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1 Sobre la tensión entre estrategias empíricas y de principio en la respuesta al escepticismo epistemológico

Claudio Cormick[1]

Introducción

En este trabajo partiremos (§2) de una recapitulación de la existencia de dos grandes vertientes de argumentos contra el escepticismo global referido a las capacidades cognitivas humanas: por una parte, consideramos que argumentos como los que podemos encontrar en la fenomenología merleaupontyana son “de principio” en el sentido de que no se apoyan sobre verdades contingentes como las que nos puede ofrecer la ciencia empírica; en contraste con ellos, cabe destacar la existencia en la filosofía anglosajona –alrededor de figuras como las de Quine o Fodor– de argumentos, precisamente, de carácter empírico. A continuación (§3), estaremos ya en condiciones de ofrecer un primer cruce entre los dos abordajes, y señalaremos que, de acuerdo al “positivismo fenomenológico” defendido por Merleau-Ponty, la que es conocida en la filosofía analítica como “tesis R” –que declara que nuestras capacidades cognitivas son confiables– no puede ser contingentemente verdadera. En el apartado siguiente (§4) intentaremos apoyar este resultado provisorio distinguiendo dos modos en que la verdad de R no puede ser contingente: uno “conceptual” o “semántico” y otro “evidencial” o “epistémico”. Sobre la base de este paso, a su vez, intentaremos a continuación (§5) poner de manifiesto que una pregunta considerada legítima por ciertos autores anglosajones es desautorizada por Merleau-Ponty (y, según veremos, por Ernest Sosa): en efecto, podemos razonablemente preguntarnos si los humanos habríamos podido desarrollar otras capacidades cognitivas, pero no podemos preguntarnos si nuestras capacidades cognitivas habrían podido ser menos confiables y si, en consecuencia, hemos (en palabras de Plantinga) “ganado la lotería evolutiva”. Sin embargo, tendremos inmediatamente (§6) que llamar la atención sobre la circunstancia de que de la argumentación de principio se desprende –en ausencia de clarificaciones adicionales que nos permitan evitarla– una consecuencia contraintuitiva; a saber, que si imaginamos un escenario contrafáctico en que los seres humanos hubiésemos desarrollado capacidades cognitivas radicalmente diferentes –por ejemplo, capacidades que nos condujesen a aceptar sistemáticamente enunciados contradictorios– esas capacidades también deberían ser caracterizadas como “confiables”, puesto que son las que tendríamos de hecho, y no existe ninguna instancia neutral desde la cual calificarlas de otra manera. A continuación (§7), intentaremos abordar dos posibles respuestas a este señalamiento: una de ellas requerirá conducir el “positivismo fenomenológico” en la dirección de un radical anti-realismo, mientras que la otra buscará compatibilizarlo con un relato en que la realidad tiene características no subjetivo-dependientes, susceptibles de “seleccionar” capacidades cognitivas como fiables en mayor o menor medida.

I. Presentación general: dos tipos de argumentos contra el escepticismo

Como es sabido y ha sido discutido ampliamente en la literatura especializada, la fenomenología de Merleau-Ponty sostiene la tesis de que, a la hora de analizar de conjunto nuestras capacidades y estrategias cognitivas, resulta insostenible un enfoque escéptico, que pretenda desacreditar el valor de aquellas comparándolas con un presunto “ser en sí” que no podemos alcanzar. Esta posición es desarrollada en al menos cuatro textos de la Phénoménologie de la perception y retomada en Le visible et l’invisible. En el capítulo “El cogito” de su libro de 1945, el autor francés señala que concebir la posibilidad de que nuestro conocimiento estuviese sistemáticamente distorsionado requiere compararlo con otro, heterogéneo, el cual resultaría, por definición, inconcebible. Incluso admitiendo que las “leyes de nuestro pensamiento” son “un hecho”, el fenomenólogo niega que podamos legítimamente preguntarnos si conocemos adecuadamente el mundo; debemos por el contrario “definir el ser como lo que se nos aparece y la conciencia como un hecho universal”, puesto que, dado lo que para nosotros es verdadero, “toda otra verdad”, incluso la accesible a “unos marcianos o ángeles (…) cuya lógica no sea la mía”, lógica “en nombre de la cual quisiera yo devaluar” a la accesible para los seres humanos, “tiene que concordar con el pensamiento ‘verdadero’ del cual tengo la experiencia” (Merleau-Ponty, 1945: 455-456). El fenomenólogo había señalado en el “Prefacio” que no debemos “preguntarnos si percibimos realmente un mundo. Debemos decir, al contrario: el mundo es lo que percibimos” (Merleau-Ponty, 1945: XI); de hecho, “si hablamos de ilusión, es porque hemos reconocido ilusiones (…), de manera que la duda, o el temor a equivocarnos, afirma al mismo tiempo nuestro poder de develar el error, y no podría desarraigarnos de la verdad” (Merleau-Ponty, 1945: XI). De acuerdo al capítulo sobre “El espacio”, por su parte, “[n]o sabemos que hay errores más que porque poseemos unas verdades, en nombre de las cuales corregimos los errores” (Merleau-Ponty, 1945: 341). En cuarto lugar, según el capítulo sobre “La cosa y el mundo natural”, “[p]reguntarse si el mundo es real es no entender lo que se dice” (Merleau-Ponty, 1945: 396). En lo que concierne al texto editado póstumamente, encontramos allí nuevamente la tesis de que, aunque el escéptico lo ignore, “no sabríamos siquiera qué es lo falso, si no lo hubiéramos distinguido algunas veces de lo verdadero”; “la ‘falsedad’ misma de los sueños no puede ser extendida a las percepciones, porque aquella no aparece más que relativamente a esta” (Merleau-Ponty, 1964: 19).[2]

En particular, y como hemos intentado argumentar en trabajos previos, las tesis de Merleau-Ponty contra el escepticismo apelan a un argumento que busca establecer que el único sentido que le podemos dar a nociones como “error” o “ilusión” se apoya en nuestra capacidad de contrastar instancias de tales errores con instancias de experiencias fidedignas; la hipótesis según la cual el conjunto de nuestra experiencia podría ser desacreditado como un error sistemático e insuperable es así denunciada por Merleau-Ponty como, literalmente, un sinsentido (Cormick, 2017: 214-220).

