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4 La reforma miliciana en la frontera de Buenos Aires (1766-1779)

Las milicias, definidas como la participación activa de los vecinos en el servicio de las armas, fueron un elemento central de la experiencia política moderna.[1] El advenimiento de la dinastía borbónica a la monarquía española dio un decidido impulso a la formación de milicias. En la península, la administración borbónica buscó incorporar a las milicias urbanas[2] a su esquema defensivo, adosándoles un nuevo encuadramiento territorial y centralizando su mando para la Corona. Con este sentido, Felipe v sancionó, en 1734, una Real Ordenanza sobre las Milicias Provinciales de la Corona de Castilla, con el objetivo de disciplinar y organizar homogéneamente a las milicias, dotarlas de armamento y uniforme y confiar su instrucción y mando a la tropa veterana. A cambio, los milicianos gozarían del fuero militar y recibirían un sueldo por el tiempo que fueran movilizados.[3] De esta manera, los Borbones pretendían mantener un “ejército de reserva” susceptible de ser movilizado en casos de emergencia.

El modelo de “milicias provinciales” aplicado en la península no fue inmediatamente trasladado a América, observando los riesgos implícitos de armar a una población distante.[4] La derrota sufrida en La Habana en 1762 a manos de la poderosa Armada británica obligó a reformular el sistema de defensa americano. De esta manera, Carlos iii emprendió una reforma militar con el objetivo de expandir las fuerzas armadas americanas mediante el aumento de los regimientos fijos y la multiplicación y disciplina de las milicias. Debido a los costos y las resistencias que implicaba el envío de efectivos regulares a América,[5] las reformas pronto se orientaron a universalizar el reclutamiento en las milicias, de forma que todos los varones adultos en condiciones de tomar las armas –sin importar su condición social, solo que fueran libres– debían cumplir el “servicio al rey”. El influyente ministro de Indias José de Gálvez lo comunicaba así a las autoridades americanas, mostrando que los nuevos principios organizativos buscaban aparecer como una continuidad de los anteriores lazos de reciprocidad que definían el vínculo del rey con sus vasallos:

La necesidad y la política exigen que se saque de los naturales del país todo el partido que se pueda. Para esto es preciso que los que mandan los traten con humanidad y dulzura, que a fuerza de desinterés y equidad les infundan amor al servicio.[6]

Estas milicias serían “disciplinadas”, es decir, entrenadas por oficiales veteranos, y gozarían del fuero militar y de la provisión de armas y uniformes. El comando de las milicias estaría a cargo de efectivos regulares, preferentemente peninsulares, reteniendo, junto al mando militar, el control político de las nuevas unidades creadas.[7]

La reforma miliciana llegó al Río de la Plata con la “Real instrucción para la formación de milicias provinciales” de noviembre de 1764, por la que la Corona ordenaba al gobernador Pedro Cevallos formar y “arreglar” el mayor número de compañías de milicias que fuera posible. Para ello, los milicianos gozarían del fuero militar y se les otorgaría un uniforme, y las élites eran convocadas a conformar los cuadros de oficialidad. El comando y adoctrinamiento de las compañías estaría a cargo de oficiales del Ejército regular reunidos en “asambleas”.[8] Se enviaron desde la península los oficiales que conformarían Asambleas de Infantería y Caballería –para las milicias de la Ciudad– y de Dragones –para las de campaña–.[9] Se suponía que los oficiales peninsulares de las asambleas debían no solo disciplinar a las milicias, sino también ser el respaldo de la implementación de otras políticas reformistas, algo que la historiografía de la reforma militar conoce como la militarización del estilo de gobierno.[10]

La renovación historiográfica sobre la reforma militar borbónica sostiene que el éxito con el que se llevó a cabo la reforma miliciana dependió de variables regionales tales como la aceptación de las élites locales, las fuentes de financiamiento disponibles y la urgencia de la amenaza bélica. Los estudios de caso sugieren que en las fronteras la reforma miliciana tuvo en general buena aceptación ya que empalmaba con una más larga tradición de movilización y autodefensa, eran zonas que se beneficiaban con la recepción del Situado y además porque las élites locales encontraban en las milicias un vehículo para el ascenso y la consolidación de su prestigio social.[11] Sin embargo, esta misma historiografía señala que, en el caso de Buenos Aires, el servicio miliciano habría generado un escaso interés en la población local, debido al desinterés de las élites mercantiles en formar parte de los cuadros de mando y el reducido impacto social derivado de la recepción del Situado.[12] El propio Cevallos era cauto en cuanto a los resultados alcanzados:

Los milicianos de aquí hacen los días de fiesta sus servicios, todos los oficiales y otros individuos tienen sus uniformes y se va aficionando la gente al Real Servicio, pero con todo siempre será conveniente no contar mucho con ellos, porque la abundancia de caballos y dilatada extensión de la campaña les facilita la fuga, a la que los incita su repugnancia a la guerra.[13]

La frontera presenta un panorama algo diferente. Allí, los reformadores borbónicos alcanzaron su propósito de encuadrar a la práctica totalidad de los varones adultos libres en las compañías de “milicias provinciales”. Además, los cuadros de oficiales interesaron a una élite de hacendados y comerciantes rurales que buscaban consolidar sus trayectorias de ascenso y prestigio social.[14] Sin embargo, las amplias resistencias ejercidas por los pobladores limitaron el objetivo de conformar las milicias disciplinadas que los Borbones pretendían.[15] Por otro lado, si bien el servicio en las milicias tuvo una mayor aceptación en la élite rural, esta lograría –al menos por un tiempo– orientar su sentido, más que a conformar un “ejército de reserva” para la Corona, a la protección y expansión de sus intereses sociales.[16]

Este capítulo estudia la implementación de la reforma y la experiencia miliciana en la frontera de Buenos Aires, específicamente, en el sector noroeste de la frontera conformado por el pago de Arrecifes, una zona de fuerte desarrollo ganadero y articuladora de los caminos que unieron a Buenos Aires con Santa Fe, Cuyo y Córdoba. En esta estratégica zona, en el pueblo de Pergamino, se instaló una comandancia de frontera desde la que se debía organizar y disciplinar a las milicias de todo el partido y supervisar la circulación mercantil y el paso del Situado real. Sin embargo, los oficiales del Ejército regular investidos como comandantes del fuerte –con mando político y militar sobre la población– tuvieron serias dificultades para hacerse obedecer en virtud justamente del tejido social que sostenía a las milicias, cuyas redes de parentesco y paisanaje no manejaban.

Esta estructura de mando fallida dejaría un vacío ocupado por una oficialidad miliciana de extracción local conformada por hacendados y comerciantes de mediano fuste que vieron en las milicias un canal de ascenso y consolidación de su prestigio social. Estos oficiales fueron eficaces en la convocatoria de los pobladores a las milicias a partir de diversas prácticas de movilización a ras del suelo y disciplinamiento de los milicianos y la articulación de redes de vínculos primarios hacia sus pares y subordinados. Las milicias fueron utilizadas por estos oficiales no solo para su reconocimiento como “vecinos” –que ya lo eran–, sino también para la protección de sus intereses rurales y la construcción de poder social. Entre 1766 y 1779, la oficialidad miliciana convocó a los pobladores a diversas campañas contra las tolderías indígenas que redituaban un rico botín ganadero y humano y que tensaron las relaciones interétnicas. De esta manera, la oficialidad miliciana construyó un poder territorial autónomo al que Juan Joseph de Vértiz se vería urgido de incorporar y subordinar al poder virreinal.[17]

La reforma militar de 1764 en Buenos Aires

La reforma militar que los Borbones impulsaron en todo su imperio americano no actuó en Buenos Aires tabula rasa, sino que los pobladores conocían experiencias previas de movilización. Antes de la “Real instrucción…”, la población de Buenos Aires había tenido diversas experiencias de movilización, de las cuales algunas subsistían. En la Ciudad, el mayor impulso a la formación de milicias se dio con la entrada de España a la guerra de los Siete Años. En los preparativos de su expedición a Colonia de Sacramento, el gobernador Pedro Cevallos sancionó en 1761 un reglamento que universalizaba el servicio miliciano a todos los hombres libres en condiciones de tomar las armas mientras durara la guerra.[18] En el ejército que constituyó Cevallos para la toma de Colonia, el elemento miliciano fue predominante, aportando tres cuartas partes de los hombres de la expedición.[19] De esta manera, aun antes del desastre de La Habana y el término de la guerra, los funcionarios borbónicos fomentaron la formación de milicias y su utilización en los propósitos marcados por la guerra internacional.

En la frontera, existían diversas formaciones milicianas desde mucho antes de la sanción de la “Real instrucción…”. En 1745, en virtud de repetidas solicitudes del Cabildo de Buenos Aires que el gobernador Andonaegui avaló, se crearon seis compañías sueltas de milicias para la frontera que debían completarse con hasta 100 hombres cada una. Su servicio era alternado y no contaban con un sueldo, sino solamente con una asignación de yerba, tabaco y carne en los períodos de campaña. En 1752, el Cabildo creó, motu proprio, tres compañías de milicias de 60 hombres cada una de servicio permanente y con goce de sueldo para la frontera. Por último, el Cabildo creó en 1755 una nueva compañía de milicias de 50 hombres para La Matanza también de servicio permanente, quienes, si bien no percibían un sueldo, recibían una generosa asignación de raciones.[20] Estas milicias tuvieron distintas experiencias de movilización en la guerra irregular llevada en la frontera[21] y durante el sitio de Colonia de Sacramento, a donde, una vez tomada la plaza, se enviaron milicianos de las compañías de los distintos partidos rurales al mando del sargento mayor Manuel Pinazo, quien ya era reputado como el más “activo y honorable” de los oficiales milicianos.[22]

Es decir, la “Real instrucción” de 1764, como el primer intento de reforma miliciana en el Río de la Plata, no creaba milicias desde cero, sino que se proponía sostener en tiempos de paz la movilización dispuesta por Cevallos para la guerra y reorganizarla bajo el modelo de “milicias provinciales”. En la Ciudad, con las compañías de milicias existentes, se formaron un regimiento de caballería y un batallón de infantería con 1.196 y 627 hombres, respectivamente.[23] En la jurisdicción rural, existían en aquel momento 24 compañías que encuadraban a 2.198 vecinos (cuadro 7). La plana mayor miliciana estaba formada por un maestre de campo y cuatro sargentos mayores que reunían el mando de las compañías sueltas de cada partido. Cada compañía se componía de idealmente 100 hombres al mando de un capitán, un teniente, sargentos y cabos.

Cuadro 7. Plana mayor y fuerza de las milicias rurales de Buenos Aires (1765)

Maestre de campo

Juan Ignacio de San Martín

Partido

Sargento mayor

Cantidad de compañías

Número de tropas

La Costa y Conchas

Manuel Pinazo

7

695

Luján

Juan Ponce de León

7

632

Arrecifes y Pergamino

Juan Tomás Benavídez

4

380

Matanza y Magdalena

Clemente López Osornio

6

491

Total

24

2.198

Fuente: Beverina, Juan, op. cit., p. 273.

De forma que se trataba de encuadrar las compañías de milicias existentes en el “servicio al rey” bajo la disciplina y el adoctrinamiento impartidos por oficiales del Ejército regular. En cuanto a esta estructura de mando, junto a la “Real instrucción…”, se nombraron oficiales peninsulares para las Asambleas de Infantería, Caballería y Dragones que tendrían a su cargo el comando y adiestramiento miliciano, quienes fueron beneficiados con un ascenso en el escalafón militar por acceder a esta tarea.[24] En la nueva concepción borbónica, los mandos veteranos debían ser no solo la cabeza de la reorganización militar, sino también un respaldo en la ejecución de las políticas reformistas de la Corona.

Con todo, las condiciones locales del servicio hacían que las compañías de milicias provinciales recién creadas difícilmente pudieran ser consideradas un verdadero “ejército de reserva”. El número de enrolados no significa que todos pudieran ser simultáneamente movilizados. Los milicianos cumplían turnos de tres o cuatro meses, y el servicio se limitaba a la participación en los ejercicios doctrinales que se dictaban los “días de fiesta”. Además, dado que la tropa no recibía un sueldo, sino solamente una ración de yerba, carne y tabaco, la movilización y la permanencia en campaña eran extremadamente dificultosas.

En la frontera, estas condiciones se agudizaban dadas las funciones que consuetudinariamente se les asignaban a las milicias, la estructura social que las sostenía y las facilidades que existían para desertar. Los milicianos resistían particularmente movilizarse fuera de su territorio. El envío de milicianos en 1762 a la “otra banda” del Río de la Plata fue realmente excepcional ya que, alejados de su tierra de origen, aumentaban el ausentismo y las deserciones. Según un informe posterior del gobernador Juan Joseph de Vértiz, solo la mitad de los vecinos encuadrados en las milicias rurales podía ser movilizada a la Banda Oriental si esta era atacada. Los motivos, según el gobernador, eran que se trataba de “gente labradora y hacendada” y que estas milicias se abocaban “impedir las irrupciones de los Indios enemigos” en la frontera.[25]

El resultado de todo ello fue que, en poco tiempo, y sobre la base de milicias preexistentes, se montara en Buenos Aires una estructura miliciana que encuadraba a la mayor parte de la población masculina adulta. Pero, en términos prácticos, las compañías de milicias provinciales difícilmente podían constituir el “ejército de reserva” que la Corona estaba necesitando para hacer frente al conflicto externo. Existían condiciones estructurales y disposiciones subjetivas que limitaban el disciplinamiento de las milicias.

