Desde mediados de la década del 70, la cuestión de los Estados Nacionales fue objeto de un intenso debate ideológico, cristalizado – en el caso de la ortodoxia liberal- en los famosos postulados del “Consenso de Washington”. A partir de estos considerandos, cobraron vida las reformas “estructurales” diseñadas por el Fondo Monetario Internacional (FMI), El Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el Banco Mundial (BM) y el conjunto de los representantes del establishment financiero internacional, sustentadas en las políticas de desregulación, de privatización de empresas públicas, así como de liberalización comercial y financiera de los mercados que, en sus diversas variantes, se convirtieron en la propuesta central de la agenda en la mayoría de los estados latinoamericanos.
En este derrotero, el caso argentino ha sido paradigmático, sobre todo si se lo compara con el resto de América Latina. A modo de ejemplo, cabe resaltar el modelo privatizador de la Argentina de los 90, cuyo alcance cuantitativo y cualitativo superó radicalmente las iniciativas llevadas a cabo en México y Brasil, donde el sector petrolero fue privatizado parcialmente, o en Colombia y Chile donde los gobiernos conservadores mantuvieron respectivamente los yacimientos petroleros y la explotación del cobre bajo el control del Estado.
En rigor, la mutación y debilitamiento del Estado en la Argentina no podría comprenderse sin desentrañar los criterios rectores que imperaron en la política económica instaurada con la dictadura militar de 1976. Si hasta ese momento el Estado tenía un alto poder de decisión, ya que fijaba la tasa de interés y el tipo de cambio, aplicaba retenciones y aranceles, establecía los precios internos, intervenía en la fijación de salarios, y, a través de las empresas públicas, tenía un enorme papel en la inversión productiva, el nuevo esquema de apertura, especulación financiera, endeudamiento externo y disciplinamiento social que se impone a partir del golpe del 76 refundó estructuralmente las relaciones Estado-Sociedad, consolidando un nuevo proyecto dominante. Desde aquí impera entonces la idea –aportada por Foucault- de un “Estado mínimo y una gubernamentalidad máxima (…) en la cual el Estado está bajo la vigilancia del mercado” (Rossi y Blengino, 2011:21).
Durante la década del 90, en pleno auge del neoliberalismo, se profundizaron las transformaciones implantadas bajo el terrorismo de Estado, a partir de la formulación de dos acuerdos troncales: el acuerdo externo, definido por las políticas de Estados Unidos hacia América Latina con relación a la deuda externa, que se materializa en el Plan Brady, y el acuerdo interno, signado por la privatización generalizada de las empresas públicas, que cumplió el doble rol de proveer recursos para el pago de la deuda y, simultáneamente, conformó mercados rentables para el empresariado más concentrado de carácter local y transnacional (Basualdo, Azpiazu, et al, 2002). En este sentido, el crecimiento exponencial de la deuda externa durante la década de los 90[1] se evidencia como un eje central para entender la relación entre las políticas de endeudamiento y la pérdida de autonomía de las decisiones de los Estados nacionales (Sidicaro, 2005).
Bajo esta lógica, más que apreciarse un Estado “ausente” pudo observarse el alto grado de adaptación e involucramiento de las instituciones y funciones estatales al servicio de las nuevas condiciones de acumulación del capital, ya sea, absorbiendo los pasivos de las empresas en procesos de privatización, despidiendo a los trabajadores de las mismas, o bien garantizando aumentos de precios y de tarifas en los servicios públicos, entre otras cuestiones (Vilas, 2011). A su vez, en el marco de un entorno económico inestable, donde primaron las urgencias fiscales y la necesidad de otorgar a los operadores nacionales e internacionales claras señales de llevar adelante y sin dilaciones el compromiso privatizador, Gerchunoff y Cánovas (1995:496-497) destacan que “el gobierno sacrificó eficiencia asignativa (permitiendo bruscos aumentos tarifarios y reduciendo artificialmente el grado de competencia en el mercado) para obtener un mayor financiamiento a través de un aumento en el precio de venta de las empresas”.
En el modelo privatizador de los servicios públicos, la alianza estratégica entre grupos económicos locales, bancos extranjeros y/o locales y empresas transnacionales, propiciada por el gobierno menemista para incursionar en el “negocio” privatizador, operó como disparador del proceso de concentración y centralización del capital en Argentina. Esto llevó a una acentuada concentración de la propiedad de las empresas en un muy reducido número de grandes agentes económicos y al refuerzo de las estructuras de monopolios u oligopolios legales, con la consiguiente consolidación de mercados protegidos en condiciones regulatorias que aseguraban bajos o nulos riesgos empresarios. Así, para los servicios de electricidad, gas natural y agua potable analizados en el capítulo II, como lo muestran el cuadro 15 y el 16, es posible detectar en diferentes áreas y/o segmentos de estos servicios a un conjunto similar de actores económicos, cuyo predominio puede remontarse desde mediados de la década de los 70 (Azpiazu, Basualdo y Khavisse, 1986).
Cuadro 15: Participación de los principales conglomerados económicos en los sectores de gas, electricidad y aguas privatizados
Servicio |
Pérez Companc |
Techint |
Astra (Repsol) |
Roggio |
CEI Citicorp Holdings |
Loma Negra |
Macri |
Soldati |
Gas (transporte) |
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Gas (distribución) |
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Agua y desagües cloacales |
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Electricidad (distribución) |
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Electricidad (generación) |
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Electricidad (transporte) |
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Fuente: FLACSO, Área de Economía y Tecnología (2002)
Cuadro 16: Presencia de los principales conglomerados empresarios en las diversas fases de la cadena gasífera y en otros segmentos del mercado energético
Conglomerado |
Segmento |
Otros segmentos del mercado energético (2) |
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Exploración y/o producción |
Transporte |
Distribución |
Otros (1) |
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Repsol-YPF |
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Soldati |
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Pérez Companc |
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Techint |
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Fuente: FLACSO, Área de Economía y Tecnología (2002)
Entre otras variables, la actuación de estos operadores en mercados cautivos permite entender la notoria desigualdad en la distribución de las utilidades de las 200 empresas más grandes del país, según se trate de empresas privatizadas, o bien con vínculos con ellas, o sin relación alguna al respecto. Así, durante el período 1993-2000, y sobre un total de 28.441,1 millones de dólares, las privatizadas recaudaron más del 56%.
De la misma forma, en Argentina- y a diferencia con otros países- han podido constatarse tasas de rentabilidad muy superiores para las empresas operadoras de estos servicios: Por ejemplo, durante los años ’90, las tasas de beneficio registradas por Aguas Argentinas fueron del orden del 23% sobre patrimonio neto, mientras que en E.E.U.U. las empresas de agua y saneamiento tuvieron una rentabilidad promedio del 8%, en el Reino Unido del 7%, y en Francia del 6%. En tanto, la Transportadora de Gas del Norte y la Transportadora de Gas del Sur registraron una tasa media de retorno sobre ventas cercana al 40%, cuando en el plano internacional, un margen de rentabilidad “razonable” para una firma que presta este tipo de servicio se ubica entre el 10% y el 20% de su facturación (Azpiazu, Forcinito, y Schorr, 2001).
¿Cómo puede explicarse ese contraste? A modo de balance del modelo privatizador, el Secretario de Política Económica del gobierno de la Alianza durante la gestión del Ministro de Economía Domingo Cavallo admitía que -en materia de privatizaciones- “[…] se buscó un sistema por el cual el costo de inversión se transfería, en gran medida, al usuario del servicio. Esto implicaba cobrar tarifas más altas y, por ende, más ineficientes, […] pero que aseguraban un financiamiento en cantidad suficiente para sostener un buen ritmo de inversiones”[2]. En efecto, y como se hace referencia en este párrafo, han sido los usuarios quienes cargaron con el costo de las inversiones, a expensas de los continuos aumentos tarifarios avalados oficialmente, aún cuando los mismos resultaban francamente violatorios de los contratos de concesión original que, vale la pena recordarlo, en algunos casos como el de aguas, estipulaba como condición central para los oferentes la rebaja tarifaria.
Sumado a esto, el traslado a las tarifas finales de las variaciones en los precios de los Estados Unidos les permitió apropiarse de manera ilegal al conjunto de las privatizadas, hasta fines de 2000, de aproximadamente 9.000 millones de dólares, cifra que se incrementa si se toman en cuenta otros incumplimientos como la obligación de transferir a las tarifas las reducciones impositivas, la falta de pago del cánon y la declinación de inversiones comprometidas por contrato (Azpiazu, Forcinito, y Schorr, 2001).
