El concepto de máquina adquiere fuertes connotaciones cuando se lo asocia al sistema educativo. La picadora de carne gigante que despliega su poder en The Wall es una de las imágenes que podría sintetizar el imaginario en torno a la escuela como máquina. Máquina de homogeneizar, de borrar las diferencias, de normalizar, de reprimir, de castigar. Máquina productiva, con una fuerte incidencia social en la formación de trabajadores y ciudadanos. La escuela moderna se impone como una gran máquina de educar (Pineau, Dussel, Caruso, 2007).
La escuela se erige en la cultura occidental como máquina técnica que se expande fuertemente en un período muy corto de tiempo –a mediados del siglo XIX– y ejerce su poderío casi sin fisuras hasta las primeras décadas del siglo XX, donde sus funciones comienzan a ser puestas en crisis. A la escuela-máquina de educar podemos caracterizarla como:
Una tecnología replicable y masiva para aculturar grandes capas de población, similares a las máquinas tejedoras que empezaban a producir textiles en masa. Aunque no todas las pedagogías del siglo XIX coincidieron en la metáfora industrial o tecnológica para hablar de la escuela (para muchos humanistas, “máquina” era una mala palabra), sin embargo todos compartieron el hecho de concebirla como un artefacto o una invención humana para dominar y encauzar la naturaleza infantil. (Pineau, Dussel, Caruso, 2007: 22)
En Latinoamérica la máquina escolar jugó un papel fundamental para integrar un territorio y una población que debían entrar en el orden capitalista mundial partiendo de una diversidad y atomización de las costumbres aún mayores que las que se podían observar en los países centrales. Por ello la escuela fue clave en la puesta en marcha de:
Potentes procesos de unificación de costumbres, prácticas y valores en las poblaciones que le fueron asignadas. […] Logró fraguar el futuro mediante la inculcación en grandes masas de población de pautas de comportamiento colectivo basadas en los llamados “cánones civilizados”. Los colores, vestuarios, disposiciones, gestos y posiciones de género resumibles en el “buen gusto” y “sentido común” escolares no son casuales, ingenuos y universales, sino que responden a una campaña histórica de producción estética: esas marcas son premiadas o sancionadas, permitidas o prohibidas, de acuerdo a su grado de adaptación a los modelos impuestos por la institución educativa. (Pineau, 2008: 1)
De hecho, la marcación fue exitosa, aun cuando la escuela ya no pueda ser entendida exclusivamente en los términos de las citas anteriores. El poderío que –para bien y para mal– se había adjudicado a los sistemas educativos, las pedagogías y los métodos, se diluye en la comprobación cotidiana de la eficacia de otros modos de aculturación, subjetivación, homogeneización, estetización, etc. Como ya mencioné varias veces, me interesa reflexionar acerca de la transformación contemporánea de esta institución a la luz de esos nuevos dispositivos. Revisar el proceso por el cual esta máquina-escuela presuntamente auto-sustentada se vuelve adyacente y concomitante de otras máquinas sociales, específicamente, de lo que llamé anteriormente la máquina cultural. Este proceso de reconfiguración de las máquinas sociales y la red de conectividad que se genera entre ellas se verifica en el paso del encierro al control: cada institución de encierro arma sus códigos y, aun cuando el lenguaje compartido es analógico, conserva la aparente autonomía de lo “cerrado”. El control, en cambio, es fluido y procede por modulaciones[1]. Esta transformación es lo que, casi hasta el hartazgo, se enuncia como “crisis de la educación”[2]. En efecto, la máquina educativa en su brío moderno es una institución en crisis, pues ha perdido visiblemente la hegemonía formadora, pasando a integrar una constelación más grande de opciones.
Para revisar este pasaje adopto dos caminos diferentes. En una primera instancia me concentro en el análisis de tres objetos estéticos que tienen como protagonista a la escuela. Estos objetos ayudan a situar a la escuela dentro de un ideario social más amplio y permiten detectar con mayor énfasis los aspectos productivos no necesariamente explicitados racionalmente que despliega la escuela como dispositivo de subjetivación. Los dos primeros tematizan la escuela argentina de la primera mitad del siglo XX, en períodos diferentes. Se trata de objetos muy disímiles: por una parte, una historieta de los años 50 publicada en Billiken, una revista de distribución masiva destinada a escolares. Por otra, una narración ensayística que relata peculiarmente la transformación conflictiva que atravesó el sistema educativo argentino desde finales del siglo XIX hasta los años 20, desde la perspectiva contemporánea de los muy cercanos años 90, destinado a un público adulto con formación académica y editado en forma de libro. Ambos objetos resultan significativos porque se hallan permeados por la doble cara de la escuela como máquina de educar: reproductora, inscriptora, homogeneizadora, por un lado; vehículo de flujos deseantes, productora de formas de ser y hacer, configuradora de nuevas sensibilidades, por otro. Ambos operando en el límite entre lo escolarizado, lo escolarizante y lo no escolar; y montados en la tensión que implica considerar a la escuela como una máquina esencialmente ambigua. El tercer objeto estético es también una historieta, del año 2013, que tiene una escuela como protagonista, a través de cuyo análisis podremos revisar algunas problemáticas que se abren en el pasaje de la escuela-máquina de educar a la vinculación de la escuela con la máquina cultural.
En una segunda instancia de trabajo observo el pasaje problemático que estoy construyendo en la reconstrucción de dos etapas diferenciadas de las teorías acerca de la educación de raigambre marxista, situándolo en la discusión entre las teorías reproductivistas tal como surgieron en los años 60 y 70 y las apuestas teóricas de la llamada pedagogía crítica desde los años 80 hasta la actualidad, sobre todo en la figura de Willis. Este autor resulta particularmente relevante para mi trabajo ya que cifra este pasaje en el concepto de “mercancía cultural”, haciendo de esta nueva forma de la mercancía una clave para comprender los procesos de formación y producción de subjetividad contemporáneos. Este último recorrido es el que articula, entonces, el campo problemático en que se sitúa este libro.
Figuraciones de lo escolar
La escuela-máquina de educar en Pi-pío: una disputa entre linyeras y sheriffs
Tal como afirmé anteriormente, me interesa revisar el corrimiento que significa para la escuela su anexión a la máquina cultural. Dos historietas entre las que median cincuenta años sirven para observar algunas de las características de este proceso. En este apartado, tomo como punto de partida el trabajo sobre una de las primeras historietas de Manuel García Ferré, que tuvo como personaje principal a un pollito llamado “Pi-pío” y apareció en Billiken a partir de 1952 con dos títulos: El linyerita Pi-pío y Las aventuras de Pi-pío. Del primer título se computan ocho entregas entre abril de 1952 y julio de 1954, mientras que el segundo comienza en 1952 y continúa con constantes reediciones en Anteojito hasta 1960.
Las entregas de El linyerita… tienen la particularidad de ser autoconclusivas, con un formato que oscila entre la historieta narrativa y las viñetas moralizantes. Todas ocupan una página completa y tienen autonomía de lectura, sin continuaciones ni referencias a episodios anteriores (cfr. Anexo). La estructura presenta pocos diálogos y las ilustraciones se anclan generalmente en los versos que narran la historia. Las aventuras… en cambio, toman el formato de una historieta moderna, con narraciones basadas en la acción de los personajes y entregas de una sola carilla, con el clásico “continuará…” en el final y que se referencian mutuamente. En Las aventuras... nacieron muchos de los personajes que luego se hicieron famosos y protagonizaron sus propias historietas: Calculín, Hijitus, Oaky, etc. Es de notar que El linyerita… deja de aparecer (sin reediciones posteriores) a poco de comenzar la saga más larga –“Justicia en el Fart West” (sic) que tiene más de cien entregas–, donde el personaje de Pi-pío se consolida como Sheriff del pueblo luego de un curso rápido por correspondencia, adoptando en adelante el nuevo rol. Este corrimiento social, de linyerita a Sheriff, es el que me interesa trabajar, puesto que parece estar mediado por la educación.
En el primer capítulo de El linyerita... (Billiken, 18 de febrero de 1952, N° 1679, cfr. Anexo figura 1). Pi-pío anda “sin miedo al calor ni el frío” y se presenta orgullosamente como linyera a unos pollitos más pequeños. Les enseña “con salero” a jugar al balero. En las apariciones subsiguientes se muestra que es un pollito elegante que usa linyera, bastón, pañuelo y un sombrero que encontró. Vive en una casa fabricada bajo una higuera que “entusiasmaba a cualquiera” (Billiken, 14 julio 1952, N° 1700, cfr. Anexo figura 2) y canta canciones populares en italiano y castellano por unas monedas (Billiken, 20 de abril de 1953, N° 1740. Cfr. Anexo fig. 3). Sueña con viajar en velero a todos los países del mundo y además de desear aventuras en el mar, espera cazar animales feroces y comerciar ostras, bacalao, especias, relojes, faroles japoneses, porcelana china, dátiles y todo tipo de productos exóticos desde los distintos continentes (Billiken, 13 de Julio de 1953, N° 1752, cfr. Anexo figura 4). Pi-pío es un pollito que sabe muchas cosas, que no padece su condición de linyera y que se las arregla bastante bien para tener aventuras y divertirse. Pero esta vida de juegos, amigos, despreocupación y sueños dura solo algunos capítulos. Rápidamente Pi-pío se incorpora a los cánones sociales, incursionando primero en un intento como lustrabotas (Billiken, 24 de noviembre de 1952, N° 1719, cfr. Anexo figura 5) y fundamentalmente, en el anteúltimo capítulo, decide entrar a la escuela (Billiken, 20 de noviembre de 1953, N° 1772, cfr. Anexo figura 6)[3].
Los motivos que lo llevan a tomar la decisión de “ser un pollo instruido” son dos: el éxtasis que le producen los guardapolvos blancos de los colegiales y los insultos que estos le propinan, llamándolo “vago”. Para entrar al colegio, el pollito deberá pasar por sendas mediaciones: la de su abuela (personaje desconocido hasta entonces y que tampoco volverá a aparecer en las aventuras) y la del vigilante de la dirección escolar (¿policía? ¿portero?) que obliga al pollito a dejar su linyera y su bastón en la puerta. La estadía en la escuela resulta bastante penosa en un principio: burlas de los compañeros porque “no sabe hacer la O ni con un canuto”, roturas de su pluma y manchas de tinta en su inmaculado guardapolvo. Sin embargo, con la ayuda de un compañero, la maestra y los libros, el pollito parece salir adelante. Tan adelante que confía y un día se hace la rabona. Esto agota la paciencia del director, que lo reta y le impone un castigo físico humillante, con orejas de burro incluidas. Gracias a este sufrimiento el pollito aprende y no reincide. Se convence “de que el aula no era prisión ni era jaula”, juega a la rayuela en los recreos pero nunca en clase, donde no charla ni grita y obtiene una distinción logrando finalmente pasar de grado (cfr. Anexo Figura 6).
