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1 El Estado regulador de servicios públicos privatizados

Debates y dilemas en tiempos del neoliberalismo

1.1 La implantación de reformas neoliberales en América Latina: Su impacto sobre el modo de gestión estatal de los servicios públicos de infraestructura

La cuestión de la reestructuración del Estado alcanzó notorie­dad en la mayoría de los países del mundo capitalista, en la medida en que el agotamiento del patrón de acumulación imperante desde la posguerra imponía no sólo una nueva rela­ción entre capital y trabajo sino también entre Estado y socie­dad. Los graves efectos de la crisis petrolera de la década de los 70, sumados a la crisis de la deuda en los 80, abrieron paso al cuestionamiento de la presencia estatal, especialmente en la esfera productiva, considerándose a los servicios públicos de infraestructura, tales como el agua potable, el gas, las telecomunicaciones, la electricidad, el transporte, etc., como uno de los factores que contribuía a los recientes déficits presupuestarios del sector estatal.

En este contexto, a partir de los años 80, los cambios en la geopolítica y en la economía internacional abiertos tras el fenómeno de la globalización, despojaron progresivamente a dichos servicios públicos de su carácter de “servicios protegidos”, adquiriendo centralidad las políticas de neto corte liberal. Aunque no es posible hacer abstracción de las situaciones políticas y sociales particulares, el imperativo básico subyacente a las iniciativas de reestructuración llevadas a cabo en la mayoría de los países giró en torno a la superioridad del mercado sobre el Estado como mecanismo para optimizar la asignación de recursos en una sociedad.

Tal como sostienen Rossi y Blengino (2011 :17)la idea –aportada por Foucault para criticar este proceso- de un Estado mínimo y una gubernamentalidad máxima sugiere que el mercado ya no será el principio de limitación del Estado sino el principio de su organización y regulación. De este modo, se pasa de una perspectiva en la cual el mercado está bajo la vigilancia del Estado a la concepción neoliberal en la que el Estado se encuentra bajo la vigilancia del mercado. Por lo tanto, se ve que con el neoliberalismo no se trata del resurgimiento de las viejas ideas de la economía liberal que pretendían liberar la economía sino de otra cuestión bastante diferente; pues según Foucault, “la novedad del neoliberalismo reside en la cuestión acerca de la posibilidad de la extensión del poder concreto de formalización del mercado hacia la esfera estatal y social” (Rossi y Blengino, 2011: 21) [1] En rigor, la ley de mercado funciona como “medida de evaluación y juicio de la actividad gubernamental”, dando lugar a lo que Foucault denomina “una suerte de tribunal económico permanente frente al gobierno” (Rossi y Blengino, 2011:37).

En América Latina, la vertiente neoliberal tuvo difusión a partir de los principios del denominado “Consenso de Washington”, adoptado por la mayoría de los gobiernos de la región, en tanto condición necesaria para recibir –tras la crisis de la deuda- el financiamiento externo provisto por los organismos multilaterales de crédito. Dicho “Consenso” -nacido en el año 1989 tras el artículo elaborado por John Williamson para el Institute for International Economics-, sostenía que las causas de la crisis latinoamericana derivaban del excesivo crecimiento del Estado, dado el proteccionismo requerido por el modelo de sustitución de importaciones, las empresas estatales numerosas e ineficientes, así como por el “populismo” económico, definido por la incapacidad de controlar el déficit público y de mantener bajo control las demandas salariales tanto en el sector privado como en el sector público.

Por otro lado, esta perspectiva pro-mercado está influenciada por la aparición y la afirmación como tendencia hegemónica de una nueva derecha neoliberal, a partir de las contribuciones de la escuela austríaca (Hayek, Von Mises), de los monetaristas (Friedman, Phelps, Johnson), de los nuevos clásicos relacionados con las expectativas racionales (Lucas y Sargent) y de la escuela de la elección pública (Buchanan, Olson, Tullock, Niskanen) (BresserPereira 1991).

En términos teóricos, la teoría de las expectativas racionales critica los mecanismos de intervención anticíclica del Estado, basándose en el supuesto de que los agentes económicos poseen elementos para procesar las señales de los mercados y anticiparse a las intenciones de las autoridades económicas, neutralizando las políticas. El argumento llevado al extremo por perspectivas como las de la elección pública, pone también de manifiesto la incapacidad estatal para influir en la dirección que las autoridades públicas desean. Centrada en una visión de la economía como ciencia de los intercambios y en el postulado del homo economicus (Buchanan, 1990) se plantea que mientras los agentes económicos son coherentes en su sistema de preferencias individuales y decisiones, en la formación de expectativas y en la capacidad de anticipar efectos futuros de decisiones actuales, no existe posibilidad de una racionalidad colectiva expresada a través de la acción estatal. Se asume, entonces, que la política distorsiona la asignación óptima de recursos e introduce ineficiencias[2].

A partir de estos considerandos teórico-políticos, cobraron vida las reformas “estructurales” diseñadas por el Fondo Monetario Internacional (FMI), El Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el Banco Mundial (BM) y el conjunto de los representantes del establishment financiero internacional, para encarar la reducción del tamaño del aparato estatal y el reordenamiento del gasto público, acompañadas de medidas tendientes a la estabilización económica. Así, las políticas de desregulación, de privatización de empresas públicas, así como de liberalización comercial y financiera de los mercados fueron apareciendo como temas centrales de la agenda en la mayoría de los estados latinoamericanos embarcados en procesos de reforma.

Más allá de los alcances y límites planteados por las diferentes doctrinas aquí señaladas, vale observar el punto de ruptura planteado en estos presupuestos al desarrollo de la intervención del Estado sobre las actividades de servicios públicos. Tanto en la Europa de la posguerra como en la América del New Deal, en pleno auge de las políticas económicas keynesianas, y con una visión basada en criterios institucionales, los llamados servicios públicos de infraestructura o servicios en red ocuparon un rol central en los procesos de reconstrucción económica de la postguerra y de negociación social encarados por los distintos gobiernos. En la mayoría de los países, la prestación de estos servicios fue un elemento clave de los denominados “Estados de Bienestar” para contribuir a la búsqueda de un nuevo equilibrio entre equidad, eficacia y participación.[3] En un contexto donde la correlación de fuerzas sociales y los conflictos políticos del período de guerra aún no estaban estabilizados, el Estado trató de conciliar en estos servicios dos funciones que en otros períodos de la historia aparecían como antagónicos: su aporte a la eficacia productiva del conjunto de la economía y al sustento de la cohesión social y territorial.

Bajo este criterio se funda la noción de servicios universales entendidos como “aquellos que la colectividad estima necesarios de proveer a todos a un precio razonable” (Stoffaes, 1995:34). Tal caracterización implica la garantía estatal del acceso al consumo de determinados bienes y servicios, por el solo hecho de ser ciudadano, con independencia de la capacidad adquisitiva determinada por el mercado. Así, la emergencia de la nueva categoría de ciudadano-consumidor constituyó uno de los rasgos principales de esta forma de articulación entre Estado y sociedad, característica del modelo interventor-benefactor. Lo que aparecía en primer plano era el derecho universal a las prestaciones básicas que convertían -precisamente- a todo habitante en “ciudadano” y lo habilitaban, al menos formalmente, a ejercerlo[4].

Por el contrario, en la visión de los postulados neoliberales, y en sintonía con la teoría económica neoclásica, las condiciones en las que resulta legítima la intervención estatal en los denominados bienes públicos se justifica tras la presencia de las “fallas del mercado”, vinculadas a situaciones donde la “mano invisible” no es suficiente para garantizar el óptimo de eficiencia. Las fuentes principales de fracasos o “fallas del mercado” (“market failures”) que pueden citarse son:

  • La presencia de externalidades o de “economías y deseconomías externas”, es decir de situaciones en las que la ganancia de ciertos productores, o la satisfacción de ciertos consumidores están afectadas por los comportamientos de otros productores y consumidores. En la medida en que existen beneficios y costos relacionados con la provisión de un bien que no pueden ser captados por los mecanismos de mercado, es el Estado quien debe intervenir para aplicar correcciones al precio de mercado, de modo que los actores integren los efectos externos en sus cálculos económicos y se eviten los sacrificios en términos de bienestar (óptimos social).
  • La presencia de indivisibilidades asociadas a ciertos bienes que un individuo puede consumir sin disminuir en nada el consumo de otros (como el caso de la Defensa Nacional o la policía) y que disuaden a la iniciativa privada de encarar su provisión por cuanto su consumo no está caracterizado por la “excluibilidad”. En este caso, la teoría económica concluye que el financiamiento en procura de la mayor utilidad colectiva se da a través de los impuestos, por oposición al funcionamiento del mercado.
  • La existencia de rendimientos crecientes o “economías de escala”, es decir, de una tendencia de los costos a reducirse con una producción mayor. Generalmente, las economías de escala llevan a la ruptura de las condiciones de competencia perfecta, conduciendo a situaciones mono u oligopólicas: es el caso de los monopolios “naturales” donde, en razón de los altos costos fijos que supone la producción de ciertos bienes (transporte y distribución de gas y electricidad, telecomunicaciones, agua potable, etc.) el número óptimo de proveedores de un bien es uno y la presencia de muchos productores sería ineficiente.

Sobre esta base, la ejecución de reformas “estructurales” asume una definición económica de servicio público[5] que puso en tela de juicio los parámetros formalizados por el Estado de Bienestar en materia de derechos ciudadanos y de obligaciones del Estado para con la provisión y prestación de los servicios públicos de infraestructura, en tanto que su intervención sólo es concebida en función de la alternativa mercado-no mercado. Dicha opción tiene su correlato en la dicotomía propiedad pública ineficiente versus propiedad privada eficiente, justificándose –de esta forma- las políticas de privatizaciones, aunque, como se detalla a continuación, la estrategia privatizadora presenta sustratos de índole económica, a la vez que política y social (López, 2007).

1.2 La política de privatizaciones: el nuevo esquema de prestación de los servicios públicos bajo la lógica del mercado

Los cambios en las concepciones sobre el papel del mercado y del Estado tuvieron un fuerte impacto sobre la modalidad de funcionamiento de las empresas prestadoras de servicios públicos, vinculado con la política de privatizaciones que – en concreto- implicó una cuantiosa transferencia de activos públicos a manos del sector privado. Junto al predominio de la ideología del Estado subsidiario que campeara en los países que encararon esta estrategia[6], como se ha resaltado, (…) “todos los gobiernos se han valido de consideraciones de efi­ciencia para justificar la privatización”, destacando las severas restricciones que afectan al sector público a la hora de desempeñar de manera óptima el doble papel de propietario de un empresa y de agente prestador del servicio (Devlin, 1993: 141).

De manera acorde con esta lógica, la teoría económica que prevalece desde los años ochenta vincula directamente la privatización de las empresas públicas al incremento casi automático de la eficiencia económica, lo que a su vez redundaría en un mayor bienestar general. Parte de la premisa de que las empresas privadas están sometidas a la disciplina impuesta por la competencia, mientras que el sector público carga con burocracias monopólicas. Esta concepción asume que en mercados competitivos “la competencia regula con eficacia el comportamiento de cada empresa y proporciona incentivos razonablemente buenos para la eficiencia interna y de asignación” (Vickers y Yarrow, 1991:64). Por el contrario, la situación de monopolio permitiría la búsqueda de beneficios a través de mecanismos distintos a la maximización de la eficiencia, de modo tal que los proveedores que no enfrenten competencia podrían llegar a abusar de su posición dominante en el mercado, fijando precios excesivos o disminuyendo la calidad de los servicios que, por ser esenciales, la población debería pagar obligatoriamente[7].

En sentido similar, Torre y Gerchunoff (1988:96) sostienen que “la cultura económica de las empresas estatales no está organizada en torno de la obtención de beneficios. Dado que la maximización de beneficios lleva a minimizar los costos, si el primer objetivo es débil, también lo serán los incentivos para aumentar la eficiencia productiva”. Por contraposición, se plantea que, al menos en términos teóricos, la privatización genera una división del trabajo más transparente y permite hacer efectivas las responsabilidades: los propietarios y agentes privados sólo tienen que tratar de maximizar las utilidades, dejando librada la intervención pública al único objetivo de perseguir la eficiencia en la asignación. Desde esta óptica también se evalúa la reducción de costos que implica para el Estado el no tener que desempeñar el triple rol de propietario, agente y regulador público de una empresa.

Suele argumentarse –asimismo- que en la provisión estatal directa de servicios públicos preponderó históricamente el punto de vista del proveedor (el propio Estado) por sobre los intereses de quienes recibían estos servicios. Así, los servicios eran definidos y gestionados en función de los intereses de quienes los producían y las preferencias de los consumidores tenían muy baja prioridad en estos esquemas. Se aduce -por el contrario- que la provisión a través del mercado, viabilizada mediante las diversas modalidades de privatización de servicios públicos, entraña la posibilidad de que prestadores privados -con el aliciente que les brinda el mercado- prioricen el interés de los clientes (Haywood y Rodrigues, 1994).

Pero estas razones -aunque han sido las más generalizadas- no resultan las únicas esgrimidas a favor de la privatización. A partir de una multiplicidad de enfoques y perspectivas diferenciadas y, teniendo en cuenta fundamentalmente las condiciones político-económicas existentes en cada uno de los países donde se encaraba el proceso privatizador, tomaron cuerpo un conjunto vasto y disímil de consideraciones que -a los fines de su sistematización[8]– podrían sintetizarse en:

Aparición de cambios en los sectores considerados estratégicos: las innovaciones tecnológicas han puesto en tela de juicio la presencia de monopolios naturales en muchos servicios. Diferentes formas de producción de energía, diferentes modalidades de transporte, correos y telecomunicaciones, abren paso a la introducción de la competencia en todos o en algunos de los segmentos, según sea la naturaleza de la actividad. Básicamente estos hechos técnicos inducen a menudo a la separación de las actividades anteriormente integradas o a la división en entidades geográficas autónomas, reduciendo también la necesidad de contar con empresas públicas en algunas áreas consideradas en otros períodos como estratégicas.[9]

– Reubicación del sector privado: las transformaciones en el modelo de acumulación traen aparejadas modificaciones en la división del trabajo entre el sector público y el sector privado. En la medida que el capital privado adquiere la madurez propicia, no sería necesario que el sector público ejerciera el rol empresarial. Por otra parte, las mayores posibilidades de acceso al mercado internacional de capitales obtenidas por los operadores privados, permitiría al Estado transferir su responsabilidad en lo concerniente a asegurar las inversiones necesarias para la modernización de los servicios de infraestructura.

Credibilidad política: en aquellos países con una fuerte tradición intervencionista de Estado, la decisión de privatizar oficiaría como una señal concreta de los gobiernos de su compromiso con el modelo liberal en auge, intentando mejorar así las expectativas de los agentes nacionales e internacionales. Fundamentalmente en los países de América Latina, agobiados por la continua inestabilidad de sus economías, la necesidad de revertir una anterior imagen populista, se considera como una condición ineludible para inducir tanto al sector privado nacional como al capital extranjero a efectuar inversiones. En este sentido, la adquisición de activos estatales aparece como una opción atractiva, sobre todo en aquellas empresas de servicios públicos que operan con mercados monopólicos o cuasi monopólicos asegurando escaso nivel de riesgo y grandes flujos de caja estables.

Crisis fiscal y estabilización: la venta de activos estatales puede estar orientada a cubrir en forma provisional los défi­cits fiscales que causa la desestabilización macroeconómica. En la medida que se restringen las posibilidades de reducir el gasto público, o bien no se asume la determinación de aumentar los ingresos fiscales me­diante una mayor recaudación tributaria, o cuando las fuentes no inflacionarias de financiamiento público se han agotado, las privatizaciones aparecen como un recurso alternativo para financiar los gastos corrientes.

