Fiesta del Fuego
Hacia 1996, la franja costera al norte del Parque España ganó popularidad entre los performers callejeros y sus seguidores. Salpicado con estructuras férreas y pastizales dejados a su suerte, el baldío contrastaba con el estilizado complejo ibérico. Alentadas por el inédito escenario, las presentaciones ahondaron su sustracción de la convención teatral. El par actor-espectador se disolvió rápidamente entre la hierba y el río, continuando sus mutaciones extramuros. Pato Ghisoli habla de un “espacio que ponía la participación lo más disponible posible para todos”. Se hilvanó un continuum de actuaciones, reuniones y merodeos. Durante las tardes, amables islotes enverdecidos auspiciaron el reposo y el intercambio, combinándose con exploraciones de los alrededores. Una mayor permanencia en el territorio facilitó el examen del ritmo circadiano fluvial. La caída del sol arrojaba un telón negro sobre el limo arcilloso y llamaba la ciudad al silencio. Antes que un aliciente para la retirada, la oscuridad se leyó como una invitación. Los artistas del ágora abrazaron la perspectiva de tertulias extendidas en un velo incontaminado por la saturación urbana. Amaestrado para convocar, el batuque se amplificaba en la brutal horizontalidad de las barrancas. Abiertos al entrenamiento claroscuro, los destaques físicos seguían el camino desbrozado años atrás por los mimos. Sin embargo, proveniente de las pantomimas, Raul Bruschini observaba las dinámicas crepusculares desde cierta extranjería. Las define como “una cosa medio anárquica, con fuego […] medio ritual. Estaba bueno”.
Por su predilección incandescente, la congregación se granjeó el mote de Fiesta del Fuego. Quienes pasaron por ella logran describirla en relativo detalle, pero corren con menos suerte al reconstruir su nacimiento. Dada su multiplicidad, el recuerdo del rito pertenece al dominio mítico. Los entrevistados subrayan la espontaneidad del acontecimiento y su crecimiento por agregación de intenciones. Los relatos de la Fiesta colocan a las artes performáticas forjadas en las décadas de 1980 y 1990 en estado de ignición. Javier García Alfaro lo caracteriza como “un semillero de murgas, de payasos [donde] se usaba fuego”. Para Ghisoli, “muchos conocieron algo de las murgas [ahí] y les llamó la atención los malabares con fuego y esto del lanzallamas”. Tati recuerda que “íbamos a ver cómo la gente escupía fuego y hacíamos malabares”. Apodado “Txatxi” (entrevista personal, 28/05/2015), un punk rocker entusiasta de la Fiesta, arriesga: “los pioneros del nuevo circo […] las pruebas con fuego, empezaron ahí”. Los pormenores del evento son aportados por Tendela:
veníamos a la tarde y nos quedábamos hasta la noche […] Uno fabricaba sus tambores, otro fabricaba antorchas, querosén y empezábamos a jugar todos juntos. Algo que empezó entre 10, 15 personas, terminó en 500. […] eran gente que venía los domingos al parque, no era organizado. Se volvió algo muy convocante y poderoso. De golpe todo el mundo podía tocar, todo el mundo podía tratar de hacer malabares con fuego, todo el mundo escupía fuego, que era lo más accesible (aunque era un peligro). Y el domingo, que era el peor día […] se convirtió en el más divertido. […] empezó a surgir esta idea de un espacio libre donde no había nadie que mandaba, [nadie] organizaba y todo el mundo lo pasaba bien.
En las entrevistas, la Fiesta del Fuego emerge como una primera y espontánea escuela de artes performáticas en Rosario. Podemos aproximarnos a ella desde varios aspectos. El primero refiere a los materiales utilizados, caracterizados por Tendela en su fabricación casera y portabilidad. Sus movimientos eran lineales, entre los hogares y el predio elegido, y circulares, entre los presentes en el festejo. Los objetos auxiliares de las performances rotaban a través de los parroquianos, remarcando los contornos de su comunión ocasional. El segundo punto involucra al tiempo cíclico, exaltado en la sinergia del ocaso dominical con la ejecución de los elementos. García Alfaro señala que “el domingo, era ir a ver el sol caer”. Ghisoli coincide: “los domingos a la tardecita […] entre el sonido de los tambores y el fuego, toda la pibada que andaba por ahí, se unía”. Txatxi añade: “Cuando llegaba la noche […] pintaba escupir fuego”. Tendela remata: “había mucho de ceremonia en recibir la noche”. Aparentemente, el abandono solar de la bóveda celeste iniciaba un trance festivo-ritual (Citro, 1997).
Un tercer aspecto atañe a la percepción. En la oscuridad distante, el oteo casual se perdía fácilmente en la expulsión de llamaradas (fig. 6) y el vuelo de clavas incendiadas (fig. 7). Además de explotar el apagón, el paisaje de la Fiesta sonaba (Schafer, 1977), contestando al crepúsculo con un crescendo percusivo. García Alfaro refuerza: “no sólo era fuego, era ir a escuchar los tambores”. Emulando la convocatoria de los espectáculos callejeros, el golpeteo invitaba a la parte nocturna y más aglutinante del encuentro. A oídos de Tendela, “la trompeta cambió todo”, coronando el clima musical de los círculos humanos. Otros vientos, asistentes de la aromática festiva, revelaban su presencia. Mauro Fernández evoca
algún que otro olor extraño. Una vez estaba por cruzar, en la esquina de enfrente […] La Fiesta ya había empezado y se venía una baranda a faso terrible […] El olor le llega a una pareja de ancianos que estaba al lado mío y el tipo me dice «que olor a soga quemada».