No hace falta mucho para observar en esta institución que recibe a Pi-pío la escuela-máquina de educar que caractericé al inicio. En principio, para ingresar tiene que abandonar la vida nómade, encuadrarse en una familia y dejar sus complementos de vestuario más preciado −todo lo que lo hacía sentir elegante− en la puerta. Apenas ingresa es objeto de burlas porque, a pesar de ser habilidoso para jugar al balero por ejemplo, no tiene las habilidades específicas que la escuela requiere y valora: saber utilizar la pluma y el tintero, escribir correctamente, mantenerse limpio, etc. La escuela desancla la experiencia del pollito de su cotidianeidad, se esfuerza por imponer sus parámetros institucionales a través del borramiento de los atributos específicos del sujeto y de sus saberes propios. Demuestra que en realidad no se sabía nada, e impone reglas de funcionamiento hacia afuera respecto del modo correcto de vivir y los vínculos a establecer.
Esta imposición se inviste discursivamente a través de la legitimidad del saber letrado pero se termina de hacer efectiva cuando exhibe su cara más violenta: en el momento en que el pollito cree que ha comprendido el código, cuando incluso puede permitirse transgredirlo parcialmente (solo parcialmente, ya que hacerse la rabona no es desertar de la escuela), la institución sobrecodifica e impone su ley. Se pasa de la figura de la maestra a la del director, de la paciencia femenina al despotismo masculino y del reto al castigo físico.
Por otra parte, la escuela-máquina de educar se revela en estas narraciones como una máquina eficaz. Pi-pío acepta, rodeado de mariposas, que la escuela no es una cárcel ni una jaula. Descubre la dialéctica entre el permitido descanso reparador (la rayuela en el recreo) y el concentrado trabajo silencioso del aula, dejando ya fuera de las posibilidades el ocio dispendioso de “la rabona” y de su antigua vida. Gracias a ello, recibe la medalla y pasa de grado. No solo eso. Contemporáneamente en Las aventuras… toma el lugar de Sheriff del pueblo. Pi-pío, de linyera a Sheriff, recorre dócilmente el camino de la máquina de educar que opera en él –el elemento nómade más marginal de la sociedad– con la máxima eficacia.
Sin embargo, esta máquina no es eficaz sólo por sus elementos represivos. En efecto, no funciona porque castiga y reprime, sino que puede hacerlo porque funciona. El por qué funciona es, aquí, más difícil de especificar y sin embargo permite avizorar las fugas de la máquina: esto es, resulta necesario hallar el punto en el que su funcionamiento es fuente de placer e inscriptor de flujos deseantes, lo cual permite configurar exitosamente las subjetividades y lograr la modernización a través de la “unificación sensible de las poblaciones” (Pineau, 2012: 74).
En el caso de Pi-pío, se menciona el éxtasis por los guardapolvos: el anclaje parece ser de índole estética (la blancura, la pulcritud, lo limpio y ordenado) y se relacionan con valores como la llamada “cultura del trabajo”, el esfuerzo, el progreso, etc. Por eso también el pollito se ofende orgulloso ante las risas de los niños que lo tildan de vago. Se podría encontrar además una necesidad de hacer masa con ese núcleo de niños igualados por su delantal, frente al cual Pi-pío descubre algo del orden de lo colectivo que hasta ahora no había vivenciado en sus aventuras de linyera. El registro corporal del estar con otros, igualados por la vestimenta y hermanados por una experiencia común, proporciona un tipo de vivencia que las solitarias aventuras de linyerita no proveían. Exposición a la intemperie romántica, peligrosa y bárbara, frente a una cómoda agregación, sofocante y previsible, el paso de una a otra experiencia parece ser un recorrido corporal anhelado en la primera mitad del siglo XX, atravesado por la violencia y necesitado de la consolidación del Estado de bienestar.
Por otra parte, la inscripción de la historieta en una revista de distribución masiva para la época conexiona a Pi-pío con la máquina escolar también de otro modo. No se trata ya de cómo la representa, sino cómo diagramatiza –es decir, cómo interviene y ordena lo real– y con ello qué tipo de subjetivación propone a los pequeños lectores. Tenemos, claro, el aspecto moralizante. El capítulo de la escuela se recorta especialmente como una serie de viñetas para introducir una lección ejemplificante. Pero el solo gesto moralizador no basta para explicar la constancia de la saga de Pi-pío en el tiempo y las múltiples repeticiones de las mismas historietas, lo que nos lleva a pensar que en ese acto moralizador había aspectos que resultaban atractivos para los/as lectores/as. Si bien queda fuera de mi alcance establecer en qué residía ese placer de la lectura, podría tratarse de la identificación con el sufrimiento del personaje o incluso en el sadismo de ver a otro sufrir lo que ya uno sufrió o lo que pende como una amenaza de sufrimiento, pero también el compartir un sistema de códigos en el que se aceptan como logros y valores aquellas vivencias que vienen después de superar el sufrimiento, adaptándose al sistema escolar. La medalla, las felicitaciones, el cuadro de honor, las buenas notas, la pulcritud del guardapolvo y, sobre todo, el dejar de ser una individualidad para formar parte de una agregación mayor, resultan beneficios eficaces que parecen “valer la pena” para los/as niños/as, madres y padres contemporáneos a la publicación. Este aspecto es, sin duda, la clave del funcionamiento de la máquina: no sólo el aspecto represivo, sino también la épica de pasar por la represión y transformarse ejemplarmente en guardián del nuevo orden, salir del estado de bárbaro linyera para volverse Sheriff. Pero será en el segundo objeto de análisis donde más estarán enfatizados estos aspectos productivos.
Sarlo y Rosa del Río: la máquina productiva
Entre la ficción y el ensayo, Beatriz Sarlo (1998) decide reconstruir las memorias de Rosa del Río, maestra normal, quien va a la escuela en los últimos años del siglo XIX y forma parte de la transformación de la misma durante la primera parte del siglo XX. Resulta de esta reconstrucción un texto complejo, ya que no pretende constituirse en un documento fidedigno del testimonio de la maestra pero, por otra parte, asegura ser fiel a los dichos y representaciones del personaje. En todo caso, se juega en un doble registro de voces, donde la voz ficcional (del Río) y la voz autoral (Sarlo) se recubren, creando un entramado de autorreferencialidades, conflictos y reforzamientos. Nuevamente, no se trata de estudiar el objeto estético como una fuente de representación de lo real, sino más bien como un engranaje más de la máquina estetizante, una intervención diagramática a través del corte y la conexión de flujos deseantes, articulando los preceptos y los afectos sociales circulantes acerca de la institución escolar, esta vez en el contexto de los años 90.
Nuevamente, el rasgo inscriptor es evidente en el relato: la maestra normal se enorgullece de no saber qué creencias religiosas tienen sus alumnos, de imponer prácticas higiénicas y valoraciones estético-políticas al raparles las cabezas o regalarles las cintas celestes y blancas para el pelo. Incluso, la escuela puede disciplinar a los padres enseñando a través de los libros de texto o ajustando la experiencia del tiempo al rígido horario escolar. La escuela se auto-percibe (en el caso de Rosa) y también es percibida (como en el caso de Pi-pío) como un mecanismo que se impone centralmente y rige la vida de los sujetos dentro y fuera de la institución. Lleva adelante su tarea civilizatoria, contribuyendo a la conformación de la nacionalidad y las buenas costumbres, y resulta potente porque se configura alrededor de un “eros burocrático” que tiñe la experiencia extrema de la disciplina, el orden y la pulcritud (Guattari, 2011:68-69).
Tal como sucede en la historieta, donde la escalada de violencia resulta, en última instancia, el elemento estructurante del avance épico de la trama, el relato de Sarlo se construye –según lo que la autora afirma al final– en un in crescendum que culmina en el episodio de las cabezas rapadas. Todo lo demás parece ser una gran construcción argumentativa en pos de justificar esa intrusión violenta. Allí, la escuela es finalmente presentada como una institución total, una sobrecodificación despótica.
Sin embargo, este relato no es tan sencillo como su autora se empeña en afirmar. La operación de ocultamiento y desocultamiento sobre la que se estructura, se despliega en la voz final de la autora que analiza el relato. Se trata de mostrar que la escuela-máquina también provee elementos para la identificación y la vehiculización de los flujos deseantes. La reconstrucción del relato de Rosa del Río está intencionadamente[4] plagada de ellos: lecturas edificantes, ilustraciones bellas, modales finos, poesías, bombones, sombreros, idioma francés, cintas de taffeta.
Es de notar que los enfoques de la historieta y la ensayista difieren en un punto crucial. En ambos casos hay una reconstrucción ficcional pormenorizada de la vida del personaje antes de su ingreso a la máquina escolar, sin embargo, la valoración es de signo contrario en cada caso. En la historieta, la vida fuera de la escuela es variada y rica, el rasgo saliente es la abundancia. Pi-pío sabe y hace muchas cosas. Su mundo es amplio, tiene la posibilidad de viajar empíricamente y con su imaginación, jugar, divertirse, cantar, etc. Por ello resulta bastante abrupta su escolarización y posterior abandono de la vida de linyera (se puede suponer, poco adecuada para el perfil de Billiken o posteriormente de Anteojito), sus lectores seguramente también estaban en el medio de ambos mundos. Sarlo, en cambio, enfatiza la carencia en la vida de Rosa, y puede hacerlo porque comparte con el lector un verosímil de los años 90, en el que se dificulta percibir la riqueza de un mundo sin medios audiovisuales de comunicación masivos, ni posibilidades variadas de consumo, por ejemplo. La autora justifica ese énfasis señalando que resulta evidente que a las memorias de la maestra se le podrían “adosar algunas citas de Foucault y mandarla directamente al infierno” (1998: 277). El desafío teórico, para Sarlo, consiste en revisar cuáles son los beneficios que el personaje defiende de la máquina de educar y los justifica a través de la construcción de un relato biográfico[5]. En ese sentido se encarga de enfatizar hasta lo inverosímil ciertos recuerdos supuestamente referidos oralmente por Rosa que pintan su vida fuera de la escuela como despojada de elementos culturales significativos[6]. Por ejemplo, se reitera la cuestión del silencio familiar respecto de la patria de origen. El personaje de Rosa refiere que su madre se había olvidado completamente del italiano (1998: 13) y que ninguno de los dos padres hablaba de Europa con sus hijos (p. 23), además, no hay rastros en el relato de prácticas culturales del pasado integradas al presente en Argentina. Sarlo rubrica estos elementos al final del capítulo (cuando abandona la voz de Rosa y toma su propia voz), al deslizar la hipótesis de que esto ocurrió por ser de procedencias diferentes (italiana y español), lo cual “neutralizaba” (sic) la nacionalidad.
