En la carta del 9 de mayo la jerarquía de criados se corresponde con una jerarquía de idiomas: la madrastra de Pedro y su hermana Amalia “hablan inglés y francés y cada uno de estos idiomas les sirven para diferentes usos; solo que a veces los equivocan, y hablan en francés a los criados y a los perros, que sólo entienden inglés” (Ibíd.). La asociación incómoda entre canes y sirvientes tiene otra inflexión en la carta de Reyes desde París en septiembre de 1913, donde su aristocratismo siente la herida narcisista de que “la teoría de los derechos del hombre ha[ya] prosperado demasiado para que pueda uno permitirse siquiera dejar de saludar a la criada” (198).

El 30 de mayo de 1914 Henríquez Ureña incorpora otra perspectiva sobre la servidumbre, en la línea literaria de La cabaña del tío Tom, ya que la carta que le dirige Reyes “me fue entregada por Regina, la antigua criada […] Para mí es símbolo de la estabilidad familiar. Es, por supuesto, negra, de los campos de San Cristóbal que surten los mejores sirvientes a la capital dominicana” (335). Dos semanas más tarde Reyes entra en competencia en este aspecto al elogiar a su cocinera bretona Anna Queau –quien también merece una mención en Las vísperas de España (1937)– en la cual reconoce “riqueza folklórica” a través de “las encantadoras tonadas con que duerme a mi hijo; pero temo matar a mi gallina de los huevos de oro, si pretendo exprimirla; que ella dé de sí buenamente” (357). Y antes de que finalice el mes una nueva misiva advierte que “la época de mi vida doméstica se llama ahora: la montaña de las lenguas o la invasión de los celtas”, dado que a la bretona se suma la criada de su hermano Rodolfo, una gallega con la cual “se entienden muy bien desde que les expliqué vagamente su afinidad étnica” (374).

Las criadas recuperan la intimidad del “nosotros”, como consta en el soneto que Reyes escribió para Juana, la mucama que compartía con Henríquez Ureña y Torri en su época de estudiantes (Martínez: 423). La figura de sumisión correspondiente a la servidora parece ser la que reclama Henríquez Ureña en el control que ejerce sobre la versión que Reyes brinda del Ateneo en el malhadado artículo “Nosotros” que generó acaso la mayor rispidez del vínculo amistoso. Inicialmente Pedro procura imponer su perspectiva en la carta del 29 de octubre de 1913, en la cual destaca que el Ateneo fue básicamente literario y filosófico (226), que su credo consta en la conferencia de Vasconcelos dictada en ocasión del Centenario de México (pp. 226-227) y que la Universidad Popular es la mejor obra del grupo (227). Acaso la noticia que da Henríquez Ureña sobre el Ateneo en desbandada durante el predominio huertista en México (249) –en el cual varios antiguos compañeros pasan del movimiento intelectual al cargo público (251)– sea el disparador del texto de Reyes que ofusca a Pedro y que le confiere un éxito pasajero a Alfonso al ser comentado en la Nouvelle Revue Française (285-286).

Desde entonces las correcciones de Henríquez Ureña sobre su amigo se vuelven más insidiosas: cambia versos de la “Canción bajo la luna” –empeorando notoriamente el conjunto y discutiendo algunas cuestiones gramaticales para saltear otras (289)–, reclama “corregir y pulir” los textos y exige cuidar las “grafías” de las citas (294-296). Tales derroches magisteriales encuentran una contradicción flagrante con su incapacidad de lectura política que, ante la invasión de Veracruz ordenada por el presidente norteamericano para derrocar la dictadura de Huerta, anota que “Wilson promete no hacer la guerra, limitarse al bloqueo” (298). Es entonces cuando Reyes, alejado de la patria y abatido por el asesinato reciente de su padre, comprende que México será un dolor persistente y se lanza a personificar en su producción el mito de Anteo, aquella figura mitológica que recuperaba la fuerza cuando tomaba contacto con la tierra. El Anteo mexicano que estrecha su contacto con Diego Rivera –a quien le reprocha tanto su faz cubista como el uso de pinturas venenosas que están intoxicando a su pareja rusa (349)– se pronuncia a la vez contra la superficialidad de Gerardo Murillo –el Dr. Atl– encastillado en lo “episódico” (319) y va mutando a un Anteo latinoamericano con su círculo de amistades (los hermanos García Calderón, Amado Nervo, Lugones, Rufino Blanco Fombona) y, soslayadamente, con un interés que se inicia en él y se transmite al amigo-maestro que en la década siguiente lo convertirá en divisa ensayística: la utopía de América.

