Españoles exiliados en México y Buenos Aires
después de 1936
La Guerra Civil nos ha traído mucho de lo mejor de España. Poco a poco y de manera efectiva hemos ido sintiendo la transfusión de sangre. Pintores, escritores, poetas, músicos, especialistas en diversas actividades trabajan con nosotros. Grandes editoriales, excelentes publicaciones empiezan a producir. Don Lindo de Almería, el ballet de José Bergamín… la Casa de España está publicando libros importantes y estamos sólo en el principio de una fecunda obra.
Luis Cardoza y Aragón, “Galería de Arte Mexicano”, en Exposición surrealista en tierra de belleza convulsiva. Albert Enríquez Perea (comp.)
Aproximación
Preferiría comenzar erradicando el criterio nacional para adscribirme a una concepción que esquivara las limitaciones que acarrea. Si el obstáculo para conseguir tal propósito fuera la situación de exilio que afecta a quienes integran el presente recorrido, tal vez renunciaría a solicitarlo sin exigir mayores argumentos. Pero como la adhesión incondicional a la idea de nación no procede de ellos sino de buena parte de la crítica que se ha ocupado del tema, entiendo que el reclamo es legítimo porque no arrastra ínfulas de competencia localista sino apenas voluntad de requisito propedéutico.
Aunque algunos de los intelectuales y artistas que partieron de España al cabo de la Guerra Civil –y en ciertos casos durante el transcurso de ella– apelaron a una idea mucho más vasta que la de la nación como es la del Hispanismo, la bibliografía se resiste a semejante amplitud y no solamente descree de una comunidad cultural entre España y América, sino que apenas admite con resignación las diferencias regionales propias de la península. El espacio catalán representado por José Ferrater Mora, por tomar un ejemplo notorio, y el rincón vasco que identifica a Eugenio Ímaz aparecen adheridos bien a una tradición secular, bien a una tipología literaria, pero en ambos casos anulados como principios activos que cooperan en la producción española. Es así como José Luis Abellán sostiene que “el seny […], del cual se ha dicho que es un rasgo notorio del ethos catalán, es una forma medieval y autóctona de la sagesse o sapiencia” en una serie que arraiga en el Libre de Saviesa, transita por Ramón Llull y Ausiàs March y recala en Jaume Serra Hunter (Abellán, 1998: 17-18). En tanto, deja a cargo de José Gaos las precisiones sobre el carácter vasco de Ímaz, tironeado entre los estereotipos que Pío Baroja traza en Lecochandegui el jovial y Elizabilde el vagabundo (352).
Mi alegato contra la estrechez nacional no tiene ánimo provocativo. Su intención es, antes que irritar, postular una superación. Desde mi condición de latinoamericana profeso una fe que no se resuelve en trazados fronterizos sino que se pliega a la utopía intelectual de la Patria Grande. Las redes intelectuales que procuro recomponer en este texto son soportes comprobables de una supranacionalidad con la cual la emigración española contribuyó a veces en función de un entusiasmo genuino y en ocasiones por presiones del contexto. La perspectiva que escojo para abordar el tema no queda fijada en el trauma del desarraigo –sobre eso hay bibliotecas enteras que no lograría agotar– sino en la impronta que el destierro peninsular dejó en América Latina, manifiesta en iniciativas editoriales, multitud de revistas, un sistema de traducción que incidió directamente en la educación superior y una imaginería que encontró en las artes plásticas su vehículo más idóneo.
La posibilidad que representó para los españoles exiliados el cobijo americano respondió menos a la proclamada afinidad con una cultura presuntamente compartida por la condición de ex colonias de los territorios situados al sur del río Bravo que a la existencia de redes de solidaridad internacional ya aceitadas para acoger en México a una figura como León Trostki frente a las persecuciones soviéticas y retener en Buenos Aires a Witold Gombrowicz cuando el estallido de la Segunda Guerra Mundial lo sorprendió en sede porteña. La significación que reviste el ruso Trotski para la cultura mexicana y la que el sistema literario argentino le asigna al polaco Gombrowicz revelan que la emigración no se limita a ser un fenómeno negativo y que el desgarramiento personal de quienes la padecen tiene su contrapartida en la presencia que adquieren en sus nuevas radicaciones. Por eso Gaos insiste en pertenecer a dos patrias, la de origen que resulta impuesta por una responsabilidad paterna ajena a toda decisión propia, y la de destino que puede ser elegida no con la libertad absoluta del cosmopolita decimonónico, sino con la restricción que implica asentarse en una zona donde no alcanzan los riesgos que acosan en el lugar de procedencia. Tal necesidad de despojarse de las fronteras nacionales y enfilar hacia una supranacionalidad auspiciosa alivia la condición expulsiva que soportan los exiliados en la categoría “transterrados” que inventa el filósofo para definir a sus pares, desafiada de inmediato por el término “conterrados” que levantan las ostensibles ínfulas nominativas de Juan Ramón Jiménez.