Mientras que las altas tarifas implicaron una reducción en los ingresos reales de los sectores de menores ingresos y de las pequeñas y medianas empresas, el resultado de la desinversión quedó reflejado en los bajos niveles de cobertura alcanzados durante la década, sobre todo en aquellas áreas donde habita la población más pobre del país. En concreto, el porcentaje de la población con acceso a agua potable en Argentina se incrementó –en 10 años- sólo en un 12%, aunque algunas provincias –como Misiones, Santiago del Estero, Formosa, Buenos Aires, y Chaco- se encuentran por debajo de la media nacional. Por su parte, la cobertura total de electricidad en Argentina alcanzó un máximo del 95% en 2003. Sin embargo, cerca del 30% de la población rural carece de acceso a este recurso. A su vez, todavía a 2003, el 36,1 por ciento de la población carecía de gas natural, con importantes niveles de concentración en la región NOA (41,2% de los hogares), la región Centro (28,7% de los hogares) y Capital Federal y Conurbano (16,4% de los hogares) (INDEC, 2003).
Como se ha sostenido en nuestra hipótesis de trabajo, el conjunto de las características hasta aquí presentadas son una derivación de la configuración endeble de la institucionalidad regulatoria, definida en la década de los 90 por el gobierno de Menem y sostenida a posteriori por el gobierno de la Alianza, situación que otorgó a los grupos empresarios un mayor espacio para controlar los resultados del proceso regulatorio e impidió el pleno ejercicio del papel del Estado como árbitro entre los distintos actores involucrados en dicho proceso.
En principio, y a la luz de la experiencia internacional, el adecuado desempeño de la función reguladora del Estado supone mediar en una relación entre sujetos notoriamente desiguales: mientras los prestadores privados disponen de información, recursos técnicos, materiales, económicos, y de una organización que les permite un acceso directo a las instancias de decisión, los usuarios conforman un universo heterogéneo y disperso, con menor grado de información y, bajo condiciones monopólicas, sin posibilidad de elección. Dada esta situación, existe consenso en señalar que el diseño de un régimen de regulación debería cumplir algunos requisitos esenciales:
- Definición de las normativas y organismos previa al inicio de la privatización de las empresas de servicios públicos.
- Existencia de normas impersonales y directas, claramente definidas y técnicamente coherentes con la capacidad administrativa de los futuros reguladores.
- Autonomía de los organismos reguladores respecto del poder político.
- Establecimiento de un régimen que prohíba a los funcionarios de los organismos reguladores trabajar en el sector regulado, durante un lapso determinado, una vez concluidas sus funciones.
- Existencia de un régimen de sanciones claro, práctico y de severidad creciente en caso de incumplimiento empresario.
- Interacción efectiva entre los organismos reguladores y los ciudadanos para asegurar la legitimidad de la regulación.
Si se toman en cuenta los requisitos enunciados, el análisis de la información relevada nos permite inferir notorias debilidades en el régimen de regulación vigente desde la década de los 90 hasta el año 2001, que serán detalladas en función de los lineamientos básicos que componen los distintos tipos de déficit de capacidad institucional (DCI) señalados por Oszlak (2002):
En materia de DCI asociados a variables contextuales de la actividad de los entes, en primer término, el problema de la legitimidad del regulador, vinculado con la autoridad que respalda sus decisiones, se torna un tema central. En este sentido, dicha condición fue debilitada ex ante si se toman en cuenta las palabras del entonces titular de la Secretaría de Transporte, Energía y Comunicaciones, Carlos Bastos: “Hay que tener cuidado con los organismos de regulación […] la regulación es un mal necesario cuando los mercados no son suficientemente competitivos, pero definitivamente es un mal”.[3] Más contundente aún es la afirmación del ex-Ministro Barra, para quien “el ente regulador cumplirá mejor con su finalidad cuanto menos regule”.[4] Estos breves ejemplos resumen la tendencia prevaleciente en materia de regulación en el gobierno de Carlos Menem, basada en el supuesto tácito de la “flexibilidad” de las normas regulatorias, para que no entorpecieran el funcionamiento privado (Thwaites Rey y López, 2003).
En este marco, la débil intervención del Poder Legislativo en la elaboración normativa, sumado al desajuste temporal entre el traspaso de los servicios, la creación de los marcos regulatorios y la puesta en funcionamiento de los entes respectivos, socavaron desde sus orígenes la autonomía y eficacia de los entes reguladores y se convirtieron en los condicionantes centrales para el ejercicio de la potestad controladora estatal. Así, si bien en los tres servicios enunciados se contó con marcos regulatorios previamente definidos al traspaso privado, sólo fueron sancionados por leyes los correspondientes al servicio público de electricidad y gas natural. En cambio, para el servicio de agua potable y desagües cloacales el marco regulatorio se estableció por un decreto del Poder Ejecutivo Nacional. Asimismo, en los tres casos, la puesta en funcionamiento de los entes reguladores respectivos se operó “a posteriori” de la transferencia del servicio a manos privadas y es notable la injerencia del Poder Ejecutivo Nacional en la designación de sus autoridades.
Por otro lado, el contacto frecuente entre entes y empresas reguladas y la mayor disponibilidad de recursos económicos, técnicos y de información configuraron una situación de sobre-representación de los intereses de las privatizadas en el proceso de regulación. Tal situación generó condiciones para la cristalización de nuevas (y no tan nuevas) formas de “colonización” privada del aparato estatal (Alonso, 2007), sustentada en la eficiente capacidad de lobbying de las empresas sobre los distintos poderes del Estado. En este entramado, cobra sentido la interacción de un grupo de abogados administrativistas de larga trayectoria como funcionarios del Poder Ejecutivo y del Poder Judicial, como es el caso de Roberto Dromi, Juan Carlos Cassagne y Rodolfo Barra que, además de ocuparse del diseño de las Leyes centrales del período y de desempeñarse en el sector público, terminaron -a posteriori- participando, o bien como integrantes de los directorios, o bien como asesores de las empresas privatizadas[5].
Ciertamente, en este proceso de fijación de las “reglas de juego” los usuarios constituyeron el eslabón más débil de la cadena. En los orígenes de la política privatizadora, su escasa experiencia organizativa no fue compensada con la construcción de alianzas con otros sectores, como por ejemplo, los sindicatos de trabajadores de las ex –empresas públicas, salvo en algunas opciones minoritarias[6]. Recién a mediados de la década de los 90 adquirió relevancia la constitución de un considerable número de organizaciones de usuarios y consumidores, vinculadas en su mayoría a los partidos políticos opositores al menemismo (UCR; PS; grupos disidentes del PJ), cuya movilización constante les otorgó visibilidad, permitiéndoles alcanzar su reconocimiento formal y la obtención de subsidios estatales para su financiamiento.
Si bien su fortalecimiento como actor social les garantizó la incorporación en la agenda gubernamental de algunos importantes reclamos de los usuarios, el Estado mostró –en cambio- baja permeabilidad para aceptar nuevas formas de control social, a modo de instauración de una suerte de contrapeso frente al poder concentrado de las privatizadas. De hecho, de los tres entes bajo estudio en el capítulo II, sólo el ETOSS conformó un ámbito institucionalizado para la participación de representantes de los usuarios del servicio, mientras que las leyes de creación del ENRE y del ENARGAS no contemplaron la instauración de canales formalizados para estos fines. Además, cuando la nueva Constitución del año 1994 estableció -en su art.42- “la necesaria participación de las asociaciones de consumidores y usuarios (…) en los organismos de control”, tampoco se tomó ninguna resolución efectiva al respecto. Dicho posicionamiento gubernamental es coherente con la aceptación de la identidad “cliente” para encuadrar normativamente a los usuarios, en virtud de su asociación con la práctica del reclamo individual, más que con el ejercicio de la acción colectiva sobre los temas de incumbencia pública (López, 2000).
En términos de DCI relacionados con el marco normativo, si bien en los servicios de gas, electricidad y agua potable se contó con marcos regulatorios previamente definidos al traspaso privado, el tratamiento de los tópicos asociados a la regulación económica y la regulación social denota importantes “vacíos” e imprecisiones. En el primer caso, las fórmulas utilizadas para la fijación de precios y tarifas están lejos de acercarse a las “consideraciones de eficiencia” que-de acuerdo con la teoría- se debía preservar. Basta con señalar que -en un contexto de deflación- las tarifas aumentaron, aún cuando, según lo estipulado en los contratos, debían bajar, como es el caso del servicio de agua potable. Por su lado, la regulación social fue casi nula, en tanto la teoría imperante de las “fallas del mercado” desestimó políticas reguladoras orientadas a preservar criterios de cohesión y equidad social. Dicho rasgo se entronca con la carencia de una definición uniforme y homóloga de “servicio público” que abarque al conjunto de las actividades transferidas al sector privado, más allá de las condiciones tecnológicas de los mercados o de sus características de monopolio natural. Por el contrario, el condicionamiento de la prestación de los servicios a estrictos criterios de rentabilidad empresaria puso en tela de juicio la obligación estadual de garantizar los servicios fundamentales para la ciudadanía en condiciones de regularidad, continuidad, generalidad y uniformidad. Del mismo modo, se observa la falta de criterios normativos comunes para los aspectos relativos a los estándares de calidad de servicio, a los derechos de los usuarios y los esquemas de resarcimientos o compensaciones por deficiencias en los parámetros acordados, así como en los regímenes de sanciones para las prestatarias. En este terreno, el impacto de las inconsistencias y ambigüedades normativas sobre el qué regular es altamente negativo e implicó una ventaja comparativa más para los operadores privados.
