Presentar(se) afuera
Hasta aquí, Rosario fue tomada al vuelo, en su apariencia fractal, su anhelo fluvial, su profusión verde y su oficio de costura significante. Tras el paneo cenital, los motivos de apertura cultural y ribereña reemergen al nivel de las prácticas cotidianas. Las entrevistas realizadas devuelven dimensiones anímicas vinculadas al espacio público y señalan la abundancia de actuaciones a cielo abierto. Aunque toda empresa genealógica de las artes performáticas urbanas reconoce influencias múltiples y profundidades improbables, es posible aventurar sus trazos gruesos. Actuar en la calle, hacerlo itinerantemente en la ciudad, comporta ribetes familiares. Trabajos seminales (Castagnino, 1969; Seibel, 1993) lo asocian a la circulación y la difusión de elencos y prácticas circenses en Argentina. Primero, los volatineros en las colonias españolas a finales del siglo XVIII y las giras de las compañías europeas por un territorio rioplatense recientemente independizado. Luego, el Circo Criollo de los Podestá en los años 1880, los cruces con el teatro y la festivalización de la sociedad de masas en el entreguerras. Antes que meros desplazamientos en el tiempo y el espacio, las trayectorias también significaron continuas reinterpretaciones de repertorio e hibridaciones técnico-estéticas. Las pantomimas y sainetes decantaron en funciones que combinaban números acrobáticos y payasescos de pista, hasta mestizarse con puestas dramatúrgicas provistas de diálogos. Las estructuras de los espacios de representación se repartieron entre ruedos, tablados y escenarios. El paso del tiempo les dio peso y popularidad a las teatralizaciones frente a las destrezas iniciales, más habituales en el viejo continente (Ponce, 1971). Luego de la última dictadura militar, el circo se reinventó a partir encuentros recurrentes entre destaques físicos, presentaciones paródicas y montajes escénicos. En Buenos Aires, el predominio del teatro comunitario en los años 1980 abrió camino a los denominados Circo Callejero y Nuevo Circo en la década siguiente (Infantino, 2015).
En Rosario, mientras los hitos musicales orbitaban a nivel nacional, el ámbito del teatro cumplió un rol algo doméstico. La coyuntura posdictatorial abonó el florecimiento dramatúrgico en dos frentes. Uno se dio puertas adentro, en recintos y salas. Aquende sus fachadas y paredes se sucedieron ensayos intensivos en torno a asociaciones de nóveles actores. Desde mediados del siglo XX existió un circuito teatral independiente que adaptó elementos de la escena porteña y articuló un mercado cultural incipiente (Logiódice, 2016). Las producciones formalizadas se dieron cita en los auditorios más consolidados y resonantes de la urbe. Entretanto, como en el caso capitalino, un teatro filodramático y de tendencia comunitaria maduró en clubes, salas pequeñas y sedes de organizaciones sociales. Desde 1965, se destacó el grupo Arteón, un emprendimiento artístico multidisciplinario y militante (Logiódice y Di Filippo, 2015). En 1981, a partir de ese espacio surgió la Agrupación Discepolín. La instancia fue ponderada como “artesanal, autogestiva y comunitaria” por sus integrantes (Palma, 2007:124). “Chiqui” González, futura gestora del CEC y las culturas infantiles, sitúa sus primeras armas dramáticas en Arteón y su formación política y escritural en Discepolín (Suárez y Giacometto, 2003). Compartiendo el mapeo de experimentación teatral y resistencia, estuvo el agrupamiento Cucaño (La Rocca, 2012). Desde mediados del decenio de 1980, las tentativas teatrales rosarinas amasaron especificidad y configuraron un campo semántico. Con todo, los refinamientos estéticos redundaron en vínculos más endebles con sus lógicas iniciales hacia lo común (Logiódice, 2012).
Al aire libre, el otro frente representacional se encastró mejor con las dinámicas urbanas en ciernes. En un marco que vinculaba al espacio público con la democratización cultural (Vich, 2014), unas fuerzas espaciales centrífugas pluralizaban los entornos de la ciudad. El ocaso del control castrense y la alianza de las carteras municipales observaron la multiplicación de pequeños espectáculos montados en plazas, parques y calles. Los voceros de la flamante Subsecretaría de Cultura manifestaron su disposición a apadrinar el fenómeno “siempre y cuando apoyara a una idea política” (Cardini, 2015: 28). No obstante, un universo de artistas y transeúntes desbordaba esa mesura. Varios entrevistados construyen un espectro epocal adjetivado en la holgura y la profusión. Raul Bruschini (entrevista personal, 07/04/2021), mimo y actor callejero activo en el período, recuerda la facilidad de
presentar en la calle en los ochenta. Con Alfonsín hubo una explosión. Una especie de destape cultural, porque había mucha gente que venía trabajando de manera subterránea desde antes, pero no en espacios […] no se podían hacer cosas afuera […] Pero ahora la gente se paraba, estaba ávida de ver. El público no cautivo, que es el que está dando vueltas por una peatonal o por un parque, se quedaba. Es más, había mucha gente que lo sabía: que a tal hora o tales días había funciones. Iban, paseaban un rato y se armaban unos ruedos, unos corros increíbles de gente. Un momento de boom de espectáculos en espacios abiertos.