Apaciguamiento de los acreedores extranjeros: En el marco de las políticas de estabilización y ajuste recomendadas por los Organismos Financieros Internacionales (Banco Mundial, FMI, etc.) en la mayoría de los países en desarrollo, la privatización aparece como una estrategia capaz de revertir los problemas de sobreendeudamiento, de despilfarro, de nepotismo y de corrupción que -según estos organismos- presentan las empresas en manos del Estado.

La primacía de algunas de estas motivaciones sobre otras gravitó en forma considerable sobre el diseño e implementación del programa de privatizaciones encarado por cada país, dando lugar a alternativas diversas en lo que refiere a qué privatizar (empresas industriales o de servicios) a quién privatizar (a pequeños propietarios para fomentar el “capitalismo popular de mercado” a grandes grupos económicos, a capitales nacionales o extranjeros, etc.) y cómo privatizar (venta de acciones, venta total, mantenimiento de acción preferencial o golden share por parte del Estado, contratos de gerenciamiento, concesiones etc., a través de venta directa, licitaciones u otras formas). Lo cierto es que, para el caso de los servicios esenciales de infraestructura, cualquiera sea la estrategia que haya sido adoptada, revierte tanto la definición de los criterios de “servicio público” imperantes a partir de la instauración del Estado de Bienestar como el tratamiento de las prácticas estatales de regulación.

1.3 El cambio en la noción de servicio público

 Abordar el concepto de Servicio Público resulta una tarea compleja, en virtud de la multiplicidad de dimensiones que el término encarna y de la imposibilidad de concebir la noción en forma atemporal. Tal como señala Oszlak (1992:25), a lo largo del proceso de formación de los Estados modernos, el trazado de límites con la sociedad civil sufrió modificaciones. “(…) La expansión estatal fue el resultado de expropiar a la sociedad funciones previamente reservadas a los individuos o a diversas sociedades intermedias, así como de crear otras nuevas, posibilitando la novedosa y excepcional capacidad de movilizar recursos, convirtiendo a todas ellas en materia de interés público”. Junto a las primitivas funciones ¨regalianas¨ de defensa, justicia, policía e impuestos, el Estado fue asumiendo otras actividades vinculadas con los servicios públicos sociales (educación, sanidad, asistencia social, etc.), provistas anteriormente por los gremios, la iglesia, las fundaciones, las corporaciones y otros entes representativos del cuerpo social. Definido en primer término por el monopolio de la violencia legítima, el Estado deviene también en prestatario de servicios y deberá someterse a un tipo de derecho específico.

Será en el marco de esta transformación que, desde la perspectiva jurídica, el concepto de servicio público aparecerá esbozado por primera vez en la doctrina francesa a fines del siglo XIX, en la discusión acerca de los órganos competentes para dirimir cierto tipo de conflicto entre los particulares y el Estado. El sentido expresado en esta doctrina remite a la cuestión de los fines de la actividad: “la finalidad del servicio público es la satisfacción de una necesidad de interés general” (Chevalier, 1987:18).

Por cierto, la expresión interés general no estuvo exenta de cuestionamientos, habida cuenta de su carácter abstracto y -en cierta forma impreciso-, principalmente a la hora de definir qué servicios pueden considerarse bajo este interés.[10] Sin embargo, la mayoría de los juristas interpretan al término como “aquel interés público que trasciende los intereses privados, antes que un interés común inmanente a los intereses particulares” (Rangeon, 1986:43).

Sobre la base de este postulado esencial, la jurisprudencia francesa fue delineando a lo largo del tiempo una serie de criterios de carácter empírico, tendientes a precisar los medios a partir de los cuales se procura resguardar ese interés colectivo. Para algunas corrientes el énfasis ha sido puesto en la persona que presta el servicio, en tanto que otras apuntaron centralmente, o bien al elemento formal (el procedimiento y el régimen jurídico), o bien al elemento material (la naturaleza del servicio prestado) (Groisman, 1995).

En el primer caso, si es el Estado – ya sea por sí mismo o por concesión a un particular- el prestador de la actividad, se trata de un servicio público. Cuando se invoca el elemento formal se alude al régimen jurídico especial -denominado exorbitante- bajo el cual han quedado encuadradas las actividades reconocidas como de servicios públicos, en virtud de las facultades atribuidas a la autoridad pública y en función de las obligaciones de regularidad, continuidad, generalidad y uniformidad a las que están sometidas. En función del elemento material, el jurista León Duguit -uno de los fundadores de doctrina en esta cuestión- define al servicio público como “toda actividad cuya ejecución debe ser asegurada, reglada y controlada por los gobernantes, porque esa ejecución es indispensable para la realización y el desarrollo de la interdependencia social, y que es de tal naturaleza que no puede ser realizada completamente más que por la intervención de la fuerza gobernante” (Stoffaes, 1995:7).

Pero quizá lo más importante a destacar es que, como señala Groisman (1995:33), todas las corrientes acuerdan que “cuando se caracteriza una actividad como servicio público, su realización constituye una función del Estado y éste tiene la obligación de realizarla, sea de modo directo o concediéndola a personas privadas, bajo un régimen especial que asegure la prestación en forma regular, uniforme, general y continua”. De este modo, el régimen francés de derecho público fue constituyendo una doctrina de la intervención pública de notable influencia en los sistemas jurídicos denominados continentales, a punto tal que la noción “de servicio público a la francesa” aparece como una referencia ineludible en el debate planteado a partir de la transferencia de los servicios de red a manos privadas.

A partir del proceso privatizador, si el Estado se desentiende de la finalidad de “proveer y prever” las necesidades públicas, en la visión de las corrientes neoliberales los servicios adquieren -como lo ha propuesto Mairal (1993)- el carácter de “industrias reguladas. Según este autor, la cesación de la prestación de los servicios públicos del Estado, su asignación a los particulares y la creación de entes reguladores para controlar su funcionamiento supone pasar de la teoría tradicional del servicio público desarrollada en Europa Continental a un modelo más cercano al public utility” del derecho norteamericano e inglés.

El concepto de “public utility”, fue construído con una óptica diferenciada respecto a la del “service public” francés. En el marco de la common law, las “public utilities” se definen como servicios vinculados con el interés público y sometidos -en virtud de este carácter- a una serie de controles por parte del Estado.[11] Del mismo modo que la jurisprudencia francesa con la noción de interés general, la doctrina americana tuvo la necesidad de definir el concepto de interés público remarcando que “la propiedad se reviste de un interés público cuando es utilizada de tal manera, que queda afectada a la comunidad en su conjunto”. Por tal motivo, “el propietario de un bien o el prestatario de un servicio de interés público debe someterse al control estatal, en pro del bien común y en la medida del interés que él mismo ha creado”.[12]

Progresivamente, se fueron precisando varias definiciones de estos servicios: la estrecha vinculación a un proceso de transporte y de distribución; el carácter de monopolios naturales; la obligación de provisión universal en condiciones equitativas y no discriminatorias, etc. La característica común a todas estas actividades deriva ‑fundamentalmente- de su desarrollo en condiciones monopólicas, razón que torna necesaria la intervención de los poderes públicos, para impedir el abuso de posición dominante en el mercado. Pero, a diferencia de la perspectiva francesa, donde el Estado posee la titularidad o “publicatio” respecto de las actividades consideradas como de servicio público, en este caso, la intervención estatal se corresponde estrictamente con el ejercicio del poder de policía y excluye la posibilidad de rescate del servicio.[13]

La diferencia, entonces, no es solo terminológica, sino que afecta particularmente al compromiso del Estado, restringiendo sus competencias al ejercicio del poder de policía. Así, al encuadrarse al servicio público como “industria regulada”, el modelo regulatorio asumido por organismos como el Banco Mundial admite la intervención del Estado sólo orientada a suplir el “efecto disciplinador” que ejerce la competencia, priorizando la cuestión instrumental por sobre la existencia de diferentes puntos de vista e intereses de los distintos actores sociales y económicos involucrados en el proceso de regulación. A su vez, el problema de la accesibilidad y las garantías de regularidad y continuidad de los servicios quedan sometidas a un único criterio, el de la rentabilidad empresarial (López y Felder 1999). Por el contrario, y como detallamos a continuación, la adopción de patrones democráticos y de inclusión social para el acceso a las redes de servicios públicos alienta principios regulatorios de carácter no sólo económico sino también social.

1.4 Regulación económica y social de los servicios públicos privatizados

Una perspectiva poco explorada por la literatura especializada es la que presentan autores como Majone y La Spina (1993), quienes distinguen la regulación económica de la regulación social en función de los diferentes fundamentos presentes en cada una de estas modalidades reguladoras. En el primer caso, la atención del Estado se centra -fundamentalmente- en la prevención o el control del poder monopólico, mientras que la regulación social debe tender a corregir “una amplia gama de efectos colaterales o características externas de las actividades económicas” como el medio ambiente, la seguridad, la salud pública, los intereses de los consumidores, etc.

Fundamentalmente, las formas tradicionales de regulación económica se basan el establecimiento de precios en función de los costos (conocido como costo-plus) o en la fijación de una tasa de retorno máxima sobre el capital. Pero estas formas de regulación comienzan a ser cuestionadas, en las décadas del 70 y del 80, por su falta de incitación a una gestión eficaz, en la medida en que no proveen incentivos para la pro­ducción a costos mínimos. En la actualidad, las nuevas modalidades de regulación económica plantean una gama de alternativas diferentes, entre las que se pueden destacar:

1.  Regulación por precios (price-cap regulation): Consiste en el establecimiento de límites tarifarios, a partir de la definición de un cuadro tarifario o un nivel tarifario promedio en un determinado momento del tiempo, ajustable en base a la evolución del Indice de Precios al Consumidor menos un valor acordado (X). El IPC-X -utilizado en Gran Bretaña- garantiza que el aumento medio de los precios regulados sea menor que la tasa de inflación interna, dando lugar a una disminución progresiva de la tarifa en términos reales, y constituyéndose en un incentivo para la innovación y la reducción de costos. Por otra parte, se considera que esta forma de regulación garantiza una menor conflictividad respecto de la búsqueda de información necesaria por el regulador[14] y limita su discrecionalidad, ya que tiene el deber de vigilar que la empresa cumpla con esta fórmula, pero no debe intervenir en las decisiones específicas acerca de los precios. Por otra parte, en contextos económicos de gran inestabilidad, la regulación por precios plantea un inconveniente adicional porque la variación absoluta en el nivel de precios y la variabilidad de los precios relativos influyen directamente sobre este sistema. Cualquier modificación en los precios relativos de los insumos, puede llevar a las empresas a la obtención de grandes niveles de ganancia o pérdida, y existe el riesgo de reducir sus niveles de calidad en el servicio como una forma de aumentar sus beneficios sin modificar su nivel tarifario.[15]

2. Teoría de los mercados desafiables: Vickers y Yarrow (1991) definen un mercado desafiable como aquel donde la “amenaza” de competencia potencial se encuentra en su nivel más alto. Esta teoría ha ejercido una influencia considerable sobre la perspectiva de algunos autores (Bauymol, Panzar y Willig, 1982) quienes plantean que, bajo estas condiciones, no resulta necesario aplicar reglamentaciones para obtener de un monopolio un comportamiento eficaz.[16]

3. Regulación Conjunta (yardstick regulation): Propone un esquema de “competencia por comparación” en la cual diferentes empresas monopólicas de un mismo sector son reguladas a través de idénticos niveles de precios. Para Gerchunoff (1992), este tipo de regulación es aplicable en aquellas actividades donde operen varias empresas en mercados que pueden ser comparados como por ejemplo, el transporte urbano de pasajeros en ciudades medianas y grandes.

 

Más allá del conjunto variado de técnicas utilizables en la regulación económica, el encuadre teórico común que respalda la decisión acerca del carácter privado o público de un bien obedece a criterios de orden tecnológico: es su naturaleza indivisible, la presencia de externalidades, o su condición de monopolio natural lo que justifica la presencia estatal priorizándose -fundamentalmente- aquellos aspectos relacionados con el costo y la eficiencia productiva.

En cambio, la regulación social inscribe la intervención estatal en una lógica distinta, ya que reconoce que el mercado “no puede producir suficientes bienes públicos” (Majone y la Spina, 1993: 231) y que el foco de este tipo de regulación debe estar puesto en la proporción de dichos bienes, como la protección ambiental, la seguridad de los productos, el acceso equitativo, la información a los consumidores, etc.

Fundamentalmente, la regulación social abarca otros criterios o valores de naturaleza no comercial, tales como la “aspiración” (permitir que los individuos examinen críticamente las condiciones del bien existente y que procuren las que ellos elijan); la “diversidad” (mantener y promover la variedad de ambientes económicos, culturales y sociales a través de la acción pública); la “mutualidad” (proporcionar a cada ciudadano un mínimo de recursos materiales para permitirle el acceso a otras oportunidades no comerciables) y la “virtud cívica” (favorecer la participación de los ciudadanos en el manejo público) (Majone y la Spina, 1993: 228).

Asimismo, dicho enfoque toma en cuenta el control sobre aquellas actividades que pueden ser motivo de una “reprobación moral”, como la contaminación del medio-ambiente, y la reglamentación de precios o tarifas sobre la base de “derechos sociales y consideraciones equitativas”, aceptando la posibilidad de obligar a las empresas a satisfacer ciertas demandas razonables de servicios (llamadas de urgencia, teléfonos públicos, conexiones en zonas carenciadas, etc) -“aunque esto sea económicamente ineficiente”-, y sostenerlas a partir de los denominados subsidios cruzados (Majone y la Spina, 1993: 229). Otros aspectos a ser alcanzados por la regulación social son:

– el establecimiento de reglas vinculadas a la presencia o ausencia de ciertos requisitos en los productos y/o servicios o procesos productivos o a la adopción de ciertas conductas por parte de las empresas que los producen. Los criterios centrales para la fijación de estas normas se discuten con diversas entidades (organizaciones de consumidores, productores de materia primas o tecnologías, otros organismos públicos, representantes sindicales etc.) “lo cual implica un proceso de establecimiento (…) largo, complejo y con frecuencia compromisorio (Majone, 1993: 222)

– la obligación de proporcionar información sobre bienes o servicios ofrecidos considerada como un manera de reglamentación, que aunque establece obligaciones (informar sobre el componente de determinados alimentos, peligrosidad de ciertas sustancias, riesgos para el mercado accionario de algunos títulos en venta, etc.) no incide en las elecciones de organización, tecnologías, materia prima, etc., realizada por las empresas. Para alcanzar resultados satisfactorios “la información debe ser comprensible, debe percibirse como importante y sus destinatarios deben ser efectivamente libres de escoger con base en la misma” (Majone, 1993: 223).

Desde esta perspectiva, entonces, definir una política general de regulación implica, en primer lugar, fortalecer la obligación estatal de preservación del carácter público de los servicios esenciales, independientemente de las características de los mercados en los que operan. En este caso, la política regulatoria trasciende el mero objetivo de aportar los incentivos apropiados para garantizar el óptimo de eficiencia en el funcionamiento del mercado para contemplar específicamente el aspecto de la ciudadanía: el acceso a estos servicios básicos es un derecho ciudadano y, como tal, no sólo se trata de resguardar los intereses de los clientes o consumidores, sino también de integrar a los sectores socioeconómicos que estas categorías excluyen (López y Felder, 1999).

Cabe aclarar que ambas formas de regulación y los objetivos a los que apunta cada una de ellas no son excluyentes. En tal caso, la posibilidad de conjugar los distintos criterios prevalecientes en cada una de ellas define a una nueva lógica de intervención basada en un Estado que -como señalan Majone y la Spina (1993: 217) – (…) “escoge y pondera bienes e intereses para que sea objeto de tutela, identifica y previene riesgos, para ello diseña, dota de sanciones, adopta y aplica reglas de conducta dirigidas a los consocios (…y) se hace responsable de evaluar la eficacia de sus propias medidas, además de prevenir los eventuales efectos indeseables de dichas medidas sobre otras esferas sociales”.

