Nada, en mi opinión, podría ser teóricamente más peligroso que la tradición de pensamiento orgánico en cuestiones políticas, por la que el poder y la violencia son interpretados en términos biológicos.
(Arendt, H. Sobre la violencia)
4.1 ¿Por qué la violencia es un problema de investigación?
Para entender el fuerte vínculo presente en los escritos de Arendt sobre temas vinculados la violencia, las formas totalitarias o los abusos de autoridad, resulta clave atender la noción de autor propuesta por Foucault. Este filósofo e historiador francés, crítico de las Ciencias Sociales contemporáneas, propone acentuar la mirada sobre las condiciones de posibilidad del surgimiento de una obra, ya que esta encontraría su existencia alejada de la propiedad individual. En este sentido, la obra es exterior y anterior al escritor como figura individual; un escrito precede y trasciende a quien lo escribe, pertenece a un momento histórico determinado, donde halla el sentido de su existencia. En términos de Foucault:
Se dice, en efecto, que lo propio de la crítica no es poner de relieve las relaciones de la obra con el autor, ni querer reconstruir a través de los textos un pensamiento o una experiencia; más bien tiene que analizar la obra en su estructura, en su arquitectura, en su forma intrínseca y en el juego de sus relaciones internas (Foucault 2010: 56).
Al considerar que la obra trasciende a quien escribe, no sería ilógico pensar que el contexto conflictivo de la Segunda Guerra Mundial y la privación de derechos a la que Arendt fue sometida,[1] dieron como resultado un vínculo fundamental entre sus escritos y temas vinculados a la violencia, la política y el totalitarismo. La misma filósofa descree de la idea de autor como dueño exclusivo de una obra; en cambio, propone centrar la mirada en los efectos de la acción y el discurso sobre las vidas de los mortales, y en la imposibilidad de intervenir sobre la propia vida excluyendo el contexto histórico y político. El siguiente pasaje extraído de La Condición Humana da cuenta de lo mencionado:
Aunque todo el mundo comienza su vida insertándose en el mundo humano mediante la acción y el discurso, nadie es autor o productor de la historia de su propia vida. Dicho con otras palabras, las historias, resultados de la acción y el discurso, revelan un agente, pero este agente no es autor o productor. Alguien la comenzó y es su protagonista en el doble sentido de la palabra, o sea, su actor y paciente, pero nadie es su autor (Arendt 2014: 208).
En el caso particular de la autora en cuestión, sería imposible negar la influencia del contexto social de la Europa de posguerra en relación al contenido de sus escritos. Entre los temas más recurrentes de Arendt, y ampliando lo mencionado anteriormente, es posible rastrear contribuciones en el campo de la política, el poder, el totalitarismo, las guerras del siglo XX, el humanismo, la educación y el análisis de la violencia como acontecimiento social.
Para Arendt, la problematización acerca de la violencia en occidente no recibió la atención merecida. Esta profundización teórica insuficiente daría cuenta de una negación, supuestamente vinculada a la connotación negativa del término, que explicaría los mitos y supuestos tejidos alrededor del mismo. En sus propias palabras:
Nadie consagrado a pensar sobre la historia y la política puede permanecer ignorante del enorme papel que la violencia ha desempeñado siempre en los asuntos humanos, y a primera vista resulta más que sorprendente que la violencia haya sido singularizada tan escasas veces para su especial consideración […]. Esto demuestra hasta qué punto han sido presupuestas y luego olvidadas la violencia y su arbitrariedad; nadie pone en tela de juicio ni examina lo que resulta completamente obvio (Arendt 2006: 16).
El abordaje de la violencia como problema de investigación sirve como herramienta metodológica para numerosas disciplinas sociales. Pensar la interpretación que la autora lleva a cabo respecto de la violencia como problemática social resulta de particular interés en campos como la historia, sociología, la filosofía y la educación; no solo por compartir un vínculo directo con la política, sino también porque la violencia, analizada como tema principal o secundario, es un tema recurrente entre las preocupaciones de las sociedades occidentales modernas.
4.2 Una necesaria revisión del pasado
Arendt centra su análisis en la modernidad y en los acontecimientos políticos que dieron lugar y trascendieron a la Segunda Guerra Mundial. Sus aportes nos sirven a modo de herramientas para interpretar cómo llegamos a nuestro presente, de qué manera la modernidad ha devenido en los acontecimientos que conocemos y que perspectivas de futuro podemos prever. Esta es la propuesta metodológica que atraviesa gran parte de la obra de Arendt, explicitada con detalle en el prólogo de su libro Entre el pasado y el futuro:
El hombre siempre vive en el intervalo entre pasado y futuro, el tiempo no es un continuo, un flujo de sucesión ininterrumpida, porque está partido por la mitad, en el punto donde él se yergue; y su punto de mira no es el presente, tal como habitualmente lo entendemos, sino más bien una brecha en el tiempo al que su lucha constante, su definición de una postura frente al pasado y al futuro otorga existencia (Arendt 1996: 17).
Arendt retoma la propuesta de Kafka respecto de ubicar a “él” en medio de una batalla librada por las fuerzas del pasado y el futuro.[2] El escenario es un campo de combate sobre el que las fuerzas del pasado y el futuro chocan una con otra; entre ellas podemos encontrar al hombre que Kafka llama “él”, quien, si quiere mantenerse firme por completo, debe presentar batalla a ambas fuerzas (Arendt 1996: 16). El ejercicio reflexivo que propone Arendt supone una revisión crítica del pasado; esto abre la posibilidad de generar una brecha en nuestro presente, es decir, entender dónde estamos y lo que hacemos a partir de un análisis, tanto de la tradición como de las perspectivas respecto del futuro. Se abre entonces una brecha entre el pasado y el futuro, puesto que cuestionamos el legado del pasado, que ya no se nos presenta en continuidad con el presente (Di Pego 2015: 219). El tiempo en la perspectiva de Arendt no es algo lineal y predecible; está sujeto a los posicionamientos políticos de los actores que pretenden hacer tanto una interpretación histórica como una proyección del futuro. Este posicionamiento debe conllevar ciertas precauciones teóricas para no caer en interpretaciones apresuradas y carentes de fundamento; respecto del pasado, la propuesta de Arendt es no desprestigiar lo anterior, es decir, no acusar apresuradamente al pasado de obsoleto por su carácter “tradicional”. Respecto del futuro, la precaución debe estar ligada a no dejarse llevar por el terreno de las utopías, ya que la utopía, por su carácter relativo, socava las posibilidades concretas de proyección. La ejercitación de un pensamiento político debe situarse en el vértice atemporal de la reflexión y la propia experiencia vivida. En términos de Arendt: “el propio pensamiento surge de los incidentes de la experiencia viva y debe seguir unido a ellos a modo de letrero indicador exclusivo que determina el rumbo” (Arendt 1996: 20).