El testimonio descansa en un sentido de lo disponible: la chance de presentar(se) y la disposición de los espectadores ocasionales a incorporar intervalos teatrales en sus andares. Sin encontrar la institucionalización de Buenos Aires, actuar afuera en Rosario amasó legitimidad tácita en la proliferación. El aumento de las obras de lo que ampliamente se denominaba teatro callejero fue a remolque de un entusiasmo volcado en los espacios públicos. La calle de esas tragedias y comedias insinuaba distintos escenarios. Por un lado, la vía pública, especialmente las peatonales del microcentro. Por otro, los espacios verdes de mayor popularidad, fundamentalmente los Parques Independencia, Urquiza y a la Bandera. Antiguamente considerada un género menor, la dramaturgia callejera nació sin especificidad procedimental, haciéndose fuerte en el histriónico encuentro con los paseantes (Alvarellos, 2007). Una espacialidad con requerimientos variables de “mano de obra” hacía convivir nutridos elencos con duplas y entregas unipersonales. Bruschini sitúa el comienzo de su labor artística en 1985, haciéndose lugar en una cartografía previa:
Había mucha gente trabajando desde el 83. Laburos en la peatonal, en los parques […] salían cosas todo el tiempo. Mucho formato grupo. En mi caso, fue primero con un grupo grande de mimo, después con dúos y tríos con compañeros. […] Estaba el grupo de Marcelo Palma. […] Había laburos barriales, lo del Flaco Palermo. Una movida interesante.
Las disposiciones actorales encontraron sus dóndes y cuándos en la promisoria expansión posdictatorial. La “avidez” de ver contribuyó a la conformación de paisajes eventuales relativamente espontáneos. Antes de popularizarse con la inestable referencia de performance (Taylor, 2011), diversas prácticas espacio-corporales teatralizadas recubrían simbólicamente la urbe, “peri-formándola”. El mapeo devuelve una vívida imagen de intervenciones efímeras urgidas por la reproducción socioeconómica diaria. El trazado urbano se activaba por partes, amparándose en las calendarizaciones de lo cotidiano. En la semana, las peatonales ofrecían el secuestro escénico de los paseos de compras y las salidas de las jornadas de cuello blanco. Los sábados y domingos instalaban obras puntuales en el verde, dirigidas a los buscadores de oxigenación y las familias caminantes. Según Bruschini,
nos cagaba la cuestión del tiempo, los parques. Eso era una vez por semana. La peatonal era algo que tenías todos los días. En el 85, 86 era un laburo como abrir un kiosco. Sabíamos que terminaba la actividad, que eran […] las 5, 6 de la tarde. Íbamos, tirábamos función en la peatonal y se juntaba la gente que salía del laburo o de hacer compras.
Las primeras centralidades del fractal concentraban multitudes, pero la cartografía teatral comprobó fenómenos de diversificación espacial. Los gestores municipales inventariaron el brote de centros culturales barriales de nuevo tipo, fomentando algunas de sus actividades. Los territorios periféricos, catalogados así por trascender los Bulevares Seguí y Avellaneda, representaron afueras posibles para la actuación. El último de los mencionados por Bruschini, el “Flaco” Palermo (entrevista personal, 11/02/2016), abunda sobre entornos distritales, relaciones artísticas y vaivenes autodidácticos:
Arranco con el teatro de casualidad, no vengo del ámbito […] Acá en el barrio me metí yo solo […] Veo un cartelito que dice «¿te interesa el teatro?». Cuando voy, estaba andando el Discepolín. Habían venido al barrio y me engancho. Se desarma ese grupete del barrio […] se apartan y yo no quería dejar. Les digo «¿no puedo ir al centro, al Discepolín?» Voy becado, de oyente, de observador. Primer día: falta uno, lo reemplazo y quedo. Y ahí se movieron muchas cosas, entre el barrio y el escenario […] Después pasé por otro tipo de obras, otra técnica. De caja italiana, convencional […] Me gustaba, pero en un momento decidí que no me sentía más cómodo y me fui. Volví al barrio.