1.5 Los organismos reguladores: consideraciones sobre su naturaleza institucional

     La forma de organización que usualmente asume el Estado para regular el funcionamiento de los servicios públicos esenciales es el de los entes reguladores, cuyas competencias primordiales son el control de las obligaciones asumidas por los prestadores privados de servicios y la protección de los derechos de los usuarios (López y Felder, 1996). Concebidos como instancias de “arbitraje”, el problema central reside en la notoria desigualdad de los dos sujetos entre los cuales debe mediar: mientras los prestadores privados disponen de información, recursos técnicos, materiales, económicos, y de una organización que les permite un acceso directo a las instancias de decisión, los usuarios constituyen un universo heterogéneo y disperso, con menores grados de información y – bajo condiciones monopólicas- sin posibilidad de elección.

Tal situación no ha pasado desapercibida y ha dado lugar a numerosas referencias en la bibliografía. Tomando como ejemplo la experiencia histórica de los Estados Unidos, los economistas de la escuela de Chicago (Stigler, 1971) advierten sobre el problema de la “captura de las agencias de regulación por los operadores regulados, en la medida en que la mayor frecuencia del contacto entre ambas partes y la superioridad de recursos de la empresa en comparación con los usuarios, inclina a los reguladores a ser más receptivos a los argumentos de los primeros. Por otra parte, la actuación en base a normativas más o menos vagas -como por ejemplo la fijación de tarifas “justas, razonables y no discriminatorias- otorga una discreción considerable a los reguladores respecto del modo de interpretarlas y crea más oportunidades para la influencia de los grupos de presión.

Desde enfoques como el de la teoría del principal y el agente[17], también se destacan las dificultades que enfrentan los gobiernos o las autoridades reguladoras (principal) para inducir a las empresas (agentes) a preservar el interés público, en situaciones en las que estas últimas poseen mejor información sobre los costos operativos, por lo que les será más fácil tomar decisiones de precios, producción e inversión de acuerdo con su interés propio (la maximización de beneficios). Por tal motivo, se requiere un diseño institucional que permita a los gobiernos obtener información fehaciente y concreta acerca del comportamiento de los agentes privados, además de instrumentos legales y/o fiscales para regular de manera efectiva el cumplimiento de los compromisos, de manera tal que la intervención del Estado sea superior a la no intervención.

Problemas similares enfrentan los gobiernos (como principal) para controlar el comportamiento de las agencias regulatorias (como agentes), ya que éstas últimas poseen información superior sobre los efectos de sus políticas, y no necesariamente sus objetivos como burocracia pueden coincidir con el de los ciudadanos o sus representantes. Así, se corre el riesgo de que se prioricen -por ejemplo- las cuestiones de agenda establecidas por la propia agencia reguladora, en función de aumentar su poder como un fin en sí mismo, o los objetivos profesionales de su personal, con vistas a asegurarse un puesto en la empresa cuando termine su mandato. También puede darse lugar a cierta “estrechez” en la mirada profesional del personal que, al concentrarse estrictamente en los aspectos técnicos de su competencia, deje de lado otras cuestiones de índole no sectorial.

Para Przeworski (1996:35), una forma efectiva de saldar el problema de la asimetría en la información en este caso, proviene de “la existencia de mecanismos de integración de los ciudadanos en el proceso de definición, implementación y evaluación de la acción del sector público” en tanto que la calidad y cantidad de la información que éstos posean permita un monitoreo efectivo del desempeño de la burocracia. Ariño Ortiz (1995:23) plantea otro eje problemático al destacar que “la experiencia histórica demuestra que por muy bien que se diseñe un sistema, si no se garantiza la independencia y neutralidad del que ha de aplicarlo, aquel acaba falseándose al servicio de intereses a corto plazo de los políticos”. Por tal motivo, (…) “se exige una autoridad reguladora dotada al mismo tiempo de preparación técnica, independencia política y legitimidad democrática”.

Tomando en consideración los problemas presentados, y en opinión de diversos autores[18], algunos de los requisitos esenciales para la constitución de instituciones regulatorias eficaces son:

– Definición de los sistemas reguladores (normativa y organismos) como paso previo al inicio de la privatización de las empresas de servicios públicos. Devlin (1993:67) señala que “como mínimo sería prudente evitar la privatización simultánea de varios servicios públicos cuyos sistemas reguladores no se hayan probado todavía”.

– Articulación de los marcos regulatorios en base a normas impersona­les y directas, claramente definidas y técnicamente coherentes con la capacidad administrativa de los futuros reguladores. A su vez, deberá procurarse la mayor comprensión posible de las mismas, no sólo por parte de los prestatarios sino también de los usuarios del servicio.

– Los órganos reguladores deben ser instituciones públicas autónomas y los nombramientos del Directorio deben hacerse escalonadamente para no coincidir con los ciclos políticos. Sus recursos humanos deberán poseer un alto nivel de calificación técnica y condiciones salariales acordes con la responsabilidad de la tarea a ejecutar. Resulta conveniente establecer la prohibición de traba­jar en la industria regulada durante un lapso determinado, una vez concluidas sus funciones como reguladores.

– El regulador debe disponer de un conjunto de sanciones cla­ras, prácticas y de severidad creciente en caso de incumpli­miento de la empresa.

– Sólo la interacción efectiva entre los organismos reguladores y los ciudadanos puede asegurar su legitimidad. La inserción en los organismos colegiados (no sólo consultivos sino también decisores) de representantes de los distintos grupos y sectores sociales organizados, a los que afectará de manera directa una u otra medida, permite revertir algunos “vicios” característicos del modelo intervencionista estatal tradicional.

A modo de ejemplo, en las experiencias concretas de funcionamiento de agencias reguladoras – como el caso de Estados Unidos y Gran Bretaña- se advierten criterios diferenciados en el orden normativo, organizativo y de vinculación institucional con los distintos poderes.

En Estados Unidos, las facultades regulatorias pueden dividirse –básicamente- en tres ámbitos: a) federal, de ejercicio exclusivo; b) estadual, también de ejercicio exclusivo y c) concurrente entre el gobierno federal y los estados, pero con primacía de las normas federales. La regulación federal, a cargo de las Comisiones Independientes de Regulación (Independent Regulatory Commissions), cubre las actividades interestatales y las transacciones mayoristas, mientras que la jurisdicción estadual abarca la regulación intraestadual y las transacciones minoristas, a través de las Public Utilities Commissions. La separación de las responsabilidades jurisdiccionales de cada nivel de regulación se encuentran determinadas por ley, pero existen acuerdos institucionales para coordinar los esfuerzos de todos los reguladores (Cincunegui, 1995).

Las Comisiones son órganos colegiados, enmarcadas en planes y leyes aprobados por el Parlamento y sujetas a reglamentaciones que apruebe en cada caso el Gobierno, aunque mantienen una importante cuota de independencia respecto de éste. Sus funcionarios superiores son designados por el Presidente, con confirmación del Senado, por períodos fijos, renovables por partes y gozan de inamovilidad en el lapso de duración de sus mandatos. Por el carácter de las atribuciones de estas agencias, coexisten en las mismas facultades ejecutivas, legislativas y judiciales. En efecto, las Comisiones pueden fijar tarifas, interpretar los principios generales de la competencia, autorizar fusiones o entradas al mercado y arbitrar o reglar conflictos – ante juicios eventuales- bajo el control de los Tribunales y de la Corte Suprema.

La configuración formal de estos organismos de regulación y control preserva los criterios doctrinarios básicos -señalados por Cottier- para definir a una agencia como independiente: 1) no estar estructuralmente integradas en un departamento, 2) poder limitado del Presidente para despedir a sus directivos y 3) composición colegiada de la dirección. Sin embargo, Thury Cornejo (1995) destaca como límites a la independencia de estas agencias, el control que ejerce el Congreso sobre sus presupuestos, la facultad del Presidente de nombrar a sus directores (aunque con ratificación del Senado) y la necesidad de autorización del Fiscal General para actuar en juicios.[19]

A nivel estadual, la regulación de las redes de servicios de alcance local está a cargo de las Pubic Utilities Commissions, con competencias sujetas a un reglamento legislativo (enactement) y cuyas funciones esenciales son: la protección de los derechos de los usuarios, el establecimiento de mecanismos que propendan a la competencia, el control de la prestación de los servicios y de la razonabilidad de los beneficios de las empresas. El presupuesto de estas Comisiones, cuya fuente principal de recursos proviene de las tasas cobradas a las mismas empresas reguladas sobre una base proporcional de sus utilidades, debe someterse a la aprobación de la legislatura estadual, previa fundamentación por parte de los reguladores en Audiencia Pública.

Los comisionados o cabezas titulares de la agencia son elegidos por el Gobernador, en base a una propuesta de cuatro nombres presentada por un Consejo de Nominación. Sus mandatos se extienden por un período de cinco años y finalizan en forma escalonada. Tanto los Comisionados como los funcionarios jerárquicos, tienen expresamente prohibido por ley cualquier tipo de vinculación financiera con las empre­sas y el ejercicio de “cierto tipo de empleos relacionados con los servicios públicos” al concluir su carrera en la agencia.[20] A nivel estadual, se ha instrumentado el mecanismo de Audiencias Públicas como un ámbito de participación abierto al público utilizado para el tratamiento de cuestiones tales como los pronósticos de servicio y las opciones de provisión y demanda presentadas por las empresas, así como para la discusión del presupuesto de las agencias de regulación.

En Gran Bretaña, aunque las agencias reguladoras se inspiran en el modelo estadounidense, la política de regulación presenta como característica dominante “un marco de cumplimiento negociado, en lugar de la estricta aplicación de patrones normativos de funcionamiento” (Hogwood, 1990, p.9). La aparición de agencias reguladoras en el Reino Unido -luego de algunos antecedentes en el siglo pasado- adquiere relevancia a partir de la década del 40 con el surgimiento de organismos destinados a la regulación de la política de competencia tales como la Monopolies and Mergen Commision (MMC), creada en 1949, y la Office of Fair Traiding (OFT), creada en 1973.[21] Sin embargo, la responsabilidad general de la regulación de empresas de servicios públicos privatizados le corresponde al Departamento de Comercio e Industria.

A su vez, Hogwood (1990) destaca el creci­miento de las formas de intervención administrativa para la regulación como una paradoja del programa privatizador británico: la transferencia al sector privado de servicios como el gas y las telecomunicaciones, el agua potable y la electricidad en condiciones de monopolio obligó a gestar una regulación pública continua y para cada industria que ha sido privatizada se creó un ente regulador específico. De este modo, en 1984 nace OFTEL, en 1986 OFGAS y en 1990 OFFER y OFWAT.

Estas oficinas reguladoras han sido organizadas como departamentos administrativos y sus presupuestos dependen -en la mayoría de los casos- de negociaciones con el Tesoro, razón por la cual no pueden ser considerados totalmente independientes de la Administración, aunque sus directores generales -nombrados por un Ministro de Gobierno- tienen mayor independencia política que los funcionarios tradicionales.

Dichas agencias tienen competencia para aplicar los términos específi­cos de la licencia del servicio, controlar los precios y garantizar un trato igualitario y no discriminatorio para los usuarios. Pero todo abuso monopolístico detectado debe remitirse a la OFT que, junto a la MMC, deberá resolver la situación. Por otra parte, si una oficina reguladora desea­ra modificar los términos de la licencia de un servicio públi­co privatizado, deberá contar con la autorización de la MMC. Por lo tanto, estas agencias aparecen como un nuevo estrato subordinado de la Administración a los fines de complementar y reforzar el trabajo de las antiguas agencias reguladoras de la competencia.

Si se comparan ambos sistemas, en el caso norteamericano puede observarse que, las “independent agencies” se reservan un mayor poder de decisión respecto del Ejecutivo, poseen un esquema de administración que apunta a la descentralización efectiva de las funciones, y ejercen sus funciones por medio de acciones básicamente regladas. En cambio, en Gran Bretaña existe un mayor grado de discrecionalidad y, por otra parte, las agencias sólo poseen autonomía funcional, quedando sujetas a un mayor nivel de dependencia del gobierno. (Thury Cornejo, 1995). Graham (1993) señala, también, las “escasas” condiciones creadas por el gobierno para una eficaz regulación debido a que los amplios poderes conferidos a los reguladores “no se pueden otorgar después, sino antes o durante la privatización”.

1.5.1 El régimen de regulación: la interacción entre políticas, legislación y organizaciones

A efectos analíticos, es posible abordar la configuración específica de la institucionalidad regulatoria en función de tres dimensiones inseparables: las políticas, la legislación y las organizaciones, cuya articulación resulta en un régimen de regulación (Martín, 1996). Este régimen de regulación abarca tanto los instrumentos técnicos como las condiciones que le permiten al Estado disponer y aplicar eficazmente dichos instrumentos. Implica reconocer que la regulación de servicios públicos constituye un acuerdo deliberado y duradero que involucra una interrelación entre intereses privados y cuerpos públicos y un proceso continuo de toma de decisiones (Martín, 1996).

En función de estas características, surgen requerimientos específicos relacionados con los esquemas, organismos, tareas y recursos abocados a la regulación. Un punto de partida para indagar esta cuestión es la identificación de los objetivos y alcances que constituyen la misión reguladora. Las características que asume esta misión pueden analizarse a la luz de tres preguntas propuestas por Martín (1996) que son: por qué regular; qué regular y cómo regular.

Responder a la pregunta de por qué regular requiere identificar el tipo de objetivos y resguardos que se trata de alcanzar a través de la regulación. En general la misión regulatoria suele incluir algunos de los siguientes elementos: 1) la supervisión de la operación y la acción comercial de las empresas prestadoras 2) la garantía de las condiciones técnicas para una operación eficiente y confiable del servicio 3) la introducción de modificaciones en la estructura de producción y distribución de los mismos 4) la garantía de la existencia de reglas generales e iguales para todas las empresas prestadoras; 5) el estímulo a la inversión y el desarrollo tecnológico en la provisión del servicio 6) la gestión eficiente y equitativa los recursos comunes 7) la promoción del acceso a servicios básicos de todos los sectores sociales y áreas geográficas, 8) la protección de los intereses de los usuarios y la respuesta a sus consultas y reclamos 9) el control de eventuales impactos negativos sobre el medio ambiente.

Reconocidos los objetivos regulatorios, es posible establecer el alcance de las tareas que se sintetiza en la pregunta acerca de qué regular La experiencia señala que en general se combinan algunos de los siguientes instrumentos que inciden en algunos aspectos de la prestación de los servicios: 1) concesión de licencias y autorizaciones a los operadores para la prestación del servicio; 2) revisión periódica de precios y tarifas; 3) definición y supervisión del cumplimiento de estándares técnicos y operacionales; 4) asignación del derecho de uso de bienes comunes 5) aprobación de planes estratégicos de las empresas prestadoras; 6) establecimiento de requisitos técnicos, financieros y administrativos para la interconexión de redes y 7) elaboración de requisitos para la publicación de estados financieros e informes públicos por parte de los operadores.

Finalmente es necesario preguntarse cómo regular, lo que supone atender a algunos atributos que caracterizan el estilo de regulación adoptado: 1) la regulación como un ejercicio de control rutinario y de carácter permanente versus la adopción de acciones sólo por excepción y 2) el control directo de las actividades y de los resultados de los operadores versus el control indirecto.

En lo que atañe a los organismos que desarrollan las funciones de regulación, siguiendo a Martín (1996), en primer término es necesario analizarlas formas de inserción institucional de los entes reguladores y las ventajas y desventajas de los diversos arreglos interinstitucionales. En segundo término, el reconocimiento del carácter dinámico de las políticas lleva a poner el acento en las relaciones institucionales involucradas en ellas.

