Inflexiones plásticas en el modernismo latinoamericano
Paisajes de cultura
Es tentador aunque facilista iniciar esta indagación con las poesías de Rubén Darío donde la pintura cumple las múltiples funciones de referencia erudita, caracterización contextual y recurso de refinamiento estético. Las “fiestas galantes” que ya habían sido visitadas por las poesías de Paul Verlaine –a quien Darío rescataba como “liróforo celeste”– representan el primer ejercicio de ekphrasis (traslación verbal de una obra visual) en el modernismo latinoamericano, que tuvo en el poeta nicaragüense al diseñador más eficaz de rasgos y tradiciones. “Era un aire suave”, el poema en que la marquesa Eulalia se excede en “risas y desvíos” para seducir con su belleza maligna a un vizconde y un abate (optando finalmente por un paje) en el marco equívoco de una mascarada, es el despliegue verbal de las telas rococó de Jean-Antoine Watteau y Jean-Honoré Fragonard. La presencia de los pintores no se limita a la ambientación provista por “el rico zócalo al modo de Jonia” que decora la terraza festiva, ni al vestuario suntuoso de las casacas brillantes de los chambelanes unísonos, sino que se detiene en el detalle de esos ademanes menores de la gestualidad femenina que exponen con picardía una puntilla mientras recogen la falda “con dedos de ninfa bailando el minué”.
Esa atención superlativa al detalle es el sostén del principal fetichismo modernista: el del pie de la mujer. Mientras el romanticismo prefería fijarse en los rasgos del rostro, concentrando en ellos la expresión del alma, el modernismo no solamente se centra en la extremidad inferior (“sobre el tacón rojo, lindo y leve el pie”) sino que invierte el recorrido de la seducción. Ya no se trata de fascinarse con un rostro y fijarse luego en el cuerpo que le corresponde, sino que el punto de partida es el pie a partir del cual se repone, en metonimia, el resto del cuerpo.
A su vez, el esplendor plástico se combina con los recursos sonoros que se deleitan en la repetición (“la marquesa Eulalia ríe, ríe, ríe) y acuden reiteradamente a la aliteración que encuentra un ejemplo insuperable en el verso “bajo el ala aleve del leve abanico” en que la profusión de eles procura imitar el sonido del aire desplazado por el objeto. Esa armonía de lo visual y lo sonoro, de la ekphrasis y la fonética, subraya la tendencia modernista a participar de todos los dominios artísticos y sobresaturar mediante apelaciones estéticas, en reclamo de un lector que participe de semejante background. La convocatoria a un público que, como el propio poeta, confíe en una percepción estética del mundo y que, in extremis, aspire a que la vida tome la forma de una obra de arte, no renuncia a ningún exceso en pos de su objetivo de diseñar una brotherhood. Así es como la presencia de las obras pictóricas –que en ocasiones justifican todo un poema, tal el caso de “Leda”, informado por la composición “Leda y el cisne” de Leonardo da Vinci (cuadro perdido que apenas si se conoce por una copia de otro artista– se corresponde con la imposición de lo musical que, menos centrada en las referencias, sobreabunda en elecciones métricas, rítmicas y léxicas de la poesía.
Ángel Rama (1975) destacó que, en Darío, la voceada resonancia de la música de Wagner en que abrevaban los críticos previos –sin darle mayor desarrollo– radicaba menos en una coincidencia melódica o una disposición armónica que en la orquestación atronadora. Renunciando a una regla sonora según la cual las cuerdas deben marcar el crescendo antes que los bronces para no ser opacadas o sepultadas por estos, en la orquestación wagneriana el tutti abarca a todos los instrumentos sincrónicamente, aplastando con la estridencia de los metales los matices tersos de las maderas. La combinación extrema de los excesos sonoros y las seducciones plásticas –una variante recortada de las correspondencias que Charles Baudelaire encontraba como incitación de la naturaleza– no se limita a la poesía sino que abarca otro género que Darío practicó como una forma de la prosa artística: la crónica. En “Un retrato de Watteau” (contenido en el “Álbum santiagués” del libro Azul de 1888), la mención sesgada a Sade que sitúa al lector en “los misterios de un tocador” (Darío, 2013: 33) articula la aliteración en R del conjunto con la aliteración en M que asiste a la marquesa: los “rizos rubios”, el “recinto” y lo que en él se “derrama” acuden a otorgar predicados a “una marquesa contemporánea de madama de Maintenon” (Ibíd.).