Por último, los oficiales peninsulares que conformarían las asambleas llegaron al Río de la Plata recién en 1767, dos años después de su nombramiento. Las de Infantería y Caballería se ocuparon de las milicias de la Ciudad, mientras que las milicias de la frontera quedaron a cargo de la Asamblea de Dragones. Su cabecera se instaló en Luján y se establecieron distintas “Comandancias” en la frontera. Cada comandante, además de mandar sobre las milicias del partido, tenía funciones de gobierno, policía y justicia en su destino. Es por ello que los comandantes de los fuertes fueron tradicionalmente considerados los “todopoderosos” de los pueblos, dueños de un poder despótico. En su trabajo sobre la frontera de Buenos Aires, Carlos Mayo y Amalia Latrubesse afirman que

La política fronteriza no fue más que una prolongación de la militarización de la frontera, del poder militar del comandante del fuerte, convertido en señor de vidas y haciendas, en juez y parte, en árbitro todopoderoso […] El poder de los comandantes de los fuertes fue ejercido, como decíamos, casi sin reato y de manera a menudo sumarísima y dura.[26]

Sin embargo, como veremos a partir del caso de Pergamino, esta reunión de funciones tuvo como consecuencia, más que el endurecimiento, un debilitamiento de su autoridad ya que los comandantes debían ejecutar políticas de gobierno que afectaban intereses locales y reprimir prácticas sociales consuetudinarias de los mismos pobladores a los que debían convocar a las armas.

Una estructura de mando fallida: los comandantes de los fuertes

En 1771, el teniente de la Asamblea de Dragones Joaquín Stefani de Bamfi, un militar peninsular de calidad noble, fue designado como comandante de Pergamino. Cuando llegó a Pergamino a hacerse cargo de la Comandancia, el pueblo contaba con una iglesia a medio construir, tres pulperías y unos 40 vecinos que, según un testimonio de la época, eran “otros tantos milicianos con sus oficiales correspondientes”. El fuerte, recién concluido, era lo suficientemente grande como para alojar al puñado de Dragones que lo guarnecía y a los vecinos-milicianos en caso de convocatoria. Además, contaba cuatro cañoncitos de campaña y un foso con puente levadizo.[27]

El comandante de Pergamino no solo debía disciplinar a las milicias del partido, sino también ejercer funciones de gobierno y de justicia. En particular, dada la ubicación de Pergamino, debía supervisar el tráfico mercantil y reprimir el contrabando. A poco de arribar a su destino, el comandante Stefani de Bamfi, en su afán por regular el comercio y vigilar el contrabando, se enemistó con los pulperos de Pergamino. En efecto, Bamfi mandó a demoler una pulpería alegando que se encontraba justo “bajo la muralla del fuerte” y obstaculizaba la vigilancia.[28] Unas semanas más tarde, el comandante denunció al pulpero Diego Trillo porque vendía cueros robados, orejanos y “hasta del Rey”.[29] Por último, Bamfi prohibió las pulperías en Pergamino y dictaminó que las existentes se transfirieran a otros destinos. Esta radical medida llamó la atención del gobernador Juan Joseph de Vértiz, quien, ante el reclamo de los vecinos damnificados, suspendió el destierro y exigió explicaciones al comandante.[30]

El problema, para Bamfi, era que los pulperos formaban parte de las compañías milicias y gozaban, por tanto, del fuero militar y del amparo de sus superiores.[31] En este contexto, el sargento mayor de milicias de Arrecifes, el hacendado Francisco Sierra, dispuso retirar todos sus soldados de Pergamino, de manera que dejó a Stefani de Bamfi prácticamente sin hombres en el fuerte. En tono patético, el comandante escribió al gobernador: “Entonces, señor, ¿de qué sirve este Fuerte? ¿Ni qué defensa podrá nadie arreglar en él, sin más que dos hombres y yo?”. Además de la desavenencia con la oficialidad miliciana, el comandante se refirió a las dificultades que encontró desde su llegada para disciplinar a la tropa, a pesar de que notaba “alguna mejoría” después de haber castigado “suavemente” a cuatro soldados que no habían hecho su guardia. Bamfi fue rotundo en su diagnóstico de la tropa con la que contaba: “A estos Milicianos, la más leve fatiga (aunque sea en su beneficio) se les hace gravosa; por un efecto (sin duda) de su poquísima disciplina”.[32] Es decir, el comandante reconoció su incapacidad para convocar a las milicias sin la anuencia de sus oficiales, así como las dificultades que encontraba para disciplinarlas, a pesar de haber aplicado castigos “suaves” y ejemplificadores.

La desconfianza de las milicias resultó un serio inconveniente para el ejercicio de las funciones de policía y justicia, en las que se suponía debían auxiliarlo. Poco después del conflicto con los pulperos de Pergamino y el desamparo de las milicias, Stefani de Bamfi aseguró al gobernador que solo “para perseguir pícaros” no tenía gente suficiente ya que no se podía “fiar de nadie” y solicitó el envío de “al menos” dos hombres veteranos porque “los demás todos son unos”.[33] Sus palabras traslucen la soledad de su situación y la identidad o, al menos, la connivencia entre los milicianos y los “pícaros” a los que debía perseguir.

En otra oportunidad, la solidaridad miliciana obstaculizó la actuación de oficio del comandante. En el verano de 1772, tras un homicidio ocurrido en una de las pulperías de Diego Trillo, el comandante mandó cerrarla, embargar sus bienes y desterrar a su dueño. Sin embargo, el asunto pasó luego a manos del juez comisionado por el Cabildo de Buenos Aires Pedro Joseph Acevedo, también oficial de milicias y amigo personal de Trillo, quien suspendió el embargo y la orden de destierro.[34] En estos casos, la falta de personal “de confianza” (es decir, veterano) resultaba un obstáculo para el ejercicio de las funciones judiciales y policiales del comandante y demuestra la densa trama de solidaridad pueblerina y miliciana.

El caso del comandante Stefani de Bamfi ejemplifica cómo un oficial veterano de origen peninsular se veía acorralado por las distintas funciones que se le habían asignado ya que debía reprimir las prácticas sociales de los mismos pobladores a los que debía convocar a las armas. Con este motivo, los vecinos de Pergamino desahuciaron las convocatorias del comandante del fuerte en diversas oportunidades y obstaculizaron las diligencias judiciales y policiales que se proponía llevar a cabo.

El ejemplo de lo ocurrido con su sucesor demuestra que el de Bamfi no fue un caso aislado. Poco después de los hechos narrados, Bamfi fue reemplazado por el comandante Francisco Faijoo y Noguera, también oriundo de la península y teniente de la Asamblea de Dragones.[35] El nuevo comandante puso a su cargo la administración de justicia en Pergamino, según informó al gobernador en clara demostración de su celo burocrático:

en todos [los] Asuntos procuro con eficacia y desinterés subministrar Justicia en asuntos mínimos, sin atender al Rico ni al Pobre, sino a el que mi corta inteligencia reconoce tiene razón […] sin admitir dádivas, sino mantenerme aunque me resulte empeño a costa de mi corto sueldo.

Sin embargo, la administración de justicia en Pergamino también era pretendida por el juez comisionado Pedro Joseph Acevedo, mucho mejor relacionado, y a quien ya vimos actuar en el caso del homicidio de la pulpería. El conflicto estalló cuando, una tarde de primavera de 1772, el juez detuvo a dos vecinos y los puso presos en su propia casa, sin comunicárselo al comandante Noguera. Este mandó a llamarlo y le recriminó: “…cómo faltaba a la política que debía practicar en haber venido a comunicarme esta su Determinación […] conforme se practicaba en cualquier Pueblo donde se halla establecido comandante”. Según el comandante, ante su “justa queja”, Acevedo volvió las espaldas y se fue. Ante esta actitud, Noguera se presentó en la casa particular del juez para averiguar el paradero de los presos, y allí se dio el siguiente diálogo que relata el comandante:

Me respondió que allí estaban; y que así como yo había enviado a llamarle debía haberlo practicado en ir a su posada, manifestándome tenía obligación de pasar a tomar sus órdenes; en vista de esta urbanidad, le respondí que me hallaba constituido en otro carácter, y que no me correspondía a mi honor someterme a sus órdenes, me respondió que tampoco estaba obligado a las mías, y para no animar escándalo al Pueblo, me retiré al fuerte con los presos.

En este episodio, el conflicto de autoridad tomó la forma de una disputa por el protocolo, y el decoro ante el pueblo hizo que la discusión cesara. Sin embargo, la cuestión de fondo era el gobierno del pueblo a través de la justicia. Según el propio comandante: “Me persuado [que el juez Acevedo] tendrá Celos de que se vaya aumentando este Pueblo al que también quiere venir a gobernarle, sin reparar al honor del oficial que se halla constituido a su reparo”.[36] Legitimándose en su eficacia para aumentar el pueblo y el honor de su cargo y calidad noble, el comandante Faijoo y Noguera admitía la disputa de su autoridad como gobernante del pueblo.

En pocos años, los comandantes de Pergamino perdieron la capacidad de disponer las acciones defensivas del fuerte e incluso fueron excluidos de las expediciones que los oficiales milicianos emprendieron contra los indígenas. En la primavera de 1777, por ejemplo, los oficiales milicianos decidieron contestar un ataque sobre los caminos con una expedición punitiva sobre la toldería señalada como responsable. En esa ocasión, el comandante de Pergamino Alonso Quesada informó al virrey los motivos por los cuales “con tanto dolor” se quedó sin acompañar a la expedición. En primer lugar, alegaba el comandante, no podía abandonar el fuerte de Pergamino “sin tener a quien confiarlo”; en segundo lugar, dijo “no tener jurisdicción alguna con esas milicias”, pues estaban “subordinadas a su maestre de campo”; y, por último, el comandante aludió a lo siguiente:

… el abandono, y mal arreglo de estas compañías, poca subordinación y ningún esmero en sus oficiales, uno de los cuales dispone las corridas de campo sin mi conocimiento, por más advertencias que le tengo hechas, siendo el último a quien le llegan los acaecimientos de la campaña, todo lo que he tolerado por conservar la mejor armonía, y de que V. E. había de llegar para su remedio.[37]

El comandante Quesada admitía no tener ningún poder de decisión en la frontera (“siendo el último a quien le llegan los acaecimientos de la campaña”) debido a la falta de personal de confianza, el “mal arreglo” de la tropa y la insubordinación de los oficiales de las milicias, quienes respondían únicamente a su maestre de campo. Si las milicias y el maestre de campo se recostaban en el teniente de rey, el comandante aguardaba esperanzado el retorno del virrey a la capital, mientras se mostraba tolerante para conservar “la mejor armonía” de la población.

El caso de los comandantes de Pergamino muestra que las llamadas “asambleas”, compuestas por efectivos regulares de origen peninsular y pensadas como “cabeza” del sistema defensivo, tuvieron que vérselas en la frontera con una estructura miliciana con un profundo arraigo en el tejido social local. Los oficiales de la Asamblea de Dragones fueron empoderados como comandantes de los fuertes de la frontera, aunando a sus funciones estrictamente militares una virtual autoridad gubernativa, de policía y de justicia. Sin embargo, la autoridad de estos comandantes era resistida por los pobladores y disputada por otras autoridades locales presentes en el territorio (oficiales milicianos, jueces comisionados por el Cabildo, etc.). Muchas veces los comandantes no lograron hacer pie en la acción defensiva justamente por aquello que ha sido señalado como la base de un supuesto poder omnímodo: sus atribuciones gubernativas y jurisdiccionales. De esta manera, la autoridad de las asambleas se estrelló contra la estructura parental y vecinal sobre la que se apoyaba el armazón miliciano. La resistencia de la población a ser conducida por estos recién llegados generó un espacio vacante de autoridad que la oficialidad miliciana estaría llamada y acometida a ocupar.