La preocupación de Arendt en relación a la revisión del pasado se centra en la mirada que se tiene en el presente respecto de dicho pasado, y en los mecanismos en que el trabajo de la historización se lleva a cabo. Toda lectura respecto de acontecimientos previos estará mediada por los incidentes políticos que influyen en el presente; mirar el pasado desde el presente es hacerlo con un velo de significados que ponen en juego diversos intereses políticos (los que justificarían la necesidad de revisar el pasado). La tarea de un historiador, similar a la de un pescador de perlas,[3] radicaría en recuperar aquellos acontecimientos pasados y sus respectivos significados.
El análisis de los intereses que median en la lectura del pasado pueden fácilmente rastrearse en Los orígenes del totalitarismo, donde Arendt describe detalladamente el uso que los nazis hicieron de la naturaleza y de la historia (y particularmente de las teorías darwinianas)[4] para legitimar sus actos. A partir de dichas lecturas –mediadas por el interés en la legitimación de una supuesta raza aria superior al resto de la humanidad–, los pensadores y propagandistas del Nazismo crearon una ideología que amoldaba la noción de naturaleza a su conveniencia política.[5] Esta ideología sirvió al convencimiento de las masas y justificó la aniquilación de millones de personas de diversos orígenes y creencias, convertidas en enemigos políticos. Estos eran considerados indignos de ser incluidos en el amparo de la naturaleza “superior” (a la que sólo pertenecían los alemanes nacionalsocialistas). La lectura de una tradición fundada en los pilares de la ciencia, la razón y el progreso, en el caso del Nazismo sirvió de fundamento para justificar su ideología extremadamente racista.
Sólo a partir de la metódica tarea de recuperar los sentidos originales en que los hechos del pasado acontecieron, podremos rastrear los fundamentos y significados necesarios para entender nuestro presente. El pensamiento de Arendt se erige y se desarrolla en un vínculo permanente con la actualidad, y desde esta preocupación se remonta al pasado con el objeto de descubrir allí claves para repensar el presente (Di Pego 2015: 220). Sin embargo, Arendt no intenta rastrear el pasado exactamente como sucedió, lo que sería ilógico y metodológicamente imposible; la propuesta de Arendt supone una interpretación crítica vinculada con la verdad como des-ocultamiento. Los conceptos preservan del pasado sentidos que permanecen ocultos, y la interpretación crítica consiste en quitar el velo para que estos puedan emerger (Di Pego 2015: 220). En el caso de temas como la violencia, el ejercicio de una interpretación crítica estaría dirigido a comprender su connotación negativa, su utilidad como medio para la imposición de regímenes políticos, las confusiones que este término conlleva en relación a la noción de poder y las diferencias respecto del concepto de autoridad.
Hablar de violencia siempre conlleva cierta repugnancia, se lo puede considerar uno de los temas más oscuros en las Ciencias Humanas; pero, ¿por qué este concepto arrastra una connotación negativa? ¿Es que acaso asumir la presencia de la violencia supone el fracaso de los recursos “no violentos” legitimados por la mayoría de las sociedades occidentales? ¿Qué tipo de consenso existe detrás del uso de la violencia como mecanismo de coerción? Estos son algunos de los cuestionamientos que se desarrollarán a lo largo del presente apartado, en relación permanente con los escritos de Arendt pertinentes a la temática planteada.
Cabe destacar que los análisis de Arendt respecto de la violencia se vinculan permanentemente con el campo de la política, y con cuestiones vinculadas al poder. Respecto de esta revisión del concepto de violencia en la teoría de Arendt, Hilb aclara: “La violencia en Arendt ocupa un lugar paradójico o, en todo caso, un lugar que no es exactamente el esperado a priori: partiendo de la postura en la cual la violencia es per se ruinosa de la política, donde la violencia es lo opuesto al poder” (Hilb 2001: 11).
4.3 Los instrumentos de la violencia
En un ensayo de Arendt titulado Sobre la violencia,[6] escrito en 1969, la autora aborda en profundidad acontecimientos políticos relevantes de la segunda mitad del siglo XX, como las revueltas estudiantiles iniciadas en Francia en mayo de 1968, las respuestas represivas frente a estos movimientos y el análisis de algunas réplicas a nivel mundial. Este ensayo resulta clave para entender el concepto de violencia en la teoría de Arendt, puesto que completa el trabajo iniciado en Los orígenes del totalitarismo, donde se analizaba la violencia como medio eficaz y económico llevado a cabo por las políticas totalitarias asociadas al nazismo; y continúa lo desarrollado en La condición humana, donde examinaba la violencia en relación al poder. Hecha esta aclaración respecto de la bibliografía utilizada para el presente apartado, podemos emprender el análisis respecto de los instrumentos que implica la violencia.
La violencia puede prescindir del consenso, de las opiniones, del número, pero depende de los instrumentos, estos son los que garantizan su éxito. En la teoría de Arendt se consideran instrumentos no sólo las clásicas armas que se utilizarían en una guerra; el propio cuerpo, los grilletes de los esclavos, un decreto destinado a la supresión de derechos o la extrema burocratización del Estado también se hallan incluidos en esta lógica. Esta concepción abre considerablemente el abanico de temas a la hora de analizar la violencia como problema social. Tradicionalmente se creía que la violencia era sinónimo de agresión y que sus instrumentos se reducían a ocasionar un daño físico. Sin embargo, con esta concepción sería imposible delimitar con exactitud qué instrumentos están contenidos dentro de la acción violenta; del mismo modo, sería imposible recortar una definición exacta del término violencia, puesto que en la lógica de Arendt el mismo opera inmiscuido entre los más diversos asuntos humanos. Por esta razón, al hablar de violencia en la teoría de Arendt no se hace otra cosa que llevar adelante revisiones históricas y aproximaciones teóricas, sin pretender establecer afirmaciones ortodoxas e indiscutibles.