El proyecto sobre la utopía lleva el título tentativo “No hay tal lugar…” y, aunque se presenta como un recorrido histórico-filosófico del concepto y de ejemplos poco conocidos (como la Utopía universitaria de Villalón) le pide a Henríquez Ureña “sus inspiraciones” (320) sobre el tema, en una carta que clausura con la solicitud discipular “constrúyeme” (321). Como respuesta a semejante requerimiento, don Pedro enuncia su divisa anti Anteo –“no quedarme extranjero en ninguna parte” (340)–, al tiempo que le aconseja la lectura de su fragmento en Altos Estudios sobre el espíritu antiguo y lo incentiva a investigar el origen de las utopías (345). Pero Alfonso es más enfático, y antes que un recorrido de corte filológico prefiere una afirmación de lo occidental en América a través de una utopía en cuya enunciación parece latir Rodó: la Acrópolis montevideana del autor de Ariel se convierte en este caso en la fórmula Atenas Anáhuac del “indio ateniense” (401) que escribirá en breve su magnífica Visión de Anáhuac (1915) para ser difundida por ese otro utopista americano que fue el creador e impulsor del Repertorio Americano en Costa Rica durante décadas, Joaquín García Monge.

Precisamente la utopía americana que desplegará desde el ensayo de 1925 en adelante Henríquez Ureña será una utopía intelectual y, específicamente, lingüístico-literaria. Si se inicia en esta correspondencia mediante la promoción poética de Mariano Brull –de quien no obstante desconfía al punto de pedirle a Reyes que revise textos franceses para convencerse de que no se trata de un plagiario (448)–,[6] también se pronuncia a favor de una hermandad amplia que supere la gemelidad con Reyes incluyendo a Antonio Castro Leal y Vasconcelos (406) y sienta las bases de lo que serán sus empresas más duraderas: las conferencias Norton que se sistematizan en el libro Las corrientes literarias en la América hispánica (1944, traducido al español en 1949) y la organización de la Biblioteca Americana que, bajo la advocación de Andrés Bello, establece un plan ambicioso para dar a conocer quinientas obras que conforman la que Martí identificó con el posesivo entrañable “Nuestra América”.

Rafael Gutiérrez Girardot, al recordar que Hegel excluyó a América de su Historia Universal, observa que le concedió “expectación de historia” (1962: 101); Alfonso, por su parte, inició su indagación americana con el pasado prehispánico y así, “de la tensión polar entre pasado mitológico y porvenir de Utopía, surge, para Reyes, América” (104). En tanto performativo que realiza mediante la propia enunciación, la utopía de América es profusa en nombres de fábula –que a los oídos codiciosos de goce de Reyes resuenan con el mismo tono que las chés de la lengua azteca–[7] como Antilia, Cipango o Atlántida, donde “el nombre importa menos que la fuerza efectiva que contiene y las rutas intelectuales, imaginativas y marítimas que abrió” (105). A diferencia de la cerrazón filológica de Henríquez Ureña, “el hispanismo de Reyes no es la ciega apología que no distingue las calidades o que cede ante las inmediatas necesidades políticas” (114).

