El universalismo como idiosincrasia europea
El medievalista francés Rémi Brague ha escrito un libro muy interesante sobre el Viejo Continente titulado Europa, la vía romana (Brague, 1995). Ahí explica que la cultura europea tiene como señas de identidad la «secundariedad» y la «excentricidad».
Europa no se identifica por la lengua o la etnia, o la tradición popular o las formas políticas, que las hay muy variadas. ―¿Qué es, entonces, lo que distingue la cultura europea de otras? ¿Cuál es su peculiar idiosincrasia? ―Según Brague, la cultura europea se caracteriza por la «secundariedad», i.e que los europeos nos remitimos a algo anterior a nosotros, de lo que nos consideramos herederos. Y esto ocurre en una doble dirección: por un lado, la antigua Roma –una de las matrices de Europa– ya se consideraba heredera de Grecia; por otro, el cristianismo es judeo-cristianismo, es decir, remite al monoteísmo judío (Brague, 2013).
El mundo árabe integró la filosofía griega pero no la metabolizó. (Para ilustrar esta distinción, Brague emplea los términos «integración» y «digestión»). Lo griego es un ingrediente del mundo árabe, pero ese elemento no remite lo árabe hacia fuera. En cambio, el elemento griego no solo está entrañado en la cultura europea, sino que se ha transformado en ella. Algo análogo se puede decir del cristianismo. Incluso en la que ahora muchos llaman Europa «poscristiana», sus rasgos culturales son ilegibles sin el judeocristianismo. Y esto, paradójicamente, es resultado no solo de la inculturación del cristianismo en Europa, sino también de la secularización de la cultura europea (Barrio, 2016a, pp. 148 ss y Barrio, 2017b, pp. 181 ss)[1].
Hablando de la herencia cristiana común de Europa, afirmaba en una conferencia T. S. Eliot:
«La fuerza dominante en la creación de una cultura común entre distintos pueblos es la religión. No cometan aquí, por favor, el error de anticiparse a lo que quiero decir. Esto no es una charla religiosa y no me propongo convertir a nadie. Estoy simplemente constatando un hecho. En la actualidad estoy poco interesado en la comunión de los creyentes cristianos. Yo hablo de la tradición cristiana común que ha hecho de Europa lo que es, y de los elementos culturales comunes que ese cristianismo ha traído consigo. Si mañana Asia se convirtiera al cristianismo, no pasaría por ello a formar parte de Europa. Nuestras artes se han desarrollado dentro del cristianismo, en él se basaban hasta hace poco las leyes europeas. Todo nuestro pensamiento adquiere significado por los antecedentes cristianos. Un europeo puede no creer en la verdad de la fe cristiana, pero todo lo que dice, crea y hace surge de su herencia cultural cristiana y sólo adquiere significado en relación a esa herencia. Sólo una cultura cristiana ha podido producir un Voltaire o un Nietzsche. No creo que la cultura europea sobreviviera a la desaparición completa de la fe cristiana. Y estoy convencido de ello no sólo como cristiano sino como estudioso de la biología social. Si el cristianismo desaparece, toda nuestra cultura desaparecerá con él. Tendríamos entonces que comenzar penosamente de nuevo. No es posible adoptar una nueva cultura ya confeccionada. Uno ha de esperar a que crezca la hierba que alimentará las ovejas que darán la lana con la que se hará un abrigo nuevo. Hay que pasar a través de muchos siglos de barbarie» (Eliot, 2003, pp. 185-186).
Otra seña de identidad de la cultura europea, según Brague, es la «excentricidad». También es característico de Europa el interés por las culturas extrañas en cuanto tales, es decir, no sólo porque se puede aprender de ellas, sino porque son distintas. Esto explica que haya prendido tanto en Europa la Antropología Social y la Antropología Cultural (Murillo, 1996). Existe la conciencia de lo culturalmente distinto. Un europeo puede ser eurocéntrico, pero la cultura europea no lo es en absoluto; es lo contrario. Siempre está preocupada por las raíces, se sabe heredera, e incluso propende a sentir inferioridad respecto a otras culturas, porque las considera precisamente como otras.
En este sentido, resulta sorprendente el escrúpulo con el que en general se manejan quienes trabajan en departamentos universitarios dedicados a estudios culturales. Llama la atención –al menos a mí, y mucho– la cantidad de protocolos categoriales y lingüísticos de corrección, así como las precauciones que muchos investigadores se toman para no hacer de menos, incluso para ensalzar usos de las culturas autóctonas que son objeto de su estudio y que, sin embargo, contrastan abiertamente con los suyos.
