Géneros (de) mayores
Hay géneros que inevitablemente están vinculados a las personas mayores, bien porque responden a cierto cúmulo de experiencias estrechamente asociado a la edad de sus practicantes, bien porque entre los mayores encuentran la gracia apropiada para su desarrollo. Supongo que la lista es extensa pero me restrinjo a los dos que identifico más inmediatamente con tales aspectos: el consejo y la anécdota. El primero soporta múltiples canonizaciones y tergiversaciones, desde la seriedad impostada con que Martín Fierro declama “Un padre que da consejos / más que padre es un amigo” hasta el desenfado con que se desbarata esa proclama pretenciosa en “Un viejo que da consejos / más que padre es un pesado”. El segundo ha devenido una forma pedagógica privilegiada, ya que la anécdota registra singular plasticidad para adosarse a la memoria e integrar casi de inmediato un repertorio que todo docente debería tener disponible. Más eficaz que el ejemplo, más apta para la dramatización, es una “forma simple”[1] que puede deslizarse con la misma aptitud hacia la concisión del epigrama y hacia la iluminación irónica.
Cuando evoco a Ana María Barrenechea se me imponen esos dos géneros. Anita –me acostumbré a llamarla así en la confusa intimidad que genera la frecuentación del edificio de la Facultad de Filosofía y Letras de la calle 25 de Mayo, ante el estupor de cualquier extranjero que fuera a entrevistar a “la doctora Barrenechea”– no era profusa en consejos pero sí era fecunda en anécdotas. De los primeros conservo alguna advertencia como la que lanzó sobre la crítica en tanto género que envejece, aunque no sería justo atribuir a ese apotegma la preferencia que adquirí por las libertades del ensayo frente al rigor crítico. En cuanto a las anécdotas, entiendo que eran un rasgo propio de su magisterio, y también sería un síntoma de inequidad volverla responsable de mi adopción de semejante método didáctico. No obstante eximirla de cualquier contribución a mis excesos, reconozco en Anita a una maestra a quien no solo recupero sino a quien extraño profundamente, por su humor, por su calidez y sobre todo por desplegar una generosidad insobornable en una institución que abunda en hostilidades, envidias y competencia narcisista desaforada.
Hay dos anécdotas que merecen ser referidas como reliquias de un segmento de la labor institucional de Anita, la de jurado de concursos docentes (por no expandirme en su función como directora de la revista Filología y de equipos de investigación como el que formó para editar el epistolario de Sarmiento con Félix Frías, o el que organizó para los estudios sobre memoria que ocuparon el último período de su vida universitaria). En la primera, una aspirante que había sido relegada frente a otra de mejor desempeño en una prueba de oposición le formuló un reclamo. Un día, a la salida de la iglesia –“esos lugares pecaminosos a los que yo voy”, ironizaba–, la desplazada señaló que quien había ganado el concurso no tenía doctorado y ella sí, como si tal condición fuera el único requisito a considerar. La respuesta de Anita, que toleró impertérrita la acusación por una injusticia inexistente, hizo una mínima concesión para rematar con la contundencia de un martillazo: “Es cierto. Yo leí su tesis, y le pido por favor que nunca más me la vuelva a recordar”. En la segunda, ya libre de la virulencia del hartazgo que campeaba en la anterior, la situación de concurso generaba una inesperada confesión. Al preguntarle a una postulante cómo evitaría que los alumnos copiaran sus trabajos, apenas percibió que la interrogada se enredaba en su respuesta, declinó el papel de jurado estricto y la salvó del atolladero recurriendo a una historia personal. La anécdota involucraba a Susana Thénon, poeta fallecida en 1990, de la que se sabía que había sido gran amiga de Barrenechea. Cuando era estudiante de Letras, debía hacer una monografía sobre Cervantes y no lograba pasar de la biografía del autor. Entonces Anita decidió encarar el trabajo deduciendo que si no ayudaba a Thénon “no nos acostamos más”. La amistad, según revelaba ese mínimo episodio, había mutado a vínculo amoroso hasta entonces silenciado.