Reyes comienza a ejercitar esa utopía en términos de asistencia interamericana desde la Legación mexicana en París, donde “nos hemos hecho cargo de todos los latinoamericanos que desean salir a España. A diario despachamos cincuenta” (429). Es la primera vez en toda la correspondencia en que el compromiso intelectual y el adjetivo “latinoamericano” aparecen juntos. En lugar de la preferencia por Hispanoamérica que manifiesta Henríquez Ureña, Reyes se afilia al gentilicio surgido en el momento de la invasión mexicana por el trono precario de Maximiliano (Bilbao, 1864). Henríquez Ureña está dedicado a las letras y no logra comprender el vértigo en que se sumerge su amigo. Como el personaje de Frédéric en La educación sentimental de Flaubert, se lamenta por el panorama político no en tanto muestra de decadencia de una cultura, sino como traba para un proyecto individual. Tras haber insistido en que Reyes propagara rumores falsos respecto de su posible viaje a París (a esta altura ya frustrado, sobre todo cuando el propio Reyes debe dejar Francia para mudarse a España), asiste a la guerra con un escepticismo que lo coloca del lado germánico, como si la escuela filológica fuera un equivalente del ejército prusiano al que Reyes se encarga de fustigar “con todos sus militarcitos afeminados y salvajes” antes de recordar no solo que la democracia está con la causa francesa sino también que “todos los huertistas acérrimos son germanistas” (448-449), jugando con la palabra para no lanzar como invectiva la calificación exacta “germanófilos”.[8]

El cierre de este epistolario es descorazonador: Reyes marcha a un segundo exilio –esta vez en España–, sin haber encontrado en Francia un atisbo de patria ni un ímpetu eficaz para su labor intelectual, perseguido por la miseria en la que se sume Europa; Henríquez Ureña se queda en La Habana antes de ser llamado a México por Vasconcelos para ocupar un cargo de duración efímera. Su mayor lamento es la falta de reconocimiento que ha cosechado, trasladando a la queja individual la desazón final de Simón Bolívar. Su autorretrato intelectual, aquella figura en la cual reposa la posibilidad efectiva de que la utopía pase de ser una fantasía a enunciarse como un performativo, muestra la convivencia dificultosa de Jekyll y Hyde en versión conformista, alternando entre un adolescente neurasténico y un treintañero consciente de sus logros (432), lo que no es sino un ajuste del hombre fáustico de Goethe que testimonia el combate de dos almas en su pecho. La utopía es la única alternativa que puede alentar a los compañeros, ese no lugar en que se reúnen imaginariamente las fantasías de Anáhuac con el mexicanismo de Juan Ruiz de Alarcón, la recuperación de Sor Juana, la inserción de Brasil en el orden latinoamericano y la vida intelectual de la cual la correspondencia es un documento escrito como registro de una época trastornada pero en el cual es posible reponer la enunciación esperanzada que reclama toda propuesta utópica.

La sombra del maestro

A su llegada a España, Reyes se une al Ateneo de Madrid y entabla una larga amistad con Enrique Díez-Canedo que redunda en la correspondencia que intercambian, con hiatos significativos que van de los ocho meses a los tres años (especialmente en el período 1919-1928), que Diez-Canedo justifica al comentar el Correo Literario de Reyes en la revista El Sol de Madrid el 20 de diciembre de 1931: en vistas de que “el español no es dado a escribir”, las cartas que forman su epistolario “a poco valor que tengan, suben de estimación, porque la escasez hace en ellas de mérito” (E. Díez-Canedo, 2010: 234). La relación no deriva en la discipularidad directa establecida con Henríquez Ureña –pese a que el español es una década mayor que Reyes– como tampoco en la intimidad del tuteo. Los afectos declarados mutuamente nunca superan la barrera infranqueable de la distancia pronominal. Sin embargo, en un recuento tardío (abril de 1956), Reyes pone a la par a ambos corresponsales en “Los rostros aleccionadores”:

Cuando temo haberme documentado imperfectamente y con demasiada ligereza, se me aparece como un reproche la cara de don Ramón Menéndez Pidal, mi inolvidable maestro. Cuando no logro expresarme con diafanidad y precisión, creo ver el rostro de Pedro Henríquez Ureña que me reconviene. Cuando me pongo algo pedante, se me aparece como en gran protesta ese gran maestro de sencillez que fue Enrique Díez-Canedo. Cuando deseo más sensibilidad y gracia, ¿a quién invocar sino a ‘Azorín’? Cuando me pongo algo ‘cursi’, aparece Jorge Luis Borges y me lo reprocha en silencio. ¡Cuánto les debo a todos! (apud Martínez: 16 y A. Díez-Canedo, 2010: 27).