Esta misma operación enfática (relato en primera persona de Rosa y reafirmación analítica en el final) ocurre respecto de la ausencia de libros, e incluso de papeles y lápices en la casa, aun cuando al mismo tiempo se tome nota de la existencia del papel de molde, el lápiz y la tiza que exigía el trabajo del padre, que era sastre. ¿Qué impedía a la “salvaje” Rosa robar una porción de papel y dibujar, como se robaba los chorizos colgados en la cocina? El énfasis en la “pobreza simbólica” (1998: 62) por fuera de la máquina-escuela permite a Sarlo concluir que “es ciertamente patético, pero esa chica, en 1890, no conoce un lugar culturalmente más poblado que el escenario de una escuela en Belgrano” (1998: 65-66. Subrayado mío). Lo patético no es la aculturación a la que invita la escuela, ni la jerarquía que impone respecto de los saberes del origen social, lo patético es que el epítome de la cultura para esa joven sea de vuelo tan corto[7]. Queda para otro contexto pensar a qué empresa civilizatoria estaba entroncado este texto de Sarlo en los años 90.
En todo caso, la ambivalencia respecto de la escuela-máquina puebla las dos ficciones si las observamos globalmente. Los capítulos de Pi-pío en los que se celebra o considera atractiva la vida del pollito como linyera son muy pocos. En general se trata de una fábula con moraleja edificante, rodeada de un contexto de enunciación que disuelve las posibles ambigüedades del mensaje[8]. En la representación específica de la escuela, el acontecimiento violento queda coronado en el final por el orgullo de la medalla y la alegría de pasar de grado. En cuanto a Sarlo, el recurso de dar por sentado lo criticable del asunto le permite insertar una nota discordante y un gesto de simpatía, no ya con su personaje sino con su ideología, que resulta al menos inquietante. En todo caso, este camino de discusión que intenta situar las “ventajas” y “desventajas” de la escuela-máquina de educar ya ha sido recorrido hasta el hartazgo. Continuar hoy en esta línea de trabajo sólo tiene sentido si se ejerce alguna nostalgia respecto de una institución que ya no existe con estas características.
En efecto, hay un punto del desarrollo de Sarlo en el que acuerdo: si bien la escuela nunca fue el único transmisor de cultura, sí resultó en un período histórico el transmisor más poderoso y eficaz de la cultura y los valores hegemónicos. La posibilidad de acceso a los medios masivos de comunicación, el contacto con diarios, revistas, cine, televisión y radio cambió radicalmente el panorama y obligó a la escuela a desterrar para siempre la idea –ficcional o real– de que por fuera de ella sólo había, para las clases populares, “pobreza simbólica”. En un mundo plagado de imágenes, símbolos, relatos y palabras, en cambio, la escuela ha tenido que desplegar estrategias que le permitan situarse y pensarse respecto del resto de la cultura.
La máquina cultural: Integrando alienígenas
Alienígena es una historieta escrita por Alejo Valdearena y dibujada por Diego Greco que se publica más de cincuenta años después que Pi-pío, en 2013. Su protagonista, Zaz Pez, es un joven de 15 años nacido en la tierra, pero hijo de extraterrestres del planeta Zóngor. La saga comienza en el momento en que Zaz vivencia un cambio fundamental de la pubertad alienígena (la “eclozión” (sic) de un “pimpollo” en su cabeza, durante un sueño erótico) justo el día anterior a su incorporación a una nueva escuela, el Instituto Godofredo P. Rufián (El Capi). La historia de Zaz y su adaptación a las nuevas circunstancias resulta sugerente para pensar los guiños a los jóvenes lectores de la escuela media contemporánea, en varios sentidos (cfr. Anexo Figuras 7.1 a 7.3). En principio, porque la escuela espera ansiosa al alienígena. Lejos de temerle o despreciarlo, pedirle que deje sus atributos propios en la puerta o incluso lejos de fingir o proponerse ignorar su cualidad diferente (gesto también propio de la escuela normal, tal como cuando Rosa del Río afirma no saber qué religión tenían sus alumnos), la escuela tramita formas de integrarlo con bombos y platillos. Todos planean el gran acto de bienvenida y la directora ya ha enviado una circular indicando la importancia de recibir amablemente al nuevo alumno y el modo correcto de llamarlo: “ser proveniente de otro planeta” (cfr. Anexo Figura 7.1).
La clave del entusiasmo compartido se devela pronto: con la incorporación de Zaz el colegio puede aspirar a un subsidio que otorga el Ministerio de Educación para instituciones “integracionistas” y con este dinero se espera terminar la obra largamente postergada de la pileta de natación. La pileta es el proyecto que convoca y aúna a gran parte de la comunidad escolar durante el desarrollo de la saga: las profesoras anhelan la vigilancia de los ojos azules del ministro que gerencia la entrega del dinero y su aparición en zunga en la inaugurada pileta, la directora y el vicedirector están nerviosos y preocupados por el cumplimiento del proyecto institucional clave de su gestión. Hasta los “capos del capi” (los “tipos duros” del colegio), reprimen sus impulsos violentos y se comportan correctamente, a la espera de las bikinis veraniegas.
La escuela de Alienígena no es una escuela-máquina de educar. Podemos recurrir para pensarla al camino de la nostalgia, repasando todo lo que le falta respecto de la escuela disciplinaria. Ese es, como mencioné, un camino agotado. Me interesa, en cambio, intentar desentrañar la lógica de funcionamiento de la máquina-escuela tal como aparece en la historieta y para ello dos elementos en tensión parecen configurar el mapa de su distribución: el alienígena y la pileta de natación. Creo que se condensan en ellos varios sentidos que permiten diagramar las conexiones de la máquina escolar contemporánea.
En la entrada de la máquina, entonces, el alienígena. En la página inicial de la historieta, antes de que comience la narración de la historia, se presenta a los personajes principales. De Zaz Pez se puntualiza: “Es hijo de extraterrestres pero nació en la tierra”. Zaz preferiría pasar desapercibido en la escuela, ser recibido como un cualquiera. Sin embargo, el día anterior al ingreso ocurre el evento que lo marca en su diferencia y que lo inscribe corporalmente como alienígena. A eso se suma la ropa que su padre le otorga (legado de su bisabuelo y que pasó de generación en generación) para vestirse en ese momento especial. Es así como él llega a la escuela, aun a su pesar, inscripto en una cultura determinada, que no termina de ser la suya. Como señalé, la escuela se encarga de subrayar y arraigarlo en esa diferencia, anunciando con bombos y platillos que está preparada para aceptarlo. Sin embargo, la institución no vuelve a intervenir luego del acto inaugural. Los posibles peligros que esta diversidad entraña (ser un blanco ideal para la violencia de “los capos”, por ejemplo) deben ser conjurados por el joven librado a sus propias fuerzas. Por otra parte, la escuela tampoco tiene nada interesante para proponerle, ni para plantearse a sí misma frente a esa identidad de origen que el alienígena[9] trae consigo. Se limita a recibirlo y poco más que eso. En capítulos posteriores abordaré en profundidad estas cuestiones. Por lo pronto, recuerdo la imagen de la “escuela galpón” que propone Lewkowicz (en Corea y Lewkowicz, 2007): una institución cuyas funciones disciplinarias están agotadas y que no puede sostenerse ni en un vínculo significativo con el Estado, ni en vínculos fraternos con otras instituciones, que vive un clima de fragmentación y anomia en que no es posible producir ordenamientos de ningún tipo. Los distintos elementos –subjetividades, códigos, saberes– permanecen juntos en una mera convivencia material, sin posibilidad de instituir significaciones compartidas (p. 30-34).
Salvo, claro está, la pileta. Ella es la que da cohesión final a la máquina, su producto y razón de ser. Es fruto de un subsidio y funciona como premio por la realización de un proyecto[10] “integracionista”. Resulta el corolario de una serie de eventos escolares pero no tiene vínculo directo con ellos, inscribiéndose en otra serie. Clarifiquemos esto utilizando como ejemplo la escuela de Pi-pío: la medalla que gana el personaje es un premio simbólico ligado a la medición del rendimiento escolar y, sobre todo, al que se considera un efecto inmediato del esfuerzo individual. La medalla resulta el equivalente a pasar de grado. En general el significante “medalla” remite necesariamente a una competición anterior ganada, que le otorga un valor particular cada vez. La medalla no tendría el mismo valor si Pi-pío la encontrara en la calle y la portara en su ropa de linyera, es decir, carece de sentido sin la acción particular que la origina. En la escuela de Alienígena, en cambio, la pileta está absolutamente desligada como significante de la serie de acciones individuales que la concretaron. Forma parte de una operación de descodificación de los premios escolares que interrumpe la cadena de significantes y desdibuja la función individual. Funciona como un fetiche porque es una mercancía, pero anexada a un contexto escolar. La mediación del dinero, que en el caso de Pi-pío no era pertinente, aquí se hace relevante. La escuela necesita dinero para hacerse de una mercancía, pero este dinero no puede ser generado por los medios usuales dentro del mercado (dinero fruto del salario o fruto de la plusvalía) y tiene que lograrse enganchándose a la máquina de la escuela disciplinaria[11], utilizando la premiación al mérito por la realización de logros. Sin embargo, la operación se revela a nivel institucional como una impostura cínica: el ministro es un paracaidista, las autoridades y profesores no disimulan el vínculo directo del acto de recepción de Zaz con la pileta, etc. En suma, no hay secreto[12] y la conexión dinero-mercancía está a la vista de todos.
Además la pileta tiene el poder del fetiche pues su llegada borra las condiciones bajo las cuales tuvo lugar su aparición. En efecto, una serie de microfascismos se despliegan al momento que la escuela deja librados a los jóvenes a su suerte. La organización de un “ejército de la diversidad” debe enfrentarse en primer lugar al despotismo de “los capos” y luego a las codificaciones que surgen en su seno, donde ya no se puede soportar que alguno no se caracterice como “diferente”. Al concretarse finalmente la pileta, no solo Zaz, que tuvo que pasar por varias batallas y adoptar un rol central para llegar al final de la trama, pasa a ser el sirviente de la escuela (ocupando finalmente su lugar subordinado de “diferente”), sino que “los capos” vuelven a ser poderosos, la revolución de la diversidad resulta vencida y el conflicto que estaba a punto de estallar se esfuma.
La pileta ejerce, entonces, su poder axiomatizador inscribiendo los diversos flujos deseantes dispersos en lo escolar. Y esta axiomatización se realiza al borde de la institución, justo en el lugar donde el deseo escolar se había descodificado y producía máquinas diversas que funcionaban dislocadas, cada una girando en su propio eje (el deseo sexual de las profesoras, el sadismo de los capos, el fervor intelectualista de los clubes de ciencias, etc.). La pileta organiza las prácticas institucionales siendo a su vez periférica a lo escolar: nadie justifica su pedido, ni espera usarla para una finalidad curricular, en la enseñanza/aprendizaje de deportes acuáticos por ejemplo. Es, en cambio, un centro de ocio, donde los/as docentes juegan a las cartas, los/as estudiantes toman refrescos y todos pasan el rato divirtiéndose despreocupadamente. En este sentido, es además periférica del tiempo dedicado a lo tradicionalmente escolar. La pileta será utilizada sobre todo en verano, cuando la escuela como tal esté cerrada.