La autora marca una diferencia entre los términos violencia y acontecimiento violento: mientras que el primero hace referencia a un instrumento de la condición humana para conseguir un objetivo, el segundo implica la acción más inmediata, centrando su atención en las consecuencias del acto más allá de la acción. En palabras de Arendt: “El acontecimiento violento es entendido como una interrupción arbitraria de la rutina cotidiana que involucra cierta agresividad e intención de ocasionar un daño” (Arendt 2006: 15). Este daño no necesariamente tiene que ser físico: aunque la máxima consecuencia de la acción violenta sea, justamente, el daño físico, también se puede considerar como acto violento un insulto, un forcejeo, un grito. En esta lógica, no sería tan importante el medio (como sí lo es en relación a la violencia), sino la intención de dañar, el acto de agredir, de lastimar, de interrumpir una acción, etcétera.
En términos de Arendt (2006), el concepto de violencia está asociado a la búsqueda de un objetivo sin limitar los medios necesarios para conseguirlo; la violencia es la manifestación de la ausencia del poder. La autora destaca como máximo exponente de la misma el estallido de una guerra. En un conflicto bélico, donde se enfrentan al menos dos partes con las mismas intenciones, los bandos rivales son capaces de armarse y desatar la furia necesaria para la concreción de una meta particular. El fundamento de toda acción violenta conlleva la consecución de un objetivo, nada más importa. En la guerra, el propósito final es la aniquilación del otro, su destrucción, sin medir las consecuencias en el uso de los instrumentos que sean necesarios a tal fin.
Puesto que la violencia debilita el poder, y los costos de llevar a cabo una guerra son muy altos –no solo en términos económicos, sino también en cantidad y calidad de agentes reclutados–, desde la antigua Grecia el uso de la guerra está más vinculado a la conquista y la defensa que al gobierno de un territorio. Los griegos supieron resolver el paso de la guerra a la política a través del uso de la persuasión; los gastos que implica todo enfrentamiento bélico fueron cambiados por el establecimiento de un parlamento con base en la idea de la democracia y en la regulación a partir del uso de las leyes. Sin embargo, esta economía en la toma de decisiones políticas no eliminó la presencia de la violencia en los asuntos humanos; si bien se redujo la necesidad de apelar a la guerra para ejercer el dominio sobre un territorio y su población, la violencia se mantuvo a lo largo de la historia de occidente como un instrumento –por momentos más o menos persistente– vinculado al ejercicio del poder. O, en términos de Arendt, vinculado a la anulación del poder y al establecimiento de un dominio político explícito y sistemático más preocupado en los medios que en los fines.
4.4 “Hacer política” a través de la violencia
La relación entre violencia y política es clave para entender en qué medida la persuasión, puesta en escena desde la vida en la polis, reemplaza al uso de la violencia y traslada la atención del campo de batalla a la esfera de los asuntos humanos. Retomando lo desarrollado en apartados anteriores, es importante destacar que los griegos instauraron una separación entre las actividades asociadas a la acción y el discurso, otorgándole a este último la prioridad a la hora de mediar en las relaciones entre los hombres.
Esta ruptura del sometimiento a la espada, mediada por el uso de la palabra, no implica el abandono de la violencia: esta es reservada para los que se hallan por fuera de la polis, o, dentro de la misma, se dirige a aquellos que no aceptan las normas pautadas y ejecutadas por sus gobernantes. En el uso de la palabra nace la persuasión, base de la política en occidente, al mismo tiempo que se reserva el uso de la violencia para las funciones de resguardo, represión, además de las funciones más comúnmente conocidas: defensa, conquista y expansión.
Ser político, vivir en una polis, significaba que todo se decía por medio de palabras y de persuasión, y no con la fuerza y la violencia. Para el modo de pensar griego, obligar a las personas por medio de la violencia, mandar en vez de persuadir, eran formas prepolíticas para tratar con la gente cuya existencia estaba al margen de la polis (Arendt 2014: 40).
Para los romanos el uso de la violencia hacia los esclavos no resultaba algo problemático, puesto que provenían de territorios conquistados y su existencia se vinculaba a la labor requerida por otras personas; los esclavos carecían de la humanidad requerida para tener una opinión legitimada. Esta legitimación, asociada al estamento en el que se desenvuelve una persona, resultaba una condición necesaria para el uso de la palabra. Puesto que los esclavos carecían de ella, la violencia no sólo era el recurso ideal para su sometimiento, más bien era el único recurso inherente a su condición carente de humanidad; el esclavo, al igual que un animal domesticado, debía ser violentamente sometido y castigado si así era requerido por sus amos. La labor que demanda el cuerpo del esclavo debe ser satisfecha por el mismo esclavo; esta es una diferencia fundamental respecto de sus amos, ya que el esclavo, además de cargar con su propia labor, debe cargar con las labores de su patrón. Sólo aquellos esclavos que se mostraban conformes con la realización de las labores demandadas por sus amos podían gozar de la no-violencia de éstos.
Con los pertinentes recaudos teóricos, en Los orígenes del totalitarismo Arendt lleva a cabo un análisis comparativo entre el empleo de mano de obra forzada en los campos de concentración y la esclavitad mantenida por los romanos. Allí pretende demostrar que los internados en un campo de concentración no pueden ser concebidos como esclavos. Si los esclavos tenían un precio en tanto instrumentos y propiedad del dueño, los internados en un campo se vuelven absolutamente superfluos, no valen nada, son completamente prescindibles y por eso se los puede eliminar sin reparos:
El trabajo forzado como castigo se halla limitado en el tiempo y en la intensidad. El condenado conserva sus derechos sobre su cuerpo; no es absolutamente torturado ni es absolutamente dominado. […] A través de la historia, la esclavitud ha sido una institución dentro de un orden social; los esclavos no eran, como son los internados en los campos de concentración,
apartados de la vista y, por ello, de la protección de sus semejantes. Como instrumentos de trabajo, tenían un precio definido, y como propiedad, un valor definido. El internado en el campo de concentración no tiene precio, porque siempre puede ser sustituido; nadie sabe a quién pertenece, porque nunca ha sido visto. Desde el punto de vista de una sociedad normal es absolutamente superfluo, aunque en tiempos de aguda escasez de mano de obra, como en Rusia y en Alemania durante la guerra, es empleado para el trabajo (Arendt 1998: 652).
