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2 La cultura como mediación

Signo, símbolo, palabra

Ernst Cassirer ha puesto de relieve –y lo ha hecho de manera muy elocuente– que, a diferencia del animal, el entorno humano es un «universo simbólico». El mundo que nos rodea es un mundo de significados. Las categorías de logos y praxis han de entrar en juego para comprender al hombre y su mundo, y la peculiar interrelación entre ambos que está supuesta en el discurso sobre la cultura. El hombre necesita «hacerse cargo» de la realidad, veíamos, también de la mano de Martin Heidegger. Y eso implica entenderla y dominarla. Pues bien, los productos más aquilatados de la capacidad cultural humana son precisamente los que nos permiten hacernos cargo del mundo de manera inteligente, significativa, dando sentido a la realidad. Y son dos cosas que «hacemos» nosotros:

  1. Por un lado, el signo, cuya cualidad principal es la mediación semántica (logos)
  2. Por otro lado, el símbolo, cuya cualidad es la inmediación pragmática (praxis)

Con los primeros decimos, con los segundos hacemos. Dicho más precisamente, con el signo entendemos el mundo y lo decimos; con los símbolos lo humanizamos.

En el capítulo anterior señalé la principal dificultad que detecto en el planteamiento del neokantiano Cassirer, que es también la que veo en el de Kant, a saber, el representacionismo, concretamente la tesis según la cual en último término nos las habemos no con la realidad sino con las mediaciones que construimos para acceder a ella y tomar posesión de ella. La apertura al mundo de la que hablaba Heidegger (Weltoffenheit) no sería más que aparente, pues en el fondo no podemos salir del universo virtual de nuestras propias representaciones simbólicas.

No es nuevo esto. Sin ser exhaustivos, cabría mencionar tan solo la famosa frase de David Hume: «Nunca damos un paso por delante de nosotros mismos», con la que el inglés expresa que el hombre no puede conocer ninguna realidad más allá de él mismo[1], o la idea de Arthur Schopenhauer acerca del «mundo como voluntad y representación» (Die Welt als Wille und Vorstellung).

Por su parte, la tesis «fuerte» del idealismo trascendental kantiano podría cifrarse en estas dos afirmaciones:

1. El conocimiento es pensar puro, una pura acción (ein bloßes Thun) del sujeto.

2. Nosotros lo hacemos todo (wir machen alles selbst).

1) Kant dice que todo conocimiento comienza con la experiencia (Erfahrung), pero no todo conocimiento procede de ella. Hay experiencia a priori. Hay dos Erfahrungen: por un lado, la experiencia + el apriori = conocimiento de experiencia, y, por otro, el conocimiento empírico. Todo conocimiento es síntesis de materia bruta, i.e algo que se le da al sujeto (dato, multitud no caótica –das Mannigfaltige– de sensaciones) y forma, que es lo que pone el sujeto de manera espontánea. El problema del kantismo –apunta Alejandro Llano– estriba precisamente en la concepción hilemórfica del conocimiento, que es lo que da lugar al representacionismo. En cambio, para Aristóteles lo principal es el par potencia-acto; el par materia-forma es secundario. En Kant es primario. Para el alemán, la representación es un tertium quid, digamos, un tercero en discordia, entre sujeto y objeto. Es en parte lo que me viene de fuera y en parte lo que yo pongo. Fenómeno, o representación, es, en definitiva, síntesis de sensación y espacio-tiempo a priori. A su vez, el objeto inteligible es fenómeno más categoría. Este a priori no es un conocimiento innato. En esto se distancia Kant del racionalismo: si fuese innato, no distinguiríamos el sueño de la realidad, y no sería posible la deducción trascendental de las categorías, que son «patrones de acción» (el conocimiento es acción, aunque no en el sentido de la «praxis» sino de la «poíesis»). Las categorías son acciones del pensar puro, que en el fondo son formas de actuar, pues se deducen de la dinámica del juicio.

El representacionismo kantiano es una forma peculiar de «naturalismo». El esse naturale son las categorías, que ya estaban allí; son algo natural, mostrenco. Cabe preguntar de dónde vienen, porque son «de hecho» las que son, pero podrían ser otras. En Aristóteles, por el contrario, no hay nada en el entendimiento antes de conocer (el entendimiento pasivo, nous pathetikós, es tamquam tabula rasa); no hay equipaje cognoscitivo previo. Por tanto, el conocimiento no es recepción pasiva, sino re-conocimiento; una acción (praxis) del sujeto, desde luego, pero que ante todo consiste en hacerle justicia al ser extramental. La metáfora de la tabla rasa a menudo se ha entendido mal, como pura pasividad. Más bien significa que el entendimiento pasivo antes de conocer está «limpio» (vid. Llano, 2016, p. 91)[2].

2) Cassirer extrae una conclusión del representacionismo naturalista kantiano: la característica distintiva del hombre no es una naturaleza, física o metafísica, sino su obra.

Ahora bien, el problema es que cultura significa crecimiento, y si el hombre no puede salir de sí mismo tampoco puede confrontarse con un no-yo significativo para él, pero que en último término tiene realidad y leyes propias. En definitiva, si la realidad no es más que un producto o subproducto mío –de mi pensar y actuar–, en nada puede incrementarme realmente conocerla.