Por su parte, el “Álbum porteño” publicado por entregas en la Revista de Artes y Letras de Chile en 1887 insiste en técnicas pictóricas desde los títulos de crónicas como “Acuarela”, “Paisaje” o “Aguafuerte” y proclama su afán de transferir lo visual a lo verbal desde el inicio, “En busca de cuadros”, para no abundar en la condición misma del álbum. Lo que se destaca en todas las estampas es la voluntad de diseñar paisajes estéticos desde la situación del voyeur que percibe que todo está puesto ante su mirada para otorgarle un aura artística a aquello a lo cual “el gran Watteau le dedicaría sus pinceles” (34).
Pero indudablemente el texto donde la pintura es el centro de atención y el motivo mismo del comentario es “El Salón” que, además de insertarse en la serie de crítica pictórica cumplida por Baudelaire desde la cual habían recibido el espaldarazo los impresionistas franceses, prosigue la labor desplegada por el cubano Julián del Casal en “Mi museo ideal”. El artículo publicado en La Prensa de Buenos Aires el 1° de noviembre de 1895 comienza con una autodefinición implícita del modernismo (“la necesidad de una renovación, de una revolución contra el pontificado de la banalidad”: 66), condena al alemán Max Nordau que reunió en Dégénerescence un catálogo maldito de artistas enfermos mentales al que Darío le responde con la reivindicación que les depara a varios de ellos en Los raros (1896) y se entrega a los pintores contemporáneos que convierten los diagnósticos de depravación psíquica en mistificaciones. Darío abandona la moderación que encuentra en los prerrafaelistas y se asoma a las fantasías tenebrosas de Odilon Redon, Félicien Rops y Gustave Moreau: “Redon se hunde en el sueño y en el misterio de la sombra; Rops se complace en negro-y-blancos milenarios, llenos de muerte, o en apariencias obscenas o macabras; Moreau orientaliza sus sueños en suntuosas telas” (68) y todos ellos pretenden “poseer la Luz por modos distintos” (Ibíd.). La descripción de la Morphine de Diana Cid de García, además de abonar la tendencia a la ekphrasis, insiste en asociarse no solamente al decadentismo francés sino más precisamente a esa versión tropical que ofreció Casal, a quien Darío le dedica dos necrológicas reveladoras.
En la primera, “Julián del Casal”, asocia al cubano con las figuras de Edgar Allan Poe –“raro” por antonomasia, ya descubierto por Baudelaire como un sujeto reactivo al medio mercantilista en que vivió– y Villiers de l’Isle Adam. Pero convencido de que la de Casal fue una existencia de héroe artístico, no demora en identificarlo con Des Esseintes, el protagonista de A rebours de Jorys-Karl Huysmans, ese libro que en las traducciones diversas de A contrapelo o Contra natura persiste en la producción de un efecto ominoso. Muerto de risa, no obstante Casal soportó “un mal oscuro y misterioso” de los que Susan Sontag (2003) ubica como enfermedades espiritualizantes como las que afectan las vías respiratorias, aquella zona del cuerpo que remite a lo aéreo, lo etéreo, lo que se desprende de la corporalidad amenazante de infecciones y deformidades.
La segunda necrológica, “Films habaneros – El poeta Julián del Casal”, tiende hacia una forma artística que está surgiendo en el mismo 1895 en que fallece el cubano: el cine. La vida artística de Casal se inscribe en el marco modernista que se presenta como cofradía de almas sensibles, una versión sofisticada de la bohemia finisecular y una alternativa más espiritual que sociológica de las formaciones intelectuales caracterizadas por Raymond Williams (2015). Abatido por las figuras de la plástica finisecular, Julián estaba “emponzoñado de desaliento”, apegado a lo extraordinario con “la tendencia malsana a la rebusca de un paraíso artificial” (Casal, 2012: 350).