Una innovación de los campos de concentración radicó en que la violencia no sólo se utilizaba para corregir las desviaciones,[7] sino que acompañaba permanentemente a las acciones cotidianas. El sometimiento era parte de los esfuerzos nacionalsocialistas por crear una ideología –amparada en una supuesta naturaleza superior– capaz de justificar la deshumanización de las poblaciones judías. Al igual que los esclavos greco-romanos, los prisioneros judíos debían autoconvencerse de que su naturaleza era inferior a la de sus amos; sólo a partir del reconocimiento de esta supuesta superioridad innata, los judíos podían acceder a la “salvación” que implicaba el trabajo forzado. Como puede verse en la película titulada La lista de Schindler, la alternativa a la muerte era conseguir un empleo. Incluso si el trabajo era considerado denigrante para la vida humana (ya que, como ha mostrado Arendt, restringir la vida al trabajo sería el equivalente a coartar las potencialidades inherentes a la completitud de la vida humana, es decir, someter al hombre a su mera capacidad productiva),[8] era la única salvación en el interior de los campos.
En los centros de detención nazis, la utilidad del cuerpo apenas garantizaría la vida; la manutención de la vida dependía no solo de intentar llevar a cabo la propia labor,[9] sino de la disponibilidad y requerimiento de la mano de obra. La permanencia en los campos de concentración dependía en parte del trabajo demandado por el mundo artificial del mercado vinculado a la guerra. Este mercado basó su existencia en una paradojal y morbosa relación de dominación: dependía del esfuerzo de aquellos considerados indignos de formar parte de la “superioridad” de la raza aria.
La vida en los centros clandestinos de detención creados por la última Dictadura Militar Argentina –período comprendido entre los años 1976 y 1983–, no era muy distinta a lo relevado en los escritos de Arendt respecto de los campos de concentración nazis. De hecho, según varios relatos registrados en el Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas,[10] los centros de detención y tortura estaban decorados con esvásticas y simbologías pertenecientes al partido nacionalsocialista alemán. En dicho informe también se destina un capítulo exclusivo a la descripción de las torturas físicas recibidas por algunos sobrevivientes. En sus narraciones se destaca la obsesión de los militares por ocasionar dolor a través de la aplicación de picanas eléctricas, golpes, tabiques, disparos, ataduras, violaciones, entre otros métodos dirigidos directamente al cuerpo y a la búsqueda de su máximo sufrimiento (inmediatamente previo al punto de la muerte). La búsqueda de un dolor extremo, limítrofe con la muerte, estaba asegurada por la intervención de médicos que, según el relato de los sobrevivientes, sugerían cuándo había que interrumpir los tormentos para asegurar la perpetuidad física de la víctima. Cabe destacar que esto no suponía un alivio, sino por el contrario, el aseguramiento de una futura sesión de torturas.
No sorprende que algunos médicos, responsables (bajo juramento) de asegurar la salud de las personas más allá de su clase o ideología, trabajaran junto a los militares argentinos en los años de la dictadura, fundamentalmente colaborando en la aplicación de torturas. Incluso la iglesia estaba parcialmente aliada al actuar político de la dictadura, reescribiendo la ética comúnmente asociada al juramento, y poniendo en duda los pilares fundamentales de la religiosidad cristiana. Uno de los testimonios compilados en el Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas da cuenta de lo mencionado:
Sobre la parrilla uno salta, en la medida que le permiten las ligaduras, se retuerce, se agita, y trata de evitar el contacto con los hierros calientes e hirientes. La picana era manejada como un bisturí y el especialista era guiado por un médico que decía si aún podía aguantar más. Luego de una interminable sesión me desataron y se reanudaron los interrogatorios (CONADEP 1985: 35).
Al igual que Mengele y otros tantos médicos afiliados al partido nazi, la figura del médico encarna el saber científico que garantiza la correcta aplicación de las torturas. Lejos de preguntarse por aspectos éticos, lo más importante es la eficiencia del castigo físico, procurando evitar una muerte sin sufrimiento. El cuerpo humano funciona como un medio para extraer información;[11] la violencia es considerada el medio más eficaz, y el saber de la medicina garantiza la correcta aplicación de las técnicas dirigidas al tormento, la experimentación o la agresión deliberada.[12]
Tanto en la deshumanización de los prisioneros judíos por parte de los nazis, como en el empeño de los militares argentinos por aplicar torturas para extraer información, puede verse al cuerpo humano como un objeto de interés político y fin último de los medios asociados a la violencia. Sea este interés vinculado al trabajo esclavo, a la obtención de testimonios, o a la imposición de un sistema de gobierno totalitario, en todos los casos el cuerpo funciona como destino e interés final por parte de los sectores dominantes. Cuando desaparecen la palabra y la persuasión, es el cuerpo –y por añadidura el dolor y el sufrimiento al que puede verse sometido– el principal objetivo de toda forma de dominio, más preocupada por la coacción física y el consecuente establecimiento del terror que por el ejercicio del poder. Más adelante se ampliará sobre este tema.
4.5 Los malos entendidos asociados a la violencia
Otra de las preocupaciones de Arendt respecto del análisis de la violencia es la confusión casi automática de este término con otros parecidos. Particularmente, estos términos son poder, fuerza y autoridad. Muy lejos de significar lo mismo, no se puede desconocer su vínculo con la violencia puesto que ninguno aparece de manera “pura”; de hecho, en los asuntos humanos, no pueden aparecer conceptos puros en ningún estudio social, por más ortodoxo o veraz que se pronuncie. Una breve cita de Schutz nos recuerda esta dependencia de la investigación social respecto de la experiencia humana y la subjetividad de sus sentidos:
Las Ciencias Sociales procuran comprender los fenómenos sociales en términos de categorías provistas de sentido de la experiencia humana, y por lo tanto el enfoque causal funcional de las Ciencias Naturales no es aplicable a la investigación social. […] Un especialista en Ciencias Sociales debe construir tipos ideales o modelos en cuyos términos procura comprender la conducta social (Schutz 2008: 72-73).