Sin embargo, como es de prever, la reivindicación merleaupontyana de la confiabilidad de conjunto de nuestras capacidades y estrategias cognitivas no significa, claro está, que el autor francés pase por alto la falibilidad humana, pero, en el marco de su polémica con el escepticismo, Merleau-Ponty le confiere una importancia capital al carácter autocorrectivo de nuestra vida cognitiva, como la única base sobre la cual podemos hablar de tales errores; así, nuestra experiencia de los errores, lejos de dar pie a un escepticismo, nos da pruebas, por el contrario, de nuestra capacidad de superarlos. Este argumento no se limita a la reivindicación del valor de nuestros sentidos contra el pirronismo; también aparece en defensa de la fiabilidad de la práctica científica contra la llamada “meta-inducción pesimista” en filosofía de la ciencia (Merleau-Ponty, 2014: 49-50; Cormick, 2017 y Ralón de Walton, 2012: 284-285). Más en particular, el argumento se extiende al caso de las que llama “leyes del pensamiento”, cuando señala que para poder “devaluar” aquello que los seres humanos experimentamos como verdadero necesitaríamos poder acceder en concreto a evidencias que nos sirvan de desmentida. En ausencia de una tal desmentida posible, simplemente no tiene sentido hablar de error o falsedad. Así, en la medida en que las fallas de nuestras prácticas cognitivas solo pueden identificarse como tales dentro del marco de lo cognoscible para nosotros, y no autorizan por lo tanto a descalificar globalmente nuestras capacidades los –límites de los cuales son insuperables–, Merleau-Ponty introduce, en su curso de 1951-1952 sobre Les sciences de l’homme et la phénoménologie, un sentido para la expresión “positivismo fenomenológico” que difiere del que le había dado en Phénoménologie de la perception, y que, dada la continuidad entre las estrategias argumentales en los dos casos, podemos extender a su vez a su abordaje de nuestra vida perceptiva.[3]

Ahora bien, en contraste con cierto extendido consenso sobre la implausibilidad del escepticismo, se ha prestado menos atención a la circunstancia de que es insostenible también, por motivos similares a los que desacreditan el escepticismo, un enfoque confiabilista que, si bien llegaría al mismo resultado anti-escéptico al que arriba la fenomenología, se apoyaría en datos contingentes, provenientes de la ciencia empírica. Las raíces de esta propuesta pueden encontrarse ante todo en Popper, quien –aunque centrado en describir en realidad el crecimiento y progreso del conocimiento humano que en ofrecer garantías para él­– ha señalado –y, según insiste, no a modo metafórico– que “el conocimiento animal (…) crece mediante la eliminación de aquellos que sostienen las hipótesis inadecuadas”; esto es, la selección natural escoge a aquellos individuos menos proclives a incurrir en la falsedad. Por su parte, Dennett (1978: 8 y ss.) parte de hipotetizar que, frente a posibles alienígenas que encontráramos en un planeta distante, estaríamos justificados en adoptar la “actitud intencional” frente a ellos, sobre la base de suponer que la selección natural habría operado en el surgimiento de tales criaturas. Siguiendo, en este punto, a Dennett, Fodor declara que “la selección darwiniana garantiza que los organismos conozcan los principios de la lógica, o fallezcan” (1981: 121). Debemos remarcar que este enfoque, como todo otro intento de “fundamentar” de conjunto la fiabilidad de nuestras capacidades cognitivas sobre la base de evidencias científicas, presupone que, al menos en principio, nuestras facultades cognitivas podrían ser descritas, inteligiblemente, como no confiables. La respuesta al escepticismo aparece, así, como “sobre-determinada”: no parece haber compatibilidad entre un enfoque de principio y uno empírico; más aún, la argumentación de principio parece conducir a ciertas consecuencias altamente implausibles que no aparecen en un enfoque empírico. Intentaremos aquí abordar este conflicto.

II. El debate sobre el “positivismo fenomenológico”. La “tesis R” y la no contingencia de su verdad desde una perspectiva merleaupontyana

Volvamos al caso del fenomenólogo. Como subraya Vincent Descombes (2016: 75; también Cormick, 2017), para Merleau-Ponty la fenomenología es “positivista” en tanto no admite “un derecho anterior al hecho”: qué pueda contar como una verdad dependerá, precisamente, de lo que pueda de hecho ser captado como verdad por nosotros, constituidos como lo estamos. Cuando se trata de constatar verdades necesarias, señala Descombes, debemos “apoyarnos en un hecho básico (…), el de experimentar una necesidad. La diferencia entre el sentido y el sinsentido se reduce a un hecho, el hecho de que no puedo pensar de otra manera”. Según había señalado previamente Ted Toadvine (2002a: 253), para Merleau-Ponty es importante no “negar la naturaleza (…) contingente de nuestro acceso a la verdad. Dado que las leyes del pensamiento humano están fundadas en la experiencia humana real, su justificación radica en el hecho de que son coextensivas con nuestra experiencia posible”. En otras palabras, la facticidad de nuestra forma de conocer, el tener ciertas capacidades en lugar de otras (capacidades que no intentamos presentar como las “condiciones de todo conocimiento posible”), debe ser tomada por Merleau-Ponty como punto de partida. Pero negarle todo rol a un “derecho anterior al hecho” implica también, en el contexto del curso, y como hemos adelantado, que la posible comparación con otras capacidades cognitivas, suprahumanas, con sus implicaciones escépticas, queda cancelada: somos nosotros quienes deberíamos analizar la presunta superioridad de posibles sujetos cognitivos suprahumanos como “marcianos” o “ángeles”, de modo tal que no hay forma de que podamos razonablemente degradar el valor de nuestras facultades.