La inserción institucional del ente regulador en el aparato gubernamental puede ser examinada desde dos ópticas complementarias: a) el grado de autonomía que ostenta el ente y b) la distribución de atribuciones y responsabilidades del ente vis à vis otras organizaciones públicas y privadas.

a) La cuestión de la autonomía del ente regulador remite fundamentalmente al tema de la legitimidad que respalda sus decisiones. Tras la pregunta acerca de ¿quién controla al regulador?, las opciones posibles son el encuadramiento exclusivo en el ámbito del Poder Ejecutivo o la posibilidad de injerencia y revisión parlamentaria. En la medida en que, como mencionamos anteriormente, las decisiones en materia reguladora acumulan funciones de administración, legislación y justicia que no siempre son claramente separables también se recorta como problema atender a la vinculación con el Poder Judicial.

Melo (1998) destaca que las dificultades más frecuentes para los reguladores en América Latina devienen del “problema institucional” que afecta a estos organismos por su imposibilidad de encuadrarse claramente en alguno de los tres poderes clásicos del Estado. Por otra parte, la tradición política, jurídica y administrativa de la región, vinculada con estructuras administrativas altamente centralizadas, es poco permeable al establecimiento de instituciones reguladoras independientes.

En el caso concreto del sector de las telecomunicaciones, el autor resalta que tanto en Perú como en Venezuela se crearon nuevas instituciones regulatorias, pero ambas dependen del poder político central y no han quedado ajenas a las presiones políticas, a punto tal que “la autoridad regulatoria no es libre para tomar decisiones que puedan ser contrarias, o siquiera distintas de los intereses del Gobierno” (Melo, 1998:225).

En otros términos, el dilema discrecionalidad versus sujeción a reglas preestablecidas atraviesa la problemática de la autonomía. Si bien puede observarse una tendencia al acotamiento de los grados de discrecionalidad de las autoridades y funcionarios públicos, es claro que la normativa no puede prever todas las situaciones y contingencias posibles. Este contexto otorga considerables “grados de libertad” a los reguladores, al mismo tiempo que da lugar al “carácter necesariamente incompleto” de los contratos que son relevantes para la función pública.

Para Spiller (1997) el tema de la discrecionalidad es bastante controvertido. Si bien reconoce la necesidad de diseñar políticas reguladoras con un grado considerable de discrecionalidad reglamentaria a los efectos de superar las desventajas informativas que enfrentan los reguladores frente a las firmas reguladas, no deja de resaltar que esta tendencia puede derivar en una posible “conducta oportunista del gobierno”. De tal modo, diseños de este tipo pueden resultar contraproducentes, por cuanto esta misma discrecionalidad puede ser utilizada para apropiarse de las cuasi rentas de una compañía. En muchos casos, entonces, se puede requerir la articulación de un proceso regulador que introduzca rigideces considerables en la toma de decisiones para evitar “el fracaso regulatorio”.

La discrecionalidad reglamentaria puede traer aparejados otros efectos negativos, como el de permitir potencialmente a la “política de los grupos de interés” conquistar el proceso regulador y controlar los resultados (Spiller, 1997). Los grupos de interés pueden presionar tanto para la consecución de subsidios cruzados como para bloquear la entrada de nuevos participantes al mercado, afectando al bienestar general. Para el autor citado una forma de probar que los reguladores no han sido capturados por las empresas consiste en comparar los rendimientos del mercado de acciones (o ganancias, si la compañía no está registrada en el mercado de valores) de una firma regulada durante un largo período, con los rendimientos de una muestra de firmas comparables, que no estén afectadas por la regulación. “Los rendimientos anormalmente altos podrían indicar apoderamiento si pueden ser asociados estadísticamente con los cambios en el ambiente regulador” (Spiller, 1997:43).

La experiencia internacional permite identificar una variedad de arreglos institucionales que se desprenden de estas consideraciones generales y que suponen distintas ecuaciones costo-efectividad: 

1. Ente regulador incorporado al ministerio sectorial pero separado de las empresas operadoras del servicio. La ventaja de la dependencia ministerial es el bajo costo en tanto no se requiera recursos humanos y de información adicionales. También permite mayor coherencia en las políticas reguladoras, en la medida en que ellas se inscriben en el marco de las correspondientes políticas sectoriales. La principal desventaja de esta modalidad es que entra en desacuerdo con uno de los requisitos clásicos señalados para el diseño de los organismos de regulación como es la autonomía respecto de las instancias políticas. La dependencia puede dañar la objetividad y sujetar las políticas de regulación a intereses políticos coyunturales, conspirando contra la previsibilidad y seguridad del funcionamiento de los servicios.También es probable que en este tipo de arreglo entren en colisión el Ministerio y la nueva entidad reguladora. Como señala Melo (1998), en la mayoría de las experiencias latinoamericanas la delimitación de competencias entre ambos organismos es muy ambigua, dando lugar a relaciones conflictivas que debilitan a estas instituciones frente a los regulados y frente a la opinión pública general.

2. Ente regulador semi-autonómo con poderes delegados y con algunas decisiones sujetas a la revisión de comisiones o ministros. Este esquema permite mayor estabilidad y consistencia de las políticas reguladoras en el tiempo, a la vez que disminuye el potencial conflicto de intereses. En contrapartida, su costo es mayor, desde el momento en que es necesario sostener una estructura organizativa, técnica y humana propia y de alto nivel. En esta modalidad son importantes los procedimientos previstos para la designación, promoción y remoción de sus miembros, así como la duración de sus mandatos.

3. Regulación sin ente regulador específico. Implica dispersar las funciones reguladoras en órganos de carácter más general, como las comisiones antimonopolio, de promoción de la competencia y de protección al consumidor que generalmente suponen una activa participación de instancias judiciales. Requiere de una elevada coherencia y continuidad en la estrategia de desarrollo y en la administración de las políticas macroeconómicas. Es de bajo costo y simple de operar una vez establecido el esquema general. Sin embargo, la ausencia de un marco regulatorio específico puede inhibir la introducción de competencia en la prestación de servicios por falta de reglas de juego explícitas. La inexistencia de un ente visible puede implicar el arrastre de problemas al dilatarse su solución y generar costos innecesarios para los participantes del mercado.

b) Las relaciones interinstitucionales cobran especial relevancia en el caso de las agencias regulatorias, que suelen tener encuadramientos peculiares y cuya independencia decisoria es particularmente sensible. Existen un conjunto de instancias que interactúan usualmente con los organismos de regulación, entre las que vale destacar las comisiones pro-competencia y antimonopolio que cumplen un papel significativo, sobre todo cuando se inducen cambios en la organización industrial de los servicios. También en estos casos es necesario rescatar de las experiencias regulatorias el problema de la ambigüedad de roles que puede llegar a presentarse entre la autoridad reguladora y los organismos de defensa de la competencia e incluso la diferencia de criterios que pueden llegar a orientar las decisiones de estas instituciones en materia de promoción de la competencia y de defensa de los usuarios.

En el sector de las telecomunicaciones Herrera (1998) destaca la importancia de la nueva ley de telecomunicaciones de Brasil que impone la complementariedad de funciones entre la agencia reguladora del sector y otros organismos encargados de la defensa de la competencia y de la protección a los consumidores, quienes pueden intervenir en forma preventiva ante la toma de ciertas decisiones de la agencia que podrían entrar en contradicción con las asumidas por otras áreas del gobierno.

Otro de los actores importantes del contexto institucional del ente regulador es el Poder Judicial, cuya participación es decisiva, ya sea en la definición de cuestiones jurisdiccionales entre diferentes instancias reguladoras, garantizando el cumplimiento de la legislación pro-competencia y antimonopolio o emitiendo fallos jurídicos sobre temas específicos.

También el Parlamento participa en el diseño de las reglas de juego, en la medida en que debe legislar sobre todos estos asuntos. Se postula como deseable que la legislación establezca reglas y criterios generales y que deje a los entes la selección de los medios más apropiados para lograr sus objetivos y resolver problemas específicos. Sin embargo, en presencia de instituciones y organizaciones públicas débiles se verifica una tendencia hacia la sobre especificación mediante disposiciones legales excesivamente detalladas (López et al, 1999).

1.5.2 La construcción de la agenda y el proceso de toma de decisiones en las agencias reguladoras

Las modalidades de vinculación entre los entes reguladores y los actores más relevantes involucrados en la regulación imprimen rasgos particulares a la agenda regulatoria. Las instrucciones del Poder Ejecutivo constituyen una fuente primordial de iniciativas de agenda, fundamentalmente en los entes que dependen de estructuras ministeriales. En el caso de los entes autónomos, la importancia de esta fuente se reduce, pero no desaparece por completo.

La posibilidad de los entes de emprender acciones sobre la base de iniciativas propias encuentra diferencias, según el país de que se trate. Por lo general, el ente ejerce el derecho de agregar, a su criterio, puntos en la agenda, pero en algunos casos dispone además de la prerrogativa de remover o posponer el tratamiento de temas propuestos por otros. En estos casos el ente determina, de hecho, la agenda reguladora.

En cuanto a las iniciativas que puedan originarse en diversos grupos de interés, como operadores, usuarios, proveedores, sectores gremiales u otros organismos gubernamentales, la modalidad y eficacia del regulador para incorporarlas depende de factores tales como la estructura organizativa del ente regulador, la existencia de canales de presentación regular y la fortaleza de la institucionalidad reguladora.

Además de la manera en que se conforma la agenda interesa destacar cómo se da cuenta pública de la misma, incluyendo las decisiones adoptadas al respecto. Esta cuestión hace referencia a los diversos mecanismos de información pública que se activan y es de suma relevancia si se toma en cuenta la demanda de accountability que se impone actualmente sobre la gestión pública.

Los procedimientos y vías usuales de los entes para dar a conocer su agenda y las decisiones en materia de regulación son las publicaciones oficiales (boletines oficiales), los documentos informativos que normalmente se dan a conocer a través de los medios de comunicación y que explican temas particulares, y las notificaciones a comisiones asesoras (cuando los esquemas de regulación contemplan este tipo de instancias).

A estas posibles fuentes de información se suma la obligación legal de información al público acerca de las decisiones importantes por parte de empresas que prestan servicios en condiciones monopólicas y que, en algunos casos, incluye el deber de publicar las propuestas que presentan al ente regulador.

Otra dimensión a tener en cuenta es la naturaleza del proceso decisorio, que depende tanto de la claridad de la distribución de responsabilidades y atribuciones entre las organizaciones públicas intervinientes en la regulación, como del grado de discrecionalidad que el esquema regulador asigna al ente. Señalamos anteriormente que el ente tiene mayor discrecionalidad cuando el desarrollo institucional es débil y está más sujeto a reglamentación cuando se inscribe en espacios institucionales más consolidados.

Analizar el proceso decisorio supone identificar una sucesión lógica de etapas que se inicia con los procedimientos de preparación de las decisiones, sigue con la adopción de decisiones, contempla mecanismos de apelación y finalmente instrumentos de seguimiento de las decisiones, según se detalla a continuación:

a) Los procedimientos de preparación son instrumentos a los que el ente puede recurrir con el objeto de enriquecer su propio análisis en la fase previa a la adopción de sus decisiones. Pueden ser procedimientos de consulta con respuesta voluntaria, para solicitar a distintos sectores interesados respuestas a interrogantes específicos o pedir información o fundamentación de sus opiniones. Si bien las respuestas pueden revestir un carácter público o confidencial, es de resaltar que la primer opción ofrece mayores garantías de que el proceso intenta ser sistemático, transparente y equitativo. La principal ventaja de las respuestas confidenciales es la posibilidad de recibir planteamientos más francos, con mayor detalle y basados en información más relevante y sincera. En aquellos casos en los que prevalece un enfoque de regulación más reglamentado, los entes utilizan las audiencias públicas para recabar opiniones verbales de los sectores interesados. Este procedimiento posibilita una interacción más directa entre las partes involucradas pero, en contrapartida, las opiniones verbales suelen ser menos detalladas y profundas que las emitidas por escrito.

Más allá de estos mecanismos de consulta voluntaria, el ente debe forzar, sobre la base de las atribuciones que la legislación le confiere, la obtención de información crítica de parte de las empresas. En tales casos se requiere definir procedimientos muy claros, (ejemplo: el fundamento legal de la obligación de suministrar información fidedigna, el tipo, la frecuencia y la compatibilidad de definiciones y registros contables entre el regulador y el regulado; y las condiciones de uso y de difusión de la información entregada a las empresas). Por otra parte, se requiere la contratación de consultorías externas cuando el ente debe adoptar decisiones que, como la fijación de precios y tarifas, implica contar con expertos de alta calificación que no necesariamente forman parte de la planta permanente del personal.

b) La adopción de decisiones se puede concretar tanto a través de las decisiones individuales de quien ostenta la autoridad de regulación, de las decisiones colegiadas a través de una comisión o comité con atribuciones para hacerlo o de sistemas mixtos que combinan decisiones individuales sobre materias claramente delimitadas y de naturaleza rutinaria con decisiones colegiadas sobre aquellos asuntos más delicados o complejos. La ventaja fundamental de la toma de decisiones individuales es su rapidez y ejecutividad que resulta especialmente favorable para alcanzar resultados rápidos en períodos de intenso cambio institucional. Dado que entraña el riesgo de generar percepciones de arbitrariedad, sesgos o subjetividad, son viables en países con elevado desarrollo institucional. Los esquemas colegiados suelen tornar más lentas las decisiones aunque, en contrapartida, la experiencia indica que también son más seguras y están menos sujetas a cuestionamiento. Los sistemas mixtos pueden contribuir a morigerar algunas de las desventajas de cada uno de estos esquemas.

c) En la medida que el diseño institucional apunte a garantizar la legitimidad y la accountability, las decisiones del ente deben ser pasibles de apelarse, como una forma de garantizar la protección contra eventuales abusos. El ámbito del derecho de apelación depende del marco legislativo general, (v.g. leyes pro-competencia y antimonopolio) y de la normativa específica del sector en cuestión.

d) Aunque es deseable la existencia de incentivos que estimulen el cumplimiento voluntario de las decisiones regulatorias, deben existir instrumentos coercitivos que respalden su accionar y reduzcan a un mínimo razonable las violaciones de sus disposiciones. El cumplimiento voluntario tiene considerables ventajas, razón por lo cual las políticas reguladoras vigentes apuntan a la incorporación de los mismos participantes del proceso regulador en la supervisión de las decisiones, sobre la base de algunas alternativas disponibles. Una política posible consiste en recurrir al uso de agencias independientes para la certificación de calidad del servicio y del cumplimiento de estándares tecnológicos y empresariales. Este mecanismo plantea el problema de la menor injerencia pública en el control sobre las tecnologías utilizadas, aunque presenta ventajas en términos de respaldo técnico y de reducción de costos. Otra variante es la autocertificación, mediante la cual la propia empresa certifica que los productos cumplen con los estándares establecidos por el marco regulador. En este caso, la pérdida de control por parte del ente es mucho mayor y es necesario un ordenamiento legal que permita sancionar las certificaciones falsas. Sin embargo, se destacan como ventajas la posibilidad de minimizar los retrasos en materia de innovación, nuevo productos y mejora de los servicios.

Ante la detección de una violación o infracción, el ordenamiento legal debe contar con criterios de sanción que definan qué se penaliza por vía administrativa o judicial; qué tipo de faltas caen en la órbita de las normas civiles o penales, etc. El principio fundamental es la graduación de la pena, ya que un sistema severo e indiscriminado puede inducir la resistencia a su cumplimiento o la inhibición del desarrollo del sector en cuestión.