El relato intercepta brevemente al conjunto Discepolín en una acción focalizada en la zona sur de Rosario. Tras la partida del grupo, la narración permanece sobre el barrio Domingo Matheu. Su energética acumula las derivas de una vivencia que aprende por cuerpos y espacios, alimentándose de la provisionalidad del enclave artístico. En 1989, impulsado por el chispazo de aquel encuentro, Palermo creó el Centro Cultural La Grieta. El novel espacio gravitaría con fuerza en los desarrollos de la década siguiente. La descripción del Flaco continúa en un régimen escópico de reconocimiento interpersonal, identificando a sus pares en un campo cultural compartido. Devolviendo inadvertidamente la gentileza de las menciones, entre ellos “estaba Bruschini, con los mimos”. La cadena de filiaciones también añade a Marcelo Palma, aludido dos citas atrás, quien nos concedió una entrevista (18/09/2014). Su testimonio atraviesa las paredes de los auditorios, adaptando aspectos técnicos y tácticos. El actor y marionetista coetáneo, expone:
Vengo del teatro de títeres […] durante más de 10 años en sala, con público típico de sala. Pero también la calle. En el 83, la respuesta de la gente era muy buena. En esa época hacíamos el zapping, para que la gente no se te vaya. Era «pum, pum», trabajar muy rápido. Laburos cortos de media hora y pasar la gorra. Podía ser una plaza, una vereda […] Nos resultó efectivo. Títeres, acrobacias […] desde la idea de grupo y de teatro. Trabajábamos mucho la estética, el vestuario, el mensaje, los objetos. Después venía el verano, donde había que hacer algo reducido. Con dos valijas, le decíamos nosotros. «Che, ¿llevamos las dos valijas?» […] Una adaptación para sobrevivir […] teníamos que agilizar la cosa. No existía eso de pedir permiso municipal, pero tampoco te daba garantías. Podía pasar cualquier cosa. Por eso la necesidad de lo efectivo.
La semblanza le inocula ritmos a la cartografía horizontal de la ciudad. Descendiendo sobre la década de actividad en sala, emergen temporadas estacionales y, dentro de ellas, cortos acontecimientos teatrales. Al igual que el Flaco, Palma se movió en un limen de reductos cerrados y espacios públicos. En sus destellos y pasajes, los “como si” del zapping se encadenaban en restauración permanente, “nunca por primera vez” (Schechner, 2011: 37). Las acciones relámpago obedecían al potencial desborde de la propagación controlada que deseaba la cartera de Cultura. El recurso a la habilitación municipal no se encontraba reglamentado y los artistas apostaron a un efectismo preventivo. La entrevista se detiene en aspectos procedimentales y de estilo. La propuesta, que imbricaba la corporalidad propia con muñecos animados con guantes, varillas y cuerdas se llevaba bien con los escenarios parquizados. Los títeres gozaban de renombre entre los artistas de parques y aceras por la versatilidad y encanto de sus ejercicios. Ese también era el caso de las pantomimas. Ariel Armoa (entrevista personal, 10/10/2014), colega mimo de Bruschini, explica la adecuación del género a la situación del ágora rosarina:
Mientras todos buscaban una ochava, un techo para transmitir la voz, yo no tenía ese problema. […] Lo único que necesitaba es un lugarcito con un mínimo de luz, para eso la cara blanca y los guantes blancos […] Buscaba una lucecita que me diera de frente, aunque sea mortecina. Eso despertaba curiosidad en la gente […] Te sentabas en medio de la peatonal, sacabas la pintura, te empezabas a pintar la cara: solito se armaba el círculo. ¿Cómo se armaba un espectáculo? Vos tenías historias sueltas que armabas en el ida y vuelta de la gente. Nunca sabías para dónde iba a disparar. Nunca había una función igual a la otra. A veces hacía cinco funciones por noche.
Con su práctica silenciosa, la mímica dramática visitaba las bulliciosas arterias, explotando sus leves registros lumínicos con adaptaciones corporales. En palabras de Armoa, la célebre destreza de Marcel Marceau, que “trabajaba desde la punta del pie hasta la nariz”, debió rediseñarse “de la cintura para arriba”. La razón remitía a las rondas humanas de la peatonal, que demandaban una interpretación “a la altura de la mirada de la gente”. Los desenlaces abiertos de las intervenciones se nutrían del “ida y vuelta”, refractando no solo la luz sino las impresiones del público eventual. De manera general, las labores actorales se desagregaron en técnicas corporales (Mauss, 1979) a la medida de la expectación de la deriva transeúnte.
En la circularidad de sus relatos, los cuatro entrevistados vuelven una y otra vez sobre una noción de trabajo. El teatro como oficio, repartido entre días hábiles de peatonales y fines de semana de verde, asumió productivamente la no cautividad espectadora. Un coto de caza abierto diferenció crecientemente a los formatos callejeros de sus contrapartes en recintos. “La gente no está ahí para verte”, concuerda Palermo, “vos tenés que agarrarlos, porque están de paso”. La reducción de duraciones, la portabilidad de los equipamientos, la maleabilidad de los desenvolvimientos y la contundencia de los remates fueron distintivas de ese ajuste. Paulatinamente, las operaciones de captura caminante se integraron en las enseñanzas que los performers activos en los ochenta transmitieron a los que se sumarían en los noventa. Agustín Shcoler (entrevista personal, 17/12/2018), de camadas artísticas posteriores, evoca una versión robustecida de la lección:
En los talleres me decían […] que el actor que entra a un escenario con un público predispuesto, tiene el lujo de poder tomarse el tiempo para que la gente lo incorpore. Pero afuera, en el choque con la gente, plantar algo y que la gente lo tenga que mirar.
