Breve historia de una larga adversidad
Pablo Martín Méndez[1]
Introducción
El análisis que proponemos a continuación puede parecer algo superficial en términos filosóficos y a su vez demasiado arduo para ser abordado al modo de una crónica del presente. Puede parecer superficial, puesto que concierne a una cuestión de enorme actualidad, como es la problemática relación entre el neoliberalismo y el pensamiento crítico social, mientras que puede resultar demasiado arduo porque el problema en sí mismo suscita interminables debates y profundas reflexiones, más aún si se considera que allí viene a jugarse una parte de lo que somos y podríamos ser como intelectuales críticos.
Se suele suponer que los gobiernos neoliberales resultan necesariamente adversos al pensamiento crítico-social.[2] Existe un abanico de hechos que confirma tal adversidad, desde el bajo nivel de inversión en investigaciones vinculadas con las ciencias sociales hasta el escaso reconocimiento que los profesionales provenientes de esas disciplinas reciben en el ámbito del Estado y la política pública. Ahora bien, de ahí no debería desprenderse una suerte de diagnóstico “fatalista”, haciéndonos creer que los gobernantes de la actualidad ya no sólo prescinden de nuestros conocimientos, sino que además desean eliminarlos definitivamente. Más allá de su grado de veracidad, conviene tomar distancia de esta clase de diagnósticos y no repetirlos como una mera consigna. ¿Qué intentamos decir con esto? Al menos en principio, que en lugar de aceptar sin más la adversidad del neoliberalismo ante el pensamiento crítico social, habría que analizar las prácticas y las estrategias discursivas desde las cuales aquella adversidad emerge y cobra sentido.
Escojamos un punto de partida entre otros tantos posibles. Hay ciertos entramados de las prácticas discursivas donde resulta perfectamente lícito decir que “el pensamiento crítico tiene un valor negativo” (La nación: 20/12/2016). A los fines del presente análisis, no importa tanto quién es el autor de un enunciado semejante, qué intereses legítimos o ilegítimos tiene y cuáles son sus verdaderas intenciones. La cuestión que incumbe, en todo caso, es cómo un enunciado emerge y sobre qué constelación singular de elementos puede sostenerse.[3] Se dice que el pensamiento crítico tiene un valor negativo; pues bien, ¿cómo ese enunciado torna realmente posible?, ¿cuáles son las funciones que desempeña en relación a otros enunciados?, ¿con qué efectos para la práctica discursiva?
Las respuestas a estas preguntas no son sencillas. De hecho, primero es necesario evitar ciertas dicotomías persistentes en nuestro propio pensamiento crítico, sobre todo la vieja dicotomía entre la economía y el conocimiento de la sociedad, que tantas veces se toma como algo dado y prácticamente incuestionable. Se trata de abordar la enemistad entre el neoliberalismo y el pensamiento crítico-social posicionándonos en otro nivel que la historia de las disciplinas científicas. Este nivel no se compone exactamente por un conjunto de conocimientos y conceptos bien definidos; lo que deja entrever más bien son formas de distinción, apreciación y valoración de orden epistemológico-político. El efecto de conjunto de tales formas reside en la imposibilidad de comprender nuestra situación social como un todo. A dicha imposibilidad, que no sólo repercute sobre los alcances del conocimiento, sino además sobre nuestras percepciones y valoraciones, la denominaremos provisoriamente como “neoliberalismo”, sabiendo que la misma tiene una historia y unos efectos muchos más amplios que los aquí abordados.[4]
I. La filosofía neoliberal
Así como solemos aceptar sin mayores miramientos que el liberalismo de los siglos XVIII y XIX es un fenómeno complejo y variado, que excede en gran medida al pensamiento y la teorización económica,[5] deberíamos preguntarnos también si el neoliberalismo emergido a mediados del siglo XX es algo más que una simple doctrina económica o un programa de ajuste. Esto implicaría interrogar cómo, a partir de qué prácticas y estrategias discursivas, el neoliberalismo deviene en un marco de inteligibilidad para distinguir entre lo verdadero y lo falso, para valorar realidades y conductas, e incluso para visibilizar-invisibilizar problemas y soluciones. Poner al neoliberalismo a ese nivel, implicaría interrogarlo como una filosofía.
Algunos cultores contemporáneos del neoliberalismo, entre ellos Geoffroy de Lagasnerie, afirman que éste hunde sus raíces en “una filosofía del conocimiento cuyo punto de partida es la aceptación de los límites del pensamiento. El científico no puede verlo y conocerlo todo. Debe renunciar a la ambición ‘loca’ de comprender y dominar la totalidad de los procesos diversos que se elaboran en el mundo (…). La teoría neoliberal constituye de tal modo una doctrina escéptica, que parte del principio de los límites estrechos del conocimiento humano” (de Lagasnerie, 2015: 78). Esta afirmación resulta cuanto menos polémica para el conjunto de nuestras concepciones críticas sobre el neoliberalismo. En primer lugar, porque advierte que el neoliberalismo no es un mero agregado de ideas y recetas económicas, sino que tiene efectivamente una filosofía; pero además, porque da a entender que la denominada “filosofía neoliberal” está basada en la aceptación de los límites inherentes al conocimiento humano, inscribiéndose así en una tradición de pensamiento que podríamos reencontrar en Kant, Husserl, Heidegger o la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt entre otros tantos.[6]
¿Cuál es el límite del conocimiento humano en términos de una filosofía neoliberal? Si bien esta pregunta tiene varias respuestas posibles, dependiendo en parte de la escuela o teoría donde situemos nuestro análisis, hay sin embargo algunos puntos de coincidencia que no se deberían pasar por alto. Aquí podemos comenzar por lo más básico y conocido, esto es: por el economista y epistemólogo austríaco, apodado a veces como el padre del neoliberalismo, Friedrich Hayek. En 1974, al brindar una conferencia como flamante Premio Nobel de economía, Hayek definía el problema del conocimiento con las palabras siguientes:
La confianza en el poder ilimitado de la ciencia está basada en la falsa creencia de que el método científico consiste en la aplicación de una técnica prefabricada o en imitar la forma en lugar de la esencia del procedimiento científico, como si uno solamente necesitara seguir algunas recetas de cocina para resolver todos los problemas sociales. (…) La psicología, la psiquiatría y algunas ramas de la sociología, para no hablar de la así llamada filosofía de la historia, están aún más afectadas por este prejuicio científico (Hayek: 1981: 27-28).