Para ilustrar esta noción de excentricidad, e igualmente ciertos énfasis que en ella hacen algunos y que me parecen excesivos, el amable lector me permitirá un testimonio personal. En ocasiones he tenido que confrontarme con discursos de tono indigenista más o menos impostado. Hace unos años, a propósito de un encuentro universitario sobre interdisciplinariedad, tuve ocasión de discutir cordialmente con una colega que proponía un concepto de «transdisciplinariedad» que me desconcertaba. Su postura era sincera, patentemente no era el típico postureo indigenista. Expuse mi opinión, que posteriormente he expresado por escrito (Barrio, 2016b, pp. 45 ss). Fue impugnada por la colega, que denunciaba en ella cierta «obcecación por los límites disciplinarios en ciencias humanas», así como incapacidad para desplegarme «a otros campos y otros espacios discursivos, otras formas de engarzar, cruzar y mestizar géneros en el camino de re-significar el campo de la teoría». Frente a mi lógica binaria, reivindicaba el tropo y el relato como un modo no colonialista de visibilizar la realidad cultural, una «rica manera de nombrar lo innombrable sin colonizar, sin imponer formas ajenas de pensar o ser», en definitiva, una forma más satisfactoria de «des-velar y re-crear los saberes de otros desde la materialidad y la cotidianidad de sus vidas», y disponer, así, de un más eficaz catalizador del diálogo intercultural, e igualmente de algún medio de defensa frente al colonialismo cultural.
Es cierto que creo en la lógica binaria, que amo los enunciados susceptibles de ser verdaderos o falsos, que me entusiasma el principio de no-contradicción y el principio de tercio excluso. Por muy abierto y permeable que intente que sea mi discurso, no termino de ver claro qué vela puedo sostener yo en el entierro de la Lógica, y menos aún en la Universidad.
A lo mejor soy demasiado europeo, pero la perorata narrativo-metafórica simplemente me desconcierta. Estoy acostumbrado a decir las cosas con claridad inequívoca, y no tolero nada bien el discurso mágico-estético, pese a que percibo su valor literario. Entiendo que las categorías lingüísticas pueden tener una cierta flexibilidad y algún margen de tolerancia a la torsión semántica, pero si pulverizamos la frontera de una mínima definición puede que consigamos que signifiquen todo o casi todo, mas, esto también, al precio de no significar nada o casi nada en concreto.
Abiertamente me confieso muy partidario de las definiciones, y padezco un síndrome logomaníaco que me induce a la obsesión por emplear los términos en el sentido que encuentro más preciso. De ahí mi dificultad para confrontarme con lo mágico-estético que, por su propia naturaleza, se sustrae al contraste dialéctico. Tal vez no soy del todo consciente de la importancia de un discurso descolonizador, emancipador y todo eso. Es posible que en mi subconsciente más arcano –es algo que también me objetaba la colega– esté promoviendo un discurso hegemónico, aunque aseguro que no tengo ninguna conciencia de esto último. En todo caso, mi formación es de Filosofía, y siempre he creído, con Sócrates, que es posible buscar la verdad y acercarse honestamente a ella. No comparto la idea marxiana de que toda filosofía es ideología, ni siquiera en la versión «menor» de la hermenéutica habermasiana, en la que reconozco algunos méritos, entre los que no se halla, desde luego, la idea de que todo conocimiento está guiado por un interés ajeno al interés por la verdad.
Autoexamen
Tal vez esa excentricidad no sea una singularidad europea, una propiedad que Europa posea en exclusiva, pero, desde luego, es clave para entender la conciencia europea. Los europeos siempre nos acusamos de eurocéntricos, pero solo los europeos nos acusamos de eso. Buena parte de los medios de difusión cultural europea lleva en nuestros días esa hipersensibilidad hasta extremos de auténtica oikofobia y xenofilia –expresiones acuñadas por Renato Cristin (2017)–, es decir, odio a lo propio y exaltación de lo ajeno.
La reflexión de Cristin sobre estos conceptos recuerda lo que sostuvo el papa Benedicto XVI en diálogo con Marcello Pera:
«Hay un odio de Occidente a sí mismo que es extraño y que solo se puede considerar patológico: Occidente se muestra lleno de comprensión hacia los valores de los de fuera, pero ya no se ama a sí mismo; de su historia ve solo lo condenable y destructivo, no lo grande y puro. […] La multiculturalidad, que es constante y apasionadamente favorecida e incentivada, es sobre todo abandono y negación de lo propio» (Pera y Ratzinger, 2006, pp. 75 ss.).
