Sobre los usos de la imagen
Natalia Taccetta[1]
Introducción
A lo largo de toda su obra y especialmente en la saga sobre la figura del homo sacer, Giorgio Agamben ha desarrollado una compleja teoría sobre el poder soberano para deconstruir, entre otras cosas, las categorías políticas modernas y resituar la pregunta por la acción política en el ámbito contemporáneo. Es el pensamiento de Guy Debord el que le permitió, además, identificar la democracia contemporánea como sociedad del espectáculo, es decir, como aquella que se nutre de las aclamaciones y el consenso de la opinión pública puesta en escena y administrada por los medios de comunicación. Estas páginas exploran algunos aspectos de la noción de espectáculo a partir del planteo agambeniano y, para problematizar estas referencias, se confrontará con la perspectiva de Jacques Rancière y su idea de emancipación a fin de conformar un entramado complejo en torno a la mirada –del espectador del espectáculo democrático o del cine– y su posibilidad de conocimiento. Rancière expone en diversos trabajos una crítica a la definición de espectáculo de Debord –en efecto, acusa al situacionismo de exponer una versión banalizada de la crítica del consumidor democrático– y al modo en que pone en relación imagen, verdad, acción y pasividad. Sin embargo, los presupuestos que subyacen a su idea de emancipación parecen tener mucho en común con la propuesta que se plasmó en los films de Debord. Es a partir de la imagen cinematográfica que este propone despertar al espectador y volverlo consciente de su imposibilidad de salir; en algún sentido, es precisamente a partir de este punto que Rancière propone emanciparse. Se evaluará, entonces, si entre la asfixia y la confianza del ver, entre la separación y repartición de lo sensible, emerge una posibilidad responsable para el habitante del espectáculo.
I. Del gobierno glorioso
En El Reino y la Gloria. Una genealogía teológica de la economía y el gobierno. Homo Sacer II, 2 (2008) Agamben indaga sobre “los modos y las razones por los que el poder ha ido asumiendo en Occidente la forma de una oikonomia, es decir, de un gobierno de los hombres” (2008: 9). Se inscribe en el camino dejado por las investigaciones sobre la genealogía de la gubernamentalidad de Michel Foucault y reconstruye un paradigma que, aunque raramente haya sido estudiado fuera del ámbito estrictamente teológico, tiene una influencia fundamental en el desarrollo y orden global de las sociedades occidentales. Intenta mostrar que de la teología cristiana derivan en general dos paradigmas políticos antinómicos, pero conectados entre sí. Estos son: el de la teología política, que funda la trascendencia del poder soberano en el único Dios; y el de la teología económica, que sustituye esta idea por la de una oikonomía, en tanto orden inmanente-doméstico de la vida divina. De la teología política se deriva la filosofía política y la teoría moderna de la soberanía; de la teología económica, la biopolítica moderna con una primacía de la economía y el gobierno.
Agamben se concentra sobre la relación entre el poder “como gobierno y gestión eficaz” y como “majestuosidad ceremonial y litúrgica”, encontrando en la teología cristiana las herramientas para continuar la genealogía, de la que se ocupa en toda la saga Homo Sacer. La doble estructura de la máquina gubernamental –que, en Estado de excepción: Homo sacer, II, I (2003) aparece como la correlación entre auctoritas y potestas, es decir, la relación entre Reino y Gobierno– constituye para el filósofo el testimonio político de la escisión entre ontología y praxis, entre vida contemplativa y vida práctica. La pregunta fundamental que se abre es cómo ambas esferas –reino y gobierno–, a pesar de su diversidad onto-política, se articulan constituyendo la máquina biopolítica occidental. Agamben responderá abordando el problema de la gloria, el poder en su aspecto “glorioso” como indistinguible de la oikonomía y el gobierno. La identificación entre gloria y oikonomía lo conduce a repensar el consenso en las democracias contemporáneas, lo que implica aceptar que “el centro de la máquina gubernamental está vacío” (2008: 12) y que es necesario devolver la política a la dimensión más propia del hombre, esto es, a su inoperosidad central (en tanto praxis), a “volver inoperosas todas las obras humanas y divinas” (2008: 12).
El trono vacío –el hetoimasía toû thrónou de los arcos y ábsides de las basílicas paleocristianas y bizantinas–[2] es el símbolo de la gloria que Agamben intenta profanar para evaluar qué elementos quedan implicados en la zoé aîonos, la vida eterna. Esta lectura profana del arcano último del poder y la dimensión que une al poder con él, implica modificar una visión que ha visto como más propio del hombre el trabajo y la productividad. Con este gesto, Agamben pretende restituir lo inoperoso como dimensión inherentemente política. Profundizar sobre estas dimensiones permitirá sortear la dificultad que a priori implica pensar una política de la liturgia, el himno y la gloria, y no una del gobierno, la acción y el poder.
Para iluminar la articulación Reino/Gobierno, Agamben parte –entre otras múltiples fuentes– de un ensayo sobre los ángeles de Erik Peterson y la disertación que publica con el título de Heis Theos. Epigraphische, formheschichtliche und religiongeschichtliche Untersuchungen [Un Dios. Una investigación sobre epigrafía, historia de la forma e historia de la religión], una suerte de arqueología política de la liturgia y el protocolo, dedicada al estudio del ceremonial político en su relación con la liturgia eclesiástica a través del estudio de la aclamación Heîs theós. Señala que la fórmula Heîs theós es, por un lado, atacada por Peterson y, por otro lado, está inscripta en el ámbito de las aclamaciones, lo cual lo conduce a traspasar el origen cristiano y dirigirse a las loas de los emperadores paganos y los gritos que celebraban a Dionisio en los rituales órficos.
Agamben define la aclamación como “una exclamación de aplauso, de triunfo (“Io triumphé!”), de alabanza o desaprobación (acclamatio adversa) gritada por una muchedumbre en determinadas circunstancias” (2008: 296).[3] Las aclamaciones daban lugar a un ceremonial y distaban mucho de ser irrelevantes. De hecho, siguiendo a Peterson, hay que afirmar que podían tener significado jurídico, como es el caso de las aclamaciones en el derecho público romano. Por medio de la aclamación, las tropas otorgaban el título de imperator al comandante victorioso en la época de la república o lo investían del título de César en tiempos del imperio. El nexo entre derecho y liturgia era esencial y el consenso que implicaba tenía un significado jurídico preciso. Es decir, las aclamaciones profanas no eran simple ornamento del poder político, sino que, precisamente, lo fundaban y justificaban.
Asimismo, de un artículo de Schmitt de 1927,[4] Agamben extrae la contraposición entre el voto individual y secreto y la expresión inmediata del pueblo reunido. En este sentido, liga pueblo y aclamación a partir de un significado jurídico particular: “el fenómeno democrático originario, lo que también Rousseau ha planteado como verdadera democracia, es la aclamación, el grito de aprobación o rechazo de la masa reunida” (Agamben, 2008: 301). Para Schmitt, la aclamación es lo que hace asumir a un general o emperador o que puede derribar a alguien proclamando a otro como jefe. Es, en términos agambenianos, “la expresión pura e inmediata del pueblo como poder democrático constituyente” (2008: 301). En la esfera profana, Schmitt concibe la aclamación como lo que constituye comunidad política por ser la expresión de ella misma, sosteniendo en concreto: “ningún Estado sin pueblo, ningún pueblo sin aclamaciones”. Se considera teórico de la democracia directa, que contrapone a la democracia liberal (por sufragio secreto, típico de las democracias contemporáneas) de la República de Weimar, pues “la aclamación del pueblo en su inmediata presencia es lo contrario de la práctica liberal del voto secreto, que despoja al sujeto soberano de su poder constituyente” (Agamben, 2008: 301).