Los análisis de Hayek han adquirido hoy día bastante notoriedad y quizá no requieran de una mayor presentación. Son advertencias sobre el peligro de adoptar una misma “actitud científica” para resolver problemas de distinta naturaleza; actitud que, dicho sea de paso, estaría sobre todo presente en las ciencias sociales de mediados del siglo XX, caracterizadas por la supuesta pretensión de explicar y predecir fenómenos complejos adoptando los métodos y procedimientos de las ciencias exactas.
Sin omitir los matices y las diferencias teóricas, el otro nombre que de inmediato aparece ligado al de Hayek es el de Karl Popper, con su crítica a los métodos de conocimiento, predicción y control social inspirados en la perspectiva “historicista”. El historicismo, según Popper, se define como “un punto de vista sobre las ciencias sociales que supone que la predicción histórica es el fin principal de éstas, y que este fin es alcanzable por medio del descubrimiento de los ‘ritmos’ o los ‘modelos’, de las ‘leyes’ o las ‘tendencias’ que yacen bajo la evolución de la historia” (Popper, 2010: 17). El historicismo es el intento de ver más allá de la inaprensible complejidad social, buscando detener sus cambiantes tendencias o intentando al menos controlarlas. Se trata en el fondo de toda una actitud de pensamiento, una filosofía que en algún punto carecería de historia y que podría encontrarse presente tanto en Platón como en Hegel o Marx. Además de anular gran parte de las diferencias y singularidades que separan a esos pensadores, la filosofía neoliberal hace emerger una serie de asociaciones cuya posibilidad misma debería resultarnos al menos curiosa. En efecto, para Popper la expresión más cabal de la actitud historicista está en el crecimiento indefinido del Estado, que aparece de un modo u otro como la única manera de controlar el cambio: “La voluntad platónica de detener el cambio, junto con la doctrina marxista de su inevitabilidad, producen, a manera de ‘síntesis hegeliana’, la exigencia de que el cambio, ya que no puede detenerse por completo, sea por lo menos ‘planificado’ y regulado por el Estado, cuyo poder debe extenderse considerablemente” (Popper, 2006: 425-426). De la actitud historicista se desprendería entonces una tendencia política transhistórica: la tendencia del Estado a extenderse indefinidamente sobre los ámbitos y las esferas no estatales, obedeciendo a una suerte de esencia o una dinámica independiente de cualquier contexto concreto. ¿No se comenten con ello las mismas arbitrariedades de la tan denunciada actitud historicista, que hace ver leyes y modelos omnicomprensivos allí donde debería priorizarse la discontinuidad? ¿No es el Estado centralizado y planificador un fenómeno moderno, emergido en la Europa decimonónica y extendido con grandes dificultades hacia otras partes del mundo?
Lo cierto es que Hayek y Popper no constituyen el único intento de trazar los límites legítimos del conocimiento. Si nos detuviésemos en ciertos entramados de la historia, veríamos que la filosofía neoliberal se compone de aportes diversos y a primera vista heterogéneos, como si emergiese en el punto de cruce de varias escuelas y teorías. Entre ellas están los economistas alemanes vinculados con la Escuela de Friburgo y el “ordoliberalismo” de la década de 1940, hoy día olvidados por la historia de las ideas, aunque muy influyentes en los debates de su tiempo. En paralelo a los trabajados de Hayek y Popper, figuran las advertencias de Wilhelm Röpke sobre las concepciones del mundo y la sociedad vinculadas al “saint-simonismo”. Hay que prestar atención al particular modo en que Röpke presenta a esta corriente de ideas. El saint-simonismo se define –en términos de Röpke– como “la actitud espiritual cuantitativa-mecánica producto de la mixtura de la hybris científiconatural y de la mentalidad ingenieril de aquellos que unen al culto de lo colosal el afán, que satisface su propia necesidad de autoridad, de construir y organizar con el compás y la regla la economía, el Estado y la sociedad con arreglo a supuestas leyes científicas, reservándose además, mentalmente, para ellos la función directora” (Röpke, 1949: 81). Estas expresiones, que en principio parecerían rozar la verborragia, condensan hasta cierto punto el trabajo crítico de la filosofía neoliberal. Desde la perspectiva de los economistas como Röpke, el conocimiento supera sus propias limitaciones cuando busca una visión “global” u “omnicomprensiva” sobre la sociedad. Tal es la trasgresión que se denuncia constantemente y que la filosofía neoliberal intenta conjurar no sólo en el ámbito del conocimiento, sino también en la política y la moral.