Esa máxima se montó sobre un espíritu de época convocado en el espacio público. La reimaginación a cielo abierto del hecho teatral se tramó en el tránsito del decenio. Moldeados en parques, plazas y peatonales, los aspectos grupales, actorales y estéticos se transmitieron discipularmente. Al tiempo que la fronda de la primavera democrática se sacudía por vientos levantiscos, hiperinflacionarios y disruptivos, las performances se reagruparon.
Convocar lo popular
En el afuera teatral, las operaciones captoras de la atención vagabunda se hicieron imprescindibles. El lego arte de convocar a los públicos acaparó la atención de los actores rosarinos activos en los años 1980. El problema de la convocatoria implicaba dar con los humores transeúntes y ponerse a la escucha de sus sentidos (Nancy, 2007). La auscultación se anclaba en el balance parcial que, a ojos de sus sucesores, arrojaba el panorama teatral bifronte. Entre salas y calles, el malabarista y bailarín “Tati” de Elia (entrevista personal, 18/12/2014) encastra el diagnóstico con su biografía:
La gente no iba al teatro […] en esa época la gente no salía allá, no lo había incorporado. La movida cultural estaba aplastada […] Entonces había que buscar a los espectadores. La herencia de la posdictadura. Empecé con mi tío a hacer teatro callejero […] Yo ya hacía mimo, un montón de cosas. Tenía 17 años, quería hacer mi espectáculo y, para llamar al público, empecé a hacer malabares.
El ensamblaje técnico de atracción caminante se sirvió de las primeras e intermitentes circulaciones de saberes. Atravesando las fronteras territoriales previas al imperio de Internet, algunas comunicaciones arribaban de vez en cuando a Rosario, de la mano de sus nómades portadores. Entre los difusos rumores de transmisión artesanal, destacó el Teatro Popular Latinoamericano (TPL), una perspectiva dramática con distintas modulaciones a escala continental (Chesney-Lawrence, 1995).[1] El objetivo del TPL yacía en la representación artística de la cultura popular a lo largo de América Latina.
Una de las primeras experiencias en Argentina con esa perspectiva fue el Teatro Abierto de Buenos Aires de 1981. Sus características incluían la participación de la audiencia, la divulgación de expresiones populares y el posicionamiento ético-político (Chesney-Lawrence, 2000). En Rosario, los ochenta afuera actuados cultivaron un parentesco con el TPL, entrando en contacto e incorporando porciones variables del repertorio. Como el PER quince años después, el teatro popular local fue en busca de lenguajes culturales atribuidos a las mayorías sostenedoras de la pirámide social. Sin saberlo, el fomento compilatorio del Plan de 1998 heredaba una historia pragmática construida en la teatralidad callejera post 1983. Con la multiplicidad nominativa del “boca en boca”, Palma se refiere al enfoque como “teatro callejero, de técnica popular”. Armoa habla de “una técnica de ocupación y una filosofía performática, que acá se tildó de callejero”. Socializado en encuentros de teatro celebrados en todo el país, el TPL se mimetizó con la vía pública en Rosario. Allí, el arte de apropiación espacial se empalmó con la heterodoxa cooptación peatonal.
La tipicidad de la gente fue asociada a sus paseos recreativos. Los saberes actorales integraron lo que entendían como léxicos populares en sus puestas. Una forma fue la toma de los acontecimientos del momento. El Flaco armó una obra inspirada en la variante “Teatro Periodístico” del TPL. Formado en La Grieta con el nombre de Agrupación Del Bajo Fondo, su nueva compañía “tomaba una noticia del diario, la más potente […] con una estructura que soportaba”. Su técnica se recostaba en el efecto de cercanía producido con el público a partir de un texto familiar. La nota de prensa operaba como arnés de un andamio dramático. Reeditada con cada entrega, la convocatoria atraía la atención con un estilo exclamatorio. En la lente de Palermo, la “lógica poética” debía servir al mensaje político. Otros espectáculos, necesitados de mayores tratamientos de guion, tuvieron que transigir con la cadencia del ágora. Si bien quería “contar cosas”, Marcelo Palma se inclinó por la eficiencia:
Algunos iban con algo más panfletario a la calle. Yo llevé un obrón, que uno dice «¿para qué?» La obra era tan larga que la gente se te empezaba a ir y tenías que empezar a redondear. El proceso llevó su tiempo […] Darte cuenta de que es muy duro para la calle, que lo tenés que cargar en bicicleta. Cargar una escalera para un solo gag. ¿Un gag? Hasta que te decidís «che, lo hacemos sin escalera». Venís de sala, el riesgo es tuyo, confiás en lo que tenés, atravesás la transición […] empecé a meter más circo.
Siguiendo el proceso de portabilidad y reducción, los apremios callejeros sugirieron destaques llamativos, menos diegéticos y más digeribles. Con esa premisa, Palma fundó en 1985 el grupo Che Miguitos, que se dio al entrenamiento de situaciones cómicas en el Parque Urquiza. En ese gesto asomaba el circo que, entre acrobacias, malabares y payasadas, le aportaba otro carril interpretativo al TPL. Como en el caso de “Tati” de Elia, se darían algunos cruces con experiencias capitalinas y enseñantes viajeros:
Me enteré que venía gente que daba los primeros talleres de malabares. Todavía no circulaba mucho. Entré porque me gustó y porque quería viajar con los malabares. […] Por entonces no existía el circo como identidad y disciplina consolidada […] Empecé a traer material, que siempre mezclé con danza.