Belleza bizarra
Una belleza bizarra produce Julián del Casal, adhiriendo a los gustos extravagantes de Huysmans quien, al cabo de la celebración del desenfreno, se convirtió al catolicismo y se recogió en un monasterio para clausurar la soberbia. En el abordaje que le dedica Casal en una crónica, su eclecticismo transita la liturgia cristiana, la Edad Media, la belleza artificial, la naturaleza enferma y los genios perturbados (177). Pero, a los fines de esta indagación, lo que destaca en esa biografía licenciosa es que “la pluma de Huysmans rivaliza con el pincel de cualquier pintor”: las páginas iniciales de Là-Bas se dedican a describir la Crucifixión de Mathaaeus Grünewald; –un siglo más tarde también Augusto Roa Bastos incurriría en una fascinación semejante en las páginas de El fiscal, en tanto los furores teóricos de Julia Kristeva optaban por el Cristo muerto de Hans Holbein–; los Croquis Parisiens se entregan a la modernidad inmediata de la Salomé que domina la Aparición de Gustave Moreau. Entre los artistas favoritos de Huysmans figuran varios que encuentran una equivalencia literaria inmediata, de modo que mientras Whistler es “el Edgar Allan Poe de la pintura”, Rops es “el Livingston del satanismo, el glorioso ilustrador de Las diabólicas” y Moreau “el Rey-Poeta del color” (180).
Es Moreau justamente quien motiva los poemas de “Mi museo ideal”, una sección del libro simbolista Nieve (1892). De las cinco partes que lo conforman, cuatro se dedican a las artes plásticas: “Bocetos antiguos”, “Cromos españoles” y “Marfiles viejos” flanquean este museo cuya formulación poética tiene una doble trasposición, ya que la que se produce de lo visual a lo verbal registra además la mediación de la reproducción técnica de la obra pictórica, conocida por fotos o incluso apenas por las aproximaciones que proveen las páginas huysmanianas.
Lo más notable es que “Mi museo ideal” enrola a Casal no solamente en el dominio de los pintores contemporáneos sino también en una sociedad latinoamericanista más amplia en la cual se cruza con los intereses de José Asunción Silva. Al tiempo que Silva se pronuncia por la mujer prerrafaelista, Casal se entrega a Salomé –como Moreau–, instalándose en un contexto finisecular abordado también por Aubrey Beardsley con sus grabados para la Salomé de Oscar Wilde y el cuadro alongado de Gustav Klimt en que la cabeza del Bautista queda ahogada en la hiperdecoración del vestuario que exhibe la femme fatale.
Los poemas de Casal (“Salomé” y “La aparición”, abordando la obra de Moreau respectivamente desde el personaje aislado y la composición completa) se detienen en la “ardiente pedrería” que irradia brillos malsanos desde las transparencias que insinúan más que cubren a Salomé, quien señala la aparición nimbada de la cabeza del decapitado en una provocativa intervención de las iluminaciones sacras medievales. Un paisaje con alto grado de irrealidad circunda a esa figura femenina plena de curvas, en posición de modelado. La Salomé de Beardsley es radicalmente diversa: además de restringirse al blanco y negro de la tinta, el joven inglés dibuja una figura estilizada, con diseño liso apenas alterado por los pliegues de las telas y un aspecto andrógino que resulta amenazador.
En la de Klimt, por su parte, obtienen mayor resonancia los antecedentes: a la Salomé renacentista de Donatello, detenida en la fijeza de la estatua, le suceden los ejercicios contrapuestos de Caravaggio, donde el contraste de luz y sombras centraliza a la joven y deja en la penumbra a la alcahueta instigadora, y de Guido Reni, quien otorga una expresión angelical a la perversa, la que resulta orientalizada apenas con el detalle del turbante. Habría que agregar a fines del siglo XIX la Salomé de Rops presentada como una virtuosa del diablo, una dama sobresaturada por el oxímoron: ángel demoníaco por las alas, mujer bella en quien asoma ya la calavera como memento mori articulado con las caderas huesudas que simulan una mariposa pero en verdad son un desplazamiento de las tibias mortuorias, remarcando el contraste espeluznante entre la tentación carnal y la condición descarnada del cadáver.