El sentido autocrítico de la cultura europea no es un invento de la Ilustración. En muy buena medida Europa se lo debe a la teología cristiana. No me refiero a la religión, propiamente, sino a la reflexión que el cristianismo hace sobre lo que cree. Afirma Fernando Inciarte, hablando sobre el universalismo de la cultura europea:
«Europa ha producido la única cultura (…) que se caracteriza por cuestionar críticamente sus propias bases; empezando por el asombroso potencial reflexivo de la teología cristiana. La balanza inestable (o, si se prefiere, dinámica) entre particularismo y universalismo –inherente sobre todo al cristianismo– es lo que le permite a Europa entrar en comunicación (si bien –claro– no sin más en comunión) con el resto del mundo, empezando por las otras religiones, grandes o pequeñas» (Inciarte, 2001, p. 187).
Es esta reflexión que el cristianismo hace sobre la fe tan intensa y seria que ella fue la que dio lugar al surgimiento de la Universidad en la Europa de finales del siglo XII, en el seno de las escuelas catedralicias. La enseñanza del obispo en la catedral, desde donde ejerce su magisterio con los fieles, se extiende más allá de la «cátedra», y lo hace llevada por la necesidad de profundizar en el sentido y significado de las fórmulas catequéticas.
Ya desde su origen, la Universidad tiene como seña de identidad el cuestionamiento crítico, preguntarse el por qué de todo. A sí misma se ve heredera de la Academia que fundó en Atenas Platón, que fue quien nos enseñó a hacer eso. A su vez, a él se lo enseñó Sócrates, maestro de Occidente. En la enseñanza de este destaca la actitud conocida como ironía: hacer preguntas que obligan a cuestionarse todo lo que uno sabía, o creía saber. Esto ha contribuido a dar a la cultura europea un talante muy crítico, y sobre todo autocrítico. Es un rasgo identitario de Europa, no tanto de otros espacios culturales.
Es en Europa donde el etnocentrismo se plantea como un problema: el eurocentrismo. Y es la conciencia de que hay que esforzarse por neutralizarlo lo que ha cebado la munición del relativismo cultural. (Los chinos no suelen plantearse este problema, a no ser que hayan salido de China y hayan estudiado en universidades occidentales).
La «excentricidad» a la que aludí antes es la postura que surge al tomar conciencia de que veo las cosas desde mi punto de vista, pero asimismo que hay también otros puntos de vista distintos del mío, y de la misma manera que no me veo totalmente a mí –hay rasgos míos que se me ocultan–, tal vez tampoco soy todo lo que de mí se ve desde fuera. La Universidad medieval, que es un invento europeo, nació para institucionalizar la disputatio, para entrecruzar perspectivas. Surgió, en definitiva, para armar un espacio de diálogo en el que los diversos puntos de vista queden relativizados precisamente en orden a su valor de verdad.
Obsérvese que este temple dialógico que lleva a «relativizar» las perspectivas, a poner, digámoslo así, los puntos de vista unos «en relación a» otros –i.e a confrontarlos unos con otros, que es lo que hacemos al discutir–, nada tiene que ver con el relativismo del que hablábamos en el capítulo anterior, cuyo efecto más perverso es, justamente, desactivar el diálogo y la discusión racional. Por otro lado, sobre todo en el discurso práctico hay que descender al caso particular, a la circunstancia concreta, para poder iluminar la acción «practicable», y eso exige «relativizar» –particularizar–. Mas eso es una cosa, y otra muy distinta pensar que en lo práctico no hay verdad ni bien, que es lo que sostiene el relativismo.
Bueno, pues para eso justamente nació la Universidad, para incentivar ese cruce dialéctico con el que ampliamos y enriquecemos nuestra perspectiva aprendiendo unos de otros. Y las actividades académicas que se realizaban en la Universidad cuando la Universidad era eso –Universidad– eran la lectio, la quaestio y la disputatio.
Pues bien, hacer estas cosas no se le ocurre a un trobriandés a no ser que haya salido de su isla[2]. Eso se aprende en la Universidad. Desde luego, se puede aprender fuera de la Universidad, pero la Universidad nació para aprender eso, a discutir con razones… Y, por cierto, no la inventaron ateos ni agnósticos, sino gente que rezaba, que leía la Biblia y que procuraba saber bien lo que leía y rezaba.
Desmitologización
Otro rasgo peculiar de la cultura europea es el fenómeno que podríamos denominar desmitologización. Como toda cultura, Europa ha tenido y sigue teniendo sus mitos, es decir, ciertas referencias de lo sagrado e intocable, de lo que en el cambio cultural no cambia, y que precisamente por ello hacen posible y pensable todo cambio, pues sostienen en el ser a lo cambiante. Ahora bien, es característico de Europa poder identificar justamente el mito como mito.