Para Peterson, el elemento doxológico-aclamatorio es, además de lo que vincula la liturgia cristiana con el mundo pagano y el derecho público romano, el verdadero fundamento jurídico del carácter “litúrgico”, en el sentido de “político” y “público”. Leitourgía es “prestación pública”, es decir, opuesto a las devociones privadas, a partir de las cuales Peterson estaría fundando el carácter público de la liturgia en las aclamaciones del pueblo en la ekklesía. El laós –pueblo– que está inscripto en la leitourgía es, para el teólogo, el que toma parte en el ritual eucarístico justamente porque tiene capacidad jurídica. Ésta se limita al derecho de aclamación, la actividad pública y jurídica.
En la aclamación, cuyo sentido jurídico es la “publicidad” de la liturgia, el pueblo se constituye en “pueblo”. Agamben analiza las transformaciones que determinan la relación entre soberano y súbditos a través de las manifestaciones de su carácter teológico-sacro para analizar su sentido técnico-jurídico en la esfera de la soberanía.[5] De una investigación sobre las insignias y símbolos del poder de Ernst Percy Schramm, recoge lo que refiere como “signos del dominio” y “simbología del Estado” en vistas a subrayar el poder performativo de las banderas y los estandartes. Evoca, además, a Karl von Amira, quien propuso una “arqueología del derecho” basándose en el análisis de los gestos en las manos de las miniaturas del código medieval Sachenspiegel. Distingue gestos auténticos en los que la mano es inmediatamente el símbolo de un proceso espiritual, y gestos inauténticos en los que es solo instrumento del símbolo que tiende a hacer visible algún atributo social de la persona, para centrarse en los primeros y descubrir en qué medida se adscribirían a una simbología de carácter jurídico. Agamben destaca una de las categorías mímicas que es el gesto lingüístico. “No se podría definir con más precisión la potencia del gesto lingüístico, que no se agota ni en una escansión ni en una simple enfatización del discurso: donde los gestos se convierten en palabras, las palabras se convierten en hechos” (Agamben, 2008: 318). Las palabras y los hechos se entrelazan en la esfera de lo performativo[6], que pasa a ser una signatura desde el momento en que desplaza el dictum a una esfera no denotativa. Así es como Agamben lee los gestos y signos del poder: como signaturas que dan eficacia constatativa a los signos u objetos.
Naturalmente, Agamben se detiene también en las insignias de la edad imperial y las de la República romana.[7] Más allá de las precisiones respecto de la portación y la excepción del uso de insignias, Agamben encuentra central su análisis para comprender la constitución del poder de aquello que solo parecía expresión de lujo. Es, justamente, a partir de la investigación sobre el significado y la naturaleza de las insignias y las aclamaciones que se abre la esfera de la “gloria”.[8] Por eso delinea la máquina gubernamental recorriendo especialmente este camino de la oikonomía a la gloria, las aclamaciones y doxologías, cuya función política esencial el autor advierte en decadencia en la contemporaneidad aunque sobreviven en las ceremonias, protocolos y liturgias. Sostiene que tienden a reducirse las insignias del poder y que las aclamaciones han dejado de cumplir una función decisiva –como en la época de los regímenes fascistas–, pero que en ningún modo desaparecen.
Es a partir de Teoría de la Constitución (1928) de Schmitt que Agamben encuentra la conexión indisoluble entre la aclamación, la democracia y la esfera pública:
En toda democracia, hay siempre partidos, oradores y demagogos –desde los próstatai de la democracia ateniense hasta los bosses de la democracia americana–, además de prensa, films y otros métodos de manipulación psicotécnica de las grandes masas, que no se dejan someter a una disciplina completa. Existe, por lo tanto, siempre el peligro de que fuerzas sociales invisibles e irresponsables dirijan la opinión pública y la voluntad del pueblo (Schmitt, 1996: 324).
La “gloria” se desplaza, entonces, al ámbito de la opinión pública y adquiere nuevas formas. Reino y gobierno se anudan gracias al dispositivo performativo de la gloria haciendo posible la estructuración de la máquina gubernamental de Occidente, lo cual, a partir de la genealogía que es posible trazar en la liturgia cristiana en el argumento agambeniano, deriva en lo que se entiende como opinión pública.[9] Será conveniente tener presente esta premisa para comprender los desafíos que la discusión entre Debord y Ranciére puede plantear.
La investigación agambeniana demuestra que lo que unificaba ser y praxis en la esfera divina tiene la función de conciliar la soberanía y la ley con la economía pública y el gobierno. Pero la consecuencia más negativa de este dispositivo teológico que legitima la tradición política es que impide que la tradición democrática piense eficazmente el gobierno y su economía. Sobre la historia de la democracia moderna pesa también el error de pensar el gobierno como ejecución de una voluntad –asumida a través de la tradición heredada vía Rousseau–. Esta historia legitima la primacía del poder legislativo y la irreductibilidad del gobierno a la ejecución. La consecuencia de esto es una soberanía popular vaciada de sentido. Este equívoco genera, en la lectura de Agamben, que se pierda de vista el problema político decisivo. En este sentido, toda la argumentación de El Reino y la Gloria podría entenderse como un intento por mostrar que el misterio central de la política no es la soberanía, sino el gobierno, es decir, “no es Dios sino el ángel, no es el rey, sino el ministro, no es la ley, sino la policía” (Agamben, 2008: 480). No es la policía desnuda, sino la gloria, la publicidad y el espectáculo. Finalmente, se trata de descubrir los elementos que articulan y mantienen en movimiento la máquina gubernamental.[10]
Contra perspectivas como la habermasiana, Agamben critica la desustancialización del sujeto soberano en la forma de la acción comunicativa por poner en funcionamiento la performance de la gloria secularizadamente. Es en este contexto que los análisis de Agamben toman la dirección proyectada por el trabajo de Guy Debord. La debordiana “sociedad del espectáculo” equivale a una democracia gloriosa, en la que la oikonomia se resuelve precisamente en la gloria.
En el tan transitado texto de Debord de 1967, queda constatada la transformación que los medios masivos de comunicación operan en las sociedades contemporáneas. En este sentido, es interesante el cruce que Agamben produce entre la consideración de la sociedad como una “inmensa acumulación de espectáculos” con la tesis schmittiana de la opinión pública como la esfera moderna de la aclamación, lo que podría redefinir la función de la gloria como centro (vacío) de la política actual. La democracia moderna es, a la luz de esta perspectiva, un sistema basado en la eficacia de la aclamación, en la gloria desparramada en los medios masivos. La democracia consensual contemporánea, la sociedad del espectáculo de Debord, es una democracia en la que la gloria resuelve la oikonomía y la función doxológica, y se independiza para penetrar en todo ámbito de la vida. Debord lo pronostica al comenzar su texto: “El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas, mediatizada por las imágenes” (Debord, 2008: 15). A la luz de estas consideraciones, las sociedades actuales serían, entonces, un auténtico Reino de la gloria. Qué dispositivo puede desactivar esta duplicidad es un problema al que Agamben apunta con el desarrollo de la noción de inoperosidad, con la necesidad de una desarticulación inoperosa de bíos y zoé, con una vida divorciada de toda obra, con una subjetividad que desanude el tejido Reino/gloria.