Me parece que tanto el representacionismo kantiano como el culturalismo de Cassirer incurren en un exceso, que por su parte no resta mérito a lo que estos autores detectan: la actividad inmanente del sujeto que conoce, por un lado, y, por otro, el significado humano del mundo, incluso la capacidad humana de reasignar sentidos. Mas una cosa es afirmar que la realidad está humana y culturalmente mediatizada, y otra bien distinta es decir que lo más real de la realidad, valga decirlo así –su ser en cuanto ser, que dirían los clásicos–, se reduce a la mediación humana y cultural. Esto último, creo, es un exceso no legitimado por lo que estos alemanes legítimamente descubren.

Signo y símbolo

Signo y símbolo son las formas fundamentales de mediación que el ser humano hace surgir entre él y el mundo, del que necesita hacerse cargo para vivir humanamente en él. Para «mediar», i.e para lograr ese nexo con el mundo que nos rodea –la conexión que nos permita conocerlo y dominarlo–, recurrimos a los signos y a los símbolos.

Signo y símbolo, decía, son los dos productos típicos de la cultura. Fundamentalmente, la cultura se expresa en estos dos rendimientos:

  • mediaciones representativas (signos)
  • mediaciones –o más bien inmediaciones– performativas (símbolos).

Los signos señalan algo, mientras que los símbolos realizan algo. De acuerdo con Cassirer, habría que decir que los signos nos describen el mundo, mientras que los símbolos lo constituyen como algo «nuestro». Es su idea, recurrente, de que el hombre no habita un mundo físico o metafísico, sino un «universo simbólico». La diferencia entre ambas cosas es sustantiva, pero con un matiz: los símbolos también señalan –significan, poseen un valor «semántico»–, mas no se limitan a eso: hacen algo más que señalar, realizan algo, poseen un rendimiento de mayor consistencia que la mera señal. Veámoslo por partes.

a) El signo

Todo el ser de la señal consiste en remitir a otra cosa, a lo señalado. Toda la realidad del signo es orientar nuestra atención al significado, a lo señalado por esa señal. ¿Qué significa una palabra, oral o escrita? La palabra «mesa», en sí misma, no guarda parecido natural alguno con el artefacto mencionado por ella: ni la fonación m-e-s-a, ni la grafía castellana, alemana, o inglesa. ―¿En qué se parecen las grafías «mesa», «Tisch», o «table», o la voz que las pronuncia, al artefacto sobre el que estoy escribiendo? ―Absolutamente en nada. Del mismo modo, ni la palabra «triángulo» ni el concepto por ella expresado es triangular. Todo el ser de esa palabra, o del concepto que esa palabra expresa, es pura remitencia, puro orientar nuestra atención a algo distinto.

Mucho antes de que surgiera la contemporánea teoría del significado –la semiología–, los lógicos medievales desarrollaron una teoría del signo. Más tarde, en el s. XVII, Juan de Santo Tomás (Jean Poinsot) propone una aquilatada elaboración teórica en la que se distinguen dos tipos de signo: los signos naturales y los signos convencionales. En los primeros hay un cierto parecido natural con la cosa significada, mientras que en los segundos no lo hay. Por ejemplo, el humo es signo natural del fuego, o un síntoma lo es de una enfermedad, o el regurgitar de las tripas lo es de una descomposición intestinal. Por el contrario, las palabras –tal vez a excepción de las onomatopéyicas– son puros convenios lingüísticos entre los hablantes, actuales o potenciales.

El signo natural guarda semejanza con lo señalado por él, por ejemplo, el icono respecto del original. En cambio, entre el signo convencional y lo por él significado no hay semejanza «natural» alguna; entre ambos tan solo media una convención, digamos, el pacto explícito o implícito entre los hablantes de emplear el signo «teniéndolo por» lo significado. Es lo que los antiguos llamaban suppositio grammaticalis.

En cualquier caso, los lógicos medievales se referían al signo como una entidad quo (algo «en lo que» reconozco otra cosa), mientras que lo señalado sería una entidad quod («lo que» significa el signo, su «qué», quid). En otros términos, el signo no es, al menos primariamente, «lo que» conozco, sino aquello «en lo que» conozco lo que conozco. Pasa lo mismo que con el espejo (speculum). Las «especies» cognoscitivas nos dan a conocer «otra» cosa distinta de ellas mismas. En un segundo momento (intentio secunda), puedo reparar en la propia especie –la representación–, pero tan solo después de que ella me haya dado a conocer otra cosa, al igual que puedo re-conocer que me veo «reflejado» en el espejo únicamente después de haberme visto yo en él. En ese sentido, las especies cognoscitivas o re-presentaciones (Vorstellungen), tanto las sensibles como las intelectuales, ejercen una, digamos, «mediación silenciosa», consistente en pasar ellas ocultas al principio. La primera intención del entendimiento (intentio prima), i.e la orientación primitiva de la mente, es hacia afuera (ad extra) o, como diría el primer Husserl, a las cosas mismas (zu den Sachen selbst). Únicamente en una segunda intención el intelecto humano es «reflexivo»[3]. O, dicho a la inversa, no cabe «volver sobre sí» sin haber antes salido de uno mismo (cognoscitivamente, se entiende).

En la semántica clásica, el signo aparece como una entidad de escasa consistencia. El ser del signo es secundario, vicario: consiste en un «estar-por-otra-cosa» (suppositio), en hacer las veces de algo, que en cada caso es lo significado por él. Su índole específica es la remitencia a otro.