Inflamables como el querosén, los fragantes consumos recreativos pasaban por las manos anónimas de un tacto festejante. La experiencia somática es relacionada por Tendela con “esta cosa del juego, del roce […] libido, y seducción”. La proxemia corporal conduce a un cuarto vector descriptivo, el de los saberes que se ponían en juego. “te ponías a practicar al lado de alguien y aprendías o te explicaba”, extiende Tendela. Asimismo, la disponibilidad de los elementos habilitaba la instrucción en sus usos. Ghisoli comenta que “enseguida podés, con un palo, un poco de querosén, empezar a probar de qué se trata”. La sencillez del rocío de combustible a través de antorchas incendiadas lo volvió prácticamente un rito de ingreso. García Alfaro cuenta que “todos los que pasamos por ahí, alguna vez escupimos fuego con querosén. Era como una prueba de iniciación”. Puesta en común, la recopilación técnica incluyó malabarismos, acrobacias, danza, percusión, uso de zancos y pericias incendiarias.
Figura 6 – Fiesta del Fuego
Fuente: fotografía de Inés Martino.
Finalmente, una quinta vía describe la espacialidad. Amén de la espontaneidad, la elección del lugar fue tras la potenciación del efectismo sensorial de sus quehaceres. Vecina septentrional del Parque España, la explanada favorecía el paulatino reemplazo de la luz natural por la de materiales entregados a las flamas. Ceñidas a su terraza pública, las luminarias del Complejo Cultural ignoraban las penumbras del descampado aledaño. Los informantes insisten en diferenciar la ribera de 1996 de su versión actual. Ghisoli argumenta que “buscaban un lugar bastante oscuro del parque para poder hacer esas cosas con fuego”. Txatxi redobla: “no era como ahora, no había parque, no había nada, era una boca de lobo”. La sonoridad también sacaba rédito de la localización, perdiéndose hacia las islas y rebotando contra la distanciada traza urbana del suroeste. Cuando el régimen visual diurno retornaba y la estimulación sensorial amainaba, se evidenciaba “el pasto seco, quemado, porque quedaba la marca”, según García Alfaro. A fin de cuentas, la sede de la Fiesta del Fuego era “un lugar, nomas, en el pasto”, sentencia Txatxi.
Figura 7 – Malabares en la Fiesta del Fuego
Fuente: archivo personal de Tati de Elia.
La hierba chamuscada constituía la huella de la Fiesta del Fuego, que permanecía como testigo en el caso de un eventual traslado. Aunque infrecuentes, podían ocurrir mudanzas temporales a las inmediaciones. Javier García Alfaro relata que,
una vez, no sé si por quilombo con el vecindario, la Fiesta se pasó. Bajó las escalinatas del Parque y se hizo en la explanada. Hubo un corrimiento […] Cuando llego, no estaban arriba. «¿Qué pasó que no están?». Estaba el pasto quemado, pero no había nadie. Entonces escuché los tambores que sonaban de más abajo. [Cantaban] una canción improvisada que hablaba de mi amigo el fuego, el fuego amigo. Y fueron horas de batería.
A pesar de su lejanía del centro, en esa ocasión los coletazos sónicos contra los edificios frente al Parque España acarrearon un diferendo con el vecindario. Llevando los festejos hacia el sur, el asunto se resolvió velozmente. La movilidad táctica amortiguaba los contactos con el arrecife edilicio que se le insinuaba al Paraná. Merced a su flexibilidad, el ritual acumuló salud y un mínimo de longevidad, efectivizando la transmisión de sus compendios. Pato repone el episodio en el que
uno había ido a la Fiesta del Fuego y, de ahí, les enseñó a los de la murga a tirar fuego. Claro, ahí hay uno que fue, que aprendió algo y después nos lo pasó a todos. Ahí hubo más cruces con el circo. Los zancos estaban a disposición […] con eso aprendíamos. […] no era que había un profesor que te enseñaba. Era «usalo, fijate, probá». Después tuvimos clases de caída, porque lo primero que hay que saber si andás en zancos es caer. Y bueno, fuimos al parque y nos caímos.