II. De la gloria a la emancipación
Para Agamben, entonces, “sociedad del espectáculo” constituye el concepto fundamental para explicar el movimiento de la democracia actual. Como se mencionó, esta utilización está enmarcada en el desarrollo de la idea de “aclamación” como parte integrante y necesaria de lo que en el ámbito teológico es la gloria, fácilmente trasladable a la democracia moderna y los regímenes totalitarios. La acumulación de espectáculos de la que habla Debord constituye no un reverso del progreso, sino una nueva forma de fetichismo que compele a la “contemplación pasiva de imágenes, por lo demás elegidas por otros, sustituye el vivir y determinar los acontecimientos en primera persona” (Jappe, 1998: 20). Intentar desactivar esta maquinaria implica para Debord demostrar los mecanismos del espectáculo a partir de instalar metódicamente la discontinuidad para mostrar sus imágenes y crear lo que Debord y su grupo denominaban “situaciones”, es decir, no la reproducción –y mucho menos el simple revés– de las situaciones existentes, sino “momento[s] de la vida construido[s] concreta y deliberadamente para la organización colectiva de un ambiente unitario y de un juego de acontecimientos” (Debord, 2006: 358). Atender a las nociones de espectáculo y desmontaje permite posiblemente imaginar caminos anti-espectaculares en la política y el arte a fin de desarmar la trama que, inexorable, termina en el vacío del espectáculo, centro clave de las democracias conocidas.
El espectáculo no tiene necesidad de argumentos sofisticados: le basta ser el único que habla, sin tener que esperar réplica alguna. Su condición previa, que a la vez es su producto principal, es, por tanto, la pasividad de la contemplación. Solo el “individuo aislado” en la “muchedumbre atomizada” (§221) pueden sentir la necesidad del espectáculo, y este hará todo lo posible para reforzar el aislamiento del individuo (Jappe, 1998: 21).
Es este punto el que parece preocuparle discutir a Jacques Rancière, pues su posición se liga a la incomodidad frente al dispositivo debordiano que, según sostiene, reproduce –en su teoría y sus films– la atomización y el aislamiento.
En todo su libro El espectador emancipado (2008), Rancière propone abandonar la lógica de las dicotomías jerarquizantes para no promover torsiones dentro de un marco conceptual que no habilita más que reduplicaciones sin salida. En el artículo “Las desventuras del pensamiento crítico” discute a Debord respecto de la sociedad del espectáculo, a la que entiende como una inversión de la lógica del pensamiento marxista en la medida en que sostiene una distinción –para Rancière problemática y hasta inconducente– entre una realidad que es más verdadera que otra, que es menos sólida, más apariencial y ligada al consumo. Asimismo, encuentra un problema de conocimiento ligado a esta postura en la medida en que ve una suerte de división entre los capaces y los incapaces de ver la diferencia, distinción –nuevamente, una dicotomía– por demás polémica en relación con la cuestión de la emancipación y la participación política. En efecto, Rancière sostiene que no hay ninguna realidad para oponer a las apariencias supuestas en la afirmación sobre el triunfo de la sociedad de consumo.
A partir del análisis de algunos dispositivos artísticos pretendidamente críticos, Rancière desvela el riesgo que estos conllevan al encerrar en sí mismos la separación que debían combatir. Estas obras reproducen para el filósofo un mecanismo visual que distingue entre los que saben ver y otros que no pueden, suponiendo de algún modo un resto platónico en el que la dimensión de lo sensible se subordina al pensamiento, la inteligibilidad y el conocimiento. Esta escisión reifica las divisiones que el pensamiento crítico pretende –o debería intentar– destituir y conlleva la fatal separación entre el ver y la acción implicando, a su vez, la relación de ajenidad y separación negativas que impide el acceso a lo real y a un poseerse a sí mismo. Es precisamente esta disociación la que ve en la sociedad del espectáculo que propone Debord, en la que lo espectacular queda explicado como reino de la visión, la visión como exterioridad y esta como alienación.
La esencia del espectáculo es en algún sentido la externalidad que aleja el ver del actuar y la desposesión que se explica como una torsión de la alienación marxiana más elemental. Rancière trabaja especialmente con una obra de Josephine Meckseper –Sin título, 2005– en la que un grupo de manifestantes protesta contra las guerras de Afganistán e Irak, pero, emulando de algún modo la técnica del collage o el fotomontaje, el primer plano de la imagen está ocupado por un cesto de basura totalmente desbordado. El “sin título” del nombre parece apelar –sostiene Rancière– a que no hace falta ni siquiera nombrar: los distintos planos de la imagen entrelazan las pancartas políticas, el consumo y la basura. Ahora bien, la pregunta es: ¿para ver qué?
La segunda obra que aborda es uno de los fotomontajes de Martha Rosler de la serie Bringing the War Home: Balloons, 1967-1972 en la que, sobre un interior de clase medio-alta elegante y minimalista, se superpone la conocida imagen del vietnamita desesperado cargando a su hijo muerto, asesinado por el ejército norteamericano. Sobre estas obras se pronuncia Rancière del siguiente modo:
Se suponía que la conexión de las dos imágenes produjera un doble efecto: la conciencia del sistema de dominación que ligaba la felicidad doméstica norteamericana con la violencia de la guerra imperialista, pero también un sentimiento de complicidad culpable dentro de ese sistema. Por un lado, la imagen decía: esta es la realidad oculta que ustedes no saben ver, deben tomar conocimiento de ella y actuar de acuerdo con ese conocimiento. Pero no existe evidencia de que el conocimiento de una situación acarree el deseo de cambiarla. Es por eso que la imagen decía otra cosa. Decía: esta es la realidad obvia que ustedes no quieren ver, porque ustedes saben que son responsables de ella (Rancière, 2010: 32).
Para Rancière, la posición de espectador se entiende en relación con la de alguien que mira sin accionar. En este sentido, se muestra reacio a las posiciones que piensan a esta figura incluso en el ámbito de las apariencias alejándose de alguna (supuesta) verdad. Así, reclama la movilidad de los dispositivos teóricos, políticos y artísticos que impiden pensar alguna potencia posible. Dicho de otro modo, encuentra en el espectáculo una sumisión irredimible aun cuando en él medie una voluntad concientizadora como en las obras de Rosler y Meckseper. Estas máquinas críticas del arte contemporáneo parecen apuntar, para Rancière, a un doble efecto insuficiente y desagenciador: “una toma de conciencia de la realidad oculta y un sentimiento de culpabilidad en relación con la realidad negada” (Rancière, 2010: 32).
En esta línea lee Rancière la operación debordiana, en tanto paradoja en la que la exhibición del espectáculo desactiva el procedimiento crítico, pues si todo es exhibición espectacular la oposición misma entre realidad y apariencia cae por su propio peso. El dispositivo crítico se mostraría así caduco aun cuando el artista crítico se proponga exhibir el conflicto secreto que revela la exhibición del espectáculo. Rancière se muestra contrario, entonces, a estos dispositivos en los que hay que mostrarle al espectador lo que no sabe ver para avergonzarlo, para culpabilizarlo de no haber querido ver lo que tendría que habérsele esclarecido de modo natural, aun cuando el dispositivo crítico se le presente como una “mercancía de lujo perteneciente a la lógica que él mismo denuncia” (Rancière, 2010: 34).