Puede señalarse también que, frente a la fragilidad de los esquemas de regulación, cobraron primacía los contratos firmados con los nuevos prestadores privados, cuyas pautas entraron en contradicción con la normativa posteriormente sancionada, como sucediera con la Ley de Defensa del Consumidor y la Ley de Defensa de la Competencia. En este último caso, la inacción parlamentaria y gubernamental fue notoria, ya que -recién en 1999 (y luego de 8 años)- pudo contarse con una ley (25.156) con alcance sobre la estructura de los mercados, aunque -operativamente- tuvo poca incidencia sobre las condiciones monopólicas de los servicios privatizados.
Otro indicador asociado a este tipo de DCI remite a la normativa de origen de los entes reguladores, sea su creación por ley o por decreto del Poder Ejecutivo. Desde el punto de vista jurídico, dichas opciones suponen un status diferente: mientras en la primer variante el funcionamiento de los entes se sustenta en la mayor legitimidad y permanencia del instrumento legal, para los entes creados por decreto, su accionar queda sujeto a una voluntad ejecutiva mucho más fácilmente alterable (Thury Cornejo, 1995). Tal afirmación se hace manifiesta en el caso argentino, donde tanto el ENRE como el ENARGAS, que surgieron a partir de leyes, no sufrieron intervenciones ni sucesivas reestructuraciones, a diferencia del resto de las agencias creadas por Decreto.
Respecto de los DCI relacionados con estructuras organizativas, cuyo entramado comprende tanto los problemas originados en las estructuras internas de los entes reguladores, como las relaciones interinstitucionales que los mismos mantienen -o deben establecer- con otros actores (Oszlak, 2002), es posible detectar algunos rasgos perjudiciales con incidencia directa en torno a la cuestión del cómo regular. El primero de ellos alude al riesgo de “captura” de la agencia reguladora por su “principal” político, perceptible en la mencionada forma de designación y remoción de los miembros integrantes de los directorios de los entes, donde se vislumbra la ligazón política y en muchos casos su clara falta de independencia respecto del poder de turno (Cuadro N° 4). Asimismo, la falta de independencia de los reguladores respecto del poder político ha resultado en una mayor condescendencia con las demandas de las empresas prestadoras, dando lugar a un proceso de “cooptación bifronte” (Vispo, 1999), reflejado en los asuntos que alcanzaron prioridad en la fijación de la agenda regulatoria y en la renegociación de los contratos.
Otro DCI recurrente en los entes reguladores deriva de la ausencia de sistematización de los procesos y procedimientos para la verificación del cumplimiento de las obligaciones impuestas a los prestadores de los servicios. El problema se agudiza, dado que la información básica para el control empresario utilizada por el regulador proviene de las propias empresas prestatarias y se complementa con auditorías e inspecciones realizadas por los organismos. Como ejemplo, para el caso del ENRE, la metodología de control de la calidad implementada maneja, como insumo central, la información proveniente de las empresas distribuidoras, considerándose, a juicio de los funcionarios entrevistados, “no conveniente” la organización de un sistema de control que “se superponga” con el de las empresas. Tomando en cuenta que tampoco se apela de manera periódica a la información proveniente de los usuarios (a través de sondeos de opinión, encuestas de satisfacción, etc.), el esquema descripto reforzó los peligros de “asimetría informativa” entre regulador y regulado, como ha quedado demostrado para el caso del “gran apagón” provocado por EDESUR.
En cuanto a las relaciones interinstitucionales de carácter “vertical” (Oszlak, 2002), puede observarse que en el vínculo de los entes con las dependencias jerárquicas (Ministerio, Secretarías y subsecretarías) subsistió –de hecho- una división de tareas entre el Poder Ejecutivo – a cargo de la producción regulatoria –y los entes, abocados a las actividades de control. Este criterio, no necesariamente inapropiado, terminó prefigurando un DCI, debido al entrecruzamiento de responsabilidades y competencias regulatorias que ponían en cuestión a la propia normativa de creación de los entes. En rigor, estos organismos fueron marginados paulatinamente de la toma de decisiones regulatorias, en beneficio de las distintas secretarías o subsecretarías de las que dependían funcional y jerárquicamente, tal como lo demuestra su escasa o nula relevancia en los procesos de renegociación de contratos (por ejemplo, en el caso de Aguas Argentinas). También en el plano “vertical”, la relación de los entes reguladores con los organismos de control parlamentario, especialmente con la Auditoría General de la Nación (AGN), no ha ejercido un alto nivel de impacto sobre el modo de gestión de los reguladores, sobre todo si se advierte que los Informes elaborados por la AGN, además de pronunciarse con un considerable tiempo de retraso, reiteran –en el lapso de diez años- las mismas falencias en materia de procedimientos de control.
Por su parte, los vínculos de naturaleza “horizontal” que estipulan los entes con otras instituciones también conectadas, aunque de modo tangencial, con las funciones regulatorias o de control de las empresas privatizadas, han resultado conflictivos. En el caso de instancias tales como Defensa del consumidor, Defensa de la competencia, o la Defensoría del Pueblo, más que un esquema de retroalimentación y cooperación para obtener y contrastar los recursos de información, pudo observarse una limitada capacidad de coordinación entre las delegaciones que, la mayoría de las veces, quedaron encorsetadas en el carácter supletorio o ambiguo de la normativa que le confiere competencias en esta materia.
Asimismo, el ostensible protagonismo del Defensor del Pueblo de la Nación en los conflictos más destacados con las privatizadas puso al descubierto una de las contradicciones primordiales de los organismos reguladores, radicada en las propias funciones de “juez” y de defensor de los derechos de los usuarios que deben sostener, en tanto no es posible constituirse como una instancia de mediación y, a la vez, proteger los intereses de una de las partes (Thwaites Rey y López, 2003). La presencia de un “defensor del Usuario” en las agencias de control no pudo reparar este dilema dado que, si bien esta figura institucional ha sido instaurada por la normativa regulatoria para brindar asistencia legal y técnica a los destinatarios de los servicios, la responsabilidad de dicha tarea fue asignada –a lo largo de la década de los 90- a un agente de los organismos, elegido por los respectivos directorios, sin injerencia alguna de los usuarios y/o sus organizaciones representativas, por lo que no cuenta con las atribuciones ni la autonomía necesarias para actuar en representación de sus intereses.
En materia de DCI relacionados con recursos materiales y humanos, los problemas se manifiestan cuando tales recursos se hallan mal asignados, o resultan escasos para llevar a cabo las actividades propias de los entes, o no reúnen las condiciones requeridas para su debida utilización. En muchos casos, las dificultades para lograr una efectiva combinación entre ambos, a los fines de conquistar los objetivos regulatorios impuestos a las agencias, dependen de variables normativas, estructurales y funcionales y de comportamiento organizacional (Oszlak, 2002).
Al observar el tema de los recursos materiales, en los entes reguladores la cuestión del origen de su financiamiento puede tener impactos en términos de la “captura” del regulador. En efecto, como el presupuesto de los entes se encuentra –por disposición de la normativa- ligado a la actividad y a la rentabilidad de las empresas se genera –en la práctica- una dependencia económica de los reguladores respecto de los operadores del servicio, de modo tal que cualquier medida regulatoria que limitara los ingresos de las firmas recortaría automáticamente el presupuesto del propio ente. En principio, debe señalarse que dicho modo de extracción de los recursos – presente en el ENRE y el ENARGAS- recibió objeciones de las empresas, quienes acudieron al Ministerio de Economía, para trasladar directamente a las tarifas de los usuarios (como el caso del ETOSS) el peso de las tasas de regulación, o bien para reducir el presupuesto de los organismos.[7] A su vez, la estrategia de los respectivos gobiernos menemistas y de la Alianza generó un serio DCI, si se toma en cuenta que -salvo en el caso del ETOSS- parte de los recursos recaudados por los entes fueron derivados como contribuciones al Tesoro Nacional, situación que transgredía el carácter autárquico de estas instituciones, y que conlleva una expropiación de los medios económicos que deberían utilizar las agencias en sus tareas de control de las empresas.