Por supuesto que Europa ha mitificado, por ejemplo, la ciencia, y el modelo científico-técnico del «progreso». Desde hace más de dos siglos, junto con la entronización de la democracia como panacea, como metodología universal para resolver cualquier tipo de conflicto, en el entorno de la civilización occidental se ha extendido el mito de un progreso lineal y casi necesario de la humanidad como consecuencia de una razón autónoma y madura, libre y soberana. Más recientemente, en cambio, algunos autores –por ejemplo, E. Husserl (2008), X. Zubiri (1925), o P. Berger (1979)– han puesto de relieve una «crisis de la conciencia moderna», que deja al aire el flanco más débil de lo que considerábamos nuestra principal fortaleza como civilización: la autonomía, el poder del hombre y su autosuficiencia, digamos, su capacidad de organizarse él solo en todos los aspectos de la vida y la cultura sin tener en cuenta a Dios, o, en la célebre fórmula de Hugo Grocio, como si Dios no existiese (etsi Deus non daretur).
La pretensión «desmitificadora» en nombre de la autonomía ilustrada tiene su contrapartida. La representación de que, fiados en nuestras propias fuerzas –bien en la razón científica, bien en la «razón de Estado»– caminamos hacia un mundo mejor y hacia una humanidad mejorada, a su vez ha podido ser desmitificada, aunque no del todo.
Quizá las dos guerras mundiales, que han tenido en Europa su epicentro, y la cantidad y cualidad de violencia de la que el siglo pasado ha sido testigo privilegiado, precisamente en nombre de las ideologías que defendían la razón de Estado en pro de una humanidad nueva, han forzado un cuestionamiento muy radical de la idea de que necesariamente vamos a mejor, y de que sin Dios estamos mejor.
La tensión entre mito y desmitologización ha tenido, entre otros, algunos puntos críticos en el «espíritu epocal» (Zeitgeist) de la Europa contemporánea. Paso a examinarlos a continuación.
La democracia
Una interpretación sui generis del principio hobbesiano según el cual no es la verdad, sino la autoridad, la que hace la ley (non veritas sed auctoritas facit legem), ha conducido a una mitificación de la democracia –que en el terreno político respalda la ley de las mayorías, con un teórico respeto hacia las minorías–, en forma tal que ha venido a demonizar como contraria a la convivencia y a la tolerancia cualquier forma de convicción incondicional sobre la verdad[3].
La crisis de este mito –la democracia como panacea universal– no ha consumado su desmitificación, pero sí ha puesto en cuestión su validez incondicional. Esta crisis probablemente alcanzó su punto de eclosión en los juicios de Núremberg, celebrados después de la segunda guerra mundial contra los jerarcas nacionalsocialistas del III Reich alemán, acusados de crímenes de guerra y de crímenes contra la humanidad (es altamente significativa esta nomenclatura). Se puso de manifiesto que la legalidad democrática es compatible con la injusticia y la falsedad de un Estado que, con el derecho positivo en la mano, llegó a ser la quintaesencia de un régimen antijurídico. En Hitler se dio una perfecta continuidad entre democracia y autocracia, entre la fuerza del Derecho y el derecho del más fuerte. Que en el proceso electoral que le condujo a la cancillería del Reich hubiera manejos y enjuagues de camarillas oligárquicas que mantengan la apariencia de juego limpio democrático no es una excepción, un caso aislado de la Alemania del 1933.
Desde luego, un procedimiento democrático limpio legitima que el pueblo (demos) deposite el poder en manos del gobernante elegido por la mayoría, pero la legitimidad democrática del poder no legitima cualquier forma de emplearlo. De hecho, la democracia liberal moderna fue pensada, precisamente, como un instrumento para desalojar pacíficamente del poder al mal gobernante legítimo.
En todo caso, decidir quién ejerce la suprema magistratura es una cosa, y otra distinta pensar que es justo cualquier empleo de ese poder. En manos del pueblo está decidir quién ejerce el poder, pero no lo está decidir qué es justo y qué no lo es.
Ulpiano, y posteriormente la tradición jurídica romano-cristiana tal como la atestiguan el Digesto y las Pandectae del emperador Justiniano, acuñaron la distinción entre «poder» (potestas) y «autoridad» (auctoritas). La potestas es el poder socialmente reconocido, mientras que la auctoritas es el saber socialmente reconocido. Desde entonces, la historia europea ha registrado un debate filosófico-jurídico sobre la legitimidad del poder que continúa hasta hoy, algo que resulta completamente extraño, por ejemplo, en la tradición ancestral china, o japonesa: allí los emperadores eran considerados como divinidades, y su poder incuestionado.
Por su parte, y tal como ha reconocido nada menos que Jürgen Habermas –reputado filósofo, sociólogo y politólogo alemán agnóstico–, el ius gentium, elaborado y desarrollado por los teólogos de la Escuela de Salamanca, está en el origen de la moderna teoría de los derechos humanos. (No le resta mérito a Habermas, dicho sea de paso, el hecho de que esto fuera inequívocamente claro desde mucho antes de que él lo reconociera)[4].