La hipótesis que justifica el ingreso de Díez-Canedo a esta revisión epistolar donde se interroga el vínculo entre Reyes y Henríquez-Ureña es el papel mediador que cumple el español en la relación de ambos americanos, la que se ve tensada por desacuerdos habitualmente generados por la disparidad de oportunidades que se presentan a los corresponsales, como así también por la “actitud admonitoria ante sus congéneres” (Matute, 1999: 55) que adoptaba el dominicano. Aurora Díez-Canedo arriesga una identificación ficcional que arraiga el utopismo americano en los planteos de Rodó: mientras Henríquez Ureña es Ariel, el espíritu aéreo que aspira a ilustrar a las élites, Reyes es Proteo, una figura cuya versatilidad lo vuelve apto para ajustarse a las circunstancias sin que la desilusión o la depresión lo arredren. Es ella también quien refiere la caracterización que Reyes hace de Henríquez Ureña como émulo de Erasmo, Andrés Bello y Sócrates, catalogándolo “el dorio de América” (A. Díez-Canedo: 28). La homologación de Henríquez Ureña y Andrés Bello no parece ajena al plan de Reyes y don Pedro de editar una Biblioteca Americana para la CIAP (Compañía Iberoamericana de Publicaciones), cuyo plan espera poder someter al escrutinio de Díez-Canedo, como consta en la carta del 13 de enero de 1931 (E. Díez-Canedo: 124).[9]

Díez-Canedo admite la gemelidad intelectual de Reyes y Henríquez Ureña a poco de iniciada la correspondencia con el mexicano. La carta del 22 de agosto de 1917, en la que incluye los comentarios del editor Rafael Calleja sobre las propuestas realizadas por el dominicano, explicita: “Dígale a Pedro Henríquez que esta carta es para él como para usted. No sé separarlos” (66). Doce años más tarde, en la misiva del 3 de diciembre de 1929, confiesa su nostalgia de “Alfonso y los suyos, contando entre ellos a Pedro, para quien le envío un abrazo” (127). Apenas un año después, el 13 de enero de 1931, Reyes atribuye los retrasos en la salida de su revista Monterrey a “desórdenes biológicos de la criatura, causados por la revolución, la hospitalidad a mis refugiados políticos y la presencia en casa de Pedro Henríquez Ureña, su cuñado Lombardo Toledano y las respectivas familias” (123).[10] Lo que parece una queja por las visitas se matiza al año siguiente, cuando la carta del 8 de enero de 1932 proclama la soledad creciente del mexicano radicado en Río de Janeiro en función del cargo diplomático: allí informa que Henríquez Ureña retornó a su país natal para ocupar el puesto de Superintendente General de Enseñanza, con rango de ministro, por intervención de su hermano Max, a la sazón titular de la cartera de Relaciones Exteriores (128).

Sin embargo, esa presunta aventura patriótica dura muy poco. El régimen de Rafael Leónidas Trujillo no convence a Henríquez Ureña; o acaso la excesiva dependencia del beneplácito norteamericano que exhibía el dictador haya ofuscado al latinoamericanista empedernido.[11] En pocos meses, antes del final del año, don Pedro retorna a la Argentina, donde en 1933 lo encuentra Díez-Canedo, quien sostiene que su viaje a Buenos Aires “fue señalado por el encuentro con Pedro Henríquez” (143). Entre 1936 y 1937 Díez-Canedo se desempeña como embajador de España en Buenos Aires, oportunidad en que comparte la estadía con Henríquez Ureña y con Reyes, quien entre 1936 y 1938 vuelve a ser diplomático en la Argentina, tras un primer período entre 1927 y 1930 y el interregno en Río de Janeiro. La carta de Díez-Canedo de mayo de 1937, enviada desde Valencia –adonde asiste al Congreso de Escritores Antifascistas en que coincide con los sudamericanos Raúl González Tuñón y Pablo Neruda– añora esa época: “Me gustaría charlar, como en nuestros días de ahí, y si Pedro Henríquez compartía la charla, tanto mejor” (165).