Martín (1996) sintetiza las dimensiones institucionales que garantizarían el éxito de las tareas regulatorias en el seguimiento de los criterios que se enumeran a continuación:

  • El diseño del marco regulador debe preceder a las decisiones de privatización cuando están involucradas actividades monopólicas. Ello contribuye a una mayor previsibilidad del marco para la prestación de los servicios en beneficio de los usuarios, de las empresas prestadoras y del propio gobierno.
  • Es necesario tomar en cuenta que las reformas institucionales del marco regulador, aun cuando se justifiquen plenamente, generan costos políticos, económicos y sociales, cuya capacidad de absorción es limitada para cualquier gobierno; por lo tanto dichas reformas tienen que ser graduales y programadas contemplándose medidas compensatorias y campañas de información pública adecuadas.
  • No basta con disponer de un buen diseño conceptual y legal del esquema regulador ya que la capacidad operacional de los entes encargados de ejercer dicha función es tanto o más importante. Se requiere personal de alta calificación técnica y autoridades de gran capacidad ejecutiva.
  • Si bien es importante privilegiar la estabilidad de las reglas de juego, el marco regulador debe mantener congruencia con la evolución del entorno tecnológico, económico y social; en consecuencia su modernización debe se una tarea permanente, cuyo objetivo central es ofrecer crecientes oportunidades para la iniciativa privada, preservando el interés público.

Tomando en cuenta otra clase de factores, aunque claramente vinculados con los anteriormente mencionados, Spiller (1997) resalta como desafío principal el diseño de procesos reguladores que, en tanto restringen la discrecionalidad, sean compatibles con la estructura institucional del gobierno y con algunas de las tradiciones legales y administrativas del país del que se trate. A su juicio, las estructuras reguladoras son más fáciles de viabilizar en los países donde la toma de decisiones es naturalmente descentralizada, como el caso de los Estados Unidos[22]. Por el contrario, en los países en desarrollo donde la toma de decisiones está fuertemente centralizada, la credibilidad reglamentaria requiere de estructuras más rígidas (López et al, 1999).

Desde nuestra perspectiva, el análisis de las cuestiones descriptas no estaría completo sin abordar la dimensión política subyacente en este proceso, dado que el devenir de las antiguas formas institucionales y la construcción de nuevas opciones siempre va acompañado de un cambio en la correlación de fuerzas políticas y económicas de la sociedad. Como refiere Vilas (2001) “Desde el punto de vista de la política, el estado es ante todo institucionalización de las relaciones de poder entre actores y de su articulación con el sistema internacional de relaciones políticas, comerciales y financieras. Las instituciones políticas y sus formulaciones constitucionales y legales son la expresión de un bloque de poder en el que se conjugan jerarquías de clase, étnico-culturales, de género, territoriales, entre otras” (Vilas, 2001:12). Por tal motivo, la construcción institucional debe ser entendida, más que como campo de acción alternativo, como parte inherente, distinguible sólo analíticamente, de un proceso político multidimensional. Sin duda, la creación de instituciones resulta y requiere de la ingeniería institucional, pero al mismo tiempo es un emergente del conflicto de intereses y aun de la construcción de identidades. En resumen, de dinámicas políticas y relaciones de poder que están en la base de la definición de las reglas de juego (Alonso, 1999).

1.6 Otras cuestiones vinculadas con la teoría de la regulación

1.6.1: “oportunismo gubernamental” vs “oportunismo empresario”

En referencia a la cuestión de la estructuración de las relaciones de poder mencionada anteriormente, la teoría económica de corte ortodoxo ha insistido en la necesidad de evitar que se produzca “oportunismo gubernamental”, dado cuando la autoridad política aprovecha determinadas circunstancias para imponer decisiones perjudiciales para las empresas (reducción de tarifas, aumento de gravámenes, etc.), abusando de una posición de fuerza circunstancial y de los resquicios legales ofrecidos por el esquema regulatorio (López y Thwaites Rey, 2000).

En este sentido, Abdala y Spiller (2000) afirman que para que una reforma económica sea exitosa, debe ser creíble a los ojos de los inversores y sostenible en un horizonte de mediano y largo plazo. La credibilidad se apoya, entre otros sustentos, en acotar al máximo posible el riesgo de expropiación administrativa, sea ésta directa, a través de la nacionalización, o indirecta, mediante cambios en las regulaciones de precios, impuestos, etc. Porque si los inversores perciben que el riesgo de expropiación es demasiado alto, demandarán a cambio una prima de riesgo muy elevada o, incluso, no arriesgarán su capital.

En la misma tónica, Llach y Mondino (1999) observan que para el caso de los servicios públicos privatizados, el “oportunismo gubernamental” se manifiesta en el aprovechamiento de decisiones irreversibles, tales como las efectivizadas en activos hundidos, para ejercer comportamientos expropiatorios mediante regulaciones excesivas, impuestos extraordinarios u otras exacciones violatorias de reglas preestablecidas o, en algunos casos, usufructuadoras de ambigüedades propias de contratos incompletos. Estas cuestiones traen aparejadas las más de las veces situaciones de inseguridad jurídica, por lo cual para minimizar los comportamientos oportunistas resulta crucial “no sólo la existencia de reglas, sino también de reglas para modificar dichas reglas”. Según los autores, “los contratos son casi siempre incompletos, dejando casi siempre algún margen para la discrecionalidad y para la ‘filtración’ de criterios puramente políticos”. Y es en estos márgenes donde advierten los mayores peligros (Llach y Mondino, 1999).

La experiencia argentina ha mostrado que existe un peligro inverso al tan temido “oportunismo gubernamental” –y más frecuente-: el “oportunismo empresario”, derivado de utilizar la debilidad ocasional del Estado en determinado momento para imponerle condiciones más beneficiosas para los privados (López y Thwaites Rey, 2000). La amenaza de hacer caer una concesión -con el costo político que conlleva-, de no replantearse un esquema de inversiones incumplido, o el tratar de renegociar otras ventajas –como la prolongación del plazo contractual- ofreciendo a cambio inversiones política o económicamente necesarias en el corto plazo, son ejemplos de ello. De la misma forma, la decisión estatal de no imponer reglas de juego más firmes, afincada en la convicción de que debe ser el mercado el verdadero disciplinador, refuerza la conducta “oportunista empresaria”.

Por otra parte, y ante cualquier intento de revertir alguna condición inicial, los empresarios y los economistas del establishment se han abroquelado tras el argumento de la “seguridad jurídica”. Este comprende el respeto tanto de las leyes sancionadas por el Parlamento, como de las reglamentaciones y resoluciones administrativas emanadas de organismos que dependen de la órbita del Poder Ejecutivo, principalmente, o del Poder Judicial. Así, respetar la letra y el espíritu de las leyes sin alterarlos en las normas que las tornan operativas, no vulnerar las jurisdicciones y competencias con disposiciones arbitrarias, no hacer del uso de mecanismos excepcionales una regla y garantizar la continuidad jurídica de las decisiones tomadas y los contratos firmados conforme a derecho por administraciones políticas precedentes son, todos ellos, principios sustantivos que hacen a la “seguridad jurídica”.

Además de la cuestión de la “seguridad jurídica” propiamente dicha, el otro aspecto que suelen invocar los empresarios cuando reclaman preservarla es el respeto de las reglas de juego económicas que dan un horizonte de certidumbre a la inversión productiva. Aquí es donde aparece la dimensión eminentemente política y más compleja de la cuestión y se producen confusiones de planos analíticos. Es indudable que el sostenimiento de tales reglas, que constituyen el marco en el que se desenvuelve la vida económica, implica otorgar certidumbre respecto a las acciones futuras -ergo, seguridad-. El reclamo de su mantenimiento, sin embargo, excede lo jurídico y se ubica en un plano estrictamente político del problema. Porque si se respetan los mecanismos institucionales establecidos para la elaboración de las leyes, pedir que no se introduzcan cambios fundamentales en los contenidos no es una demanda de seguridad jurídica sino política.

En este sentido, cuando desde el “mundo de los negocios” se reclama la continuidad del rumbo de las reformas estructurales, aunque se lo haga bajo el nombre de la “seguridad jurídica”, lo que se está haciendo es una demanda política. Bajo el imperativo de la previsibilidad y la certidumbre económicas, esenciales para atraer y consolidar inversiones, el polo del capital exige que se apliquen las medidas que considera más adecuadas para el desarrollo de la economía de mercado y de sus propias ganancias. La demanda política que esto supone resulta entendible desde el punto de vista de un actor social que pretende influir sobre la arena política. Sin embargo, la apelación a la seguridad jurídica -es decir, la inmovilidad de las normas que resulten favorables a sus intereses- implica una petición mayor: que el electorado en general, y más específicamente los dirigentes políticos, se comprometan a no cambiar los cursos económicos ya marcados por el “mercado” con intromisiones “políticas”.

Cabe destacar que el “oportunismo empresario” no ha merecido un tratamiento sistemático en la literatura especializada. Sólo se lo reconoce parcialmente y como una “falla” puntual, antes que como un riesgo simétrico al del “oportunismo gubernamental”. En algunas formulaciones teóricas se admite el riesgo de captura del órgano regulador por parte de la empresa regulada, favoreciéndose sus intereses en perjuicio de los usuarios. Pero en general, la principal preocupación de quienes teorizan sobre la regulación suele ser el evitar la influencia de la política sobre las leyes “naturales” de la economía, y no la inversa. De modo tal que las evidencias reales, tanto de captura como de “oportunismo empresario” son, en general, presentadas como pequeñas desviaciones de los postulados teóricos “correctos”, que deben corregirse sólo por la vía de la competencia.

En cuanto al problema de la imprevisión en los contratos de larga duración, para la mayoría de los expertos las modificaciones en lo pactado sólo pueden justificarse ante el imperativo de adaptación de las normas al cambio tecnológico. Sin embargo, una racionalidad basada en el bien común haría necesario que quien contrata con el Estado para prestar un servicio público monopólico acepte el compromiso de variar las condiciones si éstas perjudican notoriamente el interés general. Porque los objetivos de servicio público propuestos por el Estado no pueden quedar desligados de la fijación de un óptimo social, que debiera ser contemplado como una obligación liminar para el operador privado. De lo contrario, y dada la usual poca transparencia en la definición de los contratos, lo que en realidad se defiende es la obtención de una suerte de “patente vitalicia” que sólo pueda alterarse cuando aparezca afectada la ecuación económico-financiera en perjuicio de la empresa (Thwaites Rey y López, 2003).

1.6.2 La nueva relación Estado-usuarios: ¿clientes o ciudadanos?

Las nuevas formas de gestión empresarial impulsadas a partir de la reforma del Estado han dado lugar, entre otras transformaciones, a una reconceptualización del lugar del usuario de los servicios públicos. Favorecido por la lógica mercantil de los prestadores privados, el nuevo régimen de provisión de dichos servicios incorporó en su discurso las propuestas e iniciativas conocidas como de “orientación al cliente” que, en términos generales, se asumen como un correlato de las reglas de juego entre proveedores y consumidores en el mercado privado de bienes y servicios. Así, la preocupación por las demandas diferenciadas, la calidad de los servicios y la fijación de los correspondientes mecanismos de resarcimiento en caso de declinación en los niveles de servicio ofrecidos, además de la instrumentación de sistemas de queja y de mecanismos de participación y consulta, conforman los componentes básicos de esta tendencia que, según se declara, resulta superadora del tradicional esquema en el que los usuarios de servicios públicos estatales poseían el rol de “receptores pasivos” y “carentes de derechos específicos” (López, 2003)

Sin embargo, cabe resaltar -a más de dos décadas de puesta en marcha de este tipo de experiencias (sobre todo en Europa)- lo que pudieran considerarse como limitaciones intrínsecas a este nuevo modelo, dado el escaso grado de implementación de algunos de sus preceptos. Como lo ha constatado la OCDE, son muy pocos los países miembros donde el resarcimiento tiene fuerza reglamentaria y no es meramente una declaración de principio. De la misma forma, también la participación de los usuarios se ejerce restrictivamente, ya que lo que generalmente se concede “(…) es el derecho de consulta, más que el derecho de tomar la decisión” (OCDE, 1996:34). De este modo, los dos componentes de esta propuesta que implican una transferencia concreta de recursos hacia los usuarios, tanto monetarios como de poder de decisión, resultan los más difíciles de implantar (López, 2003).

Asimismo, el énfasis puesto en la figura del “cliente” ha sido objeto de críticas, no sólo por la diversidad de intereses (prestadores, gobierno, contribuyentes en general, etc.) que entran en juego a la hora de tomar decisiones sobre los servicios públicos, sino también por la concepción de “ciudadano” que lleva implícita esta perspectiva, más alejada de ciertas consideraciones en términos de legitimidad, igualdad y acceso. Incluso llega a caracterizarse a este nuevo enfoque como «una negación de la ciudadanía», en tanto la sobrevaloración de la satisfacción del consumidor (…) “convierte al gobierno en un instrumento de consumo de servicios, ignorando el papel del gobierno en la resolución de conflictos, en el establecimiento de objetivos nacionales, en el control del uso de la fuerza en la sociedad, en la inversión en el futuro de la nación, en la consecución de los valores constitucionales y los objetivos políticos, lo cual tiene poco o nada que ver con el servicio o la satisfacción de los consumidores” (Carroll, 1995:302).

Por estas razones, para algunos autores, el modelo de “orientación al cliente” peca de reduccionismo, al limitar la ciudadanía a la práctica del consumo. Se advierte el efecto corrosivo que esta visión podría tener sobre la idea del ciudadano como un ser social holístico, comprometido en un rango de relaciones recíprocas con otros y con la sociedad en general. En su lugar, el ciudadano es dividido en un número de identidades de consumo separadas en relación con distintos proveedores: el ciudadano es paciente, o padre, o pasajero, dependiendo el contexto (Prior, Stewart y Walsh, 1995).

En términos de Richards (1994), pensar el sujeto perceptor como ciudadano es sustancialmente diferente de su consideración como cliente, puesto que en el primero se reconoce la existencia de un interés colectivo no equiparable a la suma de los intereses individuales, tal como se expresa en las relaciones de mercado. Por lo tanto, la preocupación por una administración más ágil, participativa y descentralizada debería combinarse con la promoción de una ciudadanía activa, más acorde con una perspectiva “socio-céntrica” que “mercado-céntrica”, si los objetivos de reforma también propugnan un mayor fortalecimiento de la sociedad civil.

De esta forma, en el marco del proceso de privatizaciones y regulación, se abren posibilidades diferenciadas de participación de los usuarios en relación con los servicios públicos, a partir de instancias, grados de involucramiento y formas de representación diversas. Para centrarnos estrictamente en este tema de estudio, conviene explorar las distintas alternativas de instrumentación de la participación de los usuarios en el control de los servicios públicos de gestión privada, precisando sus aspectos singulares y su mayor o menor compatibilidad según se considere al usuario un “cliente” o un “ciudadano”.

1.6.2.1Participación de los usuarios en el control de los servicios públicos de gestión privada

Si bien el ejercicio del control es una tarea indelegable del Estado, no todas las operaciones vinculadas a tal fin deben ser ejecutadas necesariamente por las agencias de regulación. Si así sucediera, la tarea resultaría altamente gravosa, a la par que ineficaz. Exigiría un enorme plantel de personal repartido por toda el área geográfica de la prestación de los servicios, que debería trabajar en las propias dependencias de los concesionarios, en la vía pública, en las obras, supervisado -a su vez- por otro importante número de agentes (Cincunegui, 1994a).

En tal caso, y en un esquema de gestión participativa, adquiere relevancia el rol de las organizaciones de usuarios, los propios usuarios, las comisiones de fomento, las asociaciones vecinales, etc., como una fuente clave de información. Desde otro ángulo, la interacción con otras instituciones como el Defensor del Pueblo, o las oficinas gubernamentales encargadas de proteger los derechos de los consumidores y/o usuarios conforma una vía de apertura alternativa hacia las principales demandas y conflictos planteados por dichos sujetos en estas instancias.