Si los mismos recorridos podrían cumplirse con las figuras que Moreau traza de Medusa y de Venus (personajes mitológicos cuya profusión de representaciones parecen condensarse en el escudo siniestro con que Caravaggio fija la mirada de Medusa y en la celebración que Botticelli dedica a la joven que surge de una concha marina), es preferible fijarse en “las sierpes de viscosas pieles” que acompañan la amenaza de la Gorgona y en el “cuerpo alabastrino” de la diosa del amor que se abandona al lado de un mar en el que flotan monstruos en la reconstrucción poética que Casal les dedica a esos cuadros iluminados por el tópico de la “luz febea” que aparece tanto en “Una peri” como en “Hércules y las estinfálides”.
El cierre de este museo privado es la “Apoteosis de Gustave Moreau”, que no puede producirse sino en el ámbito decadente que corresponde a ese paisaje de irrealidad detenido en la hora incierta en que la noche no termina de transformarse en la luz del alba. La “nostalgia de la aurora” (265) con la oscuridad acechando todavía promueve el enfrentamiento entre el Dios hebreo, castigador, y el “Dios munificente que perdona” (266). Sin embargo, no hay una salvación espiritual a la cual aferrarse, porque en un relámpago decadente Casal instala toda la iconografía de la podredumbre y la decrepitud con “verdes moscas”, “tumbas hoscas”, “gusano cruel”, “la blancura amarilla de los huesos” (Ibíd.). Y ante el colorido desplegado por Moreau, insistente en los tonos ocres que traslucen una luz solar anémica y perversa, Casal define una sinfonía en blanco concentrada en “nívea flor en sus dedos nacarados” (267).
La apoteosis es no solamente el reconocimiento del pintor entre los “genios triunfadores” y los “santos soñadores” (Ibíd.) sino especialmente la concesión con que la bella Elena –cuya actitud en Troya es homologada a la decisión criminal de Salomé– distingue al artista: sonrojada, arrodillada, se entrega a ese vínculo colosal de arquetipos en el cual queda “la Belleza del Genio enamorada” (Ibíd.). El modernismo puramente esteticista de Rubén Darío va tendiendo a lo perverso, ampliando la apertura hacia el decadentismo, especificando la relación con un simbolismo que no se limita a proveer temas y recursos sino que orienta asimismo los modos de integrar en el ámbito americano aquellas tradiciones que se habían instalado como el pasado de Europa y que resultaba urgente revisar en su dimensión y su significado.
Caso clínico y leyenda local
“Silva es el único genio de Colombia”, pontifica Fernando Vallejo en la biografía que le dedica a la figura más relevante de la literatura nacional en vísperas del centenario de su muerte (2010: 183). La circunstancia de nacer en la ciudad desolada que era Bogotá a mediados del siglo XIX, de escribir algunos de los poemas más memorables de la lengua española, de heredar deudas y soportar un naufragio que liquidó su obra inédita y de encarnar el mito romántico de suicidarse a los treinta años hacen incurrir a Vallejo en la tentación de extremar la historia de vida en una hagiografía de José Asunción Silva (1865-1896). El deudor consuetudinario procura hacer de su vida una obra de arte diseñada con los rasgos más sobresalientes del modernismo latinoamericano. Ese refinamiento no lo sustrae de ejercicios absolutamente pedestres e interesados como el que despliega al pretender estafar a los compradores incautos tratando de vender unas copias de grabados de Moreau como si fueran los originales, o al abusar de los conocimientos de un amigo químico para instalar la fábrica de baldosas que representa su última quiebra.
Semejante vaivén entre un romanticismo tardío y un modernismo que no vacila ante los aspectos agresivos y satánicos del movimiento –adoptados del decadentismo y el simbolismo de Francia– lo asiste en la escena mortuoria. El cadáver de Silva tiene dibujado sobre el pecho un círculo con una cruz que establece la ubicación exacta del corazón, trazado por el médico Juan Evangelista Manrique a pedido del poeta. El disparo fue certero, aunque prescindió de la violencia del destrozo para acentuar la delicadeza que define la cabeza reclinada sobre el hombro, como el gesto de entrega de un mártir. Sobre la mesa de luz quedó un ejemplar lujoso, encuadernado en pasta de cuero marroquí, de El triunfo de la muerte de Gabriele D’Annunzio. El decadentismo del italiano se combina con la sensibilidad romántica a la que apela el cuerpo yacente y sostiene en esa escenografía calculada el tironeo entre dos estéticas que insisten en la poesía –El libro de versos, Gotas amargas, Intimidades– y en la única novela de Silva, De sobremesa.
