Otras publicaciones:

12-3052t

9789871867974-frontcover

Otras publicaciones:

9789871867950_frontcover

9789871867530-frontcover

1 El hombre es un ser de realidades

Martin Heidegger decía que el hombre es el «pastor del ser». Su situación en el mundo es la apertura (Weltoffenheit). En su peculiar jerga, el hombre es el único ente que no se limita a «ser» sino que «existe», y eso implica que está situado (ser-ahí Dasein) frente a los entes. Dicho de otro modo, la consistencia de cada cosa (su ser-así, Sosein) es la que posee o devenga por su referencia al ser humano. «Hacerse cargo» de la realidad (Vorsorgen), le es posible al hombre merced al arte, la técnica y, sobre todo, el lenguaje: dando nombre a las cosas las hace ser lo que son, i.e se hace cargo de ellas, las tiene «a mano» (zu Handen).

La operación de «dar sentido» (Sinngebung) a los entes implica, de entrada, una relación peculiar con ellos, que es «mediada», y que a fin de cuentas hace posible la cultura como una forma completamente singular de estar en la realidad. En virtud de su inteligencia conceptual, el hombre puede asumir una perspectiva de la realidad –la que le permite hacerse cargo de ella– desde la que se hacen visibles sus dimensiones más profundas, menos periféricas, las que están más allá de lo fáctico. Por ejemplo, la inteligencia conceptual permite salirse de los supuestos convencionales, plantear hipótesis, comprender que las cosas podrían ser de otro modo, que puede haber un mundo mejor, etc. Desde luego, hace falta tomar alguna distancia respecto de «lo dado» para entender lo bueno, lo que puede ser mejor o peor, el mal, o singularmente lo valioso, i.e aquello que, según la célebre fórmula de Hermann Lotze, «merece ser» (daß, was würdig zu sein).

Captar estos significados presupone asumir una perspectiva en muchos casos contrafáctica (gegenfaktisch), poder «cerrar los ojos» como diría Platón, tomar distancia de las imágenes (del mundo de las sombras, kosmos aiszetós); en definitiva, establecer un hiato entre la imagen y el concepto, o, dicho en el lenguaje de Ernst Cassirer, una discontinuidad entre lo «receptor» y lo «efector» (Cassirer, 1993, p. 47). En este sentido señala claramente el filósofo neokantiano que una seña de identidad de la inteligencia humana es su capacidad de salirse de los supuestos fácticos.

«Los empiristas y positivistas han sostenido siempre que la tarea superior del conocimiento humano consiste en proporcionarnos los hechos y nada más que los hechos: una teoría no basada en los hechos sería un castillo en el aire. Pero esta no es una respuesta al problema que comporta un verdadero método científico; por el contrario, es el problema mismo. Pues ¿qué quiere decir, cuál es el sentido de un “hecho científico”? Es patente que ningún hecho semejante se nos da en la observación fortuita o en la mera acumulación de datos sensibles. Los hechos de la ciencia implican siempre un elemento teórico, lo que quiere decir un elemento simbólico. Muchos, si no la mayoría, de los hechos científicos que han cambiado todo el curso de la historia de las ciencias, fueron hipotéticos antes de llegar a ser observables» (Cassirer, 1993, p. 94).

Junto a otros elementos, el argumento central de la representación heideggeriana según la cual el hombre es un «ser-en-el-mundo» (In-der-Welt-Sein) estriba en que el hombre puede dar sentido a la realidad, y esto a su vez hace posible que pueda estar satisfecho (zufrieden) de existir. A esta satisfacción apunta también la noción de «ser de realidades».

La idea de que el ser humano es un ser cultural atañe a su capacidad de originar realidades que median entre el hombre y el mundo. Tal mediación, por un lado, le franquea al hombre el acceso a la realidad posibilitando que se haga cargo de ella –pastorearla–, pero igualmente se constituye como una nueva realidad –la cultura–, que se establece como una índole propia. Aquí podemos detectar la doble vertiente de la mediación: mediante la cultura nos hacemos cargo de la natura, pero igualmente la cultura se interpone entre nosotros y el mundo distanciándonos de él. La cultura hace posible, digámoslo así, que el mundo sea un mundo humano –un mundo cultivado, e interpretado por el hombre–, pero a costa de interponerse entre nosotros y él[1].

Tal mediación-mediatización ha sido leída en forma diversa por muchos pensadores contemporáneos que han meditado sobre la noción filosófica de cultura. Me ocuparé en el presente capítulo de dos que han tenido especial relieve, y no de todo lo que dicen sobre el particular, sino tan solo de un par de ideas que han elaborado con esmero y que han alcanzado gran impacto en el discurso cultural hodierno: Ortega, en la senda de Heidegger, y Cassirer, en la de Kant. El filósofo español acentúa la necesidad humana, e igualmente la perentoriedad, de hacerse su propia vida, sin limitarse a, digamos, dejarse vivir pasivamente por la naturaleza o las circunstancias. El neokantiano alemán –es el principal representante del neokantismo de la llamada Escuela de Marburgo– enfatiza a su vez la actividad e iniciativa humana con la representación de que el hombre es un animal simbólico[2]. Veámoslo en escorzo, con algunos textos de ambos.

José Ortega y Gasset

En un célebre pasaje de su libro Misión de la Universidad, José Ortega y Gasset describe la cultura como la necesidad que el hombre tiene de «hacerse» su vida.

