Lucía de Abrantes
Introducción
La ciudad de Villa Gesell, emplazada sobre el Litoral Atlántico de la Provincia de Buenos Aires, fue fundada en 1931 por Carlos Idaho Gesell. Una vez que se logró forestar el territorio, fijar los médanos y desarrollar una incipiente red comercial y de servicios, un conjunto de familias –procedentes de zonas aledañas y del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA)– se instalaron en este pueblo costero que parecía ofrecer diversas oportunidades. Así, la pequeña villa de veraneo, y sus escasos habitantes, comenzaron a prestar servicios turísticos “de sol y playa” para aquellos veraneantes que elegían las costas bonaerenses para descansar (de Abrantes, 2018; Benseny, 2011; Noel, 2020).
Más aún, fue recién a finales de la década del sesenta, cuando esta ciudad logóa presentarse masivamente ante la sociedad argentina. El factor que la catapultó a la fama no se vinculó con los folletos turísticos, ni las publicidades en revistas de gran tirada, ni el conocido eslogan del “balneario que se recomienda de amigo a amigo”. Contra todo pronóstico, el evento que logró colocar a este destino turístico en un lugar destacado de la vidriera nacional fue el estreno de la película “Los inconstantes”, de Rodolfo Kuhn[1]. Esta presentación “en sociedad” marcó, además, un perfil característico para la villa de veraneo que, desde ese entonces, fue considerada “el paraíso de la juventud y las libertades”. Aunque, como tendremos oportunidad de ver, este perfil ha ido cambiando, su asociación con la generación juvenil trascendió aquel hito para actualizarse, de diversas formas, hasta nuestros días.
El presente trabajo se propone problematizar esta asociación estabilizada entre la ciudad balnearia argentina y la juventud, incorporando las voces y experiencias de los jóvenes geselinos. En la actualidad, en Villa Gesell viven cerca de 40.000 residentes permanentes, pero cuando llega el verano –entre diciembre y marzo– la ciudad recibe 2 millones de turistas que se aventuran a disfrutar sus playas. Desde sus orígenes, la estacionalidad ha marcado la morfología, la especialización económica y el ritmo de la ciudad. Teniendo en cuenta estas consideraciones: ¿cómo viven los jóvenes en un balneario que ofrece, de manera casi exclusiva, servicios turísticos estacionales? ¿qué experiencias despliegan en una ciudad de escala media? ¿cómo se constituyen “sus moratorias sociales y vitales” (Margulis y Urresti, 1998)? ¿cuáles son sus temores, anhelos y deseos? Y, finalmente, ¿es Villa Gesell una ciudad para la juventud?
Para responder a este conjunto de interrogantes, esta investigación se sustenta en un profuso trabajo etnográfico realizado entre el 2015 y el 2019 en la ciudad de Villa Gesell. Mediante la incorporación de entrevistas, observaciones, trabajo de archivo y análisis de diversas producciones artísticas locales, este trabajo explora las oportunidades educativas, laborales y recreativas de los jóvenes geselinos, así como también sus modos de experimentar la temporalidad rítmica de la ciudad. Recupera, así, prácticas y representaciones situadas, contrasta itinerarios biográficos y tensiona perspectivas locales. El objetivo, en última instancia, es comprender por qué esta ciudad oscila, para los jóvenes, entre figuras paradisíacas e infernales.
El paraíso de la juventud y las libertades
En 1962 el joven –aunque reconocido– director Rodolfo Kuhn eligió Villa Gesell como locación para filmar su segunda película. El argumento del filme se centra –siguiendo la línea de su producción anterior[2]– en la historia de un grupo de jóvenes porteños, de clase media, dispuestos a embarcarse en un viaje que los saque de la gran ciudad. La disconformidad con sus estilos de vida se figura como el móvil que los impulsa en la búsqueda de experiencias liberadoras y, de alguna manera, reveladoras. En esta síntesis, la playa se ofrece como aquel lugar capaz de recibirlos, pero también de desatar una serie de prejuicios que estos jóvenes cargan consigo.
Norma[3], una geselina que vivía en Villa Gesell cuando comenzaron con el rodaje, ante mi pregunta por la elección del balneario me contó: “Kuhn necesitaba una playa medio desierta, medio paradisíaca, como para crear el clima, y bueno, Gesell en ese momento era un balneario re chico y muy poco intervenido”. Según su recuerdo, la filmación fue todo un evento para la población local: “tuve la suerte de conocer a todos esos famosos. Fue todo un evento. Imaginate: éramos, no sé, cinco mil habitantes […] algunos geselinos fueron extras en la película” (Norma, 68 años, ama de casa).
La historia de los protagonistas –que luego de participar de una insípida fiesta porteña deciden “desintoxicarse en la playa”– se levanta sobre un nudo problemático claro: el aburrimiento existencial de una generación juvenil metropolitana y burguesa que –en medio de un contexto politizado y movilizado[4]– se ve atravesada por el desgano, la inacción y la desesperanza (Labra, 2013). Son, como sugiere el título del propio filme, una generación de inconstantes, con algunas notas de rebeldía, pero expresamente descomprometida.
La salida de esa rutina se efectúa a través de un viaje[5] hacia el pequeño pueblo costero que “Los inconstantes” recrea como un espacio cargado de aventuras, libertades, experiencias sexuales, amores transitorios, naturaleza, música y vida nocturna. Las escenas, así, exponen una Villa Gesell descontracturada y bohemia, de calles de arena serpenteantes, plagada de espacios recreativos y fiestas. Muestran, además, una pequeña urbanización que interactúa con una playa extensa y poco intervenida, habitada por una comunidad local “relajada”, “artesana” y dispuesta a resquebrajar las normas establecidas del “buen vivir”: cierta formalidad, la responsabilidad laboral, el cumplimiento de horarios, entre otras cuestiones.
El director de esta película expresó, en una nota para la revista Primera Plana, publicada antes del estreno, que el argumento reconstruye una catarsis:
El verano es para ellos una especie de catarsis: llegan a la playa resueltos a liberarse de todo prejuicio y compromiso, persiguen una relación amorosa que dure solamente horas, parecen ansiosos por escandalizar a los burgueses, por demostrarles que ninguna convención ni ninguna costumbre establecida les importa. (Primera Plana, 1962)
Sin embargo, como toda catarsis, la aventura de los porteños –y ese viaje de experimentación y autoconocimiento– en algún momento tiene que alcanzar su fin. De este modo, en las últimas escenas de la película, los protagonistas vuelven a mostrarse inconformes, inconstantes y aburridos de su existencia, y es así que deciden regresar a la gran ciudad. La frase de Carlitos, uno de ellos, condensa este movimiento: “no sé, todo me parece repetido. Creo que si aterrizáramos en la Luna nos daríamos cuenta de que ya estuvimos”.
Más allá de las críticas, positivas y negativas, que recibió la producción de Kuhn –finalmente estrenada en las principales salas del país en septiembre de 1963–, para los fines de esta investigación resulta productivo recuperar el boom mediático que desató. Particularmente, la consecuente caracterización de Villa Gesell como la expresión de la dolce vita[6] nacional y el elogiado reino de la juventud y la bohemia.
“Los inconstantes” se estrenó en 1963, y fue una especie de “boom” entre la juventud porteña. El desnudo de Gilda Lousek sobre las dunas, que dura tres o cuatro segundos, causó escándalo, pero tal vez más que la película, llamaron la atención las tapas y las notas de revistas sensacionalistas en las que se hablaba, por ejemplo, de “la dolce vita en Villa Gesell” o “a la búsqueda de la aventura fácil” y otros conceptos por el estilo, que por cierto no coincidían con la realidad de la Villa. (García, 2016: s/p)
Este texto de Mónica García, habitante geselina, pone de relieve dos cuestiones: la primera de ellas, la construcción mitológica de Villa Gesell como aquel paraíso juvenil y libertario; la segunda, el desacople producido entre esta supuesta mitología cinematográfica y lo que efectivamente sucedía en estas playas atlánticas; como sostiene García: eso “no coincidía con la realidad de la Villa”.
Días después del estreno, la película ocupó espacios en la mayoría de los medios de gran alcance nacional. Las notas iban desde una caracterización “limpia” del filme y su argumento hasta críticas moralizantes sobre la historia que encarnan los personajes. En medio de estas posturas cruzadas y tensionadas, emergió con fuerza la polémica sobre el escenario escogido por Kuhn, y sus cualidades. ¿Villa Gesell era, efectivamente, aquello que el filme prometía: una suerte de oasis ante el individualismo, la desesperanza y el aburrimiento de los ritmos de la gran ciudad?
Esta polémica involucró al propio director, a los actores, a los habitantes de Villa Gesell y, claro está, a aquellos turistas que veraneaban allí. Entre los archivos del Museo y Archivo Histórico Municipal, encontré diversos registros de aquellos intercambios, dos de los cuales me parecieron particularmente relevantes: una síntesis producida por la revista Primera Plana de 1963 –a partir del reportaje realizado a Kuhn– y una nota publicada en 1965 por la revista 7 días, que eligió titular, directamente, con este interrogante “¿Hay dolce vita en Villa Gesell? Una leyenda para aspirantes a iracundos”.
En la síntesis se recuperan distintas opiniones de lectores –residentes y turistas–, algunas de las contestaciones del propio director ante las críticas y la voz del fundador de la ciudad que, ante el revuelo generado por la película, no tardó en decretar que aquello que se representaba artísticamente no se correspondía, de ninguna manera, con el estilo de vida geselino, anclado “en otro tipo de valores”. Los siguientes fragmentos permiten reconstruir algunas de las piezas que dan forma a este evento que marcó gran parte del destino de la localidad balnearia:
“Los inconstantes” es, a pesar de este señor enojado, el testimonio de un clima insólito que me impactó enormemente cuando conocí Gesell. […] Diéguez lo niega maníacamente y lo tiene delante. No lo quiere ver […] De todas maneras, agradezco la carta de Diéguez. Es buena publicidad. (Rodolfo Kuhn en Primera Plana, 1963)
¿El Sr. Rodolfo Kuhn quiere mostrar vicio, degradación, amoralidad en Villa Gesell? Pues ha perdido parte de su tiempo, ya que los hubiera encontrado seguramente a pocos metros de su casa, en plena ciudad, o en un colectivo, o en Moscú, o en Pakistán. Lo que ocurre es que ha buscado bonitos paisajes para su film, y fue a encontrarlos a Villa Gesell. ¿Los otros señores pretenden demostrar que Villa Gesell es un santuario? También pierden su tiempo si creen que la virtud está en esa Villa, porque la bondad, la amistad, la comprensión, la moral también están cerca y pueden encontrarlas en cualquier lugar donde haya hombres. (Benigno Zapara en Primera Plana, 1963)
Creo que el señor director cinematográfico Kuhn y otros que lo acompañan en lo que ellos dan en llamar “testimonial”, no son otra cosa que daltónicos morales. Ven únicamente lo que les permite ver sus sensibilidades deformadas dada su condición de individuos completamente marginales a nuestro tipo de sociedad. El “mundo” que creen ver no es otra cosa que sus propias imágenes en el espejo; el “pulso” que dicen tomar es el de ellos mismos. Son ellos los enfermos y los inadaptados, y no los otros. (Miguel Lanzellot en Primera Plana, 1963)
La nota publicada en la revista 7 días se propone, por su parte, desmantelar explícitamente “la historia negra de la ciudad” que la película de Kuhn habría logrado instalar de modo inescrupuloso: “En torno a Villa Gesell se ha ido tejiendo una singular mitología hecha de aventura fácil, de libertad sin límites, de algo indefinido (un poco turbio y subterráneo) que nadie sabe explicar con precisión”. Luego de recoger testimonios locales que abonan la hipótesis de la editorial y contradicen la versión de Kuhn, la nota concluye: “así el terrible rumor se va diluyendo. Villa Gesell tiene hermosas playas, hermosas bikinis y hermoso sol. Y nada más”.
Guillermo Saccomanno, escritor y habitante de Villa Gesell desde hace casi tres décadas, señala en uno de sus libros que la película de Kuhn levantó “la indignación de las fuerzas vivas del pueblo, los tenderos defensores de la moral y las buenas costumbres, produciendo un escándalo entre los guardianes de virginidades y propiedades privadas” (Saccomanno, 1994: 26). Sin embargo, más allá de los reiterados intentos de algunos sectores locales y turísticos por mostrar que Villa Gesell era otra cosa[7], lo cierto es el que este nuevo mito no sólo logró constituirse, sino que se prendió en los imaginarios de una gran cantidad de jóvenes de diversos espacios de la Argentina que decidieron trasladarse hacia este destino turístico, hasta ese entonces, relativamente desconocido.
Así, a mediados de la década del sesenta y, fundamentalmente, durante toda la década del setenta, este pequeño balneario atlántico se convirtió en la meca elegida por muchos jóvenes “disconformes, rebeldes, pacifistas, idealistas, desprejuiciados, artistas, hippies que buscaban el contacto con la vida natural y la posibilidad de huir de las convenciones e hipocresías de la vida ciudadana” (García, 2016, s/p). Muy lejos de esos personajes inconformistas retratados por Kuhn, Villa Gesell lograba catalizar un espíritu de época –de efervescencia artística, política, estética y existencial– para convertirse en “escenario de una primavera contracultural que representa la encarnación local del momento hippie” (Noel, 2020: 27).
A esto se le sumó la identificación de la ciudad con el rock nacional. Durante aquellos años pasaron por Villa Gesell una serie de personajes vinculados a esa subcultura que poco a poco se fue estableciendo como una de las expresiones musicales más significativas de la escena artística argentina. Miguel Abuelo, Moris, Javier Martínez, Luis Alberto Spinetta o Pajarito Zaguri fueron algunos de los exponentes de este movimiento que consistió en brindar conciertos, producir canciones y organizar giras en torno a la localidad balnearia (Provéndola, 2017).