En verdad, la noción misma de novela se vuelve extravagante en el contexto modernista que, plegado también en este punto a las preferencias del decadentismo, opta por las manifestaciones fragmentarias en un catálogo variado que integran la crónica, el microrrelato, la fábula y el esbozo, convirtiendo los afanes novelísticos en poco más que un relato con una ilación forzada, puros episodios ensamblados que abusan de la condición unificadora atribuida a la materia narrativa.
La cualidad hiperbólica de la vida del poeta que representó una rareza en la Bogotá finisecular radica tanto en la patología psíquica a la cual se lo asoció como en la leyenda en la que derivó (y resulta sintomático que el suicidio sea la intersección entre ambas versiones). La primera, que participa por igual del diagnóstico estigmatizante que le lanzó el naturalismo como de la productividad imaginativa que reivindicó el decadentismo, tributa a ciertas lecturas que Baldomero Sanín Cano identifica, junto al libro de D’Annunzio, entre los volúmenes que poblaban la improvisada cámara mortuoria: Tres estaciones de psicoterapia de Maurice Barrès y un número de la revista Cosmópolis (Sanín Cano, 1946: 181). La segunda reconoce amplia responsabilidad a la necesidad de edificar un mito colombiano a partir de un personaje de éxito póstumo.
A diferencia de Darío, Silva descartó o ignoró a Paul Verlaine, Stéphane Mallarmé y Arthur Rimbaud para inclinarse inexplicablemente por los españoles Joaquín María Bartrina, Ramón de Campoamor y Gaspar Núñez de Arce. Esta proximidad con el romanticismo se acentuó mediante la frecuentación de las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, pródigas en tenebrosismo. Acaso tales elecciones encuentren explicación en el hecho de que las inclinaciones esteticistas de Silva fueron eclipsadas por su voluntad de ajustarse a los gustos culturales de la minoría dirigente.
Silva se ubica en el período definido en términos culturales como fin-de-siècle, expresión que condensa una serie de manifestaciones estéticas (especialmente literarias y pictóricas) que tienen su epicentro en Europa occidental –Francia, Bélgica, Inglaterra, principalmente– y se trasladan al área latinoamericana, sobre todo a partir del foco parisino. Al grupo dominante corresponden el decadentismo, el parnasianismo y el simbolismo, cuyos efectos sobre el modernismo latinoamericano no se limitan a la ekphrasis sino que se expanden en el empleo de sinestesias que conjugan sensaciones correspondientes a diversos sentidos, ciertas recaídas satanistas en los temas y especialmente en el diseño de las figuras femeninas y una firme convicción en que el mundo que ha renunciado a los dioses reclama una religión del arte.
Para conjurar el fatalismo, Silva no optó por alguna forma del desagravio sino que practicó un género que tuvo peculiar éxito en el momento finisecular: la vida de artista, trazada a modo de autobiografía (Gutiérrez Girardot, 1987). De sobremesa se mantiene dentro de los rasgos de un modernismo reconocible en la multitud de citas, en las descripciones y en el ansia por construir un repertorio de mujeres que van desde la prostituta de categoría hasta la niña idealizada. La novela de Silva tiene la dificultad de tratar temas que rozan la perversión y se asoman al asesinato sin renunciar a los matices que imponía la frecuentación de un medio provinciano. Así, el título mismo, que según Meyer-Minnemann (1990) repone las expresiones adverbiales de las novelas de Huysmans (En ménage, A rebours o Là-bas), también puede entenderse en la reprobación de Vallejo como una expresión “chocolatuda”, más propicia para los textos de ese escritor menor que era su contemporáneo José María Vargas Vila que para el único ejercicio narrativo del poeta.
De sobremesa –que fue reescrita en 1895 al cabo del naufragio en que se perdió el original– se propone como la lectura que hace el protagonista José Fernández de su diario de viaje europeo ante un grupo de amigos selectos, en el marco de un interior distinguido por una sinfonía rojiza de “gasas y encajes”, “terciopelo carmesí”, tazas chinas y una “penumbra de sombría púrpura” (Silva, 1992: 47). La alternancia entre diario íntimo y carnet de voyage se establece a partir de las reflexiones y el relato de experiencias puntuales, por un lado, y la descripción de paisajes y obras de arte, por el otro. El modelo de esa escritura está provisto por una joven rusa, Marie Bashkirtseff, quien murió tuberculosa en París y fue convertida en mito por Barrès, uno de los pilares del nacionalismo francés.