«Cultura es el sistema de ideas vivas que cada tiempo posee. Mejor: el sistema de ideas desde las cuales el tiempo vive. Porque no hay remedio ni evasión posible: el hombre vive siempre desde unas ideas determinadas que constituyen el suelo donde se apoya su existencia[3]. Esas que llamo “ideas vivas o de que se vive” son, ni más ni menos, el repertorio de nuestras efectivas convicciones sobre lo que es el mundo y son los prójimos, sobre la jerarquía de valores que tienen las cosas y las acciones: cuáles son más estimables, cuáles son menos.

»No está en nuestras manos poseer o no un repertorio tal de convicciones. Se trata de una necesidad ineludible, constitutiva de toda vida humana, sea la que sea. La realidad que solemos nombrar “vida humana”, nuestra vida, la de cada cual, no tiene nada que ver con la biología o ciencia de los cuerpos orgánicos. (…) Significa el conjunto de lo que hacemos y somos, esa terrible faena –que cada hombre tiene que ejecutar por su cuenta– de sostenerse en el Universo, de llevarse o conducirse por entre las cosas y seres del mundo. (…) Lo grave del asunto es que la vida no nos es dada hecha, sino que, queramos o no, tenemos que irla decidiendo nosotros instante tras instante. (…) Toda vida necesita –quiera o no– justificarse ante sus propios ojos. En suma: el hombre no puede vivir sin reaccionar ante el aspecto primerizo de su contorno o mundo[4], forjándose una interpretación intelectual de él y de su posible conducta en él. Esta interpretación es el repertorio de convicciones o “ideas” sobre el Universo y sobre sí mismo a que arriba me refiero y que –ahora se ve claro– no pueden faltar en vida alguna[5]. (…) Hay siempre un sistema de ideas vivas que representa el nivel superior del tiempo, un sistema que es plenamente actual. Ese sistema es la cultura.

»La cultura así entendida selecciona de la ciencia “lo vitalmente necesario para interpretar nuestra existencia”. (…) La cultura necesita –por fuerza, quiérase o no– poseer una idea completa del mundo y del hombre (…). El atributo más esencial de la existencia es su perentoriedad: la vida es siempre urgente. Se vive aquí y ahora sin posible demora ni traspaso. La vida nos es disparada a quemarropa. Y la cultura, que no es sino su interpretación, no puede tampoco esperar.

»Esto confirma su diferencia con las ciencias. De la ciencia no se vive. (…) El régimen interior de la actividad científica no es vital; el de la cultura sí. Por eso a la ciencia le traen sin cuidado nuestras urgencias y sigue sus propias necesidades. Por eso se especializa y diversifica indefinidamente; por eso no acaba nunca. Pero la cultura va regida por la vida como tal y tiene que ser en todo instante un sistema completo, integral y claramente estructurado. Es ella el plano de la vida, la guía de caminos por la selva de la existencia» (Ortega y Gasset, 2014, pp. 342 ss).

Comienza Ortega señalando que «cultura es el sistema de ideas vivas que cada tiempo posee. Mejor: el sistema de ideas desde las cuales el tiempo vive». Habla de lo que en otras ocasiones ha denominado vigencias colectivas, expresión que emplea para referirse a un conjunto de representaciones significativas para determinados grupos humanos, en determinadas épocas o generaciones, digamos, en espacios humanos acotables, y que se muestran como referencias dotadas de vigor social. Cada entorno resulta habitable para el ser humano merced a un plexo más o menos sistemático de ideas e ideales, de formas de pensar, que igualmente se traducen en formas de vivir para la mayor parte de los humanos que lo habitan. Ese genérico modus cogitandi y modus vivendi, que suministra iconos de sentido para los diversos espacios humanos, nunca es compartido por todos sus habitantes, aunque solo sea por el hecho de que pensar, y vivir de acuerdo con lo que se piensa, no es un acontecimiento público sino personal. En efecto, las generaciones no piensan; tampoco lo hacen las sociedades o grupos humanos. Tal sistema de «vigencias colectivas» lo es porque posee especial fuerza significativa para la mayoría. En todo espacio histórico-colectivo encontramos un conjunto de ideas que son tenidas por válidas por la mayor parte de la gente.

Continúa hablando Ortega de esas que llama «ideas vivas o de que se vive» –está pensando, reitero, en categorías sociológicas, macro–, y declara que «son, ni más ni menos, el repertorio de nuestras efectivas convicciones sobre lo que es el mundo y son los prójimos, sobre la jerarquía de valores que tienen las cosas y las acciones: cuáles son más estimables, cuáles son menos».

Nunca percibimos las cosas de una forma, digamos, aséptica, tan solo como un conjunto de hechos brutos: esto es lo que hay, y punto. Semejante visión mostrenca de las cosas en su mera datidad no constituye la forma más plenamente humana de percibir la realidad; sería más bien una forma obtusa, tosca, zopenca de ver el mundo. O, mejor dicho: puede ser una forma de ver a la que lleguemos a acostumbrarnos, pero tan solo si se reformatea nuestra mirada con un criterio positivista, con una lente que únicamente deja ver lo que tenemos delante de la nariz, lo que se pone o impone a nuestra observación inmediata. A eso podemos llegar, pero en modo alguno es la actitud «natural» de la inteligencia humana.

Como es sabido, la noción de actitud natural posee una significación precisa en el lenguaje de Edmund Husserl, y designa precisamente la forma de ver el mundo que es preciso purificar mediante una alquimia de sucesivas purgas que constituyen el protocolo del método fenomenológico, centrado en la epojé, que abre camino a la reducción fenomenológica. Para llegar a una actitud filosófica, propiamente fenomenológica, hace falta, precisamente, abandonar la actitud natural[6]. Aunque pueda parecer más cercana a la actitud natural esa visión purista de hechos nudos, libres de todo impacto afectivo, mi impresión es que más bien se trata de un peculiar positivismo, más prejuicioso y «afectado», que en nada hace justicia a la espontánea percepción humana de las cosas, que en ningún caso es ajena al modo en que nos afectan.