La formulación circense de Rosario se organizó en la complementación de especialidades. La dinamización de las funciones maridó proezas físicas y estrategias que contaban con trayectoria a ambas orillas del Río de la Plata. “Pato” Ghisoli (entrevistas personales, 06/03/2014 y 14/01/2016), discípula de la escena teatral de los ochenta, reconoce ese eclecticismo táctico. “Viste cómo es”, arremete: “empezar con una disciplina es un poco atentar contra esa disciplina”. La artista entiende que “hay algo de tradición inmersa en Argentina, lo sabíamos sin saber, eso del Circo Criollo”. Una instintiva alianza entre la puesta de los Podestá y las máximas del TPL se embarcaba en la pesquisa plebeya con recursos convocantes. Resonando con los otros testimonios, Ghisoli expande:
El circo tiene esta parentela de buscar códigos populares, de ir a buscar al público, de no esperar que venga. Ir a los territorios, salir a convocar […] También tiene cosas que técnicamente son más efectivas […] visualmente. Cuando estás en la calle, necesitás que te vean, hacerte ver, pegar un grito, dar un salto. Necesitás diferenciarte de la cotidianidad rápidamente para generar convocatoria. A lo mejor después en la obra no pasaba más nada de circo, pero al principio sí.
El Circo Criollo y el TPL se enraizaron en el teatro para espacio público. La saga popular exhortó la excursión hacia el coto caminante, buscando la afectación de potenciales espectadores. Las entrevistas anudan los aprendizajes de un afuera expansivo. Empero, manifestado en el “pegar el grito” de Ghisoli y el “plantar algo” de Shcoler, lo popular y lo circense se ceñía a las aperturas. Ritmo y tesitura de la función por venir, la convocatoria acopió más piezas estéticas. El paso al decenio de 1990 significó el ingreso de una nueva herramienta para llamar lo popular: la murga. Derivado de la zarzuela ibérica, el género arribó a las costas rioplatenses a principios del siglo XX, fusionándose con tramas culturales afrodescendientes. Entre la música y el teatro, ocupó el centro de los carnavales en Uruguay, Brasil y la compatriota Buenos Aires. Allí, se reconfiguró en los vínculos de vecindad y parentesco de los sectores populares arrabaleros (Martín, 1997). Sin embargo, Rosario, carente de la tradición de sus latitudes vecinas, se hizo murguera de una manera tan tardía como indirecta. Sus inicios lo subordinaron al catálogo de Teatro Popular, estribando sus rumbos subsiguientes en la hibridación estética y la apropiación espacial. Los testimonios, amparados en el “empezar es atentar” de Ghisoli, coinciden en marcar la amalgama de determinados componentes. De la tradición porteña, el acento en la danza. De la vertiente uruguaya, el hincapié en el canto. Las coordenadas rioplatenses aportaron la percusión con bombo y platillo y la rama brasilera añadió los gestos de batucada. El compilado carnavalesco probaba su vigorosa practicidad en la obertura de los shows. Raul Bruschini explica:
Usábamos la murga para convocar a las funciones, como excusa para después hacer la obra de teatro. Empezamos a ir a ensayar, a entrenar al Parque Independencia. Se sumó gente y empezamos a improvisar talleres. Algunos habían comenzado a probar con malabares. No se veía mucho eso acá. Trabajábamos con banderas de vuelo, cosas de swing, algo de acrobacia y música, una línea de percusión. Se forma la murga Sin Dueño. En algún momento fuimos como 20 integrantes […] Juntarnos y jugar algunas cosas artísticas, de cierto anclaje cultural en lo que nosotros creíamos que era popular, […] el circo criollo y la murga, pero a la vez íbamos metiendo números. Números circenses, números hablados, otros de pantomima. Íbamos mechando. No éramos una murga de desfile, éramos más bien un espectáculo de calle con un basamento musical que se podía asociar con la murga […] No respetábamos las estructuras, no las metíamos tal cual.