Sorprende la ausencia de datos sobre la Guerra Civil Española y sobre la instalación del franquismo en el poder; posiblemente los cargos diplomáticos de ambos corresponsales exijan silencio sobre la situación política. Apenas si aparecen reiterados saludos que Reyes envía para Manuel Azaña (presidente de la Segunda República Española entre 1936 y 1939) a través de su interlocutor a distancia, a quien en un texto escrito a poco de su muerte –“Ausencia y presencia del amigo”– llama “hermano de mi naufragio en España […] a la vez que te veo salvarte de tu último naufragio en México” (256). Es la manifestación de lo americano en el intercambio lo que rescata Reyes, quien aplaude en Díez-Canedo su “aceptación congénita de América sin contorsiones de americanismo” (257). En el tono y la evocación propicios al epitafio que registra ese texto, Reyes sepulta junto con el amigo aquellas impresiones desaforadas que el español transmitía al cabo de su primer paso por México en una carta de enero de 1933: “El arte mexicano antiguo me parece grandioso e imponente. ¿Cómo van ustedes a sacarle partido a esas magníficas posibilidades decorativas que por todas partes se ven?” (135). La mirada del español no parece aquí la de un americano trasplantado, ni siquiera la de alguien que tiene simpatía por América, sino que se mantiene indecisa entre el empresario turístico y el decorador, impermeable a comprender una cultura que no sea la que la frecuentación europea le ha inculcado. Paradójicamente –lo que da cuenta del apresuramiento de semejante juicio, que no tuvo en cuenta a los intelectuales más que para denunciar las capillas que han formado–, en la misiva que envía desde Montevideo el 29 de abril de 1933 se lamenta de no poder producir algo similar a la revista Monterrey capitaneada por Reyes, entendiendo que “Badajoz sería horrible” (138).[12]

Acaso Reyes haya decidido saltear semejante superficialidad en función de la necesidad de mantener contactos en el mundo hispánico ante la ajenidad que significa para él Río de Janeiro. La carta del 27 de febrero de 1934 adquiere dimensión dramática, ya que a la distancia que representa Brasil para la América hispánica (“este ambiente está tan alejado de nuestra lengua que hasta parece una paradoja y una verdadera crueldad histórica”: 147) se suma la dificultad de conseguir correctores para la revisión de los números de Monterrey (“¡Y corregir textos españoles en el Brasil es tarea de romanos!”: 149) y, para colmo de males, el profundo desagrado que despierta una veta positivista censora, al mejor estilo de Gustave Le Bon, cuando Reyes se enfrenta a la experiencia cultural más representativa de la ciudad (y del país):

Finalmente, vino el terrible, invasor, ‘pervadiente’ Carnaval carioca –verdadero fenómeno sociológico– y casi catástrofe natural en que naufragan todos los individuos para convertirse en un protoplasma informe, tegumentoso, de color, calor, sudor, furor y rumor (148).