Hay un a priori de tipo afectivo, digamos, un formato inicial en el que captamos la realidad: de entrada nos cae bien o mal. Luego podemos tratar de cribar esa mirada –aplicar, por decirlo así, el microscopio electrónico– y ver solo hechos mostrencos. Ahora bien, de partida no podemos separar nuestra visión de la realidad de una percepción de ella en la que también vemos la forma en que nos atañe o interpela.

Afectividad es la capacidad de vivirnos afectados positiva o negativamente por algo; merced a ella nos vivimos atraídos o repelidos por algo. Uno puede intentar librarse de esta forma de ver la realidad en la que se nos da como no indiferente, mas otra cosa es que lo consiga. Max Weber planteó la que llamaba «ausencia de valores» (Wertfreiheit) como ideal regulador de todo quehacer científico objetivo. Supuestamente, las ciencias naturales podrían desprenderse de lo valorativo más fácilmente que las ciencias humanas y sociales. Pero él piensa que estas últimas también han de procurar zafarse de todo juicio de valor. Desde luego, la epistemología contemporánea no avala la pretensión de Weber; es cada vez más escéptica frente a las posibilidades de éxito de semejante tentativa. Nuestra forma científica de ver el mundo nunca deja de ser una forma humana de percibirlo. Y, dado que el mundo es habitado por hombres, a su vez subjetividades semejantes a la nuestra, todo en él entraña un repertorio de efectivas convicciones que igualmente llevan implícitas representaciones acerca del valor de las cosas y las personas, i.e en qué medida son estimables y cómo son efectivamente estimadas por cada uno de nosotros.

A continuación, afirma Ortega que lo real de nuestra vida «nada tiene que ver con la biología». Se trata de un tema muy suyo: la distinción entre vida biológica y vida biográfica. Viene a decir que los humanos no tenemos biología sino biografía. La diferencia es que en la biología el trayecto vital ya está escrito antes de vivirlo. En todas las especies zoológicas cada individuo trae al mundo una herencia genética que le provee de pautas de conducta estereotípicas, dejándose llevar por las cuales resuelve íntegramente su vida. Un gato que nace es una cierta novedad, sin duda: ese mismo gato antes no existía. Pero la «gatez» –la índole gatuna, la condición de gato– no experimenta ninguna novedad decisiva por el hecho de que nazca un nuevo ejemplar de ella. Cada gato es más de lo mismo: podrías escribir la biografía de tu minino antes de nazca; en lo más sustancial de ella, ya sabes qué va a ser y hacer tu gato. Mas no pasa esto con los humanos.

En algunos aspectos, quizá muy elementales, cabe hacer predicciones acerca de lo que será y hará un ser humano. En efecto, al comienzo somos todos bastante parecidos, y es muy predecible y previsible el comportamiento de un bebé humano: irá donde le lleven, hará lo que vea hacer a su alrededor… Pero basta que pase un poco de tiempo para que aquello se singularice y «rompa el molde». Cada persona desarrolla su propia personalidad, su modo propio de estar en el mundo y de verlo, por mucho que en ese modo de pensar y vivir influyan, por ósmosis, muchos elementos del entorno histórico, geográfico o cultural.

Lo más innovador que ocurre en el mundo es que nazca un ser humano; eso es novedad absoluta. Si hay alguna pérdida grave, irreparable, es que desaparezca un ser humano. A la inversa, el cosmos no experimenta un déficit metafísico grave porque se muera mi gato. Por mucha pena que pueda darme que se me muera el mío, puedo adquirir otro, amaestrarlo –«humanizarlo»– y apreciarlo tanto como al otro; la nostalgia pasa pronto.

Lo decisivo en la vida humana no es tanto lo biológico como lo biográfico: en lo esencial de ella cuenta no tanto lo pre-escrito por la biología como lo que voy escribiendo con mi propia iniciativa libre. Ahora bien, estando sustancialmente de acuerdo con Ortega en este punto, me parece que hay algo de exageración en el énfasis que hace sobre lo biográfico, precisamente al contraponerlo con lo biológico. El elemento biográfico tan solo es posible dentro de los parámetros biológicos del ser vivo que es el ser humano. ¿Acaso nuestra vida nada tiene que ver con la biología? Desde luego, mucho tienen que ver con ella tanto las potencialidades como los condicionamientos que representan el hecho de que la vida humana haya de desenvolverse según las pautas específicas del animal que somos. El ser humano es animal racional, tanto una cosa como la otra, y ambas índoles en plena compenetración sustancial. Lo anímico, lo espiritual, lo cultural, lo psíquico, todo esto está en el hombre plenamente hibridado con lo corpóreo, lo somático y lo vegetativo. El homo sapiens pertenece, desde luego, a la escala zoológica, bien que con la diferencia específica de la racionalidad, que lo singulariza respecto de sus congéneres, i.e de los que comparten con él el género animal. El acento que pone Ortega en lo biográfico no puede obviar esto otro.