No cabe duda de que la filosofía neoliberal hace algo más que criticismo. Al igual que otras filosofías de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, también tiene importantes alcances políticos. Varios son los economistas, juristas y epistemólogos que se encuentran vinculados a la historia del neoliberalismo y que, a su vez, se han dedicado a denunciar los peligrosos efectos de las visiones holistas en los niveles de intervención gubernamental. La referencia más común sigue estando en los trabajos de Hayek y sus discípulos, que no sólo se inscriben en la historia del neoliberalismo por el intento de demostrar la vaguedad de conceptos tales como el “bien común”, el “interés general” o la “justicia social” (Hayek, 1982), sino además por advertir sobre los supuestos daños que los mismos generan sobre las libertades individuales:
Actuar creyendo que tenemos el conocimiento y el poder que nos capacitan para dar forma a los procesos de la sociedad enteramente a nuestro gusto –conocimiento que en realidad no poseemos– es fácil que nos lleve a hacer mucho daño. (…) En el campo social, la creencia errónea de que el ejercicio de algún poder tendría consecuencias benéficas conduce, probablemente, a un nuevo poder que obliga a otros hombres a conferirle cierta autoridad (Hayek, 1981: 29).
La advertencia incluye también a quienes dicen trabajar por “la felicidad del pueblo”. Conforme al punto de vista de Hayek y Popper, no sólo cabe decir que tal cosa resulta en última instancia inexistente, sino además que al trabajar por ella estamos imponiendo nuestra propia escala de valores por sobre los otros, buscando que comprendan y asuman una idea de felicidad necesariamente individual (Popper: 2006). Hay en este punto una coincidencia entre las distintas escuelas y vertientes analizadas, y es que toda política tendiente a organizar la sociedad bajo un solo fin, sin importar cual fuere el contenido del mismo, debe definirse como “colectivismo”, vale decir: “despotismo político y económico, masificación, centralización, organización omnicomprensiva, anulación de la personalidad, totalitarismo y funcionalización social de los hombres” (Röpke, 1949: 2).
A primera vista, parecería que la filosofía neoliberal no implica otra cosa que una continua reactualización del individualismo metodológico. Hayek afirma que el entendimiento humano no tiene la capacidad de contemplar la enorme complejidad de las sociedades modernas, sino tan sólo un pequeño campo de necesidades y fines individuales: “la limitación de nuestras facultades imaginativas sólo permite incluir en nuestra escala de valores un sector de las necesidades de la sociedad entera, y (…) como sólo en las mentes individuales pueden existir escalas de valores, no existen sino escalas parciales, escalas que son inevitablemente diferentes y a menudo contradictorias entre sí” (Hayek, 2011: 115). La filosofía individualista –así la denomina Hayek– reconoce los fines, preferencias y valoraciones de los individuos como la única base posible del conocimiento. Todo lo que trasgreda ese límite –o, más concretamente, toda visión que intente extenderse más allá de la racionalidad individual– se arriesga a caer en la contradicción y la arbitrariedad.
Al otro extremo de Hayek está Wilhelm Röpke, cuyas posturas forman parte de la filosofía neoliberal aunque sin terminar de identificarse exactamente con el individualismo. Röpke afirma que el conocimiento deviene socialmente omnicomprensivo cuando se desvincula de unas constantes antropológicas y sociológicas: “se trata de juicios de valoración de importancia vital y social (…). Estos valores supremos (la verdad, la justicia, la paz, la solidaridad, etc.) son también los que nos guían en nuestros juicios sobre lo deseable de esta o aquella forma de sociedad y de la economía o sobre el carácter patológico de una determinada evolución social y económica” (Röpke, 1949: 95-96). Sobrepasar los mencionados juicios no sólo implica romper con ciertas normas ético-sociales; es abandonar también las bases de legitimidad del conocimiento científico, alejándolo de sus puntos concretos de anclaje y dejando que se transforme, según los términos del mismo Röpke, en un conocimiento “sociológicamente ciego”.[7] Hay puntos en que la filosofía neoliberal no encaja exactamente en la dicotomía individuo-sociedad, sobre todo si suponemos, como a veces supone la propia crítica social, que estos son términos necesariamente excluyentes. Si nos mantuviésemos en el nivel de las prácticas y las estrategias discursivas, veríamos que se trata más bien de hacer pensable una nueva relación entre ambas dimensiones. A ello responde el denominado “pensamiento en órdenes” propuesto por Walter Eucken y otros economistas y juristas de la Escuela de Friburgo.[8]
Para Eucken y los ordoliberales, la ciencia no debe quedarse con los hechos desordenados que presenta la experiencia empírica, ni tampoco con las especulaciones conceptuales de la razón. Siguiendo las ideas de Husserl y Weber, la propuesta de Eucken consiste en descubrir las “formas ordenadoras, unitarias y constitutivas” de la actividad económica, entendidas como aquellas relaciones o constelaciones de elementos que no están simplemente dadas en la experiencia, pero que pueden aprehenderse mediante el pensamiento (Eucken: 1947). Son formas que ordenan la realidad, antes que la realidad misma; es un orden producido a partir de la conjunción de una diversidad de factores culturales, jurídicos, sociales y políticos. Ello también vale para la competencia, que no debe ser considerada como un fenómeno susceptible de descripción y de constatación empírica, sino como una forma ordenadora de la economía.[9] La competencia, en pocas palabras, es un concepto más pensable que contrastable con la realidad. Röpke señala la necesidad distinguir entre la competencia de mercado como principio de organización “suprahistórico” y la evolución real que este principio adoptó durante los siglos XIX y XX: “Lo uno es categoría filosófica; lo otro una individualidad histórica. (…) Sólo cuando se tiene presente esta clara distinción se comprende que el principio de la economía de mercado y la combinación general histórica en la que aparece en el siglo XIX son dos cosas diferentes, y sólo entonces se puede distinguir la esencia de la economía de mercado de su degeneración y deformación histórica” (Röpke, 1949: 8).