Los geselinos que vivieron los años sesenta cuentan que “Villa Gesell sudaba una vida cultural inmensa”, “podías respirar una sensación de mucha libertad”, “la verdad que esos años fueron mágicos”, “esto era una verdadera aldea hippie, llena de jóvenes, alegría y movida cultural”, “los jóvenes porteños venían a experimentar este espacio informal y distinto”, “mucha música, paz, playa, la época dorada”. En sintonía con estas representaciones, un conjunto de fotos atesoradas en el museo de Villa Gesell evidencian este “clima de época”: guitarreadas, fogones en la playa, mochileros, payadas, caminatas descalzas, las primeras bikinis, las ferias de artesanos, los campings, los café concerts.
Juan Oviedo (2002), también geselino y escritor, publicó un libro de historiografía local en el que postula que aquellos años dorados constituyeron “el alma” de Villa Gesell. Un alma que poco a poco fue perdiéndose debido a la transformación de la ciudad y a los modos en que se fue masificando el turismo. Cuando tuve oportunidad de entrevistarlo, Oviedo señaló que Villa Gesell logró capturar un imaginario ya instalado entre los argentinos y “se convirtió en un lugar místico, cargado de naturaleza, libertad, hedonismo, informalidad, locura y rock nacional. Pero todo eso cambió: Villa Gesell hoy es otra cosa”. Mirta, geselina y directora del museo local, coincide, en parte, con la reflexión de Oviedo, pero destaca que, más allá de los cambios, toda esa época marcó a la Villa “para siempre”:
Toda esta movida marcó a Villa Gesell como el lugar de la libertad, el rock y el paraíso de los jóvenes. Aquella tranquila villa europea de los años cincuenta se transformó en el lugar de la informalidad y del encuentro. Es cierto que cambió, pero ese espíritu sigue vivo. En referencia al libro de Oviedo, yo creo que esa alma no está perdida. Los años sesenta marcaron para siempre a este lugar. Villa Gesell hoy también es el destino de los jóvenes que siguen viniendo y encuentran acá mucha naturaleza y libertad. (Mirta, 60 años, directora del Museo y Archivo Municipal)
En diálogo con esta última idea, Juan Carlos, un pionero de 70 años dedicado al rubro de la construcción, me comentó lo siguiente: “En algún momento los hippies dejaron de venir y nos convertimos en otra cosa, pero eso no significó que la juventud haya dejado de elegir Villa Gesell, sino que el perfil cambió, así como cambiaron los jóvenes en general, ¿no?”. Ya sea por azar o decisión, la juventud y esta promesa libertaria siguieron definiendo el look de Villa Gesell, logrando diferenciarla de otras localidades atlánticas vecinas. Juan Ignacio Provéndola extiende la siguiente comparación:
Si Mar del Plata[8] fue el primer lugar al que la clase laburante pudo irse de vacaciones tras el decreto firmado por el entonces secretario de trabajo Juan Perón en 1945 […], Gesell empezó a transformarse dos décadas después en un rito iniciático para la pibada: la Villa se inscribió como el sitio sagrado en el que los jóvenes experimentaban el trip de viajar sin los viejos sino quizás con amigos, amigas, amigues, alguna pareja o cualquier otra compañía generacional. (Provéndola, 2020)
Cualquier turista que se aventure a disfrutar las playas geselinas durante el verano podrá encontrarse con estos jóvenes que, año tras año, colman la ciudad y, de alguna manera, “la hacen suya”. Durante mi trabajo de campo, recolecté algunas frases de turistas juveniles que eligen este destino en la actualidad: “Venimos acá porque tenemos muchas cosas para hacer. La playa está piola, pero también salir a la noche y acá hay muchas opciones: bares, boliches, fiestas en los paradores [de las playas]”; “Es el tercer verano que venimos y ya tenemos la movida armada. Alquilamos la misma casa, mi viejo pone la garantía y, bueno, ya lo tenemos organizado. La ciudad está llena de personas de nuestra edad, como nosotros, y eso nos gusta”; “Gesell es lo más. Hay como mucha movida y libertad, ¿no?, hay mucha gente de nuestra edad, entre 17 y 22 años, y eso marca un poco la cosa. No queremos estar entre gente grande, [se ríe] queremos relacionarnos entre nosotros y eso nos da Villa Gesell”.
En medio de una entrevista, Jorge, ex secretario de turismo, aludió a las estadísticas locales para cuantificar el fenómeno. Los datos, que me mostró sin estar publicados, parecen indicar que Villa Gesell es el destino más elegido por la juventud argentina: “Todos los años recibimos más cantidad de jóvenes que otros destinos de la Costa. Yo te diría que el 30% de los turistas son jóvenes que vienen solos, sin sus familias, a pasar las vacaciones acá”, me dijo.
Una nota publicada por el diario Página 12, que recorre y recoge algunas de las prácticas y representaciones de los millennials –una generación joven nacida en 1980–, postula una análisis interesante sobre las prácticas de ocio de este sector. A partir del análisis de un informe producido por el sitio AlquilerArgentina.com, en esta nota se analizan los destinos más demandados así como la prácticas más difundidas.
El relevamiento arroja detalles muy interesantes sobre las conductas del joven-argentino-veraneante. Como destinos favoritos, por ejemplo, aparecen obviedades como Villa Gesell y Carlos Paz (el eje costa-serrano no es patrimonio exclusivo del teatro de revista), aunque el podio lo cierra un tapado: Colón, Entre Ríos, con su combo camping + playa sobre el Río Uruguay. Les siguen San Bernardo (la más recurrida de las 13 localidades del numeroso Partido de la Costa) y la jujeña Tilcara, que desplaza del Top 5 a la Patagonia como destino del turismo metropolitano que busca despojarse de su urbanidad con la mochila al hombro. Los viajes, normalmente, son en grupos de 4 a 8 personas que prefieren casas o departamentos, en lo posible cerca del mar, el río o el atractivo principal del lugar, para moverse caminando. El “amenity” por excelencia es la parrilla. E intentan optimizar gastos para que todo salga lo más barato posible: el sinceramiento de la economía en su acepción más sincera y económica. (AlquilerArgentina.com en Provéndola, 2016: s/p)
Cuando indagué este fenómeno, los geselinos no dudaron en sostener que la pregnancia juvenil se explica, al menos, por tres motivos: el primero remite a ese mito libertario que aún logra actualizarse en los imaginarios juveniles; el segundo, a los costos más accesibles que ofrece esta localidad al momento de vacacionar; y el último, a la cantidad de opciones que presenta “la noche geselina”.
Sin embargo, el ex Secretario de Turismo me explicó que esta asociación no siempre es fructífera y, por este motivo, hace algún tiempo vienen tratando de cambiar el perfil.
Queremos menos estruendo y más tranquilidad. Acá vienen muchas familias también, pero los jóvenes se hacen notar, ya sabemos, y eso no siempre es positivo. Tratamos de evitar los grandes festivales que convocan muchos jóvenes, como el Gesell Rock, y desplegar más seguridad a la noche, así Gesell puede ser un destino para todos […] Los jóvenes además practican un turismo barato y a veces nos ponen en las tapas de los diarios por algunos excesos […] digamos que no es la mejor propaganda. Pero los jóvenes siguen viniendo, está instalado. (Jorge, 50 años, ex Secretario de Turismo de Villa Gesell)[9]
Pero la álgida noche, los excesos, las libertades, las vacaciones sin los padres, el rito iniciático, el ritmo frenético, los boliches, las fiestas, las salidas y el estruendo, todo eso se apaga cuando el verano termina. Así como el movimiento hippie pasó por esta localidad sin asentarse en ella, los jóvenes actuales, que encuentran en este escenario la posibilidad de ejercitar la ansiada “independencia”, se van cuando la temporada se acaba. La ciudad vuelve a su curso, olvida su adrenalina y frenetismo, descansa, se acomoda en su escala y admite otro ritmo.
Juan Carlos no reniega de los jóvenes (“y, bueno, son los turistas que vienen […] No, no me molestan, ya sabemos que Villa Gesell durante el verano es de ellos”), pero encuentra una sensación de alivio cuando estos, finalmente, deciden abandonar la ciudad: “es un alivio cuando se van, porque podemos volver a la rutina tranquila, al ritmo pueblerino, a las charlas en las esquinas. Descansamos de todo ese quilombo y, de alguna manera, volvemos a ser nosotros”. Agrega, además, un dato interesante en el que hilvana la genealogía histórica que presenté desde un punto de vista biográfico:
Estamos acostumbrados –desde los años sesenta que estamos acostumbrados a esto– a recibir jóvenes que le dan vida a la ciudad. En ese momento a mí me encantaba que vinieran todos esos locos lindos a veranear acá, era joven y quería vincularme con esa juventud llena de alegría y motivación. Nosotros esperábamos con muchas ganas que vengan […] Ahora es distinto, soy grande, no me molestan, pero en algún punto quiero que el verano termine […] Capaz que eso mismo le pasaba a Don Carlos [Gesell] cuando renegaba de todo lo que pasó en los sesenta […] El tipo quería una Villa tranquila y, bueno, se le fue un poco de las manos. (Juan Carlos, 70 años, pionero)
El tiempo biográfico parece iluminar los anhelos rítmicos de esta ciudad balnearia. Juan Carlos recuerda su pasado en aquellos “años dorados”, y no duda en determinar las “ganas” que tenía de que el verano llegase. Ahora, si bien necesita a la temporada turística para generar recursos económicos, espera con ansias la llegada de su opuesto: el invierno, el descanso y esa sensación de “volver a ser nosotros”. Este testimonio de Juan Carlos se replica en las voces de varios geselinos adultos, de diversos sectores sociales: “Todos queremos que llegue el invierno”, “Sí, esperamos el verano, porque de eso vivimos, pero no te explico las ganas que tengo de que llegue marzo y la ciudad vuelva a ser el pueblo tranquilo que es”, “Yo en verano desaparezco, no se puede estar acá. Me voy lo más lejos del quilombo que puedo. Cuando todo vuelve a la normalidad, vuelvo a vivir a la Gesell que a mí me gusta”.
Los jóvenes de “Los inconstantes” salían, huían, del ritmo de la gran ciudad en busca de nuevas experiencias, aparentemente, atadas a un espacio y un tiempo divergente. Esa representación, tamizada por las industrias mediáticas y culturales, supo calar en las motivaciones de los jóvenes argentinos que convirtieron a esta playa, al menos durante dos décadas, en la cuna de un movimiento contracultural que impulsaba, entre otras cuestiones, el ejercicio de un conjunto de libertades. El mito iniciático trascendió su frontera temporal y otros jóvenes siguen eligiendo este destino.
El entramado etnográfico que fui armando, junto a los geselinos, me presentó una paradoja inquietante. A pesar de las transformaciones, Villa Gesell aún se define como la ciudad de los jóvenes, pero ¿de qué jóvenes?, ¿qué ocurre con los jóvenes locales?, ¿cómo viven aquel ritmo que se inaugura cuando el invierno toca a la puerta?, ¿eligen Villa Gesell?, ¿es para ellos la meca de la informalidad, las libertades y la diversión? Esa representación gestada al calor del movimiento de los sesenta, extendida –con sus transformaciones– en los veranos que marcan el devenir actual, parece desvanecerse al momento de interpelar las experiencias juveniles locales.
Una ciudad sin jóvenes
En uno de mis tantos recorridos por la ciudad balnearia –en pleno invierno–, un taxista que me había recogido en la Avenida 3 para trasladarme a una de las escuelas secundarias de la localidad, me preguntó qué hacía en Villa Gesell. Luego de contarle mis intenciones y de destacar que, en ese momento, me interesaba conocer qué hacían los jóvenes geselinos durante esa etapa del año, me dijo, sin titubear: “Estás perdiendo el tiempo. Acá no hay jóvenes, los jóvenes se van. Terminan la secundaria y se van”. Sorprendida por su aseveración, repregunté con el objetivo de profundizar en las derivas de su enunciado: “¿Cómo se van, a dónde se van?”. “Y, se van, ningún joven quiere vivir en un pueblo. Es aburrido y además no hay oportunidades”, me dijo.
En la escuela secundaria –la única pública de toda la localidad– me esperaba Adriana (60 años), la directora del Equipo de Orientación Escolar. La Escuela de Educación Media N° 1 (E.M.) es la primera institución pública y gratuita de educación secundaria de la ciudad. Se encuentra ubicada a unos pocos metros del Boulevard Silvio Gesell, del lado de la “ciudad no turística” y es conocida por ciertos sectores geselinos como la “escuela de los pobres”.
Ni bien comenzó la entrevista, Adriana me contó que hace varios años que forma parte de esta institución que trabaja, desde diversas perspectivas, con los sectores juveniles locales. Para dar cuenta de este ejercicio, detalló una variedad de proyectos participativos que realizan con la comunidad juvenil, habló sobre las actividades que organizan “con los chicos” dentro de la escuela y en los barrios, así como también acerca de las problemáticas más comunes que atraviesan a este sector social. Para Adriana, los jóvenes tenían nombres propios –Julián, Martina, Mateo, Helena– y tanto sus triunfos como sus fracasos se vivían “de manera muy personal por todo el equipo docente, porque los conocemos a todos, sabemos sus historias, sus problemas, lo que les pasa”.
Esta reflexión la condujo –sin muchas posibilidades de escape– a desarrollar un tema que, desde su perspectiva, les dejó una “marca imborrable”. En el 2008 un evento inesperado y lamentable acometió entre las aulas de esta institución. Dos jóvenes, de 17 y 19 años, ante la presentación del nuevo código de convivencia, iniciaron una pelea que, en principio, parecía ser una más de las tantas que suelen sucederse en el marco de este espacio[10]. Sin embargo, la profesora a cargo, luego de intentar separarlos con insistencia, se vio obligada –me contó Adriana– a abandonar el aula en busca de ayuda: “la cosa se había puesto difícil y tuvo que salir para que la ayuden a terminar la pelea”. Cuando regresó, “se encontró con el peor escenario: uno de ellos había matado al otro con un cuchillo. A partir de ahí fue todo terrible […] A toda la comunidad educativa nos costó mucho superar ese momento”.