Redes impresas: editoriales y revistas
El recorrido que escogí tiene a la Ciudad de México y a Buenos Aires como focos porque fueron los destinos principales de los exiliados españoles a los que los lacerantes tres años que insumió la Guerra Civil y el triunfo del bando nacionalista –deformación máxima a la que se sujetó la complaciente reivindicación nacional– impulsaron a abandonar la península. Quienes salieron de España en los años 20 lo hicieron frecuentemente con afanes formativos, y en esa nómina conviene incluir a múltiples artistas plásticos que se sumaron a los pioneros del afincamiento voluntario que fueron Pablo Picasso y Joan Miró en París. La hipótesis de Diana Wechsler establece que en la década del 20 se desarrolla un viaje estético que traza los primeros contactos internacionales, los que se desplegarían como Internacional Solidaria cuando el trayecto artístico mutara a desplazamiento político forzoso a fines de los 30 (Wechsler, 2006: 26). Correlativamente, esas urbes laterales que eran para los europeos México y Buenos Aires comenzaban a cobrar valor de metrópolis culturales y recibían transferencias que iban desde el impacto del cubismo sobre el ejercicio de pintura épica del muralismo mexicano (devenido estética oficial de la Revolución) hasta la profusión de italianos nucleados en Novecento y difundidos en Argentina por Margheritta Sarfatti sobre la convicción de que América del Sur era un territorio apto para implantar la “fuerza regeneradora del fascismo” (Ibíd.). Así lo confirmaría la populosa manifestación que celebró en Plaza de Mayo la toma de Addis Abeba por las tropas de Pietro Badoglio el 5 de mayo de 1936, superior incluso a la registrada en Roma (Scarzanella, 2007).
La reunión de intelectuales y artistas promovida en los 20 está apuntalada tanto por las revistas en su función de vehículo privilegiado de difusión como por ciertas figuras entre las que sobresalen Guillermo de Torre y César Vallejo. De Torre fue el iniciador de la famosa polémica sobre el “meridiano intelectual de Hispanoamérica” disparada desde una nota en La Gaceta Literaria en 1927 –publicación que, dicho sea de paso, fue virando vertiginosamente a la derecha política en lo sucesivo. La provocación nacionalista del crítico se encontró con una respuesta menos airada que burlesca provista por Jorge Luis Borges y Nicolás Olivari en las páginas de Martín Fierro, que se ufanaba de emplear una lengua incomprensible para la península y abrevar en un lunfardo salpicado de expresiones inventadas. En el otro extremo, el poeta peruano Vallejo se presentaba como religador internacionalista en su residencia parisina, desde donde novelaba las penurias de los mineros andinos obligados a la extracción del tungsteno y se entregaba a la “Autopsia del superrealismo” (1930), vaticinando su crisis terminal derivada del error de generar una revolución desde arriba como la capitaneada por André Breton.
Si bien reviste eficacia didáctica indiscutible, la división tajante entre los años 20 y los 30 peca de esquemática y amenaza con la imprecisión, cuando no con el fraude. Los vínculos estéticos no fueron reemplazados sino potenciados con los pasajes políticos que afectaron a los artistas, y a su vez sumaron la marca novedosa que acarreó para América la llegada de intelectuales, en su mayoría escritores y filósofos, que plantearon al continente como circunstancia vital ineludible y contribuyeron al desarrollo de la educación superior en función del bagaje que trasladaban, pródigo en pensamiento europeo y métodos germánicos, que alimentó la voracidad de las ansiosas editoriales locales. Dos de ellas inundaron con este aporte vigoroso las librerías mexicanas y argentinas: Fondo de Cultura Económica, empresa estatal creada en 1934 por el gobierno de Lázaro Cárdenas y capitaneada por Daniel Cosío Villegas, cuyas proliferantes colecciones fueron regenteadas por los intelectuales más lúcidos del momento, y Losada, fundada por Gonzalo Losada en Buenos Aires en 1938 para ocupar un lugar de vacancia no restringido a una ciudad con un copioso público lector, sino además favorecido por la desaparición y la cooptación de las editoras españolas arrasadas por las consecuencias de la Guerra Civil, entre ellas la misma Espasa-Calpe de la que Losada era representante en la Argentina.