Elevando la altura sobre el lecho, la caminata equilibrista amasó notoriedad y evidenció inclinaciones hacia la especialización. Como explica Tendela, “cada uno empezó a profundizar de lo que había ahí, lo que quería: los que estaban enganchados con la batucada, […] los que querían hacer espectáculos de calle”. No obstante, la tendencia predominante fue la amalgama de lenguajes estéticos y bagajes culturales. Eso se ve en el caso de la murga Los Bichicome que, con su eclecticismo flamígero, asombró a referentes uruguayos del género. Una nota periodística atestigua que “cuando vino Jaime Roos [a Rosario] y vio a los lanzallamas y todas las figuras circenses […] dijo que eso era auténticamente nuestro”.[1] Un venturoso desconocimiento de las vertientes hegemónicas de las destrezas festejadas en el fuego posibilitó mezclas despreocupadas. El bricolaje se benefició del inadvertido espacio de experimentación, evadiéndose de los riesgos de la cristalización. Geta Bortolotto bromea: “¿qué se hace en una murga? No sé, no había información”. Tati de Elia refuerza: “era fácil mezclar lenguajes porque no había tanta información. Era un momento muy rico y una interacción muy rica”. La preservación de su edición semanal y la construcción de adeptos al mestizaje le significó a la Fiesta del Fuego algún prestigio. Incluso recibió un guiño editorial de la Secretaría de Cultura, siendo reseñado junto a Sin Dueño y Che Miguitos:
Un espectáculo de lanzamiento de fuego, baile y malabares, surgido a mediados de este año en el espacio del Parque de España, y atípico: no se pasa la gorra, no hay rutinas, de modo que la improvisación es una constante. Y los participantes fluctúan entre treinta y cien. El encuentro conjuga la belleza atrayente del fuego con la experimentación musical y el goce.[2]
Los domingos en llamas se sostuvieron sin mayores problemas entre 1996 y 1997. Más allá de su episódica notoriedad, las implicancias de la Fiesta del fuego para las artes de habitar pueden agruparse en cuatro desplazamientos. El primero remite a la apropiación festiva y catártica del suelo público en desuso y la significación artística del paisaje ribereño. El segundo concierne a la intensificación y reiteración de los encuentros entre artistas, aspirantes, amigos y curiosos en el límite costero. El tercero incumbe a la condensación intermitente de una usina de experimentación y formación en artes performáticas. El cuarto comprende la hibridación de elementos técnicos y estéticos como condición de posibilidad de repertorios innovadores. Aun así, para sus coetáneos la mayor significancia de la Fiesta del Fuego se jugó en lo fenoménico. Siguiendo a Txatxi, “era una novedad escupir fuego, era una novedad escuchar una trompeta sonando con un tambor, […] ver una rasta, una cresta, un tatuaje”. El tejido cotidiano fue desgarrado por nomadismos diletantes. El heterotópico Fuego de la Fiesta se alimentó de una sinergética elusiva de toda organicidad. Estimulados por el contraste del Parque España con los cadáveres ferroportuarios, los invitados al convite ensancharon sus merodeos. Manifestaron intenciones de estabilizar y resguardar el rito, concentrando sus mejores atributos y protegiéndolo de las adversidades. La posibilidad estaba cerca, unos pasos al norte.
Galpón Okupa
En enero de 1997, un pequeño contingente de personas ingresó en un inmueble de formas rectas y enladrilladas. Se trataba de un galpón ferroviario perteneciente al ex Ferrocarril Mitre, próximo a la Estación Rosario Central. De concepción ingenieril anglosajona, la estructura había consagrado su vida al suplemento de agua para máquinas y locomotoras. Desde el cese de actividades de la playa de maniobras, dos años atrás, se erigía entre malezas, terminales, depósitos y osamentas férreas con un pasado afín. Claudicados los propósitos de su construcción, una fachada de impensada sobrevida se careaba con el río. A sus espaldas, la moderna Avenida Wheelwright cortaba la numeración “bis” de las calles España e Italia. A partir de los relevamientos, contamos con relatos que recuperan entrada en la edificación. Pablo Tendela la vincula con la Fiesta del Fuego. Ante una fuerte lluvia, la búsqueda de guarecimiento condujo hacia un inmenso espacio vacío. En su testimonio, “guardamos las cosas, […] empezamos a pasar y a quedarnos un rato ahí. Un día hacíamos un asado, otro día se limpiaba y otro día se avanzaba sobre otro pedazo”. Con las sucesivas jornadas, “apareció gente que hacía teatro, gente que escribía, gente que pintaba [y] que no tenía lugar donde hacerlo”. Los escasos 500 metros que escinden al galpón del Parque España norte no descartan esa hipótesis. Por su parte, Txatxi coloca la apertura “del portón abandonado […] con yuyos re altos” como el resultado de una “caravana de año nuevo” de un grupo de punks que “curtíamos mucho por ahí”. En esta versión, el lugar no estaba vacío, lo habitaba “Marcela [que] vivía en una punta del galpón y nos habilitó la otra punta para que nos instalemos”. Con todo, se repite la idea de que “se empezó a limpiar y se le empezó a dar forma de centro cultural.” Ferky (entrevista personal, 23/09/2019) también sitúa la ocupación en el retorno de la procesión mencionada por Txatxi. “Los chicos me acompañaron hasta a mi casa porque yo era muy chica”. Su hogar, próximo al río, hizo que la tropilla divisara el galpón. “Al otro día me golpearon la puerta, «prestame una escoba, prestame una pala, prestame un secador» […] mi vieja nos dio todo, limpiamos y ya nos quedamos”. Ella también reconoce a Marcela, “la vieja”. En palabras de Mauro Fernández, Marcela era “la colorada”, no estaba sola y “vivía en el galpón con unos artesanos”. En esta lente, los primeros residentes provenían “del circo, de los malabares y de la calle”. Un crisol cultural de la generación X ponía en contacto “lo marginal […] los despojos de una época [que] entró de a poco”. Para Zeta (entrevista personal, 30/11/2018), Marcela era “la Colo” y eran íntimos. Con ella y otros moradores conformaron “una ranchada” inicial. En esta semblanza, el galpón era donde “nos juntábamos a fumar, a tomar, a manguear en los semáforos”.