Por otro lado, al describir nuestra vida como «el conjunto de lo que hacemos y somos», apunta Ortega, ya directamente, a la noción de cultura: lo que hacemos y –añadiría yo– lo que somos como consecuencia de lo que hacemos, o sea, lo que somos en la forma de que nos lo hacemos ser. «Nuestra vida», sobre todo la biográfica, significa lo que somos como saldo de lo que nos hacemos ser obrando, es decir, lo que somos porque nos lo labramos, lo cultivamos. «Cultura» viene de «cultivo». A simple vista es muy distinto el aspecto que tiene un terreno yermo, inculto, del que presenta la tierra cultivada. Cabe decir que lo biológico en nuestra vida es aquello en lo que no hemos intervenido, algo recibido, puro dato –se nos da–, mientras que lo biográfico apunta a lo que hacemos con lo dado, al auge que le damos nosotros. Cultura es lo que nos hacemos ser a partir de lo que la biología nos hizo ser, o bien cómo hacemos crecer, cundir, lo que la naturaleza nos ha dado hecho.

Cultura es el cultivo de lo más humano del ser humano. «Terrible faena», dice Ortega, esa de hacerme ser lo que soy. La vida es un drama, un reto; no se nos ha dado hecha, sino por hacer. Es una tarea, un quehacer[7]. Terrible faena, porque en lo que hacemos nos jugamos lo que somos. Que nuestra vida está en juego significa que no es un juego, que va en serio, y eso siempre tiene algo de drama. ¡A ver cómo acaba! Podemos hacerlo mejor o peor; es una historia que puede terminar bien, o no tan bien.

«Lo grave del asunto es que la vida no nos es dada hecha, sino que, queramos o no, tenemos que irla decidiendo nosotros instante tras instante». Este tema de la perentoriedad está muy presente en el existencialismo, sobre todo en la eclosión de este movimiento a comienzos del siglo pasado, y da entrada al asunto de la angustia existencial. Ortega respira esa atmósfera, que en lo filosófico está articulada con ideas de Sartre, Heidegger, y también Kierkegaard. El propio Ortega estuvo con Heidegger en Marburgo. Estos autores, cada uno a su manera, están impresionados por la idea de que nuestra vida nos la jugamos en cada decisión; cada una es un lance en el que podemos ganar o perder, y lo ganado o perdido es nuestro ser, nuestra identidad.

En cada opción «nos» decidimos, i.e decidimos nuestro ser. Cada instante es decisivo, y eso genera la sensación de estar pendiente de un hilo. Para Sartre, mi libertad me faculta para sacarme de mi nada y hacerme ser lo que soy. Es la libertad humana, por tanto, strictissimo sensu creadora. Tal es la tesis central de su escrito El ser y la nada, en el que plantea la libertad justo en el límite del ser y la nada: es lo que me saca de la nada para hacerme ser lo que soy. La libertad humana nos permite ser, y ante todo decidimos eso: ser o no-ser. Por concomitancia con estos autores, es un tema muy sensible para Ortega, que lo ha desarrollado también en los términos de su propuesta «raciovitalista», así como en su reflexión acerca de la dialéctica naturaleza-historia.

Me parece que no se libra Ortega, como tampoco Sartre, de incurrir en un punto de exageración en el énfasis que ponen ambos al subrayar este carácter dramático de la existencia y la libertad humanas, toda vez que, por grande que sea el alcance de algunas decisiones que adoptamos, no todas son igualmente decisivas, y en último término todas ellas –tanto las más graves como las más livianas– presuponen una libertad electiva que no hemos decidido libremente darnos –ser-libres es natural para los humanos, no el resultado de ninguna elección nuestra–, al igual que tampoco hemos decidido ser, por mucho que haya de iniciativa libre en lo que cada uno de nosotros acaba siendo.

Continúa el texto con esta afirmación: «El hombre no puede vivir sin reaccionar ante el aspecto primerizo de su contorno o mundo, forjándose una interpretación intelectual de él y de su posible conducta en él». La idea que nos hacemos de lo que somos, y, en coherencia con ella, las formas de actuar que adoptamos –los criterios de acción que vamos conformando– en buena medida constituyen lo que entendemos por cultura. Cultura tiene mucho que ver con el hacer, pero también con el decir y el pensar. La cultura es el rendimiento de estas tres operaciones. Es el sector de realidad que el hombre hace surgir por su propia iniciativa de estas tres maneras, a saber, actuando –a menudo en forma reactiva, i.e reaccionando ante ciertos estímulos–, pensando sobre lo que vemos a nuestro alrededor y sobre nuestras reacciones frente a eso, y hablando con otros sobre eso. Es una primera aproximación, pero certera, a la idea de cultura.

Seguidamente introduce Ortega un elemento de la cultura que es la ciencia. La cultura, dice, selecciona de la ciencia «lo vitalmente necesario para interpretar nuestra existencia». La ciencia es algo que el hombre hace, piensa y dice, en definitiva, una mentefactura humana. Hay ciencias naturales, pero la ciencia misma no es «natural», no la hace la naturaleza en el hombre; la hace el hombre, al principio contemplando la naturaleza. Primero la observa, luego piensa sobre lo que ha observado, y luego trata de formularlo, digamos, legalmente. Desde el siglo XVI, la ciencia es legaliforme gracias a la matemática, la cual permite al hombre adelantarse previsoramente a la naturaleza y controlarla. Hace ya mucho tiempo que la ciencia no dice nada sin medir, sin expresarlo matemáticamente.