Así, encontramos que la escuela se organiza alrededor de un elemento que se sitúa a la vez dentro y fuera de ella. Una máquina conectada a otra, que se configura alrededor del ideario del ocio, el placer, la diversión, el contacto con el cuerpo propio y los cuerpos ajenos, la imaginería de la belleza estética, la oportunidad para el juego y el intercambio abierto, el sinsentido, la sexualidad y el consumo de mercancías. Retomando una de las paradojas que puntualicé en el capítulo anterior respecto de la teoría de Marx, lo que resultaba simplemente inútil e improductivo para el modelo precedente –el linyerita que tiene que dejar definitivamente su modo de vida juguetón y nómade– adquiere una impensada utilidad y moviliza las fuerzas productivas agotadas en el marco de la escolaridad clásica[13]. Así se revela, caricaturescamente y por tanto de forma exagerada, una de las conexiones posibles que la escuela establece en la máquina cultural: la introyección del ideario ligado a los significantes del ocio y la diversión, y la necesidad de hacer algo con ellos[14]. La escuela ya no funciona sola, ni tiene elementos para pensarse a sí misma desconectada de la gran máquina cultural en la que comparte (y disputa) su lugar con otra serie de máquinas inscriptoras del socius. Este complejo conglomerado maquínico merece ser mirado con detenimiento. Qué tipo de engranaje resulta ser la escuela en él, cuáles son las funciones que cumple con exclusividad, cuáles ha delegado y, sobre todo, qué posibles puede imaginar para intervenir la máquina cultural, trabajar en su sabotaje, en su reconfiguración, en sus fallas.
Los legados del reproductivismo y la pedagogía crítica
La transformación del espectro de lo educativo que intento visualizar a través del análisis de las historietas se puede rastrear en lo que considero un corrimiento fundamental en las teorías de la educación de raigambre marxista, realizado a partir de la década del 80. Específicamente se puede observar en la transformación de perspectivas y diversidad de objetos de estudio que se da entre las teorías reproductivistas (desarrolladas entre los años 60 y 70) y la pedagogía crítica[15] (a partir de los 80). En efecto, la primera etapa hace fuerte énfasis en la escuela como institución estatal, acentuando su carácter reproductivista y su lugar central respecto de la conformación del orden social existente. Althusser con Los aparatos ideológicos del Estado (1969), Bourdieu y Passeron con La Reproducción (1970), Baudelot y Establet con La escuela capitalista en Francia (1971), Bowles y Gintis con La instrucción escolar en la América capitalista (1976) y Bernstein con la serie de trabajos que forman parte del estudio Clases, códigos y control (1958-1977) dan cuerpo a esta corriente y, desde muy variadas perspectivas, hacen de la escuela el mecanismo social por excelencia para la constitución y legitimación del modo de producción capitalista. Ellos son los que desguazaron la escuela-máquina, detallaron sus engranajes, sus funciones, sus producciones.
Los autores que reconocemos pertenecientes a la pedagogía crítica, tales como Henry Giroux, Michael Apple, Paul Willis y Peter McLaren entre otros, parten de un cuestionamiento a las lecturas deterministas y pesimistas de las tesis reproductivistas y consideran necesario recurrir a otros elementos conceptuales para pensar las formas en las que se educa en el mundo contemporáneo. La distancia que proponen estos autores respecto del reproductivismo se produce en varios sentidos, pero se verifica fácilmente si se relevan sus objetos de estudio, ya que toman en consideración fenómenos tan diversos como la cultura callejera, la producción cinematográfica de Disney, la industria editorial de manuales y recursos de enseñanza o los concursos de belleza para niños. Urdir caminos de salida, ampliar la máquina, inventar sus fallas, promover configuraciones alternativas enganchándola a otros agenciamientos, ha formado parte de la búsqueda constante de estas teorías.
Dos ejemplos paradigmáticos al respecto se pueden verificar en el derrotero teórico de la obra de Giroux y Willis. Ambos vinculados en una primera etapa de su trabajo al reproductivismo, realizan en la década del 80 una ampliación y reconfiguración de sus objetos de análisis, para dejar de tener a la escuela como único centro de atención. Si nos concentramos en la obra de Giroux, podemos observar que su trayectoria es coherente en el objetivo fundamental de disponer el pensamiento teórico acerca de la pedagogía como una herramienta para la transformación política de la escuela y la sociedad en pos de la construcción de lo que llama democracia crítica (Giroux, 1997: 305). Su principal discusión con los enfoques reproductivistas no consiste en objetar sus premisas teóricas sino más bien en constatar el “pesimismo paralizante” y la “lógica de la derrota y la dominación” que imponen en los posibles agentes del cambio educativo (p. 111). En este sentido, una de las búsquedas más acuciantes de su propuesta consiste en “una reformulación del dualismo entre agencia y estructura, una reformulación que vuelva posible una interrogación crítica sobre la forma en que los seres humanos se reúnen dentro de sitios específicos, como las escuelas, a fin de crear y reproducir las condiciones de su existencia” (p. 112); a esta tarea la denomina “búsqueda de una teoría de la producción” (p. 135) que complemente la teoría de la reproducción. Me reconozco parte del mismo impulso y creo que la obra de Deleuze y Guattari puede adscribirse plenamente a él.
Ahora bien, Giroux elige algunos conceptos que supone potentes para recorrer este camino, considerándose deudor del pensamiento de Gramsci, por un lado, y de la escuela de Frankfurt, por otro. Específicamente se centra en una dialéctica posible entre la ideología y el pensamiento crítico en pos de construir una resistencia a la hegemonía cultural y con ello tender a la emancipación social e intelectual para fortalecer la esfera pública democrática. El rol de los docentes como agentes del cambio consiste, entre otras cosas, en confrontarse críticamente con sus determinaciones ideológicas, analizar la ideología implícita en las rutinas escolares y las relaciones estructurales que subtienden a las instituciones, establecer nuevas formas de vínculo y propiciar la exploración crítica de la ideología de sus alumnos, a la vez que valorar su capital cultural[16].
En sus últimas obras, este aparato crítico se despliega en pos de revisar variadas construcciones culturales en torno a la infancia, la juventud y la educación, entre otras. Los objetos que considera son noticias, publicidades, películas hollywoodenses, notas de opinión, programas de televisión donde se cubren hechos de violencia sobre niños o jóvenes, donde se utiliza y construye el cuerpo infantil o se erigen modelos estéticos ligados al consumo de drogas, la anorexia y la bulimia. Todo ello bajo la convicción de que:
Cuando las maquinarias de la pedagogía cultural se extienden, más allá de la escuela, a los medios de comunicación electrónicos, controlados en gran medida por las empresas, las realidades de la experiencia personal y la memoria colectiva se transforman en una “utopía de caricatura” disfrazada de entretenimiento. (Giroux, 2003: 71)
También verifica el poder del comercio para pedagogizar a las masas en aquellas iniciativas, abundantes en Estados Unidos, de transformar la escuela tomando el modelo de la empresa o hacer ingresar en la escuela los cheques escolares, los contratos por publicidad o las actividades supuestamente gratuitas que incluyen contraprestaciones a cambio. En suma, trabaja sobre dos tipos de fenómenos: las operaciones de pedagogización que realizan dispositivos culturales exteriores a la escuela y los intentos y logros parciales de introducción de la lógica del mercado en la institución escolar, sobre todo en la escuela pública. A todo esto opone una mirada de la escuela entroncada en el ideario moderno, que considera a la educación como un espacio de resistencia y emancipación. El rol de la escuela se define del siguiente modo:
Las escuelas y otros ámbitos culturales deben considerar la cultura popular como un área seria de análisis. Esto sugiere que se enseñe a niños y adultos a interpretar críticamente la cultura popular. Significa también enseñarles a ser productores culturales capaces de utilizar las nuevas tecnologías para crear textos que honren y comprometan críticamente sus tradiciones y experiencias. (Giroux, 2000: 67)
La escuela es principalmente un espacio de lucha, el lugar donde, retomando el ideario de la educación como fuente de ciudadanía crítica y transmisión de los valores democráticos, se puede resistir a los embates del capital. Giroux no ignora que la escuela es también capitalista tal como afirma el reproductivismo, de hecho se encarga de mostrar cómo se adapta cada día más a las reglas del mercado. Su apuesta política consiste en construir –en términos teóricos y prácticos– una escuela que, reviviendo la vieja tradición que la sitúa en una esfera exterior y observante de la cultura popular, pueda ser un lugar de resistencia y de pensamiento crítico.
Si bien adscribo en líneas generales a la concepción de lo escolar como un ámbito en disputa, donde es necesario desplegar estrategias políticas en pos de evitar la mera reproducción, señalo que en términos teóricos[17] su propuesta nos mantiene dentro de un mecanismo espejado de imposición/resistencia asociado al par interpretativo alienación/desalienación que considero agotado. Pedagogías y filosofías de la educación de muy diversa raigambre y proyectos institucionales muy diferentes entre sí comparten el fervor por el “pensamiento crítico” y el indignado repudio hacia la cultura mediática contemporánea[18]. En efecto, forma parte del discurso clásico de la escuela considerarse crítica y emancipadora. Cuando era una máquina de educar –y sobre todo en aquel momento– también enarbolaba estas banderas de la liberación mediante el conocimiento. Por otra parte, este añorado lugar neutral y un poco “por encima” del contexto cultural, ya no existe ni tiene posibilidades de reconstruirse. Por ello no podemos perder de vista la conexión de la escuela con la cultura –principio básico de las teorías reproductivistas– y los mecanismos por los cuales hoy se da esa conexión. No podemos negarnos a medir hasta qué punto la escuela está involucrada en las reconfiguraciones del pensamiento capitalista contemporáneo, sobre todo allí donde pretende ejercer el pensamiento crítico y emancipador. Entiendo que la única forma de iniciar un camino de búsqueda política en la escuela radica en encontrar las funciones productivas que esta tiene como engranaje de la máquina cultural, su relación con los flujos deseantes circulantes en el socius y la revisión de las fugas posibles respecto de estos roles asignados. Comparto con Deleuze y Guattari la convicción de que:
Cuando sujetos, individuos o grupos actúan claramente contra sus intereses de clase, cuando se adhieren a los intereses e ideales de una clase que su propia situación objetiva debería determinarles a combatir, no basta con decir: han sido engañados, las masas han sido engañadas. No es un problema ideológico, de desconocimiento y de ilusión, es un problema de deseo, y el deseo forma parte de la infraestructura […] Una forma de producción o reproducción social con sus mecanismos económicos o financieros, sus formaciones políticas, etc., puede ser deseada como tal, totalmente o en parte, independientemente del interés del sujeto que desea. (AE: 110)
Para revisar este punto, Paul Willis resulta un mejor aliado dentro de la pedagogía crítica. En su caso, publica en 1977 Aprendiendo a trabajar[19] y a finales de los 80 expande sus estudios a la observación de las “culturas urbanas” y a las posibilidades identitarias que ellas otorgan (de un modo bastante optimista, según él mismo refiere; cfr. Willis, 1990a, 1990b). En 1994 realiza un intento de síntesis y reconsideración teórica de este cambio de foco proponiendo como eje de sus estudios el concepto de mercancía cultural. Por la misma época Giroux afirma en un prólogo:
Los diversos ensayos que aparecen en este libro representan un cambio tanto en mi actividad política como en mi trabajo teórico. A lo largo de la pasada década todos mis escritos se han ocupado específicamente de la escolarización. Dentro de este contexto trabajé en un proyecto político encaminado principalmente a reformar los lugares donde recibe su educación el profesor, las escuelas públicas, la educación superior y ciertos aspectos de la educación comunitaria. Aunque sigo creyendo que esos lugares son determinantes para una ciudadanía crítica […] ya no creo que la lucha relativa a la educación se pueda reducir a tales lugares. (1997: 10)
Giroux se ocupará, de aquí en más, de visualizar un sujeto más indeterminado que el profesor –el “trabajador de la cultura”– y de detectar una pedagogía informal pero sumamente potente en variados aspectos de la cultura contemporánea. En síntesis, me interesa acompañar este movimiento teórico que va de la escuela-máquina autopoiética a la escuela enganchada de la máquina cultural, intentando clarificar cuál es el lugar que el sistema educativo formal ha ido adquiriendo e inventando en conexión con la nueva máquina. También me interesa, retomando la discusión que proponía en el capítulo anterior respecto de los modos de conceptualizar la máquina cultural (sobre todo la posición problemática que aparecía a partir de las teorías de Benjamin), desplegar una mirada que no se concentre solamente en sus aspectos reproductivos. Por esta vía, y volviendo a los múltiples sentidos del concepto de máquina, me interesa rescatar la doble cara –estructural, determinante y reproductiva, por un lado, y situacional, indeterminada e inventiva por otro– que posee este concepto cuando lo utilizan Deleuze y Guattari. Esa conceptualización que recorre el camino entre la picadora de carne y la maquinación del esquizofrénico. Emprendo nuevamente el análisis de esta mutación considerando y observando algunos puntos de la discusión entre las teorías de la reproducción y la propuesta de Willis.