Ahora bien, aunque esta crítica del autor francés a la plausibilidad del escepticismo haya sido reconstruida por una serie de intérpretes[4] existe un punto que ha sido frecuentemente descuidado en la literatura especializada, y sobre el que hemos intentado llamar la atención. A saber: el mismo tipo de argumento conceptual que bloquea el paso al escepticismo hace innecesario también, en un marco merleaupontyano, cualquier tipo de “aval” empírico, apoyado en datos contingentes, para la fiabilidad de nuestras capacidades cognitivas; que tales capacidades sean contingentes no quiere decir que sea contingentemente verdadera la tesis de que ellas son fiables. En otras palabras, que podemos conocer el mundo es, para Merleau-Ponty, una tesis de principio.[5] Como para Merleau-Ponty no existe, desde el vamos, una distancia que franquear entre “cómo el mundo es” y “lo que podemos conocer”; en consecuencia, no necesita tampoco ofrecer argumentos para cerrar este bache.[6] Es por esto que, desde una perspectiva como la de Merleau-Ponty, la proposición “nuestras capacidades cognitivas son confiables”, la cual –de forma abreviada– se conoce en los debates anglosajones como la tesis “R”, necesita ser considerada como evidencialmente fundamental.[7]

III. Los dos sentidos de la no contingencia

Ahora bien, esta no contingencia que caracteriza, en un marco merleaupontyano, a la “tesis R” puede describirse desde dos ángulos, distinguibles pero no independientes uno de otro:

  • En primer lugar, encontramos un aspecto que podríamos llamar “evidencial” o “epistémico”: nunca podríamos –sea lo que fuere que descubramos empíricamente por medio de la biología o la psicología– negar racionalmente esta proposición respecto de nosotros mismos, puesto que si la negáramos ya no tendríamos fundamento para atribuirnos racionalidad, y en consecuencia tampoco podríamos atribuir racionalidad a la negación misma de R.
  • En un segundo sentido, podríamos decir que la verdad de R es no contingente en un sentido “conceptual” o “semántico”: nuestras capacidades cognitivas deben ser consideradas confiables precisamente porque son las que tenemos, y no porque cuenten con algún tipo de “aval” (evolutivo como aquel en que creían Dennett, Fodor y Popper, o teológico como el postulado por Descartes) sino porque no podemos definir de manera independiente los conceptos de, por una parte, “capacidades cognitivas que de hecho tenemos” y, por otra parte, “capacidades cognitivas confiables”. El recurso a las capacidades que tenemos es inevitable a la hora de entender qué serían capacidades “confiables” y por lo tanto existe aquí un vínculo no meramente empírico.

III. 1. El argumento evidencial

La especificidad del primer aspecto, “evidencial”, de la tesis merleaupontyana puede comprenderse cuando la comparamos con la argumentación, sorprendentemente similar, por medio de la cual Ernest Sosa responde, en su Knowing Full Well, al problema del carácter “accidental” que, desde el punto de vista evolutivo, parece tener el “éxito de nuestras facultades cognitivas” (Sosa, 2011: 153 y ss.). De acuerdo al autor norteamericano, al igual que en el caso de Merleau-Ponty, el aval de la fiabilidad de tales facultades proviene de un argumento de principio, no de uno empírico que podamos tomar de las ciencias. Por medio del experimento mental de comparar nuestra situación con la de un sujeto que tuviera que determinar si está o no bajo el influjo de una droga que lo incapacita cognitivamente, Sosa arguye que no tenemos más opción que presuponer como lo haría, a título individual, tal sujeto– que nuestras facultades son fiables; debemos presuponerlo, porque son las nuestras, y por tanto las únicas a que podemos apelar: el sujeto que creyera que efectivamente está bajo el influjo de una droga incapacitante se comprometería con una posición “epistémicamente auto-derrotadora” [self-defeating] (Sosa, 2011: 155). Del mismo modo, incluso una evaluación de nuestra situación epistémica que se enfocase en las posibles evidencias sobre la falta de fiabilidad de tales facultades no podría más que evaluar tales evidencias utilizando las facultades mismas que se supone que están puestas en cuestión. Si la tesis según la cual nuestras propias capacidades cognitivas son fiables incurre, de este modo, en cierto tipo de circularidad, sin embargo la única alternativa disponible (Sosa, 2011: 156) es apoyarnos en evidencias accesibles para nosotros a efectos de concluir que nuestras evidencias no son dignas de crédito. La única posición “enteramente coherente”, pues, es señalar “que nuestras facultades no tienen un origen que las incapacite” (Sosa, 2011: 157). El argumento, pues, no es de índole empírica, sino que subraya la relación de dependencia evidencial que tiene, con respecto a nuestras capacidades cognitivas, cualquier evaluación que queramos hacer de ellas.[8]

III. 2. El argumento semántico

Veamos por su parte el argumento semántico. Una noción de “verdad” que permitiera decir algo como “p es verdadera pero jamás podríamos creer racionalmente en p” disociaría radicalmente la verdad de la aseverabilidad justificada –a la que está ligada en nuestro uso ordinario del término, incluso si no se reduce a ella–, y no la asociaría a nada más que la volviera utilizable; el término “verdad” simplemente no tendría condiciones de aplicación. Podríamos reconstruir informalmente el argumento merleaupontyano, a grandes rasgos, así:

  1. Todo término que especifiquemos para nuestro lenguaje, incluido naturalmente el de “verdad”, tiene que tener condiciones de aplicación para nosotros.
  2. Si el término “verdad” hace referencia a una propiedad de proposiciones que, dados los límites de nuestras capacidades cognitivas, nunca podríamos atribuirle a nada, entonces el término no tiene condiciones de aplicación.
  3. El término “verdad” debería, en consecuencia, hacer referencia a una propiedad que efectivamente nosotros podamos atribuir (esto es, atribuir dadas nuestras capacidades cognitivas). (Conclusión de (1) y (2)).
  4. La pregunta sobre la tesis R (es decir, la pregunta “¿Son nuestras capacidades cognitivas conducentes a la verdad?”), para no ser una pregunta sobre una tautología, presupone obviamente que aquello que es verdadero puede ser tal que nunca lleguemos a alcanzarlo dadas nuestras capacidades cognitivas; esto es, es posible que lo auténticamente susceptible de ser llamado “verdadero” esté por principio por fuera de nuestro alcance.
  5. La pregunta sobre la tesis R presupone, para no ser una tautología, que postulemos una noción de “verdad” que no tiene condiciones de aplicación.
  6. La pregunta sobre la tesis R es una pregunta por una tautología; i.e., nuestras capacidades cognitivas son, por definición, conducentes a la verdad.

Hasta aquí las dos vertientes que nos interesaba distinguir. Veamos ahora una consecuencia de estas estrategias.

IV. Una consecuencia de la argumentación de principio: la pregunta que Merleau-Ponty desautoriza

En efecto, lo interesante de la argumentación de principio con la que se compromete el fenomenólogo es qué preguntas ella vuelve irracional formularse. Vimos que para Merleau-Ponty no hay espacio para pensar en nuestras “leyes del pensamiento” como susceptibles de ser desautorizadas en comparación con las de posibles “marcianos” o “ángeles”. Ahora bien, esto implica también que no tiene mayor sentido preguntarse qué mecanismos –si, por ejemplo, una improbable gran dosis de suerte, o un mecanismo evolutivo orientado hacia la confiabilidad epistémica– han hecho que los seres humanos desarrolláramos capacidades cognitivas confiables habiendo podido desarrollar capacidades no confiables. En rigor, si nos tomamos el argumento merleaupontyano en serio, este parece implicar que cualesquiera otras capacidades que hubiésemos desarrollado en otro mundo posible serían consideradas como confiables por nuestras contrapartes de ese mundo posible, las cuales, más aun, tendrían razón al considerarlas así. Nosotros tenemos que considerar confiables nuestras capacidades cognitivas no en virtud del resultado de una evaluación no circular sino simplemente porque son las que tenemos, pero esto mismo podría suceder si hubiésemos desarrollado cualesquiera otras capacidades.

Tratemos de pasar esto en limpio. Si llamamos C1 al conjunto de las capacidades cognitivas que tenemos en el mundo real (cierta percepción sensorial, cierta capacidad de memoria, ciertas capacidades para las inferencias deductivas e inductivas, etcétera), y consideramos que C1 es un conjunto de capacidades confiables, podemos preguntarnos por qué tenemos ese conjunto de capacidades C1 y no ciertas capacidades distintas, llamémoslas C2, del mismo modo que podemos preguntarnos por qué nuestra forma de locomoción o de digestión es la que tenemos y no otra. El propio Merleau-Ponty construye su argumentación, deliberadamente provocativa, señalando que las “leyes de nuestro pensamiento” son “un hecho, como la forma de nuestra cara y el número de nuestros dientes” (Merleau-Ponty, 1945: 455). En otras palabras, es contingente que las tengamos a ellas en vez de tener otras. Pero, una vez más, no es contingente que las capacidades C1, las que tenemos en el mundo real, sean confiables. Ahora bien, el modo en que esta verdad no es contingente –sea que la abordemos desde el aspecto “evidencial”, “epistémico”, o por el contrario que nos enfoquemos en el ángulo “conceptual”, “semántico”– implica que no hay un sentido neutral –neutral entre nosotros y nuestras contrapartes de otro mundo posible, que tendrían las capacidades C2– para decir que las nuestras son confiables. Al no haber tal sentido neutral, no estamos en absoluto haciendo un enunciado sintético cuando decimos que ellas lo son. Preguntarse si no sería posible que también nuestras creencias sean en su mayoría falsas parece, en consecuencia, tan irracional como preguntarse si no sería posible que el metro patrón no mida realmente un metro. En otras palabras: ¿con qué criterios, salvo los nuestros, podríamos llegar a saber que un conjunto de capacidades cognitivas no es realmente confiable? Esto tiene consecuencias para un abordaje genético, empírico, al problema: no hace falta comprometerse con algo tan improbable como que hayamos “ganado la lotería evolutiva” (Plantinga, 2002: 246); esto es, que hayamos tenido, como especie, una implausible dosis de suerte epistémica.

En esta línea, Merleau-Ponty objetaría la posibilidad de elaborar –como lo hace Plantinga– un argumento probabilístico sobre nuestras capacidades utilizando el rodeo de especular sobre la fiabilidad de las capacidades cognitivas de otros posibles sujetos de conocimiento (Plantinga, 1993: 222-223). Si tiene sentido preguntarnos sobre la fiabilidad de ellos, respondería Merleau-Ponty, esto se debe a que podemos compararla con la nuestra, que funciona como el metro patrón; por hipótesis, no serían los sujetos mismos sobre los cuales hipotetizamos quienes se percatarían de la baja fiabilidad de sus capacidades cognitivas, sino que solamente se revelan como tales en la medida en que usamos las nuestras como término de comparación. Para argumentar que no existe un aval evolutivo a la confiabilidad de nuestras creencias, Plantinga concibe sujetos epistémicos sistemáticamente equivocados que sin embargo no dejarían de tener creencias adaptativas desde el punto de vista práctico; por ejemplo, sujetos epistémicos animistas que le atribuyeran un alma a todos los objetos que los rodean (Plantinga, 2002a: 9). Pero, para hacer esto, necesita en efecto apararse en lo que nosotros sabemos sobre el mundo –a saber, que el animismo es falso– para, solo así, poder descalificar las creencias de estos otros sujetos.