Pero el imperativo de la participación no debiera responder sólo a cuestiones de índole operativa. La literatura señala que la administración no siempre resguarda debidamente los intereses de los receptores de los servicios. En muchos casos “actúa demasiado inclinada a favorecer a los grupos económicos que dominan las empresas y (…) con el paso del tiempo se convierte en su cómplice, más que en su guardián” (Ariño Ortiz, 1995).

En función de estas consideraciones, la indeclinable tarea estatal de fijación de límites a la discrecionalidad de los entes privados debe ser redefinida, teniendo en cuenta que “además de cuestiones de orden técnico (…) pudiera estar implicada la necesidad de una revisión de la propia concepción de la institucionalidad regulatoria, explorando, entre otras, la incorporación de la noción de ‘contraloría social’. Ello supone admitir que “la responsabilidad de la ‘exigencia de cuentas’ a los prestatarios de los servicios no puede recaer sólo en el Estado, y que la propia ciudadanía receptora de los servicios debe tener incidencia sobre el control” (Cunill Grau, 1995).

En esta línea, la participación social es un requisito básico de los arquetipos de reforma destinados a “publificar la administración”[23] y, como parte de este objetivo, deberían propender a enfrentar tres ejes: “la apropiación privada del aparato público, la actuación autorreferenciada y la falta de responsabilidad pública” (Cunill Grau, 1997:224). Particularmente, la autora remarca que la tendencia a la “actuación autorreferenciada” del aparato del Estado deviene en déficit de capacidad institucional para desarrollar las actividades reguladoras, prestadoras y promotoras de servicios públicos, con serios riesgos para la eficiencia y la eficacia de la actuación gubernamental, de la misma forma que para la efectividad de la administración. En cuanto a la ausencia de responsabilidad pública, intenta exponer los peligros de “desplazamiento de la accountability” planteados en la tradición más ortodoxa del New Public Management, al tratar de sustituir la responsabilidad política por la responsabilidad mercantil, lo que supondría una pérdida de influencia de las autoridades más estrictamente políticas sobre la administración pública. Otro desplazamiento, denominado “solución tecnocrática”, conlleva la posibilidad de diluir el carácter público de los servicios y bienes implicados tras el debilitamiento de su conexión con la ciudadanía misma (Cunill Grau, 1997:289).

Focalizando el tema de la participación de los usuarios en relación con las diversas etapas de gestión de los servicios públicos, Brachet (1995) establece una gradación de las distintas actitudes de la administración respecto de la inclusión del punto de vista autónomo de los usuarios sobre las cuestiones atinentes a estos servicios. Partiendo de la provisión de información, como obligación primaria de la administración para con los usuarios, la escala se completa con la institucionalización de mecanismos de consulta, llegando hasta las formas de concertación y partenariat[24].

En el primer caso, la información mínima, difundida de manera centralizada y uniforme, se corresponde fundamentalmente con la necesidad de que los usuarios no desconozcan las normas y, como tal, puedan ejercer sus derechos y cumplir con sus obligaciones. La consulta se orienta a requerir la opinión de los usuarios por parte de los administradores, pero la Administración no acepta compartir ningún aspecto de la decisión ni tampoco se compromete a tomar en cuenta las opiniones recibidas.

La concertación, en cambio, se diferencia de la consulta desde el momento en que las decisiones tomadas tienen en cuenta los puntos de vista expresados por los usuarios. En esta instancia, la dinámica de la participación rompe con la actitud unilateral de pura soberanía por parte de la Administración, pero generalmente la iniciativa queda en manos de las respectivas organizaciones. El partenariat implica también una práctica de concertación, pero con cierto nivel de institucionalización, así como una estabilidad y reconocimiento mutuo de las partes. Para que funcione eficazmente deberá lograrse cierto consenso acerca de la naturaleza de las decisiones que serán compartidas y sobre el modo de integración de los usuarios o sus entidades representativas en los organismos públicos.

En tanto la provisión de información y la instrumentación de mecanismos de consulta pretenden incorporar un grado mínimo de participación de los usuarios, con un sentido más próximo al planteado por el modelo de “orientación al cliente” , la concertación y el partenariat se asumen como estilos de gestión articulados con el propósito de “hacer del usuario un ciudadano” (Brachet, 1995), no ya en los términos tradicionales de aplicación de la ley, sino a través de su inserción en los ámbitos de la administración para tomar parte en las decisiones sobre los servicios públicos.

Cabe resaltar que incluir la participación de los usuarios no es un ejercicio gratuito en términos de recursos humanos y organizativos, costes de tiempo y negociación. Cualquier intento en este sentido afronta problemas metodológicos, de recursos y políticos. Por ejemplo, la implicación de los usuarios puede acarrear pérdidas del control por parte de la administración (en tanto se cede una cuota de poder), o bien puede tener efectos disruptivos sobre el proceso administrativo, produciendo demoras y trabando la rápida resolución de controversias políticas. También se corre el riesgo de sobre-simplificar las cuestiones técnicas, recurriendo a apelaciones demagógicas o “facilistas”.

También merecen especial atención los problemas de representatividad. Suele argumentarse que quienes asumen la defensa del público no son realmente responsables frente a quienes dicen representar (Gormley, 1983). Durante la década de los ‘80 las organizaciones privadas voluntarias de distinto tipo tuvieron un protagonismo creciente vis a vis el gobierno y las empresas con fines de lucro. En algunas situaciones estas organizaciones pueden realizar actividades a menor costo con mejores resultados y con mayor participación popular que los gobiernos. Pero en otras situaciones es posible que promuevan su propio interés, desvinculado del interés más amplio de la comunidad o que funcionen como reflejo del poder dominante de grupos particulares.

Para autores como Streeten (1992), si el Estado responde sólo a grupos de interés de este tipo, los resultados de su acción estarán determinados por el poder de estos grupos, lo que a su vez depende de su tamaño, tiempo de existencia, motivaciones y mecanismos de fortalecimiento de los mismos. Dado que además en muchos casos, las instituciones de la sociedad civil tienen un funcionamiento “bastante antidemocrático”, persiste la necesidad de fortalecer a los grupos más débiles y relegados, frente a situaciones en las que puede existir no sólo una concentración del poder político, sino también del poder social.

1.6.2.2 Los canales para la participación: el mecanismo de Audiencia Pública

Las modalidades de instrumentación de la participación desafían cualquier noción de enfoque uniforme. Pueden crearse órganos especiales para lograr la participación de los usuarios en la toma de decisiones, en la ejecución de actividades, o con fines consultivos y de fiscalización, los cuales pueden tener diverso grado de permanencia e insertarse o no dentro de la propia estructura de la administración. Habitualmente, los órganos consultivos asumen la forma de Consejos, Comisiones o Comités, según el lugar que ocupen en la jerarquía consultiva y la permanencia en su función. Pueden estar constituidos por las asociaciones de usuarios y consumidores o admitir otras entidades representativas (asociaciones de profesionales, sindicatos, centros vecinales, grupos de fomento, etc.).

En otros casos no se intenta crear órganos o procedimientos especiales, sino asimilar a los sujetos a estructuras existentes. Ello ocurre, por ejemplo, respecto de la participación resolutiva en la conducción de las organizaciones ‑participación en la gestión de las organizaciones públicas- que habitualmente se resuelve a través de la presencia de ciudadanos, en tanto usuarios o representantes de intereses específicos, en el órgano de dirección de la organización.

Los procedimientos pueden estar más o menos formalizados y pueden ser más o menos permanentes. Sin embargo, es indispensable alguna forma de institucionalización, de modo tal que garantice la continuidad de la práctica participativa. De lo contrario, la participación puede quedar librada a situaciones coyunturales más o menos favorables y a la permanencia de funcionarios que la impulsen. Así también es igualmente necesario que el gobierno asegure la autenticidad de la convocatoria a la participación y evite que sea utilizada como validación posterior de los actos de gobierno (Guzo, 1997).

Por ejemplo, las audiencias públicas se usan en muchos países antes de adoptarse un proyecto público fundamental, emitirse una reglamentación de carácter general, someter un proyecto de ley al Congreso, o promover el debate público de proyectos en curso de análisis legislativo. El propósito es hacer conocer propuestas y permitir la expresión de la máxima cantidad de opiniones y objeciones acerca de un tema específico. Para lograrlo se informa y esclarece sobre las propuestas, se registran opiniones, observaciones, recomendaciones y manifestaciones de acuerdo o desacuerdo que los asistentes hacen públicamente. No se vota ni se busca homogeneidad. Aunque todas las opiniones y objeciones deben ser consideradas, no necesariamente deben incorporarse a la decisión final, pero en caso de no ser tenidas en cuenta los decisores deben fundamentar los motivos.

En otro orden las audiencias pueden constituirse como un mecanismo de rápido aprendizaje masivo, provocando procesos colectivos de maduración sobre temas públicos, e incluyendo puntos de vista más abarcativos que los aportados por los funcionarios expertos. El acceso ciudadano a la información administrada por el Estado es un prerequisito imprescindible para la efectividad de las audiencias (Guzo, 1997).

Para el caso específico de los servicios públicos de gestión privada, Cincunegui (1994a) entiende que la audiencia pública es un procedimiento orientado a promover la participación social en el control de los operadores de esas actividades y de los propios organismos controladores. La audiencia pública brinda transparencia y publicidad a la función de control y permite lograr mayor eficacia en la toma de decisiones a través del conocimiento directo de los reclamos, demandas y opiniones de los usuarios reales y potenciales de los distintos servicios. Disposiciones sobre el aumento de tarifas, nuevos emprendimientos y obras para ampliar o prestar mejores servicios, y la adecuación de las normas de calidad pueden alcanzar un mayor grado de consenso si se toman en cuenta las consideraciones de todos los actores interesados. Pero el autor citado destaca la importancia de brindar asistencia legal y técnica suficiente a los usuarios para contrarrestar equilibradamente el poder de las compañías privadas, quienes poseen mejor información y un cuerpo de asesores especializados.

1.6.2.3 La experiencia de participación de los usuarios en las Public Utility Commissions de los Estados Unidos

En Estados Unidos, la regulación de las redes de servicios públicos locales está a cargo de las Public Utilities Commissions (PUCs) que son órganos colegiados regidos por planes y leyes aprobados por el Parlamento y sujetos a reglamentaciones del gobierno, aunque mantienen una importante cuota de independencia respecto de éste. Sus funciones esenciales son: la protección de los derechos de los usuarios, el establecimiento de mecanismos que propendan a la competencia, el control de la prestación de los servicios y de la razonabilidad de los beneficios de las empresas.

La representación de los usuarios en las PUCs se canaliza fundamentalmente a través de dos tipos de modalidades. La primera es la participación directa en las comisiones formadas por grupos de ciudadanos organizados. Reciben la denominación de grassroots advocacy porque articulan a ciudadanos organizados para defender intereses subrepresentados. En este caso se prioriza la apertura de canales para que los usuarios puedan hablar por sí mismos antes que a través de sus intermediarios.

El grassroots advocacy puede definirse como una organización privada que promueve intereses no relacionados con la ocupación de sus miembros y que persigue la ampliación de la rendición de cuentas por parte de los funcionarios. Es una organización no gubernamental, no lucrativa y no sindical aunque pueda recibir fondos de estas tres fuentes. Puede intentar representar a todo el público, a la mayoría, a los menos aventajados o incluso a un segmento pequeño de la población. Un ejemplo de esta modalidad son los grupos de ciudadanos en pro de menores tarifas eléctricas para personas mayores o para todos los clientes.

Para el caso de Estados Unidos, Gormley (1983) clasifica a este tipo de organizaciones en cuatro categorías, según el tipo de preocupaciones que las guían: grupos ambientalistas, grupos antinucleares, grupos de consumidores y grupos de personas de bajos ingresos. El concepto tiene una amplitud suficiente como para abarcar organizaciones significativamente diferentes que, no obstante, suelen trabajar unidas tal como sucede en las PUCs. El autor señala que esta modalidad exige capacidades organizativas que pueden limitar el acceso a los procesos de toma de decisiones de los grupos con mayores dificultades para articularse.

La segunda forma de representación supone la participación en la agencia regulatoria de funcionarios públicos de otra agencia, a quienes se les paga por tutelar los intereses subrepresentados de algunos sujetos, como por ejemplo, los consumidores. Dichos funcionarios suelen ser denominados como proxy advocates y pueden representar a todos o a la mayoría de los residentes de una jurisdicción determinada ante otra organización gubernamental. Constituyen un tipo particular de agentes públicos, ya que no ejecutan sino que sólo recomiendan políticas. El proxy advocacy es una figura relativamente nueva dentro de la cual pueden diferenciarse dos modalidades: attorneys general y consumer counsels.

La mayoría de los attorneys general en Estados Unidos son funcionarios electos. La elección directa se considera una alternativa frente a los riesgos de la representación de intereses en los procedimientos administrativos y judiciales a través de organizaciones específicas. También implica que puedan ser miembros de un partido distinto al del gobernador del estado, lo que conlleva la posibilidad de que las actuaciones de las PUCs se conviertan en batallas interpartidarias. En general estos funcionarios tienen autoridad estatutaria explícita para intervenir en los procedimientos de las PUCs en nombre de los consumidores pero, en varios estados, también se encargan de asistir legalmente a las Comisiones. En cierta forma, el ejercicio de ambos roles puede dar lugar conflictos derivados de la diferencia de intereses que supone asumir a la vez la representación legal de la institución y la defensa del público. Una forma de evitar esta posibilidad ha sido la atribución de estas tareas a funcionarios distintos dentro de la agencia, en cuyo caso deben priorizarse para sus designaciones idénticos niveles de competencia profesional.

Por su parte, los consumer counsels en general son designados por los gobernadores de los estados, aunque en algunos casos son nombrados por las legislaturas. Si bien usualmente la normativa establece que estos funcionarios representan a todos los consumidores en los procedimientos ante las PUCs, también es posible que se establezca una representación acotada sólo a los usuarios residenciales y pequeños comerciantes. La mayoría de los consumer counsels tienen atribuciones para intervenir en instancias judiciales y ante las agencias federales en temas relacionados con las public utilities.

Cualquiera sea la forma específica que tome, la institucionalización de agentes como el proxy advocacy se basa en cuatro premisas: 1) que los ciudadanos adolecen de incentivos para organizarse por sí mismos; 2) que carecen del conocimiento para reconocer dónde radican sus intereses; 3) que no disponen de los recursos para participar efectivamente en los complejos procedimientos regulatorios y 4) que las organizaciones de ciudadanos a menudo no son representativas de la totalidad del público.[25]

Particularmente, la figura del proxy puede reconocerse como uno de los mecanismos complementarios de la democracia representativa que, como tales, admiten la posibilidad de intervenir en el curso del gobierno iniciando acciones, rectificando otras o, en todo caso, obteniendo información sobre su desarrollo. Desde esta perspectiva también puede encuadrarse la figura del ombudsman, aunque con competencias diferentes a la de los proxy.

1.7 El análisis de capacidades institucionales: algunas pautas para su comprensión

A lo largo de este capítulo se ha querido dar cuenta de un conjunto de nuevas problemáticas que trae aparejadas el nuevo rol regulador del Estado y su interacción con los actores centrales en el esquema de prestación privada de servicios públicos. Un posible abordaje de estas cuestiones se asocia con el tema de la calidad de las instituciones, vinculada a la existencia de reglas universales, mecanismos predecibles de regulación de conflictos, racionalidad y autonomía del aparato estatal, etc. Por el contrario, existen síntomas de precariedad estatal cuando fracasa el establecimiento de un marco legal y de comportamiento gubernamental previsible, o por la arbitrariedad en las aplicación de las reglas y leyes, así como cuando no están deslindados claramente los ámbitos de lo público y de lo privado, entre otras cuestiones (Przeworski, 1996). En este sentido, el enfoque de capacidades institucionales, elaborado por Tobelem (1992) y enriquecido por otros autores (Oszlak, 2002; Alonso, 2007) ofrece un nivel de sistematización efectiva para el estudio de las principales dimensiones de análisis involucradas en el proceso privatización y regulación de los servicios públicos.