Si bien las versiones divergen respecto a los protagonistas, sus motivaciones y lo encontrado en el sitio, pueden triangularse parcialmente. Asientan el carácter paulatino del ingreso, atribuyéndoselo a quienes merodeaban la ribera central. Asimismo, hablan de una adecuación consistente en la limpieza, la diferenciación de lugares y la configuración de un centro cultural. Una posible explicación radica en el carácter difuso de la memoria. Otra, en lo yuxtapuesto de las prácticas y percepciones del espacio. Los relatores frecuentaron la estructura de manera discontinua al principio, intensificando su participación con el correr de los meses. Quizás, una presencia entrecortada derivó en la no coincidencia en el tiempo de los ingresantes. Por otra parte, ciertos entrevistados mencionan a otros ocupantes (“unos artesanos”, por ejemplo) cuyos nombres no reponen. Incapaz de discernirse en los acercamientos preliminares, el variopinto conjunto estaría signado por la fluctuación. Finalmente, la distribución del galpón permitía la circulación de individuos sin que entren en contacto directo. En los comienzos, la amplitud y la presencia de escombros y restos ferroviarios seguramente entorpecieron el régimen visual de los interiores. En consecuencia, es posible que los narradores se hayan involucrado en distintas modulaciones de una misma ocupación.
Parte de los testimonios enlaza el subsiguiente desarrollo de un centro cultural como la contracara de un conflicto con la ley. Mauro Fernández dice que, “apenas nos metimos tuvimos problemas con la policía [y] vino gente de derechos humanos a dar charlas por el tema de las razias”. Zeta, concuerda y expande: “entró la policía […] porque vieron que había movimiento”, por lo que “me contacté con gente de derechos humanos”.[3] Las medidas defensivas apuntaron a la visibilización, atrayendo a nuevos y diversos aliados hacia los nóveles habitantes. Hubo quienes acudieron a título personal, como el actor Omar Serra (entrevista personal, 12/08/2019):
Apenas me enteré que habían tomado el galpón y que estaban amenazados por la policía, fui enseguida. Era muy lindo ver gente joven organizándose tan rápido, con ganas de hacer cosas. Empecé llevando bolsas de pan en bicicleta […] sentí una aceptación total, me recibieron muy bien. Me entusiasmé y empecé a ir todos los días.
El dramaturgo comenzó aportando víveres a los jóvenes abroquelados, incorporándose prontamente a la vida del edificio tomado. Otros colaboradores formaban parte de redes, como Pablo Montini y Amalia Di Santo (entrevista conjunta, 04/06/2015). La pareja, miembro de la Red de Solidaridad con Chiapas (RSC), brindó apoyo desde la causa del zapatismo. Ambos conversan:
Pablo M.: Nos enteramos de que iba a haber un desalojo acá. No teníamos idea de qué era una ocupación urbana […] pero pegamos buena onda con los pibes. Era todo bastante instintivo. Eran poquitos, se habían metido recién.
Amalia D. S: Cuando nos acercamos, se arma un revuelo terrible por cinco o seis pibes y terminamos siendo varios más […] Pensábamos que, cuando se calmara la cosa, se empezaría a trabajar en la organización del lugar.
A sus ojos, la intentona policial embestía la autonomía de una comunidad recién constituida. Empero, el caso afectaba a una “ocupación urbana”, más similar a los squats de Madrid o Turín que a los Caracoles de Chiapas. Difícil de encuadrar, la experiencia rosarina no se situaba en una posición contracultural explícita. Tendela añade que “al principio se hacía todo con la imaginación que te da el desconocimiento”. Los tempranos desenvolvimientos del espacio ocupado se cifraban en una heteróclita táctica en ciernes. El galpón se abría a las propuestas de quienes se acercasen. La aceptación sentida por Omar Serra es indicativa del recurso al robustecimiento defensivo del poblamiento. Mientras se formaba una masa crítica necesaria, Txatxi, Pablo Montini y Amalia Di Santo aportaron cámaras fotográficas y de video para disuadir futuros allanamientos. El naciente centro cultural ya contaba con su primer registro audiovisual (fig. 8). Las complejas energías sociales alojadas en la vieja coraza ferroviaria demandaron un bautismo doble. El Galpón ganó la mayúscula de su nombre propio y se hizo Okupa. También pasó a ser conocido como Centro Kultural Independiente (CKI).
Las descripciones coinciden en asignarle una duración de unas semanas al acondicionamiento del lugar, desagregado en varias tareas (fig. 9). Primero, la remoción de residuos y el saneamiento de las extensiones rescatadas del abandono. Segundo, la mudanza del mobiliario. Se sumaron repisas, bibliotecas, mesas, sillas, colchones y electrodomésticos. Tercero, el abastecimiento de servicios. Las garrafas de gas eran provistas colectivamente. La fuente de agua era la red pública, adecuada a través de ciertos dispositivos. Txatxi comenta que “había ducha, termotanque y te podías bañar, también inodoro y agua corriente que venía de la calle”. En cuanto a la electricidad, Moroco, su encargado, comenta: “hicimos toda la instalación nueva […], empezamos a poner más seguridad […] a hacerlo más habitable, más para que vaya la gente”.[4]
Figura 8 – Tareas de filmación del espacio ocupado
Fuente: fotografía de Amalia Di Santo.
Antes del comienzo de las actividades culturales, el flamante Galpón Okupa sedimentó sus lógicas habitacionales. Los mecanismos de acceso a la residencia, la adjudicación de recámaras elevadas y el uso de los espacios comunes, sobresalen como características principales. Ivana Roberti Díaz (entrevista personal, 02/08/2019) desarrolla estos puntos:
Éramos artesanos que vendíamos en las peatonales. Ahí lo conocimos al Moroco, que vivía en el Galpón y nos llevó hasta allá. Nos invitaron a vivir. Nos recibieron con mate caliente y facturas. Ese día los okupas cocinaron un guiso espectacular en una gran olla arriba de una parrilla. Había tres cocinas de hierro y chapa que funcionaban con leña que se juntaba de la calle. Nos ofrecieron unos siete compartimentos en el ala izquierda del edificio separados por entrepisos. […] Me quedé unos cinco meses.