Retomando las especificaciones terminológicas de la violencia sin pretender establecer verdades incuestionables, a continuación revisaremos las diferencias entre los conceptos poder y violencia en la teoría de Arendt. Mientras que el poder se basa en el dominio por vía del consenso –y la manifestación de dicha situación en un sistema legitimado por la mayoría (por ejemplo el voto en un sistema de gobierno democrático) –, la violencia puede prescindir del consenso. Puesto que la base fundamental de la violencia se basa en sus instrumentos, el dominio en esta lógica no precisa de la aprobación de la mayoría. La supresión de derechos y el terror suelen ser los medios más eficaces llevados a cabo por organizaciones políticas como la dictadura, la tiranía o el totalitarismo, cuyas intenciones de dominio, evidenciadas en la historia del siglo XX, son llevadas a cabo a través del uso explícito de la violencia. Al respecto, sostiene Arendt:
Una de las distinciones más obvias entre poder y violencia es que el poder siempre precisa el número, mientras que la violencia, hasta cierto punto, puede prescindir del número porque descansa en sus instrumentos. […] La extrema forma de poder es la de todos contra uno, la extrema forma de violencia es la de uno contra todos. Y esta última nunca es posible sin instrumentos (Arendt 2006: 57).
Siguiendo con esta línea, las dictaduras latinoamericanas de fines del siglo XX, resultan un claro ejemplo del dominio político mediado por el uso del terror y la violencia. Tomemos el ejemplo de la relación entre conscriptos y militares durante la Guerra de Malvinas:[13] a pesar de pertenecer al mismo bando, los soldados que se sublevaban contra sus superiores eran sometidos al castigo del estaqueamineto en manos de sus propios compañeros. Si bien la orden emanaba de los militares de rango superior, eran los mismos conscriptos, movilizados por el terror de sufrir la misma pena, quienes maniataban al soldado sancionado.
La violencia puede ser justificable pero nunca será legítima. […] La violencia puede siempre destruir al poder; del cañón de un arma brotan las órdenes más eficaces que determinan la más instantánea y perfecta obediencia. Lo que nunca podrá brotar de ahí es el poder (Arendt 2006: 72-73).
Una vez finalizada la guerra, y pasados los años de censura implícitos en el discurso político del país, los conscriptos argentinos, víctimas de los abusos de autoridad por parte de sus superiores, denunciaron los malos tratos sufridos. El uso de la violencia como refuerzo de la autoridad y aplicada a fines correctivos, no sirvió para nada más que distanciar dos facciones dentro de un mismo ejército. El estaqueamineto o cárcel de campaña, castigo previo al fusilamiento y el más común durante la guerra de Malvinas, no legitimó de modo alguno el ejercicio del poder por parte de los militares al mando.
El dominio por medio de la violencia no es otra cosa que el resultado de la pérdida de poder. La coerción nunca va estar acompañada de la legitimidad: son dos conceptos antagónicos, uno implica necesariamente la incapacidad del otro. Cualquiera ejecutaría una orden a punta de pistola, pero esto no justifica el sentido de la orden, ya que no sería más que una acción de defensa, una respuesta forzada. En términos de Arendt:
Reemplazar al poder por la violencia puede significar la victoria, pero el precio resulta muy elevado, porque no sólo lo pagan los vencidos; también lo pagan los vencedores en términos de su propio poder (Arendt 2006: 74).
Reemplazar el poder con violencia es una tentación cuando se pierde legitimidad. Esto fue lo que sucedió en la crisis Argentina del año 2001, cuando el ex presidente De La Rúa otorgó vía libre a las fuerzas policiales para desconcentrar las revueltas populares conocidas como “el cacerolazo”. El éxito en la operación que buscaba dispersar a los manifestantes dejó decenas de muertos y réplicas en todo el país, forzando así la renuncia del presidente de manera precipitada hacia fines de diciembre del mismo año. Cuando un gobierno decide apelar a los instrumentos de coerción deja entrever su falta de poder; no es otra cosa que un recurso desesperado por mantener su posición de dominio. La violencia puede destruir al poder, pero no puede crearlo ni reemplazarlo; violencia y poder no son términos compatibles, de hecho son opuestos. En un gobierno totalitario, el poder no es un problema que requiere de gran atención, como sí es lo son la violencia y los intentos por efectivizar los medios para llevarla a cabo.
Arendt asume que la única manera en que el uso de la violencia sería aceptado, sería frente a una situación de defensa. Sin embargo, cabe destacar que su uso, si bien puede ser justificado, nunca será legítimo:
La violencia puede ser justificable pero nunca será legítima. Su justificación pierde plausibilidad cuanto más se aleja en el futuro el fin propuesto. Nadie discute el uso de la violencia en defensa propia porque el peligro no sólo resulta claro sino que es actual y el fin que justifica los medios es inmediato (Arendt 2006: 72).
Esto no resulta novedoso si, como se mencionó anteriormente, analizamos el contexto en que la autora produjo sus obras: sus inicios académicos en la Alemania nazi siendo una mujer judía, su posterior encarcelación y estadía en el campo de concentración de Gurs, dan cuenta de sus reflexiones en torno a la violencia como recurso para la concreción de objetivos. Si bien habría que profundizar más al respecto, en una entrevista realizada para la televisión alemana en 1964, Arendt incluso habló de la necesidad de un ejército judío para frenar el avance militar de los nazis (claro que esta reflexión era una pretensión irreal y cronológicamente distante, probablemente basada en la impotencia de sus años de censura bajo el régimen Nacionalsocialista). En este sentido, una de las críticas de Arendt al pueblo judío alemán –por la que al mismo tiempo fue duramente criticada– radica en su falta de organización política frente al advenimiento de los acontecimientos bélicos protagonizados por el nazismo; la gravedad de estos acontecimientos ameritaba un corrimiento del lugar de espectador, para, en cambio, ejercer una resistencia activa. En su lógica de pensamiento, si la violencia fuese necesaria para escapar de una situación de riesgo, este uso sería justificado, puesto que el objetivo del otro, sin limitaciones, estaría dirigido a atentar contra la vida del o los oponentes involucrados en una contienda.
4.6 La fuerza del cuerpo versus la mediación del lenguaje
La fuerza, en el sentido marxista del término y vinculada al trabajo, es algo que puede poseerse o intercambiarse, incluso adquiere valor en un mercado de cambio y es factible de medir en términos económicos. Esta fuerza asociada al movimiento necesario para llevar a cabo un trabajo se suele conocer como “fuerza productiva” o “fuerza de trabajo” y es una de las principales preocupaciones de los economistas modernos, ya que gran parte de sus esfuerzos están dirigidos a hacer de esta fuerza, justamente, un producto más eficiente y menos costoso. El análisis filosófico-político del concepto de fuerza que propone Arendt no se reduce sencillamente a interpretar la fuerza en el sentido marxista, como algo vinculado exclusivamente al trabajo y a los medios de producción. A partir de una detallada revisión de la obra de Marx –explícita en el capítulo destinado al trabajo en La condición humana–, Arendt propone pensar la fuerza como una cualidad particular e indisociable de la existencia humana, la cual, si bien puede medirse en términos individuales, subyace al efecto de la fuerza común. Respecto de esta superioridad del consenso que implica la noción de poder en relación a la fuerza individual, Di Pego aclara lo siguiente:
El poder es el potencial estar unidos de los hombres mediante la acción y el discurso, que se mantienen mientras no se separen palabra y acto, y mientras las palabras no sean vacías y los hechos no sean brutales. Entonces, la esfera pública requiere para su existencia de poder, que no es otra cosa que esa potencialidad que emana del estar entre los hombres. A diferencia de la fuerza que pertenece a cada individuo, este no existe en el hombre aislado, sino sólo cuando los hombres actúan juntos (Di Pego 2015: 251-252).