Además de los hechos trágicos, los medios de comunicación –dijo Adriana– “nos jugaron una muy mala pasada, como siempre”.
Fue realmente terrible, vinieron hasta acá para decir cualquier cosa. Los medios de Buenos Aires, llegaron y dijeron cualquier cosa. ¿Qué saben de esta ciudad? Bueno, saben de Villa Gesell por la temporada, pero no saben de los problemas comunes que tenemos durante todo el año y empezaron a hablar con total impunidad, desconociendo todo. No tienen ni idea de los problemas que tienen estos chicos en esta ciudad, ni idea […] Echaban culpas, inventaban historias. Criminalizaron a toda la población estudiantil de esta escuela, que ya de por sí está estigmatizada porque son chicos pobres, de sectores postergados. Pibes invisibilizados […]. A esos chicos se los vincula, desde una mirada hegemónica, con la delincuencia, la violencia, el consumo de drogas, la vagancia, etc. Están muy limitados en sus posibilidades. Hay mucha discriminación y exclusión. (Adriana, 60 años, directora del Equipo de Orientación Escolar).
Adriana ponía en escena los efectos de una intervención mediática orquestada desde “Buenos Aires” que desconoce las particularidades locales. “Esta ciudad, en invierno, es muy complicada para la juventud […] Faltan canales de contención, desarrollo de actividades, espacios recreativos, de todo. Cuesta, cuesta un montón y vienen a hablar así como paracaidistas”. Con estas ideas, además, instalaba una problemática contundente: la invisibilización de los jóvenes de sectores populares. Esta última reflexión me hizo pensar en los dichos del taxista y, entonces, decidí consultarle: “¿por qué algunos geselinos sostienen que en esta ciudad no hay jóvenes?”.
Claro que hay jóvenes, hay un montón de jóvenes, pero muchos de los que están son jóvenes invisibilizados, pobres, sin muchas posibilidades de salir de acá. En ciudades como estas tenemos un tema: algunos jóvenes terminan de estudiar y se van porque acá no hay muchas posibilidades de inserción. Eso es cierto, se van a buscar trabajo, a continuar con sus estudios, bueno, a vivir un poco la vida más adrenalínica de la ciudad. […] Pero no todos se pueden ir, se necesita mucha plata para que los jóvenes puedan desarrollarse en otros lados y no todas las familias cuentan con esos recursos. (Adriana, 60 años, directora del Equipo de Orientación Escolar).
La charla con la directora del equipo de orientación siguió profundizando estos puntos: oportunidades, movilidad, estigmatización, desigualdad. Adriana tejía dimensiones densas con casos concretos, con nombres y apellidos, con historias singulares que resonaban en trayectorias plurales. Hablaba de esa contradicción que se extiende entre la invisibilización y la estigmatización: se los invisibiliza, sostenía, en la medida en que no existen o no se ponen en práctica políticas públicas capaces de contener algunas de las problemáticas más evidentes; se los estigmatiza, en cambio, cuando se los recorta o señala y se impugna la legitimidad de sus demandas (de Abrantes y Felice, 2015). Ese encuentro de algo más de una hora –realizado durante mis primeras incursiones en el campo– fue el que me permitió delinear algunas preguntas y una estrategia para abordar las cualidades de los sectores juveniles geselinos. Así, empecé a entrevistarlos para conocer sus experiencias y transité por diversos espacios de sociabilidad: clubes de fútbol, boxeo, militancia social y política, actividades culturales y espacios educativos.
En este recorrido me encontré con matices, contrastes, prácticas y representaciones varias, pero, llamativamente, la mayoría de los jóvenes a los cuales tuve oportunidad de entrevistar querían irse de la ciudad. La diferencia, quizás más notoria, radicaba en las posibilidades de efectuar esa salida. Un fragmento reducido de jóvenes, en efecto, pueden abandonar la ciudad. Son, como el trabajo de campo me ha permitido comprender, jóvenes de sectores medios y altos que tienen la capacidad de acceder a una serie de recursos materiales y simbólicos como para poder producir la salida. Al respecto, los datos estadísticos del último censo nacional muestran que el porcentaje de jóvenes que habitan en Villa Gesell se corresponde con el promedio provincial: cerca del 25% de la población geselina tiene entre 15 y 29 años (INDEC, 2010).
Así, entendí que Villa Gesell no era una ciudad sin jóvenes –como había planteado el taxista– sino que los jóvenes parecían no encontrar en ese espacio la ciudad que querían, deseaban o necesitaban habitar (de Abrantes y Felice, 2015). Como me dijo Fabricio:
Y sí, todos nos queremos ir, algunos pueden y otros no podemos, pero como querer, nos queremos ir todos. Algunos te van a decir que no, que quieren seguir estando en el lugar que nacieron, chamuyo [mentira], todos se quieren ir. Bueno, algunos también aprendemos a encontrar la forma de estar acá y de pasarla bien, pero esta ciudad es difícil para los jóvenes, es muy chica, muy… no sé, aburrida. (Fabricio, 18 años, joven geselino)
Mariana Chaves señala que las “sociedades están compuestas por personas que se encuentran en diferentes situaciones temporales de su vida y a cada uno de esos momentos le otorgan sentidos individuales y colectivos: cuando están en ellos, antes y después de transitarlos” (Chaves, 2005: 29). Una de estas situaciones temporales –biográfica y generacional– se corresponde con la etapa de la juventud[11]. Aquella población que es identificada y autoidentificada como joven se presenta como un universo sumamente complejo.
Según las herramientas estadísticas de la Argentina, los jóvenes corresponden al fragmento etario que se extiende entre los 15 y los 29 años. No obstante, desde los paradigmas sociológicos y antropológicos, la juventud se presenta como una categoría situacional, relacional y heterogénea; esto es, existen múltiples modos de ser joven, ya que no todos los individuos que tienen la edad de serlo se encuentran, socialmente hablando, en la misma situación. Esas diferencias, justamente, se revelan cuando somos capaces de penetrar en ciertas características sociales que escapan del criterio numérico y que profundizan en las identidades, prácticas y representaciones de esta franja etaria.
Más aún, existe como una suerte de supuesto generalizado que indica que la juventud es un estado de transición entre la niñez y la vida adulta. Se trata de una tiempo de espera –socialmente legitimado– dedicado a la capacitación, la experimentación y la preparación para la vida futura. En ese período, los jóvenes parecen estar en condiciones de llevar a cabo una moratoria, es decir, suspender o postergar –por el período que media entre la madurez biológica y la madurez social– el ingreso al universo de las responsabilidades de la vida adulta.
Esta “moratoria” es un privilegio para ciertos jóvenes, aquellos que pertenecen a sectores sociales relativamente acomodados, que pueden dedicar un período de tiempo al estudio –cada vez más prolongado– postergando exigencias vinculadas con un ingreso pleno a la madurez social: formar un hogar, trabajar, tener hijos. Desde esta perspectiva, la condición social de “juventud” no se ofrece de igual manera a todos los integrantes de la categoría estadística “joven”. (Margulis y Urresti, 1998: 2)
A grandes rasgos, los estudios de Mario Margulis y Marcelo Urresti (1998, 2008) ponen en evidencia que, mientras los jóvenes pertenecientes a sectores medios y altos tienen oportunidades de estudiar y de postergar su ingreso a las responsabilidades de la vida adulta, los integrantes de los sectores populares encuentran acotadas estas posibilidades, en parte, por no contar con los recursos materiales y simbólicos necesarios. En general, entre estos jóvenes es habitual que haya cortes o intermitencias en el sistema educativo, que se ingrese tempranamente en el mundo del trabajo, cuando las condiciones del mercado laboral lo hacen posible, y es frecuente que contraigan obligaciones familiares a menor edad –casamiento o unión temprana, consolidada por los hijos.
En cuanto a estas consideraciones de orden estructural, las entrevistas realizadas me permitieron observar que, efectivamente, las oportunidades para transitar esa “moratoria social” no están igualmente distribuidas en Villa Gesell. El trabajo de campo, además, me reveló que esa moratoria, en el contexto local, involucra el despliegue de recursos orientados a facilitar una migración hacia escenarios de mayor escala, en donde los jóvenes se encuentran con la posibilidad de continuar los estudios.
Sandra tiene 40 años, trabaja en el área de la juventud geselina, y durante el 2019 coordinó un relevamiento en torno a las problemáticas de la educación superior en esta localidad. Con los resultados de este relevamiento en proceso, me junté con ella en una de las dependencias del área municipal y en la entrevista me contó algunos de los problemas más habituales que enfrentan los jóvenes geselinos. Lo primero que remarcó fue que las instancias de educación superior son muy escasas y se reducen, en sus propias palabras, a “un puñado de opciones que no siempre encajan con lo que los chicos quieren”:
No sé de dónde salieron esas opciones, pero a los chicos no les interesan. Cuando empezamos a preguntar quiénes estaban estudiando en Gesell, nos dimos cuenta de que la mayoría de los estudiantes eran adultos, de más de 40 años […] los jóvenes no estaban utilizando estos espacios y entonces teníamos un problema, ¿no? Porque mantener estas opciones en movimiento requiere de un esfuerzo enorme. Hay que saber lo que los jóvenes quieren… (Sandra, 40 años, trabajadora en el Área de la Juventud)
Ese “puñado” está constituido por los terciarios de Trabajo Social, Enfermería y Gastronomía y las extensiones de dos terciarios de General Madariaga: el de Arte, que es una tecnicatura de Música Popular, y el de Turismo. “Si quieren estudiar otra cosa, se tienen que ir, a Mar del Plata, a Buenos Aires, a La Plata, a otras ciudades más grandes […]. Tenemos una sede del CBC [Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires], pero los chicos igual se tienen que ir”, me comentó Sandra mientras me mostraba cómo habían armado el operativo para recuperar datos sobre esta dimensión.
Los jóvenes a los que entrevisté coincidían con estas ideas: “nos vamos a continuar con los estudios, acá en Gesell hay muy pocas posibilidades”, “quería una carrera universitaria y en Gesell sólo hay opciones de tecnicaturas”, “quería estudiar Derecho y sea cual sea la universidad me tenía que ir”, “desde chiquitos ya sabemos que cumplimos 17, 18 años y nos tenemos que ir”, “en mi casa siempre fue importante el estudio, querían que estudiemos, y bueno, nos tuvimos que ir”.
Esta configuración instala una tensión palpable en las representaciones juveniles locales: la posibilidad de estudiar se instala fuera de la ciudad que habitan e implica la movilización de un conjunto de recursos. Si bien esta relación no resulta ser nada novedosa, como me explicó Javier –un geselino que durante algunos años vivió en Mar del Plata para asistir a la universidad–: “Acá no sólo tenés que tener plata para los apuntes, anotarte, viajar, qué sé yo, para la vida de estudiantes en general. Acá tenés que tener plata para armar otra casa desde cero, pagar un alquiler, las expensas, los gastos, la comida” (Javier, 24 años, joven geselino).
Algo similar me comentó Daiana, una geselina de 22 años, que ahora reside en la ciudad La Plata:
Me vine a estudiar arquitectura. Evalué quedarme, lo pensé un montón, pero las opciones no eran las mejores […] para mis viejos es un esfuerzo muy grande que yo pueda estar acá. Por suerte, cuando me vine, ya estaba mi hermano acá, pero yo sé que hacen un gran esfuerzo para que podamos formarnos. (Daiana, 22 años, joven geselina)
Al respecto, Sandra profundizó: “la conciencia de la cuestión económica sale en todos los casos y genera angustia en los jóvenes, en los que ya saben que no se pueden ir y en los que saben que se van y tienen miedo al fracaso con relación al sacrificio de los padres”. Me comentó, a su vez, que todo este “embrollo” se traduce en una distancia insalvable entre los jóvenes y las oportunidades:
Hay una distancia simbólica con el mundo universitario. La distancia real, esta idea de que hay que irse a buscar la universidad porque acá no hay, que se potencia con una distancia simbólica. Acá los jóvenes no ven estudiantes, no están en contacto con el mundo universitario. Les cuesta imaginar esa posibilidad. (Sandra, 40 años, trabajadora en el Área de la Juventud)
Por su parte, algunos padres a los que entrevisté me hablaron sobre el esfuerzo “extra” que implica generar las condiciones para que sus hijos puedan acceder a los estudios superiores: “Nosotros nos achicamos, ahorramos y durante un tiempo pudimos solventar ese extra. Pero en un momento, mi marido se quedó sin trabajo […] la opción era que ellos trabajaran o que se volvieran” (Cristina, 65 años). “Mi hija, por suerte, decidió quedarse acá y seguir estudiando. Está estudiando Arte y, bueno, me pone contenta que acá pueda hacerlo, porque no sé si hubiésemos podido ayudarla para que se vaya a otra ciudad” (Margarita, 50 años).
En los testimonios de jóvenes, educadores, gestores de políticas públicas y padres, emergen las escalas –en tanto problema situado– y se extienden múltiples relaciones entre ellas. Estas representaciones, a su vez, muestran que la posición residencial –el punto del espacio físico en el que un agente está situado en relación con las tramas territoriales– habilita y constriñe cursos de vida. La literatura especializada (Bellet y Llop, 2004; Boix Domenech, 2003; Vapñarsky, 1995; Usach y Yserte, 2010) señala, en este sentido, que las ciudades se encuentran ensambladas en un determinado sistema (o red urbana), con distinto nivel de jerarquización entre los núcleos urbanos que lo integran. En el caso de la Argentina, esa jerarquía urbana se manifiesta con profundas marcas de desigualdad social, ya que presenta la forma de la macrocefalia urbana; esto es, concentración de los flujos de capitales, bienes e informaciones, de las riquezas y de las personas en algunas ciudades que dominan funcionalmente las redes urbanas: las metrópolis.