Desde la introducción de la herramienta matemática en el discurso de la ciencia natural, se ha producido un cambio copernicano en la forma de entender la ciencia y su finalidad. Lo que pretende la ciencia ya no es tanto conocer la naturaleza sino controlar su comportamiento para ponerla a nuestro servicio, para aprovecharnos mejor de ella. El respeto reverencial hacia la realidad con el que nació la «teoría» filosófica ha ido poco a poco cediendo paso a la pulsión del poder. Aunque el hombre no ha olvidado del todo que ha de llevarse bien con la naturaleza –toda vez que, al fin y al cabo, forma parte de ella–, sí parece definitivamente aparcada la actitud de mirarla con respeto, y despacio. El asombro ante lo maravilloso (taumátsein) ahora se nos antoja poco realista. Ante la apremiante tesitura de vivir, de tener que hacernos nuestra vida, se impone una hiperactiva comezón que ya no permite ver la realidad con calma, con aquello que Josef Pieper denominó «tranquilidad del poder no aferrado» (die Heiterkeit des nicht begreifen Könnens) (Pieper, 1957, p. 29).

El propósito inicial de la ciencia no fue hegemónico, pero al incorporar el corsé matemático se realza la urgencia de controlar frente a la serenidad del conocer, o, mejor dicho, se busca saber, pero en último término para lograr más control. En definitiva, el saber ha de rendir en gestión vital. Y cultura, para Ortega, implica arremangar la inteligencia, por decirlo así, gestionar inteligentemente la vida, y hacerlo con diligente presteza. Ya no nos sirve la contemplación despaciosa del mundo; hay que gestionarlo, y hacer esto sin dilación: «Se vive aquí y ahora sin posible demora ni traspaso. La vida nos es disparada a quemarropa». No podemos aplazar el aquí y el ahora (hic et nunc) que nos impone el vivir. Vivir es estar en el mundo, y eso, aunque tampoco se puede desgajar del haber estado antes o de las expectativas de futuro que albergamos, nos impone atender perentoriamente a lo actual.

La cultura no puede esperar. La ciencia sí[8]. Hay gente que se dedica a estudiar el tornillo sin fin, o el comportamiento de las células o de las partículas subatómicas. Pero todo eso puede aguardar, y los resultados, si llegan, hay que esperarlos con mucha paciencia. Mas vivir no puede esperar. Y vivir humanamente, i.e metiendo la cabeza y poniendo iniciativa en la propia vida, eso no cabe dejarlo para más adelante. La cultura es vitalmente necesaria, y perentoria; no admite demora ni traspaso, es una tarea que no tolera aplazamientos, que no podemos iterar indefinidamente.

Ernst Cassirer

Que el ser humano es un ser de realidades supone, como condiciones de posibilidad, al menos las tres siguientes:

a) que puede sustraerse a la inmediatez;

b) en consecuencia, que se relaciona con lo que le rodea de forma mediada (a través de sus representaciones de la realidad). Aún más, propiamente no se relaciona con las cosas sin más, sino con sus propias representaciones;

c) en definitiva, que se mueve en un universo simbólico.


Veámoslo en algunos textos de Cassirer.

  1. Aunque también pueda reportarle cierta desventaja biológica, el hombre puede sustraerse de la inmediatez.

«Entre el sistema receptor y el efector, que se encuentran en todas las especies animales, hallamos en él (en el hombre) como eslabón intermedio algo que podemos señalar como sistema «simbólico». Esta nueva adquisición transforma la totalidad de la vida humana. Comparado con los demás animales el hombre no solo vive en una realidad más amplia sino, por decirlo así, en una nueva dimensión de la realidad. Existe una diferencia innegable entre las reacciones orgánicas y las respuestas humanas. En el caso primero, una respuesta directa e inmediata sigue al estímulo externo, en el segundo la respuesta es demorada, es interrumpida y retardada por un proceso lento y complicado de pensamiento. A primera vista semejante demora podría parecer una ventaja bastante equívoca; algunos filósofos han puesto sobre aviso al hombre acerca de este pretendido progreso. El hombre que medita, dice Rousseau, “es un animal depravado”: sobrepasar los límites de la vida orgánica no representa una mejora de la vida humana sino su deterioro.

»Sin embargo, ya no hay salida de esta reversión del orden natural. El hombre no puede escapar de su propio logro, no le queda más remedio que adoptar las condiciones de su propia vida; ya no vive en un puro universo físico sino en un “universo simbólico”. El lenguaje, el mito, el arte y la religión constituyen partes de este universo, forman los diversos hilos que tejen la red simbólica, la urdimbre complicada de la experiencia humana. Todo progreso en pensamiento y experiencia afina y refuerza esta red. El hombre no puede enfrentarse ya con la realidad de un modo inmediato; no puede verla, como si dijéramos, cara a cara. La realidad física parece retroceder en la misma proporción que avanza su actividad simbólica. En lugar de tratar con las cosas mismas, en cierto sentido, conversa constantemente consigo mismo. Se ha envuelto en formas lingüísticas, en imágenes artísticas, en símbolos míticos o en ritos religiosos, en tal forma que no puede ver o conocer nada sino a través de la interposición de este medio artificial. Su situación es la misma en la esfera teórica que en la práctica. Tampoco en esta vive en un mundo de crudos hechos o a tenor de sus necesidades y deseos inmediatos. Vive, más bien, en medio de emociones, esperanzas y temores, ilusiones y desilusiones imaginarias, en medio de sus fantasías y de sus sueños. “Lo que perturba y alarma al hombre –dice Epícteto– no son las cosas sino sus opiniones y figuraciones sobre las cosas”» (Cassirer, 1993, pp. 47-48).