Rancière sostiene, entonces, que “hay una dialéctica inherente a la denuncia del paradigma crítico: esta no nos manifiesta su agotamiento sino para reproducir su mecanismo” (2010: 34), por lo que propone salir del esquema de la tradición crítica combatiendo su lógica. Vincula con un consentimiento irónico esta denuncia del imperio de las apariencias y la trama de la mercancía, con una melancolía de izquierda como la que Walter Benjamin denostaba a principios de los años treinta entre los intelectuales socialdemócratas presos de su conformismo desgarrado. Claramente, Rancière rechaza la protesta que resulta en un espectáculo convertido en mercancía. Pero, ¿cómo escapar a esta ecuación? ¿Cómo constituir escenas de disenso que combatan esta manifestación de vanidad? ¿Cómo pensar caminos emancipatorios después de la impugnación del dispositivo crítico?
Rancière propone recuperar la idea de emancipación como salida de la minoría de edad à la Kant. Pero que de ningún modo puede constituir solamente la promesa de iluminación para los incapaces; justamente, el dispositivo debordiano le parece la confirmación de esta lógica. “Conocer la ley del espectáculo equivale a conocer la manera en que este reproduce indefinidamente la falsificación que es idéntica a su realidad” (Rancière, 2010: 48). En función de esto es que sostiene que el conocimiento de la inversión pertenece al mundo invertido. Tal vez en tanto “movimiento de lo falso”, como propondría Debord.
Promediando el texto sobre las desventuras del pensamiento crítico, en el que Rancière no se conforma con una crítica, sino que exige pensar los modos más adecuados de abordar una crítica de la crítica, hace aparecer una torsión propositiva hacia lo que denomina las “escenas de disenso”. Estas se refieren al acaecer ocasional –en cualquier parte y en cualquier momento, según dice– de una organización de lo sensible en la que “no hay ni realidad oculta bajo las apariencias, ni régimen único de presentación y de interpretación de lo dado que imponga a todos su evidencia” (2010: 51). Así, toda situación es pasible de devenir escena de disenso al ser reconfigurada bajo un régimen de percepción y significación diferentes. Propone, entonces, una rearticulación de los elementos de lo perceptible, lo pensable, lo decible, de modo tal que modifiquen el territorio de lo posible y la repartición de las capacidades y las incapacidades. Esto implica una reconfiguración del tiempo y el espacio y que dentro de ellos se coordinen los modos de instanciarse de la subjetividad política de modo tal de plantear una “nueva topografía de lo posible” (Rancière, 2010: 52).
Esta es la respuesta rancièreana a la estrategia situacionista en la que asume que la crítica al consumidor democrático embrutecido no conlleva necesariamente una salida de la circulación, lo que para Rancière no implica una auténtica crítica. Rancière ve en la mecánica debordiana una reactualización de la tradición crítico-marxista en la que los revolucionarios iluminados deben “activar” a los pasivos, donde los que miran deben ser espabilados por los que saben. Lo que podría identificarse con una denuncia de la alienación es comparado con una lógica de la subjetivación en la que, estrictamente, no se denuncia la pasividad –reificando las distinciones activo/pasivo– sino que se reparten las capacidades y posiciones. Para Rancière, la emancipación confirma esas asignaciones cuando identifica el acto de ver con la pasividad. En este sentido, está convencido de que el espectador de Debord no necesita que se lo emancipe, sino que es imperioso reconocer su actividad de interpretación. Sostiene, en efecto, que es a los intelectuales y los artistas a los que hay que emancipar de la obligación de mostrar las vías de la desalienación y del peso de esa desigualdad que sobre sus hombros creen llevar por el bien de los espectadores ignorantes.
Siguiendo a Rancière hasta aquí, podría decirse que, mientras Debord confía en que la dimensión común está hoy reemplazada por el espectáculo –al que asistimos pasiva y separadamente–, Rancière sostiene que la crítica al espectáculo no es más que un pliegue de la ideología dominante. Es evidente, entonces, que no construye su mirada sobre la subjetivación y el disenso a partir de la influencia de la denuncia platónica y la versión marxista de la alienación, a partir de las cuales Debord consolida su mirada sobre el espectáculo y los modos de deshacerse de él. Para Rancière, estas son siempre fuertes inspiraciones en Debord cuando caen las esperanzas revolucionarias y lo que podría explicar su inclinación a articular la figura del espectador pasivo en una crítica a los medios de comunicación.
En clave rancièreana, la pregunta que surge es qué puede hacer el arte para proceder o bien a la emancipación de la mirada o bien a la subjetivación y repartición a partir de nuevas escenas de disenso. La utopía estética parece terminada a partir de que la idea de una radicalidad del arte y su capacidad para contribuir a la transformación de las condiciones de existencia se muestra imposible. Sin embargo, en el presente “post-utópico” del arte, es posible reconocer dos posibilidades para el presente. La primera se vincula en Rancière a las búsquedas que rompen con la experiencia ordinaria frecuentemente pensada como deriva de lo sublime, en tanto presentación de una presencia irreductible a la razón, como fuerza que desborda o disloca. La segunda, se relaciona con no oponer radicalidad artística a utopía estética, sino manteniéndolas a igual distancia. “Las sustituye por la afirmación de un arte devenido modesto, no solamente en cuanto a su capacidad de transformar el mundo, sino también en cuanto a la afirmación de la singularidad de los objetos” (Rancière, 2011: 30). Para Rancière, el arte es precisamente la relocalización de cosas e imágenes para generar escenas de disenso, microsituaciones que creen nuevos lazos y modos de participación. No pretende zanjar de este modo la discusión entre la potencia liberadora y la micropolítica que muchas veces puede confundirse con el consenso buscado por las democracias contemporáneas. No obstante, ambas posiciones reafirman lo que el autor señala como una función comunitaria del arte, esto es, la vocación por construir espacios específicos con nuevas formas de división de lo sensible.
El arte es político, entonces, en función de la distancia que toma con respecto a sus funciones, y por los espacios y tiempos que instituye. Lo propio del arte es, así, operar un recorte espacio-temporal nuevo, una materialidad simbólica que propicie espacios comunes de inauguración en los que puedan desarrollarse nuevas forma de subjetivación.
En esta propuesta de reconfiguración del reparto de lo sensible que define lo común, Rancière percibe un trabajo de creación de disensos que denomina una estética de la política. Aunque resuene en el nombre, asegura que nada tiene que ver con las formas en las que el poder se pone en escena y el modo en que organiza y visibiliza la movilización de masas, es decir, lo que Benjamin llamaba estetización de la política, una estética que volvía digerible la violencia, una eliminación momentánea de la verdadera misión de la política. En efecto, en la versión benjaminiana de relación entre política y estética, Rancière ve una oposición platónica cuya continuación encuentra en la versión situacionista.