A los equipamientos gastronómicos se les sumaron habitáculos. La fabricación de entrepisos a partir de la subdivisión de la extensión vertical fue una constante en la ocupación. Se emplearon plataformas de madera y andamios para producir las moradas en altura. La personalización de los lugares asignados, que auguraba el perfil artístico del CKI, fue otra de las tónicas convivientes. Ferky, por ejemplo, “tenía la pieza arriba, con mis posters y libros y discos que llevé”. Los grafitis conquistaron las paredes con florituras y consignas. En las antípodas de la propiedad privada, una superficie pertenecía a alguien en la medida que la usara y colocara ahí sus pertenencias. La presencia corporal y el apilamiento objetual eran condiciones necesarias, pero no suficientes para “ranchar”. Txatxi interpreta que,
el Galpón demandaba que había que ocupar el espacio, pero también había que sostenerlo. No era que vos llegabas al lugar y estaba todo dado. Había que entrar con la fuerza de ocupar. Vos venís ya predispuesto a ocupar, por más que te encuentres con fulano, mengano, que no tiene ganas de barrer durante toda la semana o le importa tres carajos lavar los platos […] Lo que el Galpón permite y habilita funciona para algunas personas.
Figura 9 – Remoción de escombros y colocación de entrepisos
Fuente: fotografías de Amalia Di Santo (izquierda) y de Inés Martino (derecha).
El ingreso y la permanencia en el Galpón desconocían restricciones. No obstante, su misma espacialidad “demandaba” –y sus dinámicas sociales requerían– la sustentación del propio lugar y de las áreas comunes. Morar íntegramente requería cierto temple, pero no era imprescindible para participar de la experiencia. La vida del Okupa le debió mucho a sus cófrades no residentes. Amalia Di Santo considera que, “aunque no vivieras ahí, había una sensación de que era tu casa, lo atractivo era lo heterogéneo de eso”. El goteo de okupas y curiosos fue nutriendo al espacio de un conjunto de matices y trasfondos divergentes. Algunos no tenían dónde vivir. Otros, como Ferky, simplemente preferían no estar en sus casas. Cómodos en sus hogares, unos terceros visitaban diariamente el lugar y trabajaban en su mejoramiento, invistiéndolo de cualidades positivas. Ese era el caso de Txatxi. Había quienes anidaban por temporadas, como Ivana. Durante 1997, el CKI halló fortaleza en su vehemente y movediza población.
La espontaneidad primordial dio lugar a la diagramación de la vida cultural del Galpón. En función de las aspiraciones del abanico de sus animadores, se introdujeron actividades desplegadas en cuatro frentes. El primero fue la tallerización. El aprendizaje por proximidad, imperante en la Fiesta del Fuego, regimentó su didáctica al ingresar en la edificación ferroviaria. Pablo Montini indica que, “hubo una explosión de gente que decía «yo quiero dar un taller de» y se sumaron un montón de espacios”. Su formato era semanal y no precisaba una cuota monetaria fija, siendo gratuita o a la gorra. Algunas entregas duraban “unos pocos meses y [reunían] grupos reducidos”, recuerda Omar Serra. Su enseñanza teatral corrió con la misma suerte de las artes visuales propuestas por Faca Caiazza (entrevista personal, 10/12/2017), cuyo “taller de plástica urbana no prosperó”. Por el contrario, las artes circenses –portadoras de los ecos ígneos– cosecharon éxito entre un creciente público interesado por los malabares y las acrobacias. Junto a los alumnos externos, los colaboradores del Okupa hicieron uso de las instancias de formación. Ivana cuenta que “llegamos a ser 15 artesanos en el taller comunitario de artesanías”. Con Di Santo, Montini expresa que “tuvimos la suerte de tomar un taller de artesanías” con el que “viajamos por Latinoamérica”. La oferta de espacios de formación incluyó ajedrez, dibujo (fig. 10), guitarra, trompeta, lectura y tango.
Figura 10 – Talleres de ajedrez y dibujo
Fuente: fotografías de Inés Martino.
El segundo frente consistió en la celebración de veladas. Los ciclos de cine fueron relativamente convocantes debido, en gran parte, a su gratuidad. Con sus reediciones, las pulgadas crecieron. Txatxi comenta: “uno de nosotros había quedado en la calle con un televisor así de grande […] y activamos el mejor ciclo porque ya teníamos una pantalla grande”. Las obras de teatro ganaron popularidad. Omar Serra versionó “Los días felices” de Samuel Beckett y “La voz humana” de Jean Cocteau, “con mucho público en las gradas que armamos y muy bien recibidas”. Finalmente, al igual que el CEC, el CKI presentó muestras, instalaciones y performances. El tercer frente fue la organización de reuniones. Durante la primera intimación policial, las agrupaciones solidarias con el Galpón montaron guardia. Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (HIJOS) y la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) realizaron algunas reuniones allí. A su vez, la RSC intentó apuntalar la práctica asamblearia en la vida del Okupa. Amalia Di Santo tiene “la imagen del Galpón lleno, lleno de gente […] se llegó a cocinar para más de 200 personas”. El cuarto y más popular frente concernió a la música en vivo. En una búsqueda de escenarios que se remontaba a la primavera democrática, el conjunto cultural punk puso sus expectativas en el espacio ocupado. El inmueble de altos techos y gruesos muros ofrecía una acústica conveniente. El gran salón central devino sala de conciertos con capacidad para 300 espectadores. Txatxi enuncia que:
Siempre estuvo la intención de hacer recitales. […] veías el galpón ese, con el portón enorme, y te imaginabas abrir el portón, hacer un escenario, que entre la gente y hacer recitales. […] El único condicionante era que […] una vez que se cubrían los gastos del sonido, siempre se abría la puerta […] no se hacía plata […] El lugar era una referencia. La gente ya sabía que ahí se hacían movidas todos los fines de semana […] las veces que no armábamos recitales (que era rarísimo), la gente caía igual.