Esto hay que decirlo con una salvedad. Los signos naturales reclaman para sí alguna atención: necesito reparar en el humo para que él me remita al fuego. En cambio, los signos convencionales ceden inmediatamente el paso a otra cosa, remiten directamente la atención a lo significado, sin reclamarla en modo alguno para ellos mismos. Para que pueda ejercer su función semántica, el signo natural ha de atraer alguna atención sobre sí mismo, mientras que el signo convencional la detrae de sí. En otras palabras, el oficio semántico del signo convencional tan solo reside en esta «mediación silenciosa»: pasar oculto él para remitir a lo signado. El signo natural re-dirige la atención, mientras que el convencional remite directamente a otra cosa.

Ejemplo prototípico de signos convencionales, como quedó dicho, son los signos lingüísticos, las palabras. También esa mediación silenciosa es efectiva en una señal de tráfico. ―Aparte de su estricta materialidad, ¿qué entidad semántica posee la señal de prohibido circular a más de 80 km/h? Una placa metálica redonda, con fondo blanco, circunvalada por un listón rojo con el número 80 grabado en medio, ¿qué relación mantiene con el significado: prohibido ir a más de 80 km/h? ―No hay ninguna semejanza natural entre el signo y su significado, veíamos; es una pura convención la que causa que atribuyamos este a aquel. Aquí obra, al menos de forma implícita o virtual, el convenio de los hablantes que usan y decodifican la señal. (Por cierto que la mayor parte de esos hablantes nada han convenido entre sí; simplemente han aprendido a conectar la señal con el significado. El convenio lo han formalizado otros; yo me adhiero implícitamente a esa convención lingüística).

Justamente este carácter de mediación silenciosa remarca la eficacia semántica del signo. A su vez, la posibilidad de una significación universal de los signos pone de manifiesto de forma especialmente elocuente la naturaleza cultural, y espiritual, del ser humano. La palabra «mesa» es su remitir, bien a un artefacto concreto, bien a la «índole» propia o esencia de un tipo de artefactos. Al percibir auditivamente la voz «mesa», o al ver escrita la respectiva grafía, su materialidad concreta puede remitirme a un significado universal.

Aunque ya está planteada en el Crátilo de Platón, y probablemente antes por Heráclito, a partir del siglo XI d.C. alcanza su punto de eclosión una controversia que consumió muchas neuronas en el gremio filosófico medieval, a saber, la célebre cuestión de los universales. Unos decían que la universalidad reside en las ideas, otros pensaban que está en las cosas mismas, y otros que sólo está en el lenguaje. Que una misma palabra sea referible a una multitud tan heterogénea como puede serlo el conjunto variadísimo de mesas de distintos colores, tamaños, configuraciones…, o que un concepto remita a muchas realidades (unum in multis et de multis), efectivamente es algo que entraña algunas dificultades filosóficas de envergadura. Es curioso que la misma palabra «hombre» remita a la significación universal «animal racional», y a su vez esta sea aplicable a individuos tan distintos como todos y cada uno de quienes constituimos un caso o ejemplar de eso. La cuestión no es nada trivial, y desde luego reviste gran interés filosófico.

En definitiva, el signo es un producto típicamente cultural, algo que el ser humano hace pensando y hablando; primero pensando, y luego exteriorizando lo que piensa. Al hablarlo con otros, pactamos –o asumimos, como si lo pactáramos nosotros– asignar a tales señales tales significados; nos sirven pragmáticamente para entendernos entre nosotros, por ejemplo, para no tropezar unos con otros, o para no estrellarnos con el automóvil. Pero igualmente nos entendemos entre nosotros sobre la base de que con esos signos entendemos «algo». Asignamos sentido a las cosas, mas también entendemos que ellas mismas son algo más que nuestras interpretaciones, o los sentidos que les asignamos.

b) El símbolo

Los símbolos tienen una entidad más consistente que los signos, tanto naturales como convencionales. Los símbolos no se limitan a señalar otra cosa, sino que realizan algo. Indudablemente, también un signo «hace» algo: evoca o remite a un significado. Pero toda su actividad y entidad se reduce a eso. Por el contrario, el símbolo atrae la atención principal sobre sí mismo, digamos, no de forma más o menos silenciosa sino ruidosa, aparatosa. Lo peculiar de la semántica del símbolo es que tengo que fijarme en él; es un «qué» (quod), no un mero «en lo que» (quo).

El símbolo por antonomasia es el gesto. Naturalmente, el gesto tiene significado, es una forma de lenguaje. Hay un lenguaje gestual, que a menudo es más elocuente que el verbal. El ser humano es un ser capaz de distintas formas de lenguaje, mas el lenguaje gestual tiene una peculiaridad significativa: evoca y convoca, dice más y conecta más que el lenguaje verbal[4]. Ahora bien, esto igualmente implica que las palabras son más difíciles de manipular que los gestos. Por supuesto que el hombre puede manipularlo todo (como dice Heidegger, todo lo tiene «a mano»; es lo que expresa con la categoría de disponibilidad, Zuhandenheit). Pero lo icónico y lo gestual es más vulnerable a la ambigüedad y equivocidad que lo verbal. En el lenguaje verbal cuenta más lo denotativo que lo connotativo. Por supuesto que también puede haber multitud de connotaciones implícitas en las palabras –sobre todo en la palabra poética–, mas no tantas como en la imagen y el gesto[5].

―¿Una imagen vale más que mil palabras, como suele decirse? ―Pienso que no tanto. Una foto significa algo concreto si tiene un pie de foto que la verbalice e interprete. De lo contrario, puede ser muy ambigua, significar a la vez una cosa y su contraria.