Movilización miliciana y resistencias de los pobladores

Dada esta fallida estructura de mando, la efectiva movilización de los pobladores al servicio de milicias dependía de la capacidad de convocatoria y mando de la oficialidad y plana mayor milicianas. Los pobladores rurales muchas veces lograron sortear el servicio miliciano, ya sea eludiendo el reclutamiento o desertando de sus filas. Para la tropa, una cosa era concurrir los “días de fiesta” a los ejercicios de adiestramiento, pero, cuando se trataba de expediciones tierra adentro o de tareas particularmente resistidas, los motivos y las posibilidades para desertar eran muchos. Otras veces, se resistieron a obedecer órdenes y se plantaron en desafío abierto a la autoridad. El examen de las resistencias que ejercieron los pobladores nos permite visualizar no solo los límites y condicionamientos que impusieron a las pretensiones de la oficialidad miliciana, sino también el carácter de la relación de poder y los factores estructurales que tendían a nivelarla.[38]

Como ha sido señalado por la historiografía, un problema recurrente con que debieron lidiar las autoridades de la frontera fueron las deserciones que raleaban las filas milicianas. Por ejemplo, a fines de 1772, varios milicianos se fugaron del fuerte de Pergamino, por lo que el gobernador ordenó que los desertores fueran perseguidos y puestos en prisión. El sargento mayor del partido Francisco Sierra hizo las correspondientes averiguaciones y sus informantes le dijeron que los individuos buscados andaban “a monte”, durmiendo en el campo “sin tener subsistencia en parte ninguna”. Para lograr prenderlos, a Sierra le pareció necesario guardar silencio y dejar “enfriar” los ánimos por algunos días para que no llegara a oídos de los desertores la orden de su detención.[39] En este caso, los campos abiertos facilitaron las deserciones, mientras que el rumor y la protección vecinal impidieron la inmediata detención de los infractores.

Entre las tácticas que desplegaban los pobladores para eludir el reclutamiento, se encontraba el aprovechamiento de los intersticios y solapamientos jurisdiccionales. Cuando Francisco Sierra dejó el cargo en 1774, el pulpero Diego Trillo, al momento teniente de la compañía de milicias de Arrecifes, asumió como sargento mayor de todas las milicias del partido. En aquel momento, Trillo solicitó al gobernador la ratificación de su jurisdicción sobre los habitantes de Arroyo Seco, cerca de la frontera con Santa Fe, ya que estos se resistían a servir en las compañías que él comandaba, pretextando servir en las de Santa Fe: “Éstos, señor, no tienen más motivo sino buscar pretextos para no servir a el Rey”.[40]

Los pobladores no solo aprovecharon las poco claras divisiones administrativas, sino también la superposición de las jurisdicciones judicial y miliciana. En septiembre de 1774, el maestre de campo Manuel Pinazo le pidió a Trillo que reuniera 150 milicianos para una eventual expedición. Sin embargo, el sargento mayor no pudo cumplir esta solicitud y se explicó de este modo: “…por no servir a el Rey van algunos sujetos y se valen de los Señores Alcaldes sacándoles comisión y con ese motivo cuando lo citan dicen son alcaldes y que no pueden servir al Rey”, mostrando la competencia entre la jurisdicción del Cabildo y la del rey.[41] Entonces, si bien la movilización de los pobladores a las armas estaba legitimada por el debido “servicio al rey”, en este caso, como en el de los pobladores de Arroyo Seco, es notorio el aprovechamiento de los pobladores de los vericuetos jurisdiccionales que les permitían eludir la movilización.

En ocasiones, los pobladores desafiaron abiertamente a la autoridad. Estos actos de insubordinación eran duramente castigados por los oficiales de milicias con el fin de que el ejemplo no se propagara. Así ocurrió en el otoño de 1774, cuando un soldado se negó a participar de los ejercicios doctrinales, llegando a amenazar con un arma a los oficiales que pretendían su reclutamiento. Según el sargento mayor Diego Trillo, el sujeto en cuestión normalmente portaba una daga con la que, “por más que los oficiales de su Compañía lo citasen”, no había sido posible “reducirle a obedecer ni asistir a los Ejercicios Doctrinales atenido a la Daga expidiendo Voces que el que le persiguiese para prenderle experimentaría su muerte”. Trillo logró prender al soldado insumiso y remitirlo preso a la capital, de manera que castigó “estos atentados tan perniciosos a la buena disciplina de los demás soldados”.[42] Es decir, el soldado resultó preso por su insubordinación, pero sobre todo para evitar que el ejemplo se propagase.

Por su parte, los sargentos mayores se apoyaban en la oficialidad subalterna para la movilización capilar de los pobladores y la ejecución de sus órdenes, por lo que los sargentos mayores de cada partido buscaban que los suboficiales fueran hombres de su confianza. Así lo expresó el maestre de campo Juan Ignacio de San Martín cuando comenzó la reorganización de las milicias en 1766, señalando: “Los Sargentos [deben ser] a satisfacción de los Capitanes, y demás oficiales, como por ser estos las llaves de las compañías, y en quien recuestan todo”.[43] El sargento mayor Diego Trillo, a poco de asumir, solicitó varios ascensos para cubrir las plazas de oficiales vacantes de las compañías que comandaba, nombrando capitanes y tenientes para las de Arrecifes y Pergamino.[44] De esta manera, el sargento mayor se aseguraba el acceso de hombres de su confianza a su cuadro de oficialidad.

Asimismo, en el partido de Arrecifes, a pocos kilómetros del pueblo, se encontraba el fuerte de Salto, donde se alojaba una compañía de blandengues al mando del capitán Juan Antonio Hernández. El sargento mayor de milicias y el capitán de blandengues colaboraban cotidianamente en la práctica defensiva, y las compañías de blandengues y milicias se mezclaban en campaña. En el invierno de 1774, en el clima de inquietud generado por la muerte del gran cacique Lincon,[45] se advirtió la presencia de “doscientos” indígenas sobre el Camino Real.[46] Unos días después salieron a campaña el sargento mayor Diego Trillo con 115 hombres de la compañía del Pergamino y el capitán Juan Antonio Hernández con su compañía de blandengues y la de milicias de Arrecifes.[47] Una vez en campaña, los oficiales milicianos se valieron de improvisados discursos para motivar a la tropa y evitar deserciones. Trillo y Hernández se reunieron en Mar Chiquita al frente de cientos de milicianos y blandengues y partieron, según Hernández, no sin antes

haber exhortado a la gente, que tuviesen, amor al Real Servicio, y bien de la patria, que luego que se les diese noticia alguna de los Indios enemigos concurriesen en prontitud, celo y esmero a la defensa de sus familias y haciendas.[48]

Como vemos, las arengas de campaña eran necesarias para excitar el ánimo de los soldados; en esta, los motivos aludidos fueron el amor al real servicio, el bien de la patria y la defensa de sus familias y haciendas.

Frente a las tareas más resistidas por la tropa, como la construcción y reparación de los fuertes, los oficiales de las milicias debieron implementar diversas estrategias para retener a los soldados. En particular, los capitanes de blandengues, ante los reiterados atrasos de sueldos en que incurría la administración borbónica, debían valerse de la persuasión e, incluso, de su propio ejemplo para motivar a los soldados y que no desertasen. En 1774, frente a un nuevo atraso en los sueldos, el capitán Hernández logró que sus blandengues trabajaran en la reparación del fuerte de Salto valiéndose de palabras y poniéndose a la cabeza de la tarea.[49]

Otra de las tareas resistidas era el entierro de cadáveres, trabajo por el que los oficiales milicianos debieron gratificar a los soldados. En la primavera de 1777, un grupo de “indios infieles” invadió una tropa de 14 carretas en el camino de las Petacas[50], lo que dejó el mortífero saldo de 16 víctimas fatales. Entre los despojos, se hallaron libros, muebles y tercios de yerba “de los cuales se repartió uno que estaba a la mitad a los soldados de Milicias”, quienes habían trabajado en enterrar los cadáveres.[51]

En otras ocasiones, los oficiales milicianos debieron pagar sueldos o entregar raciones de su propio peculio. El capitán Hernández también se vio precisado en más de una oportunidad de “socorrer esta compañía para su manutención y entretenimiento”.[52] Sin embargo, las palabras y las dádivas no siempre eran suficientes. En 1779, por la desesperada situación que se vivía, el capitán Hernández agregó diez hombres “por la fuerza” a su compañía de blandengues, aunque aclaró que de todos modos se les devengaría el sueldo.[53]

En 1777, la oficialidad miliciana dispuso la construcción de un nuevo fuerte en la Horqueta de Rojas, al noroeste de Salto. Para esta encomienda, el sargento mayor Diego Trillo dispuso de 29 hombres “entre trabajadores y soldados Milicianos […] sin distinguir unos de otros en este trabajo”.[54] El sargento mayor dijo haber precisado gratificar “sobradamente” a los trabajadores, dándoles yerba, tabaco, papel y “otras dádivas”, por lo que consiguió que “acabaran todo tan pronto”.[55] Más tarde, el mismo sargento mayor separó 30 soldados de las compañías que comandaba para guarnecer el fuerte de Rojas. Según Trillo, les encargó a los soldados “el más celoso esmero, celo y cuidado”, aunque debió retribuirlos con un sueldo igual al que gozaban los blandengues.[56]

Como vemos, el pago de sueldos y la entrega de dádivas fueron contemplados como una alternativa válida para retener a los milicianos. Sin embargo, medios más “tradicionales” para imponer disciplina no fueron dejados de lado. Prueba de las resistencias ejercidas por la población rural, la necesidad de prisiones y cepos fue repetida por las autoridades fronterizas. Cuando Trillo culminó la obra del fuerte de Rojas, dijo que en esa guardia “lo que más falta” hacía era un cepo, seis cadenas y seis pares de grillos.[57] Si quedan dudas sobre el sentido de estos elementos, el pedido se repitió luego de la fuga de un preso y de los soldados que salieron a su captura. En estas condiciones, los oficiales milicianos reclamaron “proveer esta Guardia de prisiones en particular de cepo pues sin ellos” no podía “haber mayor respeto”.[58]

Un límite estructural que encontraron las autoridades defensivas en la movilización de los pobladores eran los momentos álgidos del calendario agropecuario, lo que ratifica la identificación de los milicianos con los labradores y criadores de la campaña. En el verano de 1778, una vez concluida la obra del fuerte en la Horqueta de Rojas, el sargento mayor Diego Trillo no pudo retener a sus milicianos y trabajadores: “Toda esta gente con que me hallaba en esta fatiga todos a una voz me dijeron que ya no podían subsistir más y que todos tenían trigo que coger y diciendo esto se han ido dejándome solo”. En ese momento, Trillo mandó llamar a un sargento y un cabo para que trajeran soldados de sus compañías para la guardia del nuevo fuerte. Los suboficiales acudieron a la Horqueta de Rojas, pero sin soldados, y le expresaron al sargento mayor que “ninguno quería venir, que todos tenían trigo que coger”. En estas circunstancias, Diego Trillo permitió al teniente y al cabo retirarse diciéndoles, afligido, que “sin gente” él “no era nada”,[59] una declaración que hace nítida la base de su poder.

A su vez, en coyunturas de alta conflictividad o para la realización de expediciones tierra adentro, el sargento mayor de Arrecifes Diego Trillo, junto al capitán de blandengues de Salto Juan Antonio Hernández, colaboraron con el sargento mayor Martín Benítez del vecino partido de los Arroyos, aunando las fuerzas bajo su comando. En octubre de 1777, después del asalto indígena en el camino de las Petacas, los sargentos mayores Diego Trillo y Martín Benítez reunieron en la Horqueta de Rojas unos 130 y 200 hombres respectivamente, mientras que el capitán Hernández aportó 30 blandengues de Salto.[60] La expedición lanzó un ataque sobre la toldería en el que murieron tres varones y una mujer indígenas, además de un “cristiano paraguayo” que oficiaba de baqueano, sin que se hubiera experimentado, según informaban los oficiales, “la menor desgracia” de los suyos.[61]

Los oficiales milicianos recurrían a diversas prácticas de movilización para la realización de estas expediciones. Una de las formas de movilización más habituales era la promesa del botín. Las expediciones sobre las tolderías retribuían un jugoso botín en ganados y cautivos indígenas, y los oficiales solían repartir una parte entre la tropa. En la expedición de 1777 comandada por Hernández, Trillo y Benítez, se rescató la hacienda supuestamente hurtada en el Saladillo y se tomaron otros 700 caballos que tenían los indígenas. Además, se llevaron prisioneros a una mujer y a un muchacho. El capitán Hernández, como era habitual, procedió al reparto del botín entre los soldados, el que se componía no solo de los ganados, sino también de cautivos indígenas.[62] Así lo corrobora el maestre de campo Manuel Pinazo, tras haber hallado a un muchacho identificado como “auca” perdido en la frontera:

El Indiecito Auca que se halló junto a la Guardia de la Esquina considero se ha Huido de los nuestros, de aquellos que trajeron [los sargentos mayores] don Martín Benítez, y don Diego Trillo de sus expediciones y dieron a los que los Acompañaron.[63]

Otra práctica consuetudinaria era el saqueo del territorio vencido. Una expedición de 1778, comandada por Diego Trillo, sorprendió a una toldería al despuntar el alba. En el ataque murieron 14 varones y 20 mujeres indígenas, mientras que 45 “indios de chusma” fueron reservados como botín humano. Según la crónica, una vez que Trillo se halló “dueño del campo”, lo entregó “al saco de los soldados”, como era la práctica guerrera del Medioevo europeo. Trillo y su gente volvieron de la expedición con la “chusma”, más de 400 cabezas de ganado y “otros efectos” que lograron rescatar.[64]

En aquella ocasión, el sargento mayor dispuso que la “chusma” fuera puesta prisionera en el fuerte de Salto y le ordenó su custodia a un cabo de su compañía, quien desobedeció sus órdenes y llegó a amenazarlo con un fusil. Según el relato de Trillo:

[El cabo me responde] que no se hace cargo de ir donde le mando, le mando por dos, y tres veces me responde lo mismo, le mandé se quedase en esta guardia, responde no me conoce para nada, él a caballo, yo a pié quise atajarlo me abocó el Cañón del fusil, le agarré su Espada, y con ella le di tres palos, lo puse preso en el Cepo…[65]

En este caso, el cabo desobedeció la orden alegando que no conocía “para nada” al sargento mayor, al que llegó a amenazar con un arma desde su caballo. El sargento mayor, por su parte, castigó físicamente al cabo insubordinado y lo puso en el cepo. El episodio revela lo ambiguo de armar a los pobladores y la exigencia de estos de que, para cumplir sus órdenes, debían “conocer” desde antes a sus oficiales.