La escuela como agente de reproducción
Hace ya más de cuarenta años[20] que las discusiones educativas tienen que vérselas con las “teorías de la reproducción”. En este lapso, la bibliografía que se produjo sobre el tema es profusa y, solo con observar su variedad y complejidad, se puede vislumbrar la potencia teórica del pensamiento reproductivista, así como los límites que ha presentado para el análisis de la educación. Aquí tomaré como antecedente una sistematización de las cuestiones teóricas neurálgicas, así como de los principales análisis críticos de los que fueron objeto, que realiza Cerletti en Repetición, novedad y sujeto en la educación (2008), dado que tiene la virtud de ser una síntesis que logra recoger los elementos esenciales de las teorías de la reproducción.
Partiendo del trabajo sobre las fuentes primarias del reproductivismo, Cerletti construye una versión depurada o básica, a la que también considera una “versión fuerte” (p. 130), que denomina reproductivismo primario. Considera que esta versión básica de los postulados reproductivistas tiene un potencial crítico aún vigente, convicción que comparto. El reproductivismo primario se concreta en la formulación de seis postulados que cito in extenso para trabajar sobre ellos:
I. El reproductivismo primario opera como una teoría o hipótesis teórica que no tiene como finalidad la explicación directa de los fenómenos del aula, sino que constituye parte del marco de supuestos que podrán dar lugar, eventualmente, a una teoría local o hipótesis empírica que intente explicar la escuela en contextos socio-históricos definidos. (p. 130)
II. La institución educativa mantiene con el orden sociocultural una relación básica de exterioridad. En función de ello, de alguna forma, el entramado social diferenciador ingresa a la institución, donde es recreado y/o legitimado. (p. 131)
III. La institución educativa aparece como una estructura alienante (y alienada). (p. 133)
IV. La escolarización naturaliza una asignación de lugares en nombre del bien común, por lo que se los acepta acríticamente. (p. 134)
V. El Estado cumple un papel estratégico en la generación y garantía de las condiciones de reproducción. (p. 134)
VI. La educación institucionalizada promueve una subjetividad débil. (p. 135)
El postulado I refiere al estatuto epistemológico del reproductivismo primario y lo circunscribe al ámbito de la teoría, aseverando a su vez que serán necesarias mediaciones y confrontaciones con otros marcos para su aplicación en el análisis de sistemas educativos o situaciones educativas concretas. Esta operación lo desliga, por un lado, de los contextos específicos a los que los diferentes teóricos lo han vinculado en su origen y lo sustrae, por otro, de las críticas que conciben al reproductivismo como una operación auto-verificatoria que conmina a todos los análisis situados a ser una mera aplicación tautológica de los postulados de la teoría.
Este primer postulado implica límites muy fuertes a las presentaciones usuales de la teoría reproductivista, ya que la circunscribe a la posibilidad de visualización de algunos aspectos de las situaciones educativas pero no la erige como la clave teórica desde la cual observar la totalidad de las cuestiones a analizar. La hipótesis básica del reproductivismo estaría centrada en la idea de que todo orden (político, social, económico, cultural) tiende a generar mecanismos para perpetuarse (cfr. p. 131, 137). Estos mecanismos no excluyen en sí mismos la existencia de contra-mecanismos disolutorios, es decir, el reproductivismo primario no se ocupa de observar las organizaciones que pueden contribuir a disolver o a socavar las estructuras reproductivas. Se trata de dar cuerpo teórico a la intuición que está en la base del reproductivismo, lo que Deleuze y Guattari llaman el aspecto inscriptor del socius, la axiomatización. En este sentido, resulta importante volver a revisar dicho aspecto a través del concepto de máquina, en sus dos dimensiones antes indicadas: las formas específicas de reproducción que se dan en el capitalismo contemporáneo en vínculo con la institución escolar y también las fugas, resignificaciones, resistencias y derivas por fuera de los axiomas que se dan en los mismos contextos. Explorar los nuevos roles que podemos vislumbrar en este orden para la institución escolar, diferentes a los que tenía la educación masificada durante su primer período y también los nuevos agenciamientos que surgen con, en contra y al margen de estos roles en el capitalismo contemporáneo.
En cuanto a los postulados II a IV sintetizan el lugar del sistema educativo dentro de la vocación general de perpetuación del orden, debido a lo cual son particularmente relevantes para este análisis. En efecto, la escuela moderna en su concepción clásica se auto-representa como una exterioridad que distribuye, desde esta posición liminar, los lugares en el orden social. Se piensa a sí misma como una variable de ajuste de las desigualdades de origen familiar, compensándolas con herramientas que permiten un acceso equitativo a la vida social, erigiéndose en garante de la igualdad formal y promotora del ascenso social. Sin embargo, el reproductivismo revela que opera secretamente como legitimadora del orden dado, como una estructura alienante que naturaliza los lugares sociales jerarquizados (Postulado III). Traza un recorte que permite comprender la composición estructural de lo educativo. Ahora bien, tal como sostiene Guattari (1972), la noción de máquina permite hacer ingresar la variable tiempo a esta descripción estructural y, con ello, nos invita a ver las modalidades de funcionamiento del campo de fuerzas que propone el reproductivismo.
En este sentido, podemos constatar que la máquina que dinamiza la estructura para el reproductivismo funciona con una arquitectura dual, en la que siempre se puede detectar una apariencia y una esencia, una superficie y un fondo, una mentira y un secreto. Como señalamos, este esquema funciona para pensar la dinámica temporal de la escuela-máquina de educar a la que asiste Pi-pío, por ejemplo. Allí la abuela, el portero, el maestro, el director, los compañeros y también el dibujante y la revista que lo cobija actúan bajo la adscripción creyente al discurso normalizador. En esta escuela la función legitimante que recubría la alienación reproductiva se cumplía eficazmente. En la escuela de Alienígena, en cambio, la función reproductiva parece cumplirse (al menos parcialmente, puesto que al final el orden es restaurado) pero no resulta perceptible cuál es la estrategia por la que la escuela interviene para que esto ocurra. Parece ser la ausencia de intervención, y no la sobrecodificación, la que hace que todo siga como está. Por otra parte, todo el recubrimiento discursivo que legitima las prácticas reproductivas está totalmente desacreditado. Esta escuela no se concibe como exterior al orden social –muy por el contrario, desea enormemente pertenecer a él incorporando la pileta–, los personajes poco se preocupan por la escuela en sí misma, no perciben sus reglas como alienantes, no se sienten oprimidos ni disciplinados, no se obstinan en guardar el secreto. Es una escuela que se muestra sin veladas intenciones que ocultar, que anhela funcionar como una superficie plana. La repetición de lo mismo ocurre a la luz del día, a la vista de todos, como un mero dejar que las cosas queden como están. ¿Qué podría develar aquí el reproductivismo más que lo que es evidente para cualquiera? Partiendo de este punto cero, de esta escuela-galpón sin secreto ni ocultamiento, podemos seguir preguntando: ¿es este vacío un acta de defunción de la institución escolar tal como la conocemos?[21] Como indiqué al introducir el concepto de máquina cultural, la escuela ha comenzado por ser uno más entre otros poderosos mecanismos de reproducción social, pero también parece tener funciones específicas que no pueden ser reemplazadas por otros dispositivos existentes. En ese sentido, es importante preguntar ¿qué dispositivos disputan su lugar, en qué campos, cómo lo llevan a cabo? ¿Cómo se reconfigura respecto de ellos la institución escuela? ¿Qué nuevos discursos se están urdiendo para recubrir qué nuevas reproducciones? ¿Bajo qué condiciones la escuela como agente de reproducción puede resultar eficaz en el presente? ¿Bajo qué condiciones se puede disputar esta eficacia para generar nuevas condiciones sociales y nuevos vínculos?
Volviendo al análisis de los postulados, el V y el VI identifican dos figuras centrales en este proceso estructural: el Estado, por un lado, como lugar estratégico para la configuración de las distintas variantes de la reproducción y el sujeto, por el otro, como altamente determinado y “subjetivamente débil” frente a estas estructuras de orden. La figura del Estado no había aparecido hasta el momento en mi análisis y la he evitado adrede. El vínculo entre Estado y educación ha sido largamente estudiado y me interesará volver a él para construir las aristas de otras relaciones, menos visualizadas o solo parcialmente, con las mercancías culturales y la máquina cultural. En efecto, las tesis reproductivistas permiten ver estos objetos solo en parte, ya que reúnen bajo la figura del Estado procesos diversos que creo necesario diferenciar. Respecto de su relación con los postulados mencionados, solo apuntaré aquí una cuestión: como es evidente, se trata de la configuración de un eje vertical de análisis, absolutamente determinante para las teorías clásicas de la reproducción. La escuela es uno de los aparatos ideológicos del Estado, que tiene un poder fuertemente centralizado como generador y garantía del funcionamiento. En el otro extremo del eje se halla el sujeto, que es débil porque debe encuadrarse bajo este poder omnívoro y aplastante.