La nueva editorial dedicó parte de la Biblioteca Clásica y Contemporánea –sucesora parcial de la Colección Austral de Espasa-Calpe– a publicar autores españoles que se aglutinaban bajo la etiqueta historicista de Generación del 27, quienes coincidían en su respaldo al bando republicano. Omito una enumeración tediosa que podría sonar redundante y opto por detenerme en aquellos nombres que revisten mayor relevancia por sus lazos evidentes con Buenos Aires. El primero es el de Federico García Lorca, cuyos dramas habían escogido a la capital porteña como plaza inmediata de representación tras el estreno madrileño. Varias huellas urbanas registran tal preferencia: por un lado, la habitación del Hotel Castelar donde se hospedaba García Lorca, devenida reliquia turística en una de las zonas más hispanas de Buenos Aires, la Avenida de Mayo; por el otro, la circunstancia de que dos teatros porteños lleven el nombre de las actrices favoritas del autor: Lola Membrives, sobre la Avenida Corrientes, y Margarita Xirgu, fuera del circuito comercial y adosado al Casal de Cataluña. La otra figura notoria de esa colección es Rafael Alberti, emigrado a la Argentina en 1940 con su esposa María Teresa León, y de quien Losada publicó multitud de títulos, desde Entre el clavel y la espada en 1941, con dibujos propios, hasta Canciones del Alto Valle del Aniene en 1972. Alberti pasó parte de su exilio en Buenos Aires y otra parte en la provincia de Córdoba, donde coincidió con el músico Manuel de Falla.
La misma fundación de la editorial reveló el impacto no ya de la expatriación española –lo que motivó que su catálogo fuera prohibido por el gobierno franquista– sino también de migraciones internas latinoamericanas. Así, a la presencia inicial de Guillermo de Torre y Amado Alonso –y a la incorporación de Francisco Ayala[1] y Manuel Lamana[2] en la década siguiente– hay que sumar el relieve de ese promotor mayor de ligazón hispánica que fue el dominicano Pedro Henríquez Ureña. Publicista del topónimo Hispanoamérica sobre el alcance indudablemente mayor –tanto político como cultural– de Latinoamérica, procuró mitigar su condición migrante apelando a las virtudes de la Patria Grande, pero chocó a menudo con idiosincrasias localistas que resintió más que condenó, y él mismo pronunció descalificaciones exaltadas hacia los haitianos con quienes su patria comparte la isla. Las estadías sucesivas en México (donde estrechó una amistad entrañable con Alfonso Reyes) y en Cuba (donde se había radicado su familia luego de que los marines desalojaran a su padre, Francisco Henríquez y Carvajal, de la presidencia de República Dominicana), invitan a trazar un paralelo parcial con el recorrido que cumple María Zambrano en América, apenas bifurcado hacia la clausura del itinerario.
Henríquez Ureña participó del Ateneo de México en 1910, se instaló en Cuba para desolarse ante una cultura que atenuaba los ímpetus de Enrique José Varona en las distractivas jitanjáforas de Mariano Brull y recaló en Buenos Aires, donde le fueron escamoteadas sucesivas cátedras universitarias con el expediente rastrero de vedarlas a los extranjeros. Zambrano inició su trayecto americano en La Casa de España de México en 1938 para enseñar luego en la Universidad de Morelia, pasó a Cuba durante diez años y en 1953 retornó a Europa, escogiendo primero Roma y luego los Vosgos franceses hasta asentarse nuevamente en Madrid al final de su vida.
Losada no se limitó a los escritores sino que desarrolló un arte de portadas al que tributó intensamente el pintor Luis Seoane. Nacido en Buenos Aires en 1910, se crió en La Coruña y regresó en equívoca condición de expatriado –como consta en Fardel de Eisilado (1952)– a su ciudad de origen en 1937 para insertarse en el círculo liderado por los fotógrafos Horacio Coppola y Grete Stern. Las Trece estampas de la traición (1937) lo dieron a conocer en la Argentina; su incorporación a la casa editora lo ejercitó en el desarrollo de la forma menuda tras haber practicado murales y vitrales, con intensa intervención de elementos vanguardistas, como consta en las tapas de Viejo muere el cisne de Aldous Huxley y de El exilio y el reino de Albert Camus, publicadas en los 50. Si en este punto Seoane puede equipararse al exiliado Josep Renau en México con sus ilustraciones para la colección Estela de la editorial Séneca, su afán de promover la cultura gallega supera la labor del catalán, como consta en las colecciones Dorna y Hórreo de Emecé, donde colaboraron con Seoane su compatriota Manuel Colmeiro y el poeta Arturo Cuadrado. Con este último fundó el pintor la editorial Nova, cuya colección de poesía Botella al Mar se convertiría luego en sello independiente.