Descreo de la insistencia con que los estudios de género exaltan tales datos para enrolar a alguien en una corriente a la que seguramente haya sido ajena. Anita había estado rodeada de mujeres cuya sexualidad formaba parte del comentario chismoso antes que de intereses corporativos o académicos en los años 60 y 70. Baste recordar las cartas que le escribe Alejandra Pizarnik –sometida a vínculos femeninos que la hostigaban, fuera por presión excesiva o por relativo desinterés (Bordelois, 1998)– junto a la relación de revelación tardía con Thénon.[2] Pero Barrenechea también había estado circundada por hombres brillantes que la habían elegido como discípula destacada. José Ferrater Mora dirigió su tesis doctoral, Amado Alonso la integró al Instituto de Filología Hispánica que fundó en la Facultad de Filosofía y Letras (y que ella dirigió durante dos décadas), Pedro Henríquez Ureña fue su interlocutor a la vez que co-organizador del instituto, y Raimundo Lida operó como un referente apenas opacado por la erudición igualmente superlativa que mostraba su hermana María Rosa.
En ese grupo de filólogos inició su formación, con la relativa desventaja que representaba ser egresada del Instituto Superior del Profesorado y no de la Facultad de Filosofía y Letras. La decisión paterna había permitido la asistencia a un espacio de formación docente mayoritariamente femenino para descartar el ambiente universitario que estimaba menos propicio para una dama. Tales prejuicios no hicieron mella en el ánimo de Anita, quien desde su labor en el profesorado moldeó a un discípulo como Enrique Pezzoni y que por sus méritos académicos logró insertarse en la facultad, realizar un doctorado en el Bryn Mawr College (universidad norteamericana de concurrencia básicamente femenina) y convertirse en catedrática de la Universidad de Columbia. Su labor docente en Introducción a la Literatura en los años 60 –cátedra paralela a la que ocupaba uno de los figurones más resistidos de la UBA, el doctor José María Monner Sans– le permitió divulgar en la Argentina los trabajos de los formalistas rusos, que luego se convirtieron en una moda y contribuyeron a los enfoques inmanentes de los textos que dominaron la carrera de Letras durante muchos años. Las inquietudes por el lenguaje que acarreaban los formalistas la llevaron a desarrollar artículos gramaticales con los que yo solía ironizar, confesando en tono bromista mi ineptitud para escoger entre el trabajo sobre el pronombre y el de la voz pasiva con “se”, provocaciones que ella devolvía con una acusación de “pícara”.
Acaso porque las polémicas de esos años estaban hegemonizadas por temas políticos, a los que no fue ajena, Anita evitó convertirse en una polemista. Renunció a la UBA en 1966 cuando sobrevino la Noche de los Bastones Largos y, ante el reconocimiento que merecía su acto, lo minimizaba sosteniendo que contaba con una familia que la respaldaba, al tiempo que evitaba cualquier juicio sobre los colegas que no la habían seguido en su decisión por entender que muchos tenían una familia que mantener y tal vez carecían de la libertad que la asistía a ella. Pero sin llegar a la polémica, sostuvo en 1972 una discusión con Tzvetan Todorov en un artículo famoso que descalabra la Introducción a la literatura fantástica que el crítico franco-búlgaro había publicado en 1970. El argumento de Barrenechea es que el libro de Todorov solamente se aplica a la literatura europea y, a fin de denostar esa cerrazón, convoca múltiples ejemplos latinoamericanos –algunos de ellos acopiados en el libro que escribió a dúo con Emma Speratti Piñero durante una productiva estadía mexicana– que seguirá indagando en lo sucesivo: los nombres de Julio Cortázar y de Felisberto Herrnández son los más relevantes en ese sentido. Al primero la unía una amistad cultivada en reuniones en la confitería del edificio Comega, que le deparó al cabo de los años el obsequio de los originales de Rayuela con los que Anita escribió el Cuaderno de bitácora en 1983. La elección de Felisberto integra el extenso recorrido “de Sarmiento a Sarduy” que traza en sus Textos hispanoamericanos (1978).