Conviene considerar seriamente este tipo de distinciones, no sólo porque nos permiten entender al neoliberalismo de otra manera, sino además por sus posibles efectos sobre la crítica social. ¿Acaso la recopilación y rememoración de las experiencias pasadas –incluyendo aquí los fracasos, las crisis y las reconversiones registradas en países y sociedades enteras– no han servido para criticar e invalidar el principio de la competencia de mercado? Desde la perspectiva de Eucken, “estas experiencias históricas no demuestran de ningún modo que los métodos de la economía de tráfico no sean válidos, que el sistema de precios fuese completamente incapaz para cumplir la misión de dirección y que la dirección del proceso económico diario deba ser sustraída a los mercados y a los sistemas de precios” (Eucken, 1956: 92). Los hechos y experiencias de la historia no alcanzan a invalidar las verdades de la competencia de mercado, puesto que las mismas se aprehenden mediante otro método de análisis y pensamiento. Es en este punto donde la filosofía neoliberal trastoca una parte importante de las discusiones vigentes, rehuyendo constantemente a cualquier crítica que pueda planteársele desde la experiencia empírica.
II. El límite de la crítica social
En cierto modo, la filosofía neoliberal ha sabido responder las tres grandes preguntas de Kant: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar? (Kant, 2000: 92). Parafraseando a Hayek, bien cabría decir que los hombres y mujeres sólo podemos conocer las abstractas leyes del mercado, sin esperar datos o descripciones precisas sobre sus posibles resultados. De ahí que debamos actuar siempre conforme a nuestros propios fines, esperando que esas leyes coordinen las acciones individuales de la manera más eficiente:
A pesar de que no puede decirse que la existencia de un orden espontáneo, no creado para un fin particular, tenga propiamente una finalidad, dicho orden puede, sin embargo, conducir en gran medida al logro de muchos fines particulares, los que no son conocidos, en su conjunto, por ninguna persona singular ni por grupos relativamente pequeños de individuos. (…) Los resultados son por naturaleza imprevisibles, y lo único que podemos esperar de la adopción de un método semejante es mejorar las oportunidades de individuos que no conocemos (Hayek, 1993: 5).
Antes que el concepto de “capitalismo”, tan comúnmente utilizado por la crítica social para denunciar desigualdades e injusticias de diversa índole, la filosofía neoliberal propone al entendimiento el concepto presumidamente más neutral y objetivo de “orden de mercado”, haciendo referencia a un principio de organización y coordinación no centralizada de distintos planes o fines individuales.[10] En este orden de cosas, no es posible aspirar ni individual ni colectivamente al bienestar general, el interés común o la justicia social; antes bien, la única actitud que cabe asumir es la obediencia a las abstractas leyes del mercado. No sólo se trata de una actitud epistemológica; para Hayek y otros pensadores afines al neoliberalismo, aquí también viene a ponerse en juego una “actitud moral”: “La actitud moral que el orden de mercado exige no sólo del empresario, sino de todos los llamados ‘empleados a cuenta propia’ (…), es que tienen que competir honestamente de acuerdo con las reglas del juego, únicamente guiados por los índices abstractos de los precios” (Hayek, 1981: 58). Mirar por encima de las leyes intrínsecas al mercado sería entonces un acto de inmoralidad o, en términos de Röpke, “lo que podemos tildar en modo más enfático de hybris, de superbia, que se contrapone a la ‘humilitas’ de los que se resignan al conocimiento sometido a límites, circunscrito a la función del juez constreñido a los hechos” (Röpke, 1949: 58). La distinción es clara y tajante: soberbios son los que pretenden conocer y transformar a la sociedad desde las categorías “inaprehensibles” de justicia social, bienestar general, interés común, etcétera, mientras que humildes son los se someten a los requerimientos anónimos del mercado. Éstos reconocen las estrictas limitaciones del conocimiento humano; los otros, en cambio, desafían al mercado en nombre de un conocimiento que ningún hombre podría tener (Contreras Natera, 2015). Bajo una división semejante, la soberbia o el orgullo del conocimiento termina emparentándose necesariamente con el autoritarismo:
El reconocimiento de los límites insuperables de su conocimiento debería ciertamente dar al estudio de la sociedad una lección de humildad que le impida convertirse en cómplice de la fatal lucha del hombre por controlar la sociedad, lucha que no sólo lo hace tirano de sus semejantes, sino que bien puede convertirlo en destructor de una civilización que ningún cerebro ha ideado, pues ha crecido a partir del libre esfuerzo de millones de individuos (Hayek, 1981: 30).
De ahí que el pensamiento crítico-social adquiera una deriva “totalitaria”: “Según los neoliberales, la teoría social siempre es totalizadora, y es incapaz de imaginar lo que sería una sociedad auténticamente plural” (de Lagasnerie, 2015: 48). Al quedar en el lugar de la superbia, la teoría social se vuelve contraria a aquello que piensan y quieren los ciudadanos comunes, o también, y dicho en forma más coloquial, “la gente” que no cuenta con el tiempo ni la capacidad suficiente como para reflexionar sobre los grandes problemas sociales y sus modos de resolución (Hayek, 2011; Popper, 2006).[11] No hay que pasar por alto esta suerte de desplazamiento; en efecto, ahora la crítica hecha en nombre de la sociedad resulta contraria a las libertades y los deseos supuestamente más genuinos. Lo que convendría preguntarse, en cualquier caso, es si la filosofía neoliberal consiste simplemente en un llamado a dejar fluir lo genuino, plural y diverso de una sociedad.