El poder de la “forma” sobre la “materia” es el poder del Estado sobre las masas, es el poder de la clase de la inteligencia sobre la clase de la sensación, de los hombres de la cultura sobre los hombres de la naturaleza. Si el “juego” y la “apariencia” estéticos fundan una comunidad nueva, es debido a que constituyen la refutación sensible de esta oposición de la forma inteligente y de la materia sensible que es en realidad la diferencia entre dos humanidades (Rancière, 2011: 42).
Recuperando una versión schilleriana, el hombre que juega es para Rancière el hombre verdaderamente humano. Aquel que opone la libertad de juego a la lógica de la servidumbre en el trabajo. No hay un fondo en el juego, es su misma realidad, no es apariencia de nada, reparte lo sensible en la forma de la igualdad. Siguiendo esta línea, quiere pensar al arte en relación con la división política de lo sensible recusando la distinción entre el arte autónomo y el arte heterónomo; un arte por el arte y un arte al servicio de la política. “La autonomía estética no es esta autonomía del ‘hacer’ artístico que el modernismo ha celebrado. Es la autonomía de una forma de experiencia sensible” (Rancière, 2011: 44). Es esta autonomía la que conlleva una promesa política, la de la expresión de una división en la que el arte es y no es arte, es y no es una cosa distinta de la política. “El cumplimiento de la promesa implica la supresión del arte como realidad separada, su transformación en una forma de vida” (Rancière, 2011: 49). El arte no debe hacer política suprimiéndose como arte, sino asumiendo su carácter político a condición precisamente de mantenerse alejado de la política como intervención.
¿De qué manera la heterogeneidad sensible de la obra puede alojar –ya no garantizar– la promesa de emancipación? Para Rancière, el vanguardista no hace más que velar por las víctimas y preservar la catástrofe en la medida en que el denominado arte crítico se propone “concientizar acerca de los mecanismos de dominación con el fin de convertir al espectador en actor consciente de la transformación del mundo” (2011: 59). A la escasa garantía de acción o transformación que ofrece la mera comprensión, Rancière agrega que el explotado difícilmente desconozca por completo las leyes que gobiernan su opresión, pues “no es la incomprensión del estado de cosas existente lo que alimenta la sumisión de los dominados, sino la falta de confianza en su capacidad para transformarlo” (2011: 59). La obra crítica debería intentar aniquilar la perplejidad que da la opresión. Sin embargo, tal vez en esta cesura entre comprensión y acción se pueda inscribir la propuesta debordiana.
III. Del espectáculo de la emancipación
La “inmensa acumulación de espectáculos” sobre la que alertaba Debord cuando publicó La sociedad del espectáculo tomó la forma del espectáculo integrado en sus Comentarios sobre la sociedad del espectáculo veinte años después y, posiblemente, derive en la actualidad en una torsión aún más compleja que el autor no llegó ni a imaginar. Recuperando estas denominaciones, Agamben recuerda hacia fines de los noventa que el espectáculo no coincide simplemente con las imágenes que arrojan los medios de comunicación, pues la imagen es omnipresente y conlleva la expropiación de la vida en su conjunto: el capital convertido en imagen. Ya no es la gloria, sino la imagen. ¿Cómo espera Debord producir o promover un tipo de arte que invierta su sentido o localice una fisura? ¿Que ponga en evidencia que el espectáculo es la forma de la separación donde el mundo es imagen y la imagen real? Aquí donde Debord percibe una separación como inversión, Rancière ve dos realidades heterogéneas cuya materia el artista crítico o vanguardista reifican. Allí donde ocurre esta separación, la potencia práctica del hombre se desprende de sí misma y se presenta como mundo propio a ser vivido. Este mundo separado se organiza a través de los medios de comunicación donde Estado y economía se desresponsabilizan mutuamente.
El espectáculo incurre, finalmente, en una expropiación del ver, por lo que Debord propone una suerte de mayéutica de la mirada haciendo que la percepción colectiva, la memoria y la comunicación social resistan a convertirse en una mercancía. En esta, todo puede ser puesto en duda menos el espectáculo en sí. Debord quiere combatir eso que Benjamin llamaba al final de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica “goce estético de primer orden” y lo hace a partir de horadar la lógica misma del espectáculo desde “adentro” aunque produciendo una torsión, un détournement,[11] una deriva que politice la mirada al ver la vida convertida en representación lejana y forma social totalizante.
En los Comentarios…, Debord rompe el esquema de la sociedad del espectáculo concentrada (Rusia estalinista y Alemania nazi) y la difusa (Estados Unidos y las democracias occidentales) a partir del modelo del espectáculo integrado.
Lo espectacular integrado se manifiesta a la vez como concentrado y difuso, y a partir de tan provechosa unificación ha sabido utilizar ambas cualidades más a lo grande. Su modo de aplicación anterior ha cambiado mucho. En cuanto al lado concentrado, el centro dirigente ha pasado a estar oculto: no lo ocupa ya nunca un jefe conocido ni una ideología clara. Y en cuanto al lado difuso, la influencia espectacular jamás había marcado hasta tal extremo la casi totalidad de las conductas y de los objetos que se producen socialmente. Pues el sentido final de lo espectacular integrado es que se ha integrado en la realidad misma a medida que hablaba de ella, y que la reconstruyó tal y como ella hablaba. De manera que esa realidad ahora ya no permanece frente a lo espectacular como algo que le fuese ajeno. (…) El espectáculo se ha entremezclado con toda la realidad, por efecto de irradiación. (Debord, 1999: 21)
La “realidad” y el espectáculo se integran hasta volverse indistinguibles. El mundo se falsifica mientras lo falso se vuelve mundo. Estas premisas son fácilmente pensables en el escenario contemporáneo y no solamente hacia fines de los años 1980 cuando los Comentarios… vieron la luz. En la actualidad, el discurso público se homogeneiza mientras se apagan la disidencias en todos los ámbitos, en gran parte, precisamente, por los dispositivos y medios del espectáculo. Agamben agrega: “Y jamás, bajo ninguna dictadura, los intelectuales, reducidos de buena gana al rango espectacular de expertos, han sido tan solícitos en su tarea de procurar consenso y de tranquilizar confundiendo las ideas” (Agamben, 1996: 77). El espectáculo es realidad y estrategia, es mundo y prescripción. Imposibilita la claridad de los ciudadanos, quienes desconocen totalmente qué hay detrás de lo que era considerado antes realidad. Es por estas ideas que Agamben defiende aún los libros de Debord como una descripción potente del mundo actual.
En “Violencia y esperanza en el último espectáculo” (1996), Agamben se pregunta de qué manera puede recoger el pensamiento contemporáneo la herencia debordiana. Si el espectáculo es decididamente la comunicación misma o lo que Agamben ha llamado el ser lingüístico del hombre, al producirse esta apropiación, lo que queda es espectáculo y esa es la única materia de la política que se vive. Paradójicamente, es esta expropiación la aparente promesa de felicidad que puebla nuestros relatos. Allí yace la mayor violencia del espectáculo, pues así es como la humanidad delinea su destrucción lingüística y social.
Curiosamente, encuentra una posibilidad extrema del espectáculo que es positiva. El estado espectacular se fundamenta en su disolución –bajo la apariencia de fundarse en el lazo social– que justamente es lo que queda aniquilado. No tolera reivindicaciones identitarias en su interior que no estén contempladas en el diseño del Estado. El espectáculo, justamente, disuelve las identidades transformando en homogeneidad la singularidad cualquiera que lo habita. “Las singularidades cualesquiera de una sociedad espectacular no pueden formar una societas porque no pueden hacer valer ninguna identidad ni pueden hacer que se les reconozca un lazo social” (Agamben, 1996, 79).
