“For are not all things created by God? How could God have created evil?”
Hannah Arendt (1996: 60)
En este capítulo se describen las concepciones de lo maligno que Arendt presentó en las dos obras publicadas entre Los orígenes del totalitarismo y Eichmann en Jerusalén. Se dejan de lado otros escritos que aparecieron asimismo entre 1951 y 1963, ya sean editados o no, algunos de los cuales serán analizados en el cuarto capítulo.
Esta decisión responde a que no es posible igualar en relevancia los libros publicados por la autora con otro tipo de documentos (introducciones a otras obras, artículos, correspondencia privada, cuadernos de anotaciones, etc.). En consecuencia se mantiene a lo largo de los primeros tres capítulos de esta obra una correlación cronológica de los primeros libros publicados por Arendt luego de su emigración a EE.UU.[1] (dejando de lado la reedición de Rahel Varnhagen, cuya escritura había concluido durante los años de su estancia en París (Young-Bruehl, 2004: 91).
Este criterio se considera esencial para visualizar las transformaciones de su pensamiento sobre la cuestión del mal que tuvieron lugar en estos textos en particular. Si los mismos son especialmente importantes porque Arendt desarrolla su punto de vista sobre temas que le son de particular interés y relevancia (el totalitarismo en el primero y el cuarto, la acción política y la revolución en los intermedios), idéntico valor poseen las apreciaciones sobre la malignidad allí presentes[2].
2.1. La Condición Humana
En el escrito en donde Arendt desarrolla ampliamente sus concepciones sobre la política existen también referencias hacia el tipo de malignidad que hasta ese momento entendía afectaba a los asuntos públicos y humanos en general: el “mal radical”. Tal como se verá en el presente apartado la continuidad entre este escrito de 1958 y el de 1951 se evidencia en varios aspectos.
En el quinto capítulo de The Human Condition, en donde esbozan los lineamientos generales de la acción política, Arendt (1998a: 176) estima que “…una vida sin discurso y sin acción […] se halla literalmente muerta para el mundo, ha dejado de ser una vida humana porque no es más vivenciada entre los hombres”. Este elemento es importante para comprender cuáles son los alcances máximos que la malignidad radical puede tener en la esfera pública.
Entendido naturalmente el “mal radical” aspira a eliminar la vida humana. Entendido políticamente el “mal radical” aniquila, mediante la destrucción de la persona jurídica y moral del hombre, cualquier chance de que se pueda revelar la identidad de los agentes en los actos públicos, ya que no queda personalidad alguna con la cual interactuar[3].
El espacio compartido por los hombres y ubicado entre ellos (Arendt, 1998a: 182; 2005b: 117-130, 170-171, 181-182) es eminentemente frágil (Arendt, 1998a: 188). Las leyes, que son un límite necesario para encuadrar la acción individual y el poder que surge entre aquellos (Arendt, 1998a: 191; 2005b: 106, 131, 141, 180-190) pueden verse fácilmente rebalsadas y obliteradas por actos que se gesten tanto dentro como fuera de la polis. De allí que Arendt (1998a: 191) encomie a la moderación y el justo medio aristotélico como vías para conseguir un modus vivendi entre la creatividad irrefrenable de lo político y la estabilidad necesaria para cualquier tejido comunitario[4]. Por ello la hybris del “mal radical” puede destruir inmoderada y raudamente cualquier atisbo de estabilidad de la öffentlichkeit, dejando a los hombres políticamente muertos, anulando las chances que contaban de acceder al segundo nacimiento que solamente adviene interactuando entre pares (Arendt, 2004a: 201)
Al igual que cuando en Los orígenes del totalitarismo se aludía a un “anillo de hierro” capaz de inutilizar la actividad humana (Arendt, 1994: 465-466), en el libro editado en 1958 se establece que la “…unión de muchos en uno es básicamente antipolítica” y es allí donde se corre el riesgo de perder la propia identidad (Arendt, 1998a: 214). La tiranía, así como el totalitarismo, se basa en el aislamiento de las personas a fin de que no pueda darse lugar a la generación mancomunada de poder político (Arendt, 1998a: 202-203).
Estas eventualidades, consecuencias de regímenes de dominación ajenos a la verdadera política, están conectadas a una clase de malignidad que le es característica y propia: “Es por ende muy significativo, un elemento estructural en el ámbito de los asuntos humanos, el que los hombres sean incapaces de perdonar aquello que no pueden castigar e incapaces de castigar lo que ha demostrado ser imperdonable. Este es el verdadero marco de aquellas ofensas que, desde Kant, denominamos “mal radical” [radical evil] y sobre cuya naturaleza tan poco es conocido, incluso para los que hemos sido expuestos a una de sus raras apariciones explosivas en la esfera pública”[5] (Arendt, 1998a: 241).