III. El reformismo neoliberal
A fines de la década de 1970, Horacio García Belsunce –a quien podríamos situar entre los primeros neoliberales argentinos–, sostenía que la economía no es lo que determina la política y las ideas filosóficas vigentes en una sociedad, sino al contrario: “es el sustrato filosófico y la escala y prioridad de los valores que gobiernan la sociedad los que determinan la política y ésta a su vez a la economía” (García Belsunce, 1978: 175).[12] Puede que esta suposición nos resulte un tanto ingenua, dado que desconoce la “materialidad” –entendiendo por ello las disimetrías de poder, las desigualdades sociales, las diferencias de clase, etcétera– en la cual se apoya la filosofía neoliberal. Más aún, al centrarnos en los aspectos filosóficos del neoliberalismo, ¿no estamos invisibilizando, también nosotros, el entramado histórico que posibilita sus políticas? Así pues, varios críticos han advertido que el orden del mercado sólo puede ser pensado y llevado a la práctica cuando un sinnúmero de condiciones sociales, políticas e incluso económicas quedan entre paréntesis (Bourdieu, 2000). Nuestro análisis coincidiría por completo con tales premisas, si no fuera porque la economía de mercado se encuentra expresamente ligada a toda una filosofía de reforma social. El neoliberalismo no es sencillamente “antisocial”; su objetivo, en todo caso, es dar una nueva configuración a las relaciones sociales existentes. Mientras no seamos capaces de comprender dicho objetivo y continuemos analizando las propuestas neoliberales de una manera dicotómica, no lograremos comprender tampoco –y menos aún resistir– sus constantes embates hacia la crítica social.
A nivel teórico e intelectual, Hayek y Röpke han discrepado sobre innumerables cuestiones, tanto que parecen ubicarse en un extremo y otro del neoliberalismo histórico. Sin embargo, ambos confluyen en una idea interesante, y es que los intelectuales no deben actuar directamente en política, sino en los procesos de formación y orientación de la opinión pública. La idea no tiene nada de ingenuo o de inocente; al contrario, supone que una opinión pública formada en ciertos temas y orientada en una misma dirección puede funcionar como un fuerte condicionamiento de las políticas estatales, sin importar cuál sea el gobierno de turno y su ideología. Tanto en América Latina como en otras regiones del mundo, esa idea parece haberse seguido al pie de la letra;[13] de hecho, algunos estudios críticos señalan que las políticas neoliberales no sólo fueron impuestas en nuestra región por medio de la violencia y el engaño, sino además por la simultánea influencia de una inmensa red de centros de producción y difusión de “saberes expertos”, más comúnmente conocidos como think tanks (Mato, 2007). Desde hace dos o tres décadas, muchos think tanks intentan dar respuesta a los problemas sociales señalados por Hayek y otros intelectuales neoliberales, enfocando su actividad en el combate de los sentimientos morales considerados como “atávicos”, fundamentalmente aquellos que impedirían a la población una adecuada comprensión del orden de mercado (Hayek, 1981 y 1982). Esta apreciación no es exagerada; por el contrario, es una vía para comprender cómo y hasta qué punto la filosofía neoliberal ha pasado a formar parte de nuestro “sentido común”: “este rating suele explicarse por la creciente asociación de las ideas liberales con ideas de democracia y libertad, puestas en oposición con ideas tales como intervención estatal en la economía y autoritarismo de Estado. Al respecto, conviene notar que este juego de asociaciones y oposiciones no ha ocurrido de modo espontáneo. Ha sido, en parte, resultado del trabajo que realizan las redes trasnacionales” (Mato, 2007: 25). A ello habría que sumar la utilización de los focus group, los sondeos de opinión y, más recientemente, de las redes sociales como instrumentos de intervención en la opinión pública. A través de estos y otros medios, donde se ponen en juego determinadas tecnologías de lenguaje y saberes expertos, es posible ejercer un gobierno “a distancia” de las conductas y creencias de la población, minimizando a la par la necesidad de una injerencia gubernamental directa (Miller y Rose, 1990).[14] Se trata de dirigir nuestras conductas sin que lo advirtamos demasiado, vale decir, sin necesidad de programas de gobierno expresos ni adhesiones manifiestas hacia los mismos.
Si nos detenemos a pensar en ello, veremos que es precisamente allí donde el pensamiento crítico-social aparece como soberbio y autoritario. En efecto, cuando las acciones de gobierno se tornan casi invisibles en sus alcances y consecuencias, tanto como para naturalizarse en el sentido común de la población, ¿no parece algo soberbio el querer contar lo que está pasando a nivel común o colectivo? Más humilde es sondear lo que deseamos, lo que esperamos y lo que sabemos, aunque no siempre se vea a qué fin último puede responder esa información. Es la humildad propia una política gradual o fragmentaria: “El método gradual o parcial (…) podría conducir a la feliz situación en que los políticos comienzan a buscar sus propios errores en lugar de tratar de eludir responsabilidades y de demostrar que siempre han tenido razón” (Popper, 2006: 179). Bajo tal perspectiva, resulta casi inevitable que toda crítica social adquiera un “valor negativo”, convirtiéndose de hecho en un obstáculo o en una actitud que no contribuye demasiado al orden de la competencia. Para nosotros, queda demostrado que la enemistad entre el neoliberalismo y el pensamiento crítico social no emerge como parte de una dicotomía abstracta, indefinidamente repetible a lo largo de la historia, sino que se inserta en un régimen concreto de prácticas discursivas y no discursivas.