El caso de Fondo de Cultura Económica es bastante diverso al de Losada. La editora oficial mexicana no estaba constreñida a dar dividendos inmediatos sino a fomentar la cultura en un país que, a diferencia de la Argentina, contaba con un público lector bastante acotado. La conciencia de apuntar a un grupo selecto le permitió diseñar colecciones especializadas como las de filosofía y filología –continuación lateral de las previstas por Revista de Occidente en Madrid y frustradas por el franquismo– que comenzaron a poblarse de volúmenes a medida que los transterrados españoles iniciaban su actividad en México. La mayoría de ellos arribó por intercesión del diplomático Fernando Gamboa, quien fomentó la política de asilo ejecutada por el presidente Cárdenas. Mientras revistaba como embajador en París, Gamboa participó de la Junta de Cultura Española fundada el 13 de marzo de 1939 por José Bergamín, con Juan Larrea en el papel de secretario. El paso de la Junta a México derivó en La Casa de España (1938) y, tres años más tarde, en El Colegio de México (1941), conducido inicialmente por Alfonso Reyes. Allí se congregaron los intelectuales que habían sido exonerados de sus puestos peninsulares, como Gaos y Wenceslao Roces, a quienes el 3 de febrero de 1939 se les dictó la orden ministerial de separación de la Universidad.
La filosofía y la filología que se practicaban entonces en España estaban informadas por los desarrollos germánicos en ambas disciplinas. Tal circunstancia había exigido que los catedráticos peninsulares dominaran la lengua alemana y reclamaran lo mismo de sus alumnos. La universidad americana, mucho más popular, orientada a clases medias ansiosas de profesionalización más que a élites altamente especializadas, prescindía de semejantes destrezas. Fue así como los emigrados encontraron en Fondo de Cultura Económica un espacio ideal para la traducción de filósofos y filólogos alemanes, como lo certifican las versiones de Ser y tiempo de Martin Heidegger cumplida por Gaos, la de la Fenomenología del espíritu realizada por Roces, la de las obras de Wilhelm Dilthey –a su vez, reordenadas– puesta en marcha por Ímaz y la de ese monumento de erudición fascinada que es Mímesis de Erich Auerbach, también a cargo de Ímaz. Como resultado compuesto de la circulación de traducciones y del magisterio de sus responsables, la filología mexicana encontró en Antonio Alatorre al traductor ideal para Literatura europea y Edad Media latina de Ernst Robert Curtius –asistido por su esposa, Margit Frenk– y la filosofía local declinó el “psicoanálisis adleriano” (Abellán: 32) ejercido por Samuel Ramos en Perfil de la cultura y el hombre en México (1934) para historizar la práctica y entroncar con el pensamiento latinoamericano en la labor de Leopoldo Zea, discípulo aventajado de Gaos.
Filosofía hispano-americana
Tal vez sea Gaos el intelectual más relevante de los instalados en México, si la mirada apunta al modo de inserción en la cultura de América Latina. La traducción parece haber sido ante todo para él una herramienta con vistas a dos propósitos convergentes: el de situar el pensamiento latinoamericano en un marco filosófico y englobarlo dentro del Hispanismo, por un lado; y el de ratificar al español como lengua apta para la filosofía, desbaratando prejuicios y resignaciones seculares. Más exactamente, el objetivo máximo de Gaos fue concederle al español la dignidad filosófica congruente con la densidad de pensamiento del orden hispánico. Alumno dilecto de Ortega y Gasset, se separó del maestro por una doble divergencia: el disenso al inscribir la Agrupación al Servicio de la República como partido político y la certeza de que Ortega era un filósofo asistemático, tal vez contra su propia voluntad. Si su tarea responde a la línea sucesoria del fundador de la Revista de Occidente, es forzoso reconocer que su perspectiva resulta mucho más extensa y generosa y, en vez de solazarse en apreciaciones impresionistas antes ilustradas por el regocijo retórico que por la demostración efectiva –vicio de Ortega al juzgar las cuestiones americanas, acaso porque no encontró en esas latitudes el reconocimiento que esperaba–, se congratuló de hallar en Latinoamérica una literatura de ideas con la intensidad que exigía.