Según los informes producidos por la Secretaría de Políticas Universitarias (SPU), ha comenzado a equilibrarse la histórica tendencia de concentración de universidades, recursos humanos y técnicos en la capital y en las grandes ciudades del país (SPU, 2016). Sin embargo, lo cierto es que los aglomerados de pequeña y mediana escala aún no logran insertarse con contundencia en estos procesos de federalización y democratización del acceso universitario. Haciendo una comparación con la localidad vecina, Gisela –una joven de Villa Gesell– me dijo: “Y no, no es lo mismo vivir en Mar del Plata que acá. Acá somos 40 mil habitantes, es todo chiquito, todo conocido. No tenemos universidad y Mar del Plata es una re ciudad con un montón de cosas” (21 años).
El recorrido permite observar que en Villa Gesell, al igual que en otras ciudades de su tipo, las desigualdades entre sectores sociales –y, en particular, entre los jóvenes– se conjugan con aquellas derivadas de la posición que ocupan estas ciudades en el “orden interurbano”, es decir, en la jerarquía urbana nacional. Como sostienen Carmen Bellet y Josep María Llop (2004: 6), “no es lo mismo ser la periferia del centro que la periferia de la periferia”. Las desigualdades sociales, así, se montan sobre las desigualdades territoriales, produciendo efectos diversos en las trayectorias biográficas y generacionales de los jóvenes.
La encrucijada se narra a dos voces
Cuando indagué por el movimiento de “salida” de la ciudad, también apareció la cuestión laboral como un motivo determinante. Ahora sí, ya fuera de esta “moratoria social”, muchos jóvenes –que no quieren o no tienen la posibilidad de acceder a estudios superiores– se van o desean irse de Villa Gesell con el propósito de encontrar mejores oportunidades laborales y, particularmente, escapar de las lógicas que impone el tipo de actividad económica que predomina en la ciudad.
Al tratarse de una ciudad turística de “sol y playa”, que responde a los movimientos estacionales, se produce una concentración de las ofertas de trabajo en un período acotado de tres meses. Esta situación, sumada a la exclusividad del sector turístico, configuran un mercado laboral conflictivo, limitado y particularmente precarizado. Mientras que algunos migran a la ciudad de Villa Gesell atraídos por un mercado estacional que promete “llenar los bolsillos”, otros –en especial, los jóvenes– deciden abandonarla por razones que también imputan a las lógicas del trabajo local. Lucas nació en Villa Gesell y hace tres años que decidió migrar; con estas palabras explica sus motivos y extiende su experiencia a la generación de la cual se siente parte:
Acá hay muchas limitaciones. Yo no me fui a estudiar, pero me fui a buscar un laburo con el que esté tranquilo […] Trabajé muchos años, así, en el verano, tratando de juntarla, pero cuando cumplí 25 dije “basta”. Yo los vi a mis viejos desde chico renegar todas las temporadas, que no alcanzaban, que no llegaban, todo eso. […] Vivo en Buenos Aires desde ese momento y no me arrepiento. Yo creo que hay una edad en que esta ciudad, este pueblo, como que te queda chico, que necesitas más, trabajo, estudio, experiencias, lo que sea, pero necesitas más. (Lucas, 28 años, joven geselino)
Tuve la oportunidad de entrevistar a Lucas en dos ocasiones y ambos encuentros sucedieron, paradójicamente, en Villa Gesell. Ante esto, él me explicó que volvía cada vez que podía porque aún se “sentía” geselino. Lucas sostuvo, en varios momentos de nuestras charlas, “que no se arrepentía” de haberse ido, pero que extrañaba algo de la “vida tranquila” que había dejado atrás: “A veces extraño, es completamente distinto vivir allá que acá […] Todo es distinto: las personas, la calle, los negocios, el aire, todo”.
Las comparaciones con la Ciudad de Buenos Aires –donde ahora reside– oscilaban entre claros y oscuros. Por momentos, Lucas parecía estar fascinado con la gran ciudad: las ofertas culturales y gastronómicas, la posibilidad de conocer lugares y personas diferentes, la movilidad, los estilos de vida y las luces. Por otros, sin embargo, parecía estar “abrumado” con la experiencia metropolitana: “a veces te cansa, la ciudad un poco que te pasa por encima, y va contra todo límite […] No hay verde, no hay mar, no hay paz. Qué sé yo, me gusta que no haya paz, pero a veces la extraño. No sé, un domingo [se ríe]”.
A Lucas lo conocí a través de José quien, a diferencia de él, no tuvo la oportunidad de salir de Villa Gesell. Desde que tiene 15 años, José trabaja en un kiosco todos los veranos y durante el invierno “hace changas”. Tiene 28 años, se reconoce como “militante”, colabora en un comedor “peronista” –como lo define él–, le gusta ir a la cancha a ver al club local “que sigo desde chico”, practica boxeo y hace un año que vive con su novia: “Al principio no tuve mucha opción, mis viejos no me podían ayudar a irme, y, bueno, me las tuve que rebuscar acá. […] Hay una edad en la que es difícil Gesell, pero me acostumbré y me gusta vivir en la misma ciudad en la que nací”, me dijo cuando le pregunté por qué se había quedado. A través de su historia, José trataba de desarmar esa representación que sugiere que “todos se van”:
Son los menos los que se van. Algunos dicen que acá todos los jóvenes se van, pero la verdad es que la mayoría se queda o se van, prueban unos meses y vuelven. Es difícil, no sólo es una cuestión de plata, es difícil dejar la ciudad en la que viviste toda tu vida. Y muchos vuelven. Acá hay tantos jóvenes como en cualquier lugar, pero es difícil estar […] Las dificultades son distintas a las de los jóvenes de Buenos Aires, ponele, pero creo que todos tenemos dificultades. (José, 28 años, joven geselino)
José comparte su biografía, pero se esfuerza por traer representaciones sobre una juventud local y heterogénea. En medio de nuestras charlas, me explicó algo que resulta ser central para esta investigación: “A los jóvenes les encanta venir acá todos los veranos porque esto es un descontrol, un descontrol lindo, eh, pero un descontrol. […] Hay mucha noche, mucha movida, muchas cosas para hacer, muchos pibes, muchas vacaciones, pero eso se termina en marzo con el verano”. Cuando le pregunté por esas diferencias, me dijo:
Y esto es como […] un pueblo. No es […] esa ciudad divertida del verano, es otra cosa, es muy tranquilo todo y por eso algunos se van. Además de las oportunidades laborales o de estudio, este lugar es un poco difícil, medio sofocante […] No hay muchas cosas para hacer. (José, 28 años, joven geselino)
Estas reflexiones me llevaron a preguntarle, directamente, por esa narrativa que postula a Villa Gesell como “el paraíso de la juventud”. José sostuvo que ese paraíso aparece en verano, pero que en invierno es difícil: el clima, la lentitud, el pueblo chico, la sociabilidad reducida a caras conocidas son condiciones que, de algún modo, desarman ese paraíso estival. “A nosotros también nos copa [nos gusta] que llegue el verano. Lo estamos esperando, porque la ciudad cambia un montón. Hay gente por todos lados, quilombo, movimiento, no sé, está bueno”, me dijo. Además me habló de otro tipo de oportunidades vinculadas a lo recreativo, que parecen no desplegarse durante el invierno:
Más allá del laburo, a los jóvenes les gusta hacer algunas cosas que acá no hay. Salir a la noche, ir a tomar algo, participar de actividades para jóvenes, no sé, cosas que pensamos que acá no hay y que en otro lado sí […]. Durante mucho tiempo la joda acá era juntarnos en el McDonald’s, imaginate. Si no, en las casas, porque no hay muchos espacios para nuestra edad, quizás muchos restaurantes y esas cosas para gente más grande que tiene más plata para gastar. […] También están las plazas, las calles, no sé, pero al final son siempre los mismos lugares, porque no hay mucho para hacer. (José, 28 años, joven geselino)
Lucas y José –así me lo contaron ambos– compartieron la escuela primaria y la secundaria, sus primeras incursiones laborales en un chiringuito de la playa y vivieron durante toda su vida a tan sólo diez cuadras. Sin embargo, como me dijo José, “un día nuestros caminos tomaron distintos rumbos, pero igual seguimos siendo muy amigos”. Uno se quedó y el otro se fue, y en ese momento sus itinerarios se bifurcaron. Dadas estas condiciones, sus entrevistas resultaron muy productivas porque iluminaron –en un ejercicio cruzado y comparativo– sentires encontrados y desencontrados.
En ambas historias aparecen los contrastes entre Villa Gesell y la gran ciudad: destacando dimensiones positivas y negativas, Lucas y José hablaron sobre las diferencias que se extienden entre los modos de habitar ambos escenarios. Lucas se fue en busca de nuevas experiencias, y si bien está conforme con su decisión, por momentos parece extrañar la tranquilidad del invierno geselino, “la contención”, “las caras familiares”, “los asados de domingo con familia y amigos”. José se quedó y, si bien sostiene que supo “adaptarse” a lo que “le tocó”, por momentos fantasea con irse a vivir a otro lado: “sí, me adapté, me gusta estar acá, pero a veces con mi novia pensamos en irnos. Es una pregunta que siempre está ahí, como latente, para todos nosotros”.
Los dos coincidieron en un dato relevante: Villa Gesell parece ser un espacio ideal para transitar otro tiempo biográfico. Lucas me dijo: “Cuando sos chico, esta ciudad es lo más. Estás todo el día en la calle, con tus amigos, en bicicleta. No es que tenés a tus viejos encima. Hacés un poco la tuya”. José, por su parte, me explicó –delineando las diferencias que imagina con la infancia en la gran ciudad–: “Acá crecés en la naturaleza, con gente que te conoce, que te cuida. Es otra historia cuando sos chico”.
Para ambos, también, llega un momento en el que ese escenario, que se postula como “ideal” en la infancia, deja de contener su atractivo y comienza a transfigurarse. “Todo lo lindo que ves cuando sos chico, todo eso te empieza a pesar, a joder, y te querés ir”, me dijo Lucas, quien finalmente decidió abandonar la ciudad. José coincidió, a pesar de haberse quedado: “Y sí, cuando tenés 15 años no es lo mismo […] No tenés mucha libertad […] Acá todos te conocen”.
En esa encrucijada entre quedarse e irse –entre poder y no poder elegir– se juegan un conjunto de oportunidades laborales, estudiantiles y recreativas, pero también emergen tensiones en torno a otra moratoria crucial para los jóvenes. En este sentido, Mario Margulis explica que, más allá de “la moratoria social” y de la condición socioeconómica que impacta en las oportunidades de la juventud, los jóvenes se identifican como parte de este sector de la sociedad porque poseen una “moratoria vital”.
…un capital biológico que se expresa en vitalidad y posibilidades que emanan del cuerpo y la energía, y porque están situados en la vida contando con que tienen por delante un tiempo de vida prolongado –del que los adultos mayores no disponen– para la realización de sus expectativas. Son jóvenes porque están psicológicamente alejados de la muerte, separados de ella por sus padres y abuelos vivos, que teóricamente los precederán en ese evento. Son jóvenes para sí mismos porque sienten la lejanía respecto de la vejez y de la muerte, y porque lo son para los otros, que los perciben como miembros jóvenes, nuevos, con determinados lugares y roles en la familia y en otras instituciones. La juventud es, por ende, una condición relacional, determinada por la interacción social, cuya materia básica es la edad procesada por la cultura. (Margulis, 2015: 10)
Villa Gesell, además de postular una serie de limitaciones para el ejercicio “pleno” de esa “moratoria social”, parece tensionar el modo en que los jóvenes experimentan la “moratoria vital”. A partir de los testimonios, empecé a entender que, más allá de las oportunidades que la ciudad brinda o no, los jóvenes también están preocupados por el ritmo o, como me dijo José, el modo en que la ciudad “se mueve”: ¿cómo se mueve Villa Gesell?, ¿cuál es el ritmo?, ¿cómo impacta ese movimiento en las experiencias y expectativas juveniles?
Mariela, una joven geselina militante de la UCR local, aportó más datos para pensar en este movimiento:
Esta ciudad es aburrida, muy aburrida, es como que sentís que falta vida, movimiento, onda, no sé. La realidad es que por eso nos queremos ir, porque esta ciudad no es una ciudad para jóvenes, es para chicos y grandes para otros momentos […] acá no pasa nada, te aburrís de lo mismo […] En el verano esto es una fiesta, pero tres meses nada más. (Mariela, 19 años, joven geselina)
Mariela me decía que en Villa Gesell “no pasaba nada” y además remarcaba, constantemente, el contraste con un verano que se figura como una verdadera “fiesta”. ¿Qué es lo que no pasa? Y, más aún, ¿qué tendría que pasar, entonces, para que los jóvenes encuentren en Villa Gesell una ciudad para ellos? En consonancia con estas ideas, otros testimonios juveniles me indicaron que conocer el ritmo del verano y su potencial, experimentarlo y además encontrar que una ciudad puede, de alguna manera, responder a los ritmos deseados, es lo que impulsaba las fantasías y también los movimientos concretos de salida. Había así como una suerte de desacople de ritmos: entre aquellos que los jóvenes parecían necesitar y aquellos que podían observarse interactuar en esta ciudad. El ritmo, así, comenzaba a posicionarse como una dimensión clave al momento de comprender por qué los jóvenes locales entendían que la ciudad que habitaban no era una ciudad para ellos.
A ritmo lento
Atrapar el ritmo no es una tarea sencilla: resulta tan complicado cuantificarlo como cualificarlo. Ante esto, Henri Lefebvre desliza lo siguiente “¿Existe un concepto general del ritmo? Respuesta: sí, y todo el mundo lo posee; pero casi todos los que utilizan esta palabra creen que dominan y poseen su contenido, su significado. Sin embargo, los significados del término permanecen oscuros” (Lefebvre, 2007: 5). La dimensión rítmica, el movimiento de la ciudad, se presentaba como un problema para los jóvenes geselinos, pero ¿cuál era el contenido y cuáles los bordes de este problema? Las observaciones que realicé en el espacio público de la ciudad me ayudaron, en un primer momento, a presentar algunas nociones básicas sobre la forma en que Villa Gesell se mueve entre el tiempo y el espacio. Los significados juveniles asociados a ese ritmo, no obstante, emergieron después.