Conclusiones: franquear el límite
Michel Foucault sostenía que algunas de las filosofías más libertarias de los últimos dos siglos, incluyendo la filosofía de Hegel, Nietzsche o Marx, se convirtieron a la larga en filosofías del poder: “a medida que el poder y que las instituciones políticas se impregnan de su pensamiento, más se prestan a legitimar las formas excesivas de poder. (…) La filosofía legitima poderes irrefrenables en mayor medida que el apoyo dogmático de la religión” (Foucault, 1999: 116). ¿Acaso la filosofía neoliberal no ha seguido un destino similar? ¿No se ha convertido, más allá de las buenas o las malas intenciones de sus autores, en toda una filosofía del poder?
Sería un error, o al menos un reduccionismo, decir que el neoliberalismo busca legitimar sus “verdades” apoyándose exclusivamente en hechos cuantificables, como si esas verdades se redujesen a un conjunto de datos y variables económicas. La filosofía neoliberal va mucho más lejos; su efecto fundamental –y a veces hasta confeso– consiste en hacer que la población crea en determinadas ideas. Popper señalaba la necesidad de elegir entre dos clases muy distintas de fe: “la fe en las facultades místicas del hombre mediante las cuales se une al ente colectivo”[15] o “la fe en la unidad racional del hombre y en la sociedad abierta” (Popper, 2006: 459). Esta última, añade Popper, se refiere no sólo a la confianza en el propio raciocinio, sino también en el de los demás, evitando toda posición de autoridad o superioridad sobre los criterios ajenos. Tener fe en la razón de la humanidad es predisponerse a escuchar otros argumentos, incluidos los de aquellos que no piensan como nosotros, bajo la premisa de que el intercambio de criterios constituye el mejor método para alcanzar la verdad. ¿Quién se podría oponer seriamente a algo semejante? ¿Cómo cuestionar la fe en la unidad racional de la humanidad sin pecar de arrogancia o de soberbia? Quizá el interrogante no remita a las actitudes morales en sí mismas, sino al modo en que éstas son diagramadas y distribuidas a través del campo discursivo. La filosofía neoliberal triunfa allí donde la crítica al orden de competencia se califica como un acto de soberbia sin importar los hechos, datos y mediciones de los que se sirva para apoyar sus argumentos. ¿No ocurre algo de ello cuando el discurso crítico-social de la actualidad refleja con datos concisos y contundentes el empobrecimiento general de la población, el aumento de la desigualdad y el detrimento de los salarios? ¿No se lo califica, a pesar de todo, como un discurso soberbio, descreído y hasta falto de fe? Al transformarse en filosofía del poder, el neoliberalismo no fomenta el debate e intercambio de ideas, sino que lo cierra en todo lugar donde puede, funcionando de hecho como un límite para el pensamiento.
Hay un par de cuestiones que el mismo Popper señala abiertamente y que sin embargo convendría revisar. La primera es que la unidad racional de la humanidad supone el uso de un lenguaje igualmente unificado y continuamente depurado, que abarca desde las instituciones políticas y sociales hasta las formas de intercambio y argumentación, y que implica necesariamente la marginación de toda experiencia irreducible al mismo: “la humanidad se halla unida por el hecho de que nuestras diferentes lenguas maternas pueden, en la medida en que son racionales, ser traducidas unas a otras. Queda sentada, entonces, la unidad de la razón humana” (Popper, 2006: 452). Más allá de las resonancias entre estos fragmentos de discurso y la racionalidad comunicativa de Habermas o Apple, la cuestión importante reside en el orden socioeconómico al que contribuye la premisa neoliberal de una razón humana unificada. Es un orden donde cada cual no sólo tiene la capacidad de razonar, argumentar y conocer la verdad por sí mismo, sino además de moldear su propia felicidad sin el auxilio de ningún medio político y social. La sociedad que imagina Popper sólo debería arbitrar los medios para evitar los grandes sufrimientos y calamidades, liberando toda otra cuestión al propio raciocinio o, en el mejor de los casos, al contexto más inmediato del individuo. Tal es la consecuencia posible de un orden basado en la humildad del conocimiento: minimizar el interés por las formas concretas de existencia social y maximizar la preocupación hacia los afectos más cercanos. “El derecho a preocuparse por la felicidad de los demás –advierte Popper– debe ser un privilegio circunscripto al estrecho círculo de amigos” (Popper, 2006: 450). Pues bien, lo que en Popper es la fe en la unidad racional de la humanidad, en Hayek viene a ser la fe en el orden abstracto de un mercado cuyos resultados, como bien hemos visto, nunca pueden predecirse completamente. La competencia de mercado no es una realidad medible y contrastable a través de hechos particulares, sino un orden apoyado en la “experiencia común” de que sus procedimientos resultan preferibles a cualquier otro orden posible: “Todo lo que se puede verificar empíricamente es que las sociedades que hacen uso de la competencia alcanzan sus resultados con mayor éxito que otras –una cuestión a la cual, según me parece, responde la historia de la civilización enfáticamente en lo afirmativo” (Hayek, 2002: 10). Se trata, en simples palabras, de una constatación ciega sobre las virtudes del mercado, un acto de fe.