La fuerza es entendida en la lógica de Arendt como una capacidad individual, presente en la existencia corporal del hombre y cuya potencialidad puede variar de un hombre a otro, pero siempre estará supeditada al poder. En otras palabras, solo puede existir la fuerza si las relaciones de poder así lo permiten; el cuerpo con sus características potenciales, comúnmente asociadas a la capacidad “natural” del ser humano –esto es, las posibilidades de defenderse, de atacar, de huir, de soportar golpes, de sanar heridas, etcétera–, adquieren sentido, en términos biológicos, cuando estudiamos al humano en su particularidad. Pero si pretendemos medir la fuerza individual en relación al poder de otros, la fuerza individual siempre se hallará en detrimento respecto del poder: “La fuerza (…), es indivisible, y aunque se equilibre también por la presencia de otros, la acción recíproca de la pluralidad da por resultado una definida limitación de la fuerza individual” (Arendt 2014: 224). En una jerarquía simbólica donde la violencia puede dispersar al poder, éste, al mismo tiempo, sería capaz de debilitar a la fuerza. Completando la cita de Arendt:
El poder es siempre un poder potencial y no una intercambiable, mensurable y confiable entidad como la fuerza. Mientras que ésta es la cualidad individual de un individuo visto en aislamiento, el poder surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece en el momento en que se dispersan (2014: 224).
El poder de un grupo social supera la fuerza individual no solo en términos de potencia y de destrucción, lo cual sería un razonamiento lógico, sino también a partir del uso de la palabra, generando espacios para el diálogo en los que la fuerza individual se convierte en algo innecesario. En el pensamiento de Arendt, el ejercicio del poder supone la participación a través del acto y la palabra. Con particular atención en el uso de la palabra, es la persuasión –función intencionada del lenguaje inaugurada por los griegos para ejercer y legitimar la política– la que suplantaría la necesidad del uso individual de la fuerza y de los instrumentos de la violencia en la esfera pública de los asuntos humanos. En este sentido, Schutz afirma que
Desde el comienzo, nosotros, los actores en el escenario social, experimentamos el mundo en que vivimos como un mundo natural y cultural al mismo tiempo; como un mundo no privado, sino intersubjetivo, o sea, común a todos nosotros, realmente dado o potencialmente accesible a cada uno. Esto supone la intercomunicación y el lenguaje (Schutz 2008: 72-73).
El filósofo eslovaco Slavoj Zizek también destaca la importancia del lenguaje en la comunicación humana y resalta su valor como estrategia pacificadora. Incluso la agresión verbal o el uso del insulto suponen un reconocimiento del otro como un sujeto atravesado por el lenguaje, lo que corre a un segundo plano la necesidad de apelar a la violencia. Focalizando el análisis de la violencia como problemática social en los comienzos del siglo XXI, los aportes de Zizek resultan interesantes para comprender cuestiones actuales que interpelan a la violencia en relación a los medios de comunicación, el uso de internet y las nuevas amenazas como el terrorismo fundamentalista y la denegación fetichista. Este filósofo contemporáneo propone entender el concepto de violencia como un exceso de agresión que perturba el curso normal de las cosas. En una contienda prevalecen el desenfreno y la liberación, puesto que los adversarios desean siempre más y más. En sus propios términos:
Los adversarios en un conflicto tienen ambos una tendencia natural a exigir siempre más. Nada es suficiente para ellos, nunca se ven satisfechos. No saben cómo detenerse, no conocen límites. El deseo exige más, mucho más de lo que necesitan (Zizek 2008: 81).
Zizek ve en la política liberal del siglo XXI un sistema que avala la cotidianeidad de la violencia en los asuntos humanos y una exposición irreflexiva de la misma. Esta presencia constante de la violencia estaría exacerbada por medios como la televisión o las redes sociales. A través de una complicidad involuntaria, uno puede observar en las noticias el caso de una masacre en medio oriente, una toma de rehenes o un fusilamiento, y sin embargo no puede hacer nada al respecto, sólo continuar con su rutina diaria. Esta actitud de horrorizarse, de espantarse pero no hacer nada, es denominada por Zizek denegación fetichista. En sus propias palabras: “lo sé, pero rechazo asumir por completo las consecuencias de este conocimiento, de modo que puedo continuar actuando como si no lo supiese” (Zizek 2008: 81).[14]
A lo largo del libro de Zizek, denominado Sobre la violencia,[15] es posible rastrear una lectura de Arendt pertinente a algunos temas vinculados con la violencia y el holocausto. Particularmente, el autor toma de Arendt varias cuestiones asociadas a La banalidad del mal para describir la paradojal vida de conocidos genocidas, cuyos contextos familiares y afectivos no estarían muy distantes a los de cualquier hombre común (abocado al trabajo y la rutina cotidiana).[16]
4.7 Conclusiones del apartado
Sería muy difícil encontrar una definición de violencia que abarque por completo las interpretaciones de cuerpo y naturaleza que se trabajaron a lo largo del libro. Esto nos permite suponer que la violencia, al igual que el resto de las construcciones sociales, carece de un sentido innato, de una esencia o de una ontología determinada. La violencia, a la par que la historia y la naturaleza, se encuentra sujeta al orden político imperante, y su uso en este sentido –generalmente vinculado a la tiranía, el autoritarismo o el totalitarismo, aunque también asociado a ciertas políticas democráticas– resulta un medio eficaz en cuanto a la obtención de resultados inmediatos. Esta eficacia se basa en la precisión de sus instrumentos; sin embargo, estos carecen de legitimidad, y por lo tanto de poder. Violencia y poder, lejos de ser lo mismo, se hallan enfrentados: el poder es la unión en relación a una dirección común, mientras que la violencia –a través de su carácter instrumental– se orienta a obtener la conducta deseada en el otro. Siguiendo a Arendt, la violencia puede destruir al poder, pero es absolutamente incapaz de crearlo (Arendt 2006: 77).