Pese a todo, tanto en su denotación como en su connotación un gesto tiene más fuerza significativa que una palabra. Con toda la flexibilidad semántica que puede entrañar, especialmente en las lenguas vivas, la palabra dice más concreta y puntualmente, mientras que para decir todo lo que dice un gesto hacen falta muchas palabras, mucho discurso. Un gesto quizá no lo dice todo, pero podemos conocer a alguien más por sus gestos que por sus palabras. Ello implica que el gesto, aunque sea una mediación entre yo y el otro, o los otros, ha salido un poco más de mí y ha cobrado una entidad algo más autónoma y una consistencia mayor.

Los gestos no tienen un valor simplemente vicario –estar por otra cosa–, sino que exhiben una presencia propia. Un ejemplo prototípico de la capacidad semántica –y más que semántica– del gesto puede verse en el caso de la alianza matrimonial, tal como es expresada, y realizada, en los ritos religiosos. El gesto con el que los contrayentes intercambian sus anillos no solo expresa el contrato entre ellos, sino que lo realiza. Puede estar acompañado de palabras que se dicen al realizar ese gesto. (Pienso que se trata de una excepción a lo que antes señalé acerca del mayor potencial de ambigüedad del lenguaje no verbal. Desde luego, este gesto es inequívoco). Naturalmente, un gesto se puede verbalizar, traducir, interpretar, incluso de varias maneras –no de muchas– pero también es muy cierto que ahorra palabras. Hay gestos que pueden tener varias posibles verbalizaciones –no demasiadas–, pero el gesto ahora en cuestión tan solo evoca una, y lo hace muy eficazmente: dicho y hecho. Es muy claro lo que de ese modo se «dicen» los contrayentes, así como lo que se «dicen» con el gesto marital posterior. Primero ante el altar se «declara» el matrimonio; luego se «consuma» en el lecho, con el abrazo sexual. Es nítido lo que se dicen de ambas maneras, a saber, algo que podría verbalizarse más o menos así: ―Mi biografía está ligada –vinculada, desposada, conyugada– a la tuya, i.e mi proyecto vital ya no es solo mío, no lo llevaré a cabo solo; es un proyecto común. Incluso cuando no estemos materialmente juntos, este anillo que siempre llevo en el dedo –el dedo anular me ayudará a evocar este compromiso, a tenerlo presente de continuo.

El gesto tiene un valor sígnico –significa algo–, pero también performativo: realiza ese significado. No se limita a señalarlo, lo hace. Dicho carácter performativo es propio de lo que los cristianos llaman «sacramentos» –no sólo el matrimonio–, que tienen esa doble dimensión, sígnica y simbólica, declarativa y realizadora: son signo de una «gracia de Dios» que, además de señalar, producen. Es esto lo que creen los cristianos católicos.


La palabra «símbolo» procede del verbo griego syn-bállein, que algunas lenguas romances traducen como con-dividir, pero en castellano se corresponde mejor con com-partir. Syn-bállein significa, literalmente, arrojar algo junto a otra cosa (la palabra «balón» viene de ahí). En un sentido amplio quiere decir juntar, con-juntar, re-unir. Se acuñó para designar una operación –un gesto– consistente en juntar piezas fragmentadas de un objeto que antes se fracturó, pero de manera que la cesura entre ellas, como ocurre con las piezas de un puzzle, no es rectilínea. Dicha operación se realiza con el fin de que, al unir los fragmentos, los respectivos portadores de cada uno de ellos se reconozcan entre sí y como miembros de un grupo o secta. Es como si se dijeran: ―Ya sabemos que eres quien dices ser, uno de nosotros, porque llevas el «símbolo», que encaja con las otras piezas.

Lo contrario del símbolo es el diá-bolo, algo que no une sino que separa, divide. En las religiones monoteístas, «diablo» es otro nombre de Satán, una criatura espiritual –concretamente, un espíritu puro, un ángel– que, al enfrentarlos contra Dios, separa a los hombres entre ellos, unos de otros: ni convive ni deja convivir, es germen de discordia.

Este doble efecto de congregar o disgregar pueden tenerlo, por ejemplo, los símbolos «patrios». Una bandera puede servir para que nos reconozcamos bajo ella en un sentido muy denso –somos compatriotas: turcos, alemanes, españoles y/o catalanes–, o bien, por el contrario, puede fungir como elemento de discordia, como el ejército que alza su bandera contra el ejército enemigo. La paradójica entidad de ese símbolo es que lo mismo que une a unos puede disgregar a otros. Puedo sentirme acogido o extraño bajo una bandera. La bandera tiene entidad sígnica, pero es algo más que significado: produce unión o desvinculación. El símbolo con-cita o fragmenta: depende esto de que las piezas coincidan o no.


Los productos típicos de la cultura tienen el carácter de signo o de símbolo. En ambos casos, aunque de diversa manera, constituyen mediaciones que nos permiten mantener relación con lo otro y con los otros, con la realidad y con las personas, en forma tal que se hace posible ese «hacernos cargo» al que se refiere Heidegger, es decir, establecer un vínculo o nexo, una conexión significativa con la realidad, y al mismo tiempo guardar con ella una distancia crítica, una discontinuidad que nos permite «objetivarla».

El signo es más objetivo que subjetivo. Es una formalización de la realidad señalada y, en cierto modo, una abreviatura suya. Es más operativo de cara a manejar la complejidad. Se advierte claramente esto en el lenguaje, sobre todo el matemático. Toda formalización abrevia, dice menos que la realidad concebida[6]. Por el contrario, el arte, por ejemplo, gracias a su potencial simbólico, profundiza la realidad, la amplía y la prolonga, tanto al imitarla (imitatio naturae) como al «corregirla» o mejorarla (embellecerla).