En los años 80 y 90, en Latinoamérica sobre todo, con Estados nacionales muy debilitados y un mercado internacionalizado con mayor poder relativo que cualquier Estado, esta configuración verticalista de la relación entre Estado y escuela ha perdido su centralidad. La figura del inspector paracaidista de Alienígena habla de esta disolución. En las últimas décadas, algunos Estados nacionales americanos han verificado un proceso de recomposición parcial (Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, Uruguay, Venezuela) y resulta necesario considerar cuál es el rol de estos Estados respecto de los sistemas escolares. Nuevamente, el vínculo entre Estado y escuelas es fundamental para comprender el fenómeno educativo, pero me interesa enfocar la atención en el vínculo horizontal que se tiende entre las esferas de la producción, el consumo y las instituciones escolares. Un abordaje inmanente requiere visualizar micropoderes descentralizados, que no ordenan explícitamente sino que operan en la distribución del poder en los distintos roles e instituciones que conforman la sociedad. Los mecanismos de enlace implicados en los nuevos agenciamientos sugieren y seducen, intervienen e intercambian, generando circuitos de sujeción a la vez menos visibles y más eficaces en su función reproductiva.
La perspectiva de Willis
Como señalé, los teóricos de la pedagogía crítica han tomado nota –con diferentes estrategias– de los cambios radicales que ha sufrido la escuela respecto de su relación con el contexto cultural y ampliaron el núcleo de dispositivos sociales a observar respecto de la primera etapa del reproductivismo. Se ha complejizado con ello el campo de trabajo de la pedagogía y, recíprocamente, incorporado a esta disciplina como una dimensión fundamental para los estudios culturales. Me interesa dar cuenta brevemente del enfoque de Willis, quien desde la sociología de la educación propone algunos conceptos que retomaré.
A partir de las lecturas que se han realizado de Aprendiendo a trabajar (1977), este autor progresivamente ha identificado, aclarado y construido un esquema teórico que permite no solo situar las coordenadas para su interpretación, sino avizorar un cambio de época respecto de los planteos que allí se realizaban. En principio, Willis se ha encargado de construir una serie de distinciones teóricas respecto de los conceptos de producción y reproducción (1993) que resultan útiles para una reapropiación de las tesis reproductivistas. En concreto, es significativa la distinción que realiza entre producción cultural y reproducción cultural, diferenciándolas de los procesos de reproducción social clásicamente mentados por las tesis reproductivistas. La producción cultural es, según Willis, una forma de auto-construcción colectiva y creativa de las clases sociales pues “cada generación, cada grupo, cada persona, vive las producciones culturales colectivas de la existencia realizadas en diálogo con lo que es percibido como heredado e impuesto como si fueran nuevas” (1993: 433-434). En el proceso de reconstrucción de la cultura que se realiza de generación en generación en las clases sociales se pueden captar patrones comunes reiterados –de género y raza, distinciones entre trabajo manual e intelectual, formas de entender lo público y lo privado, etc.–, elementos de repetición que constituyen el aspecto de la reproducción cultural. Pero estos patrones son encarnados y vivenciados con variaciones múltiples respecto de sus posibilidades, “permaneciendo libres” (p. 434) de los rígidos procesos reproductivos. Por otra parte, la reproducción social es un nivel de abstracción mayor, que tiene que ver con la reproducción en general (biológica, material) y con la interacción entre los procesos de reproducción cultural de las clases sociales, en los que también se producen desfases derivados de las luchas entre clases. Nuevamente, por fuera de esta repetición pueden quedar muchas cosas. Así lo expresa el autor:
El capital no puede “conocer” realmente cuáles son las condiciones fundamentales, tanto sociales como culturales, de su dominación, en parte porque estas condiciones son siempre cambiantes –y ello gracias a las categorías, los significados y las realidades que aportan los de abajo, a menudo a través de la lucha–. El capital siempre estará dispuesto a aceptar las ordenaciones novedosas que le permitan funcionar; y a este respecto podemos muy bien decir que en la actualidad, por ejemplo, las escuelas, en conjunción con otros establecimientos, están fraguando “a ciegas” y por medio del “sentido común” nuevas ordenaciones que serán tomadas por una generación subsiguiente de teóricos de la reproducción como las condiciones rígidas para el funcionamiento del trabajo capitalista. (1993: 435)
El rol de las escuelas, como enclaves de la producción y la reproducción cultural, es ambiguo e impredecible y está abierto a ambos aspectos, ya que pueden formar parte de los procesos de producción y reproducción cultural dominante y también subordinada (Willis, 1993: 455). Estas categorías son muy cercanas al marco conceptual de Deleuze y Guattari que retomo y utilizo. En primer lugar, el énfasis está puesto en la producción más que en el poder. La producción, como multiplicidad de flujos descodificados, se combina con la aseveración de que solo una parte de esos flujos pueden ser capturados o, en los términos de los pensadores franceses, axiomatizados. La máquina funciona entonces en una asimetría entre la producción de variaciones infinitas y la captura parcial de una porción de ellas.
En segundo lugar, hay una fuerte apuesta en la teoría de Willis a favor de la creación de los lugares sociales, aun los que reproducen lo dado, frente a la presentación usual de las teorías reproductivistas en que estos lugares parecen ya emplazados y los sujetos solo pasan a ocuparlos. Dicho énfasis también es compartido por los trabajos de Deleuze y Guattari, y tiene su epítome en la repetida aseveración de que el capitalismo es un orden contingente que apareció por una suma de conjugaciones de flujos descodificados y que puede desarticularse, de forma más o menos azarosa (cfr. AE: 410-413). Es este aspecto el que origina la pregunta acuciante de por qué funcionan los axiomas capitalistas, qué hace que de algún modo el deseo disperso pueda ser encauzado por ellos, cobijado por la máquina. Acaece una inversión de la pregunta: más que inquirir acerca de cómo liberarse de los poderes aplastantes que nos imponen roles prefijados, el interrogante es por qué elegimos recrear esos órdenes cada vez, qué compele a la repetición, en cuáles de los eventos que están fuera de lo repetido podríamos asentarnos para poder fugar, qué hay en las estructuras heredadas que satisface el impulso de los flujos deseantes, en suma, la puesta al día de la pregunta spinocista de por qué los hombres persiguen su esclavitud como si fuera su libertad.
En tercer lugar, la perspectiva de Willis se asienta en la distinción entre las clases sociales. La producción y reproducción cultural se realiza intra-clases y solo en un proceso más amplio de reproducción social estos desarrollos se vinculan entre sí. Willis elige este recorte, al menos en parte, porque su teorización está ligada a la tarea etnográfica y, por tanto, la distinción entre clases permite observar más concretamente y situar los sujetos, contextos, etc. Deleuze y Guattari en cambio, desde una perspectiva filosófica, realizan varias críticas a la noción de clase social como categoría y construyen otras alternativas, que cortan de forma oblicua al socius (cfr. AE: 260-264)[22].
Estos son los términos en que Willis se sitúa respecto del reproductivismo y también los elementos que retomo de su perspectiva para construir otro punto de vista. En efecto, comparto esta búsqueda orientada a la observación y conceptualización de los procesos de producción cultural, pero con una mirada que evita la ingenuidad de pensarlos como absolutamente novedosos. Más bien es necesario considerar siempre el modo en que estos procesos se hallan ligados a la reproducción cultural y la reproducción social. Es decir, los modos en que las máquinas sociales fallan, pero también los modos en que funcionan y logran capturar las energías necesarias para el funcionamiento del socius.
Además este autor trabaja con la categoría de mercancía cultural en un artículo de 1994, en pos de revisar en ese entonces sus investigaciones de los 80 acerca de la formación de subjetividades en la cultura contemporánea. En el artículo, Willis constata la pérdida de importancia de las escuelas en la formación de la clase obrera respecto del momento en que se escribió Aprendiendo a trabajar, y luego se pregunta qué las reemplaza. El candidato es sintetizado bajo el nombre de “mercancías culturales”, categoría elegida para abordar la formación contemporánea.
La primera formulación que realiza del problema puede ser remitida a la perspectiva que ilustré anteriormente en referencia a la obra de Adorno y Horkheimer y es coincidente con el planteo de Giroux:
De la misma manera que una de las grandes preguntas centrales de la modernidad-temprana tenía que ver con si la escolarización era una fuerza para la emancipación o para la reproducción de la clase obrera, una de las grandes preguntas de la modernidad-tardía tiene que ver con los nuevos mass-media culturales, electrónicos y comerciales. ¿Son nuevos media para la renovada, más sutil y más completa dominación de una cada vez más pacificada clase obrera, o a través de las creatividades de las clases dominadas pueden, de hecho, funcionar como nuevas redes de posibilidad semiótica y liberación? (Willis, 1994: 169)
El modo en que Willis se pregunta acerca de estas cuestiones es en sí mismo problemático, dado que lo hace en términos clásicos (opresión/liberación, emancipación, etc.), ubicando la investigación teórica en la perspectiva de un juez que puede dirimir de una vez y para siempre si las mercancías culturales son buenas o malas, convenientes o inconvenientes, etc. Sin embargo, Willis revisa esta posición a lo largo del artículo y de otras de sus obras, hasta concluir que es preciso dejar de lado estos términos. Si no hay un “afuera” desde el cual resistir ni evitar la opresión, debemos explorar las amenazas de lo que podríamos llamar una auto-opresión. Propone que los espacios de ocio, consumo y la mercancía misma se constituyen, en el contexto contemporáneo, en marcos de referencia para la formación y la vida humana:
Ahora el mercado cultural es el propio terreno de la negociación creativa de las condiciones de vida. Es hacia adentro, con, no opuesto a, la “cultura como una forma de vida”. La experiencia no es contra, sino a través de la mercancía. La mercancía no es el enemigo sino un amigo inquieto, circunstancial y traidor. (Willis, 1994: 172)
Esta tesis, en lugar de llevarlo a la completa decepción, lo conduce a una reconsideración del concepto de “mercancía cultural”, en la que se construye una mirada compatible con el análisis que propone Benjamin. Intenta encontrar cuáles son los rasgos propios de las mercancías culturales que las distinguen de cualquier otra mercancía en el mercado y allí arriesga algunas tesis que, si bien son discutibles, permiten volver a constatar lo ambivalente y contradictorio que puede ser este objeto de estudio. Por ejemplo, se anima a afirmar que el fetichismo de la mercancía cultural “es preferible, en muchas formas o, por lo menos, no es peor que el fetichismo que rodea los objetos de arte producidos en circuitos no económicos sino estéticos” (Willis, 1994: 148). Si bien creo que lo referido a partir de la obra de Benjamin contiene –y en muchos puntos supera– la propuesta de Willis, quiero rescatar algunos elementos ligados al vínculo con la formación que resultan novedosos.
Sobre todo, resulta revelador que detecte en el valor de uso de las mercancías culturales una especificidad respecto de las otras mercancías y con ello la potencia de la formación que proponen. En efecto, indica que es difícil encontrar cuál es específicamente el valor de uso de estas mercancías (punto que señalé de la definición de mercancía de Marx) y propone además que son mercancías de resultado incierto, ya que, por ejemplo, en el mercado cinematográfico solo el 10% de las películas obtiene los réditos comerciales esperados. Por ello, encuentra que las mercancías culturales, para ser efectivamente consumidas, deben poder establecer un código comunicacional, una “comunidad” con el consumidor que hace que el jeroglífico se proponga como un código abierto. Si bien acepta que este “común” no es una “auténtica comunidad”, no puede dejar de observar que esta creación de códigos comunes, esta oferta de conexión social, tiene un cariz digno de ser observado. Dicha conexión puede ser fuente de nuevas conexiones sociales, que no terminan al finalizar el consumo de la mercancía.