La agresiva política de la oficialidad miliciana generó un clima de inquietud en la frontera. A fines de 1778, en las compañías de Arrecifes se produjo una deserción masiva tras una invasión a la frontera. En esa ocasión, el sargento mayor Diego Trillo decidió aprehender a los “tumultuantes”, aunque detalló con qué dificultades:

… no pierdo tiempo de solicitar el Paradero de estos [desertores] de los cuales se hallan dos en estos Destinos, y para que todos juntos paguen su delito no los prendo a fin que no llegue a oídos de los ausentes […]. Yo personalmente tengo hecho el ánimo de prender estos tumultuantes pues en estos casos no hay que comisionar al que no sepa servir con toda legalidad pues no tengo de quien fiarme porque todos son parientes.[66]

Las palabras de Trillo demuestran las reiteradas estrategias de las que se valían los pobladores a la hora de evadir el castigo: el rumor pueblerino y la protección de los paisanos y parientes. Esto era posible por las características de los procesos de migración hacia la frontera, donde las familias desarrollaban patrones de asentamiento que las conectaban con una red parental.[67] Es decir, los oficiales debían comandar y disciplinar unas milicias sustentadas en densas redes de parentesco y paisanaje. “Todos son parientes”, dice Trillo.

Sin duda, el “amor al real servicio” no era suficiente para convencer a los vecinos de dejar sus casas y trabajos para servir como soldados en las milicias. La asistencia de los pobladores a las milicias y la disciplina que pretendían sus oficiales eran todo menos automáticas. Los pobladores opusieron un abanico de tácticas evasivas al servicio miliciano apoyadas en la superposición administrativa y jurisdiccional, el calendario agrícola, la protección de las redes de parentesco y paisanaje, los campos abiertos y la circulación de armas y caballos. Así lo señalaba el sargento mayor Trillo al gobernador: “Señor, es mucha la desidia de estas gentes para el Real Servicio”.[68]

Los oficiales y sargentos mayores de las milicias debieron concebir y desplegar una batería de prácticas de movilización para convocar a los pobladores, quienes tenían poderosos motivos y posibilidades para eludir el servicio miliciano. Una forma de atraer y retener soldados era mediante compensaciones materiales como el pago de sueldos, la entrega de dádivas, la promesa del botín y el saqueo de las tolderías arrasadas. Además, los oficiales milicianos se valieron de la persuasión para retener a sus soldados sobre la base de promesas, la predicación con el ejemplo o mediante arengas en campaña en las que los motivos aludidos eran el servicio al rey y la patria y la defensa de sus familias y haciendas. En las ocasiones en que los soldados desafiaron abiertamente a la autoridad, desobedeciendo las órdenes de sus oficiales a punta de fusil o de arma blanca, los oficiales milicianos se valieron de azotes, tiempo en prisión y cepo para reprimir la insubordinación y ofrecer un castigo ejemplar. Sin embargo, el uso de la fuerza no podía constituir una base permanente y previsible de poder. Este se basaba en la capacidad de convocatoria de los oficiales, quienes debían demostrar las relaciones sociales previas que los unían a sus soldados como requisito a la pretensión de ser obedecido.

Enemigos íntimos: las relaciones interétnicas en la frontera

Además de su capacidad de movilización, la oficialidad miliciana demostró un profundo conocimiento del mundo indígena y una voluntad de intervenir en él con el fin de asegurar el control político de la frontera. El tratado de Laguna de los Huesos de 1770 y la relativa paz que trajo a la frontera le valieron al sargento mayor Manuel Pinazo su nombramiento como maestre de campo de todas las milicias y consolidó al poder miliciano en la toma de decisiones en la frontera. El poder de esta red política urdida desde Luján se basaba en la capacidad de convocatoria de los pobladores a las milicias y fue además concertado con una parte del mundo indígena.[69] Paulatinamente, el poder miliciano se fue autonomizando en la toma de decisiones en la frontera, tanto de las llamadas “asambleas de efectivos regulares”, como de las directivas del propio gobernador.

El tratado de Laguna de los Huesos de 1770 no ha sido ignorado por la historiografía, que lo ha analizado bajo la figura del “tratado de paz”, entendido este como armisticio.[70] Un análisis contextual y documental más detenido que destaque la agencia y las fisuras tanto al interior del mundo indígena como del mundo cristiano puede revelar la insuficiencia de considerar el tratado de Laguna de los Huesos como un simple armisticio bajo las condiciones impuestas por la autoridad colonial. Por el contrario, el tratado de 1770 implicó una alianza militar entre la oficialidad miliciana y los “aucas” de Lepín Nahuel, en la que los jefes milicianos de la frontera quedaron comprometidos en una serie de conflictos que larvaba al mundo indígena.[71]

En efecto, la solicitud de paz de los caciques “aucas” acaudillados por Lepín fue presentada al gobernador Francisco de Bucarelli en 1770. El gobernador le envió al sargento mayor Manuel Pinazo las cláusulas que los caciques debían aceptar como condición de paz, entre las que se encontraban la entrega de un hijo de Lepín como rehén y el compromiso de los caciques de hacer acatar el acuerdo al cacique “pampa” Rafael Yahatí o traer su cabeza a la frontera. En caso de que no aceptaran estas duras condiciones, Bucarelli instruyó a Pinazo para que los caciques fueran castigados “con la mayor severidad posible para su escarmiento”.[72]

En la frontera las cosas tenían, sin embargo, un cariz diferente. En el otoño de 1770, un grupo de oficiales milicianos conducidos por el sargento mayor Manuel Pinazo de Luján y 12 caciques “aucas” encabezados por Lepín Nahuel se reunieron en la Laguna de los Huesos y negociaron los términos de una posible alianza. Allí, los caciques aceptaron las condiciones de la paz dispuestas por el gobernador, las que, según Pinazo, les fueron explicadas “clara y distintamente” en su idioma. Sin embargo, se introdujeron dos modificaciones a lo dispuesto por Bucarelli. En primer lugar, Lepín afirmó no tener hijos para entregar como rehenes, por lo que remitió a un sobrino suyo. En segundo lugar, en vez del “pampa” Rafael, era el cacique “auca” Guayquitipay quien, “por bien o por mal”, sería obligado a aceptar el acuerdo.[73] El sentido de estas modificaciones es inequívoco. En Laguna de los Huesos, los oficiales milicianos prometieron a Lepín que sus enemigos serían enemigos de los cristianos, así como los enemigos de los cristianos serían los del cacique.[74] De esta manera, quedaba establecida la alianza guerrera entre los “aucas” de Lepín y las fuerzas milicianas que respondían a Manuel Pinazo.

Como resultado de la alianza sellada en mayo de ese año, en la primavera de 1770 una expedición de composición hispano-indígena comandada por el sargento mayor Manuel Pinazo partió desde Luján hacia tierra adentro. La conexión con el tratado suscripto cinco meses antes se vislumbra en la composición y los objetivos de la expedición. Del lado indígena, marcharon casi 300 “aucas” armados con lanzas y bolas conducidos por 13 caciques, siete de los cuales habían estado presentes en la Laguna de los Huesos, entre ellos su “principal”, Lepín Nahuel. Del lado de los cristianos, la expedición estaba compuesta por el sargento mayor Manuel Pinazo y los capitanes Joseph Vague y Juan Antonio Hernández –también presentes en Laguna de los Huesos– y otros seis oficiales –todos vecinos de Luján–, junto a 166 soldados de milicias y blandengues. El objetivo principal de la expedición era dar con el cacique Guayquitipay. Su toldería se hallaba en las sierras del sudeste pampeano y contaba con unos 1.500 habitantes. Antes de acometer a Guayquitipay, la expedición hizo un gran rodeo en busca de los tehuelches –también enemigos de los “aucas”–, pero no lograron dar con ellos, ya que estos advirtieron su presencia y se retiraron tierra adentro. Al no encontrarlos, la expedición se despachó contra un potrero perteneciente a los tehuelches cerca del río Quequén, acción en la que fueron muertos más de 100 hombres. Posteriormente, las fuerzas aliadas se dirigieron al territorio de las serranías, donde se hallaba la toldería de Guayquitipay, a la que atacaron por sorpresa en la madrugada del 29 de noviembre, asalto en el que mataron a más de un centenar de guerreros “aucas”, incluyendo a su cacique principal, y cautivaron numerosa “chusma”.[75]

El tratado de Laguna de los Huesos y la expedición de 1770 consolidaron a la facción de los Nahuel dentro del mundo “auca” y al poder miliciano en la frontera. A fines de ese año, el cacique Lepín Nahuel falleció de viruelas, y pronto Lincon Nahuel fue reconocido como “cacique principal de las pampas”, un título que desde la época de Cacapol entregaban las autoridades coloniales a sus caciques aliados junto a un “bastón de mando”.[76] En efecto, Lincon aportó el contingente más grande de guerreros a la expedición y tomó gran protagonismo en las acciones bélicas, tanto por su actuación individual, como por las capacidades logísticas que su toldería brindaba. Asimismo, la relativa tranquilidad que se vivió en la frontera tras el “tratado de paz” y la expedición hispano-indígena fue recompensada a Manuel Pinazo con su designación como maestre de campo de todas las milicias rurales de Buenos Aires. A su vez, Manuel Pinazo ascendió a Joseph Vague y Juan Antonio Hernández, vecinos de Luján que formaron parte de la expedición, como capitanes de blandengues (antes eran capitanes de milicias y, por lo tanto, no percibían un sueldo) de Luján y Salto, respectivamente.

A fines de 1773, el maestre de campo Manuel Pinazo escribió al gobernador Juan Joseph de Vértiz para desearle un “feliz éxito” en la expedición que iba a emprender, asegurándole que, en la frontera de Buenos Aires, no ocurría en ese momento “novedad alguna particular”.[77] Pese a la tranquilidad que quiso transmitir Pinazo, la concordia establecida con algunos grupos indígenas tras el tratado de Laguna de los Huesos comenzaba a resquebrajarse. Esa primavera unos “doscientos” indígenas atacaron una tropa de mulas que llevaba aguardiente a Buenos Aires en el sitio conocido como El Zapallar, cerca de Melincué en el sur de Santa Fe, con un saldo de cuatro muertos y tres peones tomados cautivos. Los sargentos mayores de milicias Diego Trillo y Martín Benítez y el capitán de blandengues Juan Antonio Hernández fueron destacados en el área. Poco pudieron hacer más que recolectar las petacas rotas y los sacos vacíos y dar sepultura a los cuerpos muertos.[78]

Las líneas por las que ese precario equilibrio se iba a romper estaban marcadas de antes y tenían su origen en la política de la tierra adentro indígena. Ello se demostró en la crítica coyuntura de 1774. En marzo de ese año, feneció el gran cacique Lincon Nahuel, quien, como vimos, había ganado la posición de “cacique principal” en alianza con los cristianos. La desaparición de Lincon trajo incertidumbre sobre su sucesión y, por lo tanto, sobre la alianza con los cristianos y la quietud de la frontera. Muy pronto, el maestre de campo Manuel Pinazo escribió al gobernador Juan Joseph de Vértiz sobre la conveniencia de entregar el bastón de “cacique principal” a Naval-Pan, hijo de Lincon Nahuel, presente también en la expedición de 1770. En esa carta, Pinazo se refería a Naval-Pan como uno de sus “amigos” y creía que, favoreciendo al hijo de Lincon en la lucha por la sucesión, sería “introducida la envidia” entre los caciques para que “entre ellos” tuvieran “sus quimeras”.[79]

En agosto de ese crítico año, en un oscuro episodio, el cacique “rancachel” Toroñan fue tomado prisionero en Luján por los hombres de Pinazo.[80] Implacable, pocos días después Pinazo dio orden al capitán Juan Antonio Hernández y al sargento mayor Diego Trillo de atacar a los parciales de Toroñan.[81] El maestre de campo hacía una distinción geográfica entre los indígenas al sur del camino a Salinas, los que eran “confederados y aliados”, mientras que los que se ubicaban al norte de tal camino debían considerarse enemigos y tenía que “pasarse a cuchillo” a todos los mayores de ocho años, lo que motivó la atribulada consulta del capitán Hernández al gobernador sobre “si deberé observar dicha orden”.[82] El gobernador lacónicamente le contestó que se atuviera a lo que dispusiera Pinazo.