La ciencia y la tecnología
La modernidad «ilustrada» mitifica la ciencia frente a la racionalidad narrativa, mientras que la llamada «posmodernidad» hace justo lo contrario: desmitificar la ciencia a favor de una vuelta a la narrativa (la «narratología» y el pensiero debole, que deconstruye y desactiva los «grandes relatos»).
La dinámica técnica-tecnología-tecnocracia ha ido adquiriendo una cadencia prometeica que queda bien expresada en el mito fáustico: la «criatura» monstruosa se rebela amenazante contra su «padre», el Dr. Frankenstein. Léase: la energía atómica; desde hace un par de décadas, la informática, la cual, al servicio de la ingeniería social, acecha toda intimidad; y hoy, sobre todo, la biotecnología transhumanista, que ya promete una humanidad mejorada técnicamente, pero que en el fondo anuncia una etapa post-humana (los «cyborgs», i.e organismos cibernéticos).
La autonomía
Las nociones de autonomía (Autonomie), emancipación (Mündigkeit) e independencia (Unabhängigkeit), tal como han sido elaboradas en la filosofía «ilustrada» de Kant –la que el maestro alemán expone en su escrito Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?, de 1784– han alumbrado, entre otros, un nuevo mito, el del adolescente que se ha convertido en rey: la imaginación al poder.
Probablemente más allá, y, sin ninguna duda, a pesar de las intenciones de su padre intelectual, al rebufo de este mito han proliferado gobernantes y políticos narcisistas con la cabeza a pájaros, que diseñan mundos felices, aunque no precisamente a costa de su bolsillo.
La liberación sexual
En esa misma senda se ha mitificado –sobre todo en los USA, y, por concomitancia, en todo el llamado primer mundo– la contracultura juvenilista, pacifista y libertaria representada por el movimiento hippy, con toda su estética y (anti-)parafernalia. Con el pretexto de arrinconar las viejas y polvorientas togas profesorales, la revolución estudiantil de mayo del 68 canonizó una forma de postureo pomposo que fue la seña de identidad de toda una generación de autodenominados «intelectuales de izquierda», pilotada por Michel Foucault, Herbert Marcuse y Wilhelm Reich. Todos ellos contribuyeron, cada uno a su modo, al gran mito de la segunda mitad del XX: la liberación sexual. «Liberación» entre comillas, pues, como señalaba hace no mucho Fabrice Hadjadj, «hemos pasado de la liberación sexual a tener relaciones sexuales en presencia del abogado»[5].
En el mismo año 1968, el entonces papa católico, recientemente canonizado san Pablo VI, publicó la encíclica Humanae vitae, texto en el que recuerda la enseñanza de la Iglesia sobre el vínculo entre el aspecto unitivo y el procreativo de la sexualidad humana. El texto se confrontaba con la corriente entonces dominante en casi todo el mundo occidental, el cual, aturdido por la irrupción de la píldora anticonceptiva, puso el grito en el cielo cuando el papa advertía, proféticamente, frente a los riesgos de la mentalidad contraceptiva, riesgos que los últimos cincuenta años no han hecho más que ir confirmando con trágica puntualidad.
La factura que Occidente tiene que pagar por desoír aquella llamada es hoy muy visible: la banalización –incluso la comercialización– del sexo, a menudo convertido en incentivo de todo tipo de negocios mafiosos; la pérdida del respeto a la mujer, no precisamente eclipsada, sino manifiesta en muchas –obviamente, no todas– reivindicaciones del feminismo gender (Barrio, 2018b); la creciente tirantez en la relación mujer-varón, que cada vez se percibe más en términos de litigio por la hegemonía –a ver «quién lleva los pantalones»–, con el coste que eso tiene, por un lado en forma de violencia doméstica –no precisamente reducción, sino proliferación del machismo– y, por otro, en forma de depauperación de la conyugalidad (Kuby, 2017).
Buen reflejo de todo ello es el triste espectáculo del Viejo Continente, con cada vez menos niños –por tanto, con muy poca esperanza–, y crecientemente poblado de ancianos en los que no pocos ven una carga social para cada vez menos cotizantes, lo que acrece las ganas de «desalojarlos» cuanto antes, bien por las buenas, incentivándoles para que soliciten una eutanasia «solidaria» con los vivos, o bien por las malas, como ya ocurre en todos los países en los que esa práctica es legal, y en los que buena parte de los casos de «muerte a petición» del paciente se producen sin la expresa petición del paciente, sencillamente apelando a la «presunta» voluntad de quien ya no es capaz de expresarla con claridad, o «lucidez».