La confirmación agambeniana de la perspectiva de Debord exige pensar la generalización del espectáculo y el reino autocrático de la economía capitalista (también) en el arte para confrontar las afirmaciones de Rancière. Pero exige, además, reparar en que, al apropiarse de Debord, Agamben se aleja de lo propuesto por Michel Foucault respecto de la gubernamentalidad (neoliberal) contemporánea, quien había encontrado problemas en la afirmación de que el espectáculo podía funcionar como metáfora del poder en la modernidad capitalista. Para Foucault, esta función la cumple más bien la máquina panóptica y no el espectáculo. En efecto, el paradigma de la vigilancia es el que permite comprender la regulación, reticulación y normalización de los cuerpos y los actos en nuestras sociedades comprendiendo la docilización de la atención, la visión y la imaginación.
El capitalismo produce las masas. (…) El capitalismo y la sociedad burguesa privaron a los individuos de una comunicación directa e inmediata de unos con otros y los forzaron a comunicarse solo por intermedio de un aparato administrativo y centralizado. Por lo tanto, los [han] reducido a la condición de átomos, sometidos a una autoridad, una autoridad abstracta en la que no se reconocen. La sociedad capitalista impuso asimismo a los individuos un tipo de consumo masivo que tiene funciones de uniformación y normalización. Por último, esta economía burguesa y capitalista condenó a los individuos, en el fondo, a no tener entre sí otra comunicación que la que se da a través del juego de los signos y los espectáculos (Foucault, 2007: 145).
Ahora bien, Foucault analiza la noción de espectáculo en relación con el uso que el nazismo hizo de él. Los nazis acentuaron la sociedad de masas y de consumo uniformadas y lo hicieron en función del Führertum, pero no de la economía que identificamos con el escenario liberal contemporáneo. “Esos fenómenos masivos –dice Foucault– esos fenómenos de uniformación, esos fenómenos de espectáculo, están ligados al estatismo y el antiliberalismo y no a una economía de mercado” (Foucault, 2007: 146). Asumir que el espectáculo, el universo concentracionario y el gulag son las matrices del neoliberalismo impide –para Foucault– comprender que se trata de otra cosa.
El neoliberalismo no es Adam Smith; el neoliberalismo no es la sociedad mercantil; el neoliberalismo no es el gulag en la escala insidiosa del capitalismo. (…) El problema del neoliberalismo, al contrario, pasa por saber cómo se puede ajustar el ejercicio global del poder político a los principios de una economía de mercado. En consecuencia, no se trata de liberar un lugar vacío sino de remitir, referir, proyectar en un arte general de gobernar los principios formales de una economía de mercado. (Foucault, 2007: 157-158)
Sin intentar explicar todo el fenómeno liberal y neoliberal a partir de la noción de espectáculo, la perspectiva debordiana –y también la de Agamben– sostiene que el triunfo del espectáculo coincide, además, con la difusión generalizada de la experiencia visual actual ya no solamente en los medios de comunicación, sino en las infinitas pantallas –y sus epifenómenos– sin las cuales es prácticamente imposible concebir la vida.
Para responder a Rancière, la pregunta sería, entonces, si el énfasis de Debord en la tesis de la alienación o la extrañeza es una crítica “ilustrada”, si es antidemocrática o antiemancipadora. Y, aún más, si es que sirve para ratificar la desigualdad entre las masas de espectadores pasivos y la posición del intelectual que está supuestamente sustraído a la alienación y se halla, por eso, en una mejor situación para juzgar el proceso y dirigir a alguna salida que los demás no pueden ver. En este sentido, el planteo de Rancière sirve evidentemente para cuestionar esta figura, se corresponda o no con la propuesta de Debord. Pues podríamos reparar en que este último no dice exactamente que hay como un poder panóptico, un tramoyista que todo lo maneja, sino que asistimos en la vida a relaciones espectacularizadas en las que es imposible distinguir la realidad de su reflejo. Rancière compara el razonamiento con la propuesta platónica –sin duda una referencia obligada–, pero en la alegoría de la caverna no existe la figura de un manipulador que controla maliciosamente el mundo de las imágenes, sino que hay un despertar, pero también, en efecto, la obligación de volver para asumir el camino de iluminación a consciencia.
Así como Rancière propone la figura del espectador emancipado, es todo un problema vislumbrar algo similar como parte de la acción que el espectador puede hacer en pos de su desalienación. De algún modo, Debord propone una dislocación, un corrimiento de su carácter de espectador pasivo, asumiendo igual que Rancière que el mirar es un particular tipo de acción. Si bien es cierto que Debord cree en algún tipo de propedéutica, no es menos cierto que asume el ver como un gesto que está lejos de la debilidad y que, si bien no garantiza la transformación del mundo, habilita su camino.
La alienación del espectador en beneficio del objeto contemplado (que es el resultado de su propia actividad inconsciente) se expresa así: cuanto más contempla, menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad, menos comprende su propia existencia y su propio deseo. La exterioridad del espectáculo con relación al hombre obrante aparece en que sus propios gestos ya no son suyos, sino de otro que se los representa. Este es el por qué el espectador no se siente conforme en ninguna parte, ya que el espectáculo está en todas partes. (Debord, 2002: 31)
Esta paráfrasis del argumento central de “El trabajo alienado” de los manuscritos de 1844 de Karl Marx, pone en evidencia que la extrañeza es totalizadora y el espectador queda entramado en esta sociedad indistinguiéndose de sus componentes. El espectador debordiano parece no tener salida, no hasta que toma conciencia y puede leer la realidad de otro modo, sino hasta que idea –opera, obra– formas de transformación.
Tal vez la alternativa sea comprender el planteo de Debord más como una advertencia que como una constatación, más como un peligro latente que como la confirmación de un tipo de acción posible o no posible, más como un gesto que como una pedagogía. Así como el espectador emancipado funciona más bien como un polo regulativo, el espectador completamente alienado y dislocado como pura pasividad también es una figura explicativa que extrema el argumento para dar cuenta de él. Si el sujeto debordiano es espectador puro, es un sujeto que no vive más que para la alienación de la realidad que forma comunidad con él.
IV. El contra-espectáculo: una salida al cine
En su producción cinematográfica, Debord convierte en imagen su llamada al détournement o tergiversación –es decir, el hecho de tomar objetos creados por el capitalismo y distorsionar su significado para producir un efecto crítico–, estrategia que aplicó a distintos ámbitos de la cultura y el arte. Reactualiza en imágenes despojadas de las formas convencionales de ver, consumir y producir cine su teoría de la deriva, proponiendo una reflexión sobre las formas de ver y experimentar la vida urbana. En este sentido, el fluir cinematográfico atravesado por la lógica del azar y la deriva, acompañado por la voz sentenciosa de Debord leyendo sus propios pasajes teóricos, podrían pensarse como la constatación de la naturaleza fracturada del arte y la necesidad de articular modos igualmente discontinuos de aprehender la realidad. Las películas de Debord plasman las imágenes mediatizadas de la sociedad del espectáculo y cambian su signo a través del montaje y los estratos significantes que surgen a partir de él, así como de la utilización de carteles, la descontextualización y la explotación de estrategias narrativas no convencionales.