V. Sobre un aspecto contraintuitivo de la respuesta de principio al confiabilismo evolucionista

Ahora bien, hemos considerado hasta aquí una línea argumental que buscaba responder al escepticismo cuestionando la pregunta misma que daba lugar a aquel: de acuerdo al argumento, como vimos, el escepticismo es injustificable porque la pregunta misma sobre si nuestras capacidades cognitivas son “confiables”, en el sentido de “conducentes a la verdad”, es una mala pregunta. Pero con esto sale a la luz, al menos prima facie, una consecuencia contraintuitiva, una que parece indicarnos que hemos ido demasiado lejos. En efecto, si nos formulamos la pregunta contrafáctica sobre qué sucedería en caso de que hubiésemos desarrollado evolutivamente, en lugar de las capacidades cognitivas que tenemos, C1, otras diferentes C2, y estas fueran tales que nos llevaran a tener creencias muy diferentes de las que tenemos en el mundo real –por ejemplo, creencias contradictorias–, la respuesta no puede ser, dadas las premisas de las que parte Merleau-Ponty, que habría un sentido objetivo en que las creencias formadas en virtud del ejercicio de C2 serían falsas, que estaríamos equivocados. Si lo único que avala a nuestras capacidades cognitivas es que son las que de hecho tenemos (de ahí, precisamente, la insistencia merleaupontyana en hablar de “positivismo”, del énfasis sobre una verdad fáctica), entonces, si tuviéramos otras, entonces ellas serían las que deberíamos considerar “confiables”. Pero esta respuesta trivializa el alcance de la calificación de “confiable”, extendiéndola a cualesquiera conjuntos de capacidades cognitivas que hubiésemos podido desarrollar (esto es, cualesquiera capacidades que tenemos los seres humanos, no en el mundo real, sino en otro mundo posible). Dado que el “positivismo fenomenológico” merleaupontyano no nos permite decir que las capacidades que tenemos en el mundo real son, desde un punto de vista neutral, mejores que las hipotéticas capacidades C2 que habríamos podido tener, entonces se muestra incapaz de retener una tesis que el confiabilista evolucionista considera central; esto es, que hay capacidades cognitivas que habríamos podido desarrollar, que habrían estado objetivamente desajustadas al medio y que, al cabo de cierto tiempo, habrían desaparecido junto con sus portadores en virtud de los implacables mecanismos de la selección natural. Por claridad expositiva, distingamos de manera explícita dos tesis:

  1. Tesis “nuclear” del “positivismo fenomenológico”: El fundamento de que atribuyamos fiabilidad a nuestras capacidades cognitivas C1 no es independiente de la circunstancia de que C1 son las capacidades que de hecho poseemos. Concretamente, podemos justificadamente declararlas confiables porque (1) cualquier evaluación que podamos hacer de ellas presupone que las consideremos confiables y porque (2) no tenemos otro concepto aplicable de “conducente a la verdad” que no esté apoyado en estas mismas facultades.
  2. Consecuencia contraintuitiva del “positivismo fenomenológico”: En la medida en que el valor de nuestras capacidades cognitivas depende de ser las que de hecho tenemos, entonces, si hubiésemos tenido otras, entonces ellas estarían dotadas de ese valor.

Ahora bien, ¿qué puede responder un enfoque de principio, como el de Merleau-Ponty, a esto? ¿Puede insistir, ateniéndose a la inspiración “positivista”, en la idea de que principios como el de no-contradicción son solamente una de las “leyes de nuestro pensamiento”? En este caso, aparentemente, no podríamos decir que la realidad misma sea tal que “seleccione” los sistemas cognitivos que tiendan a excluir las inconsistencias; en apariencia solo quedaría señalar, por el contrario, que el carácter consistente o inconsistente de la realidad es función de cómo estamos capacitados para percibirla. Desde este punto de vista, en principio, nuestras contrapartes de otro mundo posible, que desarrollaron distintas “leyes del pensamiento” y no rechazan contradicciones, no estarían objetivamente equivocados; esto es, no se “tropezarían” con obstáculos en la realidad en virtud de su incapacidad de rechazar inconsistencias, puesto que la realidad no es en sí misma consistente. Tenemos entonces un dilema, al menos en apariencia:

  • O bien hay en el mundo características no-subjetivamente dependientes, a las que, como sujetos cognoscentes, nuestros ancestros han tenido que adaptarse, puesto que el mundo es capaz de hacernos pagar por nuestros errores, y entonces tenemos las capacidades cognitivas correctas pero es al menos concebible la idea de que podríamos haber evolucionado con capacidades cognitivas sistemáticamente distorsionadas –lo cual parecería entrar en contradicción con la idea “positivista” de que semejante escenario es impensable–;
  • o bien nos atenemos al “positivismo fenomenológico” e insistimos en que realmente no tiene sentido pensar que habríamos podido ser sujetos de conocimiento que fracasen sistemáticamente en sus intentos de conocer el mundo, pero esto parecería a su vez requerir la idea de que no hay en la realidad características no-subjetivamente dependientes (ni siquiera algo tan básico como la característica de que la realidad es consistente).