Sin embargo, su libro más representativo por lo que implica para la historia de la crítica argentina –y por la decisión con que consagra un objeto de estudio que hasta entonces había sido desdeñado por las instituciones oficiales y atacado por los intelectuales críticos que exigían una literatura inmersa en la realidad– es La expresión de la irrealidad en la obra de Borges. Con él, Barrenechea se afirma en la función que había iniciado años antes en el orden de la literatura argentina, que es la de inauguradora de objetos críticos.
La astucia de la fundación
Un método original para organizar la crítica literaria en la Argentina, más fructífero que la identificación de corrientes sucesivas (con frecuencia estrictamente emparentadas con ejercicios metropolitanos), es la especificación de objetos privilegiados que cumple cada crítico. Si en la década de 1980 David Viñas fue el inventor de la literatura de frontera, Beatriz Sarlo la consagradora de la vanguardia y Josefina Ludmer volvió a centralizar la gauchesca tras el ejercicio pionero de Ricardo Rojas sobre el Centenario, Barrenechea los precedió en el impulso desde los años 50. Fue entonces cuando en el n° 9 de Buenos Aires Literaria dio a conocer un texto sobre Macedonio Fernández que lo instaló como figura clave de la literatura argentina mediante la indagación de su “humorismo de la nada”. Esa práctica continuó cuando El Colegio de México publicó La expresión de la irrealidad en la obra de Borges (1957).[3]
Podría especularse que existe una división de dominios detrás de la doble dedicatoria del libro, según la cual mientras Alonso aporta el rigor del método, Henríquez Ureña ofrece un modelo para su aplicación americana. La resonancia continental de Henríquez Ureña llevó a Barrenechea a editar los ensayos del dominicano para ese emprendimiento filológico extraordinario que es la Colección Archivos (2001). Más apegada a Alonso, en cambio, parece haberse mantenido María Rosa Lida, cuyo libro sobre La Celestina (1962) resulta de una erudición inaudita y deja al lector la impresión de situarse ante un monumento, un ejercicio estricto de la escuela filológica alemana capaz de rastrear las fuentes más heterogéneas y recónditas. Aunque hay momentos en que Barrenechea incurre en ciertas prácticas similares –básicamente en las notas al pie que restituyen fuentes y referencias borgeanas en un arco que abarca las bíblicas, las clásicas y las sajonas (así en EIB 23, 27, 49, 106)–, es indudable que su trabajo preserva la proximidad con el receptor que sostiene la voluntad pedagógica de la cual prescinde la labor de Lida. Si existe un punto de neta coincidencia entre ambas críticas es el afán omniexplicativo que lleva el rastreo hasta lo escandaloso: a la summa de Lida es posible oponerle una observación como “ese cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura […], referencia a la adjetivación homérica del vinoso mar” (103).
La crítica filológica era la primera escala obligada de Barrenechea, dado que se había formado en esa tradición, en la cual el conocimiento de las lenguas (y ante todo de la lengua como sistema, exacerbado en su papel de jefa de la cátedra de Gramática en la UBA) y el rigor de las demostraciones textuales de todas las intuiciones hasta elevarlas a hipótesis inmediatamente confirmadas –así opera el método spitzeriano del círculo filológico– son requisitos ineludibles. Precisamente el vocabulario filológico aparece sembrado de palabras como “característica”, “rasgo”, “dominante” que habilitan el ajuste estilístico de una corriente que toma a la lengua como modelo y se ocupa de los usos peculiares que caracterizan a cada escritor. Obsesionada por el concepto de “norma” y alerta ante el avance del “desvío” –nociones radicales que perturbaban ya el examen saussureano sobre el sistema lingüístico–, la filología acude siempre al lenguaje como espacio de comprobación de lo temático. Los extensos catálogos en que Barrenechea alista las elecciones léxicas borgeanas referidas a las preocupaciones que atraviesan su obra ofrecen una muestra del “estilo apartadizo” que, al tiempo que desarrolla una originalidad creativa, se muestra renuente a las modas intelectuales, como certifica la reticencia de Borges a las teorías existencialistas.