Si bien existen tantas definiciones de violencia como destinos de la misma, sería una generalización abusiva utilizar el término para explicar cualquier problemática social, sin llevar a cabo una minuciosa contextualización e historización al respecto. En los comienzos del siglo XXI, es posible hallar el uso frecuente de términos como “violencia barrial”, “violencia escolar”, “violencia en el deporte”, “violencia de género”, “violencia en el tránsito”, etcétera. Desde mi punto de vista, esto es una interpretación ahistórica de la violencia y un reduccionismo al caso particular, dejando al lado el recorrido del término vinculado a la historia y la política, tarea cuidadosamente llevada a cabo por Arendt a lo largo de sus obras. El relevamiento que inicia la autora en Los orígenes del totalitarismo, y termina veinte años después con la publicación del libro titulado Sobre la violencia, da cuenta no sólo de la ausencia de análisis reflexivos y filosóficos en torno al tema de la violencia en occidente, sino también de las intenciones de varios gobiernos por el uso de sus instrumentos.
Considerados por Arendt como extremadamente eficaces y peligrosos, los instrumentos de la violencia no se agotan en las clásicas armas de guerra; estos abarcan todo aquello que priorice la ciega consecución de un fin. Esto incluiría desde el uso del propio cuerpo, hasta la sanción de una ley opresiva o la imposición de una orden, solo para nombrar algunos ejemplos recurrentes. Esta interpretación, más que aclarar, amplía la problematización de la violencia, asumiendo que es parte de los asuntos humanos, y, por lo tanto, su uso siempre conllevará una intencionalidad política en un marco histórico determinado.
- Esta privación de derechos hace referencia de manera general a los abusos de poder por parte del Nacionalsocialismo en Alemania entre los años 1933 y 1945; y de modo particular, al encarcelamiento de Arendt, su detención en un campo de concentración, su condición de apátrida y su necesidad de huir hacia Norteamérica como exiliada política en el año 1941. Al respecto, en una entrevista llevada a cabo para la televisión alemana en 1964 Arendt expresó lo siguiente: “Eso nunca debió haber ocurrido, y no me refiero con esto al número de víctimas; me refiero a la fabricación de cadáveres. (…) Ahí pasó algo de lo que ya nadie puede desprenderse”.Entrevista realizada a Hannah Arendt por Günter Gauss y emitida por la televisión de Alemania Occidental el 28 de Octubre de 1964. Véase al respecto Arendt (2005).↵
- Desde mi punto de vista, Arendt resalta la utilización por parte de Kafka del pronombre personal “él”, en vez de “alguien” para referirse al hombre de manera genérica. La siguiente cita de Arendt da cuenta de esta mención: “(…) el hombre, dentro de la realidad total de su ser concreto, vive en esa brecha del tiempo situada entre el pasado y el futuro. Sospecho que la brecha no es un fenómeno moderno, que quizá ni siquiera es un dato histórico, sino algo coetáneo de la existencia del hombre sobre la tierra” (Arendt 1996: 19).↵
- Analogía de la tarea del historiador, minuciosamente desarrollada por Di Pego (2015), a partir de la cual Hannah Arendt describe a Walter Benjamin como un investigador que recupera aquellos sentidos “cristalizados” del pasado que permanecieron inmunes al paso del tiempo. En palabras de Di Pego: “La descripción que Arendt realiza de Walter Benjamin como un pescador de perlas que rescata las riquezas que, cristalizadas por el paso del tiempo, se conservan en el lecho marino, también puede resultar esclarecedora respecto de su propio pensamiento, que sin lugar a dudas se forjó en estrecha relación con el legado del propio Benjamin” (Di Pego 2015: 221). ↵
- Este interés político en el uso de la historia y la naturaleza, explícitamente llevado a cabo por los nazis, queda expuesto en un pasaje de Los orígenes del totalitarismo del siguiente modo: “Lo que por eso tratan de lograr las ideologías totalitarias no es la transformación del mundo exterior o la transmutación revolucionaria de la sociedad, sino la transformación de la misma naturaleza humana. Los campos de concentración son los laboratorios donde se prueban los cambios en la naturaleza humana, y su ignominia no atañe sólo a sus internados y a aquellos que los dirigen según normas estrictamente «científicas»; es tema que afecta a todos los hombres. Y la cuestión no es el sufrimiento, algo de lo que ya ha habido demasiado en la Tierra, ni el número de sus víctimas. Lo que está en juego es la naturaleza humana como tal” (Arendt 1998: 685).↵
- Este uso explícito de la propaganda para fines políticos, particularmente para el convencimiento de las masas respecto de las intenciones nacionalsocialistas, queda claramente explicado en el siguiente pasaje de Los orígenes del totalitarismo: “La propaganda nazi concentró todas sus perspectivas (…) en un concepto que denominó Valksgemeinschaft. Esta nueva comunidad, ensayada por el movimiento nazi en la atmósfera pretotalitaria, se hallaba basada en la igualdad absoluta de todos los alemanes, una igualdad no de hecho, sino de naturaleza, y en su absoluta diferencia de todos los demás pueblos” (Arendt 1998: 529). ↵
- El análisis de la violencia en La condición humana está más ligado a la continuación del trabajo iniciado en Los orígenes del totalitarismo, (dónde Arendt analiza las características de los regímenes totalitarios y comunistas de la primera parte del siglo XX). En La condición humana, la violencia aparece como factor mitigador, externo y ajeno a la población de los Estados, dónde el fin último consiste en la coacción de las posibilidades de la acción. En otras palabras, la violencia –y el efecto de terror que su sistematización suscita en las poblaciones subordinadas– es el medio, más frecuentemente utilizado por los regímenes totalitarios, para coartar las libertades de las masas subsumidas bajo el control del Estado. En el libro titulado Sobre la violencia, en cambio, la atención está dirigida al análisis de acontecimientos políticos contemporáneos a la publicación de la primera edición (1969-1970), es decir, que la mirada se centra en las revueltas surgidas a partir del “Mayo Francés” de 1968. A pesar de esta aclaración, es importante destacar que ambas obras son perfectamente compatibles a la hora de llevar a cabo un análisis exhaustivo de la violencia, ya que en ambas se destaca a la violencia como problema inherente a la modernidad; asumiendo que sería imposible reducir el análisis de dicha problemática a un acontecimiento aislado.↵