El Galpón se ritualizó en su cadencia semanal. Las diurnas jornadas hábiles marcaban el paso de los talleres y las reuniones. Los atardeceres anunciaban las veladas de cine y teatro. El cansino apronte de los amplificadores prologaba viernes y sábados de rock y pogo. A las puertas del tercer milenio, un Okupa en apogeo se hizo visible en la escena under de Rosario. Su gravitación cultural se incrementaba: las artes performáticas y los recitales tejieron redes y conmutaron con la ribera y la ciudad.
Interacciones
A pesar sus inclinaciones a la insularidad, la Fiesta del Fuego (1996-1997) y el Galpón Okupa (1997-1998) se relacionaron con sus entornos. Se trató de intercambios con los contextos espaciales y epocales que pueden rastrearse en cuatro escalas. La primera involucra a la acción colectiva (Tilly, 2000). Los testimonios notan un alza de la protesta social a mediados de la década de 1990. Reiteramos el “rechazo al neoliberalismo” y el “tiempo en la calle” expresados por Geta Bortolotto, que agrega: “mucha marcha […] así también nos comíamos los corchazos”. Pablo Tendela expresa su pesimista “sensación […] de fin del mundo, [de] derrota”. Esto fue especialmente percibido en los retrocesos en materia de derechos humanos y en la pauperización del nivel de vida en Argentina. En Rosario, una “Caravana Contra el Poder” colocó a las artes de habitar en la arena de las manifestaciones públicas. Emprendida en 1995, la movilización rechazaba la reelección presidencial de Carlos Menem y la prolongación de sus políticas. Faca Caiazza entiende que
fue algo nuevo porque […] fuimos los grupos de artistas los que resolvimos repudiar el modelo […] decidimos realizar acciones coordinadas en el centro de la ciudad. […] una especie de batería visual que pueda acompañar manifestaciones, darles forma, darle […] una imagen más festiva.
Los desarrollos artísticos convergentes en la ribera central de Rosario ofrendaron herramientas e inyectaron energías a las convenciones de la contestación. Supusieron la aparición de prácticas que tensionaron las usuales relaciones espacio-corporales de las marchas. La añadidura lúdica y festejante coincidió con el bautismo de fuego de la agrupación HIJOS, de cara al 20 aniversario del golpe militar de 1976. Ana “Pipi” Oberlin (entrevista personal, 10/02/2019), miembro de esa coordenada generacional y política, expone:
El 24 de marzo del 96 hizo un quiebre gigante a lo que se venía haciendo […] porque irrumpió HIJOS […] Le dimos una vuelta totalmente diferente. Las marchas, tal vez por una cuestión generacional, quizás por haber vivido directamente la violencia en los cuerpos de esas personas, tenían una impronta mucho más seria, más solemne. Cuando nosotros entramos […] le pusimos otra impronta. Nos pintábamos la cara […] algo que al principio no gustaba mucho a las generaciones más grandes. No les gustaba que metiéramos murga, que hiciéramos pintadas, un montón de cosas muy diferentes. Que tenía que ver también con la alegría, porque si no, era todo un bajón.
Las movilizaciones anteriores se describen en su ceremonial parsimonia, ritualizando las memorias directas del horror. En contraposición, el 24 de marzo de 1996 inauguró performances operantes desde lo catártico, lo jocoso, lo absurdo, lo dramático, lo (tragi)cómico y lo paródico. En Rosario, esa transformación fue socorrida por la alianza de teatro, murga, circo y punk. Caiazza asevera que “el bombo seguía estando, pero aparecen trompetas, tubas y, sobre todo, payasos”. Pato Ghisoli desarrolla:
se instaló la tradición de que todos los artistas van atrás en la marcha del 24, en el fondo de las columnas […] atrás de todo […] que todos los que hacen música vayan juntos, que los que hacen malabares vayan juntos y que todos los que bailan vayan juntos. Con lo cual había que ponerse de acuerdo mínimamente en el pulso. Y eso fue revitalizante […] Se empezaron a unir murgas, candomberos y payasos.
El acople involucraba un extrañamiento temporal de sí y de la escena, para reconocerse en los ánimos grupales. Agustín Shcoler rememora su “visceral” afectación. “Un grito de podredumbre […] reventarme los dedos, sentir sangre […] los parches del bombo estallados en sangre […] de tanto golpear […] los dedos dormidos”. Artes performáticas devenidas actos performativos, podían mutar en su transcurso, ingresar a los sujetos en trance y hacer carne los enunciados expresados (Fischer-Lichte, 2011). Las estéticas hibridadas al calor de las llamas y al abrigo del río contribuyeron al pedido de justicia con sus destellos y sonoridades (fig. 11). Incluso, en palabras de Txatxi, “un domingo de la Fiesta del Fuego llegó a ser un evento dentro de la agenda del 24 de marzo”. Perturbando la cotidianidad de las arterias céntricas de Rosario, los elencos tomaron parte en los escraches organizados a represores por HIJOS. En 1999, los medios mencionaron “murgas [que] aportaron colorido y el sonido de los tambores”,[5] hasta que “fueron arribando las distintas columnas de las entidades”.[6] Se trataba de “El Murgariazo”, bandera que federó temporalmente a Los Bichicome, Caídos del Puente y Del Bajo Fondo. Parafraseando a Tendela, “con esto de lo extra-cotidiano”, las artes de habitar respaldaron repertorios de reivindicación de causas políticas, económicas y educativas (Godoy, 2019).