2. El hombre es lo que se hace ser.

«La característica sobresaliente y distintiva del hombre no es una naturaleza metafísica o física sino su obra. Es esta obra el sistema de las actividades humanas, lo que define y determina el círculo de humanidad. El lenguaje, el mito, la religión, el arte, la ciencia y la historia son otros tantos “constituyentes”, los diversos sectores de este círculo. Una filosofía del hombre sería, por lo tanto, una filosofía que nos proporcionara la visión de la estructura fundamental de cada una de esas actividades humanas y que, al mismo tiempo, nos permitiera entenderlas como un todo orgánico. El lenguaje, el arte, el mito y la religión no son creaciones aisladas o fortuitas, se hallan entrelazadas por un vínculo común; no se trata de un vínculo sustancial, como el concebido y descrito por el pensamiento escolástico, sino, más bien, de un vínculo funcional. Tenemos que buscar la función básica del lenguaje, del mito, del arte y de la religión, mucho más allá de sus innumerables formas y manifestaciones y, en último análisis, trataremos de reducirlos a un origen común» (Cassirer, 1993, p. 108)[9].

3. El mundo como tal es el entorno humano significativo.

«Todos los fenómenos descritos comúnmente como reflejos condicionados no sólo se hallan muy lejos sino en oposición con el carácter esencial del pensamiento simbólico humano; los símbolos, en el sentido propio de esta palabra, no pueden ser reducidos a meras señales. Señales y símbolos corresponden a dos universos diferentes del discurso: una señal es una parte del mundo físico del ser; un símbolo es una parte del mundo humano del sentido. Las señales son “operadores”; los símbolos son “designadores”. Las señales, aun siendo entendidas y utilizadas como tales, poseen, no obstante, una especie de ser físico o sustancial; los símbolos poseen únicamente un valor funcional» (Cassirer, 1993, p. 57)[10].

El hombre es, también, un ser de irrealidades

En definitiva, volvemos a que el hombre necesita hacerse cargo de la realidad: de lo que le rodea y de él mismo en relación a su entorno. La locución hacerse cargo está tomada aquí en el doble sentido que tiene en castellano, a saber, por un lado conocer, y por otro dominar. Para que el hombre pueda ejercer el dominio respetuoso –político, no despótico, que diría Platón– que está llamado a tener sobre el mundo, necesita conocer, y re-conocer lo que las cosas en realidad son.

No obstante, en último término esto no es posible del todo, pues para tomar posesión de la realidad el hombre precisa de herramientas –manuales, pero ante todo conceptuales– con las que manejarla, y esos instrumentos se interponen entre él y el mundo: estorban nuestro acceso directo a las cosas. En último término, toda realidad está humanamente mediada, es decir, nuestro acceso a ella no es inmediato, sino mediatizado por aquellas otras realidades segundas –constructos nuestros– que, más que franquearnos el acceso al mundo primigenio, nos alejan cada vez más de él conforme crecemos como humanos. En otras palabras, cuanto más cultivamos nuestra propia humanidad, más enrevesada deviene nuestra relación con el mundo y más nos distanciamos de él; en vez de nuestro, se nos antoja cada vez más extraño. Esta paradoja alcanza hoy su punto crítico con la llamada realidad virtual que, en efecto, a la vez que aparenta darnos un mayor y mejor acceso al mundo, en realidad nos lo hace cada vez más inaccesible.

En teoría, penetrar hasta la profundidad del ser de las cosas implicaría no quedarse tan solo con lo que son de hecho. Profundizar es no limitarse a la periferia de lo fáctico, pues la realidad de las cosas no se reduce a lo que ya son, sino que abarca también lo que pueden ser. En términos aristotélicos, el ser de cada ente incluye lo que cada ente es en acto y también lo que es en potencia, i.e lo que puede llegar a ser. En efecto, es tan real en cada ente lo que de hecho ha llegado a ser como lo que puede dar de sí. Ahora bien, como queda dicho, el desarrollo humano lleva consigo igualmente una mayor humanización del mundo que rodea al hombre, de manera que hacerlo nuestro implica que cada vez sea menos «suyo», digámoslo así.

Lo que las cosas son en sí nos queda cada vez más lejos, en la medida en que se nos franquea lo que son para nosotros, es decir, su realidad deviene significativa en función de su virtualidad. Tomar posesión del mundo, hacerlo nuestro, implica su progresiva virtualización.

De ahí que también el ser humano deba caracterizarse como un ser de irrealidades. Desde luego, la irrealidad del pasado –lo que ya no es– y del futuro –lo que aún no es– condiciona profundamente, incluso forma parte, de la realidad de lo que somos. El presente humano es pasado del futuro y futuro del pasado, de manera que somos lo que hemos llegado a ser a partir de lo que fuimos –y, al menos en parte, ya no somos–, y lo que aspiramos a ser sin serlo aún[11].

Junto a estos dos aspectos que acabo de señalar –a saber, que el ser humano es un ser de realidades, e igualmente, aunque en otro sentido, que es un ser de irrealidades, i.e que necesita hacerse cargo también de lo irreal–, la Antropología biológica advierte que el hombre no es un animal de instintos puros[12]. Esta tesis tiene dos significados:

  1. En primer lugar, significa que además de instintos el hombre posee hábitos. Ambas cosas son pautas de conducta, pero los instintos son innatos –están en la herencia genética con la que cada especie zoológica equipa a sus individuos para subvenir sus necesidades vitales–, mientras que los hábitos son adquiridos, aprendidos; la única forma de tenerlos es obtenerlos.
  2. En segundo término, el enunciado anterior quiere decir que ni siquiera las conductas propiamente instintivas en el hombre son «únicamente» instintivas –digamos, exclusivamente pautadas por la biología–, sino que también están penetradas de significados que van más allá de lo biológico. El instinto en el hombre, sin abandonar lo biológico, está elevado a un nivel espiritual, y cultural. En otros términos, la conducta humana, incluso cuando secunda la necesidad biológica, no lo hace solo biológicamente. Esa conducta está transida de representaciones imaginativas e intelectuales, de tradición y cultura. Gracias a la hibridación psico-somática que le es propia, el animal humano vive su condición biológica elevada al nivel de su naturaleza racional y cultural.