Tal resistencia, junto con la deliberada ignorancia política y la frecuente inclinación hacia opciones reaccionarias por parte del autor, motivó el ataque feroz encarado por Adolfo Prieto contra Borges (1954), que Barrenechea apenas menciona, favoreciendo con ese desinterés el olvido de un volumen que apenas si destaca por su encono. Es cierto, no obstante, que en la confrontación inmediata que le depara con Raimundo Lida y con Pezzoni –quienes admiten “la hondura de sus preocupaciones humanas bajo el aparente juego” (61) en lugar de la pretendida superficialidad que halla Prieto–, queda condensado todo juicio sobre semejante tentativa.[4] Fuera del campo político en que otras críticas aspiran a ubicarlo, Barrenechea no solamente mantiene a Borges en los límites de lo textual sino que postula una superposición del escritor con uno de sus personajes, el intelectual judío Jaromir Hladík del cuento “El milagro secreto”. Así como el condenado a fusilamiento que solicita a Dios la gracia de un año de plazo para terminar una obra que debe completar y corregir mentalmente mientras el tiempo se detiene con los soldados empuñando las armas, también Borges acude a procedimientos que facilitan la memorización como si fuera viable prescindir de la escritura: “Por eso se volcó a la invención de prosas muy breves […] o de poemas con medida y rima muy marcadas” (12). Sin embargo, la circunstancia de que Hladík sea una víctima del nazismo reclama un elemento extratextual que permite extender la analogía con el autor y sus especulaciones analíticas sobre la propia práctica.
Pero para llegar a tal concordancia entre escritor y personaje es preciso establecer en qué momento queda diseñada la figura autoral. Barrenechea marca la génesis de la escritura borgeana en 1935, cuando “El acercamiento a Almotásim” y los ensayos de Historia de la eternidad “definen plenamente las características que han dado renombre a sus relatos” (11). Sylvia Molloy (1977) coincidirá parcialmente con dicha indicación: entregada a reconstruir la operación de invención y trastorno de fuentes que cumple Borges, se fija en el año 1935 por la aparición de Historia universal de la infamia, el texto donde mejor se trasluce el manejo fraudulento de los materiales a fin de producir una literatura original. Los ensayos, en cambio, orientan a Barrenechea en la persecución de temas y estilo. En ellos se despliega “un lenguaje que une lo criollo y lo conversacional con cultismos muy acentuados” (13), una “discordia” que en verdad opera como síntesis simétrica a la que instala el concepto de inmensidad en el Río de la Plata, en la frontera del Brasil y del Uruguay, donde Borges encuentra “la esencia de lo criollo” (24) en consonancia con los orientales Enrique Amorim y Pedro Leandro Ipuche. En la proliferación de dualidades, lo criollo y lo universal se expresan en un estilo que es a la vez riguroso y apasionado y cuya mejor definición proveyó el propio autor al instalar El idioma de los argentinos (1928) como un libro “enciclopédico y montonero”.
La preocupación filiatoria de los textos borgeanos promueve el análisis genético empeñado en rastrear borradores, esbozos, adelantos y otras formas de anticipación del texto definitivo. Todavía en los preliminares de lo que años después (y especialmente a partir de las teorizaciones de Gérard Genette) Barrenechea adoptará como método de crítica genética, en este libro se limita a procedimientos más tradicionales. La agrupación del vocabulario referido a un tema –una constante del libro– se define como “parentesco” (exacerbado en el caso de la familia de palabras, incluso cuando su aparición no responda a la virtualidad de la gramática sino a la arbitrariedad autoral: así se explican los derivados de “fantasma” como “afantasmado” y “afantasmar”, 105). En estos vínculos de corte genealógico, la rigidez filológica se va atemperando en función de la estilística. Los temas ya no se restringen a los topoi cuyo rastreo más minucioso remite a Ernst Robert Curtius y, de hecho, en el desajuste entre las previsiones de la literatura europea y las creaciones locales queda confirmada la originalidad borgeana en la expresión de la irrealidad.