Durante la mayor parte del año, la ciudad admite, en su expresión pública, un ritmo que podríamos denominar “lento”. El primer dato en torno a esta lentitud lo recogí al observar las dinámicas de las calles geselinas. Como en toda ciudad, la trama urbana de Villa Gesell se compone de distintos tipos de calles: más y menos transitadas, más y menos concurridas, más y menos turísticas, más y menos bellas, más y menos comerciales, más y menos asfaltadas. Recorrí, al menos, una versión de cada una de ellas y, si bien presentan diferencias claras, la vida en las calles es esencialmente acompasada y espaciosa. Las personas caminan despacio, asumen una actitud contemplativa en el andar y existe una notoria distancia física entre los cuerpos en movimiento.
En la extensión de sus tres calles más comerciales se podría sostener que –desde una perspectiva anclada en dinámicas metropolitanas– aquí sobra tanto espacio como tiempo. En ellas circulan pocos vehículos, una sola línea de colectivo que realiza el mismo recorrido una cuantas veces al día y un puñado de personas realizando trámites, compras o simplemente caminando. No se generan nudos en el circular producidos por la muchedumbre, ni congestiones de vehículos. Tampoco se escuchan bocinazos, ni se observan semáforos para regular el tránsito.
Asimismo, encontré que, en su gran mayoría, los geselinos prefieren realizar varios de sus recorridos diarios caminando, aunque esto implique “perder más tiempo”.
“Es una pena no aprovechar el paisaje. En el auto o el colectivo, no disfrutas igual […] Además, convengamos que acá todo está al tiro [cerca] no hay mucha necesidad […] Se pierde más tiempo, sí, pero se ganan otras cosas” (Juan Carlos, 70 años, pionero)
“Acá se camina mucho, estamos acostumbrados a caminar” (Mirta, 60 años, directora del Museo y Archivo Municipal).
Las caminatas por la ciudad además incluyen diversas paradas con el simple fin de socializar. En Villa Gesell es muy común observar que las personas se reúnen en las esquinas, paran cerca de alguna mesa de bar, entran a un negocio con el fin de saludar, preguntar o entablar una charla con otro habitante. Estas paradas pueden durar unos minutos, pero también extenderse durante horas. La forma urbana geselina –caracterizada por una trama urbana serpenteante, calles de arena sin horizonte y escasas veredas– impacta también en estos ritmos locales.
Otro registro rítmico de la ciudad apareció al observar las dinámicas vinculadas al tiempo de espera. Analizar algunas situaciones sociales –como la cola en un supermercado, los pedidos en un bar, la realización de distintos trámites en la municipalidad, la espera del colectivo, entre otras– me permitió delimitar que los geselinos tienen cierta tolerancia a la espera. La gente parece no impacientarse o, al menos, no manifiesta con quejas verbales ni corporales la falta “de tiempo”. De hecho, es posible detectar a los foráneos que suelen desplegar una serie de señales sobre las dificultades de adaptarse a estas formas de administrar las esperas. Ante esto, un comerciante me dijo: “Los que llegan no se bancan el ritmo […] te das cuenta quiénes son […] Vienen buscando tranquilidad, pero el mozo tarda y ya están moviendo la patita en tono impaciente…” (Abel, 72 años, comerciante).
Otro dato relevante es la forma de administrar los tiempos comerciales. Si bien la mayoría de los comercios indican en sus vidrieras los horarios de atención, muchos de ellos rompen con esta “formalidad” y proponen otras expresiones. Haciendo trabajo de campo, pude detectar que estos horarios no siempre se cumplen y que existe cierto conocimiento situado sobre esas faltas. Los cortes en la atención durante los horarios de “la siesta” son otra constante de esta localidad balnearia.
“Acá cortamos porque tenemos otro ritmo. Trabajamos 8 horas como en cualquier lugar, pero tratamos de no enloquecernos […] La siesta es sagrada. Almorzamos en casa y después volvemos” (Karina, 38 años, mesera).
En ese horario de siesta, entre las 14:00 y las 16:00, el espacio público se expresa desierto y la ciudad parece entrar en reposo. No hay caminantes, ni vehículos, ni muchos comercios abiertos.
Caminatas a paso lento, saludos e intercambios, siestas, horarios informales y esperas son algunas de las prácticas locales que me permitieron dar sustento, nutrir o significar la noción del ritmo geselino durante el invierno. Resulta importante mencionar que los ritmos no sólo remiten a la experiencia presente. Como sostiene Jo Lee Vergust (2010), el espacio se forma a través de los ritmos de aquellos que lo usan, lo han usado y lo usarán; es decir, para estudiar los ritmos actuales hay que tener en cuenta los acontecimientos pasados y las perspectivas de futuro. Los ritmos se configuran al calor de un tiempo cronológico que se va sedimentando en la materialidad y en la sociabilidad.
Las observaciones me permitieron detectar que, más allá del crecimiento de la ciudad, de la cantidad de habitantes y automotores, de la multiplicación de viviendas y comercios, los geselinos siguen sosteniendo un ritmo lento. Para diferenciarse del verano, para no asumir que se aceleraron, para mantener algo del espíritu fundacional de la villa balnearia, los habitantes de esta localidad continúan moviéndose en ese registro rítmico, y muchos de ellos esperan continuar haciéndolo.
Además, el ritmo lento se define a partir de una comparación con otro tipo de ritmo. En este punto, la escala de la ciudad media define las formas en que los geselinos perciben el ritmo propio en relación con otros tipos de ritmos que pueden observarse, experimentarse o imaginarse en otros escenarios. Extendiendo una comparación con las grandes ciudades, el ex Director de Cultura de Villa Gesell me dijo lo siguiente:
Nosotros tenemos otros movimientos, otros horarios, otras formas […] Las pocas veces que voy a Mar del Plata, porque a Buenos Aires no quiero ni ir, me quiero volver al instante […] Me cuesta el ruido, el tránsito, la rapidez con la que se mueve todo. No estoy acostumbrado a eso, a pesar de que viví muchos años en una gran ciudad. (Eduardo, 65 años, ex Director de Cultura)
Como sostiene el escritor Manuel Rojas (2016) –en una crónica sobre las calles de Santiago de Chile–, existe como una suerte de socialización corporal que implica el desarrollo de competencias y destrezas para acompañar el ritmo de los espacios. Conocer, también, la proxémica o distancia con otros cuerpos resulta crucial para desempeñar certeramente los movimientos. Cuando una persona se mueve a otro ritmo –desconociendo estos elementos– produce cierto desacople y queda en evidencia (Hall, 1983). Volvamos a ese pequeño testimonio de Abel que incluí unas líneas más arriba: los geselinos detectan a los foráneos por sus expresiones tanto verbales como corporales; en este caso, “mover la patita” en un bar marcando una espera de forma impaciente.
Esta situación pude experimentarla yo misma al hacer trabajo de campo. Socializada en una gran ciudad, en la que viví toda mi vida, Villa Gesell me presentó ciertos obstáculos rítmicos que me empujaron a transformar algunos hábitos y a aprender otros para aplicar durante mis estancias de campo. Algunos de estos aprendizajes fueron animarme a cruzar una senda peatonal confiada en que el conductor detendrá el vehículo, saludar en los negocios al entrar a comprar o consultar algo, adaptarme a los ritmos informales de los comercios, aceptar que los geselinos pueden llegar entre 5 y 30 minutos tarde a una entrevista sin la necesidad de anunciar su demora, reconocer que durante el horario de la siesta no hay ningún comercio ni actividad en marcha, no amucharme ni acercar demasiado mi cuerpo a otros transeúntes cuando camino, aventurarme a disfrutar el tránsito por las calles de arena a ritmo lento, entre otros.
Sin embargo, este ritmo, que a mí también se me presentaba lento y al cual tuve que adaptarme, podía generar otras percepciones en algunos habitantes. En una de las charlas desplegadas durante una visita al museo municipal, Paula, trabajadora de esa institución, me contó que decidió mudarse desde Villa Gesell hacia la localidad de Madariaga –para los geselinos, “el pueblo de identidad rural” situado a unos pocos kilómetros de Villa Gesell– porque el ritmo y las formas de la “ciudad” no le permitían vivir de manera tranquila. Buscando “vivir entre conocidos y gente que cuida del espacio y de sus habitantes”, Paula decidió mudarse con toda su familia para recuperar algo de lo que Villa Gesell parece haber perdido. Para ella, “la Villa” dejó de ser un pueblo constituido por “gente con valores”, “respeto por el otro” y “formas colectivas”, y se parece cada vez más a “todo lo que odiamos de la gran ciudad” (Noel, 2021).
Me fui porque no aguantaba más. No sólo el ruido, el quilombo, los edificios, el cemento me hacían mal, sino todo lo otro que pasa con las personas. Yo quiero la vida de pueblo, esa tranquilidad de dormir con la puerta abierta porque conocés a todos, de dejar la bicicleta en la puerta, de caminar y andar saludando a todos, de pedirle fiado al kiosquero. Yo busco eso para mí, pero sobre todo para mis hijos. La calidad de vida es otra. (Paula, 32 años, trabajadora del Museo y Archivo Histórico Municipal)
A partir de este último testimonio, me interesa señalar tres cuestiones cruciales para el análisis rítmico de cualquier escenario: primero, que un ritmo puede habilitar percepciones diversas en torno a los tempos –veloces o lentos–; segundo, que puede motorizar experiencias y valoraciones diversas sobre esas cualidades; tercero, que no existe un solo ritmo sino una multiplicidad de ritmos que se empalman, se cruzan y se tensionan. No todas las personas perciben ni experimentan de la misma manera los ritmos, no todos sostienen las mismas fantasías rítmicas y no es posible hablar de homogeneidad en torno a esta dimensión social.
De cualquier modo, se puede establecer cuáles son, finalmente, los ritmos hegemónicos de un escenario y de qué manera los sujetos se adaptan –o no– a esas formas rítmicas produciendo desfasajes o ajustes. A su vez, es necesario recuperar de qué manera esos ritmos se engarzan en un ejercicio comparativo: es lento o rápido ¿en relación con qué? Así, el ritmo geselino se figura como lento al compararlo con el de Mar del Plata o el de la Ciudad de Buenos Aires, mientras que podría ser acelerado si lo comparamos con General Madariaga. El ritmo, en última instancia, está vinculado a las actividades sociales de los escenarios, a la cantidad de habitantes, a la forma de la ciudad y su trama, a las trayectorias pasadas, los deseos presentes y las proyecciones futuras (Lefebvre, 2007).
Este recorrido por el ritmo geselino me ayudó a comprender en profundidad por qué los jóvenes colocan esta dimensión como una de las razones cruciales del deseo de salida. La mayoría de los jóvenes geselinos a los que pude entrevistar entienden que la ciudad se mueve a ritmo lento y señalan muchas de las características que incluí unas líneas más arriba para cualificarlo de ese modo: la vida en el espacio público, la forma de transitar las calles, la tranquilidad de los movimientos corporales, entre otras. Esa lentitud, no obstante, se traduce para ellos en aburrimiento y hastío. En sus propias palabras: “esto es aburrido”, “no pasa nada”, “siempre es lo mismo”, “no hay nada para hacer”, “nosotros queremos otra cosa, otro ritmo, más movida”.
La asociación entre ritmo lento y aburrimiento quedaba clara en la superficie, pero cuando fui penetrando en las representaciones y prácticas de los jóvenes emergieron una serie de nuevos elementos significativos. El primero de ellos se relaciona con la escala de la ciudad y la imposibilidad, en sus propias palabras, de “sorprenderse con cosas nuevas”. El aburrimiento refiere al cansancio del ánimo originado por falta de estímulo o distracción. En este sentido, los jóvenes me decían que “no pasaba nada” o que “siempre era lo mismo”, y esta reiteración rítmica se vincula, en lo cierto, con la dificultad que tienen para encontrar espacios propios, por fuera del mundo adulto, sus reglas y sus convenciones; se relaciona así con la falta de estímulos propicios para esta generación. “Esta ciudad la conocemos de punta a punta y llega un momento en que eso te aburre”, me dijo Mariela, una joven geselina de 19 años.
Como sostiene Urresti, “la vida de los adultos por lo general está circunscripta a rutas poco conmovibles”. Los jóvenes, por el contrario, “descubren las ciudades a medida que se van descubriendo a sí mismos: se buscan y se desencuentran en la ciudad, escapan de los ámbitos habituales de sus familias y, en esas intentonas, son fielmente seguidos por sus pares y amigos” (Urresti, 2002: 9). Esta condición parece encontrarse limitada en ciudades de la escala de Villa Gesell, mientras que tiende a desbordar en otro tipo de espacios. Los consumos mediáticos y las producciones audiovisuales, las redes sociales, las charlas con los jóvenes que se fueron y volvieron para contar sus experiencias de la gran ciudad y la vivencia del verano postulaban, así, otros ritmos posibles; otros ritmos, quizás, más acordes a su moratoria vital.
El segundo de los elementos que ilumina la relación entre ritmo y aburrimiento remite al ámbito de la noche, tiempo privilegiado para los jóvenes.