En definitiva, la logorrea que la revolución del 68 desató en torno al «amor libre» se ha tornado en un discurso social cada vez más crispado, y en un mundo cada vez menos acogedor para la vida humana. Y la razón es bien sencilla: la revolución sexual y su parafernalia se convirtió en un perfecto suministro de argumentos –mejor dicho, de lemas pancarteros– para respaldar la ideología neomalthusiana, según la cual cuantos menos seamos mejor: a más tocamos.
Ahora bien, en todo ello hay dos cosas que, a la distancia de cincuenta años, cada vez son más patentes para quienes no llevan puestas gafas de madera:
- que el denominado «sexo seguro» es la cuadratura del círculo,
- que la familia –«célula originaria de la libertad», en palabras de Benedicto XVI– es el límite entre lo político y lo privado, y, en consecuencia, reventando la familia se puede obtener un «Estado total» que no tenga ninguna dificultad para allanar la conciencia de los ciudadanos con ideologías acorazadas por la coerción estatal de leyes que, sobre todo acallando cualquier discrepancia, ejecutan agendas y diseños de ingeniería social presentados como lo único posible y pensable a día de hoy.
Legislar sobre sus familias, sus creencias y su vida sexual es el modo más eficaz de adueñarse de la conciencia de los ciudadanos. Ya señaló Marx que el objetivo sociopolítico prioritario es fulminar la familia. El marxismo cultural siempre mantuvo la convicción de que su hegemonía solo sería posible cuando las leyes educativas «protejan» a los niños y jóvenes de las ideas de sus padres. Y cualquier régimen totalitario se siente orgulloso de que los hijos delaten a los padres «desafectos».
Manejando hábilmente los placebos oportunos, se hará posible la peculiar forma de totalitarismo cultural que preconizó la revolución marxista –en principio no violenta, el llamado eurocomunismo– teorizada por Antonio Gramsci.
Pues bien, todo esto comenzó cuando el irresponsable Peter Pan tomó el poder en mayo del 68 y Occidente se convirtió en un teenager caprichoso y voluble, que venía a librarnos de los viejos tabúes sexuales[6].
Articulando elementos del psicoanálisis de Freud con la teoría marxista, así como una peculiar mixtura de ambos ingredientes –el freudomarxismo–, los referentes intelectuales del 68 desarrollaron la única forma de revolución marxista que puede presumir de haber alcanzado un éxito rotundo e incontestable, y que aún parece lejos de ser desmitificada. (Cosa bien distinta sería medir el auténtico valor cultural de esa revolución, i.e su rendimiento humanizador).
Tales autores encuentran a su vez un importante respaldo en los planteamientos del psicoanálisis cultural, desarrollado principalmente por Carl Gustav Jung, y que dio lugar a corrientes como la «antipsiquiatría» (como quien dice, conduciendo por la autopista en dirección contraria: los locos son «los otros»; la sociedad es la que está enferma, etc.). Todos ellos están convencidos de que el deseo sexual, en cualquier forma que se presente, ha de ser desculpabilizado, despatologizado y excitado. Tanto en el plano individual como en el socio-cultural, librarse de los tabúes sexuales –especialmente del tabú del incesto– es la clave de una humanidad nueva.
Siguiendo puntualmente el esquema del psicoanálisis de Freud, estos planteamientos han conducido a una hipersexualización brutal de la cultura en todos los ámbitos, uno de cuyos efectos más perversos es, sin duda, la normalización de la pornografía. Según estos profetas de una nueva humanidad liberada, eliminando la patología –en el sentido de dejar de considerar patológico lo que hasta entonces se consideraba así, i.e «destabuizando» o desmitologizando cualquier forma de buscar la satisfacción sexual– se llegará a una normalidad social mucho más sana, tolerante e higiénica.
Como es natural, todos estos elementos han promocionado la mentalidad contraceptiva: para poder gozar sin límites hace falta garantizar que no haya consecuencias más allá del disfrute frugal, evasivo y sin rostro.
Es irónico llamarle a eso «sexo responsable», pues responsabilidad es justamente la capacidad de asumir las consecuencias de lo que uno hace. Pero algo de razón tienen estos falsos profetas de la liberación. Dejar de considerarla morbosa no precisamente contribuye a curar una patología, pero sí a quitarnos el cuidado –la preocupación, se entiende–, al menos de momento.
En lo que no tienen razón es en pensar que esa «normalización» acabaría con la violencia sexual: la ha multiplicado, y la ha extendido a los más vulnerables, a los menores de edad, y, desde luego –frente a lo que muchos pretenden hacer creer– no solo en las sacristías.