En un estudio de los 80 que trabaja sobre la vida de un gran porcentaje de jóvenes de clase baja que no tienen trabajo, podemos ver en acción estas nociones. Detecta que el centro comercial, por ejemplo, resulta para ellos un lugar de reunión y encuentra allí varios significados contradictorios y con potencial político. Por un lado, la necesidad de consumir sin poder hacerlo, que genera impotencia, pero por otro el desarrollo de una estrategia para participar del mundo del consumo sin comprar. Por un lado, la fascinación por el mundo de las mercancías del que paradójicamente son segregados, pero por otro la apropiación del espacio, la obstaculización de las previsiones respecto de la circulación y utilización del mismo, y la vivencia de esas estrategias como mecanismos de contra-segregación (o segregación de los “verdaderos consumidores”). En suma, el autor termina observando al shopping como un lugar indeterminado, donde la creación de un entorno artificial altamente cargado de signos con el solo fin de la venta de unas mercancías mucho menos semiotizadas que el entorno mismo, puede producir la distinción de los dos aspectos y la apropiación del sistema de signos en sí mismo sin intercambio monetario de por medio. Willis sintetiza:
Quizá el capitalismo haya descubierto, en contra de su voluntad, algo sobre el campo de los signos. Las representaciones e imágenes del deseo y del placer bien pueden producir “nuevas” necesidades, pero en propiedad, pertenecen a la conciencia y a la cultura: una zona de relativa libertad, impredecible y con algún control y elección humanos. (1986a: 123)
Frente a esto, puede decir que es entonces en el valor de uso donde radica la diferencia de las mercancías culturales con las otras mercancías, pues éste excede en mucho lo que podría ser generalizable bajo la sola idea de “consumo”. El vínculo que se establece con las mercancías culturales se afinca en la expresión y construcción de la personalidad, generando un tipo de trabajo que se realiza “artesanalmente” respecto de la producción del sí mismo. Las conexiones culturales se establecen en el consumo, se reproducen luego en prácticas y abren vinculaciones y conexiones con otros ámbitos culturales, así como retroalimentan el ámbito de la producción de mercancías culturales. En este sentido, el tiempo fuera del trabajo comienza a ser parte del tiempo de la producción capitalista puesto que genera códigos que son reapropiados y circulan en la esfera de la reproducción del capital (Willis, 1994: 184).
Este circuito de producción nos permite pensar a las mercancías culturales como un modo de axiomatización de flujos deseantes descodificados, que siguen allí latiendo, aunque asimétricamente. En este “latido” (¿una débil fuerza mesiánica?), el vector estético resulta fundamental porque se construye como un verdadero artilugio, seduciendo para la inscripción pero permaneciendo “suelto” (por así decirlo) como invitación a la fuga: en efecto, el gusto por lo blanco, por lo pulcro o el deseo de vincularse con mundos coloridos, la necesidad de unir los cuerpos para hacer masa, las ganas de nadar, de disfrutar, de jugar, no anclan, necesariamente, la producción de subjetividad en el orden establecido. En torno a esas posibilidades inquietantes, podemos retomar el análisis del valor de uso de las mercancías culturales que Willis revisa en su rol formativo y las conclusiones a las que llega. Afirma:
Las mercancías culturales tienen que tratar de significados sociales y conexiones pero no imponer un significado particular. Están completamente desprovistas de vigilancia semiótica organizada (aparte de los imperativos de la forma-mercancía misma). Proponen ofertas humanas pero no contactos. Ofrecen comunicación pero no “con autoridad”. Ofrecen la oportunidad privada de escuchar algo sin el tono público de mando que le acompaña. Todas las demás comunicaciones llevan algún autoritarismo contextual incluso, o quizá especialmente, cuando intentan mejorar o educar. (1994: 185-186)
El punto resulta lo suficientemente sugerente como para ahondar en él. Willis dice que las mercancías culturales carecen de vigilancia semiótica organizada, restringiéndose solo a los “imperativos” de la forma mercancía. Es decir, no resulta ya necesario organizar la vigilancia semiótica porque basta con los mandatos que están inscriptos en la mercancía misma. Si la principal característica del capitalismo es su tendencia a la descodificación y el proceso de axiomatización de los movimientos culturales que lo desterritorializan, encontramos que se ha llegado a un estadio minimalista, en el que el socius puede darse el lujo de dar realmente pocos mandatos[23]. El mandato por excelencia –se puede hacer y ser lo que se quiera, pero en vínculo con alguna mercancía– es pasible de ser expresado al modo provocativo de la publicidad: “sé lo que quieras ser” (siempre habrá una mercancía que cumpla con tus expectativas). Como lo explicita la cita, el contraste con la escuela es brutal, ya que ella emite enunciados sobrecargados de mandatos, que no pueden ocultar su voluntad de poder.
Varias de las conexiones que se proponen desde el pensamiento metodológico-didáctico respecto de la máquina cultural tienen que ver con este problema: pensar cómo hace la escuela para edulcorar los mandatos, cómo transformarlos en mercancía, cómo lograr que las órdenes suenen a sugerencia, a escucha, a oportunidad[24]. En suma, se problematiza el modo de hacer atractivos y menos evidentemente imperativos los enunciados pedagógicos. La respuesta suele ser llevar al aula las mercancías culturales: usar el cine, los video-juegos, las historietas, la música y todo “recurso” atractivo que suavice el mandato a través de mecanismos de pedagogización estética. El proyecto de la pileta de “El capi”, menos caricaturesco.
Como se encarga de prevenir Willis, no se trata de convertir a la escuela en una mercancía cultural sino de pensar este nuevo modo de mando, tan eficaz y persuasivo que convierte a los sometimientos en auto-sometimientos y delata como autoritarios a los antiguos códigos. En ese sentido, quizá, la operación de conexión de la escuela con las mercancías culturales pueda ser inversa: no adoptar su tono edulcorado sino más bien mostrar cómo en ese tono también se imparten órdenes y, más importante aún, los mecanismos afectivos, identificatorios y cognitivos por los cuales nos constituimos al aceptar el mandato de esas órdenes. Trabajar bajo la idea de que, tal como afirman Deleuze y Guattari, el lenguaje nunca es primordialmente informativo ni comunicativo, sino imperativo y su unidad elemental es la consigna.
Resulta particularmente relevante que el paradigma de la consigna sea el enunciado pedagógico[25] porque remite a dos cuestiones fundamentales: a) que la violencia simbólica y la arbitrariedad del mandato son constitutivas del aparato escolar, tal como afirma Bourdieu por ejemplo, pero b) que la consigna como centro del lenguaje no es una prerrogativa exclusiva del enunciado pedagógico, sino que se extiende a todos los enunciados en todos los contextos. Elementos constituyentes del sistema de la redundancia como “modo de existencia y propagación de las órdenes” (PP: 28), los mandatos nos atraviesan en todos los niveles del socius.
En ese sentido, la escuela se halla en un lugar privilegiado. En su carácter de máquina de consignas, resulta también un espacio fundamental para la exploración de qué hacer con ellas, de cómo realizar agenciamientos colectivos de enunciación que nos permitan desterritorializar las consignas, sobre todo en un contexto en que ellas se hallan subsumidas en la forma mercancía. Cómo hacer de la “sentencia a muerte” un “grito de alarma” o un “mensaje de fuga” (MP: 109).
- La distinción entre moldeado y modulación que realiza Deleuze tiene su fuente en la obra de Simondon. El autor define en primer lugar el moldeado, utilizando como ejemplo el trabajo sobre la arcilla, donde el material se vuelca en un molde cerrado y allí adquiere su forma estable. Propone luego pensar la modulación bajo el paradigma de lo que ocurre con la luz en una lámpara o el aire comprimido, donde la forma se reactualiza de manera continua. Sostiene finalmente que todos los procesos, incluso los que tradicionalmente asociaríamos al esquema del moldeado, pueden ser considerados desde el punto de vista de la modulación, lo cual implicaría, retomando el primer ejemplo, poner en juego toda una historia de la identidad de la arcilla, las distintas etapas de su procesamiento y las posibilidades de transformación que se operan incluso luego de su moldeado estable. En ese sentido, sostiene: “El molde y el modulador son casos extremos, pero la operación esencial de adquisición de forma se cumple en ellos de la misma manera; consiste en el establecimiento de un régimen energético, durable o no. Moldear es modular de manera definitiva; modular es moldear de manera continua y perpetuamente variable” (Simondon, 2009: 60).↵
- Acuerdo con Gabriela Diker cuando afirma que el cambio en educación se conceptualiza bajo tres perspectivas: la del deterioro, que añora nostálgicamente lo que había “antes” (sin una referencia demasiado precisa a una temporalidad determinada), la de la promesa, que surge como necesidad utópica luego del diagnóstico apocalíptico, y la de la imposibilidad, cada vez que se constata que las características del sistema escolar persisten con una marcada homogeneidad a través del paso de los años. La autora propone que es necesario asumir que las escuelas “ya han cambiado” y analizar este cambio con una mirada que evite la perspectiva normativa y mistificadora (cfr. Diker, 2010a: 127-137).↵
- Teniendo en cuenta que el guionista y dibujante, García Ferré, asistió a la escuela primaria en España, durante los albores del franquismo, no creemos adecuado desplegar una hipótesis histórica respecto de las referencias concretas a la educación argentina contemporánea a la historieta, ni a la de las décadas anteriores. Más bien el ejemplo funciona como prototipo de un modo de funcionamiento escolar ampliamente tematizado, que podía resultar verosímil para un lector de Billiken de la época.↵
- Subrayo este “intencionadamente” ya que Sarlo se encarga de explicar en el último capítulo de su libro (1998) que luego de haber escuchado muchas veces el relato de Rosa del día en que rapó a los alumnos para erradicar los piojos, intentó indagar en la vida de ella antes de ese momento y, sobre todo, en los elementos que a ella la habían fascinado de su propia escolaridad. En ese sentido, el relato hace énfasis en los elementos que Rosa defiende de la escuela, en vistas a enmarcar el “exceso” (p. 276) de las cabecitas rapadas.↵
- Esto está, supuestamente, justificado por una afirmación de Rosa respecto del origen de su pedagogía: “La verdad, no tenía mucha más filosofía que esa: lo que era bueno para mí y mis hermanos, podía llegar a servir a los demás” (1998: 31).↵
- Lo inverosímil no radica en la inexactitud histórica de la reconstrucción de Sarlo, sino en la operación de énfasis y rúbrica que detallo seguidamente en el texto. En efecto, la autora no se detiene a considerar si las elecciones de vida de Rosa respecto de la cultura que resulta deseable y valorable adoptar hubieran podido contribuir a borrar o menospreciar recuerdos vinculados con saberes surgidos de la cultura popular, de la transmisión de sus padres, parientes y vecinos, etc., sino que ficciona el relato del personaje (supuestamente basándose en los dichos reales de este) y luego intensifica y reafirma su propia ficción, creando a partir de ello hipótesis históricas. Resulta inverosímil, además, respecto de otra obra posterior de la autora, en la que se hace una crítica del testimonio como fuente privilegiada para la construcción del discurso sobre la historia reciente, evidenciando justamente las limitaciones de este recurso (cfr. Sarlo, 2005).↵