En esos días, Manuel Pinazo recibió repetidos avisos de informantes indígenas sobre una eventual invasión de los “rancacheles” sobre la frontera. El maestre de campo era partidario de la opción de avanzar sobre ellos e insistió en la necesidad de adelantarse al anunciado golpe.[83] El gobernador Vértiz, por el contrario, opinaba que la prisión de Toroñan y otros caciques disuadiría a los indígenas de perpetrar cualquier ataque, ya que correría riesgo la vida de aquellos, por lo que ordenó no tomar otra providencia más que reforzar las guardias hasta estar ciertos de los propósitos de los indígenas. La sensata opinión de Vértiz se apoyaba en un informe que decía que Catuén y Willawiñan (hijo y hermano de Toroñan, respectivamente) se oponían a atacar la frontera por no “agravar más el asunto, y poner los Presos en riesgo de que los Degollasen” al menos hasta ver “si los españoles le cumplían la palabra” de devolver a los caciques presos.[84] Pinazo, partidario de una acción ofensiva, acató las órdenes, aunque aclaró que lo hacía “con bastante dolor de [su] Corazón”.[85]

Sin embargo, el tenaz maestre de campo aprovechó las prolongadas ausencias del gobernador de la capital para lanzar expediciones ofensivas contra los “rancacheles”, decididas en consejos de guerra ad hoc de composición netamente miliciana y con el aval del teniente de rey. En efecto, en 1775 Pinazo encabezó una expedición contra los “rancacheles” que duró 47 días y tuvo como saldo 40 varones y cuatro mujeres indígenas muertos y 16 tomados cautivos. Los oficiales de la expedición se repartieron la “chusma” y un botín compuesto por ganados y otros enseres. Durante la primavera de 1776, otra junta de guerra decretó una nueva expedición que partiría con más de 1.000 soldados de milicias al mando de Manuel Pinazo, los capitanes Joseph Vague y Juan Antonio Hernández y el sargento mayor de La Matanza (en el sur de la jurisdicción) Clemente López Osornio. En dos ataques sobre las tolderías de la sierra del Cahirú y Laguna Blanca[86], perecieron más de 300 indígenas (entre ellos, siete caciques) y se tomaron 45 prisioneros y 127 “indios de chusma”.[87] Sin duda, estas expediciones asestaron un duro golpe a los “rancacheles”, a quienes se les atribuía los últimos asaltos sobre los caminos y que, fundamentalmente, no formaban parte de los acuerdos políticos de la frontera.

Las hostilidades, si no declaradas, estaban abiertas. Los saqueos de ganado, los episodios de asaltos a los caminos y las invasiones sobre la frontera comenzaron a sucederse con mayor asiduidad y virulencia, lo que culminó en los grandes malones de 1780. Las primaveras eran los momentos de mayor vulnerabilidad de la frontera debido a la reanudación del tráfico mercantil desde la cordillera y hacia ella. En la primavera de 1777, por ejemplo, fueron invadidas dos tropas de carretas. En el primero de los ataques, perecieron 31 personas en el camino de Buenos Aires a Punta del Sauce, al sur de Córdoba. En noviembre, otra tropa de carretas fue invadida en el camino de las Petacas. Los jefes milicianos destacados en el lugar de los hechos encontraron 16 víctimas fatales entre los despojos de muebles, libros y tercios de yerba desparramados. En 1778, el virrey, alertado por aquellos episodios sobre los caminos, emitió un bando para que las tropas siguieran “el camino de la Costa” y no fueran “por el de Melincué”, que se consideraba más riesgoso.[88] Pero, a fines de ese año, se produjo un nuevo ataque a dos arrias de mulas provenientes de Mendoza en el camino de Las Palmitas, al sur de Santa Fe.[89]

Los episodios de ataques sobre los caminos y la amenaza de una invasión a gran escala eran patentes. En noviembre de 1777, el comandante de Pergamino informó que una porción de indígenas se hallaba en las inmediaciones de Melincué “con designio de invadir todas estas fronteras, las de Areco y Salto”.[90] La inquietud generada en la frontera amenazaba con su despoblamiento. Aseguró que el fuerte estaba “hecho un refugio de todas las familias dispersas de estas campañas”, aunque “muchas de ellas” se habían pasado “a la costa con el motivo de los acaecimientos de los infieles”.[91] Ese año el teniente de rey autorizó el establecimiento de nuevos fuertes en Melincué y en Rojas, al noroeste de Salto, para proteger la circulación mercantil y las poblaciones de la frontera. Paralelamente, debido a las recientes invasiones en el sur de la jurisdicción, se fundaron los fuertes de Monte y Lobos.[92]

Las primaveras se presentaban conflictivas no solo por la reanudación del tráfico desde Cuyo y hacia él, sino también porque era la estación en la que se realizaba la expedición a Salinas Grandes en pleno territorio indígena.[93] Durante la expedición a Salinas de 1778, comandada por el capitán Juan Antonio Hernández, las guardias de Salto y Rojas fueron reforzadas con 30 milicianos y 17 dragones a cargo del sargento mayor Diego Trillo.[94] A pesar de las previsiones, en noviembre se produjo una invasión que Trillo no pudo resistir por las deserciones que se produjeron en sus compañías.[95] Pasado el malón, muchas familias se retiraron de la frontera, y las que quedaron de noche fueron “a recogerse del fuerte”, pues estaban “sumamente asustadas”.[96] Cuando el capitán Hernández regresó de la expedición a Salinas, comentó al virrey con pesadumbre: “Lo arruinado que han dejado esta frontera los Indios enemigos y de haberles robado a esta Tropa de mi cargo sus caballadas y demás haciendas”. La inquietud se había enfrascado en la frontera y amenazaba con despoblarla. Significativamente, en nota al margen, el virrey Juan Joseph de Vértiz apuntó: “Para hablar con Pinazo sobre este asunto”.[97]

En efecto, la agresiva política del maestre de campo Manuel Pinazo había llevado a un recrudecimiento de los ataques sobre la frontera, registrándose invasiones, arreos de ganados y ataques a los caminos de la frontera. El teniente de rey y los oficiales de milicias intentaron contener estas agresiones con nuevos fuertes y expediciones punitivas, pero las hostilidades abiertas amenazaban la circulación mercantil y el propio poblamiento de la frontera. Es en este punto en que Juan Joseph de Vértiz, devuelto a Buenos Aires empoderado como virrey, decidió tomar cartas en el asunto, y estableció una serie de cambios en la estructura de mando de la frontera que desplazaría al poder construido por la oficialidad miliciana de extracción local.[98]

Las trayectorias sociales de los oficiales de milicias

¿Cuál era el perfil social de los oficiales que accedieron a la plana mayor miliciana? En este apartado, hemos reunido información acerca de la procedencia, las actividades económicas, la actuación política, la sociabilidad y el patrimonio al morir de un grupo de 11 oficiales de milicias y blandengues del período comprendido entre 1766 –con la puesta en marcha de la reforma miliciana– y 1779 –cuando el virrey Vértiz introdujo una serie de cambios que afectaría justamente a la conducción de blandengues y milicias–. Se trata de los maestres de campo Juan Ignacio de San Martín y Manuel Pinazo, los sargentos mayores Pedro Joseph Acevedo, Martín Benítez, Clemente López Osornio, Francisco Sierra y Diego Trillo y los capitanes de blandengues Juan de Mier, Juan Antonio Hernández, Joseph Linares y Joseph Vague. Para ello hemos consultado fuentes tales como padrones, sucesiones, libros de alcabalas, registros del abasto de carnes, el archivo del Cabildo y fuentes secundarias, con el objetivo de analizar el perfil socioeconómico de los oficiales de milicias y blandengues y comprobar si existieron trayectorias de ascenso social apuntaladas por la participación en las milicias.

Tanto los oficiales de milicias como los capitanes de blandengues del período analizado pertenecían a lo que podríamos laxamente denominar las “clases propietarias” rurales. Igualmente, todos desarrollaron actividades ganaderas, y para la mayoría tenemos información sobre su incursión en el comercio. Casi todos eran propietarios de tierras, y la mayor parte de ellos tuvo pulperías, atahonas y carretas.

Los oficiales que accedieron a la plana mayor miliciana (esto es, maestre de campo y sargentos mayores) acusaban un perfil social muy definido y se contaban entre el puñado de las mayores fortunas conocidas para la campaña. Al momento de su muerte, los maestres de campo Juan Ignacio de San Martín y Manuel Pinazo acusaban bienes por 36.106 y 40.000 pesos respectivamente,[99] mientras que los sargentos mayores Diego Trillo y Pedro Joseph Acevedo testaron bienes por un valor neto de 37.484 y 28.663 pesos.[100] El sargento mayor Clemente López Osornio legó 9.268 pesos, pero únicamente contando su patrimonio rural (no tenemos datos sobre las propiedades urbanas que eran comunes en esta clase de hacendados).[101] En cuanto al sargento mayor Francisco Sierra, fue señalado en 1787 como “vecino el más rico de estos Pagos”, y se informó que su estancia en Arrecifes contaba “con su buena Casa, Oratorio, 6 ranchos contiguos, Atahona, y grande Arboleda de Duraznos con más de 40 personas de familia”.[102]

Además, estos oficiales de milicias eran grandes propietarios de tierra: Juan Ignacio de San Martín tenía dos chacras y cuatro estancias; Manuel Pinazo, una estancia en Luján y tierras en Escobar; Pedro Joseph Acevedo poseía una gran estancia productora de mulas en San Nicolás de alrededor de 17.000 hectáreas; Francisco Sierra tenía en su estancia “muy crecido el número de hacienda […] de todas clases”;[103] Martín Benítez era un gran propietario de tierras sobre el Arroyo del Medio en Santa Fe.[104] La estancia de Fontezuelas de Diego Trillo contaba con unas 17.000 hectáreas de superficie y más de 20 esclavos para trabajarla. La mayoría de ellos también tenía casas en la Ciudad. Es decir, en el caso de la plana mayor miliciana, estamos, sin duda, ante la élite socioeconómica de la campaña, fuertemente asentada en la tierra.

En el caso de los capitanes de blandengues, si bien también desarrollaban actividades económicas vinculadas a la ganadería y el comercio, su situación no era tan acomodada como la de sus colegas en las milicias. Por ejemplo, el capitán de blandengues Joseph Vague, de Luján, también tuvo pulperías, desarrolló actividades ganaderas y participó del abasto porteño de carnes.[105] Juan de Mier, capitán de blandengues de El Zanjón entre 1766 y 1777, era propietario de alrededor de 2.500 hectáreas de tierra, 700 cabezas de ganado vacuno y 70 yeguas con sus respectivas marcas, lo que lo convertía en un hacendado mediano en términos de la época.[106] Entre las propiedades del capitán Juan Antonio Hernández, quien llegó a ser comandante del cuerpo de blandengues, se cuentan una casa con pulpería en Salto, dos casas en Luján, mulas, carretas, atahonas y esclavos, lo que denota sus quehaceres en la producción y el comercio y su situación por lo menos próspera.[107]

Es decir, los oficiales de milicias y los capitanes de blandengues compartían un abanico de actividades económicas que incluía la cría de distintos tipos de ganados, el comercio rural y el acopio, transporte y abasto porteño de sal, granos y carnes, entre otras. En cierto sentido, su participación miliciana era el complemento ideal de sus intereses bien afincados en la frontera. Sin embargo, la evidencia indica que los segundos lo hacían a una escala menor que sus colegas de las milicias y con una menor capacidad para capitalizarse tal como lo harían los sargentos mayores y maestres de campo. En el caso de los capitanes de blandengues, el sueldo que percibían y el empleo permanente en su cargo no les impidieron desarrollar con mediano éxito otras actividades lucrativas. Sin embargo, no lograron acumular durante su vida patrimonios de la magnitud que alcanzaron los bienes legados por los maestres de campo y sargentos mayores de las milicias, lo que permite pensar que el empleo en los blandengues era poco atractivo para la élite socioeconómica. Desde otro punto de vista, esto también indica que, para subvenir una carrera exitosa en las milicias, se debía disfrutar de una situación acomodada.