La ciudad es de los jóvenes mientras los adultos duermen; es otra ciudad. Hay un empleo del tiempo para conquistar el espacio. Al refugiarse en la noche, se resignifica la ciudad y parece alejarse el poder. Ilusión de independencia apelando al juego del tiempo; tiempo no colonizado en que parece resignar el control; tiempo no utilizado plenamente para la reproducción económica, para la industria o la banca. Si todos los espacios están colonizados queda el amparo del tiempo, el tiempo como refugio. (Margulis, 2005: 12)
En Villa Gesell la noche invernal parece reducirse a un grupo de opciones conocidas y reiteradas: la noche geselina presenta un ritmo aún más desacelerado que el día. Durante mis visitas a Villa Gesell, muchos habitantes me dijeron cosas como éstas: “de noche no ves un alma”, “tené cuidado a la noche porque esta ciudad sí que duerme”, “acá de noche es una calma absoluta, no vuela una mosca”, “todo oscuro y todo quieto”. Cuando consulté por este espacio temporal, el de la noche, los jóvenes me comentaron lo siguiente: “y no, no hay mucho para hacer”, “es siempre lo mismo”, “capaz que lo más divertido es ir a una plaza a tomar una birra o algo”, “nos juntamos mucho en la casa de alguno”, “hay algunas fiestas que organizamos nosotros, pero no es que tenemos muchas opciones”.
Todas estas características hoy señaladas como problemáticas para los jóvenes geselinos eran valoradas por los jóvenes de los sesenta, esa generación atravesada por el movimiento hippie y el rock nacional, que encontraba en este espacio el ritmo tranquilo del que carece la gran ciudad, para quienes Villa Gesell era un refugio o una suerte de paraíso. A su vez, los jóvenes turistas que llegan a fines de diciembre no se encuentran con estas limitaciones: la ciudad ingresa en el tiempo del verano, el ritmo se acelera y se multiplican las opciones, los recorridos y las oportunidades recreativas. Emerge, así, otro paraíso, alejado de aquel signado por la naturaleza, la tranquilidad y la comunidad.
Durante el invierno, la imposibilidad de liberarse de la mirada atenta del mundo adulto y de sus recorridos habituales, de encontrar opciones nocturnas –en ese espacio y tiempo privilegiado para ejercer algunas prácticas vinculadas a la generación–, la reiteración, lo conocido, la ausencia del asombro y lo novedoso, entre otros elementos, dieron sustento a la relación contundente –pero un tanto superficial– que emergió como hallazgo etnográfico. Sin embargo, un tercer elemento apareció para complejizar aún más los deseos de salida fundados en esta relación entre ritmo y aburrimiento: la dificultad de ejercer el derecho al anonimato (Segura, 2012; 2019). “En Villa Gesell no podemos ser jóvenes, no podemos pasar desapercibidos, todos se conocen con todos y en tres segundos todos se enteran de lo que hiciste o dejaste de hacer”, me dijo Mariela y, de este modo, colocó al anonimato como una de las condiciones necesarias para ejercitar esa moratoria vital con la que parecen contar los jóvenes, todos los jóvenes.
Todos saben quién es quién
El ritmo –el modo en que la ciudad se mueve– y la escala –su tamaño y el rol que desempeña en un sistema territorial nacional y jerárquico– se interpelan mutuamente. Esta relación configura una serie de repertorios sociales (Noel, 2013) que habilitan y constriñen formas de sociabilidad. Repertorios que, a su vez, iluminan la pregunta por los modos juveniles de habitar Villa Gesell.
La interacción entre estas dos categorías emergió como un problema nativo que encontró un punto de conexión con las dinámicas en las que se expresa la sociabilidad local. Fueron los propios jóvenes geselinos quienes me indicaron el gran dilema: la lentitud y el tamaño de la ciudad –además de restringir oportunidades y “aburrir”– limitaban la posibilidad de ejercer el derecho al anonimato, es decir, su libertad. En otras palabras, las características de la ciudad –y particularmente su temporalidad lenta– promovían, desde sus perspectivas, el encuentro entre personas que ocupan un lugar reconocido en la estructura social local, restringiendo la posibilidad de posicionarse en la arena pública en tanto individuos anónimos. Como sugirió Agustín, un joven geselino de 29 años, “acá en Gesell es como jugar al quién es quién[12], vas descartando opciones y enseguida adivinas”.
Mientras entrevistaba a José y Lucas, pensé que podía ser útil, para los fines de esta investigación, pedirles que dibujaran el ritmo, que expresaran con líneas y movimientos el modo de percibirlo y experimentarlo. Lograr acercarse a esta experiencia temporal no es una tarea sencilla. Pensaba, en este sentido, que utilizar otro recurso metodológico podía iluminar la oscuridad, como decía Lefebvre, de sus significantes. Y así lo hice con los dos, pidiéndoles, además, que presentaran una comparación entre el ritmo de su ciudad y la gran ciudad. En palabras de Tim Ingold:
Dibujar una línea en un croquis se parece mucho a contar una historia. De hecho, normalmente ambas se desarrollan a un tiempo como cadenas complementarias en una misma acción. El argumento avanza a lo largo de, como lo hace la línea del mapa. Digamos que lo que cuenta la historia no existe, sino que más bien acontece. En todo momento se trata de una actividad en marcha. En una palabra: estas dos cosas no son objetos sino tópicos. De acuerdo con la lógica de acción y reacción, cada tópico queda identificado por sus relaciones que allanan el camino por el que llegan, que aparecen de hecho con ello y que lo acompañan a su misma venida al mundo. Hay que entender aquí “relación” en su sentido más literal, no como una conexión entre entidades previamente situadas sino como un sendero trazado a través de una experiencia vivida. (Ingold, 2015: 131)
¿Qué historias tenían para contarnos las líneas de Lucas y José? ¿Cómo me presentaron sus senderos al recurrir a sus experiencias vividas? Los bosquejos rítmicos de los jóvenes interpelados admitieron tanto similitudes como diferencias en función de sus experiencias compartidas, pero también de sus recorridos bifurcados. La diferencia más notoria es que, al recurrir a sus propias experiencias, Lucas eligió a la Ciudad de Buenos Aires donde ahora reside, mientras que José prefirió plasmar el ritmo de la ciudad de Mar del Plata: “es la ciudad más grande que tenemos cerca y con la que hay más contacto”, me dijo. Otra discrepancia se puede observar en los diseños de sus dibujos: Lucas escalonó y enredó líneas; José recurrió a “las pulsaciones”, en sus palabras, de las ciudades.
Figura 1. Bosquejos rítmicos
Fuente: elaboración propia a partir de unos dibujos nativos realizados durante el trabajo de campo.
Rapidez y lentitud, como contraste, aparecen en ambas expresiones. Claramente, desde sus percepciones, los ritmos son distintos y responden, como ya ha quedado claro, al tempo, esto es, la velocidad en la que el ritmo se manifiesta. Ambos coincidieron, también, en que el ritmo del verano geselino se asimilaba bastante al de la gran ciudad Lucas me dijo: “En verano es otra cosa, es parecido a lo que pasa en Buenos Aires, o mejor, [se ríe]. Villa Gesell en verano es lo más. Nosotros muchas veces tuvimos que trabajar, pero no impide que podamos vivir la adrenalina”. Ahora bien, cuando plasmaron sus representaciones a través de los dibujos, los sentidos vinculados a la rapidez y la lentitud admitieron, por primera vez, nuevas expresiones. Ya no se trataba sólo del “aburrimiento”, sino que el ritmo se vinculaba, en palabras de José, con “la posibilidad de que no te reconozcan siempre”.
Conversando sobre la relación entre espacio, prácticas y recorridos, les pedí que ubicaran a los sujetos en esas líneas: “estas líneas no se desarrollan sin sujetos, ¿no?”. Ante mi pregunta, y atento a su dibujo, Lucas recuperó su experiencia en la gran ciudad y me comentó lo siguiente:
Claro, allá todo es rápido, enquilombado, te mezclas en ese quilombo. Nadie tiene tiempo de mirar en profundidad […] Si comparás los dibujos, te das cuenta: no es lo mismo ser un punto en este bardo [lío] que ser un punto en el otro dibujo, que es como un zigzag […] Allá sos uno más del montón; acá no, la gente te conoce, sabe quien sos. Están buenas las dos cosas, pero la verdad es que a veces es un poco presionador [sic] que todos sepan todo de uno. (Lucas, 28 años, joven geselino)
Para Lucas el tamaño de la ciudad –su extensión territorial y la cantidad de habitantes–, pero también el ritmo –“el tiempo para mirar en profundidad”– condicionaban los modos en que los geselinos se relacionaban. Él describía una sociabilidad circunscripta y practicada por un conjunto de sujetos que, si bien no se conocen todos entre sí, parecen poder ubicar en un mapa de relaciones a cualquier habitante de esta localidad: “Esto es muy chico […] Aunque no conozcamos exactamente a todos, onda, somos 40 mil, acá enseguida ubicas a cualquiera: es el hermano de, el tío de, vive al lado de tal, es Gómez de apellido, tienen la farmacia de la 4, y así”, me dijo mientras conversábamos.
José coincidía con esta presentación: “Acá son todas cadenas de conocidos, es una ciudad chica y bueno, nos conocemos, sabemos más o menos en qué anda cada uno”. También refirió a su esquema de pulsaciones y, ante mi pregunta por la agencia del ritmo en esa forma de vincularse entre conocidos, sostuvo:
Qué difícil, pero sí, hay algo de esto que dibujé, ¿no? Lo que yo pienso es que cuanto más rápido más difícil relacionarse así con una persona. Los geselinos vamos lento y, bueno, tenemos tiempo para conocer más de cerca a las personas. (José, 28 años, joven geselino)
Los intercambios desplegados con José y Lucas me motivaron a seguir indagando estas cuestiones. Encontré, así, que otros jóvenes indicaban que ciertos rasgos “personales” solían delimitar los vínculos que se despliegan en el espacio público. La capacidad de recortar, acceder e identificar a las personas no sólo era posible debido a la escala, sino también al ritmo. “Las elecciones sexuales”, “el apellido”, “dónde trabajás”, “dónde vivís”, “a qué escuela vas”, “de qué hotel sos dueño”, “qué nacionalidad tenés”, “quién es tu papá”, “si te fue bien en la temporada”, entre otros clivajes, son cualidades de los sujetos, desde la perspectiva de los jóvenes interpelados, capaces de determinar los círculos de la sociabilidad local. Estos rasgos dificultarían el ejercicio del anonimato y darían lugar a vínculos estrechos, incluso “asfixiantes” para todos aquellos que buscan “ser libres”. En palabras de Mariana:
Acá todo se mueve por el apellido. Yo vengo de una familia peronista… Bueno, cuando era chica me mandaron a una escuela de la elite; era estatal, pero era a la que iban todos los pibes de la elite. Me costó mucho que me aceptaran. Yo era como la negrita del grado. Me iba re bien en el colegio, pero siempre me discriminaron. En ese contexto es difícil hacer amigos porque la gente se mueve por el apellido. Si tenés un apellido de origen alemán, por ejemplo, te juntás con los otros del mismo apellido […] Eso pasaba antes y pasa ahora. Hay una escuela de los pobres, que es la media, y varias escuelas para ricos. La gente no se mezcla. Es una ridiculez eso de pensar que somos una comunidad de iguales. Acá todos nos conocemos, pero ese conocimiento es lo que nos permite juzgar y estigmatizar a los otros. (Mariana, 32 años, historiadora y directora de la Oficina de Empleo Municipal)
En las comunidades más pequeñas, la personalidad de los sujetos aparece como uno de los rasgos determinantes de los vínculos. Por esto, como sostiene Rosane Prado (1988), en estos escenarios el anonimato se vuelve un ejercicio imposible: cada sujeto ocupa una posición identificable dentro de la estructura social; cada sujeto es una persona identificada, posicionada y reconocida por sus pares.
Agustín, otro geselino, remarcó la dificultad de ser joven y “pobre” en una ciudad como ésta, y resaltó los problemas que acarrean la ausencia del anonimato, además de destacar ciertas restricciones impuestas al ejercicio de la libertad. En una de las entrevistas, me explicó de qué manera se maneja la policía local: los modos en que “seleccionan” a quién detener y a quién no, a partir de los “conocimientos previos” que tienen sobre los sujetos.
Acá opera el tema de la cara [apariencia física], pero también el apellido. Si sos hijo de una familia pionera y estás haciendo bardo, te levantan en una esquina y te bajan en la otra. Te dan la mano y todo bien. Si sos un pibito de una familia normal, te llevan. Ni hablar si vivís en los barrios pobres de atrás del Boulevard… bueno, ahí pueden llegar hasta gatillarte. (Agustín, 29 años, joven geselino)
Estas percepciones sobre el propio habitar se comparan con lo que ocurre –o lo que imaginan que ocurre– en las grandes ciudades; allí donde parece reinar el anonimato, la libertad y la posibilidad de socializar en tanto individuos (Blanc, 2015). “Allá hay más libertad, no están buscando el dato que te diga de qué familia sos, de dónde venís. No digo que no haya persecución ni estigmatización, pero es distinto. Acá saben todo”, me dijo también Agustín, preocupado por algunos de los efectos de la comunidad chica. En una línea similar, Mariela me comentó: “Y sí, nos queremos ir a buscar un poco esa libertad, esa posibilidad de ser joven sin sentirse que te están controlando o mirando todo el tiempo”. Por su parte, Lucas sostuvo que “Allá, en Buenos Aires, es otra cosa, más aire, pero no del aire limpio de acá [se ríe], sino del aire de no tener que dar explicaciones todo el tiempo o estar preocupado por el qué dirán”.
Atendiendo a estos testimonios, vale recordar la pregnancia de la dicotomía fundada a principios del siglo XX por las disciplinas sociales, aquella que se dirime entre la sociedad y la comunidad. Esta dicotomía –aún vigente– ha ido asumiendo distintas formas, ha sido vinculada con diversos sentidos y, también, discutida desde múltiples ángulos. Más allá de las transformaciones que asumió este binomio, es posible sostener que mientras que la ciudad representa el espacio por excelencia de la sociedad, la expresión anónima y el individuo, los pueblos o ciudades más pequeñas parecen presentarse como los escenarios capaces de promover lazos sociales estrechos y relaciones entre personas con cierto grado de conocimiento.
