3 Ciudades ideales versus ciudades reales

NK: En los frescos de Lorenzetti habría una suerte de principio realista de la representación de las virtudes del buen gobierno y sus efectos, así como de los peligros del gobierno tiránico y sus consecuencias. De manera contemporánea a Lorenzetti, y en el siglo siguiente, varios artistas y arquitectos del Renacimiento plantearon la construcción de ciudades ideales, también vinculadas con lo político. Por ejemplo, Alberti, en De re aedificatoria, postula la posibilidad de construir una ciudad particularmente apta para los tiranos y una ciudad particularmente apta para la república. ¿Cuál sería la relación entre la descripción realista que Lorenzetti hace de los efectos prácticos del buen y del mal gobierno, y estos proyectos ideales y nunca realizados de los artistas, arquitectos y escultores del mundo renacentista?

 

PB: Creo que la palabra “realismo” que usted utiliza es clave. Una palabra utilizada engañosamente en la historia del arte ya que, en el siglo XIV, sabemos que no había intención realista en la pintura. Lo que se llama el mimetismo naturalista, es decir, la imitación de la naturaleza, es una de las posibilidades que se le ofrecen a la pintura, pero es totalmente simbólica. Por ese motivo, diría que el realismo es un código simbólico entre otros, en los pintores del siglo XIV y en los pintores del Renacimiento. En cambio, el realismo tiene un sentido filosófico en la filosofía política. Y me parece que el realismo de Lorenzetti, para quedarnos un instante en él, consiste en decir lo siguiente: “Si usted busca el buen gobierno, no lo encontrará más presente en los principios que en la virtud de quienes lo dirigen; usted debe ir a ver los efectos directos, concretos, tangibles, visibles –y por eso la pintura expone, torna visible y así socialmente disponible–, es decir: muéstreme los efectos concretos de una política”. Y según esa política sea justa o injusta tendrá efectos contradictorios que llevan a la paz por un lado y a la guerra civil por el otro. Es llevar al extremo una suerte de trama política para comprender cabalmente que el bien político no reside en los principios sino en la realidad concreta de los efectos del ejercicio del gobierno.

Dicho esto, temo posar sobre este fresco del siglo XIV una mirada del siglo XV: la de Alberti o, más precisamente, la de Maquiavelo, que critica a Alberti. Porque le diré una cosa: Maquiavelo es mi compañero de armas. Pienso con él. Creo que los historiadores, como todo el mundo, viven en el presente, no les interesa el pasado sino el presente, el hoy –y es el gran tema de Michel Foucault– en el sentido que ese hoy difiere del ayer. Entonces, vivimos en el hoy, pero si somos historiadores tenemos también en el pasado una especie de territorio interior y profundo, un lugar donde hemos arraigado un poco de nuestro saber sobre las cosas –un antropólogo lo definiría como nuestro “terreno”–, una suerte del otro hoy, algo remoto. Y el mío es el siglo XV. Vivo así en el hoy y, como historiador, vivo un poco en el siglo XV. Entonces, cuando veo una imagen del siglo XIV, es ayer para mí, pero respecto del siglo XV. Y le respondo: nos hacemos una idea muy idealista del Renacimiento. Y respecto de la idealización del renacimiento… Alberti, en De re aedificatoria –un libro sobre el hecho de construir, sobre qué significa para un príncipe construir ciudades, edificios, monumentos– escribió en definitiva la gramática de ese Renacimiento. Alberti trabajaba para todos: príncipes, mercaderes, tiranos, señores, etc. Quiere imponer a los arquitectos una forma de deontología. “Está bien, podés construir un palacio para el tirano, pero tiene que ser un palacio tiránico. En cambio, si construís un palacio para un rey, tiene que ser un palacio real”. Establece una suerte de tipología en la que cada ciudad, en función de la idea de aquel que la gobierna tiene de sí mismo, se asemeja a este modelo ideal. Solo que las cosas no suceden de ese modo. Gobernar no siempre implica mostrar las intenciones de manera transparente, exponerlas. Porque exponer es también poner en peligro. Lo más frecuente es enmascararlas. Y, a fin de cuentas, lo que mostró Maquiavelo en su crítica a Alberti es que los príncipes no tenían ningún interés en ajustarse a este ideal del poder: engañaban y simulaban con este modelo. Algunos príncipes tiránicos podían claramente hacer gala de una arquitectura bondadosa. Entonces hay que aplicar el realismo filosófico también a la arquitectura. Por ejemplo, su pregunta atañe efectivamente a las ciudades ideales. Por supuesto, estas fascinan a los historiadores porque son bellas, ordenadas, replegadas sobre sí mismas, porque son satisfactorias desde el punto de vista formal. Pero ¿para qué sirven? Cualquier ciudad ideal que se construye por fuera de la gran ciudad muestra el fracaso en el intento de transformar esa gran ciudad. Esta manifestación de autoridad es, en realidad, la traición de una impotencia. Tomemos un ejemplo célebre: Versalles es una ciudad ideal para los reyes de Francia. La construyen a la imagen que se hacen de su propio poder. Pero es porque ya no controlan más París. Y toda proyección ideal… En el fondo, Marx decía: los utopistas son reaccionarios. ¿Y esto qué significa? Cuando se construye una utopía, una ciudad ideal, es porque se fracasó en la tarea de transformar lo real. Entonces reaccionamos. Y somos propiamente reaccionarios. El Renacimiento del que me ocupo, que me preocupa, que me inspira, es un Renacimiento que vivió ese desencantamiento, ese desaliento por no poder transformar lo real. Y, para mí, termina plasmándose en utopía. Pero la Utopía de Tomas Moro, gran derrotado político al igual que Maquiavelo, no habla del summum de su ambición, sino de su recaída en un idealismo, que es en realidad el fracaso de la voluntad concreta, tangible, de transformar materialmente la sociedad.



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