La diversidad de actividades económicas y la situación patrimonial de los oficiales que integraban la plana mayor de las milicias rurales de Buenos Aires no deja dudas de que se trataba de quienes en la época se reconocían como hacendados, siendo los más ricos representantes del mundo rural, con inversiones comerciales y propietarios de grandes extensiones de tierra, ganados y esclavos.[108] El carácter de hacendados de los oficiales de milicias plantea el problema de la relación entre el perfil hacendado y el desempeño miliciano, es decir, si el rango de oficiales milicianos confirmaba una preeminencia social previa o si, por el contrario, el desempeño miliciano coadyuvó a una trayectoria de ascenso social. El historiador Juan Marchena Fernández, para el caso de Perú, sostiene que la reforma miliciana en la sierra peruana fue aprovechada por los hacendados para confirmar su preeminencia social con los honores anejos al cargo, el uso del uniforme y el ejercicio del fuero militar, sin que necesariamente desarrollaran una fatigosa carrera miliciana:

Los oficiales de las milicias eran seleccionados entre el patriciado urbano de las ciudades, o entre los hacendados más poderosos en el ámbito rural […]. En algunos casos, prácticamente nacían con el grado, y apenas si existían ascensos en el escalafón […] prácticamente toda la élite criolla se daba cita en la oficialidad miliciana.[109]

En el caso de la frontera de Buenos Aires, como en otras latitudes de Hispanoamérica, existían ciertos requisitos materiales para subvenir un cargo de oficial de milicias. La disponibilidad de tiempo libre y de los medios necesarios para proveerse (y proveer a la tropa) de armas, uniformes y caballos requería contar con cierto caudal económico. Sin duda, también, los honores del cargo y el fuero militar eran altamente atractivos para aquellos que desearan acompañar su enriquecimiento personal con cierta preeminencia social. La información aportada hasta aquí muestra que los oficiales de milicias, por lo menos aquellos que formaron parte de la plana mayor, lograron amasar las mayores fortunas terratenientes de la campaña. Pero, si hemos de decidir si –como en Perú– era la condición de hacendados la que habilitaba su empleo como oficiales de milicias, hemos de notar que, para gran parte de los oficiales de milicias bonaerenses, existen fuertes indicios de que el caso es el inverso, es decir, que la carrera miliciana coadyuvó a procesos de enriquecimiento y ascenso social que condujeron a su identificación como hacendados.

En primer lugar, los oficiales que alcanzaron la plana mayor lo hicieron luego de una larga carrera en las milicias, lo que descarta que hubieran accedido en forma “directa” a la oficialidad atraídos por el prestigio del cargo. En efecto, de los cuatro casos en los que contamos con información fehaciente sobre esta carrera, todos entraron en la milicia como soldados rasos, incluyendo al maestre de campo Manuel Pinazo, quien, antes de ser designado como tal, se desempeñó sucesivamente como soldado, cabo, capitán y sargento mayor de milicias de la Cañada de Escobar. También entraron a las milicias como soldados los sargentos mayores Martín Benítez (Martín ingresó al servicio en 1742 y pasó por las milicias santafesinas, cordobesas y bonaerenses antes de ser graduado sargento mayor), Diego Trillo (soldado, teniente y sargento mayor de milicias) y Juan Antonio Hernández (soldado, capitán de milicias, capitán y comandante del cuerpo de blandengues). Estos casos tienden a demostrar que el acceso a la oficialidad, más que constituir el patrimonio exclusivo de una élite social, culminaba una carrera exitosa en las milicias.

En segundo lugar, estos oficiales de milicias, si bien considerados blancos y por tanto miembros privilegiados de la sociedad, contaban con orígenes migrantes y relativamente humildes. Resulta difícil pensar en grandes hacendados sometiéndose a las órdenes de cabos y sargentos. De hecho, Manuel Pinazo, Juan Antonio Hernández y Diego Trillo eran pulperos cuando entraron a las milicias. Trillo y Hernández emigraron de la península con un escaso capital y se casaron en la frontera con jóvenes criollas hijas de pulperos y chacareros. Los orígenes de Martín Benítez en Santa Fe eran aún más humildes. El padrón de 1744 registra a Bertola Contreras, viuda de Pablo Benítez, a cargo de sus hijos Juan, Martín y José. En ese momento no eran propietarios de la tierra que ocupaban y la trabajaban personalmente para su manutención.[110] A fines de siglo, Martín Benítez era vecino de San Nicolás de los Arroyos y un gran propietario de tierras sobre el Arroyo del Medio en Santa Fe.[111] Es decir, la mayoría de los oficiales de milicias demuestra un franco proceso de ascenso socioeconómico en su ciclo vital.

Al lado de estas trayectorias de ascenso, existían oficiales de milicias que parecen haber tenido una base de sustentación económica sólida previa a la ocupación del cargo. Por ejemplo, Clemente López Osornio, sargento mayor de La Matanza entre 1765 y 1779, contaba con cerca de 10.000 hectáreas en el pago de Magdalena antes de la ocupación del cargo. Durante su desempeño como oficial miliciano, obtuvo dos mercedes de tierra y aumentó su patrimonio fundiario a 17.000 hectáreas. Además, su familia tenía una tradición de relación con las milicias y arraigo en el pago.[112] Por su parte, el maestre de campo Juan de San Martín (quien ocupó ese cargo entre 1764 y 1771) también provenía de un linaje miliciano –su tío llegó a ser maestre de campo– y además fue regidor del Cabildo de Buenos Aires.[113]

Es decir, entre los oficiales de milicias bonaerenses, predominaban las carreras de ascenso socioeconómico, pero también existían casos que provenían de familias patricias de tradición miliciana y terrateniente. Los integrantes del primer grupo tenían una más marcada vinculación con el comercio, aunque eso no les impidió capitalizarse en tierras, ganados y esclavos cuando las circunstancias lo requirieron y permitieron. Es posible que el acceso a la oficialidad miliciana abriera canales para el ascenso social y la amalgama de una élite rural terrateniente y comerciante.[114]

De alguna forma, Manuel Pinazo sintetiza ambas vertientes de reclutamiento social de la oficialidad miliciana. Su figura fue varias veces revisitada por la historiografía. Hombre fuerte de la frontera en el período 1766-1779, Manuel Pinazo nació en Buenos Aires, ingresó a las milicias de la Ciudad y hacia 1750 se instaló con una pulpería en la capilla Nuestra Señora del Pilar. En esos años adquirió sus primeras tierras (unas 1.000 hectáreas) en la Cañada de Escobar, y en 1760 fue nombrado capitán de milicias del partido. Participó de la expedición a Colonia de Sacramento comandada por Pedro Cevallos, donde obtuvo el favor del gobernador. Llegó a ser sargento mayor de milicias de Cañada de Escobar y maestre de campo de las milicias rurales de Buenos Aires. Además, fue alcalde ordinario del Cabildo de Luján, participó del Gremio de Hacendados y comandó varias expediciones a Salinas. Cuando redactó su testamento en 1794, Pinazo dejó dos casas, dos lotes urbanos, una estancia en Luján y tierras en Escobar, con un granero y 12 esclavos, un patrimonio valuado en unos 40.000 pesos que forjó combinando la producción, la comercialización y la percepción de rentas.[115] En su trayectoria se vislumbra tanto el origen patricio y el arraigo local propios de la oficialidad miliciana de viejo cuño, como la cristalización de las oportunidades de ascenso social que ofrecía la frontera.

En tercer lugar, el desempeño miliciano parece haber tenido una incidencia directa en la acumulación y el crecimiento patrimonial de estos oficiales. La coincidencia, en el caso de algunos oficiales, de una extensa carrera miliciana, construida desde los escalafones más bajos, con una trayectoria de movilidad social ascendente no demuestra, por sí sola, que una y otra estuvieran relacionadas. El análisis de un caso, el del sargento mayor Diego Trillo, permitirá mostrar los vínculos que podían existir entre una carrera en las milicias, la acumulación económica y el reconocimiento social como hacendado.

Diego Trillo[116] fue sargento mayor de las milicias de Arrecifes entre 1773 y 1779, cargo al que llegó luego de 13 años de carrera miliciana. De origen andaluz,[117] Diego se casó en 1759 con una criolla en la parroquia de Arrecifes. En ese momento, Trillo contaba con 1.000 pesos de capital (lo que equivalía a una pulpería y una casa modesta), mientras que la familia de su mujer aportó una pequeña dote. Al año siguiente, Trillo entró en la compañía de milicias de Arrecifes. Diez años después, ya era un próspero comerciante, dueño de dos pulperías en Pergamino, y teniente de la compañía de milicias de Arrecifes, lo que le otorgaba el fuero militar. Además de las pulperías, Trillo comerciaba en la ruta Cuyo-Buenos Aires y también se lo vinculaba al contrabando de cueros. En 1773, Diego Trillo fue ascendido a sargento mayor de las milicias de Arrecifes, Pergamino, Tala y Hermanas.

En el período que fue sargento mayor, Diego Trillo comandó varias expediciones sobre las tolderías, particularmente en el bienio 1777-1778, en las que los cristianos se apropiaron de gran cantidad de ganado y cautivos indígenas que fueron repartidos para el empleo doméstico y agropecuario. Asimismo, participó como carretero de las expediciones a Salinas Grandes en 1774, 1778, 1786, 1790, 1798 y 1800, en las que los transportistas no solo aprovechaban para abastecerse de sal, sino también para vender sus productos en el mundo indígena. Además, como jefe miliciano, Trillo estaba encargado de las periódicas “recogidas de ganado” del partido, al término de las cuales se devolvía a cada dueño el ganado de su marca, mientras que el ganado orejano o de marcas no reconocidas se repartía entre los participantes.[118] Una de las últimas tareas de envergadura que llevó a cabo Diego Trillo como sargento mayor fue la construcción de un fuerte en Rojas, obra que culminó a fines de 1777. Trillo fue quien seleccionó su emplazamiento en el sitio de una horqueta que formaban el río Rojas y el arroyo Dulce, cuyas aguas permanentes y la fertilidad de sus pastos eran aprovechadas por los carreteros que viajaban a Mendoza y San Juan con yuntas de bueyes y por los hacendados de Arrecifes y los Arroyos en tiempos de sequía. Diego Trillo era ambas cosas, carretero y hacendado, o al menos se estaba convirtiendo en ello.

A la par de su desempeño como oficial en las milicias, Trillo conformó una estancia ganadera en Fontezuelas, un paraje intermedio entre Arrecifes y Pergamino, que comenzó a producir carnes para el abasto porteño, mulas para el mercado altoperuano y cueros para los mercados de ultramar. En 1775, Trillo compró sus primeras 1.500 varas de tierra (unas 2.000 hectáreas). En ese momento tenía menos de 300 cabezas de ganado vacuno. Tres años después, en 1778, cuadriplicaba la cantidad original con más de 1.200 vacunos. En esos años, Trillo participó del abasto porteño de carnes, despachó mulas al Alto Perú y puso varias pulperías, una en la estancia de Fontezuelas y otras en los pueblos de Arrecifes, Pergamino y Rojas. Para 1780, Trillo había septuplicado las tierras de su propiedad, que pasaron de 1.500 a 10.500 varas (unas 14.000 hectáreas).

Marginado de su cargo de sargento mayor en 1779, Diego Trillo no abandonó la esfera pública. En 1786[119], ya fuera de las milicias, Trillo fue elegido como alcalde de la hermandad de Pergamino en 1786 y de Arrecifes en 1794 y 1795. Además, participó del Gremio de Hacendados junto a colegas suyos de las milicias como Manuel Pinazo y Clemente López Osornio. A principios del ochocientos, Diego Trillo era vecino de Buenos Aires y propietario de tres casas en la Ciudad, una casa con pulpería en el pueblo de Arrecifes y una enorme estancia en Fontezuelas, con miles de animales entre vacunos, equinos, mulas y ovejas y más de 20 personas esclavizadas. Cuando murió, en 1802, don Diego Trillo fue amortajado con el hábito de la Tercera Orden franciscana y sepultado en la iglesia de la Merced de Buenos Aires, privilegio reservado a los miembros de la élite porteña.

Desde su arribo a tierras americanas, Diego Trillo tuvo un franco ascenso social que le permitió pasar de simple pulpero rural a potentado vecino y hacendado de Buenos Aires, cuando lo encontró la muerte. La actividad económica de Trillo estuvo definida por la existencia de dos etapas diferenciables por la magnitud y el carácter de sus negocios. El paso de la etapa de pulpero a la de hacendado estuvo marcado por la actuación de Diego Trillo como sargento mayor de milicias. Como puede adivinarse, las actividades y diversas funciones asignadas a los oficiales de milicias otorgaban oportunidades para acrecentar o proteger su propio patrimonio económico. En el caso de Trillo, la participación en expediciones tierra adentro, con su apropiación de ganado y mano de obra indígenas, y la injerencia en la política de frontera tenían directa relación con sus intereses económicos.

Por último, vale destacar que la oficialidad miliciana compartía instituciones y espacios de sociabilidad formal e informal que ponían en circulación ideas y valores, acendrando su capacidad de actuar como grupo. Las expediciones hacia la tierra adentro indígena, ya fueran exploratorias, en busca de sal o campañas punitivas, daban la oportunidad para que los oficiales milicianos de distintos partidos convivieran semanas enteras e, incluso, meses. En efecto, de los 11 oficiales estudiados, casi todos participaron de las expediciones a Salinas como comandantes o carreteros, excursiones que tenían dos meses de duración durante los que se acampaba en pleno territorio indígena. Asimismo, las actividades económicas de estos oficiales milicianos seguramente los reencontraban en los mercados y rutas mercantiles.