Figura 11 – Representantes del CKI en la marcha del 24 de marzo de 1996
Fuente: fotografías de Inés Martino.
La segunda escala intersecta a las prácticas artísticas con circuitos comerciales y eventos públicos. Cuando Raul Bruschini dice que Sin Dueño tocaba “donde pintara”, incluye “cumpleaños, fiestas”. El Flaco Palermo asiente: “nos empiezan a llamar a laburar a los cumpleaños, casamientos”. En su necesidad de mano de obra, Del Bajo Fondo reclutó a Mauro Fernández, quien añade que
en esa época yo también estaba en la murga del Flaco Palermo […] nos enganchaba laburos con la murga en boliches, en cumpleaños. Han ido al Galpón también. Para los chicos del Galpón también salía mucho laburo. En los boliches salía bastante laburo con fuego. Se pedían mucho los malabares con fuego […] Porque, en esa época, no había muchos que hicieran circo.
Los trucos flamígeros y percusivos fueron altamente requeridos en festejos privados y confiterías bailables. Las destrezas circenses se volvieron alternativas laborales factibles para los habitués de la Fiesta y el Galpón. Ghisoli admite que “tuve que aprender a andar en zancos en una tarde, porque a la noche un boliche nos pagaba fortunas para que hagamos ese número”. Si las solventes clientelas postulaban interesantes encargos, el municipio fluctuaba entre la demanda y la competencia. En ese marco, la oficialización de los carnavales fue agridulce para Del Bajo Fondo. Palermo arremete,
hicimos el primer carnaval en el Parque Alem en 1997 para 3000 personas, cuando antes “murga” era mala palabra. El segundo año, nos pusieron una pantalla atrás […] Ahí capaz que cometí un error. El tercer año, no nos llaman, trajeron una murga de Buenos Aires.
Geta Bortolotto evoca con cierta reticencia la participación en instancias municipales. Desliza que “tocamos en el Parque Alem […] micrófonos y todo […] íbamos a las carpas culturales de Binner, le hacíamos unos mangos y después lo criticábamos”. También oficiales, los corsos del Parque Scalabrini Ortiz de 1998 y 1999 fueron más resistidos. Bortolotto continúa: “habían empezado los carnavales de Brahma[7] y eso lo bancaba La Capital. Entonces El Ciudadano y otros diarios[8] nos tomaron como el contra-corso, aunque no fue premeditado”. Agustín Shcoler, concuerda: “el carnaval de Brahma […] era brasilero y comparsa. Había como una competencia, porque la muni lo bancaba y eso nos ponía del lado de la contracultura”. Ghisoli repara un momento y aclara:
No teníamos nuestro propio carnaval […] Coincide con el momento en que la Municipalidad decide hacer el carnaval. Lo nuestro no fue una respuesta […] fue paralelo. De pronto el gobierno leyó que había un movimiento acá que se estaba generando, y bueno, hizo su planteo.
El conglomerado murguero fue tomado por algunos periódicos como alter-hegemónico, merced a su trabajo barrial entre 1996 y 2000. Por su parte, la Secretaría de Cultura mostraba a los “artistas en la Carpa”, posicionándose como “agente de contratación […] mediante subsidios y coproducciones”.[9] Esas permutas y discrepancias urdieron la reinvención carnavalesca posdictatorial, trocando el Parque Independencia por el horizonte costero.
Allí reside la tercera escala, que posiciona definitivamente a la ribera como espacio de presentación y ensayo. En el último lustro del siglo XX, la apertura fluvial bifurcó la hegemonía del gran pulmón central como coto de caza transeúnte. El novel oligopolio verde incluía al Parque España en lo que marcaba Bruschini para la década de 1980: caminantes sabiendo que “a tal hora o tales días había funciones”. Para Tati de Elia, fruto de los ritos de apropiación y la permanencia en el territorio,
todos los actores, bailarines, artistas de circo y músicos estábamos juntos. Cuatro ramas muy fuertes que estaban juntas. Toda esa fusión hizo que salieran algunos espectáculos de calle. Sobre todo, en el Parque España y la feria de artesanos. Se creó una movida en que ya la gente venía a ver. Y para nosotros era una alternativa de trabajo. Me permitía trabajar los fines de semana y, durante la semana, poder entrenar.