En el campo de los recursos humanos, no parece advertirse en los entes déficits importantes en términos del tamaño de sus plantas de personal, salvo algunos casos donde puede vislumbrarse una mayor asignación de agentes en las áreas políticas frente a las técnicas.[8] Tampoco es cuestionable la calificación profesional de sus integrantes, observándose que los déficits relativos a la capacidad para generar información relevante para su gestión sustantiva provienen –en su mayoría y como lo ha destacado la Auditoría General de la Nación- de la ausencia de normas de procesos y procedimientos y de sistemas de información estandarizados para recabar todos los datos necesarios para sus competencias de contralor.
En este sentido, y aludiendo a la problemática de las “asimetrías de información”, muy habitual en el oficio del regulador, la implementación de bases de datos informativas sobre las estructuras de precios para la determinación de las tarifas es crucial. Sin embargo, como fuera planteado para el caso del servicio de agua potable y desagües cloacales, el propio marco regulatorio autorizaba a Aguas Argentinas a establecer -durante los 10 primeros años de la concesión- la estructura de costos y de los insumos allí incluidos, sin tomar en cuenta que, para maximizar sus propios beneficios, la firma puede brindar información sesgada que influye sobre la tarifa final obtenida.
Por último, en lo que respecta a los DCI relacionados con comportamientos individuales, donde se ponen en juego los perfiles de los agentes en términos de orientaciones, valores, pautas culturales, capacidades técnicas, etc., así como también las condiciones laborales que actúan a modo de incentivo sobre el personal de los entes, puede mencionarse, en primer término, que los organismos reguladores han reclutado personal provenientes –en muchos casos- de las ex -empresas públicaso de dependencias a cargo de los procesos de privatización. En materia de calificación, la formación predominante es de carácter técnico-profesional, con una mayoría de competencias en el campo de la ingeniería, el derecho y las ciencias económicas. En algunas entidades, como el ENRE y el ENARGAS, la política de capacitación del personal se fue sistematizando, constituyéndose en una meta organizacional más consignada en los respectivos presupuestos. En este ámbito, los DCI originarios, vinculados a la falta de experiencia en materia de regulación de servicios públicos privatizados, también se fueron subsanando, a partir de la numerosa oferta académica universitaria que, en convenio con los propios entes reguladores, se fue dedicando a la especialización según áreas de servicios.
El encuadramiento inicial de los agentes bajo la Ley de Contrato de Trabajo ha sido justificado en la necesidad de contar con plantas “flexibles”, acordes con los diversos programas y proyectos que puedan encarar los entes en cada etapa. No obstante, dicha situación llevó a que un importante número de empleados ejerciera sus tareas- sobre todo de atención al usuario- bajo formas precarias, a través de los convenios de pasantías. Tales características fueron más proclives a generar DCI y constituyeron, al mismo tiempo, un incentivo para la cooptación de personal por parte de las empresas, situación que ha sido una constante, dada la ausencia de reglamentaciones que lo restrinjan. Del mismo modo, para el caso de las autoridades, si bien los directores están sujetos a las normas sobre incompatibilidades fijadas para los funcionarios públicos, no se establecieron impedimentos para trabajar en las empresas reguladas una vez terminado sus mandatos, dando lugar a un importante éxodo de funcionarios que – a posteriori- terminaron ocupando cargos directivos en las empresas.
Respecto de nuestro caso de estudio, la privatización del servicio básico telefónico (SBT), en tanto experiencia pionera en la Argentina de los 90, prefiguró el camino que tomarían el resto de los servicios públicos transferidos, signado -como ya fuera comentado- por la acentuada concentración de la propiedad de las empresas en un muy reducido número de grandes agentes económicos y por la consolidación de mercados protegidos en condiciones regulatorias que aseguraban bajos o nulos riesgos empresarios. Tal diseño de la estructura de mercado y de la propiedad del capital presentaba fuertes inconsistencias con vistas al ulterior proceso de apertura, debido a que promovía la integración vertical y horizontal de las empresas y no la separación entre los segmentos más competitivos y los monopólicos, con el fin de evitar el abuso de posición dominante por parte de las licenciatarias del SBT (LSB). Asimismo, la posterior política de concesiones de licencias, tanto en el campo de la telefonía móvil como de la fija, avanzó en la misma dirección original, evitando la competencia entre las LSB y promoviendo explícitamente un alto grado de concentración de la oferta, que más tarde obstaculizaría el proceso de liberalización del sector de las telecomunicaciones.
A fines de 2001- y teniendo en cuenta las características antes señaladas- existía una alta probabilidad de distribución concertada del mercado entre las LSB, al amparo de las importantes barreras a la entrada heredadas del modelo privatizador y por el agravante de la continuas regulaciones asimétricas a favor de las empresas preestablecidas. Por tal motivo, la incidencia de los nuevos entrantes en la disputa por el mercado nacional de telefonía fija, ha sido escasa, a pesar de las numerosas licencias otorgadas y registradas por la CNC. De modo que, hacia la finalización del período bajo estudio (año 2007), Telefónica de Argentina y Telecom Argentina conservaban aún más del 80% de los abonados al mercado de larga distancia nacional e internacional y habían tenido un único competidor relevante, Movicom-Bell South, que fue absorbido posteriormente por Telefónica de Argentina. Por su parte, en el interior del país, el principal competidor continuaba siendo CTI Móvil (López y Forcinito, 2006).
Acompañando este contexto, la evolución de ciertas variables clave del SBT- tales como precios, ganancias de las LSB, y cobertura del servicio- estarían demostrando que, junto a la notable expansión del servicio, los costos sociales asociados a la misma han resultado excesivos, además de haber sido afrontados principalmente por los usuarios residenciales y la población que aún no puede acceder a la prestación.
En lo que concierne a la evolución de los precios de los servicios residencial y público- desde la privatización en noviembre de 1990 hasta junio de 2004- evidenció fuertes incrementos en términos reales. La canasta de consumo telefónico se incrementó en un 13%, por lo cual, pese a que la productividad del sector creció fuertemente (más del 400%), los usuarios no se vieron beneficiados por reducciones en los precios. Si desagregamos la evolución de los precios por subperíodos, es posible observar, en primer lugar, que la canasta de telecomunicaciones que estima el INDEC incrementó su valor en un 158% durante la vigencia del Plan de convertibilidad (marzo de 1991-diciembre de 2001), mientras que el índice de precios al consumidor de la economía lo hizo en un 56,4%. En segundo lugar, dicha evolución se invierte en el período post-devaluación ya que, mientras el valor de la canasta telefónica se incrementó en un 6,5% desde enero de 2002 hasta junio de 2004, el índice de precios al consumidor lo hizo 47,5% (López y Forcinito, 2006).
Por su parte, las tasas de ganancias percibidas alcanzaron niveles extraordinarios en relación con la que tienen actividades de similar riesgo en el resto del mundo. Como ejemplo, la filial argentina de Telefónica de España obtuvo un margen medio de beneficio sobre ventas que prácticamente duplicó al que alcanzó la casa matriz en su país de origen, mientras que en el caso de Telecom de Argentina tales diferencias fueron mucho más pronunciadas, por cuanto la tasa de rentabilidad promedio que logró dicha empresa a nivel local fue más de tres veces superior a las que registraron en sus respectivos países de origen sus accionistas mayoritarios (France Telecom y Telecom de Italia)[9].
Dicho escenario se completa con la obtención de ganancias extraordinarias con bajo riesgo empresarial, realizadas durante la etapa monopólica de la prestación del servicio (es decir, los nueve primeros años), como resultado de las negociaciones permanentes en las cláusulas de ajuste de las tarifas. En rigor, las empresas licenciatarias presentaron una escasa propensión a reinvertir utilidades: Durante los años noventa, las mismas giraron al exterior aproximadamente un 75% de las ganancias en concepto de distribución de dividendos a sus accionistas y financiaron, paralelamente, la operatoria del negocio mediante un endeudamiento externo superior a u$S 6.000 millones. La gravitación de este pasivo se convertiría en una cuestión altamente problemática para las empresas, a partir de la devaluación del peso y de la pesificación y desindexación de las tarifas (Abeles, Forcinito y Schorr, 2002).
El desempeño tarifario produjo efectos distributivos regresivos de importancia para el bienestar de la población. Por caso, la proporción del gasto total de los hogares de menores ingresos (primer décil) destinada en promedio al pago del servicio básico telefónico domiciliario se incrementó del 1,7% al 6% entre 1985-86 y 1996-1997 en el Área Metropolitana de Buenos Aires, mientras que el gasto total de los hogares de mayores ingresos (último décil) lo hizo en apenas un 1%, pasando del 1,2% al 2,2% según la Encuesta Nacional de Gastos de los Hogares relevada por el INDEC. La mayor incidencia relativa del consumo telefónico en los hogares más pobres se vincula, en parte, al incremento en las cantidades consumidas por los mismos a partir del abaratamiento relativo de la conexión domiciliaria pero, fundamentalmente, se explica por los fuertes incrementos de las tarifas previamente analizados (López y Forcinito, 2006).