Parece que hoy ya no se puede preguntar quiénes somos ni hacia dónde vamos como sociedad. Hayek aseguraba que la gente no tiene ideas bien definidas sobre estas cuestiones, “o tiene opiniones opuestas, porque en la sociedad libre en que hemos vivido no ha existido ocasión para pensar sobre ellas y todavía menos para formar una opinión común” (Hayek, 2011: 114). Lo cual no quita sin embargo que el gran el gran mérito del credo (neo)liberal consista, para el mismo Hayek, en haber demarcado un ámbito legítimo de intervenciones gubernamentales conforme a las cuestiones extensamente aceptadas por la opinión pública. En esta aparente contradicción se resuelve el límite de la filosofía neoliberal, que fomenta por un lado la formación y orientación de la opinión pública en determinadas ideas, creencias y valores, mientras que, por el otro, invisibiliza los alcances y las consecuencias últimas de esa misma orientación.
El pensamiento crítico tiene la ardua tarea de visibilizar tales consecuencias. Ahora bien, no sólo hay que mostrar cómo los poderes contemporáneos intervienen cotidianamente en nuestras conductas y creencias más íntimas; también se trata de advertir que el neoliberalismo, más allá de las teorías, los conceptos y los autores que lo componen, tiene un amplio programa de reforma social y cultural. Conocer las especificidades históricas de dicho programa, tanto en sus capacidades de producir realidad como en sus cortocircuitos y sus efectos adversos, es ponernos en nuestros propios límites. Pero sin lugar a duda, para eso hace falta mucho coraje y soberbia.
Bibliografía
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Fuentes documentales
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Artículos de diario
“Rozitchner: ‘El pensamiento crítico es un valor negativo’”. La Nación: Política, 20 de diciembre de 2016. Recuperado de https://bit.ly/38ZVQQs
- Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Lanús. Licenciado y Profesor en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires. Becario Postdoctoral CONICET (2017-2020). Investigador del Centro de Investigaciones en Teorías y Prácticas Científicas (Departamento de Humanidades y Artes, UNLa). Profesor adjunto en la Maestría en Metodología de la Investigación Científica, titular en el Área “Ética” (trasversal a varias carreras) y en “Fundamentos de Ciencia Política” de la Licenciatura en Ciencia Política y Gobierno y la Tecnicatura Universitaria en Gestión del Gobierno Local de la Universidad Nacional de Lanús.↵
- Sería imposible, y quizá también infructuoso, brindar una definición precisa de la crítica social, cuya emergencia data de principios del siglo XIX y cuya propagación se realiza de diversas maneras, asociándose con otras formas de crítica y atravesando las más variadas disciplinas. En base a las definiciones de Luc Boltanski y Ève Chiapello (2002), aquí nos limitaremos a decir que la crítica social suele apuntar contra el “capitalismo”, ya sea como fuente de empobrecimiento y de desigualdad, o bien como fuerza destructora de los lazos sociales y las solidaridades comunitarias en favor del egoísmo y el individualismo. ↵
- En términos del método arqueológico elaborado por Michel Foucault, de cuyas herramientas se sirve en gran parte este análisis, no importa quién es el emisor de un enunciado como el lugar que ocupa el enunciado emitido en una formación discursiva concreta. Pensemos, por tomar sólo un caso, en la frase “La montaña de oro está en California”, analizada por Foucault en La arqueología del saber (2008a). Según Foucault, sería inexacto suponer que la frase no dice nada en sí misma, puesto que carece de un correlato empírico identificable. Ello supone la realización de ciertas exclusiones previas, admitiendo que la citada frase no forma parte del relato de un sueño, de un mensaje cifrado o la experiencia de un sujeto drogado entre otros campos enunciativos posibles: “no hay enunciado en general, enunciado libre, neutro e independiente, sino siempre un enunciado que forma parte de una serie o de un conjunto, que desempeña un papel en medio de los demás, que se apoya en ellos y se distingue de ellos. (…) No existe enunciado que no suponga otros; no hay uno solo que no tenga en torno de él un campo de coexistencia, unos efectos de serie y de sucesión, una distribución de funciones y de papeles. Si se puede hablar de un enunciado, es en la medida en que una frase (una proposición) figura en un punto definido, con una posición determinada, en un juego enunciativo que la rebasa” (Foucault, 2008a: 131-132).↵
- La historia en cuestión nos remonta por lo menos hasta el pensamiento liberal del siglo XVIII, cuyo punto de quiebre reside justamente en la imposibilidad de alcanzar una visión global sobre los procesos económicos: “El liberalismo, en su consistencia moderna, se inició cuando se formuló la incompatibilidad esencial entre, por una parte, la multiplicidad no totalizable característica de los sujetos de interés, los sujetos económicos y, por otra, la unidad totalizadora del soberano jurídico” (Foucault, 2008b: 325-326). El neoliberalismo del siglo XX retoma esa forma de problematización, pero con ciertas inflexiones a nivel de la discursividad sobre la sociedad, la política y la moral. Hemos analizado las diferencias históricas entre el liberalismo y el neoliberalismo en Méndez: 20017a. ↵
- Según Pierre Rosanvallon, el liberalismo no debe ser comprendido como una simple doctrina, sino más bien como una cultura o, más concretamente, como una forma de definir problemas y de canalizar aspiraciones: “De allí los rasgos de lo que hace a su unidad y de lo que entreteje sus contradicciones. El liberalismo es la cultura que se despliega en el mundo moderno, el cual a la vez trata de emanciparse del absolutismo real y de la supremacía de la Iglesia a partir del siglo XVII (…). Su unidad es la de un campo problemático, de un trabajo, de una suma de aspiraciones” (Rosanvallon, 2006: 13). ↵