Aunque proclive a formas más rígidas como el tratado a raíz de la prolongada frecuentación heideggeriana, acaso víctima de una deformación profesional que confiaba en planteos sistemáticos antes que en intuiciones aisladas, no obstante Gaos recomendó recuperar en América Latina la forma escurridiza del ensayo para la formulación del pensamiento local. Prefirió asociar la producción filosófica latinoamericana no a las certezas de la lógica proposicional sino a un silogismo invertido. Fue así como estableció que si la Metafísica de Aristóteles, la Ética de Spinoza, la Crítica de la razón pura de Kant y la Lógica de Hegel tienen consenso como obras filosóficas, no es que los Motivos de Proteo de Rodó, Del sentimiento trágico de la vida de Unamuno, las Meditaciones del Quijote de Ortega y la Existencia como economía, desinterés y caridad de Caso carezcan de valor filosófico por no obtener la misma unanimidad en su definición, sino que se impone una caracterización de la filosofía que exceda las formulaciones más esquemáticas para adosar modos de pensamiento que escogen una expresión novedosa, menos indiferentes a la estética que a un rigor que empaña toda libertad.
Como maestro de Leopoldo Zea, hay que imputarle a Gaos el impulso para las investigaciones sobre Historia de las ideas que se plasmaron en una colección de Fondo de Cultura Económica en la cual el mexicano comisionó a Arturo Ardao para Uruguay, a Mariano Picón Salas para Venezuela y a José Luis Romero para la Argentina. Pero sobre todo corresponde atribuirle algunas conclusiones esperanzadas que hoy resultan evidentes en América Latina, aunque proclamadas a mediados del siglo XX y leídas fuera de su espacio de enunciación, podían parecer fruto de un entusiasmo desbocado o de una alucinación tropical. Sobre su propia obra que, iniciada en España, culminaba en América, fue capaz de extrapolar la certeza de que América es el futuro de España, revirtiendo el rol de España como antecedente americano con que insiste la perspectiva colonizadora. En el descubrimiento sin conquista que realiza en tierra americana –“los españoles hicimos un nuevo descubrimiento de América” (apud Abellán: 160)– Gaos reconoce una paridad de condiciones y admite al continente como paradójica utopía radicada, reproduciendo el gesto de Rubens cuando, al copiar el jardín del Edén en que Tiziano situó a Adán y Eva, colocó un guacamayo de las selvas tórridas (Henríquez Ureña, 1969) para evidenciar simultáneamente que el paraíso tenía aspecto americano y que esa cultura que la conquista había procurado sofocar se filtraba inevitablemente en la orgullosa cultura europea.
Como se advierte, he preferido principiar por la versión optimista del exilio español, rescatando aquellos aspectos formativos que los transterrados instalaron en el continente. A eso se refiere el título de eufónicas resonancias que ofrece la cita de Rubén Darío: la “sangre de Hispania fecunda” es la que alienta en la “Salutación del optimista”, y mi conciencia poética latinoamericana me ha llevado a una nueva referencia dariana al enfatizar la posibilidad de una filosofía en español sin impronta de minoridad frente a otras lenguas. Es en la oda “A Roosevelt” donde Darío se congratula de “esta América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”, con vocación de resistencia frente al avasallamiento soberbio de los Estados Unidos. Hay un tercer momento dariano, ya que la inclinación a los enunciados estéticos me habilita a pautar el texto con versos entrañables: el que reconoce en la marquesa Eulalia de “Era un aire suave” la conducta equívoca por la cual la dama “daba a un tiempo mismo para dos rivales”. Tal situación es la que afecta a la revista Cruz y raya fundada por José Bergamín en 1933 con Eugenio Ímaz como secretario.
El catolicismo de afanes revolucionarios que promueve la publicación arrastra el contrasentido de difundirse en Buenos Aires en las páginas de Sol y Luna, revista del catolicismo reaccionario que se solaza entre 1938 y 1943 en la exaltación franquista, arrastra resabios de la Falange y reemplaza las colaboraciones de Emmanuel Mounier y Jacques Maritain que campeaban en Cruz y raya por las de Gino Arias y Giovanni Papini. Semejante recaída fascista obnubila a los redactores y los afirma en la convicción de que los regímenes de Franco, Oliveira Salazar y Mussolini son defendibles por su carácter tan cristiano como latino. El antitotalitarismo de Bergamín, militante en la presidencia del II Congreso de Escritores Antifascistas reunido en Valencia en 1937, resulta algo lesionado por esparcirse en un órgano contradictorio con sus intereses –que para colmo rescata el pensamiento de Ramiro de Maeztu– aunque la prédica de Cruz y raya traza un recorrido que, en retrospectiva, aparece como antecedente del Concilio Vaticano II (Vivanco, 1968). En especial, a manera de antesala de esa lectura revolucionaria del Evangelio que sostuvo la Teología de la Liberación, con epicentro en el Perú de Gustavo Gutiérrez y en el Brasil de Dom Helder Câmara, y manifestación privilegiada en la obra tanto literaria como política de Ernesto Cardenal, entre los Salmos antiimperialistas, la comunidad isleña de Solentiname y el Ministerio de Cultura de la Nicaragua sandinista.