El símbolo, por su mayor entidad, implica una mediación más articulada que la del signo: más que mediar «intermedia», i.e se interpone entre el yo y lo/s otro/s. La presencia del símbolo es mucho más contundente y sonora que la mera re-presentación del signo[7].

En último término, esto se debe a que el símbolo es mucho más que «objetivo». La densidad subjetiva de lo simbólico hace de la cultura un radical antropológico. Cada cultura es el registro de los gestos que agregan a los humanos como miembros de comunidades en el espacio y en el tiempo. Nuestras raíces culturales son «muy nuestras», y en los símbolos que las expresan nos reconocemos de forma inmediata; nos son profundamente «familiares».

Mientras que el signo tiene sobre todo valor denotativo, veíamos, el símbolo alcanza de forma más destacada lo connotativo: dice más, aunque no necesariamente «mejor». Da la impresión de que entre los europeos tiene más valor la precisión en el lenguaje y el rigor en el pensamiento que, por ejemplo, entre los africanos. Como veremos al final, paradójicamente el universalismo es una «idiosincrasia» europea, y eso porque, con ser muy importante lo simbólico en cualquier cultura –por supuesto, también en la europea–, la desproporción respecto de lo sígnico no es tan amplia como en otros entornos culturales. En Europa parece más sustantivo el signo que el símbolo, aunque creo que sólo en apariencia. Con todo, es patente que la lógica binaria tiene más peso en la cultura europea que en otras culturas. Eso ha hecho posible que Europa sea la única cultura caracterizada por cuestionar críticamente sus propias bases –como ha subrayado Rèmi Brague (1995)–, comenzando por el asombroso potencial reflexivo de la teología cristiana, catalizadora de comunicación (no siempre de «comunión») inter-religiosa e inter-cultural.

También cabría expresarlo así: El signo dice mejor, pero el símbolo tiene algo «mejor» que decir. El símbolo evoca y convoca; su cometido es con-citar. La función socio-cultural del símbolo es unir, vincular, crear alianzas, sin-ergias, entre cosas, personas o grupos. El símbolo no es un concepto simple o trivial, como puede serlo el de «mesa», que sirve para manejarnos de forma aséptica en el mundo. Es un «superconcepto», un signo tan potente que no puedo resolverlo de forma analítica, meramente racional: tengo que amarlo.

  • Si no amas a Grecia, entonces Grecia no significa nada para ti;
  • No puedo «definir», ni meramente «decir», que te quiero mucho: he de demostrarlo con gestos.

El símbolo es la concentración del universo connotativo de un signo. Es una realidad que conozco pero que no puedo decirla íntegramente: ahí está en juego el conocer-querer, el ser-existir (al modo heideggeriano, i.e lo «óntico» y lo «ontológico»).

Volviendo a la distinción escolástica entre concepto formal (quo) y concepto objetivo (quod) –es decir, entre la species que refleja otra cosa, y lo dado o reflejado en ella–, podría decirse que el concepto formal remite a la cosa, mientras que el concepto objetivo es la unidad cognoscente-conocido. Pues bien, hay conceptos objetivos que son signos resolubles: conozco sus partes esenciales, puedo decirlas, definirlas en una ecuación (los dos miembros se remiten mutuamente). Pero hay conceptos objetivos que son irresolubles, de tal riqueza que no puedo definirlos, aunque los conozco, sé lo que son. Por ejemplo, mi madre: la conozco, no la confundo con otra señora, pero no tengo palabras para decir la maternidad de mi madre.

A diferencia del signo, el símbolo no tiene contrario, sino complementario: hay menos-dos, pero no menos-Dios o menos-mi madre. El símbolo es amable, no tiene contrario. Puedo amar a mi padre y a mi madre sin detrimento de ninguno, o a Dios, al prójimo y a mí mismo. Aunque hay catalanes que ven que esa condición excluye la de ser-español, hay otros que más bien entienden que la incluye. Etcétera. Un maestro, por poner otro ejemplo, tiene dos cosas –quizá en forma proporcional y proporcionada, o no tanto–: auctoritas y potestas, decían los juristas romanos, i.e saber socialmente reconocido y poder socialmente reconocido. De la misma forma, y sin detrimento uno del otro, amor al saber y amor al discípulo. Eso le ayuda a ejercer mejor su tarea como maestro: mirar con afán, y contagiar a otros lo que ha visto (contemplare, et contemplata aliis tradere)[8].

Hay símbolos fundamentales que apuntan a regularidades naturales en todos los hombres y en todas las culturas. Los grandes relatos de la mitología atesoran ese humano saber vivir que va más allá de las idiosincrasias nativas[9]. La racionalidad narrativa es comprensible por todos, y, sin llegar a desvelar del todo los misterios de lo humano, acaso nos los hacen más comprensibles.

El discurso racional sobre lo humano no se restringe a la antropología. Interesa subrayar que hay diversas formas de racionalidad. Para lo que aquí nos corresponde, podríamos distinguir básicamente dos: la racionalidad científica y la narrativa, o mítica. La razón puede acercarse a su objeto, en este caso al hombre, de esas dos maneras: la primera trata de decirnos qué somos, y la segunda quiénes somos. Digamos que la ciencia trata de explicar, aclarar (en alemán erklären), pero necesariamente simplificando, mientras que la segunda trata de profundizar de manera comprensiva. Esta última es una racionalidad más compleja e indirecta: cuenta historias que son ficticias, pero en las que podemos reconocernos en algún pliegue profundo de nuestro ser al que no llega la lente científica, analítica. Es la racionalidad propia del arte y la literatura. Son dos formas de intentar entender. En alemán, el verbo entender se puede expresar con las voces verstehen y umfassen. Esta última significa comprender, i.e entender, pero no analíticamente, sino viendo dentro de un contexto, «prendiendo» el contenido desde la periferia, captando el perímetro, y así, los matices y las circunstancias.