Entre 1996 y 1998, el complejo hispánico y sus extensiones aledañas compusieron el vecindario de los parroquianos del Fuego y el Okupa. Aunque podían ser pasajeras, como los pasos de Palermo por Discepolín y El Tábano, las asociaciones de performers fueron recurrentes y significativas. Asimismo, la dinámica espacial cercana al río difería de las necesidades de la peatonal, influyendo en las compañías y los formatos. Tendela comenta que “fue más fácil presentarse en el parque que en la peatonal y nos volvimos artistas de variedades”. De querer prosperar en el descampado, los espectáculos de calle debían contemporizar. Las actuaciones se veían obligadas a competir con un rutilante y promisorio paisaje. A ello se sumaban las magras cosechas del pase de gorra posterior a las funciones. Bruschini comenta: “era difícil sostener agrupaciones con mucha cantidad de gente, poder sacar teca”. Análogamente, los ensayos fueron esculpidos en los desiguales observatorios de un Paraná casi ignoto. El panorama es reconstruido por Ghisoli:
Los Bichicome ya fueron directamente murga, ni Teatro Popular, ni festivales. Íbamos al Parque de las Colectividades […] a tocar los tambores y no pasábamos la gorra. Al parque lo tomamos. Lo elegimos porque en ese momento no era muy visitado. Un arbolito y, cada tanto, alguien jugando al fútbol […] mucha menos gente que en el Parque España. No nos queríamos presentar como un espectáculo y sabíamos que, si íbamos a un lugar lleno de gente, la cosa quedaba en el medio. Viene gente a ver, pero no. Alguno te quiere dejar una moneda y, en realidad no, porque estamos ensayando. Pero tampoco queríamos salir de la calle […] Después, si queríamos mostrar algo o ver cómo funcionaba tal cosa, nos íbamos un poco más cerca de la gente. A ver qué pasaba.
Lo que la entrevistada identifica como Parque de las Colectividades todavía no existía como tal. Cuando se formaron Los Bichicome, el llano y despojado predio empalidecía frente a los exteriores más populares y equipados de la urbe. Al contrario de las convocatorias deseantes de captación paseante, los entrenamientos prosperaban al reparo de la vista. Apartadas del atiborramiento, esas regiones también fueron apropiadas por los habitantes del viejo edificio ferroviario. Sus vidas cotidianas y sus estrategias de reproducción se enmarcaron en el paisaje. El aledaño curso de agua acondicionó lumínica, térmica y anímicamente los trabajos y los días, llegando a ofrendar parte de su fauna ictícola. Ivana Roberti Díaz ilustra:
Algunos practicaban malabares, los artesanos fabricábamos las artesanías y a la noche salíamos a vender a la peatonal. Todas las mañanas desayunábamos en la costa […] a metros del Galpón Okupa. Pasábamos mucho tiempo frente al hermoso Paraná, que era nuestro gran patio abierto y natural. Fumando y mirando el río […] A 200 metros había un ranchito de un viejito pescador que ya no está. Nos compartía pescado fresco, a veces vino y nos retaba para que volvamos a nuestras casas.
Reposando en el CKI, una cuarta coordenada calibra sus redes y su magnetismo. Como sus coterráneos Del Bajo Fondo, Bruschini alega que “los Sin Dueño pusimos una pata ahí, estuvimos en algunos festivales”. Según Tendela, “el Galpón era un imán, en el medio te pasaban una banda alemana, un artista callejero de afuera”. Pablo Montini afirma que “el Galpón se inauguró con la visita de un periodista irlandés que vivió muchos años en Chiapas”. En el plano musical, Txatxi llama “las bandas del Okupa” a Carmina Burana y Los buenos Modales. Esta última festejó su retorno de una gira europea el 20 de diciembre de 1997, construyendo un dispositivo que espejaba el patrón habitacional de la “ranchada”. Eduardo Vignoli (entrevista personal, 05/01/2019), miembro del conjunto, habla de “un entrepiso hecho escenario, una estructura de tres pisos, con un andamio alto y dos laterales”. La plataforma permaneció suspendida en el aire y abierta a los sonidos de distintos rincones del globo. Las visitas nacionales incluyeron las formaciones rosarinas Muerto en Pogo y Shocklenders, las bonaerenses Fun People y las porteñas Catupecu Machu, Las Manos de Filippi y Las Trolas. La itinerancia internacional trajo a Niños con Bombas (Hamburgo) y Los Crudos (Chicago). Se estima que se celebraron unos 70 recitales en el CKI.
Durante los últimos años noventa del siglo XX, múltiples sujetos y prácticas habitaron intermitentemente la ribera central de Rosario. Gracias a sus ritos de apropiación, las comunidades espontáneas funcionaron como umbrales de apertura y modularon dimensiones experienciales del espacio. Una plétora de formas culturales, imaginaciones estéticas y artes performáticas abordaron espirales y circularidades: los domingos ígneos, la calendarización okupa y la rítmica de los intercambios. No obstante, con el inminente ensanchamiento del horizonte fluvial, el punto ciego que alimentaba la creatividad irrestricta se debilitó. La prospectiva del tercer milenio reanudó el motivo de recomposición costera. Unos renovados enclaves culturales no tardaron en hacerse presentes, auspiciados por el tándem de gobernanza cultural y valorización patrimonial.
- El Ciudadano, 15/02/1999, “Un corso sin tribunas pero con mucho circo por las calles de los barrios”.↵
- Vasto Mundo, Nº 12, 12/1996, “Artistas en la vía”.↵
- Sobre las luchas por los derechos humanos en Rosario, ver Scocco (2021).↵
- Testimonio extraído del documental Resis-T (1999, Filipe Francisquini). Disponible en bit.ly/ResisT.↵
- Rosario/12, 25/03/1999, “Para que quede en claro quién es”.↵
- La Capital, 25/03/1999, “Una multitud se concentró en la plaza 25 de Mayo y marchó hasta la casa del militar, en Oroño y 9 de Julio”.↵
- La “conocida marca de cerveza” mencionada en el capítulo 3.↵
- La Provincia (Rosario), 14/02/1999, “Al rescate de la cultura murguera”. El Ciudadano, 15/02/1999, “Un corso sin tribunas pero con mucho circo por las calles de los barrios”.↵
- La Capital, 21/02/1998, “La Municipalidad, el principal agente de contratación”.↵