Otras revistas muestran un recorrido acaso más coherente pero con una suerte errática. Es el caso de España peregrina que, junto con la editorial Séneca, Bergamín llevó de París a México y sostuvo a lo largo de diez números. La peregrinación instalada desde el título participa de una serie misionera a la cual muchos exiliados se entregaron, replicando con siglos de distancia el carácter desplegado por los jesuitas en América, si bien trocando la vocación de servicio divino por la de traslación espiritual. A la caracterización de los jesuitas como primeros intelectuales americanos (Picón Salas, 1944) y primeros exiliados (Pizarro, 1985) corresponde la función difusora de los emigrados, bruscamente interrumpida cuando España peregrina fue reemplazada por los Cuadernos Americanos, al tiempo que la dirección peninsular era sustituida por la del mexicano Jesús Silva Herzog y la dominante ética quedaba desplazada por la estética. Los españoles reacios a Cuadernos Americanos encontraron acogida en El Hijo Pródigo de Octavio Barreda, que junto con Letras de México publicó artículos de Gaos, Larrea, León Felipe y Juan Ramón Jiménez.
La situación en Buenos Aires oscilaba en la relación entre editoriales y revistas apuntalada por el internacionalismo proletario (el caso de Claridad, versión porteña de esa Internacional del pensamiento de izquierda fundada por Henri Barbusse en París) y la aparición de emprendimientos novedosos como el de Sudamericana, liderado por el dueño de la librería Catalonia de Barcelona (Antonio López Llausás), y Emecé, sigla de las iniciales de Mariano Medina del Río y Álvaro de las Casas, potenciada por la intervención del abogado Bonifacio del Carril (responsable de traducciones memorables como la de El extranjero de Camus). En consonancia, en México proliferaron publicaciones de exiliados estrechamente conectadas con editoriales y librerías que garantizaban la expresión del republicanismo fuera de la península, como Las Españas, Romance, Presencia, Comunidad ibérica y Los sesenta (dirigida por Max Aub); las editoriales Ediapsa, Costa.Amic y Finisterre y las librerías Suárez, Madero y Cristal (Caudet, 1992). Ediapsa, motorizada por Rafael Giménez Siles, implantó el modelo de la Compañía Iberoamericana de Publicaciones (CIAP) –fenecida a raíz de los efectos europeos del crack de 1929–, cuyo propósito había sido desbaratar el monopolio del libro francés en los países hispanoparlantes (Lago Carballo y Gómez Villegas, 2007). Buenos Aires se especializó en otra clase de publicaciones, vinculadas estrictamente a la Universidad de Buenos Aires, como la Revista de Filología Hispánica y los Cuadernos de Historia de España. Filología, tal como se llama actualmente, fue desde 1939 la publicación principal del Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas de la UBA que lleva el nombre de su principal mentor, Amado Alonso. Los Cuadernos de Historia de España fueron el órgano oficial del instituto creado en 1943 por Claudio Sánchez Albornoz, especialista en los reinos de taifas que se reclamó presidente de la República Española en el exilio entre 1962 y 1971.
El Instituto de Filología fue la sede en que se radicaron investigadores de primer nivel cuyas obras reafirman la fortaleza del Hispanismo como concepto aglutinador. Son los casos de los hermanos María Rosa y Raimundo Lida, Frida Weber de Kurlat, Celina Sabor de Cortazar y Ana María Barrenechea, activa tanto en el plano de la lingüística como en el de la literatura, obstinada defensora de la literatura fantástica latinoamericana –para corregir y contrarrestar la ligereza eurocéntrica de Tzvetan Todorov– y, sobre todo, instauradora de objetos críticos. A sus afanes de juventud se debe el primer artículo sobre Macedonio Fernández en 1941; a su empeño doctoral hay que atribuir La expresión de la irrealidad en la obra de Borges de 1957, redactado en el Bryn Mawr College bajo la dirección de otro transterrado español, Ferrater Mora. La preocupación del maestro por un acceso filosófico a la realidad provocó en la discípula la reacción indagatoria sobre la irrealidad como categoría que sostiene el desarrollo del género fantástico en los relatos y las especulaciones de un escritor hoy canonizado, pero entonces apenas conocido.