También al orden de la familiaridad corresponden los contactos –a veces reconocidos en tanto “influencias” y otras veces como “plagios”, como ocurre con Shakespeare (89)– que el estilo borgeano establece con los usos propios de otros autores. Si en la zona angloparlante el más frecuentado en Thomas De Quincey (49, 64), en el dominio hispánico son Quevedo y Unamuno los más evidentes, con un fugaz paso por Torres Villarroel en los ensayos de la década de 1920. No obstante, no es el acomodo del estilo borgeano al de otros autores, sino la plasticidad que exhibe y su capacidad de transformación la base de su productividad. A veces la variación se ofrece entre dos explicaciones de distinto orden, como la psicológica que en “Historia del guerrero y de la cautiva” equivale a la teológica de “Los teólogos” (76); otras veces se desliza de lo estilístico a la construcción del relato, como cuando las categorías retóricas se adoptan en tanto principios narrativos; así, en “El Aleph”, “existe una aventura que es en sí una especie de ‘oxímoron’” (66).
La amplitud de los léxicos recogidos confirma la voluntad catalogadora de una crítica que construye inventarios y articula colecciones de palabras, previo a dedicarse a estudiar las repercusiones de ciertos usos sintácticos en la obra borgeana. Y precisamente el concepto de “obra” presupone una definición que, antes que enunciada como punto de partida, se va conformando en el transcurso del libro. Congruente con el método inductivo que aspira a explicar la totalidad –la obra– a partir de las parcialidades que la componen, los textos considerados no se limitan a los que Borges escribió y firmó, sino también a aquellos que seleccionó para la Antología de la literatura fantástica (1940). Como el adjetivo borgeano (ella insiste en adoptar “borgesiano”, propuesta que no ha registrado ningún eco) recurrente cuya raigambre encuentra en Quevedo, el propósito abarcativo que sostiene Barrenechea incurre en lo desaforado y a través de ese vocablo recorre toda la textualidad: “Desaforado es palabra que trae el aire sensacional y desbaratador de Quevedo; aunque abunda más en su primera época, se prolonga hasta las últimas obras” (20).
En cambio, una palabra que le ha sido insistentemente atribuida a Borges es situada por Barrenechea como una elección lateral. De este modo el tópico estudiado por Beatriz Sarlo y elevado a “ideologema de las orillas”, que instala en el título Borges, un escritor en las orillas (1995; el original es Borges in the edge, libro que resultó de una serie de conferencias dictadas en la Simón Bolívar Chair de Cambridge), parece haber desoído la advertencia inaugural acerca de la frecuencia de “arrabal (en pocos casos orillas)” (22).[5] La distancia entre Sarlo y Barrenechea, sin duda, excede la que podría presumirse entre quien inaugura un objeto y quien busca reinstalar su originalidad una vez que dicho objeto ha sido –retomando una frase admonitoria que consta en la “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”– pasible de incontables “repeticiones, versiones, perversiones”. En el hiato entre ambas críticas se advierten las notorias diferencias de estilo y de propósito. Barrenechea cultiva la modestia de la crítica como esperanza antes que como calculada revelación. En ella no se asiste nunca a la suficiencia con que Sarlo enunció sus pretendidos descubrimientos. “Quédenos la esperanza de no haber destruido torpemente el milagro de su arquitectura” (17), inscribe con una cortesía en la cual late la posibilidad de moderar los excesos en que incurrieron las prácticas estructuralistas, posestructuralistas y deconstructivas en que cayeron algunos de sus discípulos y sobre las cuales ella misma alerta en dos de los apéndices que se adosan a la reedición en 1984 de su libro inicial.