En términos generales, el análisis de capacidad institucional es un intento de establecer la medida en que las instituciones, organizaciones y actores bajo análisis[26] son capaces de lograr determinados objetivos en función de los recursos normativos, organizativos, humanos y materiales existentes. En consecuencia, un primer paso es reconocer los objetivos propuestos en un nivel de desagregación suficiente como para poder analizar la congruencia de los mismos con las capacidades existentes. La identificación de los objetivos conlleva una definición de los impactos que se espera conseguir, tanto como una delimitación de los sectores afectados.

En función de los objetivos identificados, analizar las capacidades existentes requiere analizar el contenido y la coherencia de las reglas de juego, de las modalidades de representación de intereses, de la naturaleza de los mecanismos de resolución de conflictos, los límites de la autori­dad y la responsabili­dad de liderazgo y la forma en que estas nociones se desagregan en acciones de gestión. Tales dimensiones pueden explorarse en dos niveles: a) el contexto institucional, que comprende gobernabilidad, legislación y regulaciones, aspectos de la función pública y relaciones interinstitucionales y b) el entorno microinstitucional que abarca la organización interna de la entidad y la distribución de funciones, el estilo de gestión y los procedimientos, las capacidades físicas y financieras, el personal y el desarrollo de capacidades de los beneficiarios.

Dentro del primer nivel –el contexto institucional más amplio- se incluyen las reglas de juego que afectan el entorno en el que tiene lugar una determinada política. Las mismas comprenden tanto las reglas formales: el sistema de gobierno, la Constitución, la legislación general y sectorial, como las normas, convenciones y modelos culturales que no suelen estar formalizados pero que instauran criterios acerca de derechos y obligaciones individuales y colectivos. Se acepta de manera generalizada la importancia de estas dimensiones que constituyen el medioambiente institucional. En particular, la existencia de reglas de juego democráticas y la estabilidad económica se consideran dos requisitos clave para el éxito del desempeño institucional y, en términos más generales, para impulsar procesos de desarrollo.

Al mismo tiempo se debe tener en cuenta la consistencia de los diseños e innovaciones institucionales con los sistemas normativos (la Constitución, la legislación y las reglas de juego). Esta consistencia es condición para el logro eficiente de los objetivos institucionales ya que es bastante común la existencia de reglas contradictorias, inconsistencias entre legislación general y sectorial e incluso contradicciones internas en decisiones sectoriales dentro de una misma área de política. En general los patrones culturales no son tomados en cuenta, pese a que a menudo son causa de fracaso de políticas que encuentran resistencia por parte de los propios ejecutores o de los beneficiarios.

Un segundo tipo de problemas de capacidad institucional refiere a las relaciones interinstitucionales, más concretamente a la adecuación de la distribución de responsabilidades entre organizaciones a cargo del desarrollo de las políticas, así como de la red de relaciones en las que estas organizaciones se inscriben, de manera tal que faciliten la ejecución de las actividades comprendidas.

Usualmente no se reconoce la realidad del complejo institucional funcionalmente responsable por el logro de determinados objetivos. Las organizaciones a cargo de aspectos de las políticas no están suficientemente informadas acerca del contenido, naturaleza y alcance o límites de sus responsabilidades y de la incidencia de sus responsabilidades en los resultados. Hay entidades claves que quedan a veces afuera por razones políticas o simplemente por ignorancia de su incumbencia, mientras a otras se les atribuyen funciones para las cuales no tienen experiencia, a la par que se crean nuevas entidades que duplican las existentes, aptas para llevar a cabo las tareas.

El entorno microinstitucional comprende capacidades que se circunscriben a la organización interna de la propia entidad bajo análisis y que incluye la distribución de funciones, el flujo de relaciones organizacionales, las reglas de juego internas (y los manuales administrativos y de procedimientos), los procedimientos y estilos gerenciales, la forma de traducir reglas generales referidas a los recursos humanos, los manuales técnicos, la capacidad física y financiera, etc.

Es especialmente relevante la adecuación de las políticas de personal, remuneraciones y capacitación del personal para hacer frente al ritmo de innovaciones tecnológicas, gerenciales y administrativas que aumentan los requerimientos de gerentes altamente calificados, profesionales, técnicos y personal de apoyo capacitados, adecuadamente remunerados y motivados para el desempeño de sus tareas.

La capacidad gerencial, de toma de decisiones y la habilidad profesional constituyen una de las claves de la fortaleza o debilidad del medio institucional en el que se llevan adelante las actividades. En función de las tareas asignadas es posible evaluar la adecuación de la cantidad de personal asignado, la idoneidad para la ejecución eficiente y en tiempo.

Por último, existe una dimensión que cruza a casi todas las demás y comprende los aspectos relativos a la información, el conocimiento y las habilidades de los gerentes, staffs y beneficiarios (Tobelem, 1992).

1.7.1 El desempeño de las agencias reguladoras de servicios públicos privatizados: Una aproximación desde el enfoque de capacidades institucionales

Como ha podido observarse, los organismos de regulación son muy particulares, ya que se trata de agencias que gozan de poderes casi judiciales, como el de imponer el cese de ciertas actividades; casi legislativos consistentes en adoptar reglas de conducta obligatorias; administrativos y de gestión, permitiendo interferencias que incluso penetran en la actividad empresarial; ejecutivos; de investigación y de programación que incluyen amplias facultades de obtención de información, audición de testigos, expertos, partes interesadas, realización de investigaciones sobre el problema que es objeto de intervención y recomendación de una nueva legislación (Majone y La Spina, 1993).

Si se acepta esta caracterización, es necesario preguntarse acerca de las condiciones que permiten a los países desarrollar instituciones capaces de cumplir eficazmente con los objetivos colectivos que encarna dicha función del Estado. La pregunta remite inevitablemente a los contextos específicos de cada país, que no pueden ser abstraídos del análisis del desempeño institucional. Pero, como se ha señalado, si bien algunos estudios relacionan de manera unívoca el concepto de capacidad de gestión estatal con la eficacia del aparato administrativo del Estado (Scokpol, 1985; Sikkink, 1993; Geddes, 1994; Banco Mundial, 1997), no es posible deslindar el desarrollo de una política de la estructura societal en la que está anclada (Alford y Friedland, 1993). De este modo, para examinar la capacidad de gestión estatal en las agencias de regulación resulta imprescindible priorizar el estudio de las “reglas de juego” derivadas de la disputa de fuerzas entre las coaliciones articuladas para promover u obstaculizar acciones sustantivas (políticas públicas) orientadas a controlar las actividades regulatorias (Pando, 2006).

En la misma dirección, Alonso (2007:26) sostiene que (…) “la posible brecha entre objetivos y capacidades nos alerta sobre la necesidad de incorporar el análisis político como componente indispensable para el análisis de capacidades estatales”. Para este autor en el análisis de un cambio institucional el foco debe recaer sobre la interacción entre instituciones y organizaciones, entendidas estas últimas como los actores de cambio, cuando se encarnan en “jugadores” que buscan instituir nuevas reglas de juego para mejorar su posición relativa. Esta lógica de acción, a su vez, define dinámicas conflictivas con los “jugadores” de organizaciones que maximizan su interés tratando de estabilizar las reglas de juego vigentes. Al considerar este plano es cuando se articulan el análisis institucional y el análisis político, pues (…) “el marco institucional distribuye los puntos de veto y define la estructura de oportunidades que disponen los distintos actores para ejercer influencia y presión en determinada arena política” (Alonso, 2007:30).

Así, las reglas, instituciones y prácticas que intermedian entre Estado y sociedad pueden ser vistas como “infrarrecursos”, es decir aquellos recursos que funcionan como condición de posibilidad para que los actores puedan hacer uso de los recursos de poder “instrumentales” (ej. lobby, veto, etc). Los “infrarrecursos” pueden funcionar como facilitadores o a manera de restricción para que los actores persigan sus intereses; por lo tanto, pueden influir o modificar los resultados de política, pueden fortalecer o atenuar el peso de estas fuerzas causales (Alonso, 2007). En torno a esta lógica, las instituciones se configuran -en gran medida-(…)” a través de la realización de intereses de aquellos con suficiente poder de negociación para reformular el marco institucional vigente e introducir nuevas reglas de juego”. A veces, los objetivos particulares de quienes detentan el poder de negociación suficiente pueden generar cambios institucionales que realizan o facilitan la evolución hacia soluciones socialmente más eficientes. Esta racionalidad del cambio institucional es la que define su dimensión propiamente política, y fortalece por tanto la necesidad del análisis político como aspecto consustancial al estudio de capacidades institucionales (Alonso, 2007:32).

En rigor, dicho enfoque prioriza, entonces, la necesidad de examinar las diferentes “redes de políticas” que articulan los actores estatales y sociales, como así también las preferencias, intereses y actividades de los propios actores estatales. Como describe Alonso (2007:36) “El concepto de red de política permite reconocer específicamente, y a través de un foco desagregado de espacio público, los legados históricos, la ideología y la organización institucional del proceso decisorio de política que moldearon la estructura de relaciones entre el estado y los actores sociales. Estos son los factores que operan en la configuración de poder de una red de política, que establecen las asimetrías de poder entre los grupos, y que delimitan las frontera entre incluidos/excluidos en el proceso de formulación e implementación de políticas”

1.7.2 La conceptualización de los déficits de capacidad institucional: Una propuesta para el análisis de los entes reguladores de servicios públicos privatizados

Siguiendo a Oszlak (2002:11) puede definirse como capacidad de regulación estatal “a los recursos materiales y humanos que disponen y están en condiciones de asignar legítimamente, aquellos entes estatales responsables de regular la prestación de servicios públicos por parte de agentes privados u organismos del estado”. A su vez, existe déficit de capacidad institucional “cuando se produce una brecha o hiato perceptible entre lo que una organización (en este caso, un ente regulador) se propone realizar en cumplimiento de su misión y lo que efectivamente consigue”.

En el clásico modelo de Tobelem (1992) y, para el caso de la actividad regulatoria, dichos déficits de capacidad institucional (DCI) pueden originarse en: 1) las “reglas de juego” que rigen el proceso regulatorio, 2) las relaciones inter-institucionales que se establecen en torno a ese proceso, 3) las falencias de organización interna o asignación de responsabilidades, 4) las carencias de insumos físicos o recursos humanos, 5) las políticas de personal adoptadas o, 6) las capacidades individuales de las personas (v.g. empleados de los entes u otros actores comprometidos en el nivel gubernamental).

Si bien Oszlak comparte en términos generales la propuesta de Tobelem, clasifica los factores determinantes de DCI en las agencias de regulación incorporando otras variables, “(…) que explican la configuración y funcionamiento de este tipo de entidades, detectando sus interrelaciones y estimando su impacto sobre el desempeño de las mismas” sin descuidar, a su vez, los criterios que permitan orientar una estrategia de transformación destinada a corregir tales déficits (Oszlak, 2002:12).

Para el autor, el primer aspecto o “variable crítica” a tener en cuenta en el análisis remite al desempeño o productividad de estas agencias, entendida como “la capacidad demostrada por estos entes para responder a las demandas que legitiman su existencia y definen su misión, mediante el uso eficiente de los recursos puestos a su disposición” (Oszlak, 2002:12) . Dicha variable puede considerarse como “dependiente”, ya que resulta afectada por el conjunto de dimensiones que conforman el modelo. El segundo aspecto remite al contexto social y político en el que los organismos enmarcan su actividad. En este sentido, los patrones que definen la situación macroeconómica, la distribución del ingreso, la cultura y los valores predominantes, así como grado de gobernabilidad poseen un alto grado de incidencia sobre los niveles de desempeño de los entes, pero el “plano político” resulta decisivo desde dos vertientes diferenciadas:” i)desde los usuarios de los servicios públicos privatizados, que demandan una intervención estatal que resguarde sus intereses; y ii) desde las consecuencias político-electorales que una efectiva intervención regulatoria -o, alternativamente, una falta de respuesta adecuada- puede aparejar en el plano de la legitimidad de los responsables políticos y del conjunto de la gestión de gobierno” (Oszlak, 2002:13).

El tercer aspecto en importancia se vincula con los recursos utilizados por los entes reguladores para la consecución de sus fines, en tanto que para el logro de determinados niveles de productividad es condición necesaria una adecuada asignación de personal, bienes materiales, tecnologías y servicios a los fines previstos. De la misma forma, y en cuarto lugar, las normas que encuadran el accionar de estos organismos a los fines de establecer sus objetivos, prioridades, metas, y establecer sanciones resultan prioritarias a la hora de determinar los alcances y límites de la potestad regulatoria.

Como quinta dimensión intervienen las estructuras de gestión definidas por tres características:” 1) el nivel de diferenciación, o sea, el grado de desagregación de la estructura jerárquica en términos de áreas de decisión relativamente autónomas, y la estratificación resultante; 2) el grado de especificidad funcional, es decir, la especialización requerida en el desarrollo de las actividades y el esquema de división del trabajo (o estructura de gestión) así originado; y 3) el grado de interdependencia, es decir, la medida en que la eficacia de las actividades de una unidad cualquiera se halla subordinada al desempeño de otras unidades”[27] (Oszlak, 2002:13)

En sexto lugar, el autor alude al comportamiento administrativo, poniéndose el énfasis en la “conducta de los funcionarios públicos” como un ariete central para valorar la eficiencia y efectividad de la actividad organizacional. Para Oszlak (2002:14) “la conducta de los funcionarios públicos no es totalmente imprevisible o aleatoria” y un registro analítico de sus comportamientos puede observarse a nivel de: “1) el grado de identificación o motivación evidenciado en el desempeño individual y colectivo; 2) el nivel de conflicto existente en las relaciones intraburocráticas; 3) las orientaciones predominantes hacia la autoridad, la acción o el tiempo; 4) la presencia de liderazgos legítimos en la gestión profesional; 5) los niveles de moralidad, los conflictos de intereses y la responsabilidad en el desempeño; o 6) el nivel de conocimientos, información y destrezas requeridas por parte del personal”.