Nuevamente se impone el verso de Darío sobre la ambigüedad de la marquesa seducida por figuras opuestas: no se trata ya del vizconde rubio y el abate joven que disputan en el poema el interés de la bella, sino de los vaivenes de la universidad argentina que cobijaba en Buenos Aires tanto a Alonso y Sánchez Albornoz, perseguidos por su militancia, de una parte; como al oscuro Antonio Tovar, personaje orgánico del gobierno nacionalista peninsular, de otra. El filólogo que había ocupado brevemente la Subsecretaría de Prensa y Propaganda del régimen franquista y había oficiado como lenguaraz en los encuentros del multiministro Ramón Serrano Súñer con Hitler y Mussolini, a fines de los 40 instruía en la UBA a los mismos alumnos de sus colegas republicanos y se desempeñaba en la Universidad de Tucumán a la par del marxista Rodolfo Mondolfo, antes de ser nombrado rector de la Universidad de Salamanca (1951-1956).
La presencia de Tovar articula el momento gozoso de la filosofía en español, cuyo protagonismo me empeño en conceder a Gaos, con el momento doloroso que representa Ímaz, autodefinido como un absurdo: “un intelectual que lleva la verdad en las entrañas, y no en la cabeza, y una verdad que le metieron, no que él se haya fabricado. ¿Puede haber algo más absurdo con pretensiones de intelectual? Pues este absurdo es el que vengo a defender: que la verdad no está en el cielo, poblado de intuiciones, sino en la tierra” (apud Abellán: 353). Semejante confesión exime de requerir explicaciones adicionales para el suicidio que cometió el 28 de enero de 1951. Aunque Abellán insiste en adjudicarlo a la “circunstancia fatal” que en términos orteguianos representó el levantamiento de la censura de la ONU a la dictadura de Franco el 4 de noviembre de 1950 –anticipada en 1947 por la reanudación de las relaciones diplomáticas entre Argentina y España dispuesta por el general Juan Domingo Perón–, el ánimo de Ímaz estaba demasiado lesionado como para requerir otro estímulo que su propio malestar. La “constelación de delirantes” en la que Abellán lo coloca (358) procura afiliar su concepción del libre albedrío con la de Pico della Mirandola con su fe humanista en la virtualidad del hombre, pero termina empenumbrándola hasta asociarla a la versión calderoniana, arrojando a Ímaz en las tinieblas del Barroco antes que en la luminosidad del Renacimiento.
Imágenes melancólicas
Este momento depresivo del pensamiento español en el exilio americano es el que mejor concuerda con las manifestaciones que desde la plástica proveían los emigrados peninsulares y que impactaron en la obra de los artistas locales. Lo que en el trabajo de Barrenechea se revelaba como contraste entre la realidad y la irrealidad se erige en la pintura en tensión entre realismo y surrealismo como principios representativos lanzados a una común desazón. Si en la labor de buena parte de los filósofos despunta la vislumbre constructiva que permitía orientar los esfuerzos en pos de un pensamiento en lengua española, en la pintura y la gráfica se entronizan imágenes de destrucción y decadencia, premoniciones nefastas y ámbitos siniestros que otorgan una visibilidad desmesurada al horror de la guerra.
Wechsler (2006) subraya tres características en la plástica de los 30 y 40, en cuyo corpus mantiene indistinguidas las producciones de españoles emigrados y las que resultan de la labor de argentinos y mexicanos que abren un corredor ideológico y técnico para recibir a los transterrados, suprimiendo cualquier jerarquía entre ellos. Los rasgos sobresalientes son la melancolía, el presagio y la perplejidad que, ya frecuentes en Europa durante el período de entreguerras –baste recordar las ciudades desiertas de Giorgio de Chirico o los sujetos desazonados que llevan el sello de René Magritte–, se adensan y multiplican, deprimiendo la perspectiva de futuro y sosegando los destellos de utopía que alentaban a los filósofos. En verdad, la melancolía es menos la conciencia de un mundo ido que, en palabras de Agamben (1995), el lamento por la pérdida de algo que, en verdad, nunca se tuvo.