La novela reúne, a modo de referencias teóricas y consideraciones críticas, a aquellos autores que en la poesía de Silva aparecen presupuestos y cuya frecuentación era habitual entre los modernistas latinoamericanos. En el orden pretendidamente “científico”, Max Nordau, obsesionado por catalogar a los sujetos finiseculares como enfermos mentales y acomodarlos en “una asamblea de incurables” (Silva, 1992: 198). En el aspecto filosófico campea el nihilismo de raíz nietzscheana, mutando hacia un vitalismo que será la base del fascismo italiano en el siglo XX.
En el dominio literario el texto adopta tanto a los escritores que profesaron un nacionalismo exacerbado (D’Annunzio, Barrès) como a quienes transitaron del coqueteo satánico a la conversión religiosa (Huysmans), sin renunciar al exotismo de Pierre Loti ni a las provocaciones de Oscar Wilde. Sobrevolando todo el libro está la sombra de Baudelaire, cuyas Flores del mal se ofrecen como una lección de modernidad insuperable y revelan un principio de comprensión del mundo en las “correspondencias” que conciben a la naturaleza como un bosque de símbolos. En el terreno pictórico, Silva es el primero que declina la guía exclusivamente francesa para pronunciarse por las producciones inglesas de los prerrafaelistas. Tanto las mujeres que oscilan entre la santidad y la perversión merced a esa expresión impávida que las asiste en los cuadros de Dante Gabriel Rosetti (cuyo modelo para representar a Perséfone, Lilith o Pandora es su propia esposa, Elizabeth Siddal) como las artes decorativas desplegadas por William Morris en tapices, papeles pintados y muebles ocupan las páginas del relato que, como una modernista “historia en dos ciudades”, reserva los negocios para la estadía londinense y mantiene la sede parisina a modo de espacio de lujuria, consumo suntuario y elitismo.
Fernández, en cuyo doble linaje se alinean la rigidez jesuita por la rama paterna y la sensibilidad bohemia por la materna, apela a una caracterización del artista moderno en la cual la bohemia es una etapa perimida, desplazada por la profesionalización, en contra de las nostalgias que en tal sentido continúa abrigando desde París el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo. De allí que los pintores y los diseñadores ingleses, que insertan sus productos en el mercado, sean una opción más seductora para Silva que los franceses que siguen adosados a las prostitutas y practican una hermandad solidaria contra la brotherhood exitosa de los prerrafaelistas que quieren devolver la pintura a la estética medieval de Fra Angelico, descartando los hallazgos del Renacimiento. La niña-mujer ideal que Fernández encuentra en Hélène de Scilly-Dancourt, no obstante, tributa a la plástica flamenca, ya que aparece inicialmente identificada con una princesa de Van Dyck, con “dos manecitas largas y pálidas de dedos afilados como los de Ana de Austria en el retrato de Rubens” (139). El padre de la muchacha, en cambio, responde a un modelo provisto por la fisiognómica de Gall y Lavater con su “frente amarillenta de pensador” (140). Esa dualidad de la percepción, bamboleándose entre el arte y la ciencia, define al sujeto moderno como un hombre fáustico que alberga “dos almas” en su pecho.
Múltiples almas mostró, por su parte, el modernismo como fenómeno estético, tan proclive a las refinadas experiencias rococó como a los sosegados retratos flamencos, igualmente próximo a las pinturas prerrafaelistas que a las beatíficas figuras leonardescas o a las depravadas visiones de Rops y Moreau, y asimismo capaz de citar en la misma frase a Huysmans y a Nordau y de producir un efecto sonoro ya delicado y previsible como el del minué, ya atronador y sobresaltado como el de Wagner. La tendencia a incorporar otras artes, sea mediante el procedimiento descriptivo de la ekphrasis o mediante la profusión sonora, hacen del modernismo el antecedente más prestigioso de esa dimensión fascinante aunque de nombre pedestre que son las “artes combinadas”.
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