Los hechos se obstinan en desmentirles cuando proponen que cualquier forma de buscar satisfacción sexual, si es consentida, es normal y saludable. Ante todo se percibe en el fenómeno de la pornografía. La correlación entre sexo supuestamente «libre» y formas de violencia cada vez más aberrantes es un hecho empíricamente verificable, sobre todo en las consultas de los psicoterapeutas, testigos de morbos cada vez más retorcidos.
Por su lado, la adicción a la pornografía conduce a formas de sexualidad cada vez más alejadas de la relación sexual. La pornografía es un estímulo que genera satisfacción inmediata, sin necesidad de recorrer el complejo y trabajoso itinerario de una relación humana seria. Cuando la adicción es temprana, como ocurre cada vez más a menudo, los más jóvenes pueden llegar a creer que lo que ven en ese mercado –el que a día de hoy más dinero mueve en todo el mundo, también a base de redes mafiosas de tráfico de personas–, es lo habitual, incluso lo normal. No pocos acaban pensando que eso debe ser posible de manera cotidiana, y es lo que acaban esperando de sus parejas sexuales. Con ello se abre paso una dinámica-bucle cada vez más envolvente y absorbente: consumidores habituales que para lograr las mismas satisfacciones necesitan estímulos crecientemente excitantes y niveles cada vez más altos de exigencia, que empujan hacia conductas muy poco adecuadas, y a menudo con efectos devastadores.
Hace poco leía a un experto en esta cuestión que, hoy por hoy, proporcionar a los niños dispositivos con acceso libre a internet es como regalarles un arma de fuego cargada y amartillada, o como darle a tu hijo pequeño las llaves del automóvil para que vaya donde quiera.
Las líneas rojas
Nietzsche ha mitificado la figura del gran transgresor, del rebelde indomable, genialmente encarnada en el icono del superhombre (Übermensch) que no respeta nada de lo establecido. La voluntad de poder (Wille zur Wille, Wille zur Macht) es su seña más característica, y en virtud de ella convierte en valioso todo lo que él valora, y en disvalioso lo que desprecia. Pero el propio Nietzsche describe, casi en perfecta simetría, el punto crítico de esa «transvaloración». En efecto, la «muerte de Dios» –o bien, la caída de los dioses– descrita en el mito de Zarathustra, muestra el ocaso cultural de Occidente, toda vez que para sustituirlo sólo encontramos sucedáneos que no están a la altura.
En consonancia con lo anterior, también se ha mitificado en las últimas décadas el gesto de «cruzar el Rubicón», concretamente en el mundo de la discusión bioética. Las leyes que legitiman el abominable crimen del aborto provocado en prácticamente todos los países occidentales, y desde hace menos, pero crecientemente también la eutanasia, han roto el tabú de la sacralidad de la vida humana.
De forma congruente con el legado semítico y mosaico en el que se reconocen todas las religiones monoteístas, la tradición médica hipocrática había consagrado como incuestionable el axioma de que un médico no está para matar. Pero esas leyes infames han teñido el paisaje cultural de Occidente, y han producido en los gremios biosanitarios un giro copernicano en los parámetros socio-morales, convalidando que el deseo de un ser humano pueda tener más valor que la vida de otro ser humano que, además, está en franca desventaja[7]. Es difícil encontrar un ejemplo más claro de la cantidad de líneas rojas que puede llegar a traspasar la furia iconoclasta o el efecto desmitologizador.
Aunque resulte paradójico, en Europa se ha mitificado la desmitologización. El proceso de «deconstrucción» de los mitos ha logrado rodearse, valga decirlo así, de un prestigio mítico. Lo ponen claramente de relieve, entre otros, dos textos que recomiendo, uno ya antiguo, y otro más reciente:
- C.S. Lewis, The Abolition of Man (1943). (Hay traducción al castellano en Lewis, 2007).
- Th. Dalrymple, Sentimentalismo tóxico. Cómo el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad (2010).
Ambos escritores, ingleses los dos, ponen el dedo en la llaga de la political correctness. El primero denuncia a los que llama «desenmascaradores» (desmitologizadores), que, sobre todo abundantes en el contexto escolar de su época, trataban de desarrollar en los alumnos el sentido crítico desactivando la fuerza de la emoción y el entusiasmo, mientras que el segundo fulmina la actual invasión de sentimentalismo en todos los ámbitos de la cultura. Parece que defienden posturas opuestas, pero en el fondo creo que su planteamiento es convergente. Tan inane es una cabeza sin corazón como peligroso un corazón sin cabeza.
El aura mítica que reviste la tarea de «desenmascarar», y que en la conciencia europea contemporánea se ha ido abriendo paso, tal vez encuentra su principal respaldo en los siguientes hitos:
- La denuncia que hace Heidegger en sus obras –principalmente en Sein und Zeit y en Platons Lehre von der Wahrheit– de lo que él denomina «olvido del ser» (Seinsvergessenheit), acaecido en la historia de la metafísica occidental ya desde Platón: el ocultamiento (Verborgenheit) del «ser» bajo el «ente».