Es por eso que las dimensiones colosales que identificaban a la pintura muralista mexicana –recuperadas también en la Argentina, en especial con el paso de David Alfaro Siqueiros por Buenos Aires, donde realizó Ejercicio plástico, asistido por Antonio Berni– comienzan a aplacarse en cuadros de pequeña medida, mientras la estridente impronta épica de los trabajos de José Clemente Orozco se atenúa en las estampas con que ilustra la cultura mexicana posrevolucionaria. Esa tarea, tanto en el formato mesurado como en la concentración en pocas figuras y apenas un dato del paisaje, se erige en antecedente para los fotogramas de la cinta ¡Que viva México! que Serguéi Eisenstein filma en 1930, a la vez que enlaza con los grabados ominosos de Francisco de Goya.
La progresiva disolución del mural aparece dentro de su mismo marco cuando Josep Renau desbarata la totalidad autosuficiente de los 100 metros cuadrados de Retrato de la burguesía, encargado a Siqueiros y varios colaboradores por el Sindicato de Electricistas, con sus intervenciones aprendidas en el fotomontaje, desafiando con el gesto fragmentador la espléndida monumentalidad de la pintura sobre la pared. Por su parte, cuando encara la forma en España conquista América, tanto el tema como el talante –que invierte la versión gaosiana– inundan de conservadurismo su tentativa y confirman el agotamiento del mural. La forma se desvanece porque no logra dar cuenta del caso español –o, mejor, porque no hay épica de la derrota–; corroyendo sus certezas se fortalece la tendencia al Goya revisitado que insiste en la premonición siniestra. En tal tesitura coinciden Manuel Ángeles Ortiz, Maruja Mallo y Manuel Colmeiro, quienes hacen el trayecto hacia la Argentina junto con Seoane para encontrarse con los catalanes Pompeyo Audivert y Juan Batlle Planas, ya instalados en la capital porteña, y con el grupo formado por los locales Raquel Forner, Berni, Lino Enea Spilimbergo, Juan Carlos Castagnino, Demetrio Urruchúa y Víctor Rebuffo. La relación estética establecida en los 20, cuando algunos de ellos viajaron a París y se sumergieron en los efectos de la vanguardia, extrema el componente político en el caso de quienes enfilan hacia México –Renau, José Moreno Villa, Antonio Rodríguez Luna, Aurelio Arteta, Enric Climent, Arturo Souto– tras haberse codeado con Siqueiros en las Brigadas Internacionales.
Pero enfrascarse en el aura de Goya para definir estos trabajos sería excesivo, porque si bien el grabado recupera su primacía –y el Taller de Gráfica Popular de México, con su aire clandestino y su vocación de industria de guerra, es testimonio elocuente al que se suman las ilustraciones de revistas y los carteles de propaganda política– es mucho más vigorosa la marca de las vanguardias, como resume Jaime Brihuega (2006) cuando se detiene en el caballo del Guernica para montar sobre él a un sector significativo de la producción artística de los 30 y 40 en Latinoamérica. Sin embargo, la opción picassiana por el blanco y negro en esa tela sobrecogedora ratifica la impresión de que las obras plásticas trazadas en el marco de la emigración española quedan impregnadas por el desánimo y adquieren el perfil de una antología de escombros.
Sin embargo, prometí no plegarme a esquematismos. El contraste que parece suscitarse entre el exilio de los intelectuales y de los artistas se hurta a las hipérboles. Si la figura de Ímaz actúa como bisagra fúnebre que se extasía en las señas de la muerte, puede contrarrestarse con el acicate de los muralistas que, incluso cuando renunciaron a la forma, no fueron capturados por el desaliento. Y también con ese trabajo constante de los transterrados que implementaron novedades gráficas, colaboraron con la difusión de la esperanza revolucionaria y mitigaron su condición al integrarse a una red artística que salteó los datos filiatorios para reconocerse en un espacio común y una labor unificada. La emigración española en Latinoamérica otorgó un impulso en varios planos y se impregnó de saberes y prácticas novedosos, operó sobre la formación intelectual y reconoció en Argentina y México plazas editoriales propicias a sus creaciones. Efectuar un balance de semejante reciprocidad excede el tiempo y la disposición de este ensayo, que no tiene más virtud que la de indagar el vínculo ni más pretensión que la continuar el diálogo.
Bibliografía
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- También colaborador en la revista Sur, donde se estrenó en 1939 con “Diálogo de los muertos” (n° 63), y en el diario La Nación. Junto con el filósofo Francisco Romero fundó la revista Realidad, donde se produjo el debut del joven cuentista Julio Cortázar.↵
- Destacado traductor del francés para Losada, Lamana fue también profesor en la Universidad de Buenos Aires y novelista.↵