Durante los primeros noventa, los Sin Dueño convirtieron al célebre pulmón verde de la ciudad en su base de operaciones. Además de alojar las presentaciones, el parque devino lugar de adiestramiento y perfeccionamiento. La metodología convocante se hizo de guiños murgueros que conducían hacia la obra presentada, intercalándose con números. “Por ahí te metíamos una canción de despedida”, como en las versiones tradicionales, pero “se hacía para pasar la gorra”, agrega Bruschini, fundador del conjunto. Se mestizó el circo, el teatro y la murga, descartando la identificación plena con las vertientes de manera individual. El resultado fue un espectáculo de calle estilizado musical y rítmicamente con variantes murgueras. Como en la cartografía teatral de los ochenta, el referente Sin Dueño reconoce a sus pares, los “contemporáneos del Bajo Fondo, del Tábano”. La primera mención corresponde a un elenco dramatúrgico que abrazó a la murga. Según el Flaco Palermo, el proceso se organizó alrededor del Centro Cultural La Grieta,
en el patio de mi casa, ensayamos con un grupo que logré juntar. […] Se armó la murga Del Bajo Fondo, que era muy teatral. Muchas veces nos decían que lo que hacíamos no era murga. Acá casi no había murgas. Los que venían, eran de Buenos Aires […] Decíamos que la murga de acá iba a ser distinta, porque era de acá. Nos decían que afuera había esto, lo otro. Yo no lo quería copiar. Nosotros le metimos teatro. Dimos talleres de murga […] Íbamos a las escuelas, [hicimos] carnavales en La Grieta. Invitamos al carnaval, cortamos la calle, fuimos a los parques.
La fórmula Sin Dueño –usar la murga para convocar al teatro– es invertida en la anécdota Del Bajo Fondo: inocular dramaturgia en las rutinas murgueras. De aspiraciones estilísticas vernáculas y profeso compromiso social, la agrupación cortó calles, entró en escuelas y se lució en parques. El segundo nombre expedido por Bruschini refiere a un conjunto originado en recovecos institucionales. En el decenio anterior, El Tábano contó con las participaciones de Palermo y Armoa, quien alude a la “murga como un pre-primer acto”. En la década de 1990 la agrupación se hizo conocida en el ambiente por sesionar en la Facultad de Medicina de la UNR. El peculiar espacio, un taller de Teatro Popular, resaltó por su gratuidad en el marco de una escasez de ofertas para la formación artística. En 1996, “buscando algo para hacer”, Ghisoli se enteró del lugar y su propuesta de “creación colectiva, reflexión sobre lo hecho, percepción del cuerpo en el espacio”. Con una estética de la participación (Chesney-Lawrence, 1990), la instancia universitaria desbordó la demografía didáctica de un taller. En función de la afluencia, sus directores instauraron una masa crítica carnavalesca. Uniéndose a Sin Dueño y Del Bajo Fondo, El Tábano se dio a la compilación de fragmentos de lo popular. Siendo los encuentros de teatro los nodos principales de difusión performática, el grupo nacido en la UNR decidió armar su propia edición. Entre 1996 y 1997, se organizó un festival de TPL en Rosario bautizado TELAR. La particularidad del hecho fue la utilización de los paisajes eventuales oficiales. Pato aclara que el director del Tábano “estaba a cargo de las carpas”:
Creo que Tealdi estaba en Cultura […] y Quique [el director] había sido contratado por la Municipalidad para llevar adelante parte del programa de carpas itinerantes. Usó esa infraestructura para realizar el evento. Su proyecto de teatro y murga enganchaba perfecto […] En otros lugares donde se hacía el mismo encuentro no era así, porque […] estaba organizado desde el poder. Y Quique acá era medio un caído del paracaídas en la gestión de un secretario de Cultura. Con menos influencias, menos contactos. A pulmón, mucho aprendizaje, gran contagio.
El esponsoreo solicitado por Tealdi acudió al universo artístico local, alumbrando un acontecimiento teatral de grandes dimensiones. El líder del Tábano formó parte de los promotores ansiados por la Secretaría, que replicó el sistema concesionario vigente en el espacio público. De los miembros del taller, los más jóvenes cargaron con grandes cuotas de labor. Uno de ellos, “Geta” Bortolotto (entrevista personal, 09/03/2014), comenta:
Quique nos convocó a los del taller. […] Hubo meses que trabajábamos todo el día. […] En esa organización aprendimos un montón […] Nos enteramos que [el TPL] era un movimiento que venía de hace un montón, que era muy plural […] Nos hacemos cargo de lo que ahora es “producción ejecutiva” […] pedir té en La Virginia, ese tipo de cosas. Vino gente de toda Latinoamérica.
Una generosa porción del espectro actoral del ágora asistió a TELAR. Los pabellones circenses suscitaron el interés de los concurrentes, oficiando simultáneamente como dispositivo aglutinante y espacio de presentación. El arco artístico que había curvado el retorno democrático hasta el último quinquenio del siglo XX se ponía de manifiesto allí. Nutridos de la holgura posdictatorial y su profusión cultural, los performers de los ochenta se hallaban mezclando lenguajes estéticos durante los noventa. La búsqueda de lo popular y la efectividad representacional los llevó al TPL, que los recondujo a la arena circense y murguera. A diferencia del caso de Buenos Aires, en Rosario la murga surgió primero como rama procedimental de un teatro enriquecido con circo. Ello obedeció al carácter fragmentario de la información circulante y a las pragmáticas operaciones de captación andante de la dramaturgia callejera. Conformada en estrecha proximidad genealógica, la escena del cambio de década asistió a la propagación de compendios artísticos pragmáticos. Como el Parque Urquiza para Che Miguitos y el Independencia para Sin Dueño, los entornos verdes operaron como espacios de presentación y plataformas de ensayo. Ocupando también peatonales, calles e instituciones, se entramaron –sin saberlo– en dos nichos de la “geografía de la creatividad” del PER. Por un lado, la participación festiva en el rescate de expresiones asumidas como populares. Por otro, el encastre con las carpas culturales en su encuadre de prácticas significantes cotidianas. Las artes performáticas extramuros no solamente habitaron las prescriptivas de la cultura practicada. También confluyeron en la ribera central de la urbe, entre los mojones de su transformación.