Todas estas ideas convergen en la representación del hombre como un ser inacabado, perfectivo, llamado a crecer, a humanizarse, a «cultivarse». Eduardo Nicol lo expresó diciendo que el ser humano, ni nace entero, ni termina nunca de enterarse[13].


Hagamos breve recuento de lo hasta ahora logrado.

El hombre es un:

– Ser de realidades

– Ser de irrealidades

– No es un ser de instintos «puros»

Esto implica que el ser humano está inacabado, y necesita verterse en un mundo en el que se prolonga y al que humaniza, cuidando de él y convirtiéndolo en algo suyo, en su mundo. Dándole significado y sentido (Sinngebung) a través del lenguaje, la técnica y el arte, se posesiona del mundo. De ese modo, también él se humaniza más, crece en humanidad. (Ya dijo Wilhelm Dilthey que todo lo vivo tiende a la plenitud, i.e vivir es crecer. Y, a la inversa, lo que no crece muere).

Tales son los dos aspectos principales de la cultura: en primer término, el cultivo o crecimiento del hombre, y, en segundo, el cultivo y ornato de su entorno natural con vistas a convertirlo en hogar humano. Según un uso lingüístico ya consolidado, se llama cultura al trabajo humano destinado a dar auge y crecimiento al propio hombre –así como al resultado objetivo de esa tarea–, mientras que se emplea el término civilización para referirse al esfuerzo que el hombre dedica –así como, igualmente, al saldo de ese esfuerzo– a cuidar de su entorno y convertirlo en mundo humano, hábitat suyo. Con todo, tal distinción entre «cultura» y «civilización» es más bien una cuestión de matiz, que en ningún caso puede llegar a simetrizar esas categorías hasta hacerlas impermeables, pues también el hombre se desarrolla él mismo al construir la civilización, i.e también crece al hacer crecer su entorno, al construir su hogar y el lugar donde convive (ciudad, civitas).