Además, los oficiales de milicias no despreciaron otras esferas de actuación pública. Los oficiales de milicias no solo desarrollaban actividades económicas propias de los hacendados, sino que se organizaron corporativamente como tales. Al menos cuatro de los oficiales analizados formaron parte del Gremio de Hacendados, y uno de ellos, el sargento mayor Clemente López Osornio, lo hizo como apoderado.[120] Desde el gremio, los hacendados formularon distintas propuestas acerca de la gestión del mundo rural y de su frontera. En 1791, por ejemplo, en medio de una prolongada sequía, los hacendados firmaron una petición al Cabildo de Buenos Aires para recoger los ganados dispersos, vender los cueros de los animales muertos y crear un tribunal contra vagos y “agregados” bajo su jurisdicción. En los últimos años virreinales, el Gremio de Hacendados tuvo un rol fundamental en la formulación del proyecto de avanzar la frontera.[121]

Los oficiales de milicias también se desempeñaron en la esfera de la justicia civil, especialmente después de 1779, cuando muchos de ellos fueron expulsados de la plana mayor miliciana y encontraron en la división jurisdiccional de 1785 una nueva esfera de actuación pública. Por lo menos dos de los oficiales estudiados fueron regidores del Cabildo de Buenos Aires, y tres de ellos, alcaldes de la Santa Hermandad, brazo de la justicia capitular en el mundo rural. Otro espacio de sociabilidad compartido por los oficiales milicianos fueron las terceras órdenes mercedaria y franciscana presentes en la frontera de Buenos Aires.[122]

Incluso, entre algunos oficiales de milicias, existían vínculos personales de amistad y compadrazgo. Por ejemplo, el sargento mayor Diego Trillo era amigo personal de Pedro Joseph Acevedo, quien fue jefe miliciano, juez y hacendado de los Arroyos. Trillo también se convirtió en compadre del capitán Juan Antonio Hernández después del bautismo del hijo de este en una sencilla ceremonia en el fuerte del Salto. Por su parte, los sargentos mayores Martín Benítez y Pedro Joseph Acevedo fueron consuegros por el casamiento del hijo del primero, Tomás Aquino, con María Leonor Acevedo, hija del potentado de los Arroyos.

Es decir, los oficiales milicianos reunían una serie de rasgos en común que permite definirlos como un grupo social que compartía vínculos interindividuales, espacios de sociabilidad e ideales corporativos. La carrera miliciana podía ser aprovechada por un determinado sector del mundo rural para la acumulación originaria y el ascenso social de una clase de hacendados. Este ascenso social no estaba abierto para todo el mundo. Se requerían ciertas condiciones materiales para sostener una carrera miliciana exitosa, tales como la disponibilidad de tiempo libre y de recursos económicos para abastecer a la tropa, por lo que esas oportunidades solo podían ser evaluadas y aprovechadas por individuos con cierto nivel socioeconómico (particularmente, pulperos y pequeños productores) y conectadas a determinadas coyunturas regionales de prosperidad comercial. Es por ello por lo que el período entre 1770 y los primeros años virreinales fue aprovechado por algunos oficiales de milicias, que eran a la vez comerciantes de mediano fuste, para capitalizarse en tierras, ganados y mano de obra forzada. Corridos de las milicias por las reformas que introdujo el virrey Vértiz en la frontera,[123] estos nuevos hacendados encontrarían otras esferas de actuación para defender sus intereses en la justicia rural y en el Gremio de Hacendados, convirtiéndose y ayudando a amalgamar a un importante actor social de la sociedad bonaerense de fines de siglo.

Conclusiones

La reforma militar llegó al Río de la Plata en el contexto de la guerra de los Siete Años, cuyas nuevas modalidades y calamitoso fin obligaron a la Corona a un replanteamiento del sistema defensivo americano. Los Borbones buscaron crear un “ejército de reserva” a partir de la universalización del servicio de milicias cuya disciplina y conducción quedarían en manos del Ejército regular. En 1764, la Corona despachó al gobernador de Buenos Aires una “Real instrucción para la formación de milicias provinciales”, que disponía la convocatoria universal de los varones libres a las armas y su conducción por elementos veteranos del Ejército. En el caso de Buenos Aires, tanto en la Ciudad como en la frontera existían antecedentes de formación de milicias y de su movilización reciente, por lo que la novedad de “Real instrucción…” no era tanto la generalización del servicio miliciano, sino el intento de disciplinar las compañías existentes, orientándolas hacia los objetivos político-bélicos de la Corona, y respaldar la ejecución de políticas reformistas con el envío de efectivos del Ejército regular.

En la frontera, las compañías de milicias provinciales englobaron a la práctica totalidad de la población masculina adulta. Sin embargo, el objetivo de disciplinarlas y obtener un “ejército de reserva” fue coartado por una estructura de mando fallida. Las asambleas –diseñadas para el comando y adoctrinamiento de las milicias y compuestas oficiales del Ejército peninsular– no lograron consolidar su autoridad en la frontera. Los comandantes militares, en pos de imponer políticas de la Corona tales como la lucha contra el contrabando, debían reprimir prácticas consuetudinarias de los vecinos y pobladores. De esta manera, los comandantes, más que “todopoderosos” de la frontera, eran elementos extraños a la comunidad de vecinos enrolados en las milicias, lo que erosionaba a un tiempo su capacidad de mando en las milicias y de gobierno sobre los pueblos.

Este vacío de poder local fue ocupado por una oficialidad miliciana de extracción local, compuesta por hacendados y comerciantes rurales, quienes eran los encargados de la movilización efectiva de los pobladores a las armas. Los pobladores demostraban una gran capacidad de resistencia autónoma; ellos no resentían tanto el servicio miliciano en sí, sino que disputaban el sentido de lo que se entendía por “servicio al rey”, rechazando ciertas tareas ingratas, defendiendo su tiempo de trabajo durante la cosecha o velando por el cumplimiento de las condiciones de movilización pactadas. En estos casos, los pobladores podían eludir las convocatorias, desertar de las filas o desafiar abiertamente a la autoridad, tácticas evasivas amparadas en las redes parentales y vecinales, el abrigo de los campos y la disponibilidad de armas y caballos.

Si bien la oficialidad miliciana no dudó en utilizar la coerción en casos de desafío abierto a la autoridad, los oficiales de milicias pusieron en práctica métodos de movilización a ras del suelo que se basaban no tanto en el uso de la fuerza, sino en la activación del lazo social previo, la persuasión y la recompensa material a los milicianos. Además, para aumentar su potencial ofensivo, los oficiales colaboraron entre sí con milicias y blandengues de distintos partidos, llevando de esta manera a la articulación de sus respectivos territorios. Esto le permitió a la oficialidad miliciana construir un poder territorial basado en el manejo de las redes parentales y vecinales que eran, en sustancia, sobre las que descansaban las milicias, capital social del que los comandantes militares de los fuertes carecían.

La capacidad de movilización de los pobladores a las milicias, junto al conocimiento del mundo indígena y la voluntad de intervenir en él, permitieron la consolidación y autonomización del poder territorial miliciano. El poder miliciano así consolidado progresivamente se autonomizó de las directivas de la gobernación y de las asambleas y llevó adelante una agresiva política de expediciones militares sobre las tolderías. La respuesta indígena no se hizo esperar, y en esos años se reavivaron los saqueos de ganados, los ataques a los caminos y las invasiones a la frontera, lo que culminó con el gran malón de 1780 en Luján. Cuando el recién creado virreinato del Río de la Plata tuvo que hacer frente a nuevos desafíos internos y externos, el virrey Vértiz no vería con buenos ojos la apertura de un nuevo frente de guerra en la frontera y llevaría a cabo una serie de reformas que apuntaban, en esencia, a disciplinar al poder miliciano.

En cuanto a la trayectoria social de estos oficiales milicianos, al término de sus carreras milicianas, la mayoría de ellos eran hacendados de reconocido fuste. Si bien algunos de ellos lo eran previo al ejercicio del cargo, provenientes de familias patricias terratenientes y de tradición miliciana, la mayoría de los oficiales atravesó un franco proceso de ascenso social de la mano de la carrera miliciana, y logró ubicarse dentro de la élite socioeconómica de Buenos Aires. El desempeño como oficiales de milicias favorecía de diversas maneras su acumulación económica y consolidación patrimonial, la capitalización de las redes vinculares que manejaban y el reconocimiento político por parte de la gobernación. Además, los oficiales milicianos se vincularon entre sí a través de lazos de amistad y parentesco y se encontraron en espacios de sociabilidad dentro y fuera de las milicias, en particular, en el Gremio de Hacendados, cuando este se formó. En este sentido, cabe destacar el valor de la frontera en la formación de este actor social, su capacidad de actuar como grupo y la conciencia de la identidad de sus intereses, convirtiéndose en un actor político-corporativo de relevancia durante el período virreinal.

Por estos motivos, la reforma militar en la frontera de Buenos Aires fue exitosa en alentar la formación de “milicias provinciales”, pero fallida en su objetivo de constituirlas como un “ejército de reserva” y un respaldo a las políticas gubernamentales. Como un efecto no buscado, la reforma dio nueva legitimidad y permanencia a la construcción de poder por parte de una oficialidad miliciana de extracción local. El poder miliciano se medía en la capacidad de movilización de los pobladores y de interlocución hacia el mundo indígena como dos formas de control del territorio. Los jefes milicianos, además, consolidaron sus trayectorias de ascenso social y se identificaron como hacendados. A partir de allí, fueron capaces de consolidar un poder territorial autónomo que se vería inaceptable en el nuevo esquema de poder virreinal.