La tesis vertida primeramente en Los orígenes del totalitarismo se mantiene intacta siete años después[6]. La impotencia frente a algo que trasciende las facultades humanas básicas implica que no hay reconciliación posible con este tipo de malignidad. El perdonar permite liberar a los hombres de las consecuencias de un acto, a fin de no reprobar a determinadas personas a perpetuidad por un hecho puntual (Arendt, 1998a: 237), y el castigo es una alternativa al perdón que también permite concluir con un ciclo en principio indefinido emergido en base a un evento, a fin de poder finalizar con una aflicción de larga data para poder comenzar un nuevo curso de acción.
Pero el “mal radical” excede cualquier tipo de reconducción posible, los actos que lo originan no pueden ser enmendados ni morigerados bajo ningún concepto ya que son por completo inconmensurables. Ubicado permanentemente por fuera de la razón humana y la mayor parte del tiempo también sin tomar forma en circunstancias que afecten a los hombres, el radical evil sin embargo vuelve a emerger de manera esporádica para brindar nuevas muestras de su capacidad respectiva para asolar y dejar en estado de extática perplejidad a las personas. Arendt admite nuevamente, como se ha citado en el capítulo previo, tomar el término que acuñara el autor de la Crítica de la razón pura así como también la frustración existente en lo relativo al conocimiento de sus propiedades y alcances.
Es en base a esta impotencia que se produce la súbita apelación arendtiana a la teología y, particularmente a quien caracterizase como el “…descubridor del rol del perdón en la esfera de los asuntos humanos” (Arendt, 1998a: 238), el fundador del cristianismo[7]:
Lo único que sabemos es que no podemos castigar ni perdonar estas ofensas, las que por consiguiente trascienden el ámbito de los asuntos humanos y las potencialidades del poder humano, a los cuales destruyen en donde sea que hagan su aparición. Aquí, donde el acto mismo nos desprovee de todo poder, solamente podemos repetir con Jesús: “Sería mejor para él que le atasen una rueda de molino a su cuello y lo arrojaran al mar (Arendt, 1998a: 241).
La remisión al más allá queda establecida al referir a esas atrocidades que “trascienden la esfera de los asuntos humanos y las potencialidades del poder humano”, en otras palabras que provienen de un espacio ultramundano, ubicado fuera del accionar común de la humanidad y que de manera destructiva emergerían periódicamente desde su remota e inescrutable residencia para asediarla.
Asimismo el “descubridor del papel del perdón en la esfera de los asuntos humanos” es nuevamente citado pero esta vez para ratificar el parecer sobre la no posibilidad de coexistencia con lo maligno. La inviabilidad de alcanzar una armonización con determinados actos que surgen entre los hombres, incluso para su propia contrariedad, impone una barrera comprensiva y actitudinal ante determinadas afrentas. Ante hechos que no se entienden o que no se aprueban el alejamiento, el rechazo o el actuar a fin de evitar su expansión y predominio serán los caminos a seguir a los efectos de reparar y mejorar el mundo en común.
Sin embargo frente a lo maligno no existen métodos preventivos completamente existosos: el “mal radical” puede reemerger sin ningún tipo de inconveniente, ya que los sujetos no pueden atacar lo que no se conoce. De esta manera las personas se encuentran en ocasiones a merced de la malignidad, no pudiendo operar respecto a ella.
La frase de Jesús de Nazareth es utilizada someramente como expresión de deseo de lo que al ser humano le complacería efectuar, es decir, el eliminar por completo a lo maligno. Pero ello es imposible. Los individuos, al verse “desposeídos de todo poder”, sólo alcanzan a mencionar lo que les gustaría que ocurriese. El contraste con el resto del capítulo es nítido, ya que mientras que allí se detallan las potencialidades más remotas de la acción política, en esta sección se exponen sus límites y circunscripciones inherentes e irrevocables.
Arendt se ve obligada a aclarar que la acción no es omnipotente y que, a pesar de todas las buenas intenciones con las cuales se gesten nuevos escenarios de lo político, éstos pueden desmoronarse muy velozmente. El que incluya este tipo de consideraciones en su libro más favorable a la actividad y la iniciativa tanto individual como colectiva refleja que optó por evitar un voluntarismo excesivo al momento de redactarlo.
Pero lo que no era realista era remover del “mal radical” a sus autores materiales y a los motivos que los inspirasen. Tal como lo sostuviese sólo cinco años después, las ofensas que “trascienden la esfera de los asuntos humanos y las potencialidades del poder humano” no por ello dejan de ser causadas por hombres, más allá de su naturaleza descomunal e irrepresentable.
Esta ambición por establecer una conexión firme entre el mal y sus causantes es lo que la conducirá en la senda de la falta pensamiento y la “banalidad del mal”, tal como se revela en sus escritos de los años sesenta y setenta. Precisamente en torno a este punto ya existe un indicio en el mismo prólogo de La condición humana:
Lo que propongo en las páginas siguientes es una reconsideración de la condición humana desde el punto de vista de nuestras experiencias más nuevas y nuestros miedos más recientes. Esto, obviamente, es una cuestión perteneciente al pensamiento, y la ausencia de pensamiento [thoughtlessness] —la imprudencia que se desentiende de todo, la confusión desesperada o la complaciente repetición de “verdades” que han devenido triviales y vacías—me parece que se ubica entre las características más sobresalientes de nuestra época (Arendt, 1998a: 5).