Hay señales que aluden al desajuste con el medio y a la decepción ya en las epístolas de 1931 y 1932: la melancolía que lo aqueja en la “última Tule americana, lejos de todo” (125), la convicción de que todos los que llegan a Río de Janeiro apenas si están de paso hacia Buenos Aires –los casos de Ramón Gómez de la Serna y del historiador Antonio Ballesteros Beretta (126)–, la orfandad afectiva que reclama la corresponsalía (“No me deje tan solo. Ud. nunca ha sabido lo que es estar tan lejos”: 127), la nostalgia de la península (“yo ando como perdido desde que salí de allá. Todo lo que me ha pasado se debe a la falta de España”: 129). En ese marco, y como contrapartida de su experiencia del carnaval, Reyes desliza una infidencia sobre Paul Morand, quien quiso asistir a una macumba en Niterói pero luego lo asaltó un terror tan profundo que se negó a ingresar en ella, pese a lo cual relata la práctica “con lujo de fantasía” en su libro Saudades do Brasil (130). La inmediata descalificación de Lupe Rivas Cacho, ex esposa de Diego Rivera, parece resultado de un rechazo general ante la cultura popular: si nunca hasta entonces lo había atraído, ahora le resulta “una criada de servir, gorda y afónica” (Ibíd.).

El malestar en la cultura que afecta a Reyes en Río reclama tomar medidas para contrarrestarlo. Una de ellas es la propuesta que le hace a Díez-Canedo, en la carta del 20 de junio de 1933, para publicar a dúo una revista, “unos cuadernos de salida irregular y arbitraria, Poética americana” (141) que le permitirían cumplir la función de religador que hasta entonces ha desempeñado de manera esporádica y fragmentaria en el epistolario y en empresas editoriales aisladas, y que a la vez lo habilitarían para ejercer la pedagogía ejemplarizante que estima como formación imprescindible de los intelectuales del continente. El plan se resume en “[h]acer como una antología poética americana sobre lo que está apareciendo en las revistas. Parece cosa de nada y es obra de orientación, de construcción. No creo que se pueda hacer mejor crítica, no creo que se pueda aleccionar mejor que escogiendo ejemplos” (142). La respuesta de Díez-Canedo marca su propio aislamiento respecto de lo que ocurre en América al confesar la demora en recibir las publicaciones de las cuales deberían seleccionarse los poemas. Pero la verdadera razón se expone un año y medio más tarde, cuando la misiva del 22 de febrero de 1935 llega a Reyes junto con el envío de la revista Tierra Firme y la solicitud de nombres de colaboradores “sin desbordamiento lírico, porque ya ve que proscribimos, por ahora, la lírica, y nos quedamos en la crítica, en el ensayo documental, en la mise à point de cualquier tema importante” (157).

A partir de 1939, la correspondencia entre Reyes y Díez-Canedo abandona la dimensión personal para recortarse a la burocrática. La instalación del español en México exime del soporte papel para la conversación, que puede resolverse personalmente. A su vez, Reyes comienza a operar como mediador de reclamos editoriales que proceden de Buenos Aires: Guillermo de Torre pide en 1939 una traducción de Jules Romains (que finalmente no se realizó); Amado Alonso insiste en 1941 en recibir La poesía francesa del romanticismo al superrealismo que Díez-Canedo comprometió con Losada. La casa editora fundada por Gonzalo Losada en la capital argentina, cuando abandonó su cargo de delegado de Calpe para independizarse durante la Guerra Civil Española, tenía entre sus accionistas a Pedro Henríquez Ureña. Díez-Canedo volvía, así, a vincularse aunque fuera a distancia con el dominicano al que había admirado y cuyas teorías americanistas no vaciló en recuperar. La presencia de don Pedro como una sombra de evocación constante en este epistolario no se limita al intercambio de misivas, sino que repercute además en otros textos y obliga a admitir que la religación continental puede cumplirse tanto desde la dimensión opaca del editor y del crítico nimbado por reticencias personales como en la del creador desbordante de simpatía abusiva que usufructuó Reyes.