El adelanto de esa labor revisora se vislumbra tanto en la modalización de ciertas observaciones para sustraerse al estilo asertivo, como en la formalización de algunas conclusiones mediante la elaboración de una fórmula. En el primer caso abundan los adverbios de duda y los subjuntivos (que destaco mediante itálicas): “La forma de presentar los objetos concentrados en el Aleph está quizás inspirada en la Biblia…” (68) / “Podría interpretarse la frase como un medio indirecto” (72); en algún ejemplo la modalización es seguida por el imperativo, de modo de no disolver el discurso crítico en la incertidumbre (“En este pasaje se combinan quizás… Compárese La invención de Morel de A. Bioy Casares”, 85).
En lo que respecta a la constitución de fórmulas, el recurso se confirma como postulación simplificada de conclusiones. La multiplicidad desplegada en el estudio exhibe sobre el final el carácter comprobatorio, demostrativo y no meramente acumulativo y erudito. Si bien la fórmula será un enunciado concreto en la década de 1970, cuando Barrenechea revisite la obra borgeana, en el libro de 1957 adquiere una enunciación algo rudimentaria, de corte más especulativo que apodíctico: “Si quisiéramos resumir en una fórmula general los múltiples valores […] nos encontraríamos con la misma comprobación que hemos realizado en otros aspectos…” (111).
Actualizar, anticipar
Tres apéndices acompañan la reedición de 1984 del libro sobre Borges. El primero es un artículo de 1953 cuya sección final resultó incorporada a uno de los capítulos. Los otros dos fueron publicados en la segunda mitad de los años 70. La distancia entre el primero y los finales es abismal. Sin embargo, hay un aspecto formal que afecta igualmente a los tres: los capítulos anexados aparecen abarrotados de notas en contraposición a la escansión grácil del libro. Varias de ellas remiten a Henríquez Ureña. Una es la que refiere la reseña que el dominicano le dedicó a Inquisiciones cuando apareció en 1926; otra es la que en “Borges y el idioma de los argentinos”[6] comienza emparentando la búsqueda de la expresión local con los Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1926) de Henríquez Ureña. La preocupación de Borges por la lengua nacional trasunta inquietudes típicas del ensayo esencialista propio de los años 20 y 30 en que escribió sus primeros libros. Anticipando lo que Sarlo establecerá como la vocación borgeana de crearle un mito a Buenos Aires, Barrenechea define los dos tópicos centrales de la época, que pueden sintetizarse en “lo criollo”: “la pampa, ya fijada literariamente por Ascasubi, Del Campo, Hernández, Hudson, Güiraldes, y la ciudad, que espera su Dios” (117).
Las disquisiciones acerca del idioma argentino atraviesan una serie que Barrenechea no resuelve en lo exclusivamente gramatical sino que expande en términos de política de la lengua. Es así como integra desde Esteban Echeverría hasta Lucien Abeille, salteando inexplicablemente las Cartas de un porteño en las cuales Juan María Gutiérrez polemizó con el periodista español Juan Martínez Villergas y sostuvo, con una vehemencia no exenta de humor, su decisión de rechazar el diploma concedido por la Real Academia Española. Atenta a las repercusiones literarias de tales indagaciones, Barrenechea hace constar que Borges descarta la lengua “caricaturesca” de sainetes y tangos y desprecia “el arrabalero, por su misma indigencia, como inepto para las grandes aventuras del espíritu” (119). En este sentido, el ejercicio borgeano de la literatura se inserta en la línea de quienes Viñas llamó “gentlemen-escritores”, miembros de la oligarquía argentina del siglo XIX, entre quienes el favoritismo de Borges se orienta hacia Eduardo Wilde.