- Acerca de la relación entre la fenomenología de Husserl y el neoliberalismo por un lado, y entre este último y la Escuela de Frankfurt por el otro, no remitimos respectivamente a Méndez (2013) y Haidar (2016). ↵
- Para una reconstrucción y un análisis crítico del pensamiento de Wilhelm Röpke, considerando sus alcances y especificidades históricas, nos remitimos a Méndez: 2017b. ↵
- Cabe recordar que Eucken fue co-fundador, junto con Franz Böhm y Hans Großmann-Doerth, del anuario alemán Ordo: Jahrbuch für die Ordnung von Wirtschaft und Gesellschaft [Ordo: Anuario para el Orden de la Economía y la Sociedad], publicado por primera vez en 1948 y en circulación hasta el actualidad. De ahí que estos intelectuales hayan recibido frecuentemente el nombre de “ordoliberales”. Se encontrará un estudio exhaustivo sobre el ordoliberalismo en el libro pionero de François Bilger (1964) y más recientemente en Audier (2012). ↵
- Incluso el mismo Hayek parecería pensar a la competencia en términos de orden: “El concepto de orden, que prefiero al de equilibrio, al menos en las discusiones de política económica, tiene la ventaja de permitirnos hablar de manera significativa sobre un orden que puede realizarse en mayor o menor grado, y que puede ser preservado cuando las cosas cambien” (Hayek, 2002: 15). ↵
- Eucken presenta al “capitalismo” como una abstracción arbitraria de los procesos económicos reales, un concepto que sólo existiría en la mente de algunos pensadores marxistas o sombartianos: “la Crítica de la razón pura se escribió en vano para los economistas conceptuales. Este error cardinal tiene como consecuencia un alejamiento de la realidad y la formación de sectas, fenómenos ambos unidos siempre a la aparición de economistas conceptuales” (Eucken, 1947: 47). En línea con el ordoliberalismo, Röpke advierte además que “el concepto abstracto de ‘capitalismo’ (…) es personificado en un ser mítico al que se atribuye voluntad, conciencia e intenciones, por cuanto se dice: el ‘capitalismo’ lleva a las guerras, incuba todas las conspiraciones imaginables o se arroga la soberanía de Estado” (Röpke, 1949: 4-5). ↵
- Como señala Popper, “Es infinitamente difícil razonar acerca de una sociedad ideal. La vida social es tan complicada que pocos o ningún hombre podría juzgar un plano de la ingeniería social en gran escala, para apreciar si es o no practicable, si puede o no acarrear mejoras reales, si habrá de involucrarse o no algún nuevo mal, y decidir cuáles son los medios adecuados para su materialización” (Popper, 2006: 175). ↵
- En el mismo sentido, Popper había advertido ya sobre el poder transformador de las ideas, que “en ciertas circunstancias logran revolucionar las condiciones económicas de un país, en lugar de hallarse moldeadas por dichas condiciones” (Popper, 2006: 323).↵
- Dice Alberto Benegas Lynch –otro intelectual cuyos escritos conforman la base del neoliberalismo argentino– que entre los años 40’ y 60’ el ámbito académico de este país estuvo ocupado por fascistas, keynesianos, marxistas, gramscianos, cepalinos y socialistas de la más diversa índole, todos aunados en la lucha contra la sociedad abierta y con gran influencia sobre la opinión pública de su tiempo. Sin embargo, algo habría cambiado a partir de los años 70’, cuando los esfuerzos intelectuales de los pensadores liberales hicieron virar gradualmente a la opinión pública hacia un nuevo campo de ideas: “Hoy, tal vez la Argentina sea el país en el que más se ha avanzado en el terreno de las ideas liberales, sobre todo entre la gente joven y, muy especialmente, en los recintos universitarios. La nueva contracorriente se ha abierto paso y, a través de diversas etapas, ha influido para que en la opinión pública se verifique un fuerte desplazamiento en el eje del debate” (Benegas Lynch, 1992: 460). ↵
- Sin duda alguna, la posibilidad de gobernar a distancia es una cuestión de enorme importancia para la crítica social de nuestros tiempos, más aún cuando se intenta hacer el análisis de aquellos gobiernos cuya acción parecería retroceder ante las manifestaciones “espontáneas” –y aparentemente incuestionables– de la sociedad civil: “Contemporary ‘governmentality’ accords a crucial role to ‘action at a distance’, that is to say, to mechanisms which promise to shape the economic or social conduct of diverse and institutionally distinct persons and agencies without shattering their formally distinct or ‘autonomous’ character. (…) the vocabularies and expertise have played a very significant part in inventing and seeking to operationalize such mechanisms of government, both in the sense that they have been involved in calculated attempts to implant such technologies, and in the sense that the existence of experts has made it possible for self-regulation to operate in a way that minimizes the need for direct political intervention” (Miller y Rose, 1990: 14-15) [La “gubernamentalidad” contemporánea otorga un papel crucial a la “acción a distancia”, es decir, a los mecanismos que prometen dar forma a la conducta económica o social de personas y agencias diversas e institucionalmente distintas, sin destruir su carácter formalmente distinto o ‘autónomo’. Los vocabularios y los saberes expertos han jugado una parte significativa en la invención y la puesta en práctica de tales mecanismos de gobierno, tanto en el sentido de haber participado en los cálculos para implantarlos, como en el sentido de que la existencia de expertos ha hecho posible que la autorregulación funcione en pos de minimizar la necesidad de una intervención política directa].↵
- Para Popper, el intelectualismo irracional y místico es “la sutil enfermedad intelectual de nuestro tiempo (…). Pero pese a su superficialidad es peligrosa, debido a su influencia en el campo del pensamiento social y político” (Popper, 2006: 459).↵