En el período post-privatización se produjo una notable expansión de la cobertura, si se toma en cuenta que las líneas telefónicas en servicio se incrementaron en un 149%[10], mientras que la cantidad de abonados de telefonía móvil en servicio creció en un 74,5%. Esto significa que la teledensidad -que era de 10 teléfonos cada 100 habitantes cuando se privatizó la ENTel- alcanzó un nivel de 62 teléfonos por cada 100 habitantes, aunque la distribución territorial presenta fuertes niveles de heterogeneidad a favor de los grandes centros urbanos.[11] No obstante los datos de cobertura antes señalados, la universalidad del servicio no ha ocupado un lugar destacado en la agenda regulatoria de los diferentes gobiernos. Si bien se creó un “Fondo Fiduciario del Servicio Universal” -que debía implementarse antes de enero de 2001 para solventar dicho servicio- hasta el 2007 no llegó a constituirse y tampoco se dedujeron los ingresos que debía aportar el sector empresario. A diferencia, desde enero de 2001, se cobró a los usuarios la tasa de 1%, dando lugar a una apropiación ilegal por parte de las LSB de aproximadamente 350 millones de dólares, según estimaciones recientes de la Auditoría General de la Nación y del Defensor del Pueblo de la Nación (López y Forcinito, 2006).
Para nuestro caso de estudio, también es posible hablar de la conformación endeble de la institucionalidad regulatoria, dado el traspaso de la ex empresa ENTel a manos privadas sin que se definiera el marco regulatorio del sector y con la creación del ente respectivo a escasos 5 meses de instrumentada la adjudicación del servicio a las nuevas licenciatarias. Ciertamente, la tendencia a adaptar las normas establecidas a la “realidad” impuesta por los adjudicatarios, en lugar de resguardar el interés general que, en teoría, debería expresar el Estado, así como las marchas y contramarchas, los “retoques” en los pliegos y la alteración de los cronogramas, son testimonios incontrastables de la supremacía del interés privado desde el inicio mismo del proceso privatizador. En torno a esta praxis, la política de regulación del SBT constituyó un eje virtualmente residual, pese a la persistencia de condiciones monopólicas de prestación (Thwaites Rey y López, 2003).
Ante este panorama, el accionar del ente regulador del sector (CNT, primero y CNC, posteriormente) sufrió severas restricciones, derivadas del diseño de las respectivas licencias para operar el servicio, con cláusulas a “contramano” del posible ejercicio efectivo de la regulación. En este sentido, los DCI asociados a variables contextuales de la actividad de los entes remiten a la “red de política” (Alonso, 2007) articulada por los grandes conglomerados locales y extranjeros, la banca transnacional, el funcionariado político y el staff tecno-burocrático del sector público, cuya toma de decisiones terminó moldeando la nueva estructura de relaciones entre el Estado y el mercado telefónico.
En el otro vértice, la relación entre los ciudadanos-usuarios y las LSB fue habitualmente conflictiva, como lo expresa la cuestión del “rebalanceo tarifario” del año 1996. Frente a este episodio, las telefónicas optaron –como en la mayoría de las demandas de las asociaciones y sus representantes- por la lógica del “máximo intervencionismo jurídico” como forma de arbitraje (Rossi y Blengino, 2011), obturando toda posibilidad de concretar mecanismos de participación básicos para los usuarios. Así lo sugiere el proceso judicial que llevó la presentación del proyecto de “Reglamento de Estudio y Análisis de la Opinión Pública” (REAOP), elaborado en el año 1996 por la Secretaría de Comunicaciones para medir la satisfacción de los usuarios con la calidad del servicio ofrecido, pero que –hasta el año 2007- todavía no había sido implementado, a causa de los recursos interpuestos por Telecom y Telefónica. Por su parte, desde el Estado se incentivaron mecanismos de apertura a la información y de recolección de opiniones y sugerencias, como el “Documento de Consulta Pública”, utilizado como paso previo a la convocatoria de las Audiencias Públicas. En cambio, la institucionalización de la participación de los usuarios en el ente regulador generó resistencias en sus autoridades, justificadas por la existencia de un “Defensor del Cliente” en la entidad y porque “la representación de los usuarios es el Estado”.
En términos de DCI relacionados con el marco normativo, en el sector de las telecomunicaciones ha predominado, en lugar de la sanción legislativa de un marco regulatorio, la utilización de los decretos del Poder Ejecutivo Nacional como instrumento de regulación, característica que, a juzgar por la mayoría de los expertos, otorga un alto nivel de discrecionalidad que afecta la credibilidad regulatoria y abre mayor espacio a la “política de los grupos de interés” (Spiller, 1997) para controlar los resultados del proceso regulatorio. Este margen de discrecionalidad contribuyó en forma determinante para entender el cambio continuo que ha sufrido la normativa y la agencia reguladora, restringiendo la posibilidad de “acuerdos duraderos”, y afectando así una de las características constitutivas fundamentales de todo régimen de regulación (Martín,1996).
Si bien para las autoridades regulatorias las modificaciones reglamentarias se justifican por la velocidad del cambio tecnológico y la complejidad del mercado de las telecomunicaciones en comparación con los otros servicios públicos, las discusiones en torno a cuestiones como las normas de calidad, expansión del servicio, interconexión, tarifas, atención al usuario, etc. y los temas aún pendientes de resolución, como es la universalización del servicio, denotan el carácter “flexible” de las reglas de juego iniciales. Bajo un contexto de numerosos “vacíos” normativos, los operadores privados optaron -en muchas oportunidades y de común acuerdo con los gobiernos menemistas y de la “Alianza”- por declinar compromisos originales, mientras que, para el caso de los ciudadanos-usuarios, la situación propició graves restricciones a su seguridad jurídica, como lo demuestran las 5 versiones del “Reglamento de Clientes del SBT” y las 3 modificaciones al “Reglamento de Calidad del SBT” (Ver cuadro 12).
Respecto de los DCI relacionados con estructuras organizativas, en los organismos involucrados en la regulación y el control de las telecomunicaciones un déficit significativo de capacidad institucional reside fundamentalmente en el proceso de configuración -desarticulación que ha sufrido la agencia de regulación a lo largo de la década de los noventa. Claramente, el primer ente regulador (la CNT), creado por decreto en 1990, inició sus tareas a fines de ese año, pero con un ordenamiento provisorio, ya que su estructura definitiva se aprobó recién tres años después. Posteriormente, con la formación de una nueva agencia –la CNC-, se precisaron con mayor detalle las pautas de funcionamiento, pero se operó una sucesiva merma de competencias, que fueron asimiladas por la Secretaría de Comunicaciones.
Como se ha señalado, es la Secretaría quien oficia como regulador, en tanto la CNC ha perdido sus potestades para la definición de políticas sobre el sector. Así, en los temas más importantes – prórroga del período de exclusividad, desregulación de las telecomunicaciones, universalización del SBT, interconexión, etc., la toma de decisiones ha sido de exclusivo dominio de la Secretaría. Las funciones sustantivas del ente comprenden -básicamente- el control de las obligaciones impuestas a las operadoras del servicio, la supervisión de la competencia, la atención de los reclamos de los usuarios y la aplicación de sanciones, además de cumplir funciones de asistencia para con la Secretaría.
La inserción de la CNC en el sistema político-jurídico merece también algunos comentarios: en tanto organismo descentralizado de la Secretaría de Comunicaciones, su dependencia del Poder Ejecutivo expresa el encuadre clásico, acorde con la tradición político- administrativa de la región (Melo, 1998). Dicho encuadre plantea dificultades concretas para la autonomía efectiva del regulador, que resulta más permeable a la “captura” política, como lo ponen de manifiesto las continuas intervenciones a la agencia reguladora y las pautas adoptadas para el nombramiento del directorio respectivo, con un claro desequilibrio a favor de la jurisdicción nacional por sobre las instancias provinciales. Por su parte, los reiterados cambios de órbita de la Secretaría de Comunicaciones (Ministerio de Economía, Presidencia, Ministerio de Infraestructura y Vivienda y Ministerio de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios) dan cuenta de los sucesivos forcejeos para garantizar el control político de un sector como el de las telecomunicaciones, que ha contribuido con importantes sumas de dinero al Tesoro Nacional, por medio del traspaso de fondos que recauda la CNC.