Georg Simmel (2005 [1903]) sostuvo que una de las normas sociológicas más amplias y profundas es que la extensión de un grupo es correlativa a la individuación e independencia de sus miembros. Los más pequeños garantizan la estrecha vinculación y la igualdad; mientras que los más amplios, la libertad, la autonomía y la diferenciación. Simmel sitúa su análisis sociológico en las emergentes metrópolis europeas de fines del siglo XIX y principios del XX, pero advierte sobre las transformaciones de las diversas organizaciones socio-espaciales a medida que van creciendo demográfica y morfológicamente. A mayor tamaño de los aglomerados, más anonimato, autonomía, diferenciación y libertad para los sujetos. En estos espacios y organizaciones sociales, el arquetipo de sujeto que se desarrolla es el individuo. Un individuo que, debido a las amenazas del medio en el que se mueve, no actúa movilizado por el corazón sino por el intelecto.
Todas las relaciones emocionales íntimas entre las personas están fundadas en la individualidad, mientras que en las relaciones racionales el hombre es equiparable con los números, como un elemento, indiferente en sí mismo. Sólo los logros objetivamente medibles resultan de interés. Es así como el hombre metropolitano juzga […] a las personas con las que está obligado a tener relaciones sociales. Estas características de la actitud intelectual contrastan con la naturaleza de los pequeños círculos, en los cuales el conocimiento inevitable de la individualidad necesariamente produce un tono más cálido de comportamiento, mismo que está más allá de llegar a sopesar objetivamente los servicios prestados y los recibidos, la prestación y la contraprestación. (Simmel, 2005 [1903]: s/p)
A su vez, se trata de un individuo que sólo puede ser “persona” –es decir, ocupar una posición identificable en una estructura social determinada– en el espacio del mundo privado y en los círculos pequeños en los que se mueve (Da Matta, 1985). En definitiva, las sociedades son, bajo la mirada de quienes alimentaron de diversas maneras esta gran dicotomía, el reinado del anonimato. Un anonimato que promueve la descomposición de un lazo social fortalecido en favor del desarrollo de la libertad[13].
El ritmo, claro está, se vuelve un factor determinante en la emergencia de estos sujetos arquetípicos. La vida en la ciudad, según Simmel (2005 [1903]), conlleva un acrecentamiento de la vida nerviosa y una intensificación del estímulo de los sujetos. Es decir, la vida en las grandes urbes se sostiene sobre una multiplicación de estímulos breves y cambiantes, así como “… del rápido e ininterrumpido intercambio de expresiones externas e internas” (Simmel, 2005 [1903]: s/p). Estas capacidades intelectuales se erigen como una forma de preservar la vida subjetiva ante el poder avasallador de la vida urbana. Lo que ocasiona la individualización determina a su vez una cierta estandarización. Todas estas condiciones, para este autor, se oponen a aquellas que pueden constatarse en la vida pueblerina –vale decir, en las comunidades–, en donde “… tanto el ritmo de vida, como aquel que es propio a las imágenes sensoriales y mentales, fluye de manera más tranquila y homogénea…” (Simmel, 2005 [1903]: s/p).
Muchas de las observaciones que realicé en el espacio público geselino revelan que la sociabilidad local –lejos de estas características que marcan el habitar de la metrópoli– se despliega entre conocidos con cierto grado de familiaridad. Las recurrentes charlas en las esquinas, el saludo obligado al ingresar a un comercio, las alusiones a los nombres propios, los puestos de trabajo e incluso detalles vinculados a la vida privada e íntima de las familias son sólo algunos de los ejemplos que se inscriben en esta línea argumentativa. Tales prácticas no sólo se observan en los distintos barrios que componen la unidad geográfica de Villa Gesell, sino también en el espacio mismo del centro de la ciudad. Con esto, me interesa delimitar un contraste respecto de aquello que ocurre en el espacio público de las grandes ciudades o metrópolis en donde el centro parece ser la última expresión del anonimato, del tránsito indiferente, del ritmo acelerado y de la libertad que todas estas condiciones promueven.
Mis primeras incursiones en el campo fomentaron el sentido de la hipótesis que me presentaron los jóvenes. Al llegar a esta localidad balnearia, mi presencia supo despertar la atención –acompañada de acciones y comentarios– de los geselinos. Es decir, mis distintas estancias no pasaron desapercibidas; por el contrario, fueron señaladas como algo extraño. No sólo la mirada desconfiada de quienes se apostaban en algunos bares a observar mis recorridos, sino también los murmullos y comentarios del tipo “ahí va la antropóloga”, “qué estará buscando”, “otra vez acá”, “¿qué quiere?”, indicaban que los geselinos demarcaban el “ruido” que causaba mi accionar en su ciudad. Tampoco faltaron las interpelaciones directas lanzadas en distintos contextos (en un bar, en la calle, en la misma playa): “Nos estamos preguntando qué venís a estudiar a Gesell”; “¿Por qué te interesa este lugar?”; “¿Vas a venir mucho más?”; e, incluso, los anuncios en las radios y en el canal de televisión local[14]: “una antropóloga llegó para estudiar a los geselinos”.
Estas situaciones exponen, sin dudas, que el inicio de mi trabajo de campo no pudo realizarse bajo los marcos del anonimato. Vale destacar que no sólo fue así para aquellos informantes con los cuales, poco a poco, fuimos construyendo un vínculo de cercanía y familiaridad, sino que el recorte de mi tarea aparecía permanentemente en la opinión pública local. Era de esperar que, una vez que el trabajo de campo continuase y que los geselinos se adaptasen a la extrañeza, mi presencia comenzara a ocupar un lugar identificado dentro de la estructura social local: “la antropóloga que nos vino a estudiar”. Así, los geselinos me definieron como una persona con un lugar reconocido y me adjudicaron un conjunto de prácticas esperables y deseables.
Las primeras experiencias de campo, las observaciones realizadas sobre el espacio público, así como las distintas charlas sostenidas con jóvenes geselinos, fortalecían la hipótesis que presentaba a Villa Gesell como una organización socio-espacial que se rige por los estrechos lazos fundados en la personalidad (Blanc, 2015; Prado, 1988). Estas características, desde la perspectiva de los protagonistas, restringían la posibilidad de ser joven “como se debe”. La indiferencia o el individualismo que muchos habitantes de la gran ciudad “padecen” aparecen, en este caso, como objetos de deseo, e incluso como una de las razones por las cuales los jóvenes quieren abandonar su ciudad. “Yo me quiero a ir a vivir todo eso”, me sugirió Mariela.
Ramiro Segura (2019) postula que en las grandes ciudades latinoamericanas ha ocurrido una suerte de desplazamiento que implicó el pasaje de una convivencia distante, pero pacífica, a una convivencia tensa y en disputa.
Mientras que en la primera predominarían las formas típicas de organizar la co-presencia entre extraños en el espacio público que Goffman […] denominó “desatención cortés”, la segunda […] se caracteriza por una progresiva pérdida del “derecho al anonimato” […] por parte de diversos actores sociales. (Segura, 2019: 21)
Jóvenes, pobres, migrantes, vendedores ambulantes –de acuerdo con Segura– encuentran dificultades para circular por la ciudad “sin tener que dar explicaciones, fundamentada en diversas formas de la estigmatización, dando lugar a interacciones disputadas” (Segura, 2019: 21). Los jóvenes de la gran ciudad, o al menos un sector de estos jóvenes, parecen estar perdiendo ese derecho que garantizaba, de algún modo, la “convivialidad” de las grandes ciudades latinoamericanas. Sin embargo, en ciudades como Villa Gesell ese derecho no se ha perdido, sino que nunca ha existido: no se puede ser anónimo en una ciudad en la que todos pretenden conocerse con todos. Ante esto, ¿qué sienten los jóvenes al ver coartado el ejercicio de este derecho?
Muchos de los jóvenes entrevistados postularon a Villa Gesell como una “sociedad opresiva”, con “poca libertad” y “escasos canales de expresión”. Las experiencias juveniles parecen tensionar procesos de integración y resistencia, en los cuales las representaciones de libertad adquieren un rol protagónico (Chaves, 2015). Teniendo en cuenta esta consideración, los jóvenes geselinos encuentran un sinfín de limitaciones para poder llevar a cabo esta articulación de manera completa.
En efecto, lo que experimentan es una sociabilidad fuertemente regulada, controlada y bajo un estricto sentido de la vigilancia: “Acá no se necesitan cámaras como en Mar del Plata; acá tenés al vecino que te buchonea [delata] directo y que está mirando cada paso que das […] Como dice el dicho: pueblo chico, infierno grande”, sostuvo con contundencia Agustín. Como explica Juan José Plata la idea del “pueblo chico, infierno grande” es una manera de referir a las angustias y desesperanzas de quienes habitan en escenarios de pequeña escala, pero también una forma de recordar el fuerte control social que se instituye en estos espacios (Plata, 2002: 4).
En línea con estos argumentos, Mary Douglas (1996) sostiene que cuando la escala de las relaciones es lo suficientemente pequeña como para resultar personal, el control social se revela con más fuerza. No obstante, esto no indica que la organización social es más o menos heterogénea, o admite más o menos la “diferencia”, sino que las instituciones sociales proveen un repertorio de clasificaciones más estrecho. Es decir, si bien las instituciones construyen las clasificaciones sociales mediante las cuales se interpreta y se actúa en el mundo cotidiano, son los sujetos quienes eligen entre el repertorio de clasificaciones que las instituciones proveen. Cuando el repertorio es acotado, el control social opera de forma más contundente.
A su vez, es importante señalar que las instituciones sociales sólo logran su cometido cuando pueden pasar desapercibidas; esto es, cuando los sujetos no acusan recibo de las formas en que ellas moldean sus pensamientos, sentimientos y acciones. Sin embargo, en determinadas situaciones sociales, como las retratadas por los jóvenes geselinos, las instituciones se revelan con fuerza indicando, explícitamente, los sistemas de clasificación que brindan a sus habitantes. De este modo, se establecen obstáculos para la tan ansiada libertad.
En una ciudad en la que todos parecen conocerse, los jóvenes visualizan los inconvenientes que esto acarrea: “No te podés mandar ninguna cagada [desliz] porque enseguida se enteran tus viejos”; “Acá hacés un movimiento y al segundo se entera todo el mundo”; “Te querés levantar [seducir] a una piba y no existe eso de conocerla… acá vas por la segura. Nos conocemos todos”; “Ser joven en esta ciudad es re complicado. Eso de trasgredir reglas se complica porque enseguida alguno te buchonea”.
En este entramado narrativo, el chisme apareció como un mecanismo social ampliamente difundido en esta localidad que, además, aparentaba reforzar esta sensación de asfixia que denunciaban los jóvenes: “Todo es un chisme; todo, una historia. Te ven en un lugar y enseguida se arma. Y van y llevan y traen”; “Tenés que tener cuidado qué haces o dejas de hacer, en esta ciudad siempre hay alguien observando”; “Chusmas por todos lados. Malísimo, no se puede andar tranquilo en esta ciudad”; “Acá te hablan de solidaridad de que nos ayudamos entre todos, pero no es tan así, hay muchas situaciones malas gracias a esos vínculos”.
En Villa Gesell, según los jóvenes, el mecanismo social del chisme admite su máxima expresión y logra intervenir en el desarrollo de ciertas libertades que consideran necesarias para experimentar este tramo biográfico y generacional:
“Te sentís todo el tiempo vigilado, como controlado. Te movés y ya todos saben, porque nos conocemos y porque… no sé, la gente se ve que tiene tiempo de estar atrás de estas cosas” (Agustín, joven geselino, 29 años).
Volvamos a la entrevista que sostuve con Adriana, la coordinadora del Equipo de Orientación Escolar de la E.M. En ese encuentro ella comentó, en consonancia con los testimonios juveniles, que los chicos tenían una historia, “un nombre propio”. Si bien destacó esta particularidad como una condición positiva, también se explayó en las dificultades que esto implica. Así, mostró las dos caras de este tipo de vinculación al mencionar que ese conocerse puede, en ciertas ocasiones, montarse sobre prácticas del chismosear, procesos de estigmatización y exclusión social.
Una vez aquí, contamos con todos los elementos necesarios para responder a una de las preguntas cruciales: ¿por qué el ritmo, anudado a la escala, interviene sobre las experiencias de los jóvenes geselinos motivando el deseo de huir de la ciudad? O, puesto en otros términos, ¿por qué el ritmo limita el ejercicio de la moratoria vital? Los testimonios que he puesto a dialogar en este texto permiten sostener que la experiencia temporal cotidiana, la temporalidad de ritmo lento, impone una serie de obstáculos para transitar esta etapa de la vida. La escala, la comunidad pequeña, las relaciones extendidas entre personas que se ubican en mapas de relaciones y en una estructura social, los chismes, entre otros, indican que la sociabilidad se levanta sobre un fuerte lazo social, carente de anonimato, cuya contracara se expresa, para los jóvenes, en la experiencia narrable del control social y la vigilancia.
Reflexiones finales
Este texto propone un recorrido temporal que atraviesa un conjunto de contextos significativos para develar, finalmente, por qué una ciudad puede ser experimentada como un paraíso, pero también como un infierno (Prado, 1988). Los jóvenes son el sujeto de indagación de esta propuesta, mientras que el objeto de reflexión es su relación con la ciudad que habitan –durante el invierno y el verano–. Los recursos utilizados son de carácter diverso: películas, entrevistas, fuentes periodísticas e históricas, reconstrucción de trayectorias biográficas, historias que se narran a dos voces, croquis dibujados a mano alzada, observaciones en el espacio público. También son múltiples las voces que aparecen para problematizar el fenómeno: si bien los jóvenes son los protagonistas, también resultó enriquecedor incluir las perspectivas de los padres, de los educadores y los hacedores de políticas públicas.
El recorrido comienza en los años setenta, cuando el estreno de un filme logró catapultar a la fama al incipiente balneario geselino y convertirlo en la cuna de un movimiento cultural y artístico de alcance internacional: el hippismo. Comienza, en efecto, cuando Villa Gesell supo posicionarse como el “paraíso de la juventud y la libertad”. El análisis, luego, se traslada hacia las transformaciones que nuevas generaciones juveniles imprimieron sobre este paraíso trastocando aquel símbolo setentista.