Hay más que una simple coherencia, una completa y compleja articulación de la relación entre la obra escrita, la obra cinematográfica, la una alimentando a la otra recíprocamente, y sobre todo, la obra vivida, su vida como obra, como vida consagrada a la poesía insurgente. Son las piezas de un mismo rompecabezas (Marie, 2009: 10).
A partir de la superposición de mecanismos cinematográficos –contrapuntos de imagen y sonido, superposiciones, saturaciones, utilización expresiva de los cuadros en blanco y negro, entre otros múltiples recursos– y utilizando todas las “transversales posibles: históricas, biográficas, estéticas, teóricas” (Marie, 2009: 11), emergen constelaciones de sentido que interrumpen la lógica del espectáculo de la continuidad y el fluir, en tanto modo de producción social cuya razón de ser es la mercancía y su carácter fetichista, motivo por el cual Debord veía como urgente una integración explícita y práctica del arte y la política.[12] Como explica Frédéric Schiffer en Contra Debord, “la noción de espectáculo sugiere que la ‘esencia’ del hombre se ha perdido en el flujo del tiempo desde el advenimiento del modo de producción y de intercambio mercantil” (Schiffer, 2005: 13). Para Debord, esta “esencia” se aleja en una representación falseada que se presenta como real, por eso el espectáculo es “el reino de lo falso”, tan eficaz en su engaño que los hombres olvidan qué es lo verdadero y cuál es el ámbito de realización y emancipación. Las imágenes de Debord intentan volver a esta premisa un método y a esta intuición el principio rector de su cine para dar cuenta del desencantamiento de la imagen a partir de la construcción de la imagen sin encanto.
Las ideas que Debord aplicó al cine se vinculaban con el impulso autodestructivo del arte conducido por dadaístas y surrealistas y continuado por letristas y situacionistas. Guy-Claude Marie describe lo que denomina “la aventura situacionista” del siguiente modo: “la necesaria crítica de toda forma de arte y su rebasamiento (todos sus films contendrían una evocación a menudo nostálgica del cine al mismo tiempo que un rechazo violento de este polvo de imágenes)” (2009: 29). Se trata de un proyecto de creación consciente de situaciones que involucran un entramado que problematiza el cine-espectáculo, que propone transfiguraciones de sus imágenes a través del montaje-détournement y confía en la integración de situaciones cinematográficas que, entre otras cosas, pretenden propiciar la constitución de un público que se deja afectar por las imágenes. Estas operaciones no garantizan en modo alguno el abandono de la posición pasiva, pero obligan a recordar que la filmografía debordiana[13] asume la potencia de lo que podría llamarse la “imagen-disolución” de toda forma comunicativa en el marco de la sociedad capitalista y arenga a la “reinvención de la realidad social y la vida humana” (Crano, 2007).
Desdeñando lo que suele denominarse “cine político”, Debord apela a la masa de consumidores con el objetivo de subvertir la comodidad del mercado articulando un dispositivo que pone en funcionamiento lo que promete el final de Sur le passage de quelquespersonnes à travers une assezcourteunité de temps (1959), es decir, “agregar más ruinas al viejo mundo de espectáculos y recuerdos”.
Se trata de que las imágenes expresen deliberadamente lo contrario de aquello para lo que fueron concebidas, esto es, que se vacíen del sentido asignado por la sociedad espectacular, aquella en la que la temporalidad está determinada del siguiente modo:
El tiempo de la producción, el tiempo-mercancía, es una acumulación infinita de intervalos equivalentes. Es la abstracción del tiempo irreversible, del cual todos los segmentos deben demostrar sobre el cronómetro su sola igualdad cuantitativa. Ese tiempo es, en toda su realidad efectiva, el que es en su carácter intercambiable. Es en esta dominación social del tiempo-mercancía que “el tiempo es todo, el hombre es nada; es como mucho la carcasa del tiempo” (Miseria de la filosofía). Es el tiempo desvalorizado, la inversión completa del tiempo como “campo de desarrollo humano” (Debord, 2008: 155).
A partir de una crítica al tiempo-mercancía y un vaciamiento como actividad consciente del espectador-consumidor se comprende el significado a transmitir: fotos de modelos, las secuencias publicitarias y las imágenes de violencia policial y militar, Marilyn Monroe, The Beatles y los desfiles nazis como palmarias muestras de la espectacularización de la vida en el siglo XX. El espectáculo se define de este modo como un régimen de la imaginación y la sensibilidad, de la producción y la lógica del consumo, como ley suprema de la imagen. Es, precisamente, en este reparto de lo sensible que hay que encontrar aperturas al desacuerdo, posibilidades de poiesis de la diferencia, nuevas distribuciones que –tal vez como Hurlements en faveur de Sade (1952)– sometan al espectador a una pantalla blanca o negra, a un silencio de varios minutos, en los que la alienación y la extrañeza se juntan con el tedio, el desconcierto y hasta la ira. Es a estos afectos a los que la didáctica de Debord también convoca. Es en estos sentimientos en los que es posible depositar la esperanza de nuevas –aunque contingentes– formas de emancipación. Unas formas en las que la imagen del espectáculo será política cuando produzca un juego inestable y no programado entre lo visible, lo decible y lo pensable.
Bibliografía
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Crano, R. D. (2007). “Guy Debord and the Aesthetics of Cine-Sabotage”. En Senses of Cinema. Recuperado de https://bit.ly/2OpE0P3.
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Rancière, J. (2011). El malestar en la estética. Buenos Aires: Capital intelectual Traducción: Miguel Ángel Petrecca, Lucía Vogelfang, Marcelo G. Burello.
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Schiffer, F. (2005). Contra Debord. Santa Cruz de Tenerife: Editorial Melusina.
Schmitt, C. (1996). Teoría de la constitución. Madrid: Alianza Editorial.
- Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y Doctora en Filosofía por la Universidad de París 8. Magister en Sociología de la Cultura y Análisis Cultural por el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín. Licenciada y Profesora en Filosofía por la UBA. Investigadora del CONICET con sede en el Instituto de Filosofía Alejandro Korn de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Profesora titular de Filosofía en la Universidad Nacional de las Artes y Jefa de Trabajos Prácticos en la Carrera de Sociología de la UBA.↵
- La Basílica de Santa María la Mayor, situada en la cumbre de la colina del Esquilino, es una de las cuatro Basílicas papales de Roma y es la única que ha conservado la antigua estructura paleocristiana. A los pies del arco triunfal, aparecen a cada lado las dos ciudades: Belén a la izquierda y Jerusalén a la derecha. Belén es la ciudad donde Jesús nace y desarrolla la Epifanía; Jerusalén es la ciudad en donde Jesús muere y resucita. Aparece aquí el tema apocalíptico de la definitiva llegada del Señor al final del tiempo representado por el trono vacío en el centro del arco, en donde también aparecen Pedro y Pablo, el primero de ellos llamado por Cristo a difundir la Buena Noticia entre los judíos; el segundo, a difundir la Palabra del Señor entre los gentiles y los paganos.↵
- La aclamación era acompañada del gesto de levantar la mano derecha, lo que está documentado en testimonios del arte pagano y cristiano. Se la dirigía a los atletas, actores, magistrados de la república y al emperador. La llegada del soberano a una ciudad daba lugar a este ceremonial.↵
- El artículo referido por Agamben es “Referendo y propuesta de ley por iniciativa popular”. El título original es Volksentscheid und Volksbegehren. Ein Beitrag zur Auslegung der Weimarer Verfassung und zur Lehre von der unmittelbaren Demokratie, Berlin-Leipzig, 1927. ↵
- En algunas ocasiones, a partir de un efecto performativo como en el caso de la mutatio vestis [cambio de vestimenta], en la cual la vestimenta implicaba un verdadero investimento; el color púrpura de la vestimenta, por ejemplo, tenía un sentido jurídico preciso, era insignia de la soberanía. ↵
- Agamben se refiere, concretamente, al libro de John L. Austin How to do things with words (1962), cuya traducción castellana es Cómo hacer cosas con palabras. El performativo es un enunciado lingüístico que, en sí mismo, es una acción, un hecho, en la medida en que su significado se identifica con la realidad que él mismo produce. El performativo adquiere entidad cuando se suspende el carácter denotativo del lenguaje y el dictum es solo constatativo. ↵
- Analiza, por ejemplo, los fasces lictoriae [haces lictores], “varas de olmo o abedul de aproximadamente un metro treinta de largo, unidas por una correa de color rojo sobre las que se insertaba lateralmente un hacha” (Agamben, 2008: 321) confiadas a los lictores, mitad servidores mitad verdugos, que, en la república, eran portados por el cónsul y magistrados provistos de imperium. Eran “símbolo del imperium” indudablemente, pero Agamben no se queda en este nivel y trata de rastrear su funcionalidad específica. De simbólico tenían poco, pues con ellos se infligían azotes o se decapitaba, y estaban ligados estrechamente al imperium. Para Agamben, no simbolizaban el imperium, sino que lo efectuaban y determinaban de tal modo que cada articulación material que podía hacerse con ellos tenía una significación jurídica precisa. Entre el magistrado y su lictor nada podía interponerse por lo que la conexión con el imperium era inmediata.↵
- Agamben analiza la recopilación que realiza Constantino VII Porfirogéneta de tradiciones y prescripciones relativas al ceremonial imperial. Las aclamaciones son centrales en estos ceremoniales y en la liturgia, y aparecen ritualizadas. Los kráktai (“cantores”) son los funcionarios encargados de articular las aclamaciones del pueblo en forma de responsorios y las llevan a cabo en el hipódromo. Es a partir de la época de Justiniano en Bizancio que los espectadores, divididos entre Azules y Verdes, tienen una caracterización política; son, de hecho, la expresión política del pueblo. Un correlato de estas aclamaciones encuentra Alföldi en Roma en épocas anteriores. Se trata de coreografías enormes que la muchedumbre dirige al emperador y a la emperatriz. Siguiendo a este historiador, Agamben señala que no son solo formas de adulación orquestada, sino que son auténticos procesos de legitimación. ↵
- En todas las investigaciones referidas por Agamben, aparece la tensión entre lo teológico y lo político. A partir de estos trabajos, extrae la conclusión de que la gloria es el lugar en el que se hace evidente este carácter dual –teológico y político–, pues, en la gloria, coinciden teología y política, poder espiritual y poder profano. La teología de la gloria constituye el lazo secreto a través del cual teología y política se comunican e intercambian. La conexión entre poder y gloria tiene un caso ejemplar en las aclamaciones y doxologías litúrgicas. No le interesa a Agamben descular o definir gloria o poder, sino la glorificación, “no la doxa, sino el doxazein y el doxazestai” (Agamben, 2008: 344).↵
- El sistema político occidental resulta de dos elementos heterogéneos que se legitiman y se dan mutua consistencia: una racionalidad político-jurídica y una racionalidad económico-gubernamental, es decir, una “forma de constitución” y una “forma de gobierno” (Agamben, 2009: 12). La pregunta decisiva es por qué la política lleva consigo esta ambigüedad, por qué se considera que el soberano tiene el poder de asegurar y garantizar la legítima unión entre constitución y gobierno. Agamben intenta decir que hay razones para pensar que se trata de una ficción destinada a disimular el vacío que ocupa el centro de la máquina y que no hay articulación alguna entre las dos racionalidades. En este sentido, “¿No será que de su desarticulación se trata justamente de hacer emerger este ingobernable, que es a la vez el recurso y el punto de fuga de toda política?” (Agamben, 2008: 12). Ingobernable de la democracia que los media glorifican ocultando, disfrazando el vacío sobre el que gravita. ↵
- El término “détournement” apareció por primera vez en la Internacional letrista nº 3 del mes de agosto de 1953. En el “Manifiesto por una construcción de situaciones”, Debord expresa lo siguiente para esto que podría considerarse una suerte de procedimiento: “El détournement de las frases es la primera manifestación de las artes de acompañamiento sometidas a otro objetivo, en el cual vemos la única utilización del pasado definitivamente cerrado de la Estética”. Asimismo, Debord vincula la tergiversación con la voluntad de una inervación en la existencia. En términos cinematográficos, confía en el cine “anticonceptual” de Gil J. Wolman que “se convierte en una obra abierta a cada reacción individual, por medio de un ambiente visual y de un juego vocal sin relación con el relato. El arte avanza, entonces, de una forma dada, alrededor de un juego de participación” (Debord, 2006: 107). Este carácter performativo y relacional del arte tuerce la concepción convencional del arte y los modos tradicionales de producción y expectación estéticos. ↵
- El movimiento situacionista condujo los presupuestos de la Internacional situacionista (1957-1972) al ámbito de la práctica en la política y el arte. Sus presupuestos filosóficos se apoyaban fundamentalmente en la creación de situaciones en las que convergían principios del marxismo y de movimientos de vanguardia como la Internacional Letrista y el Movimiento para una Bauhaus Imaginista (MIBI). La Internacional Situacionista se formó en julio de 1957 y en ella recalaron también las ideas de la Asociación Psicogeográfica de Londres. Intentando en algún sentido recuperar el potencial del surrealismo, realizaron intervenciones en diversos ámbitos. La Internacional Situacionista fue disuelta por sus propios miembros en 1972. Durante el tiempo que funcionaron tuvieron el objetivo de acabar con la sociedad de clases y la división del trabajo social a partir del intento de prácticas que condujeran a la interrupción del sistema capitalista. ↵
- La filmografía debordiana se compone del siguiente modo: Hurlements en faveur de Sade (Lamentos en favor de Sade), 1952; Sur le passage de quelques personnes à travers une assez courte unité de temps (Sobre el tránsito de algunas personas en el transcurso de un breve período), 1959; Critique de la séparation (Crítica de la separación) 1961; La société du spectacle (La sociedad del espectáculo), 1973; Réfutation de tous les jugements, tautélogieux qu’hostiles, qui on tété jusqu’ici portés sur le film « La société du spectacle » (Refutación de todos los juicios, tanto elogiosos como hostiles, que han sido hechos sobre la película “La sociedad del espectáculo”), 1975; In girum imus nocte et consumimur igni (Damos una vuelta por la noche y somos consumidos por el fuego), 1978. También podría formar parte de este corpus Guy Debord, son art, son temps (Guy Debord, su arte y su tiempo), film para televisión realizado en 1995 por Guy Debord y Brigitte Cornand.↵