Por su parte, las relaciones interinstitucionales de la CNC -tanto en plano vertical como en el horizontal- no se apartan de la caracterización realizada para el resto de los entes reguladores. En el primer caso, y respecto de los organismos de control parlamentario, mientras que la Comisión Bicameral de Seguimiento de las Privatizaciones convalidó las irregularidades instauradas por el Poder Ejecutivo, la Auditoría General de la Nación ha presentado Informes, descriptos en el capítulo III, que corroboraban las serias deficiencias organizativas y procedimentales de la CNC en materia de control de las prestaciones. En efecto, desde 1996 en adelante, la AGN destaca la nula o escasa verificación del ente en materia de auditorías contables a las LSB, control tarifario, de ejecución de obras, y de cumplimiento de metas obligatorias, así como la ausencia de monitoreos respecto de la vigencia de las obligaciones establecidas para las LSB y de los derechos correspondientes a los usuarios en el “Reglamento de Clientes del SBT”. Dicho panorama se agrava, en la medida en que el régimen de sanciones para las LSB quedó absolutamente desvirtuado, dado que, o bien se sustituye el pago de las multas por el “régimen de obligaciones de hacer” (probation), o bien se mantienen impagas, por la lentitud del proceso judicial, que puede llegar a durar hasta más de diez años.
En el plano horizontal, cobró lugar la activa intervención de otras figuras públicas, como el Defensor del Pueblo de la Nación, cuya participación resultó decisiva en uno de los conflictos de mayor trascendencia, como fuera el rebalanceo de las tarifas telefónicas, tomando a su cargo la representación de los intereses de los usuarios. En la relación con otras oficinas públicas, como la Subsecretaría de Defensa de la Competencia y del Consumidor y la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia, a partir de las modificaciones normativas establecidas hacia fines de la década de los noventa, se ha procurado un marco de complementariedad, fundamentalmente en el campo de la legislación pro-competencia, que permite establecer sobre bases más sólidas la relación que – necesariamente- debe mantener el regulador para controlar el funcionamiento de los mercados. Pero la iniciativa – hasta el año 2007- no ha trascendido del plano “formal”, ya que todavía quedaba pendiente la organización de los Tribunales de Defensa de la Competencia. En materia de DCI relacionados con recursos materiales y humanos, debe señalarse que, desde mediados de los ‘90s, el presupuesto de la CNC ha sido más alto que el de los demás entes reguladores de servicios públicos privatizados, en virtud del alto caudal de ingresos que se recauda a través de la tasa abonada por los prestadores del servicio de telecomunicaciones. Sin embargo, casi la mitad de estos recursos se remiten como contribuciones al Tesoro Nacional, como resultado de las decisiones administrativas provenientes de la Jefatura de Gabinete de Ministros. Según surge de los datos consignados en los Presupuestos Nacionales, la mayor parte de los recursos de la CNC se consignan como “gastos figurativos”, manteniéndose así la provisión de partidas a otros organismos. De este modo, el DCI no estaría vinculado con la carencia de fondos presupuestarios, sino con las restricciones a la autarquía del ente, y la lógica de “captura bifronte” (Vispo, 1999) impuesta por el modo de obtención y de apropiación de los recursos para su financiamiento.
En el campo de los recursos humanos, se advierte que la CNC presenta una dotación de recursos humanos altamente profesionalizados, con remuneraciones acordes a los perfiles de puestos ocupados. Como resultado de la formación del ente en plena década de los 90, se observa una tendencia hacia la consolidación de un organismo con reglas de juego internas propias del sector privado, en materia de relación contractual, remuneraciones, carga horaria, polifuncionalidad de tareas, etc. Sin embargo, el vacío normativo, en lo atinente a manuales de procesos y procedimientos, constituye un déficit de capacidad institucional que incide de manera directa a la cuestión del cómo regular. Si se ha adoptado un sistema regulatorio que apunta al control directo de las actividades y de los resultados de los operadores a través del ejercicio de controles de carácter permanente, la ausencia de un sistema de control “planificado, sistemático y metódico” (AGN, 1998, 1999 y 2001) confiere menor transparencia y mayor riesgo de “oportunismo” gubernamental y/o empresario. Por otra parte, resulta incongruente el bajo porcentaje de inspecciones realizadas por la CNC a las centrales telefónicas de todo el país (AGN, 2001), teniendo en cuenta que no se ha procurado un modelo de control basado en incentivos que estimule el cumplimiento voluntario de las LSB de las decisiones regulatorias.
Por último, en lo que respecta a los DCI relacionados con comportamientos individuales, no se advierten problemas de calificación, ya que una característica clave de la dotación de la CNC es, como en el resto de los entes reguladores, la alta proporción de profesionales y técnicos que emplean. Así, más del 70% del personal del organismo podría considerarse dentro de la categoría de técnicos y profesionales, con una mayoría de ingenieros, abogados y contadores públicos. En cambio, el encuadre original de los agentes de la CNC en la Ley de Contrato de Trabajo propició el uso de mecanismos “flexibles” de contratación del personal, como los convenios de pasantías que, hasta el año 2000, involucraban a casi la mitad del personal. En los primeros años de funcionamiento del ente, la política de capacitación de los recursos humanos no ha sido sistemática, salvo en los niveles jerárquicos. No obstante, desde el año 2004, está prevista la “institucionalización” de un plan de capacitación para la totalidad de los agentes que prestan servicios en el conjunto de las delegaciones de la agencia de control. En otro plano, resta destacar que, cuando se crea la CNC, no fue incorporada en la normativa la cláusula que establecía para la CNT la inhibición a los directores y sus parientes para tener relaciones con empresas afines al sector de las telecomunicaciones, desde el año previo a su designación y hasta un año después de haber cesado en la función[12].
Frente al panorama analizado, ¿qué cambió y que perduró a partir de la crisis de 2001? En principio, tras el derrumbe económico, político y social, la Ley de Emergencia Económica -sancionada el 6 de enero de 2002- fue el primer producto de una nueva realidad que daba cuenta del quiebre de la ecuación económica sobre la que se basó el modelo de privatizaciones. Así, en primer lugar, junto con la consiguiente “pesificación” y devaluación de la moneda, la ley dejó sin efecto las cláusulas de ajuste en dólar y las disposiciones indexatorias basadas en índices de precios de otros países, que afectaban a la totalidad de las tarifas de servicios. Y también dispuso la renegociación de todos los contratos, en función de algunos criterios taxativos: 1) el impacto de las tarifas en la competitividad de la economía y en la distribución de los ingresos; 2) la calidad de los servicios y los planes de inversión, cuando ellos estuviesen previstos contractualmente; 3) el interés de los usuarios y la accesibilidad de los servicios; 4) la seguridad de los sistemas comprendidos; y 5) la rentabilidad de las empresas. Se abrió, a partir de entonces, un largo proceso de pujas entre las empresas, los usuarios, el gobierno y los funcionarios del Fondo Monetario Internacional (forzando para rediseñar a su criterio las salida caótica de la Convertibilidad) para definir un nuevo nivel tarifario y de prestaciones acorde con la situación del país, sin que se encontrara una fórmula satisfactoria para ninguna de las partes.
Luego del breve interregno de Adolfo Rodríguez Saá, puede observarse – en el tramo de la gestión del Presidente Eduardo Duhalde- el despliegue de dos estrategias (Azpiazu, 2005): La primera, llevada a cabo por las empresas que, al amparo de las autoridades de sus países de origen y de los organismos multilaterales de crédito, presionaron al gobierno para mantener las prerrogativas alcanzadas durante toda la década anterior, bajo la amenaza de retirarse del país, declararse en default, o bien de recurrir a los Tribunales Internacionales como el CIADI, de reducir sus inversiones y/o de despedir personal. Mientras tanto la segunda, encarada por el gobierno, se percibe como “dual y dilatoria” (Azpiazu, 2005), con resultados mucho más acotados que los que auguraba la Ley de Emergencia y –sobre todo- en contradicción con los propias evaluaciones técnicas encargadas por la Comisión de Renegociación, como el “Informe Biagosch”, que ponía de manifiesto el carácter injustificado de cualquier aumento tarifario, además de recomendar una revisión integral de los contratos de los servicios. No obstante, para los servicios tratados en el capítulo II (gas, electricidad y agua potable) y también para nuestro caso de estudio se impusieron por Decreto subas tarifarias, postergando hacia el 2003, con el arribo de un nuevo gobierno, una definición de conjunto para el problema de las privatizadas. De todas formas, el clima de movilización social imperante en la época y los fallos judiciales contrarios a la medida gubernamental impidieron la aplicación de los ajustes en las tarifas, transfiriendo al gobierno de Néstor Kirchner una sumatoria de conflictos de alta gravedad en pleno escenario de crisis económica.