Bajo este movimiento, Villa Gesell sigue apareciendo como un escenario paradisíaco para los jóvenes de las generaciones posteriores, pero el contenido de este paraíso ha mutado radicalmente. Los jóvenes del setenta encontraban en esta villa de veraneo la posibilidad de romper con ciertas normas establecidas, conectarse con la naturaleza y la cultura y, fundamentalmente, alejarse del ritmo de la gran ciudad para adentrarse y disfrutar de la informalidad. Era, en algún sentido, un espacio de recreación y libertad. Para los jóvenes que llegaron después, la ciudad turística representa también la libertad, pero en este caso se trata de una liberación de los mandatos adultos, del encuentro con la noche, con prácticas recreativas juveniles y de la posibilidad de vincularse con sujetos de la misma edad. El ritmo aplacado, primero, y exaltado, después, aparece en las representaciones de estos jóvenes que se ven atraídos por distintas cualidades que parece portar este escenario.
Para quienes no vivimos en esta ciudad balnearia, para quienes, incluso, la hemos conocido durante los agitados meses del verano, no caben dudas de que Villa Gesell parece postularse como un escenario propicio para la juventud, o al menos para su tiempo ocioso y recreativo. Sin embargo, al analizar lo que ocurre con la juventud local, con quienes habitan en esta localidad balnearia durante todo el año –que incluye ese largo y tedioso invierno–, otras dinámicas, experiencias y sentires aparecen para disputar este eslogan tan arraigado. El famoso paraíso comienza a desarmarse para hacer emerger algunas cualidades que, desde el punto de vista juvenil, pueden resultar hasta infernales.
La escala de la ciudad –y su inserción en el entramado territorial nacional– limita oportunidades y condiciona la moratoria social de los jóvenes; es decir, la posibilidad de desplegar una pausa temporal dedicada a la capacitación, la experimentación y la preparación para la vida futura. El dato más relevante es que para continuar con sus estudios universitarios los jóvenes no sólo tienen que contar con recursos materiales y simbólicos, sino que deben abandonar el lugar en el que nacieron, ese escenario “ideal para ser niños”.
Esta situación se expresa en una suerte de doble desigualdad: las desigualdades sociales que atraviesan a los sectores juveniles locales, brindando y restringiendo oportunidades, se montan, además, sobre estas desigualdades territoriales, volviendo aún más compleja la posibilidad de ejercitar esta moratoria. La falta de oportunidades educativas se vincula, a su vez, con otras ausencias: oportunidades laborales por fuera del ámbito del turismo y de un mercado flexible y precarizado, así como también oportunidades recreativas, de algún modo, atractivas para este grupo social.
Al final, “son muy pocos los que se van”, me señalaron en varias oportunidades los geselinos. Si bien es cierto que los espacios juveniles suelen estar algo invisibilizados en la esfera pública, en Villa Gesell hay tantos jóvenes como en cualquier otra ciudad bonaerense. Más aún, la mayoría de ellos movilizan contundentes deseos de migrar, de abandonar su lugar para establecerse en grandes ciudades donde las oportunidades, los estilos de vida y los ritmos los atraigan tanto como los sorprendan. Algunos logran realizar el movimiento, otros han visitado estos lugares en pocas ocasiones y, finalmente, están quienes sólo fantasean imaginando sus vidas en aquellos escenarios que conocen a través de los productos culturales y mediáticos. En cualquier caso, los jóvenes geselinos parecen entender que existe una ciudad distinta a la propia, que es más adecuada para transitar el tiempo biográfico que atraviesan.
Al profundizar en sus prácticas y representaciones y tratar de entender por qué creen habitar una ciudad que no es propicia para “su tiempo” y por qué sienten deseos de abandonarla, encontré que la temporalidad, el ritmo en el que se mueve Villa Gesell, se colocaba como un motivo contundente. Así, el verdadero infierno parece emerger cuando la ciudad ingresa en su cámara lenta, cuando el ritmo se desacelera, el aburrimiento frustra las expectativas de los jóvenes, la sociabilidad se vuelve “personal” y el anonimato se torna imposible. En esa escala, en esa comunidad chica y en esa temporalidad rítmica, los jóvenes parecen no encontrar la ciudad que necesitan o desean.
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- Rodolfo Kuhn –cineasta argentino que alcanzó su popularidad en los años sesenta– perteneció a la primera “nueva ola del cine argentino”. Bajo esta etiqueta se conoció a un conjunto de cineastas dispuestos a romper con ciertas estructuras estéticas y narrativas instaladas, promoviendo argumentos con contenido social. También se los conoce por seguir algunas influencias europeas como la nouvelle vague (Castagna, 1994).↵
- Los jóvenes viejos es el primer largometraje de Kuhn. Esta película, filmada en la ciudad de Mar del Plata, cuenta la historia de una generación joven y emergente: “Una generación de apolíticos, demasiado preocupados por su abulia […]. Pertenecientes a sectores medios urbanos, lo que significa que tienen tanto la moratoria social para ‘aburrirse’ así como los recursos económicos para consumir los más sofisticados productos culturales” (Labra, 2013: 100). ↵
- En este trabajo decidí cambiar los nombres propios de las personas entrevistadas y sustituirlos por otros ficticios con el objetivo de resguardar la confidencialidad de los datos. Opté por mantener los nombres reales en algunos casos particulares y aislados como en aquellas entrevistas realizadas a algunos funcionarios municipales. Estas personas fueron consultadas, específicamente, sobre la posibilidad de publicar sus nombres y las ideas que intercambiamos en el marco de diversos encuentros y todos ellos me han autorizado a realizar las publicaciones pertinentes. También resulta necesario indicar que las referencias de las entrevistas que encontrarán en este texto, contienen aquellos datos que, considero, logran otorgar sentido a las representaciones trabajadas (edad, género, profesión, etc.). ↵
- Resulta difícil resumir en una nota al pie los eventos que delinearon el contexto de los años sesenta. Sin embargo, para los objetivos de este primer segmento del trabajo, es oportuno señalar que aquellos años estuvieron marcados, a nivel internacional, por la emergencia de la contracultura juvenil, las culturas de masas, la revolución sexual de la píldora anticonceptiva, la guerra de Vietnam, los movimientos por la paz, el movimiento hippie, las guerrillas, la revolución cubana, la llegada del hombre a la Luna, entre otros eventos. En la Argentina, por su parte, se sumaba la fuerte politización de los jóvenes y el despliegue de las dictaduras militares (Manzano, 2017). ↵
- El viaje, el desplazamiento o la salida de la gran ciudad se postularon como una temática recurrente en diversos filmes de aquella época, particularmente, en aquellos que buscaron retratar a una generación joven, porteña, ambigua y de clase media, inserta en los movilizados años sesenta (Castagna, 1994).↵
- La dolce vita es un modo de referir a ciertas prácticas y representaciones –vinculadas con un estilo de vida relajado y dedicado a la experimentación de diversos placeres– ancladas en la ciudad de Roma entre fines de los años cincuenta y principio de los sesenta del siglo xx. Es, también, el título de una película italiana dirigida por el cineasta Federico Fellini que, de algún modo, recupera y recrea esta época. ↵
- Gabriel Noel reconstruye la disputa entre dos narrativas: una endógena, anclada en la figura de Carlos Gesell y los pioneros que formaron parte del contexto fundacional, y otra exógena, constituida en torno a esa “… ‘horda dorada’ que durante, tres, cinco, diez temporadas invadió las playas geselinas con su estética exuberante y su hedonismo impertinente”. A pesar de las tensiones desplegadas entre las producciones historiográficas locales y las voces geselinas, Noel entiende que en la actualidad ambas narrativas conviven y forman parte de una misma historia: “la historia de una Villa ‘mágica’ y singular, en la cual el designio –‘locura’ y ‘delirio’– de un visionario libertario, anticonvencional y ecologista avant la lettre […] fue fecundado por una juventud maravillosa imbuida de ideales semejantes a los suyos y que encontró en el paisaje ‘natural’ engendrado por su genio el campo de cultivo de uno de los más maravillosos experimentos culturales, artísticos y existenciales de la historia” (Noel, 2020: 205).↵
- La ciudad de Mar del Plata, ubicada a tan sólo 100 kilómetros de Villa Gesell, es el primer destino turístico atlántico y bonaerense consolidado. Si bien esta ciudad se ha visto interpelada, desde sus orígenes, por las lógicas de la estacionalidad (Pastoriza, 2011) lo cierto es que allí se han ido desplegando actividades económicas alternativas al turismo de sol y playa: industriales, portuarias, comerciales, entre otras. Asimismo, es importante mencionar que, en la actualidad, Mar del Plata cuenta con cerca de 600.000 residentes permanentes (INDEC, 2010). ↵
- La madrugada del 19 de enero de 2020 un hecho lamentable irrumpió en la temporada geselina: Fernando Báez Sosa –un joven de 18 años que se encontraba de vacaciones junto a sus amigos– fue brutalmente golpeado y asesinado por otros diez jóvenes, oriundos de la localidad de Zárate, que también veraneaban en esta localidad. La cronología de los hechos postula que la pelea se originó dentro de uno de los boliches bailables de Villa Gesell, pero los jóvenes fueron expulsados del lugar por el personal de seguridad. Según testigos, Fernando sólo trató de impedir la pelea. En la salida, uno de los bandos en conflicto comenzó a buscar al otro y encontró a uno de sus integrantes: Fernando. Así, a la salida de un boliche bailable, en plena calle, y luego de intentar separar y proteger a sus amigos, Fernando fue rodeado y atacado a fuerza de golpes que le produjeron diversos traumatismos y lo dejaron en esta de inconciencia. Fue trasladado al hospital local, y luego de unos pocos minutos falleció. La imágenes de lo ocurrido circularon a gran velocidad por medios de comunicación y redes sociales; los sucesos colmaron las pantallas de los canales de televisión y las tapas de todos los diarios. Este hecho de extrema violencia fue conocido como “el crimen de los rugbiers” –debido al deporte que practicaban los imputados en el asesinato– y también como “el crimen de Villa Gesell”. Estas formas de titular los hechos, desataron dos grandes debates de alcance nacional e, incluso, internacional. El primero de ellos, promovió, la problematización de la violencia de género y clase anudada al tipo de práctica deportiva. El segundo, se enfocó en analizar algunas de las prácticas –consumos, violencia, etc.– que los jóvenes llevan a cabo, durante sus vacaciones, en este escenario balneario. En relación a este último debate, resulta interesante el contrapunto que propone, a modo de interrogante, Juan Ignacio Provéndola:“¿Cómo pasó de ser la localidad balnearia que prometía detox de los malos hábitos urbanos a este desborde donde, por el contrario, hoy se amplifica aquello que antes se rechazaba?” (Provéndola, 2020). Actualmente los imputados se encuentran detenidos y los familiares y amigos de Fernando continúan con su lucha por justicia. Para más detalles sobre este episodio y posibles interpretaciones, de corte social, ver: https://bit.ly/2WsRssz; https://bit.ly/3mHHbDI; https://bit.ly/3kM3SEr; https://bit.ly/3gE65jH. Última fecha de consulta: 30 de agosto de 2021. ↵
- Para más información sobre este acontecimiento ver la entrevista realizada a Montero, Artieda y Parraviccini (2009) y las siguientes notas publicadas por los principales diarios del país: https://bit.ly/3gDxt1q; https://bit.ly/2WpTWIy; https://bit.ly/3ynqD64. Última fecha de consulta: 30 de agosto de 2021. ↵
- La juventud, en tanto grupo generacional e identidad social, emergió hace relativamente poco tiempo. A mediados de siglo xx, un conjunto de eventos y transformaciones sociales canalizaron el recorte la juventud como un actor específico o un estrato social independiente. Entre estos se destacan: la aparición de un mercado, un consumo y una industria cultural destinada a los jóvenes; el auge de los medios masivos de comunicación y su incidencia en la cultura juvenil; los efectos producidos por un contexto de posguerra (disrupciones en la vida familiar, violencia, exilio, entre otros); los cambios generados en el ámbito de la educación –particularmente en la creación y masificación de escuelas de educación secundaria y en la extensión de la educación superior– y finalmente, la construcción de estilos juveniles capaces de expresar condiciones de clase, género y generación (Hall y Jefferson, 2010). ↵
- El Quién es quién es un juego de mesa, popularizado en la década del noventa, que invita a los participantes a reconocer o identificar a un personaje a partir del descarte de un conjunto más amplio de figuras. El descarte se realiza avanzando en una serie de preguntas vinculadas a la características físicas: forma del rostro, color de los ojos, presentación del pelo, tonalidad de la piel, entre otros. ↵
- Cabe destacar que, en este contexto, la libertad no remite a la “facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar”, o a la “falta de sujeción y subordinación”. Se trata, más bien, de una libertad asociada a la implantación de la ciudad liberal, lo que ha implicado, también, el desenvolvimiento de un sistema económico particular en el que los sujetos se encuentran subordinados a la construcción de necesidades secundarias que el propio sistema capitalista genera permanentemente (Simmel, 2005 [1903]). ↵
- En noviembre del 2016 participé del programa Nexos, que se emite por el Canal 2 de Villa Gesell. En esa oportunidad, me convocaron para hablar sobre el proceso de transformación urbana por el que venía atravesando la localidad balnearia. Luego de intercambiar diversos mails con los periodistas, que remarcaban la importancia de discutir estas problemáticas con los geselinos, el 8 de noviembre se transmitió la entrevista que me realizaron. Esa intervención televisiva provocó diversos comentarios de mis informantes, quienes además recogieron el impacto que había tenido la nota entre los geselinos en general. Así, entre mensajes y llamados, dejaron en claro que la comunidad geselina me había identificado, recortado y señalado: “Ya todos saben de vos. No te vas a poder escabullir tan fácil” (Jorge, 67 años, periodista). ↵