Un ejemplo del modo en que el mito puede hacer más comprensibles aspectos profundos de lo humano lo suministra, entre otros muchos, la epopeya de Ulises contada por Homero en la Odisea. La aventura de este héroe de leyenda franquea la dimensión y alcance de algunas tesituras vitales que en algún momento todo ser humano ha de afrontar (Choza, J. y Choza, P., 1996). La nostalgia de su patria, Ítaca, la perplejidad entre Scila y Caribdis, el hilo de Penélope, el manto de Teseo, los cantos de las sirenas… Todas esas escenas nos pintan situaciones en las que podemos encontrarnos algunas veces, y ayudan a describir reacciones que en todas las culturas se perciben como valiosas. Arquetípica es la escena en la que Ulises, encantado por las sirenas, se hace amarrar al palo mayor de su lancha por los tripulantes, que habían tapado con cera sus oídos con la orden de no obedecerle por mucho que pidiera que le soltaran (cosa que en efecto ocurrió). Este gesto evoca algo que en todas las culturas aparece asociado a la institución del matrimonio: la necesidad de blindarlo frente a la pasión volátil, el deseo de hacer voluntariamente irreversible el compromiso, de hacerlo inmune al sentimiento pasajero[10].

Toda cultura se articula en torno a símbolos «sagrados»[11], i.e intocables, indisponibles (no están «a mano», zu Handen); valores, en fin, que no están a nuestra disposición, que no está en nuestra mano incordiar o variar[12], y que son tenidos en cada cultura como absolutos:

  • el tótem (tópico, topos o lugar común, que todo el mundo menciona)
  • el tabú (lo innombrable).

Lenguaje, sociedad, cultura

Puede decirse que el hombre es «animal simbólico» por lo mismo que es «animal político». La expresión zoón politikón la acuña Aristóteles. Entre otras cosas, algo que el ser humano «hace» con signos –concretamente con los signos lingüísticos–, es comunicarse con sus semejantes sobre los asuntos que nos afectan a todos como humanos. Y esa comunicación, dice el maestro griego, produce la comunidad humana (koinonía). Comunicarnos entre nosotros lo que pensamos acerca de lo que más profundamente nos afecta es lo que constituye, dice, «la casa y la ciudad»[13].

Esto no implica que la socialidad humana sea un producto cultural. En efecto, su ser social no es algo que el hombre propiamente «hace», sino que lo nace siendo (es natura, no cultura). A lo que apunta Aristóteles es a que la palabra significativa (logos semantikós) es el conectivo humano por antonomasia. En los libros de La Política, el Estagirita señala la estrecha relación entre la naturaleza social humana y la capacidad lingüística. Las nociones de «animal parlante» (homo loquens) y de «animal político» vienen a ser sinónimas en el universo discursivo aristotélico.

El hecho social no se debe a la materialidad de estar cerca de nuestros semejantes y «pacer juntos en el mismo campo»[14], sino a que tenemos temas comunes de conversación, acerca de los cuales nos interesamos y discutimos. La «república» se articula a partir de la conversación sobre los asuntos que nos afectan a todos (de re publica), y la «amistad política» se teje con el hilo de ese coloquio –sobre lo bueno, lo bello, lo justo y sus contrarios–, que establece el elemento conector de mayor densidad entre seres humanos, desde luego más adherente que las alianzas comerciales o militares, que como mucho pueden conducir a un acercamiento estratégico (Barrio, 2006 y 2018a).

Es notable el énfasis que pone el filósofo en mostrar el valor político de la palabra significativa, así como la importancia que en política reviste el cuidado por la semántica, i.e que se preserve el sentido de las palabras. Las características principales que según él ha de poseer toda comunidad humana digna de ese nombre ponen de relieve, directa o indirectamente, el papel de la palabra como conectivo entre los seres humanos:

  1. La polis ha de ser un entorno propicio para la «aristobía», la mejor vida, la vida buena y virtuosa, que sobre todo es la que hace posible la amistad. Los amigos sólo pueden serlo en el bien; si les une la maldad entonces no son amigos sino cómplices[15]. A su vez, la amistad se establece y consolida en la conversación; amigos son quienes comparten interés por temas que suscitan entre ellos el diálogo y el contraste de pareceres.
  2. La «nomocracia» –imperio de la ley– es la única forma de gobierno digna de una comunidad humana. A diferencia del decreto –que también puede ser necesario en ocasiones de urgencia excepcional–, la ley emana de un parlamento, de un acuerdo dialogado.
  3. Ciudadanía es «politeia», buena educación. La correcta dirección de la vida ciudadana no es posible a gritos –eso es lo que necesita la grey, el rebaño, la piara–, sino con buenas palabras y buenas formas. El argumento convincente, no la fusta, es el instrumento adecuado para gobernar a los seres humanos.
  4. La ciudad ha de estar bien ordenada, también desde el punto de vista urbanístico, y disponer de espacios libres. Ha de ser grato estar en la calle para encontrarse con los amigos y disfrutar de la conversación. Es lo que evoca la palabra griega «cosmópolis».