En síntesis, resulta factible pensar que, de haberse respetado plenamente los criterios fijados en la ley de Emergencia, y con la voluntad política necesaria, el camino abierto por las renegociaciones dispuestas bajo la Administración Duhalde brindaba la oportunidad para discutir el esquema privatista vigente, que consagró servicios caros, no justificados en altos niveles de calidad, graves incumplimientos empresarios, excesivas tasas de rentabilidad, y escasos beneficios para los usuarios. Los informes técnicos constituían un importante aval para sostener el intento de redefinición de las reglas de juego entre el Estado, las empresas y los usuarios. Pero junto a la propia endeblez de todo gobierno de transición y al relativo margen de maniobra otorgado por esta condición, el eje central de las definiciones políticas adoptadas hasta entonces estuvo determinado por la marcada asimetría de poder entre los grupos concentrados y el Estado, debilitado tras dos décadas de reformas pro-mercado. Con la salida anticipada por el asesinato de los militantes populares Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, culminaba así un gobierno que-en materia de servicios públicos privatizados- replicó los avances del Poder Ejecutivo sobre el Poder Legislativo, relegando a un segundo plano el rol de la Comisión Bicameral de Seguimiento de la Emergencia, como así también las demandas de las asociaciones de usuarios y consumidores, frente al otorgamiento de importantes prerrogativas a las empresas, como la licuación de sus pasivos con el sistema financiero local, la condonación de compromisos de inversión y la suspensión de los regímenes sancionatorios, entre otras medidas.
En cuanto a la gestión del Presidente Néstor Kirchner, si en sus inicios, como sucediera con la sanción de la Ley de Emergencia del año 2002, el proyecto de Ley para establecer un “Régimen Nacional de Servicios Públicos” impulsado en el año 2004 auguraba una mirada integral sobre la problemática de las “privatizadas”, a posteriori primó una estrategia heterogénea de confrontación/negociación, particularizada según el tipo de empresa. Así, puede constatarse un esquema flexible y variado, donde los mayores enfrentamientos tuvieron lugar a causa de los incumplimientos de los operadores privados. En estos casos se procedió a recuperar las empresas por parte del Estado, como sucediera con el Correo Argentino (deudora de los cánones correspondientes), con Aguas Argentinas (inactiva frente a los graves episodios de contaminación), con Thales Spectrum (incumplimiento de inversiones) y con las concesionarias de las líneas de pasajeros del Ferrocarril San Martín, Roca y Belgrano Sur (por reiteradas negligencias en la oferta del servicio). En tanto, la transferencia accionaria de operadores multinacionales a grupos locales conformó otro eje de política alentado por Néstor Kirchner, como lo demuestran los casos de Edenory Transener (grupo Mindlin)[13] y de Telecom (grupo Werthein).
Desde la óptica de las privatizadas, la decisión de abandonar el país podría haber estado anclada en la posibilidad de desprenderse de sus activos, frente a un escenario no tan rentable como el de antaño, por la desdolarización de las tarifas, la pérdida de numerosas prebendas y la licuación de sus activos medidos en dólares (Peralta Ramos, 2007). Asimismo, Wainer (2013) sostiene que dentro de las grandes empresas, fueron las privatizadas quienes tuvieron mayor merma de sus ingresos reales, como consecuencia de los cambios en los precios relativos, razón que ubicó a este sector entre los más perjudicados por la nueva política económica[14].
Por el lado del gobierno, la relación con las prestadoras puso también de manifiesto la recuperación de la capacidad del sistema político para imponer lineamientos de interés público por encima de las prioridades establecidas por la lógica del mercadoy de la presión ejercida por las operadoras ante el CIADI y el propio gobierno para negociar los futuros compromisos regulatorios. En esta voluntad se encuadra la política de fijación de subsidios tarifarios para los servicios de transporte, luz, gas y agua potable, con impacto directo sobre el ingreso real de la población, especialmente en aquellos sectores de usuarios residenciales de menores recursos y consumos.
Por contraste, la desfavorable correlación de fuerzas que atravesó al mandato de Néstor Kirchner se torna visible en la pervivencia de un conjunto de aspectos sustantivos de la matriz instaurada por el modelo privatizador/regulador durante la década de los 90, abriendo paso a situaciones controvertidas o –en cierta forma- contradictorias con otras determinaciones de orden político-económico, como fuera el caso de la política de desendeudamiento externo y de reconstrucción de las capacidades planificadoras y empresariales del Estado.
En este sentido, la declinación que sufriera el proyecto de ley sobre el “Régimen Nacional de Servicios Públicos” enviado por el Poder Ejecutivo, puso en evidencia las diferencias en el seno del propio gobierno –básicamente entre el Ministerio de Planificación y el Ministerio de Economía- así como también las imposiciones del establishment local e internacional. Dicha iniciativa, presentada al Congreso en agosto del 2004, pretendía configurar un marco regulatorio general para el conjunto de los servicios públicos privatizados, con una orientación ciertamente diferenciada de las pautas establecidas durante la década de los noventa. Entre otros ejemplos, se incorporaba la exigencia de crear marcos regulatorios y entes de control por ley, se definían obligaciones más específicas para los prestadores privados y el Estado recuperaba sus potestades planificadoras para la trayectoria de los servicios. Además, sometía exclusivamente a jurisdicción nacional los conflictos entre el Estado y las privatizadas e incluía la figura de “riesgo empresario” y la “teoría de la imprevisión” para la revisión de los contratos. Sin embargo, el proyecto no tuvo tratamiento legislativo, pese a que el partido de gobierno poseía mayoría en ambas Cámaras.
Respecto de nuestro caso de estudio, en el sector telefónico hubo una disposición hacia el acuerdo, como sucediera con las operadoras del SBT. En primer lugar, las tarifas se mantuvieron casi-congeladas, salvo el leve incremento producido por la autorización –en el año 2003- para que las licenciatarias transfirieran a las tarifas la incidencia sobre el impuesto al cheque (Azpiazu, 2005). Posteriormente, con la sustanciación de las “Cartas de Entendimiento” firmadas por Telefónica y Telecom en el año 2006, las LSB se comprometían a suspender y después a desistir de las demandas presentadas ante el CIADI, a cambio de ciertos beneficios tarifarios –por la modificación de la banda horaria- y de otra índole. En este último caso, parte de la negociación implicaba dar por “cerrada” la revisión de aquellas cuestiones más conflictivas de la década anterior, tales como el rebalanceo tarifario del año 1998, los incumplimientos contractuales a nivel de cobertura y calidad de servicio, así como la postergada definición y financiación del servicio universal. Del mismo modo, la falta de tratamiento de cuestiones tales como la portabilidad numérica, el servicio universal, o el sistema de selección de operador de larga distancia por discado -multicarrier-, terminaba consagrando ciertos “derechos adquiridos” de las operadoras, quienes según Azpiazu (2005) pudieron enfrentar sin sobresaltos los impactos de la crisis económica[15].
En materia regulatoria, la principal conclusión que surge del análisis realizado es que la nueva gestión gubernamental- hasta el 2007- no innovó en la política de intervención institucional que desde principios de esta década afectaba a los entes de control de servicios públicos. Ello, a pesar de las fuertes demandas que encarnaron las organizaciones de la sociedad civil involucradas en el tema y que también impulsaron distintos actores institucionales, como la Defensoría del Pueblo de la Nación. En la práctica, la agenda de la regulación no ha tenido variaciones sustanciales, si se toma en cuenta que, hasta el fin del mandato de Néstor Kirchner, aún perduraban gran parte de los DCI constatados para la década anterior, con una mayoría de entes reguladores intervenidos por el gobierno, sin que funcionen sus respectivos directorios, ni los nuevos mecanismos de participación ciudadana previstos por la normativa vigente a partir de 2003. Dichas características se constataron en el ENRE y el ENARGAS, mientras que –tras la disolución del ETOSS en el año 2006 – fue puesto en funcionamiento el ERAS con un Directorio integrado por el miembro designado por el PEN y el que corresponde al gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, sin que se defina el representante por la provincia de Buenos Aires.
El caso de la Comisión Nacional de Comunicaciones (CNC), intervenida desde el año 2002 en adelante, no difiere del resto y se observa –asimismo- la baja relevancia de esta agencia en los procesos regulatorios abiertos tras la post-convertibilidad, dado que la toma de decisiones ha sido transferida -en su mayoría- hacia la Secretaría de Comunicaciones. No obstante, las potestades de ésta última también fueron objeto de restricciones, ya que en materia tarifaria y de otorgamiento de licencias las acciones principales corresponden al Ministro de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios, quien, en la práctica, ha concentrado gran parte de las funciones regulatorias. Dicha acumulación de competencias resultó clave en el proceso de renegociación contractual con las LSB, e involucró –asimismo- al Ministerio de Economía y de la Producción, ya que ambas carteras poseían la conducción de la Unidad de Renegociación y Análisis de Contratos de Servicios Públicos (UNIREN), que no ha quedado ajena a las disputas respecto del tratamiento de la relación Estado/privatizadas[16].