VI. Posibles respuestas a partir de la consecuencia contraintuitiva de la solución “de principio”

Veamos ahora en qué podría consistir una posible solución. Ante todo, cabe decir que el resultado, en principio, contraintuitivo al que nos ha conducido el positivismo fenomenológico, la trivialización del alcance del predicado “confiable” para referirlo a cualesquiera capacidades cognitivas, admite aparentemente dos líneas de respuestas, una de las cuales acepta este resultado paradójico y lo profundiza, y otra que intenta retener el núcleo de la tesis positivista fenomenológica sin conducir a tal resultado.

VI. 1. “Biting the bullet”: la primera línea de respuesta. El radical antirrealismo merleaupontyano y las críticas de Ayer y el realismo especulativo

La primera posibilidad consistirá en decir que, si nos parece inaceptable la conclusión de que cualesquiera capacidades cognitivas posibles habrían sido confiables, esto se desprende a su vez de la suposición de que existe una realidad no-subjetivo dependiente, caracterizada, por ejemplo, por la ausencia de contradicciones; es por esto que nos parece implausible declarar que los Homo sapiens de otro mundo posible y que han desarrollado las capacidades C2 están cognitivamente tan bien equipados como nosotros. Sin embargo, si el “positivista fenomenológico” deseara llevar hasta el final una ruptura con el realismo de sentido común, podría rechazar el postulado de una realidad no subjetivo-dependiente, en el sentido específico de que ella no podría tener cualidades fijas independientemente de su relación con conciencias cognoscentes. Si llevamos tan lejos como esto el abandono del realismo, entonces es claro que no podrá haber algo así como la realidad que, incidiendo causalmente sobre la vida en desarrollo, “seleccione” los conjuntos de capacidades cognitivas que estén suficientemente adaptados para detectar las características de aquella; en rigor, para una tesis que, en el vocabulario de Meillassoux (2006), llevara hasta el final el “correlacionismo”, no podemos atribuir a la realidad propiedad alguna si la consideramos haciendo abstracción de su darse a una conciencia. Esta posición extrema –y, según intentaremos mostrar, innecesariamente extrema– aparece, con todo, apoyada en algunos pasajes sorprendentes de la Phénoménologie de la perception.

Este es el caso, en efecto, cuando Merleau-Ponty declara, aunque sin detenerse a explotar las consecuencias de tal declaración, que “Nada puede hacerme entender qué podría ser una nebulosa no vista por nadie”, con lo cual no se ve, según el autor, qué es lo que se podría decir al afirmar “que el mundo existió antes que cualquier conciencia humana”. “La nebulosa de Laplace”, según el análisis anti-realista emprendido por Merleau-Ponty, “no está detrás de nosotros, en nuestro origen, sino delante de nosotros, en el mundo cultural” (Merleau-Ponty, 1945: 494). Ahora bien, esta posición es una provocación difícil de sostener, y ha suscitado, predeciblemente, resistencias. Ya A. J. Ayer remarcaba, en 1984, su azoramiento ante una posición merleaupontyana que solo parece poder escapar al solipsismo pasando, como máximo, a una perspectiva antropocéntrica en la cual solo es real aquello que es accesible para una pluralidad de conciencias (pero nada más que esto; Ayer 1994: 225-6[9]). Así, si bien, como ha comentado Zahavi, el realismo especulativo solo puede ganar una apariencia de originalidad mediante la cuidadosa omisión de las muchas críticas que previamente se habían formulado al “correlacionismo” (Zahavi, 2016) el punto sigue siendo que, originales o no, estas críticas encuentran en Merleau-Ponty un blanco especialmente vulnerable. En particular, no vemos cómo podría evitarse en este punto concordar con Graham Harman cuando señala, comentando el presente pasaje merleaupontyano que acabamos de citar, que la “prosa calma y medida” de Merleau-Ponty “enmascara (…) una posición filosófica tan radical como la de los presocráticos”; en efecto, de acuerdo al fenomenólogo, no solamente no podemos concebir la nebulosa de Laplace como preexistente a la conciencia humana: tampoco podemos dar cuenta –sin introducir el rol de una conciencia, cuya perspectiva finita “fragmenta” en acontecimientos la plenitud de lo real– del hecho de que la realidad sea temporal, esto es, que esté dividida en eventos sucesivos. “[S]i considero al mundo en sí mismo”, nos dice el fenomenólogo, “no hay más que un solo ser indivisible y que no cambia. El cambio supone cierto lugar en que me sitúo y desde donde veo desfilar a las cosas; no hay acontecimientos sin un alguien al que ocurren y cuya perspectiva finita funda la individualidad de los mismos. El tiempo supone una visión, un punto de vista, sobre el tiempo” (Merleau-Ponty, 1945: 470). Así, comenta Harman, si “todos los humanos fueran fulminados instantáneamente, la disolución del azúcar en un vaso ya no tendría durée real” (Harman, 2005: 52). El punto es claro: si Merleau-Ponty está dispuesto a cuestionar que la existencia de objetos tales como nebulosas haya precedido a la conciencia humana, no será un agregado ad hoc a su teoría el señalar que la realidad, tal como está espaciotemporalmente estructurada, es subjetivo-dependiente y que por lo tanto no ha podido haber una selección natural de capacidades cognitivas fiables; por el contrario, toda su teoría del tiempo apunta precisamente en esa dirección.