El mismo Reyes lo reconoce cuando comenta el discurso de ingreso de Díez-Canedo a la Real Academia Española en 1935, “Unidad y diversidad de las letras hispánicas”. En ese título, divisa del comparatismo que define la literatura hispanoamericana, subyace la teoría de Henríquez Ureña sobre el mexicanismo de Juan Ruiz de Alarcón. Reyes se expande sobre eso en “El amigo de América”, artículo que consta en el número 13 de Monterrey, editado en Río de Janeiro en junio de 1936, en el que cita la exposición de Díez-Canedo:

México –dice– podría tal vez concretarse en los rasgos que definen la fisonomía de Alarcón: mesura, observación, gracias, intención buída y socarrona; y en el fondo un misterio de siglos […] Santo Domingo, Cuba y Puerto Rico, en su obra son languidez apasionada […] Venezuela se planta en actitud de luchadora […] Colombia es docta y diserta […] El Ecuador […] de clara atmósfera intelectual […] El Perú guarda nostalgias de corte, sabe historias del pasado, tiene la gracia del contar […] Bolivia […]; en la atmósfera quebradiza se derrama el son de la quena […] El Paraguay tiene más cerca de la mano el arma que el libro […] Chile es la historia; sus hombres de letras tienen fisonomía de magistrados […] El Uruguay, abierto y claro, ve a sus hombres en larga contienda y forja el drama […] A la Argentina no hay nada humano que le sea ajeno” (apud E. Díez-Canedo: 238)

 

A fuer de comparatista riguroso, formado en la escuela de Menéndez Pidal y autor de las Cuestiones gongorinas que Foulché-Delbosc publicó en la “Biblioteca Hispánica” en 1921, Reyes contrasta ese párrafo que recorre a América tipificando a cada país con algún atributo sobresaliente –y que se apresura a resumir a las Antillas hispánicas en una unidad siempre perseguida por los latinoamericanistas pero nunca consolidada– con el inicio del estudio de Henríquez Ureña sobre Ruiz de Alarcón que consagra como “página egregia de la crítica americana”: “Dentro de la unidad de la América española, hay en la literatura caracteres propios de cada país […] Los grandes artistas, como Martí o Darío, forman excepciones muchas veces” (Ibíd.) y constituyen el ideal de ligazón continental al que aspira la propuesta de la utopía de América. En el orden fragmentario que corresponde a la identificación de los estados nacionales como productores de literatura se suceden “la elegancia venezolana […] y el lirismo metafísico, la orientación trascendental de Colombia […] la marcha lenta y mesurada de la poesía chilena, los ímpetus brillantes y las audacias de la Argentina” (Ibíd.). La pregunta retórica vuelve sobre la balcanización caribeña, desplazando la preocupación política en la singularidad expresiva: “¿Quién no distingue la poesía cubana, elocuente, rotunda, más razonadora que imaginativa, de la dominicana, semejante a ella, pero más sobria y más libre en sus movimientos?” (Ibíd.). El cierre, previsiblemente, es la entrada en el tema de Ruiz de Alarcón y sobreviene mediante la ponderación del “sentimiento velado, el tono discreto, el matiz crepuscular de la poesía mexicana” (Íbid.).

La persistencia de Henríquez Ureña en la cultura mexicana y en la unidad latinoamericana excede las correspondencias revisadas, aunque parece continuar como herencia intelectual en Joaquín Díez-Canedo. El hijo de don Enrique, instalado definitivamente en México, será el traductor de Las corrientes literarias en la América hispánica en 1949 y un activo contribuyente en la labor de religación continental a través de la editorial Joaquín Mortiz. La restitución del papel de los editores, apenas vislumbrada en este texto a través de las revistas y las colecciones que involucraron a los corresponsales, es otro capítulo de la historia de las redes intelectuales en Latinoamérica que aguardo como diálogo auspicioso con las presentes indagaciones. Si la unidad latinoamericana es una utopía intelectual, no hay actividad que quede eximida de estudio en procura al menos de su sostenimiento, si no de su realización.