- La que algunos autores han denominado filosofía de la sospecha, cuya principal característica reside en que exacerba la dialéctica entre lo genuino y lo espurio, presente sobre todo en los pares conceptuales: ello-superego (Freud), infraestructura-superestructura (Marx) y Dionisio-Apolo (Nietzsche).
- A partir de la «antropología estructural» de Claude Lévi-Strauss, y del estructuralismo de Jacques Lacan, y en cierto modo en dirección opuesta a ambos, el llamado post-estructuralismo –representado en Francia principalmente por Jacques Derrida y Gilles Deleuze– desarrolla un proyecto de «deconstrucción» del sentido. De Heidegger aprendieron que adueñarse del sentido de las palabras es la clave para adueñarse del sentido del ser. Para cambiar la realidad, hay que deconstruir el lenguaje, reasignando nuevos sentidos a las palabras. La idea de una construcción socio-lingüística de la realidad también está desarrollada por los sociólogos americanos Peter Berger y Thomas Luckmann (1968) en su difundido libro La construcción social de la realidad, y desde luego se la ha tomado muy en serio la llamada ideología (o enfoque) del gender. (Muchos atribuyen a esto su sorprendente éxito en el espacio cultural de Occidente)[8].
- Según el romanista Álvaro d’Ors (1947), como civilización, Europa es, en lo esencial, la secularización de la antigua cristiandad. Acerca de las raíces cristianas de Europa hay literatura abundante. Recomiendo sobre todo el libro del filósofo agnóstico Marcello Pera –que llegó a ser presidente del Senado italiano– titulado Por qué debemos considerarnos cristianos (Pera, 2010). Vid. también sobre esto Pera y Ratzinger (2006) y Negro (2007).↵
- Me refiero a los habitantes de las Islas Trobriand –llamadas oficialmente islas Kiriwina–, en Papúa Nueva Guinea. Su cultura fue objeto de estudio por parte del famoso antropólogo Bronislaw Malinowski.↵
- He reflexionado sobre esto en Barrio, 2018a.↵
- Lo ha reconocido tardíamente, pero de forma diáfana, lo cual le honra, tardíamente. Vid. la discusión que mantuvo con Joseph Ratzinger en Baviera, en el 2004, recogida en Ratzinger y Habermas (2006). (Vid también Barrio, 2012).↵
- Lo hizo en un congreso sobre la revolución sexual, a los cincuenta años de los acontecimientos de mayo del 68, evento que tuvo lugar en Madrid, en la Universidad Francisco de Vitoria, del 8 al 10 de noviembre del 2018.↵
- Resulta un poco ridículo ver a medio Viejo Continente convertido en Nunca Jamás, poblado de gente talludita vistiendo ropitas de teenager (sobre todo si se trata de señoras que ya no tienen mucho que enseñar) y luciendo énfasis de ir-a-mi-bola-y-a-los-demás-que-les-den. Puede que una quinceañera sea más vulnerable a las modas que le incitan a ir provocativa, o, lo que es lo mismo, a secundar lacayunamente a diseñadores que hacen negocio a base de convencer a las mujeres de que no pueden mostrar nada más interesante que la pechuga o las paletillas. Pero, además de escasa personalidad, manifiestan muy poco respeto por ellas mismas y por sus hijas las señoras que quieren que sus nenitas de cinco años vayan sexys al colegio. Cuando se trata de abuelas que presumen de culata o de jamones, la cosa empieza a rozar lo grotesco. El postureo y el ombligocentrismo se pueden disculpar más cuando uno tiene la edad del adolescente zangolotino. Pero más tarde comienza a resultar algo morboso.↵
- Me reservo aquí otro juicio sobre esta situación. Lo he expresado, y fundamentado, en un trabajo titulado «La bioética ha muerto. ¡Viva la ética médica!» (Barrio, 2015b), visible en la hoja web http://aebioetica.org/revistas/2015/26/86/25.pdf↵
- En su relato titulado La última escapada, Michael D. O’Brien (2009) ilustra de forma muy plástica –desde su propia experiencia familiar– cómo el postestructuralismo deconstruye los arquetipos sagrados. Son particularmente ilustrativas las referencias a la serpiente, icono demonizado por el judeo-cristianismo que, de acuerdo con Freud y Jung, es necesario deconstruir a base de «tragar su sombra». Otro mito que ha dado mucho de sí, sobre todo en la literatura francesa contemporánea, es el del «eterno femenino», el icono de la femme fatale, de irresistible atracción, que Groucho Marx ha ironizado de forma genial en sus películas.↵