Son muchas las personas con las que me siento en deuda y que han contribuido al proceso y conclusión de esta tesis. En primer lugar, deseo agradecer a mi director, Roberto Russell, por su atenta supervisión y su predisposición a lo largo de estos seis años de investigación. Roberto ha sido mucho más que mi director de tesis, tanto de maestría como de doctorado: fue el profesor que me deslumbró cuando, hace más de 15 años, cursaba mis estudios de grado en la UBA. Hasta ese momento no tenía una predilección por los temas internacionales. En efecto, al día de hoy podría decir que soy un internacionalista bastante particular: a diferencia de la mayoría de mis colegas, que inician los diarios por la sección internacional, yo arranco por los columnistas de política nacional. Soy un apasionado de la política argentina que se convirtió, casi de casualidad, en internacionalista, gracias al influjo de aquellas inolvidables clases de “Teoría de las Relaciones Internacionales”.
Un par de años después surgió la idea de hacer una maestría en Estudios Internacionales en la Universidad Torcuato Di Tella, el programa de posgrado que dirigía el propio Roberto en la vieja sede de Miñones. En aquellas aulas asistí a las clases de un joven profesor, recién regresado de sus estudios de doctorado en Gran Bretaña, que me impactó por su claridad conceptual: Jorge Battaglino. De la lectura de sus trabajos, que combinan lo internacional con la defensa nacional, surgió mi interés por los temas militares. En esta tesis doctoral, centrada en el imperialismo informal militarizado, convergen mis dos principales áreas de interés: la teoría política internacional y los asuntos castrenses.
Entre los colegas y amigos del ámbito profesional, debo mencionar en primer lugar a Mariano Roca, mi primo, periodista de lujo y erudito como pocos, quien se tomó el trabajo de leer los borradores del segundo capítulo y de hacerme correcciones y sugerencias de edición. Ese aporte fue clave en momentos de escepticismo sobre el avance del trabajo.
A Marcelo Sain le estoy agradecido por la oportunidad de una consultoría de tres meses en una misión de la OEA en Honduras. En aquel contexto centroamericano, con las montañas de fondo que ofrecía el departamento que alquilé en Tegucigalpa, pude “reconectarme” con la tesis. De este modo pude encontrar los tiempos para escribir que Buenos Aires me retaceaba.
Con Germán Montenegro, de lejos el mejor jefe que tuve en los años de la gestión pública, estoy en deuda por sus consejos sobre diversas lecturas acerca de la doctrina militar estadounidense y su influencia en América Latina.
A Nilda Garré, diputada a la que asesoré en la comisión de Defensa Nacional, le estoy agradecido por su comprensión respecto de los tiempos dedicados a la docencia y a la investigación. En esos espacios de reflexión académica, con alumnos y colegas, han surgido muchos de los temas que problematizo en mi tesis.
Iván Poczynok y María Elina Zacarías, parte de los equipos político-técnicos y académicos que integré, fueron fundamentales en diversos momentos de este proceso. Ellos terminaron –como les pedí– las tesis de maestría de las que fui su director. Yo debía cumplir con mi parte en el trato, que consistía justamente en finalizar mi tesis doctoral.
De los muchos amigos que son lectores de mis trabajos académicos, destaco a dos en particular: Luis Tibiletti y Pablo Bulcourf. Luis, siempre generoso, es una de esas personas que te devuelven sus lecturas críticas con afecto infinito. A él le debo también la apertura de más de una puerta en el campo profesional. Pablo, a quien conocí hace muchos años en la cátedra de “Fundamentos de Ciencia Política” de Julio Pinto en la UBA, es un amigo cuya generosidad académica y personal me ha permitido contar, en más de una oportunidad, con el consejo preciso. Su última insistencia fue: “¡Tenés que transformar tu tesis doctoral en un libro!”.
Por último, nada de esto hubiera sido posible sin los afectos más importantes de mi vida. Mi mamá María Teresa, que hace años escucha interponer la excusa de “la tesis” ante cualquier eventualidad. Estoy seguro de que algo de esta afición por la política internacional tiene que ver con ella. Entre los libros de Emilio Salgari –que me leía para dormir cuando era un niño y me permitían soñar entre las aventuras de Sandokán y El Corsario Negro– y el planisferio político –que junto a papá colocaron en el living comedor de la casa de Ladines– se forjaron mis primeras inquietudes por revoluciones, golpes de Estado o líderes políticos. También la inclinación por la docencia tiene que ver con mi madre, apasionada directora de colegio, que siempre puso a la educación como prioridad en nuestra casa.
Pupé (como le digo yo) o Poupeé (como corresponde) fue la compañera ideal en este camino. No sólo por el amor infinito que nos tenemos, sino porque me ayudó concretamente en diversos momentos de la aventura doctoral. Escuchándome releer párrafos en voz alta; trabajando a la par mía para que los fines de semana de escritura no fueran tan solitarios; ayudándome a tipear cuando ya no me daban las fuerzas; contribuyendo en el armado de cuadros estadísticos; o aceptando que los momentos de esparcimiento se vieran restringidos por la omnipresente tarea de la tesis. Pupé fue todo lo que un investigador doctoral necesita para no naufragar. A lo largo de este proceso fuimos novios, luego conformamos un hogar y finalmente nos convertimos en padres de Valentina.
Nuestra pequeña hija hizo también su aporte. A pesar de que, al momento de escribir estas líneas tenía apenas dos meses, ella me puso un deadline. Cuando nos enteramos de que estaba en camino, supe que mis tiempos de investigación se acortarían sensiblemente. Fue recién entonces cuando avancé sin dilaciones hacia la conclusión del trabajo. En la clínica Bazterrica, mientras la esperábamos ansiosos, comencé a redactar las conclusiones. Valentina llegó con una tesis bajo el brazo.