Ahora bien, un primer problema de esta forma de entender el positivismo fenomenológico es que ella equivale nada menos que a negar que el conocimiento humano haya podido tener un origen, que haya habido un momento cronológico en que no existiera y luego, como resultado causal de la acción de otros factores, haya aparecido, todo lo cual encaja mal con el intento de Merleau-Ponty de ofrecer un terreno común en que el saber científico y el filosófico resulten compatibles. En segundo lugar, una debilidad de la respuesta aforística de Merleau-Ponty, al clasificar a la nebulosa de Laplace como parte del “mundo cultural” es que ella es elusiva; deja sin contestar la cuestión clave: el “mundo cultural” puede tal vez entenderse como autocontenido cuando hablamos de entidades tales como las ficciones, mientras que, por el contrario, las teorías que postulan, a partir de evidencia presente, que existieron fenómenos astronómicos antes de los seres humanos pretenden tener un referente real.[10] En este sentido, Merleau-Ponty deja sin resolver la pregunta clave sobre el estatuto de este referente, aquello en virtud de lo cual las hipótesis que hablan sobre él podrían estar justificadas. Sin embargo, no es en rigor necesario aceptar una descripción tan extrema. En efecto, disponemos de una narración alternativa acerca de la relación entre la conciencia y el mundo, que puede explicar por qué este último fue causalmente operante en la emergencia de aquella y por qué, en consecuencia, la realidad puede ser inteligiblemente descrita como algo con respecto a lo cual un conjunto de capacidades cognitivas –como el conjunto C2 de nuestro ejemplo– puede no ser confiable, todo esto sin comprometernos con un realismo que haga de la realidad enteramente independiente de la conciencia, esto es, que postule la existencia de entidades incognoscibles. Desarrollemos ahora esta segunda línea de respuesta al señalamiento de una consecuencia contraintuitiva del “positivismo fenomenológico”.

VI.2. Una solución alternativa

Esta segunda línea de respuesta retiene de la tesis “positivista” postulada por Merleau-Ponty la idea clave de que cualquier evaluación que hagamos de nuestras capacidades cognitivas tendrá que estar apoyada en el ejercicio de estas mismas capacidades, y de que, en consecuencia, el factum de que pensemos como lo hacemos no podrá más que funcionar como fundamento, siquiera implícito, de todo nuestro análisis. Incluso el confiabilista evolucionista, que pretende no estar otorgándole ningún privilegio de principio a las capacidades cognitivas C1 que de hecho tenemos, sino “fundamentar” empíricamente el valor de estas, está en rigor presuponiéndolas: declara que el conjunto C1 es confiable, sobre la base de evidencias empíricas para la evaluación de las cuales está justamente presupuesta la confiabilidad de nuestros sentidos, nuestra capacidad de inferencia, etcétera; obviamente, si el confiabilista evolucionista pusiera en duda en algún momento la confiabilidad de estas capacidades, no podría tampoco considerarse epistémicamente justificado para, en un paso posterior, fundamentarlas a partir de información empírica. Ahora bien, ¿por qué, entonces, podemos rescatar el positivismo fenomenológico del escollo aparentemente insalvable del experimento contrafáctico que hemos considerado y según el cual si hubiéramos desarrollado las capacidades C2 ellas tendrían que ser caracterizadas como confiables, precisamente porque las tendríamos? Obtenemos la respuesta a esta pregunta si partimos de disipar una ambigüedad entre dos tesis diferentes: una que se refiere a la confiabilidad de las capacidades C2 desde el punto de vista de los sujetos que las tendrían, y otra que se refiere a esa confiabilidad desde nuestro punto de vista.

Lo que sin duda se sigue de lo que afirma el “positivismo fenomenológico” es que, en el mundo posible en que los Homo sapiens hemos de hecho desarrollado el conjunto de capacidades cognitivas C2, esos sujetos cognitivos no pueden más que considerar que el conjunto C2 es confiable; en ese sentido, están en paridad con nosotros, los sujetos del mundo real que hemos obtenido evolutivamente las capacidades C1: ellos no pueden más que apoyarse en sus capacidades, así como nosotros no podemos más que apoyarnos en las nuestras.

¿Por qué, sin embargo, la situación no es simétrica? Por la simple razón de que –y aquí Merleau-Ponty tiene sin duda un punto cuando responde a los experimentos mentales sobre “marcianos” o “ángeles”–, si elaboramos, nosotros, ciertos experimentos mentales para comparar nuestras capacidades cognitivas con las de otros sujetos posibles (incluyendo nuestras contrapartes en un escenario evolutivo diferente), entonces tendremos ipso facto que ser también nosotros –nosotros, y no los sujetos hipotéticos sobre los cuales teoricemos– quienes establezcamos los criterios de qué contaría como “fiable”.[11] En el caso del conocimiento empírico, el hecho de que nos preguntemos, nosotros, por la “fiabilidad” de un conjunto de capacidades cognitivas C2, diferentes de las nuestras, tiene que significar que nos preguntamos por el grado de fiabilidad de tales capacidades para conocer el mundo como dotado de las características que nosotros encontramos en él. Si no estamos obligados a “trivializar” el sentido de “confiable”, extendiéndolo incluso a un conjunto de capacidades cognitivas que llevaran a creer sistemáticamente en contradicciones, es porque podemos decir que, a la luz del modo en que nosotros conocemos el mundo –apoyándonos en nuestras capacidades cognitivas C1– el conjunto C2 no detecta apropiadamente ciertas propiedades estructurales del mundo, como el ser consistente. En otras palabras, hasta donde nosotros podemos conocer, los sujetos dotados de las capacidades C2 se nos aparecen como malos conocedores del mundo.