- Michael Foucault desarrolla esta idea de la violencia vinculada al castigo correctivo, aplicado por una cadena de mando jerárquico en la que el poder se ejerce no solo a través del uso de la violencia corporal sino a través de la amenaza constante de la sentencia legal (el castigo del juez ocupa el lugar del verdugo y supone una alternativa legítima, eficiente y económica al uso explícito de la violencia). El mismo Foucault, en su libro Vigilar y castigar, afirma que en el Estado Moderno el uso de la violencia es sustituido por la vigilancia y por la presencia constante e incisiva de instituciones destinadas a mantener el orden a través de la disciplina (la escuela, el hospital, la milicia, y sobre todo la cárcel). Con la violencia en manos del sistema de gobierno, pero sin la necesidad de ejercerla (por todo un sinnúmero de recursos simbólicos), el cuerpo se transforma en un objeto de interés del poder. Un objeto de interés manipulado por la presencia constante de instrumentos de reforma, basados en la amenaza latente que supone el uso institucional de la violencia correctiva y la pérdida de derechos. Al respecto véase Patierno (2014).↵
- La reducción de la existencia humana al artificio y la producción del animal laborans y del trabajo devenido en labor repetitiva y cíclica (esto es, la reducción del cuerpo a sus mecanismos musculares), serían el equivalente, en la lógica de Arendt, a una vida sin humanidad.↵
- Este intento desesperado por satisfacer las propias necesidades e intentar sobrevivir a una situación extrema de la mejor manera posible, me recuerda a las palabras mencionadas por un excombatiente de la guerra de Malvinas entrevistado en el marco de una investigación anterior. En sus propios términos: “Ya en los últimos días, cuando la situación era extrema, los soldados se querían volver más allá de cualquier cosa. En mi caso particular, durante los días de combate duro, intentaba no decaer el ánimo; he visto compañeros que la pasaron muy mal, les costaba de sobremanera adaptarse a la situación; yo intentaba, en la medida de lo posible, mantenerme con ganas de pelearla (comer, buscar abrigo seco, descansar, mejorar el pozo), es una búsqueda constante, de cómo estar mejor uno, independientemente de lo que pasa alrededor”. Nótese que al pretender “pelearla”, este excombatiente no pretendía otra cosa que vivir; o mejor dicho, revivir experiencias mundanas asociadas con la vida cotidiana. Cuando un evento catastrófico, una guerra o la privación de derechos pone en jaque la vida humana y la reduce a sus funciones vitales, los relatos de las víctimas suelen coincidir en la permanente búsqueda de esa humanidad arrebatada. Véase al respecto Patierno (2011).↵
- La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas fue creada por decisión del ex presidente de la República, Dr. Raúl Alfonsín, el 15 de diciembre de 1983. Sus principales objetivos consistían en contribuir al esclarecimiento de los hechos producidos en el país como consecuencia de la acción represiva desatada por el régimen militar instaurado en 1976. La comisión eligió como presidente al escritor Ernesto Sábato y entregó su informe al Presidente de la República el 20 de septiembre de 1984, tras relevar 7.380 legajos. Dichos expedientes comprendían denuncias de familiares de desaparecidos, testimonios de sobrevivientes de los centros clandestinos de detención y declaraciones de algunos miembros de las fuerzas de seguridad que intervinieron en el accionar represivo.↵
- En los campos nazis no se trataba de obtener información, sino de llevar a cabo la dominación total. El hecho de pertenecer a una determinada “raza” o credo religioso alternativo al cristianismo (judíos, testigos de Jehová, gitanos, etc.) era suficiente para ser catalogado como enemigo del régimen. La causa del encierro era el origen, el color de piel o la creencia, y no la posesión de información relevante.↵
- En el film denominado La batalla de Argel (1966), es posible observar la implementación de diversos tormentos con objetivos de obtener información relevante para los interrogadores (en este caso particular, militares franceses sobre revolucionarios argelinos). Entre estos medios se encuentran las golpizas, el ahorcamiento, la aplicación de electricidad y el ahogamiento. La aplicación de estas torturas-interrogatorios, evidenciadas en la guerra de Argelia, fueron fielmente replicadas en los centros clandestinos de detención argentinos durante la última dictadura militar. Véase al respecto el documental Escuadrones de la muerte. La escuela francesa (2003) –información completa sobre el marial fílmico mencionado, disponible en el apartado correspondiente a la filmografía–. ↵
- La Guerra de Malvinas fue un conflicto bélico entre la República Argentina e Inglaterra, que tuvo lugar en las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sándwich del Sur. La guerra se desarrolló fundamentalmente entre el 2 de abril, día del desembarco argentino en las islas, y el 14 de junio de 1982, fecha acordada del cese de hostilidades. El saldo en vidas que dejó el conflicto, pasados los 74 días que duró la ocupación Argentina, fue de 649 militares argentinos, 255 británicos y 3 civiles isleños. El resultado final de la contienda permitió a Inglaterra mantener su soberanía sobre las islas, a pesar de los continuos reclamos de soberanía por parte de las máximas autoridades argentinas.↵
- En un trabajo desarrollado en 2014, denominado “El cuerpo como medio para la violencia en adolescentes escolarizados”, propongo llevar a cabo una lectura respecto de la denegación fetichista como un recurso disparador para el abordaje de situaciones conflictivas en contextos educativos secundarios. “El concepto de denegación fetichista nos advierte sobre los riesgos de la apatía y la falta de reflexión; ejes centrales de toda propuesta educativa en relación al problema de la violencia. Toda propuesta pedagógica pertinente a esta problemática debe estar enfocada en este aspecto, es decir, en la exploración de los usos del lenguaje y las posibilidades de mitigar los factores institucionales y externos que favorezcan el surgimiento de situaciones violentas” (Patierno 2014b).↵
- Cabe destacar que toda vez que Zizek menciona a Arendt lo hace en términos críticos, y aun cuando toma cuestiones trabajadas por la autora en su libro Eichmann en Jerusalén, no es posible hallar en el libro del filósofo mención alguna de la bibliografía publicada por Arendt.↵
- Las complejas relaciones entre Zizek y la obra de la filósofa alemana serán abordadas en un trabajo posterior↵