  1. Es algo a lo que Hegel se refirió igualmente con la noción de espíritu objetivo: procede del espíritu subjetivo, digamos, es espíritu salido de madre, pero por lo mismo se constituye en un no-yo, una subjetividad alienada, fuera de sí (der sich entfremdete Geist) (Hegel, 1994).
  2. «La razón es un término verdaderamente inadecuado para abarcar las formas de la vida cultural humana en toda su riqueza y diversidad, pero todas estas formas son formas simbólicas. Por lo tanto, en lugar de definir al hombre como un animal racional lo definiremos como un animal simbólico. De este modo podemos designar su diferencia específica y podemos comprender el nuevo camino abierto al hombre: el camino de la civilización» (Cassirer, 1993, p. 49).
  3. Ya decía Sócrates que no puede ser humana una vida no pensada, vivida sin más. «Una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre» (Platón, Apología de Sócrates, 38 a). No es posible el existir humano sin «hacerse cargo». No es posible vivir humanamente sin «hacerse cuestión». El hombre no puede vivir sin hacerse preguntas.
  4. Ante el espectáculo que a primera vista se le presenta. Es algo que no nos deja nunca indiferentes: nos hace reaccionar.
  5. En cierto modo, el hombre necesita saber lo que es para serlo, y necesita plantearlo, discutirlo y hacerlo. Ninguna vida humana puede prescindir de una interpretación de sí misma en diálogo con el mundo que nos rodea.
  6. «Al iniciar el movimiento negativo con la epojé, con la suspensión del juicio, el método fenomenológico reconoce la imposibilidad de la actitud natural para lograrlo. Es preciso suspender la validez de los prejuicios de la vida natural guiados por intereses mundanos a favor del paradójico interés desinteresado del punto de vista fenomenológico, que no busca eliminar la tesis de la actitud natural sino comprenderla, lograr que se haga visible; se trata de detener la marcha o el curso del vivir para justamente ver la marcha misma y el sentido que se muestra en ella. Con ello no se entra en una actitud comparable a las otras, sino que se produce un salto, un cambio que Husserl ha comparado muchas veces con una conversión religiosa. Por así decirlo, el hijo del mundo (Weltkind) ha de rehusar mantenerse en la “niñez mundana” (Weltkindheit) a fin de devenir “niño fenomenológico”, niño trascendental. En esta medida, la epojé como dispositivo para acceder a la actitud fenomenológica tiene para el filósofo un sentido pedagógico: no es un método sino el método, aquel que, parafraseando a Descartes, todo filósofo debe efectuar “una vez en la vida” y que lo convierte propiamente en filósofo. La tarea del filósofo no se limita al agregado de algún nuevo búho de Minerva al museo de los búhos filosóficos, sino que, como lo ha expresado bellamente Merleau-Ponty en la introducción a su Fenomenología de la percepción, consiste más bien en “reaprender a ver el mundo”» (Rabanaque, 2011, pp. 162-163).
  7. En otro lugar afirma: «A diferencia, pues, de todo lo demás, el hombre, al existir, tiene que hacerse su existencia, tiene que resolver el problema práctico de realizar el programa en que, por lo pronto, consiste. De ahí que nuestra vida sea pura tarea e inexorable quehacer. La vida de cada uno de nosotros es algo que no nos es dado hecho, regalado, sino algo que hay que hacer. La vida da mucho quehacer» (Ortega, 1965, p. 45).
  8. Podemos hacer ciencia con expectativas de futuro. Es el caso de lo que los estadounidenses llaman investigación básica, la más propiamente teórica que se hace en las universidades más punteras de USA, aquellas que tienen fama y aparecen en esos rankings tan del gusto anglosajón, por ejemplo, las que forman parte de la allí conocida como Ivy League. (Dejemos de lado el hecho de que las que aparecen en esos rankings como más punteras son siempre suyas, además de alguna otra extranjera que incluyen para salvaguardar la cosmética, pero que tiene que pagar costosos peajes a quienes los hacen para figurar en ellos). Esas universidades punteras están en lo alto de la escala por la cantidad de esfuerzo humano y de recursos financieros que dedican a la investigación básica, de la que esperan obtener resultados en forma de aplicaciones técnicas, sobre todo en forma de patentes industriales. Pues bien, todo esto es algo que podemos hacer a medio o largo plazo.
  9. Cassirer se alinea de manera diáfana con la tesis kantiana del primado de la acción sobre el ser. «El punto de partida de la especulación filosófica está caracterizado por el concepto de ser. En el momento en que este concepto se constituye como tal y en que frente a la multiplicidad y diversidad de los entes despierta la conciencia de la unidad del ser, surge por vez primera la dirección específicamente filosófica de la contemplación del mundo. Pero por mucho tiempo más sigue ligada esta reflexión a la esfera de los entes, pugnando por abandonarla y superarla» (Cassirer, 1998, p. 24). (…) «El principio fundamental del pensamiento crítico, el principio del “primado” de la función sobre el objeto, adopta en cada sector particular una nueva forma y reclama una nueva fundamentación autónoma. Junto a la función cognoscitiva pura es preciso comprender la función del pensamiento lingüístico, la función del pensamiento mítico-religioso y la función de la intuición artística de tal modo que se ponga de manifiesto cómo se lleva a cabo en ellas no tanto una configuración perfectamente determinada del mundo, sino más bien para el mundo, encaminada hacia un conjunto significativo objetivo y una visión total objetiva.
    La crítica de la razón se convierte así en crítica de la cultura (…). El “ser” no puede aprehenderse aquí de otro modo que en la “acción”» (Cassirer, 1998, p. 30).
  10. Acerca de la llamada inteligencia animal afirma lo siguiente: «Los metafísicos y los científicos, los naturalistas y los teólogos han empleado la palabra “inteligencia” con sentidos varios y contradictorios. Algunos psicólogos y psicobiólogos se han negado en redondo a hablar de la inteligencia de los animales. En toda la conducta animal no ven más que el juego de un cierto automatismo. Esta tesis está respaldada por la autoridad de Descartes, pero ha sido reafirmada en la psicología moderna. El animal –dice E. L. Thorndike en su obra sobre La inteligencia animal– no piensa que una cosa es igual a otra ni tampoco, como se ha dicho muchas veces, confunde una cosa con otra. No piensa, en modo alguno, acerca de ello; piensa justamente ello. En resumen, podemos decir que el animal posee una imaginación y una inteligencia prácticas, mientras que sólo el hombre ha desarrollado una nueva fórmula: una inteligencia y una imaginación simbólicas» (Cassirer, 1993, pp. 58-59).
  11. El fenomenólogo alemán Alexander Pfänder ha sostenido que la libertad humana es posible merced a la irrealidad del futuro contingente al que apuntan los motivos. La tesis central de Pfänder es que el motivo de la acción no es una causa, y, por tanto, que la motivación no puede reducirse a una relación causal. «La fundamentación de la voluntad no es causación de la volición y los motivos no son causas fenoménicas de la volición (…) La volición es en su esencia, siempre libre fenoménicamente; es decir, no es causada por algo distinto del yo centro» (Pfänder, 2011, p. 229)Esta observación posee gran relevancia desde el punto de vista ético y, también para la psicología. Si el motivo no es causa, puede decirse que el acto voluntario es realmente libre, dado que las causas determinan, pues son principios reales; sin embargo, el motivo no determina sino que, al ser un principio ideal, no real, hace que la acción sea realmente libre. El motivo mueve, mientras que las causas determinan. Los motivos nos hacen libres, las causas no dejan espacio a la elección, y consiguientemente a la entera ejecución libre del acto voluntario. Algo parecido viene a sostener Antonio Millán-Puelles, aunque empleando los términos en sentido inverso. El pensador español ha mostrado que lo irreal (del futuro) forma parte de la realidad de lo que somos (como seres libres). A propósito del célebre aforismo según el cual el fin es en la intención lo primero, pero en la ejecución lo último (finis est primum in intentione et ultimum in executione), afirma este filósofo: «El fin es causa, no en tanto que motor, sino en cuanto motivo, de la praxis que lo realiza sin ser él mismo real (lo contrario sería, obviamente, imposible), y ello es cosa tan fácil de entender como que el fin es real exclusivamente en cuanto efecto de la praxis correspondiente. Al fin-causa le compete necesariamente la irrealidad, mientras que la realidad es poseída por el fin-efecto, si bien este puede perderla tras haberla adquirido» (Millán-Puelles, 1990, p. 807).
  12. Lo muestran bien autores como Gehlen (1980), Portmann (1968) o von Uexküll (1961).
  13. Con su punto de exageración, esta misma idea en Ortega suena así: «He aquí la tremenda y sin par condición del ser humano, lo que hace de él algo único en el universo. Adviértase lo extraño y desazonador del caso. Un ente cuyo ser consiste, no en lo que ya es, sino en lo que aún no es, un ser que consiste en aún no ser» (Ortega, 1965, p. 42).


Deja un comentario