La estilística opera en este trabajo como axiología que se detiene en los usos léxicos cuando acarrean valores. El ejemplo que ofrece Barrenechea es el de “lástimas, con valor parecido, en Lugones” (119). Pero la aplicación del método no es tan estricta como en el libro, de allí que apele a una categoría dudosa como la de “gusto” donde era esperable un concepto con cierto rigor para explicar el uso dialogal del “vos” en Borges, que termina “coincidiendo con el gusto general” (122). Lo que en el libro forma apartados bajo el título general de “Vocabulario” aquí se extiende en una desmesurada nota al pie con el catálogo léxico de Inquisiciones, entre cuyas categorías más convocadas figuran –asistidas por los cuantificadores imprecisos que les asigna la crítica– “pocas voces criollas”, “bastantes creadas por él”, “muchos latinismos”, “más tecnicismos teológicos y filosóficos”, “expresiones quevedescas y de otros clásicos”, “ciertas formas muy españolas de la lengua oral o de la escrita, y poco usuales en el Río de la Plata, que Borges luego va eliminando” (125-126).
El afán cuantificador del texto naufraga en la multitud de indefinidos y se dedica a enumerar los manejos de Borges con el léxico: derivación, separación, traslación, etimologías. La conclusión estima que el abandono borgeano de ciertos desvíos de vocabulario responde menos a un acriollamiento que a “una estética de formas más simples, con el convencimiento de que la rareza idiomática perturba al lector y envejece el estilo” (129). Acaso en eso radique la convicción de Barrenechea –elevada a consejo práctico, como ya referí– según la cual la crítica, el género más sometido a la jerga y al tecnicismo, inevitablemente envejece; tal vez se trata del discurso que peor soporta las marcas del momento de enunciación.
Como confirmación de semejante aserto sobrevienen los otros dos apéndices, entregados a la actualización crítica mediante la incorporación de nuevas teorías. “Borges y la narración que se autoanaliza” aparece en un homenaje a Raimundo Lida (1975), y a modo de dedicatoria tangencial Barrenechea indica su lectura de “Notas a Borges” del crítico: “Me perdonará que en homenaje suyo siga algunos de esos caminos sugeridos por él” (130). El cambio metodológico se advierte en que ya no atiende solo o principalmente al vocabulario sino que se especializa en los procedimientos. La modernización del modelo filológico y estilístico practicado en los años 50 proviene de la incorporación de conceptos e ideas del formalismo que enseñaba en la cátedra universitaria. Las huellas formalistas se advierten no exclusivamente en el método sino también en ciertos conceptos característicos: los listados léxicos son reemplazados por elementos de construcción textual; las elecciones narrativas de Borges siempre apuntan a la posibilidad más poética.
En el orden del vocabulario crítico aparecen frases inesperadas en 1957: “el arte como artificio” (137) en torno a las versiones barajadas en el cuento “El muerto”; “la autonomía del texto con respecto a su referente externo” (139); “el hecho estético” (139); “la existencia de un extra-texto con el cual el texto mantiene relaciones ambiguas” (140), que es el modo más simple de traducir los vínculos entre la serie literaria y otras series, como la social, que identifican los formalistas rusos. Sin embargo, las resonancias de Tinianov, Eichenbaum y Shklovski no carecen de tensión con otros modelos (sobre todo los lingüísticos) que Barrenechea no abandona por completo sino que busca sumar a las novedades, como el de Louis Hjelsmlev, explícito en el caso en que “por tratarse de una forma, las sustancias (Hjelmslev) pueden ser intercambiadas sin afectar el diseño” (139). Incluso los ejemplos aparecen ahora como enumeración de diversas manifestaciones de una misma forma (138).
El último apéndice, “Borges y los símbolos”,[7] se detiene en “las metáforas y las fábulas esenciales” (141), lo que otorga al artículo cierto aire antropológico subrayado por el reconocimiento explícito de tal enfoque. Al formular sucesivas correcciones, Barrenechea exhibe el recorrido crítico cumplido, que apenas por exceso positivista podría llamarse “evolución”. La nueva propuesta supera los estratos hjelmslevianos para tratar “diversos niveles en tensión” que constituyen el “artefacto” literario (142-143). Y aunque la inmersión en lo antropológico evita al previsible Claude Lévi-Strauss, resulta innegable que el vocabulario empleado en este artículo está en sintonía con el provisto por la antropología estructural.