Las artes sobre el río
Durante el penúltimo lustro del siglo XX, la agregación verde de la ciudad se encontraba con las materialidades y extensiones ferroportuarias. El corrimiento meridional de sus actividades anticipaba la apertura fluvial. La reconversión recibió la visita de los artistas del afuera y exégetas de lo popular. Un recién estrenado Parque España ofrecía un espacio para las artes performáticas sobre la barranca. Con aforo para 500 almas, el anfiteatro había sido ideado para los espectáculos a cielo abierto. Amén de los designios funcionales, las murgas teatrales dirigieron su interés a otras porciones del Complejo Cultural. Raul Bruschini tocó
en muchos espacios abiertos. En el mismo Parque Independencia, en el Parque Urquiza […] donde pintara. Pero diría, sin temor a equivocarme, que con los Sin Dueño inauguramos las escalinatas del Parque de España como anfiteatro. Habíamos tomado ahí, frente al playón y la explanada.
La murga arribó al Parque España, utilizando los escalones conducentes a la terraza pública como las gradas de una sala al aire libre. Del Bajo Fondo también realizó presentaciones en la porción central de la costa. En la que llamamos tercera centralidad del fractal urbano, los referentes de “vieja guardia” compartieron mayores focos de sociabilidad con sus herederos. Perteneciente a una generación posterior, Geta Bortolotto triangula las tribulaciones sociopolíticas que llevaron a una suerte de segundo acto del teatro callejero rosarino.
Bruschini, Palermo, eran tipos que habían peleado la calle siempre. […] después la calle se vacía y salieron en rechazo al neoliberalismo. Y, con esto de que los socialistas empezaban a hacer parques por todos lados, fue mucho tiempo en la calle, en los parques. Empezó a haber más espacios para actuar.
Desde el retorno democrático, el espacio público osciló entre la protesta social, el disfrute recreativo y las expresiones culturales. Para los artistas, el “tiempo en la calle” incorporaba las manifestaciones públicas contra el menemato y las estrategias de reproducción económica de retención paseante. Citamos la desventaja, marcada por Bruschini, de los cortos fines de semana de los parques frente a la circulación diaria de las peatonales. Cuando “éramos mimos” –agrega el entrevistado– “no teníamos sonido, no hacíamos quilombo, no había problemas”. No obstante, cuando se trató de la murga, las ruidosas presentaciones fueron blanco de los dispositivos de control. Testimonios referidos a Sin Dueño y El Tábano mencionan conflictos en el paseo de compras. Pato Ghisoli nos facilitó un acta policial labrada
ante una denuncia […] en la Seccional 2da de policía, con referencia a grupos artísticos que actuaban en la intersección de las calles San Martín y Córdoba, produciendo ruidos molestos […] ubicamos al grupo […] procedo a identificar los sujetos que portaban bombos […]. Los instrumentos son dos tambores denominados “ZURDOS” y un redoblante […] En este acto se procede a notificar a los identificados a que concurran en comparendo…[2]
En cierto sentido, el corrimiento hacia el Paraná palió los choques de las agrupaciones murgueras con el orden sonoro del área comercial. El éxodo del microcentro fue compartido por sujetos que, provenientes de coordenadas culturales diferentes, iban tras la anchura del ágora. En su encarnación local, la filosofía punk rock (O’Hara, 1992) conoció afinidades con la murga-teatro. Entre ellas, destacaron la apropiación espacial, la interacción horizontal, la información circulante, la hibridación estética y una historia que se remonta a comienzos de los ochenta. La sociabilidad de los adeptos al punk tenía lugar en la primera centralidad, iterando de un arcade a la Plaza Pringles. Javier García Alfaro (entrevista personal, 26/05/2015), miembro de “la movida punky”, menciona las problemáticas reuniones céntricas:
En el 94 estaba la posibilidad de caer en cana en una razia por cualquier boludez. […] Estar en los videojuegos […] viene la policía, todos contra la pared y patrullero. A la primera o a la segunda. La Plaza Pringles fue un lugar importante cuando perdimos los videojuegos. Nos juntábamos ahí a cambiar fanzines y casetes. Igual venían las denuncias. El barrio era hostil.
Mientras coincidían con las percusivas murgas en su ponderación de los peligros represivos del centro, los punks hicieron causa común con el folklore circense. El vaso comunicante se hallaba en la autodidáctica y el bricolaje artístico. Pablo Tendela (entrevistas personales, 23/03/2013 y 03/03/2021), entreverado en ambas estéticas, explica que
lo que se empezó a dar por el lado del circo y el punk, era que el circo ganaba la calle y no había lugares dónde actuar ni dónde tocar […] En la calle y en los parques se empezó a dar una alianza […] Estaba eso del do it yourself y muchos punks empezaron a probar con malabares [para] hacer espectáculos de calle.