El lenguaje, ante todo, es algo plenamente humano y, por lo mismo, plenamente social y cultural. En las sociedades las personas comparten mucho. De entrada, compartimos la misma especie biológica, la estirpe zoológica homo sapiens. A menudo se intenta comprender las relaciones entre animales irracionales con el modelo de la antropología social, pues para muchos no hay diferencia esencial entre las sociedades humanas y las de los macacos, pero los simios no son personas, por mucho que se hable de derechos de los animales, o se les atribuya dignidad, a mi juicio –y en esto sí estoy de acuerdo con Kant– de forma sumamente inapropiada.

La relación entre personas no es inmediata. Está mediada, entre otras cosas, por el lenguaje. Hay formas de interacción inmediata entre las personas, pero la comunicación propiamente social entre ellas no lo es; necesita vehicularse de manera formal, a través de símbolos y signos. Una parte importante de esa mediación es la cultura. Entre las personas que entablan relaciones de interacción social hay algo que a la vez es conexión e hiato entre ellas.


  1. Una discusión interesante de este planteamiento de Hume puede encontrarse en el escrito de R. Spaemann titulado «Verdad y libertad», recogido en Barrio, 2017b, pp. 149 ss. He desarrollado una crítica a la tesis representacionista en Barrio, 2020.
  2. «Lo que la metáfora de la tabula rasa bien entendida quiere decir es algo muy distinto y de notable importancia para evitar cualquier deriva naturalista: que no hay conceptos innatos, que todo conocimiento intelectual es una neta ganancia, la cual no procede de ninguna reserva eidética» (Llano, 2016, p. 92).
  3. Tan solo el entendimiento puede ser reflexivo; nunca puede serlo el sentido. En efecto, la vista no se ve a sí misma, mientras que el entendimiento sí puede entenderse a sí mismo.
  4. J. Choza ha señalado cómo Heidegger, Nietzsche y Wittgenstein –cada uno a su modo– han reivindicado la semántica de lo innominado y de lo inefable. «La doble vertiente de la configuración occidental de la razón la habían registrado y examinado desde muy antiguo otros pensadores y la habían expresado como oposición entre conciencia y vida, entre ciencia y virtud. Así lo habían hecho Séneca, Cicerón y Tácito, Maquiavelo, Hobbes y Rousseau, al tomar como tema clave de su pensamiento el poder, la vida, o un estado de naturaleza anterior al estado civil, anterior a la cultura. Nietzsche lo acentúa aún más como oposición entre matemática y música, entre lo apolíneo y lo dionisíaco, entre la ciencia y el arte, y además lo hace apelando a la tragedia griega como reminiscencia de los ritos y las danzas ancestrales, como invocación al paleolítico. Esa invocación, en los análisis de Heidegger, se vuelve apelación a las fases pre-conceptuales de la historia humana como destrucción fenomenológica de los conceptos, y apelación a las fases prelingüísticas de la comunicación humana, es decir, apelación al caos y al phanum, apelación a la fase en que el intelecto aparece por primera vez para sí mismo y se encuentra en trance de construir el primer mandala. El lenguaje es primero arte, metáfora, y luego medida, homogeneización. Luego conceptos, formalización e ideación, tal como indican Kant y Hegel, y a la vez temporalización, construcción del orden ideal, objetivo e intemporal. Pero precisamente por eso el lenguaje predicativo, en cuanto que se hace lenguaje conceptual, pierde el acceso a las dimensiones de la realidad y de la subjetividad irreductibles a la formalización, pierde la referencia al tiempo extramental, al tiempo del sí mismo exterior y anterior a la conciencia, la referencia a la vida. En general, pierde la referencia a lo informalizable y, por eso, pierde la referencia a lo sagrado, el ser, la libertad, el caos, la nada y el mal. Heidegger denomina a la pérdida de esa referencia olvido del ser, y para superarla apela a la poesía y propone “acostumbrarse a habitar en lo innominado” (Carta sobre el humanismo), es decir, propone sostenerle la mirada a lo informalizable, que ha sido marginado por los modos oficiales de saber, por la ciencia y la filosofía científica y se ha refugiado en el arte y la literatura, como habían dicho Nietzsche y Dilthey. Señala la insuficiencia de un pensar que ha tomado demasiado dogmática y estrictamente el principio de no-contradicción como el primero y más trascendental de los primeros principios, y establece la diferencia como el primero y más trascendental de los primeros principios. Como se ha dicho, es considerado por eso un nihilista iconoclasta hasta que se entiende su alegación de que su crítica al humanismo no significa anti-humanismo, ni su crítica a la lógica irracionalismo, ni su crítica a la ética inmoralismo, ni su crítica a Dios ateísmo. Significan deconstrucción del humanismo, de la lógica, de la ética y del teísmo establecidos, deconstrucción que no pretende aniquilar ni anular su vigencia, sino proponer otros que no son contrarios sino diferentes, y que han pasado a denominarse alternativos en el lenguaje mediático y en el lenguaje ordinario. En efecto, lo que no es “algo”, algo formalizable, no por eso es “nada”, porque puede ser lo informalizable, como ser, vida, caos, poder, etc. Las nociones que abren el ámbito de lo informalizable no designan en ningún caso “algo” sino los límites del entendimiento formalizable, e incluso del lenguaje ordinario, las instancias o las potencias que hacen que algo sea o no sea formalizable, inteligible, susceptible de tratamiento científico, de reproducción en términos de modelo teórico, y expresable en términos de lenguaje ordinario. A Heidegger su arrogancia y su estilo oracular le impiden apelar a los ritos paleolíticos, a la antropología y a la obra de Frazer, cosa que sí hace Wittgenstein en busca de las múltiples posibilidades lingüísticas y racionales del alma primitiva. De todas formas, Wittgenstein también pasó por ser un nihilista iconoclasta» (Choza, 2013, pp. 237-238).