En materia financiera y –como sucediera en la etapa anterior- los recursos recaudados por la agencia de control conformaron una fuente de financiamiento muy importante que terminó solventando diferentes actividades gubernamentales sin que se posea información clara respecto de su destino. Como ejemplo, puede citarse que, según datos del Presupuesto Nacional, desde el año 2003 hasta el 2007, la CNC transfirió la mayor parte de sus ingresos al Tesoro Nacional y a los Ministerios de Economía y de Planificación Federal. En cambio, a partir del año 2006, la política de recursos humanos ha tenido modificaciones, con la homologación del segundo convenio colectivo de trabajo general para la Administración Pública que definió un nuevo escalafón para la mayoría de los organismos de la administración central y descentralizada del Estado nacional. Por último, la relación con los usuarios tampoco se vio fortalecida, ya que no prosperó la instrumentación de Audiencias Públicas, o los mecanismos de elaboración participativa de normas y de reuniones abiertas de directorio impulsados por el Decreto 1172/2003 firmado por Néstor Kirchner de “Mejora de la calidad de la democracia y de sus instituciones”.
Para finalizar, y para considerar nuestra problemática de estudio en el marco de lo política macro-económica encarada por el gobierno kirchnerista a partir del 2003, se advierte la construcción de un proyecto político al margen del ajuste fiscal, el endeudamiento externo y los dictámenes de los organismos financieros internacionales, procurando la ampliación de los espacios de autonomía estatal para la toma de decisiones, tanto en lo que refiere a los grupos de poder económico como a los escenarios internacionales (Vilas, 2011). En este trayecto, las políticas económicas y sociales que han sido dominantes abrieron paso a una articulación de fuerzas diferente en la esfera pública, dando lugar a un proceso – todavía inconcluso- de descolonización del Estado, a través de la expropiación de recursos materiales y simbólicos a los factores tradicionales de poder. Bajo estas iniciativas, la necesaria transformación de los organismos de control –en este caso la CNC- y el fortalecimiento general de la institucionalidad regulatoria implicará dotar al Estado de mayor autonomía, mayor democratización y mejor gestión para la toma de decisiones. Claramente, la respuesta a estas demandas excede el plano de la administración y será en el terreno de la política y del Estado que ella construye (Bresser Pereira, 2010) donde se definirá la re-creación del nuevo escenario regulatorio que –imperiosamente- necesita la ciudadanía.
- Kulfas y Schorr (2003:25) sostienen que (…) “mientras la deuda creció un 10,7% entre 1990 y 1993 (a un promedio del 3,4% anual acumulativo), entre 1993 y 2001 lo hizo un 126,6%, a una tasa media anual del 10,8%”.↵
- Federico Sturzenegger: “Paradojas de la política económica”, en diario La Nación del 28/9/2003, página 8, Sección 2. ↵
- Diario Página/12, 15-6-96.↵
- Diario Clarín, 24-11-98.↵
- El especialista y ex Ministro de Obras Públicas Roberto Dromi cuenta -entre sus “clientes”- a: Edenor, Edesur, Repsol, Camuzzi Gas Pampeana, Aeropuertos Argentina 2000, Ferrocarril Belgrano Cargas, Telecom, Telefónica, UNIFON, etc. (http://www.dromi.com.ar/). Por su parte, Rodolfo Barra, quien en 1989 ocupó como vice ministro de Dromi la cartera de Obras públicas, llegando posteriormente a la Corte Suprema, el Ministerio de Justicia y la Auditoría General de la Nación, fue designado en el año 1998 Presidente del Directorio del Organismo Regulador del Sistema Nacional de Aeropuertos (ORSNA), con el “visto bueno” de la empresa Aeropuertos Argentina 2000, que había contado con su asesoramiento para ganar la privatización (Clarín, 20/3/1998). En la Secretaría de Obras Públicas, junto a Dromi y Barra, también ocupó cargos el Dr. Juan Carlos Cassagne, oficiando luego como Presidente del Directorio de Metrogás (de 1992 a 1998) y de Aguas Argentinas ( 1999 a 2005) , así como también de síndico de otras empresas distribuidoras de energía (http://www.cassagne.com.ar/jccassagne.htm ). ↵
- En efecto, la mayoría de los sindicatos terminó acordando con la propuesta privatizadora, formando parte-en muchos casos- del negocio generado por la venta de las empresas. Del mismo modo que, las cuantiosas sumas pagadas por el “retiro voluntario” y la cláusula de “propiedad participada” que incluyó la Ley de Reforma del Estado permitió consensuar con los trabajadores los aspectos más críticos del modelo. En la oposición, la Asociación de Trabajadores de Estado (ATE) fue quien –desde un principio-denunció las graves consecuencias que traería aparejado el “desguace estatal”.↵
- Un ejemplo de estas presiones sucedió en el ENRE, cuyo presupuesto del año 1995 calculado en $ 15.558.088 fue restringido por el Ministerio de Economía a la cifra de $13.200.000. Ante esto, en un informe del ente se planteaba que “no parece correcto que la Secretaría de Hacienda modifique el presupuesto elaborado por el Directorio de un ente autárquico (…) menos aún cuando no se trata de recursos que tengan origen en el Tesoro Nacional”. Desde la institución también se señalaba que “el control a las empresas privatizadas de servicios públicos será cada vez más laxo, pero el ahorro obligado por la Secretaría de Hacienda no beneficiará al Tesoro sino a las propias compañías (…) que gastarán menos para solventar los entes reguladores y también las controlarán menos”. Diario Ámbito Financiero, 19/9/95.↵
- Tal fue el caso del ETOSS, donde, según datos del año 1999, la Unidad Directorio contaba con un total de 30 agentes, mientras que -por ejemplo- la Gerencia de Calidad incluía sólo 18.↵
- Para el período 1994-1999, la tasa de rentabilidad promedio sobre ventas en las telecomunicaciones se ubicó en el orden del 14,8%, mientras que la rentabilidad sobre el patrimonio neto fue del 13% (Basualdo, Azpiazu et al, 2002).↵
- Pasando de 3,24 a 8,08 millones en el período 1991-2005, según información del INDEC.↵
- Asimismo, debe destacarse que el mercado de telefonía móvil ha experimentado un importante crecimiento en los últimos años basado en una fuerte incidencia, de aproximadamente el 60% de los abonados, de la modalidad prepaga (tarjetas) y el 40% restante correspondiente a la modalidad post-pago. De la misma manera, ha crecido notablemente el acceso a Internet, con un promedio mensual de 1,7 millones de usuarios residenciales y 130 mil organizaciones en el año 2004, según información del INDEC. Estas tendencias nacionales coinciden con las que se evidencian a nivel internacional (López y Forcinito, 2006).↵
- Respecto del vínculo “espurio” entre los reguladores y las empresas, tanto la Secretaría de Comunicaciones como la CNC se han visto seriamente cuestionada, llegando incluso al procesamiento judicial de sus autoridades por el pago de coimas en la concesión del espectro radioeléctrico a la firma de origen francés Thales Spectrum, en el año 1997. De igual forma que en otros casos de privatizaciones, aquí también puede encontrarse la “red” articulada entre las empresas extranjeras, figuras notorias del derecho administrativo, como Juan Carlos Cassagne, que actuó como titular de la filial argentina, y funcionarios políticos, con el objeto de salir beneficiados en alguna licitación (Página 12, 14/12/2007). ↵
- Según Azpiazu y Bonofiglio (2006), para los servicios de agua potable y energía del conjunto de las jurisdicciones (nacional, provincial y municipal) se operó – en un total de 20 casos sobre 32- un desplazamiento de las empresas de capital extranjero que originariamente controlaban la prestación de dichos servicios, ya sea por la venta de sus tenencias accionarias o por la vía de las re-estatizaciones. ↵
- Coincide con esta apreciación Peralta Ramos (2007), para quien las privatizadas han sido los “grandes perdedores” de la post-convertibilidad. En tanto, Wainer (2013:75 y 76) afirma que para estas empresas “ (…) la devaluación y pesificación implicó una doble pérdida, tanto de flujo como de stock”. Para el autor la pesificación supuso daños económicos y financieros, por la política de endeudamiento externo privilegiado por las firmas “ (…) en la cual priorizaron la distribución de dividendos por sobre la reinversión de las utilidades, realizando las inversiones necesarias tomando deuda “barata” en el exterior” ↵
- Azpiazu (2005) reseña que en el primer semestre del año 2005 Telecom había registrado ganancias por 132 millones de pesos (mientras que el año anterior había tenido un déficit de $ 7 millones), en tanto que Telefónica obtuvo una rentabilidad operativa de casi 500 millones de pesos, superando en un 20% a la del año 2004. ↵
- Así, el Ministro de Economía Roberto Lavagna había manifestado su disconformidad respecto del manejo del Ministerio de Planificación –a cargo de Julio De Vido- en materia de renegociación de los contratos, congelamientos tarifarios, re-estatización de las empresas privatizadas, y con el proyecto de marco regulatorio de los servicios públicos enviado por el Ejecutivo al Congreso. (Ver,”Una Historia de diferencias” en La Nación, 25/3/2005, pág. 2, sección 2).↵