Bibliografía

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  1. “Ya sabes tú que no me gusta que me llamen erudito, y que con el ningún tiempo que tengo para estudiar me parece una burla, aunque no sea intencionada. Y desde luego Marcelino [Menéndez y Pelayo] desprecia la erudición” (Correspondencia: 91). En la carta siguiente, escrita una semana más tarde en febrero de 1908, observa: “creo que el medio está influyendo en ti de modo fatal. Lo prueba el modo con que hablas de la erudición. ¿Crees que es cosa que está al alcance de cualquiera y que si yo la tuviese lo negaría? […] ¿Crees que hay en México algún erudito, como no sea en historia nacional?” (99). A continuación exhibe su acervo, acaso como modo de castigar los afanes improvisadores de Reyes: “espero que harás unos sonoros versos en romance endecasílabo, o en alejandrino moderno, o un metro de responso verleniano, o en cualquier metro (pues así podría enumerarlos todos) y que les harás resonar (ennepe, en griego) entre los arcos de la vetusta Academia” (Ibíd.)
  2. La frase corresponde a Adolfo Castañón (2006: 81).
  3. Otro tipo de comunicación epistolar es la que mantiene Reyes con Genaro Estrada (Cfr. Rangel Guerra, 2009), para recortarse a los compatriotas. Más adelante se indaga la relación escrita entre Reyes y Enrique Díez-Canedo; en ella el español se admira en el envío del 17 de mayo de 1937 de que a Reyes “las palabras epistolares le obedecen” (E. Díez-Canedo, 2010: 166).
  4. Sin embargo, el bovarysmo es la patología mexicana, como establece el texto de Antonio Caso “El bovarysmo nacional” (1940), escrito bajo la inspiración del ensayo de Jules de Gaultier Le Bovarysme, essai sur le pouvoir d’imaginer (1902). Otra señal de la preferencia flaubertiana de Henríquez Ureña es el apodo “el barón” que aplica en las cartas al hermano de Alfonso, Rodolfo, cuyo nombre coincide con el del último amante de Madame Bovary, quien se presenta con ese título.
  5. Habrá que esperar el suicidio de Lugones para obtener una perspectiva más ecuánime, aunque incrédula del acto final, por parte de Reyes. Cfr. infra.
  6. En la correspondencia de Díez-Canedo con Reyes, Brull tiene rasgos invariablemente positivos: es “encantador” en la carta del 30 de enero de 1926 y alguien a quien el español se congratula en despedir cuando se embarca al mes siguiente, según consta en la misiva del 22 de febrero del mismo año (E. Díez-Canedo: 86-87).
  7. “Esas xés, esas tlés, esas chés que tanto nos alarman escritas, escurren de los labios del indio con una suavidad de aguamiel” (Reyes, 1954).
  8. Paradójicamente, hacia esas mismas fechas Henríquez Ureña inaugura los cursos de la Preparatoria cuyo plan de estudios organizó, con la conferencia “La cultura de las humanidades” (Garciadiego, 2006: 64), evidentemente opuesta al papel de las tropas prusianas en la guerra.
  9. Sobre la concreción del plan de la Biblioteca Americana, exclusivamente en manos de Henríquez Ureña y a través del Fondo de Cultura Económica por encargo de Daniel Cosío Villegas, cfr. Croce (2013).
  10. Henríquez Ureña se casó en México con Isabel Lombardo Toledano, hermana del líder socialista Vicente Lombardo Toledano. Allí nace su hija mayor, Natacha (luego esposa de Pablo González Casanova). La segunda llega en Buenos Aires, durante la extensa estadía de 20 años que la familia pasa en la Argentina. Sonia Henríquez Ureña contrajo matrimonio con el pintor Alfredo Hlito.
  11. Una versión no comprobada, pero recogida en una novela, indica que Trujillo –conocido por sus relaciones con múltiples mujeres, independientes de la voluntad de ellas y de la condición civil y la edad de las mismas– habría tenido conductas impropias con Isabel Lombardo Toledano, lo que aceleró la salida de Henríquez Ureña del gabinete dictatorial. Cfr. Mario Vargas Llosa, La fiesta del chivo (2000).
  12. Monterrey y Badajoz son respectivamente las ciudades natales de Reyes y Díez-Canedo.


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