- Se puede reponer aquí una crítica que realiza Willis al reproductivismo tal como lo formulan Bourdieu y Passeron. Willis señala que en los planteos reproductivistas “cultura” significa cultura burguesa y “capital cultural” refiere a la posesión de esa cultura. En ese sentido los dominados son siempre desposeídos de cultura y no portadores de una cultura relativamente independiente que pueda entrar en conflicto con la cultura burguesa (cfr. Willis, 1993: 443-444). ↵
- Por ejemplo, Billiken solía publicar sentencias a pie de página, enmarcando cualquier nota con ellas y sin vínculo necesario con lo que se estaba tratando en la parte central de la hoja. Algunos ejemplos de sentencias que acompañan la publicación de las Aventuras de Pi-pío: “sin tu propio esfuerzo no adelantarás” (N° 1859); “no te dejes llevar por un mal consejero” (N° 1860), “la conciencia siempre nos aconseja lo mejor” (N° 1862), etc.↵
- Green y Bigum (1998) proponen la imagen del alienígena para pensar la relación entre la escuela contemporánea y las subjetividades que llaman pos-modernas. Plantean que la diferencia entre los jóvenes que ingresan a las escuelas y la cultura escolar es radical y exploran la categoría de “curriculum cyborg” en función de pensar una escuela que pueda dialogar con los “alienígenas”.↵
- Subrayo particularmente el concepto de “proyecto” ya que es un elemento en boga del vocabulario pedagógico del momento. Las escuelas tienen proyectos institucionales, realizar proyectos con los alumnos resulta una metodología muy común, etc. En capítulos posteriores retomaré la cuestión del proyecto escolar.↵
- De tal modo, las máquinas nunca se reemplazan, sino que se superponen y reconfiguran, siendo “máquina de máquina” y conviviendo en la misma superficie: “toda máquina es corte de flujo con respecto a aquella a la que está conectada, pero ella misma es flujo o producción de flujo con respecto a la que se le conecta. Esta es la ley de la producción de producción.” (AE: 42).↵
- Para Deleuze y Guattari el capitalismo se asienta sobre esta “falta de secreto”, es decir, en la descodificación de los códigos sobre los que se asentaban los tipos anteriores de sociedad. Por ello, si a la territorialidad primitiva le ha correspondido la crueldad como afecto predominante y al despotismo bárbaro el terror, el estrato capitalista será la edad del cinismo (cfr. AE: 232). Con la descodificación está relacionada la axiomática como pseudo-código: el capitalismo, opera remisiones y reconducciones temporarias y ad hoc que fijan el límite más acá del límite absoluto (la esquizofrenia, descodificación completa). La posibilidad de la remisión axiomática y del cinismo se muestran en el carácter dual del dinero, lo que los autores llaman sus “dos inscripciones”: por un lado el dinero como poder de pago, el que recibe el asalariado como salario, que tiende a agotarse, fijado en referencia a un stock de bienes de consumo. Por otro, el dinero como sistema de financiamiento, potencia del capital que se multiplica a sí mismo abstractamente, el dinero como crédito o el dinero como plusvalía (AE: 234-236). Este carácter dual permite el solapamiento de las dos inscripciones, dado que siempre parecen remitir una a la otra. Según Deleuze y Guattari se trata de un proceso de “disimulación”, pero que no oculta su carácter convencional.↵
- En capítulos siguientes trabajaremos sobre la peculiaridad que tiene esta forma de pensar el ocio. No se trata, evidentemente, de aquel ocio que podíamos asociar a la “industria cultural” adorniana, donde se continúa la alienación del trabajo en el ocio, sino que se configura más bien en torno de la ocupación del tiempo contemporánea que parece borrar el antiguo vínculo entre trabajo y ocio.↵
- Desde luego, la aceptación acrítica de este ideario por parte de “El capi” no es la única ni la más extendida posibilidad. Solo señalo que la escuela contemporánea establece vínculos con este ideario y entabla diversas relaciones con él.↵
- Si bien dentro de las “pedagogías críticas” se suelen agrupar autores muy disímiles (cfr. Gadotti, 1998; McLaren, 2003) se puede reconocer un horizonte amplio de discusiones entroncadas en el marxismo y en la teoría crítica.↵
- Afirma Giroux (1997): “El papel que cumplen los docentes en el proceso de la enseñanza no es mecánico. En la medida en que sean conscientes de los supuestos ocultos que subyacen a la naturaleza del conocimiento que utilizan y las prácticas pedagógicas que implementan podrán minimizar en las aulas las peores dimensiones de la cultura del positivismo. […] Pero en la hora actual parece que la gran mayoría de los docentes de las escuelas públicas aún deben trascender los supuestos descontados que dan forma a su concepción de la pedagogía y estructuran sus experiencias educativas. La cultura de masas, las instituciones de capacitación docente y el poder del Estado desempeñan un vigoroso papel al presionar a los docentes para que den un apoyo incondicional a los supuestos básicos de la cultura dominante general” (p. 54). En este párrafo pueden adelantarse las dificultades, de las que Giroux es consciente, que implica disponer en términos concretos la resistencia que se invoca. Para revisar una construcción muy detallada de cómo se entienden en la obra de Giroux y en su reconstrucción de la pedagogía crítica cada uno de los conceptos mencionados resultan fundamentales la Primera y la Tercera partes de Pedagogía y política de la esperanza. Teoría cultura y enseñanza (1997). Allí el autor realiza un balance de las líneas teóricas que fundamentan sus escritos, tanto desde la filosofía como desde la pedagogía. ↵
- Y concomitantemente en términos prácticos, porque no se trata simplemente de que su teoría no tenga consistencia lógica o coherencia interna, sino que, arengando la buena voluntad y el interés crítico de los/as docentes y trabajadores/as culturales, deja sin tematizar ni problematizar una cuestión crucial: la contradicción intrínseca a la subjetivación de cada uno de estos individuos a los que se apela, que se halla configurada en y por el socius capitalista y, por tanto, requiere una deriva ardua de desindividuación –de una fuga– como proponen Deleuze y Guattari. Brevemente, la teoría de Giroux me parece demasiado tranquilizadora en términos de “malos” y “buenos” y, por tanto, poco potente para generar estrategias efectivas de desarticulación del capitalismo contemporáneo.↵
- En este sentido, la formulación del significado de “crítica” que propone Peter McLaren, discípulo de Giroux, es mucho más informativa. En su caso crítica significa utilización del aparato teórico del marxismo para la clarificación de las experiencias de los alumnos y su conducción hacia la acción política. Aún más específicamente, la línea adoptada es el marxismo-humanismo y los conceptos clave para la reconfiguración de las experiencias son enajenación y explotación (cfr. McLaren, 2003: 72). Este enfoque, aunque explícito y acotado, es pasible de serias objeciones realizadas al marximo humanista en general: para responder por qué los hombres y las mujeres no sólo viven, sino también desean y aceptan su sometimiento aun cuando lo puedan comprender, hay que poder trascender una interpretación voluntarista e intelectualista de los textos de Marx e intentar la articulación por la cual el deseo forma parte de la infraestructura. Este es el recorrido que he propuesto a través de los conceptos de fetichismo de la mercancía y máquina cultural. ↵
- Aprendiendo a trabajar es una investigación etnográfica que resultó clave para la instanciación de las teorías reproductivistas y funcionó como su fundamento empírico, haciendo de la experiencia escolar un lugar fundamental para la conexión con el mundo del trabajo.↵
- Si tenemos en cuenta el año de publicación de Ideología y aparatos ideológicos de Estado (Althusser, 1969) y La reproducción. Elementos para una teoría del sistema de enseñanza (Bourdieu y Passeron, 1970).↵
- Esta parece ser la hipótesis de Deleuze en la Posdata. También Willis, que retomaré más adelante, se inscribe en esta línea cuando dice “Las fuerzas de la modernidad-tardía están, por supuesto, invadiendo la escuela en todo momento, pero se reconocen solo como problemas no como soluciones (contradictorias) en potencia porque las escuelas son instituciones inflexibles de la modernidad-temprana capaces, solamente, de respuestas culturales y comunicación newtoniana unidireccional, no dialéctica bidireccional” (1994: 169). Aquí plantearé un recorrido diferente, ya que observo una recomposición al menos parcial de la institución escolar en los últimos años, a partir de la configuración de nuevos roles sociales. ↵
- La distinción entre lenguas menores y lenguajes mayores en la obra de Deleuze y Guattari, transversal a las clases sociales y a los individuos, permite repensar algunos de los problemas que se plantea Willis respecto de la clase obrera y sus vínculos con las formas culturales hegemónicas.↵
- Esto podría reducirse a la doble inscripción del dinero y, con ello, su promesa de satisfacción del deseo humano transformándolo de potencia en carencia, y la concomitante invitación a la individuación al modo de la mercancía como fetiche. Al respecto resulta esclarecedora la lectura que hace G. Agamben de “El capitalismo como religión” de W. Benjamin, a partir de la consideración del momento en que se declara oficialmente que el dólar no tiene más convertibilidad a oro (1971). Este hecho le permite resignificar y extremar la tesis de Benjamin, pues lo considera la consagración del capitalismo como religión. En los términos de Deleuze y Guattari, este es un paso crucial para la descodificación capitalista, en el que el dinero ya no necesita esconder su carácter convencional. Véase el original en italiano del texto de Agamben en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=168119 (consultado por última vez el 17/12/2017).↵
- Es interesante en este sentido revisar la construcción de técnicas didácticas “no directivas”, que basan su capacidad de encauzamiento en el solapamiento entre mandato y deseo. ↵
- Así lo sitúan Deleuze y Guattari que, para introducir la consigna como elemento central del lenguaje, comienzan por la escuela: “La maestra no se informa cuando pregunta a un alumno ni tampoco informa cuando enseña una regla de gramática o de cálculo. ‘Ensigna’, da órdenes, manda. Los mandatos del profesor no son exteriores a lo que nos enseña, y no lo refuerzan. No derivan de significaciones primordiales, no son la consecuencia de las informaciones: la orden siempre está basada en órdenes, por eso es redundancia. La máquina de enseñanza obligatoria no comunica informaciones, sino que impone al niño coordenadas semióticas con todas las bases duales de la gramática (masculino-femenino, singular-plural, sustantivo-verbo, sujeto del enunciado-sujeto de la enunciación, etc.). La unidad elemental del lenguaje –el enunciado– es la consigna.” (MP: 81).↵