Siguiendo a Oszlak (2002: 15, 16), podemos recurrir al siguiente análisis:

  • Los organismos reguladores funcionan dentro de un contexto que incluye: 1) demandas planteadas por ciudadanos que desean prevenir o ver resueltos los problemas que les ocasiona la provisión de servicios públicos a cargo de empresas privatizadas, las que son interpretadas y convertidas en una delegación de competencias reguladoras a los entes por parte de los máximos niveles de decisión política; 2) apoyos, en especial los efectivizados a través de la transferencia de recursos que permitan el funcionamiento e intervención de estas organizaciones especializadas en la resolución de las demandas regulatorias; y 3) restricciones de diversa naturaleza, como ser condicionamientos del financiamiento internacional, limitaciones a la capacidad de emplear o gastar; dificultades para coordinar acciones conjuntas con otras instituciones u otras similares.
  • Al “ingresar” al ámbito de la organización reguladora, estos factores contextuales se convierten, en primer lugar, en normas que orientan su accionar y en recursos que lo viabilizan. Estos recursos se ven sometidos (como lo indica el signo  que los vincula) al marco normativo, que señala qué hacer con ellos, cuándo y cómo, además de prever penalidades por incumplimiento.
  • En función de los objetivos y metas a cumplir y de los recursos disponibles, se diseñan las estructuras a través de las cuales se establecen las relaciones jerárquicas y funcionales entre las unidades, dentro de un esquema de división técnica del trabajo. Ello determina ámbitos de responsabilidad y recursos asignados específicamente a cada unidad para el cumplimiento de su rol dentro del conjunto de la actividad institucional. Es por ello que esta dimensión estructural también aparece determinando el tipo y combinación de recursos requeridos.
  • Entra entonces a jugar la dimensión del comportamiento organizacional, la real dimensión operativa, que resume en la acción individual y grupal todas las demás dimensiones consideradas: las normas, que el comportamiento acata o no; las estructuras, en las que los individuos eligen o no actuar; y los recursos, cuyo empleo puede también verse condicionado por la conducta del personal.
  • Dependiendo de la adecuación del marco normativo, de la racionalidad del diseño organizacional, del alineamiento comportamental con los fines institucionales y del grado en que los recursos se combinan y utilizan según reglas de la buena gestión, la capacidad institucional de los entes (y su productividad, expresada en acciones de habilitación, inspección, control, elaboración normativa, sanción u otras), será mayor o menor.
  • Por último, en la medida en que esos productos, resultados y consecuencias satisfagan las demandas, apoyos y restricciones contextuales (como sugiere la línea de realimentación en la Figura 2), la organización conseguirá (o no) fortalecerse y lograr (o no) su legitimación y reproducción institucional.

En el marco de esta perspectiva, entonces, se precisan los siguientes DCI (Oszlak, 2002):

  1. DCI asociados a variables contextuales de la actividad de los entes:

En este caso, la importancia de esta variable se torna visible ante una serie derestricciones contextuales capaces de producir DCI:

  • El carácter articulado o no de la demanda de regulación sobre los entes;
  • Las pautas culturales prevalecientes en la sociedad;
  • Los apoyos a la actividad de los entes expresados en la asignación de recursos financieros;
  • La legitimidad de la labor de los entes derivada de un clima ideológico favorable;
  • Las características tecnológicas de los sectores en los que operan los entes, las condiciones de competitividad y los alcances de la actividad regulatoria;
  • Las condiciones estructurales que posibilitan situaciones de captura de los entes;
  • La capacidad de lobbying y representación de intereses de los actores involucrados en la gestión regulador
  • 2. DCI asociados al marco normativo que gobierna su actividad:

En dicho DCI se apunta a las “fallas” en los marcos normativos que gobiernan el funcionamiento de los entes, y que pueden originarse en:

  • Las posibles contradicciones entre los marcos regulatorios, las leyes de concesión o privatización de los servicios y los contratos suscriptos con las empresas.
  • La medida en que la reglamentación de la ley interpreta o distorsiona su espíritu, dada la habitual vaguedad o inespecificidad del texto legal.
  • Las consecuencias derivadas de que los entes sean creados por ley o por decreto del Poder Ejecutivo.
  • El grado en que los esquemas de privatización implantados se ajustan a las normas y supuestos fijados por la legislación.
  • La imprevisión legislativa en algunas cuestiones básicas de la regulación.

3. DCI asociados a las estructuras organizativas que enmarcan sus tareas:

Este DCI resulta clave para entender la dinámica y los conflictos que emergen de las vinculaciones entre los organismos con competencias en la función reguladora. Según Oszlak (2002: 31), “la dimensión estructural, vista desde el punto de vista de los DCI, comprende tanto los problemas de gestión originados en las estructuras internas de los entes reguladores, como las relaciones interinstitucionales que los mismos mantienen -o deben establecer- con otros actores”.

 

4. DCI asociados a los recursos humanos y materiales necesarios para su labor:

Los DCI de este tipo se aprecian cuando tales recursos se hallan mal asignados, resultan escasos para el desempeño de las actividades propias de los entes o no reúnen las condiciones requeridas para su debida utilización. A su vez, el origen de los recursos y los mecanismos establecidos para su obtención y asignación, pueden afectar el grado de independencia de la agencia regulatoria respecto de las empresas y del poder político.

 

5. DCI asociados a los comportamientos individuales implícitos en el desempeño:

Comprenden tanto el marco de incentivos en que actúan las personas empleadas por los entes, sus orientaciones, valores y pautas culturales, como su capacidad técnica para desempeñar sus roles. Para Oszlak (2002:37) “los intereses individuales del personal y su motivación para actuar al servicio de la misión y objetivos fijados a los entes, se hallan fuertemente influidos por las políticas y condiciones de empleo que rigen su relación laboral”. En este sentido, el nivel de las remuneraciones y la estabilidad en el empleo constituyen dos aspectos con aristas problemáticas, así como las normas sobre incompatibilidades establecidas para los funcionarios públicos (destinadas a restringir los “acercamientos” entre éstos y las empresas reguladas), o bien la coexistencia de diversos regímenes de reclutamiento, tales como contratos en planta permanente, adscriptos, o temporarios por la vía de organismos internacionales.

Por último, en el terreno metodológico, al modelo conceptual expuesto, Oszlak (2002) le incorpora otras dimensiones analíticas con el propósito de captar los diferentes tipos de especificidad que presentan los entes reguladores. Las mismas están vinculadas con: a) los diferentes tipos de funciones que, potencialmente, forman parte de la gestión regulatoria y b) las que se asocian con las distinciones propias de la naturaleza de los servicios, tales como la naturaleza de los mercados, el tipo de usuarios, las formas de cobertura, las características de los prestadores, su número, tamaño, criticidad de su prestación, capacidad de las empresas para mantener situaciones de asimetría de información o de captura de los entes, entre otros factores.

Cabe destacar que las dos dimensiones de análisis centrales de nuestro trabajo, esto es a) la privatización y regulación del servicio básico telefónico y b) el diseño institucional de las agencias de regulación y control (Secretaría de comunicaciones y CNC), así como las características generales de la política de privatizaciones y del régimen de regulación de los servicios públicos domiciliarios de red, serán abordadas desde la perspectiva teórico-conceptual que aporta el estudio de las capacidades de regulación estatal y de los diversos tipos de DCI antes definidos. Se ha priorizado la selección de dicho enfoque por su alto potencial explicativo para examinar no sólo la dinámica intra-organizacional de las agencias de regulación sino también las diferentes “redes de políticas” que articulan los actores estatales y sociales involucrados en el proceso de re-estructuración del Estado.


  1. Respecto de este punto cabe mencionar la interpretación que hace Lemke de la gubernamentalidad neoliberal: “el análisis de Foucault sobre la gubernamentalidad neoliberal muestra que el llamado “repliegue del estado” es en realidad una prolongación del gobierno; el neoliberalismo no es el fin de la política sino una transformación de ella que reestructura las relaciones de poder en la sociedad” (Lemke, 2006: p. 16) (Citado en Rossi y Blengino, 2001:21)
  2. Al respecto, Rossi y Blengino (2011:44) destacan que el concepto de homo economicus se funda (…) “ya no como sujeto de intercambio, sino de competencia, lo cual implica un concepto de libertad que debe ser producido, fomentado y sostenido activamente. De ahí la relación que Foucault establece entre biopolítica y neoliberalismo y el rol central que juega la teoría del capital humano para el conocimiento y configuración de las conductas humanas.
  3. La cuestión señalada presenta, para el caso de América Latina, aristas bastante diferenciadas. Como destacan Torre y Gerchunoff (1988), sobre todo en los años 60 y 70 se asiste a la formación de un “Estado benefactor con características propias” que, pese a estar articulado en base a una “concepción universalista”, no completó su efectivización, como lo testimonian las vastas poblaciones que aún hoy viven sin haber recibido los beneficios del agua potable, el gas o la electricidad.
  4. En cambio, de los presupuestos neoliberales podemos extraer dos consecuencias finales: en primer lugar, la legitimación del Estado ya no recaerá principalmente en el ejercicio de la ciudadanía, sino en la adhesión implícita de cada individuo a las reglas de juego que impone la competencia económica. En segundo lugar, la propia noción de competencia entre “empresarios de sí mismo” que imprime esta teoría y la consecuente concepción de la sociedad como sociedad de empresa, lleva a (…) “la neutralización de lo político y a la judicialización de todas las esferas de la vida” (Rossi y Blengino, 20011:45). Para los autores- siguiendo a Foucault- el segundo aspecto alude a dos cuestiones: a) al proceso de “judicialización de las relaciones sociales”, en tanto comprensión del neoliberalismo como una sociedad judicial correlativa a la sociedad de empresa, en la medida en que ésta requiere para el pleno desarrollo de sus consecuencias del arbitraje judicial en todas las esferas de la vida social, y b) al fenómeno de “judicialización de lo político”, vinculado al neoliberalismo como práctica de poder que se apoya en las decisiones judiciales y los decretos dictados por el Ejecutivo, en lugar de la práctica democrática para la toma de decisiones ((Rossi y Blengino, 20011:43).
  5. “Sería público un servicio cuya producción se efectuara bajo rendimientos crecientes, lo que justificaría su organización en monopolio, así como la puesta en marcha de tarifas administradas y de mecanismos fiscales” (Stoffaes, 1995: 63).
  6. Los precedentes concretos de esta nueva tendencia aparecen en los Estados Unidos, a fines de los años 70, bajo la administración de Carter y su programa de liberalización de servicios en red, profundizado posteriormente por el gobierno de Reagan. En Gran Bretaña cobra impulso con el gobierno conservador de Thatcher y su vasto programa de privatizaciones de empresas públicas
  7. Sin embargo, la propia teoría reconoce que, si bien la presentación política de los programas de privatización destaca el estímulo de las fuerzas competitivas, la propiedad privada no involucra necesariamente la competencia (Vickers y Yarrow, 1991). En la práctica, la condición de monopolio u oligopolio en la que funciona la mayoría de los servicios públicos no se revierte automáticamente por la privatización y, en consecuencia, no es suficiente para garantizar la calidad y el precio de las prestaciones que reciben los usuarios.
  8. Seguimos a Devlin (1993).
  9. La mayoría de los autores destaca que en aquellos segmentos considerados monopolios naturales, como el transporte y la distribución de energía eléctrica y gas natural, resulta conveniente establecer la prohibición de acceso a las distintas etapas al mismo operador privado.
  10. La solución francesa a este problema fue la de hacer recaer en el propio Estado la responsabilidad de determinar cuáles son esos servicios produciéndose así, una situación un poco paradojal: ¨El Estado se legitima por actividades de servicio público, pero sólo él determina su definición.¨ (Stoffaes, 1995, pág.54).
  11. Entre las competencias de la Administración estadounidense sobre las “public utilities” pueden distinguirse las siguientes: poder de aprobar tarifas y controlar el beneficio de los inversores; facultad para fijar las condiciones y estándares técnicos para cada tipo de servicio; control de costes y sobre los bienes afectados al servicio; facultad para determinar la extensión de las áreas de servicio e inspección y control patrimonial sobre los bienes de las compañías (Ariño Ortiz, 1993).
  12. Dictamen de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos del año 1877, para el caso “Munn vs. Illinois” (Citado en Ariño Ortiz, 1993:28).
  13. La distinción es significativa pues, en el caso de las public utilities, el Estado no delega el servicio sino que se limita a controlar el cumplimiento de las condiciones establecidas en las Licencias otorgadas a los prestadores. Por el contrario, el atributo de la titularidad del Estado en el Derecho francés, trae aparejada las siguientes consecuencias jurídicas: a) la transferencia de un servicio público al sector privado es esencialmente interina, dado que la prestación de la actividad revierte al Estado al finalizar la concesión; b) la reversión puede producirse incluso durante el transcurso de la concesión, dada la posibilidad de rescate que corresponde a la administración; c) el concesionario no puede oponerse al rescate ni a la modificación del servicio, si bien goza del derecho a ser indemnizado por las pérdidas que tal situación le ocasionara; d) las potestades de rescate y modificación son irrenunciables.(Mairal, 1993).
  14. De todos modos, los autores opinan que la regulación por price cap no puede hacer abstracción completa de los costos porque, para la redefinición periódica de la tarifa, cada negociación requiere inevitablemente de una determinada cantidad de información sobre los mismos.
  15. Gerchunoff (1992, p.119) apunta que “los sistemas de techo de precios resultan inferiores a la regulaciones por tasa de beneficios cuando los precios de los insumos que utiliza la empresa tiene una variabilidad alta, ya que el nivel de partida que debe establecérseles a las tarifas para que la firma resulte rentable tiende a ser más elevado, y la brecha entre el precio y el costo marginal termina siendo “ex post” mayor que la que se establece cuando se regula en base a una tasa de retorno o de beneficios prefijada”.
  16. De todas formas estos teóricos reconocen la necesidad de regulación directa en aquellos mercados y submercados donde no existe ninguna amenaza de entrada y tampoco puede crearse.
  17. En esta teoría se considera la existencia de un actor-como principal- que delega en otro -el agente- la realización de una determinada tarea. Pero el agente cuenta con información a la que el principal no accede de manera directa, por lo que deberá procurar los incentivos apropiados para que el interés particular del agente coincida con el interés público que el principal debe resguardar.
  18. Devlin (1993), Ariño Ortiz (1993), Vickers y Yarrow (1991), Rees (1993).
  19. Por otra parte, las facultades para el control general de los poderes públicos que ejercen las Comisiones del Congreso –Senate and House of Representatives Comittees in Government Operations– también se extiende sobre las agencias de regulación. (Thury Cornejo, 1995).
  20. El detalle de lo expuesto, corresponde a la conferencia ofrecida por J.Duffey, funcionario de la Public Utilities Commission del Estado de Ohio, en INAP, 1992.
  21. Además pueden citarse la Independent Televisión Authority, National Board for Prices and Incomes, Gaming Board, Civil Aviation Authority, National Consumer Council.
  22. Spiller (1997:.57) aporta el ejemplo de los Estados Unidos porque se trata de “un sistema presidencial, con un legislativo compuesto por dos cámaras elegidas bajo diferentes normas y en momento diferentes, con normas electorales diseñadas para ligar a los legisladores a sus electores locales (…). Finalmente, el poder judicial (…) es razonablemente respetado por la población, y sus decisiones son ampliamente aceptadas e inclusive implementadas.”
  23. Para la autora, la publificación de la administración pública refiere a un proceso de refuerzo de lo público, “ es decir de lo que es de todos, y por ende, interesa a todos” (Cunill Grau, 2007: 286)
  24. Partenariat supone participar en un conjunto: se trata de compartir la decisión pública – o una parte de ella-. Según el Petit Robert, partenariat se define como asociación de empresas, o de instituciones a los fines de una acción común.
  25. Gormley (1983) agrega que si bien estas premisas son sostenibles, la primera es a menudo falsa. Claramente, un número sustancial de grupos ciudadanos ha tomado la iniciativa de participar en los procedimientos de las PUCs en muchos Estados.
  26. Aunque de manera coloquial los términos instituciones y organizaciones pueden ser usados indistintamente, en la ciencia política se diferencian las nociones, entendiendo por organización (…) “lo que los actores públicos y privados normalmente habitan en el curso rutinario de su vida”, en tanto que las  instituciones (…)  constituyen el plano simbólico de las organizaciones; son conjuntos de reglas, escritas o informales, que gobiernan las relaciones entre los ocupantes de roles en organizaciones sociales como la familia, la escuela y demás áreas institucionalmente estructuradas de la vida organizacional: la política, la economía, la religión, las comunicaciones y la información, y el ocio (MacIver y Page [1949] 1961, Merton 1968c, North 1990, Hollingsworth 2002)” (citado por Portes, 2006:88)
  27. Dichas unidades pueden estar representadas por los ministerios o secretarías de tutela, los órganos legislativos y de control gubernamental, las defensorías ciudadanas de usuarios o de la competencia, las organizaciones de la sociedad civil que asumen la defensa de usuarios, etc. (Oszlak, 2002)


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