  1. Ver Ruiz Ibáñez, José Javier, op. cit.
  2. El historiador José Javier Ruiz Ibáñez señala que existía en las ciudades de la Europa moderna una tradición de formación de milicias urbanas, como parte de una cultura política urbana de origen común que se expandió con la colonización europea. Ver ibid., p. 12.
  3. Kuethe, Allan J., “Conflicto”, op. cit., pp. 329-330.
  4. Ibid., p. 336.
  5. Entre ellos, puede mencionarse no solo la variable fiscal, sino también las dificultades en la recluta y el traslado hacia el continente americano y dentro de él y la resistencia de los oficiales peninsulares a destacarse en América. Ver Marchena F., Juan, “La defensa”, op. cit., p. 642.
  6. Ministro José de Gálvez al virrey de Nueva Granada. Citado en ibid.
  7. Ver Kuethe, Allan J., “Las milicias”, op. cit., pp. 105-110.
  8. Beverina, Juan, El Virreinato, op. cit., pp. 263-265.
  9. Reales Órdenes a Cevallos. Expediente sobre el envío de oficiales veteranos, tropas, armas y pertrechos, año 1764. Citado en Marchena F., Juan, Ejército, op. cit., p. 138.
  10. Ver Marchena F., Juan, “La expresión de la guerra: el poder colonial. El ejército y la crisis del régimen colonial”, en Carrera Damas, Germán (ed.), Historia de América Andina. Volumen 4. Crisis del régimen colonial e independencia, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar, 1996, pp. 88-89.
  11. Para el caso de la frontera norte novohispana, ver Ortelli, Sara, “Las reformas”, op. cit.; Rangel Silva, José Alfredo, op. cit.; Serrano Álvarez, José Manuel y Allan J. Kuethe, op. cit.
  12. Ver Kuethe, Allan J., “Las milicias”, op. cit., pp. 118-120.
  13. AGI, Buenos Aires, Fortificaciones, pertrechos de guerra y situados, leg. 525, 15 de diciembre de 1765.
  14. Eugenia Néspolo destaca la importancia del servicio miliciano para la definición de la “vecindad” en el mundo rural –que, en el caso de Luján, incluía la elección de Cabildo– y las oportunidades abiertas para el potenciamiento de autoridades civiles-milicianas locales. Ver Néspolo, Eugenia A., “La ‘frontera’”, op. cit.
  15. Fradkin, Raúl O., “Las milicias”, op. cit., pp. 144-146.
  16. Ver Alemano, María Eugenia, “Construcción de poder y ascenso social en una frontera colonial: el caso de Diego Trillo”, Revista ANDES, vol. 24, n.º 1, 2013, pp. 179-209.
  17. Ver capítulo 5.
  18. De acuerdo a Pablo Birolo, Cevallos solicitó a la Corte refuerzos de tropa veterana para su expedición, pero desde la península le contestaron secamente que contaba con más tropas de las que nunca había habido en Buenos Aires y que procurara aumentar las milicias. Ver Birolo, Pablo, op. cit., pp. 34-37.
  19. De los cuales 1.546 eran milicias de Buenos Aires y 1.146 eran milicias de guaraníes abocadas a tareas auxiliares. Ver Molina, Ignacio, Las milicias del Rey en el Río de la Plata: españoles, pardos e indios durante la Guerra de los Siete Años (1762-1763), tesis de Licenciatura en Historia, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 2021, p. 8.
  20. Ver capítulo 2.
  21. En 1753 y 1754, se llevaron a cabo sendas expediciones tierra adentro de las que participaron “gente miliciana y vecinos”, blandengues de Luján y Salto, milicianos “pardos” e incluso “indios amigos” del cacique Nicolás Bravo. En AGN, Sala xiii, Caja de Buenos Aires. Ramo de Guerra, leg. 41-7-4, libro de data.
  22. AGN, Sala ix, Teniente de Rey, leg. 28-9-1, 26 de noviembre de 1762. Manuel Pinazo llegaría a ser maestre de campo y acumularía un encomiable poder en la frontera.
  23. Para el Regimiento de Caballería Provincial, los datos son de AGI, Buenos Aires, Fortificaciones, pertrechos de guerra y situados, leg. 525, 30 de diciembre de 1768; para el Batallón de Infantería de Buenos Aires, son de AGN, Sala ix, Teniente de Rey, leg. 28-9-2, 1º de enero de 1767.
  24. En general, este era un beneficio común en la implementación de la reforma miliciana; por pasar a servir en las milicias, los oficiales veteranos ostentaban un grado o dos más alto que el que habían gozado en el cuerpo regular del que procedían. Ver Kuethe, Allan J., “Las milicias”, op. cit., p. 112.
  25. AGI, Buenos Aires, Fortificaciones, pertrechos de guerra y situados, leg. 526, 2 de marzo de 1771.
  26. Mayo, Carlos y Amalia Latrubesse, op. cit., pp. 47-48.
  27. Concolorcorvo, op. cit., p. 58.
  28. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 28 de octubre de 1771.
  29. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 9 de octubre de 1771.
  30. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 20 de septiembre de 1771.
  31. El pulpero Diego Trillo, sin ir más lejos, era teniente de una de las compañías de Arrecifes.
  32. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, f. 128, 6 de octubre de 1771.
  33. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, f. 154, 20 de noviembre de 1771.
  34. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, f. 198, 25 de febrero de 1772
  35. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 27 de abril de 1772.
  36. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 22 de noviembre de 1772.
  37. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 27 de octubre de 1777.
  38. Michel Foucault señala que, más que analizar el poder desde el punto de vista de su racionalidad interna, se trata de analizar las relaciones de poder a través del antagonismo de las estrategias de los sujetos: “Con el propósito de entender de qué se tratan las relaciones de poder, tal vez deberíamos investigar las formas de resistencia y los intentos hechos para disociar estas relaciones”. En Foucault, Michel, “El sujeto y el poder”, Revista Mexicana de Sociología, vol. 50, n.º 3, 1988, p. 7.
  39. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, f. 314, 19 de diciembre de 1772.
  40. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Fontezuelas, leg. 1-4-4, f. 766, 6 de mayo de 1774.
  41.  AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Fontezuelas, leg. 1-4-4, f. 775, 5 de septiembre de 1774.
  42. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Fontezuelas, leg. 1-4-4, f. 769, 10 de mayo de 1774.
  43. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Salto, leg. 1-5-2, 21 de noviembre de 1766.
  44. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Arrecifes, leg. 1-4-4, f. 774, 10 de octubre de 1774.
  45. Ver ut infra.
  46. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 10 de junio de 1774.
  47. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 18 de junio de 1774.
  48. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Salto, leg. 1-5-2, f. 272, 1 de septiembre de 1774.
  49. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Salto, leg. 1-5-2, f. 272, 1 de septiembre de 1774.
  50. Ver mapa 1 en el capítulo 1.
  51. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Cañada de Escobar, leg. 1-4-4, 5 de noviembre de 1777.
  52. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Salto, leg. 1-5-2, f. 332, 14 de enero de 1779.
  53. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Salto, leg. 1-5-2, 31 de enero de 1779.
  54. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Salto, leg. 1-5-2, f. 146, 3 de enero de 1778.
  55. AGN, Sala ix, Teniente de Rey, leg. 30-1-1, 3 de enero de 1778.
  56. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Salto, leg. 1-5-2, f. 333, 10 de enero de 1779.
  57. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Salto, leg. 1-5-2, f. 304, 1778.
  58. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Fontezuelas, leg. 1-4-4, f. 787, 28 de enero de 1779.
  59. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Salto, leg. 1-5-2, f. 146, 3 de enero de 1778.
  60. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 27 de octubre de 1777.
  61. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 3 de noviembre de 1777.
  62. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 3 de noviembre de 1777.
  63. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Cañada de Escobar, leg. 1-4-4, f. 495, 20 de mayo de 1779.
  64. Funes, Gregorio, op. cit., p. 234.
  65. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Salto, leg. 1-5-2, f. 302, 29 de octubre de 1778.
  66. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Salto, leg. 1-5-2, f. 313, 15 de diciembre de 1778.
  67. Moreno, José Luis y José Mateo, op. cit., pp. 50-51.
  68. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Salto, leg. 1-5-2, f. 333, 10 de enero de 1779.
  69. Néspolo, Eugenia A., “La “frontera”, op. cit.
  70. El historiador Abelardo Levaggi entiende que el tratado de paz fue el instrumento jurídico utilizado por las autoridades coloniales para poner fin al conflicto armado. Ver Levaggi, Abelardo, Paz en la frontera. Historia de las relaciones diplomáticas con las comunidades indígenas en la Argentina (siglos xvixix), Buenos Aires, Universidad del Museo Social Argentino, 2000, p. 19. Desde la antropología, Lidia Nacuzzi señala que dichos tratados, muchas veces vistos como elementos de aculturación y dominación por parte de los españoles, evocaban la suficiente ambigüedad como para que algunas de sus cláusulas resultaran beneficiosas para los suscriptores indígenas. Ver Nacuzzi, Lidia R., “Tratados”, op. cit., pp. 452-453.
  71. Ver Alemano, María Eugenia, “La prisión”, op. cit.
  72. AGN, Sala ix, Comandancia General de Fronteras, leg. 1-7-4, 5 de mayo de 1770.
  73. AGN, Sala ix, Comandancia General de Fronteras, leg. 1-7-4, f. 18, 20 de mayo de 1770.
  74. Citado en Taruselli, Gabriel D., “Alianzas y traiciones en la pampa rioplatense durante el siglo xviii”, Fronteras de la Historia, vol. 15, n.º 2, 2010, p. 380.
  75. Ver Hernández, Juan Antonio, op. cit.
  76. Ver capítulo 1.
  77. AGN, Sala ix, Comandancia General de Fronteras, leg. 1-7-4, f. 45, 4 de diciembre de 1773.
  78. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 28 de septiembre de 1773.
  79. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Cañada de Escobar, leg. 1-4-4, 29 de mayo de 1774.
  80. Sobre este acontecimiento, ver Alemano, María Eugenia, “La prisión”, op. cit.
  81. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Cañada de Escobar, leg. 1-4-4, 19 de septiembre de 1774.
  82. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Salto, leg. 1-5-2, f. 278, 3 de octubre de 1774.
  83. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Cañada de Escobar, leg. 1-4-4, 13 de marzo de 1775.
  84. Citado en Villar, Daniel y Juan Francisco Jiménez, “Los indígenas”, op. cit., p. 16.
  85. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Fontezuelas, leg. 1-4-4, 13 de marzo de 1775.
  86. Actual partido de Olavarría, Provincia de Buenos Aires.
  87. Ver Tabossi, Ricardo, Historia de la Guardia de Luján durante el período hispano-indiano, La Plata, Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires “Dr. Ricardo Levene”, 1989, pp. 109-110.
  88. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 2 de octubre de 1778.
  89. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 5 de noviembre de 1778.
  90. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 9 de noviembre de 1777.
  91. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 15 de noviembre de 1777.
  92. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Pergamino, leg. 1-5-6, 7 de octubre de 1777. La selección del emplazamiento y la construcción de estos fuertes estuvieron a cargo de la oficialidad miliciana. Ver Alemano, María Eugenia, “Construcción”, op. cit., pp. 189-190.
  93. Estas expediciones, no exentas de riesgos, eran acompañadas por una fuerte guardia miliciana, por lo que la frontera durante esas semanas era más vulnerable de lo habitual. Ver Taruselli, Gabriel D., “Las expediciones”, op. cit.
  94. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Salto, leg. 1-5-2, 9 de noviembre de 1778. La presencia veterana en la frontera no se limitaba ya solo a las asambleas, sino que fueron enviados muchos soldados de regreso de la expedición de Colonia del Sacramento.
  95. Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, Escribanía de Gobierno, leg. 13-1-1-11. “Proceso seguido contra Joaquín Galisteo por inobediencia a órdenes para salir en seguimiento de los infieles”, 1778.
  96. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Salto, leg. 1-5-2, 17 de noviembre de 1778.
  97. AGN, Sala ix, Comandancia de Fronteras. Salto, leg. 1-5-2, f. 317, 17 de diciembre de 1778.
  98. Ver capítulo 5.
  99. Sobre el perfil socioeconómico de Manuel Pinazo, ver Fradkin, Raúl O., “Los comerciantes de Buenos Aires y el mundo rural en la crisis del orden colonial: Problemas e hipótesis”, en Marchena F., Juan y G. Mira (comps.), De los Andes al mar: Plata, familia y negocios en el ocaso del régimen colonial español, Sevilla, 1992. Su trayectoria miliciana se puede seguir en Néspolo, Eugenia, Resistencia, op. cit., 485-533. La información respecto a Juan Ignacio de San Martín es extraída de Garavaglia, Pastores, op. cit., pp. 150 y ss.
  100. AGN, Sala ix, Sucesiones, n.º 867 (Pedro Joseph Acevedo); n.º 8456 (Diego Trillo). Para tener una idea de magnitud, la máxima fortuna rural que conocemos es la de Januario Fernández, hacendado de Magdalena, cuyos bienes al morir –que incluían dos estancias y propiedades urbanas– se valuaron en 52.788 pesos. Ver Mayo, Carlos A., Estancia y sociedad en la pampa 1740-1820, Biblos, Buenos Aires, 1995, p. 62.
  101. Sobre la trayectoria de Clemente López Osornio, abuelo de Juan Manuel de Rosas, ver Gresores, Gabriela, “Poder social y poder estatal. Los terratenientes de la Magdalena en la segunda mitad del siglo xviii”, Cuadernos del PIEA, n.º 5, 1998, pp. 15-52.
  102. De Amigorena, Joseph Francisco, op. cit., p. 9.
  103. Ibid.
  104. AGN, Sala ix, Sucesiones, n.º 4333 (Martín Benítez).
  105. AGN, Sala xiii, Libros de Alcabalas para pulperías y estancias, leg. 14-4-1.
  106. AGN, Sala xiii, Libros de Alcabalas para pulperías y estancias, leg. 14-3-6.
  107. Ver Andreucci, Bibiana, “Cinco generaciones en la campaña bonaerense. Patrimonio y reproducción social, siglos xviii al xx”, en Mallo, Silvia y Beatriz Moreyra, Miradas sobre la historia social en la Argentina en los comienzos del siglo xxi, Córdoba/La Plata, Universidad Nacional de Córdoba/Universidad Nacional de La Plata, 2008, pp. 435-451.
  108. En efecto, la historia rural rioplatense ha caracterizado socialmente a los hacendados por la propiedad de grandes extensiones de tierra, ganados y esclavos y la diversificación de sus actividades económicas. Ver Garavaglia, Juan Carlos, Pastores, op. cit., p. 326; Mayo, Carlos A., op. cit., pp. 70-71.
  109. Marchena F., Juan, Ejército, op. cit., pp. 107-108.
  110. AGN, Sala ix, Padrones de Buenos Aires, ciudad y campaña, leg. 9-7-5. Padrón de habitantes de la campaña de Buenos Aires, 1744.
  111. AGN, Sala ix, Sucesiones, n.º 4333 (Martín Benítez).
  112. Ver Gresores, Gabriela, op. cit., pp. 18-19.
  113. Garavaglia, Juan Carlos, Pastores, op. cit., p. 150.
  114. Como señala Alfredo Rangel Silva para el caso de la frontera norte novohispana, la guerra defensiva y el servicio miliciano fueron “vehículos de ascenso social, factores para la identificación de clase entre las élites y medio de acceso al poder político local”. En Rangel Silva, José Alfredo, op. cit., p. 139.
  115. Ver Fradkin, Raúl O., “Los comerciantes”, op. cit.
  116. Sobre la trayectoria social de Diego Trillo, ver Alemano, María Eugenia, “Construcción”, op. cit.
  117. Oriundo de Jerez de la Frontera, Sevilla.
  118. Ver Fradkin, Raúl O., “Ley, costumbre y relaciones sociales en la campaña de Buenos Aires (siglos xviii y xix)”, La ley es tela de araña. Ley, justicia y sociedad rural en Buenos Aires, 1780-1830, Buenos Aires, Prometeo, 2009, p. 129.
  119. El año anterior, el Cabildo de Buenos Aires subdividió la campaña en numerosos partidos cuya jurisdicción era ejercida por los alcaldes de la hermandad. Ver Barral, María E. y Raúl O. Fradkin, op. cit., pp. 30-32.
  120. Ver Fradkin, Raúl O., “El Gremio de Hacendados en Buenos Aires durante la segunda mitad del siglo xviii”, Cuadernos de Historia Regional, vol. 3, n.º 8, 1987, pp. 72-96.
  121. Ver capítulo 5.
  122. Las terceras órdenes eran espacios de sociabilidad asociativa que congregaban a laicos y eran comunes en espacios de frontera –donde, por lo general, lo que escaseaba era el clero secular– organizadas en torno a distintas advocaciones como, por ejemplo, el rescate de cautivos. Agradezco a la Dra. Laura Mazzoni la comunicación personal.
  123. Ver capítulo 5.


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