  5. En todas las lenguas hay palabras con gran densidad connotativa, y cuya traducción es compleja toda vez que resulta muy difícil trasvasar contextos y ecos semánticos. Es muy complicado, por ejemplo, traducir la palabra inglesa performance. Es más o menos equivalente a todas estas expresiones castellanas (o a algo de cada una de ellas): rendimiento, resultado, desempeño, ejecución, actuación. La voz pareja en la lengua alemana, Leistung, forma parte –me escribía un amigo alemán– de aquellos misterios de nuestra lengua que resultan inaccesibles a los extranjeros. Pasa algo parecido con el sentido que evoca la palabra Waldsterben, el «morir del bosque»: solo puede percibirlo quien ha escuchado a Wagner, quien ha leído a Hölderlin y a los hermanos Grimm, y por supuesto quien ha estado en un bosque alemán. ―¿Cómo debería traducir Leistung a un inglés?, se preguntaba mi amigo. ―De todos modos, «nosotros» sabemos bien qué significa eso (der Begriff Leistung scheint zu jenen deutschen Mysterien zu gehören, die Ausländern unzugänglich sind – wie Waldsterben. Wie soll ich einem Engländer „Leistung“ übersetzen? Was ist gemeint: performance, execution, accomplishment, efficiency, effectiveness, success, achievement, output, alles zusammen oder noch etwas anderes? Aber wir wissen doch, was gemeint ist!).
  6. Hablando de la verdad como a-létheia, desvelamiento del ser, o desocultamiento (Unverborgenheit), Heidegger reconoce que todo desocultar oculta; al revelar vela, al decir calla, porque no lo dice todo.
  7. En el mundo de la teoría de la comunicación sigue siendo tópica la frase que hizo famosa Marshall McLuhan: «El medio es el mensaje» (vid. Roncallo-Dow, 2014).
  8. En la figura de Sócrates se sintetizan plenamente estos dos elementos: el interés por conocer la verdad –que da lugar a la Filosofía– y el interés por darla a conocer a otros –que justifica el oficio de los maestros–. Hace años traté de mostrar el sentido que tiene que en este personaje confluyan perfectamente estas dos facetas, la del primer filósofo –podríamos decir que Sócrates es el fundador del gremio filosófico; aunque hay filósofos pre-socráticos, la Filosofía arranca en serio con él– y la del primer maestro de Occidente (Barrio, 2009). En otro contexto, J. Ratzinger ha explicado que tan solo puede unir a otros (versammeln) quien no está interiormente disperso, quien está interiormente «recogido» (gesammelt).
  9. Mito es narración sobre el origen: de los dioses (teogonía), o del cosmos (cosmogonía).
  10. En Occidente, la mentalidad divorcista parece que ha diluido los perfiles de esa institución, pero creo que no ha terminado de deconstruir su significado fundamental, bien que en buena medida ha desprovisto el gesto del anillo y las arras de su significado sacral, precisamente al «desinstitucionalizarlo» (reducirlo a un trámite, algo que se puede gestionar ante una autoridad administrativa). Un ejemplo de esto me lo contaba un amigo que fue a dar una charla sobre el matrimonio a adolescentes en un instituto de enseñanza media: en el auditorio había un muchacho que, agarrado a la mano de una chica, dijo en el coloquio posterior: «Lo mío con esta es tan serio que nunca nos casaremos». Mi amigo concluía: sin saberlo, esas personas anhelaban precisamente lo que está significado en la institución matrimonial.
  11. «Naturaleza viene del verbo latino nascor, natus sum, nacer, y cultura del verbo latino colo, colere, cultum, cuidar, cultivar, dar culto. Lo natural es lo que resulta de procesos biológicos y lo cultural es lo que resulta de procesos de aprendizaje e invención humanos. Cultura es lo que resulta del cultivo y de la veneración, de la actividad técnico-artística y de la actividad cultual-religiosa, que pueden considerarse las más propias de los sapiens sapiens» (Choza, 2013, p. 65). En la lengua alemana también es notable la cercanía semántica entre Kultur (cultura) y Kult (culto).
  12. El propio Nietzsche, que piensa al «superhombre» (Übermensch) dotado de estas atribuciones –concretamente lo ve capaz de producir la «transvaloración», la mutación de los valores establecidos por sus correspondientes «contravalores»–, considera que precisamente la tragedia de la cultura occidental estriba en la «caída de los dioses», en que hemos dado muerte a Dios (el mito de Zarathustra), pero para sustituirlo no hemos encontrado más que sucedáneos. Más que celebrar esto, denuncia que Europa cae a plomo en los abismos de la nada (nihilismo).
  13. «La razón por la que el hombre es más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal social es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada en vano y el hombre es el único animal que tiene palabra. La voz es signo del dolor y del placer y por eso la tienen también los demás animales, pues su naturaleza alcanza a tener sentido de dolor y de placer y significárselo unos a otros, pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañino, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre frente a los demás animales, el tener el sólo el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad» (Política, 1253 a 10-18).
  14. Ética a Nicómaco, 1170 b 8-14.
  15. Una forma de bien que une especialmente a los amigos es soportar juntos las dificultades, de acuerdo con el célebre lema latino: amicus certus in re incerta cernitur.


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