Es importante remarcar que esta solución, si bien evita el anti-realismo extremo hacia el cual puede tender la filosofía de Merleau-Ponty, no reniega de la tesis central del positivismo fenomenológico; solo establece que cualesquiera otras capacidades cognitivas que podamos concebir e intentar evaluar –inclusive las de nuestras contrapartes en otro mundo posible– van a ser objeto de nuestra evaluación, un señalamiento que se alinea bien con la fenomenología merleaupontyana. Por otra parte, y esto es más importante, el subrayar que el “positivismo” merleaupontyano no necesita conducir en la dirección de un anti-realismo extremo no es una corrección que quepa rechazar como “externa” a los propósitos del filósofo. En el marco de una obra como la suya, que insiste en remarcar que no somos “el sujeto trascendental” sino sujetos empíricos (Merleau-Ponty, 1945: 75, entre otros pasajes), señalar que nuestro sistema de formación de creencias no puede ser descrito como más adecuado al medio que otras alternativas posibles representa un genuino obstáculo. En la medida en que el “positivismo fenomenológico” de Merleau-Ponty sea incompatible con la exigencia de describir nuestro sistema de formación de creencias como más adecuado que posibilidades rivales, se tratará de una tesis que entrará en tensión con las preocupaciones de corte anti-trascendental del filósofo francés. Si bien la empresa teórica de este se sitúa en el plano de la filosofía y no en el de la ciencia, su relato tiene que ser al menos compatible con la posibilidad de una explicación científica de las causas por las cuales la especie humana adquirió cierto modo de conocer lo real.

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  1. Licenciado en filosofía por la UBA y doctor en filosofía en cotutela entre la UBA y Université Paris 8. Becario posdoctoral del CONICET. Profesor de Filosofía, de Filosofía Contemporánea y de Epistemología en Universidad CAECE.
  2. Para una revisión del problema del escepticismo en Merleau-Ponty, véase Low (2000, especialmente 10); Sacrini (2013); Flynn (2009); Pietersma (1989: 103-104); Hass (2008: 35-40), así como Cormick (2017 y 2018).
  3. En efecto, empleamos el sentido que le da el autor francés a la expresión “positivismo fenomenológico” en su curso sobre Les sciences de l’homme. Con esta estipulación terminológica, buscamos especificar la diferencia de nuestro abordaje con respecto al que se centra en el uso, mucho más acotado, según la cual -como afirma Merleau-Ponty en un prólogo originalmente de 1960- el “positivismo fenomenológico” afirmaría que el mundo está “exactamente ajustado” a “actos de conciencia” (Merleau-Ponty, 2000: 280-281). Es este segundo uso el que destacan Legrand (2017) y Bullington (2013: 49) para señalar que el positivismo es finalmente “rechazado” por el fenomenólogo francés.
  4. Entre estos abordajes se destacan los análisis de Low, quien compara la respuesta merleaupontyana al escepticismo con la que ofrece Hegel, y subraya que en ambos casos se le atribuye al escéptico el dar implícitamente por fidedigna alguna percepción para sobre esa base poder desacreditar otra (Low, 2013: 36), y de Sacrini, quien señala cómo el rechazo merleaupontyano de la posibilidad de un escepticismo universal con respecto a la percepción es sin embargo compatible con la admisión de que “cada episodio perceptivo aislado puede ser puesto en duda en contraste con nuevos episodios (supuestamente más confiables)” (Sacrini, 2013: 723). Anteriormente, estos mismos pasajes fueron tratados por Flynn, quien subraya que para Merleau-Ponty el pirrónico solo puede cuestionar “todas nuestras experiencias reales” porque las compara de manera inconsecuente con la “concepción de un ‘ser en sí mismo’”, y por Hass, que remarca la manera en que el escéptico asume que “la percepción es una pantalla interna que cubre la realidad externa” (Hass, 2008: 35).
  5. Como señala acertadamente, una vez más, Pietersma (1989).
  6. Esto no solo excluye argumentos empíricos, como los que pueden proporcionar las ciencias: también vuelve innecesario que el aval para nuestras capacidades cognitivas venga provisto por algún elemento de la ontología del autor francés, como lo sería una presunta “unidad metafísica sujeto-objeto” (Cormick, 2017; Hass, 2008: 35-36; Pietersma, 2000: 22, 154, 160-162).
  7. En la presentación que hace Alvin Plantinga en Warrant and Proper Function, “R (…) es la tesis de que nuestras capacidades cognitivas son confiables (en general), en el sentido de que ellas producen mayormente creencias verdaderas en el tipo de entornos que son normales para ellas” (Plantinga 1993: 220).
  8. En respuesta a Alvin Plantinga, Sosa (2002: 102) reconoce que el naturalista que recurriese a sus propias capacidades cognitivas para reivindicar el valor de estas estaría cometiendo una circularidad, pero remarca que este tipo de circularidad no es diferente de la que aquejaba a un no naturalista como Descartes. Para Sosa este no es, por lo demás, el tipo de círculo que quepa razonablemente desacreditar como vicioso (Sosa, 1997a, 1997b, 2009).
  9. Para un contexto más general de la relación de Ayer con la filosofía continental, ver Vrahimis (2013: 87-109).
  10. Ver nuevamente Meillassoux (2006: 30 y ss.). El autor cuestiona aquí, precisamente, la posibilidad de dar cuenta desde un enfoque “correlacionista” al hecho de que enunciados que se refieran al pasado distante tengan un referente.
  11. “Las leyes de nuestro pensamiento son para nosotros leyes del ser (…) porque, si quisiéramos pensar otras que las contradigan, por ejemplo, algún pensamiento sobrehumano, divino o angélico, nos sería necesario, para reconocerle un sentido a esos nuevos principios, sumergirlos bajo los nuestros, de manera que no serían ajenos a nosotros. Si los ángeles son verdaderamente pensados por nosotros, y es necesario que lo sean, sin lo cual no podemos argumentar sobre ellos, pueden ser pensados como pensadores solo en cuanto ellos se asemejan, por las leyes de nuestro pensamiento, a nosotros. Un ángel que pensara según leyes radicalmente diferentes de las de la humanidad y viniera así a llenar de dudas las leyes del pensamiento humano, ese ángel no puede ser pensado por mí. Cuando lo concibo, no concibo nada” (Merleau-Ponty, 1963: 9) Subrayado nuestro.


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