A su vez, aunque sigue siendo evidente la impronta saussureana, se verifica el paso de Saussure a Peirce, de la semiología a la semiótica, El cierre del artículo, como la clausura del libro, se inclina por lo formular. En los intereses que establecen estos apéndices no solamente se asiste a la renovación de la crítica sino a una nueva inauguración, que ya no atañe a instalar un objeto sino a establecer un itinerario local. Así, si al referirse al mito porteño Barrenechea abre el campo para los trabajos de Sarlo sobre la vanguardia martinfierrista –con el indeclinable protagonismo de Borges–, en el afán formulista que impuso el estructuralismo convoca los esfuerzos formulares que plasmará Ludmer en El género gauchesco. Y concomitantemente: si en la línea filológico-estilística del magisterio de Alonso su discípulo notorio es Pezzoni, en la serie americanista promovida por Henríquez Ureña la descendencia de Barrenechea es femenina. El papel creciente que adquieren las mujeres en la crítica argentina y especialmente la decisión de adoptar a América Latina en tanto tema de indagación y como objeto sobre el cual postular renovaciones y ajustar modelos –de los cuales el comparatismo intraamericano es acaso el más discutido y el más necesario– es otro de los impulsos eficaces que derivan del múltiple carácter inaugural de La expresión de la irrealidad en la obra de Borges y de una labor docente para la que los grados honoríficos de la universidad –profesora emérita de la UBA y catedrática jubilada en Columbia– son apenas un reconocimiento nominal de la tarea de formar discípulos y de la figura de consulta permanente que encarnó Anita.
Bibliografía
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- La categoría fue elaborada por André Jolles en su libro Formes simples (1969) y se refiere a aquellas formulaciones mínimas en las que se encuentra condensado un desarrollo narrativo.↵
- Relación acallada en la cotidianidad pero rastreable en la elección de objeto por la cual se convierte en prologuista de su obra completa, publicada en colaboración con María Negroni. Cfr. Thénon, Susana, La morada imposible. Buenos Aires, Corregidor, 2001.↵
- En lo sucesivo, EIB. Aunque el libro original es de 1957, la edición que manejo en este artículo es la que publicó el Centro Editor de América Latina en su colección “Bibliotecas Universitarias” en 1984. En la “Advertencia” la autora aclara que ha suprimido un esbozo biográfico de Borges que entonces le parecía innecesario y agrega tres apéndices que confirman al escritor como un Aleph de la propia crítica, ya que a través de ellos “quedan reflejadas en esta edición mis últimas lecturas de Borges, al que siempre retorno en forma inagotable” (9)↵
- Resulta sintomático que Barrenechea no instale el libro de Prieto como lo que pretendió ser: un pronunciamiento del grupo nucleado en torno a la revista Contorno sobre la literatura borgeana. Se advierte así la renuncia a cualquier discusión que tendiera a colocar el objeto de estudio fuera de lo estrictamente estético.↵
- Es cierto que Sarlo no estaba obligada a elegir el término que tuviera mayor frecuencia de aparición en Borges y es probable que en la preferencia por “orillas” en lugar de “arrabal” incidiera la voluntad de apartarse de cualquier asociación con el “arrabalero” como tipo urbano. No obstante, es válido suponer que la inclinación por “orillas” responde más a una construcción de lectura que a un vocablo habitual en Borges. De hecho, el libro arrastra otros elementos de difícil justificación, como el trueque de la “Historia de Rosendo Juárez” por la presunta errata (reiterada) “Historia de Rosendo Suárez”.↵
- La primera versión consta en el Homenaje a Amado Alonso de la Nueva Revista de Filología Hispánica, año VII, n° 3-4, 1953 (551-565), con el título “Borges y el lenguaje”.↵
- La primera edición consta en Revista Iberoamericana, XLIII, 100-101, julio-diciembre 1977 (601-608).↵