Con los objetivos de evasión panóptica, experimentación técnica y presentación pública, la improbable “alianza” migró al este. Eloy Quintana (entrevista personal, 27/05/2015) corrobora que “las ferias de fanzines en Plaza Pringles estuvieron también en la explanada del Parque España”. Allí, la apertura fluvial en ciernes todavía implicaba una frontera. No plenamente operante como centralidad, ofrecía menores constreñimientos simbólicos que las espacialidades de mayor sedimento patrimonial, asociadas a las clases medias-altas urbanas. Con todo, en la primera mitad del decenio de 1990, el Complejo Cultural encastraba una pequeña porción del horizonte acuático con el resto del fractal. Lindando con la terra incognita de abandono ferroportuario, el monumento hispánico atrajo la curiosidad paseandera deseada por los artistas. Hacia 1995, quienes se encontraban trabajando en la captura de espectadores imantaron las migraciones de sus pares. Para Tendela,
se dio porque Tati [de Elia] y la murga Sin Dueño trabajaban ahí. Era el parque nuevo que daba al río, estaba a estrenar y los artistas empezaron a ir ahí. Era ir a esperarlos a que terminen de trabajar para encontrarnos. Nos teníamos todos, al menos de vista.
Las reuniones en los entornos verdes de Parque España lo encastraron con el Urquiza y el Independencia en la bimodalidad ejercitación-presentación. La nota distintiva fue la colaboración de nuevas generaciones y la sedimentación de los performers del río. Para muchos jóvenes, la costanera central se volvió un sitio de socialización, un catalizador de las actividades que no podían realizar con holgura en otros lugares. Ofrecía un tiempo des-mecanizado, que entusiasmaba con hacer lugar a las inquietudes. Como en los primeros pasos de Sin Dueño, Del Bajo Fondo y El Tábano, los entornos ganados al noreste del microcentro se volvieron base de operaciones. Espacio para las funciones a cielo abierto, ofrecía conveniente cobijo a las reciprocidades que no encontraban reductos adecuados. Ghisoli amplía:
No teníamos ni lugares gratis donde ir a aprender […] ni plata, ni trabajo para pagar un taller o lo que sea. Entonces era como un instinto que sucedía todo el tiempo: «vamos a aprender, vamos a juntarnos, vamos al parque, a ensayar, vamos a la plaza a tomar mate y me contás cómo es esto de tu grupo» […] Era como la única posibilidad […] Y éramos un montón, desocupados, al pedo […] y con ganas de hacer algo.
Diagnósticos afines atraviesan los testimonios: sin agotarse en el ocio y la contemplación, ir al parque hacía posible el aprendizaje de un arte. En parte, la concurrencia fluvial coincidió con la mayoría de edad adquirida por la convocatoria respecto de su matriz teatral. Por el lado circense, Mauro Fernández (entrevista personal, 20/03/2017), miembro de una “familia de artistas callejeros”, rememora al “Parque España […] como punto de encuentro para malabares, acrobacias”. En la vereda murguera, El Tábano sufrió el desprendimiento de sus integrantes más jóvenes, quienes se interesaron por las pericias del carnaval. Con la participación de Ghisoli y Bortolotto, surgieron Los Bichicome, conjunto que haría de la costa su espacio de ensayo y actuación. La afición ribereña fue compartida por otra murga, Caídos del Puente, de la que formaba parte el arriba citado Agustín Shcoler. Su descripción continúa:
pasamos del Parque Alem al España […] se trae la murga al centro, para llegar a más gente […] La idea era ir a un lugar donde todos puedan acceder. Ensayábamos al lado del CEC, cerca de un tinglado que no tenía paredes. Nos dio otra visibilidad, había más gente dando vuelta ahí. Y en la explanada del Parque España se organizaron encuentros de murgas.
Con Caídos del Puente, el mosaico de los saberes de carnaval bordeó el CEC. Se reeditó el modelo “encuentro”, con una larga historia en la difusión de saberes de murga y teatro. Nuevas olas de artes performáticas callejeras se articularon alrededor de los pilares de la apertura fluvial y cultural. La toma de escalinatas como escenario es elocuente de la apropiación de los dispositivos con rodeos y reinterpretaciones de sus designios. Paseos y reuniones se sostuvieron en las planicies que continuaban la terraza del Parque España hacia el norte y en la explanada meridional. La holgura que difería de las peatonales y la cercanía de un núcleo de atracción caminante propiciaron un nicho prometedor para actores, cirqueros, punks y murgueros. Las ferias de fanzines, las rondas de mate para el aprendizaje y las convenciones de murga bosquejan esa imagen. Con los años finales del siglo XX, las tramas culturales citadas sobre el cauce se hicieron más prolíficas e intensivas, tomando formas rituales.