Como se verá en el siguiente capítulo aquí ya se encuentran algunos elementos que Arendt adscribirá en Eichmann en Jerusalén a la “banalidad del mal”, como la repetición de clichés, el acatamiento inobjetado de los prejuicios y el desinterés absoluto por la realidad. Pero por sobre todo llama la atención la presencia del término thoughtlessness, la ausencia de pensamiento, que será clave de las meditaciones arendtianas sobre la facultad de juzgar y sobre la forma en que esta actividad puede prevenir el surgimiento de hechos malignos.
Como se sostendrá tanto en el siguiente apartado del presente capítulo como en las conclusiones, éste es otro de los indicios que prueban la coexistencia de elementos pertenecientes a las tesis del “mal radical” y de la “banalidad del mal” en el pensamiento de la autora entre 1951 y 1963[8].
2.2. On Revolution
Sobre la revolución, editado en 1963, es sin lugar a dudas el puente teórico más importante entre el “mal radical” y la “banalidad del mal” en los escritos publicados por Arendt entre OT y EJ.
En esta obra, que en apariencia no debería guardar ninguna conexión con el tópico, se registra sin embargo una curiosa y cambiante referencia al mismo que permite ver las reservas que la autora mantenía al respecto, máxime al tomar en cuenta que la fecha de aparición del texto coincide con la de Eichmann en Jerusalén, si bien su composición y redacción le anteceden temporalmente[9].
Es justamente esta proximidad la que permite ver que, en un principio, Arendt aún conservaba la intención de referirse al “mal radical” pero no con la idéntica firmeza demostrada en The Human Condition. En efecto, como se verá a continuación, las transiciones terminológicas arendtianas respecto a esta problemática revelan sus dudas frente a cómo reencauzar el tema, alejándolo de la postulación cuasi-metafísica de un absoluto presente en Los orígenes del totalitarismo.
La primera alusión pertinente en On Revolution se da en el tercer apartado del segundo capítulo, denominado “La cuestión social”. Allí Arendt (2006b: 69-71) recupera la concepción antropológica que poseían quienes lideraron la Revolución Francesa, notando que estaban imbuidos de la teoría rousseauniana sobre el hombre, sobre todo de su énfasis en la compasión.
De esta forma los révolutionnaires, en vez de visualizar una nítida oposición entre el bien y el mal para a partir de allí verificar su materialización en la historia humana, percibían que la dicotomía ontológica esencial discurría entre la compasión y la piedad que el ser humano puede sentir por su semejante frente al egoísmo y la hipocresía que lo alejan de aquél. Esto, para la autora, demuestra que fueron incapaces de comprender el sentido profundo desplegado por las acciones públicas que adoptaron (Arendt, 2006b: 72-73).
Al principio del primer capítulo Arendt (2006b:11) aclara que la visión de una naturaleza humana corrompida y maligna presentada por el contractualismo es esencial para entender no solamente el fenómeno de la guerra sino asimismo el de la revolución. Por ende lo que asume que cobra lugar bajo la égida del pensador de Ginebra no es sino una desviación del eje del asunto desde una díada (lo bueno y lo malo) hacia otra (lo compasivo y lo egoísta) que necesariamente a su parecer se remite y es deudora por entero de la anterior (Arendt, 2006b: 71-72). Desviación que aparece además como negadora de las enseñanzas que la introducción del cristianismo le deparó a la política, sobre todo la que prueba que el amor absoluto, la pura bondad, le es por completo ajena (Arendt, 2006b: 72).
Ello es así porque, tal y como lo hubiera manifestado en La condición humana (Arendt, 1998a: 51-52, 242) el amor rebalsa cualquier límite existente entre los hombres, aproximándolos y haciendo redundante cualquier pretensión de expresarse en público y contemplar al otro, ya que se supone que la distancia entre los sujetos ha quedado perimida y la solidaridad, fraternidad y proximidad entre ellos es total[10].
Por eso Arendt (2006b: 72) sostiene que la bondad absoluta difícilmente sea menos peligrosa que el mal absoluto, y que gracias a poetas como Melville y Dostoievski es factible confirmar la existencia de una bondad que se ubica más allá de la virtud y de un “mal radical” que posicione a la maldad por sobre cualquier vicio y que, siguiendo al autor de Moby Dick, no tenga nada en común con lo sórdido o lo sensual[11].
Hasta aquí no resulta sorpresivo que coloque en el mismo párrafo al “mal radical” con el “mal absoluto”, teniendo en cuenta que ya en Los orígenes del totalitarismo había utilizado ambos términos, sino en forma sinónima, al menos con proximidad[12]. Lo que sí llama la atención es que vuelva a referirse a la noción del “mal absoluto” con tal desenvoltura, luego de que la misma no protagonizara las reflexiones sobre lo maligno presentes en The Human Condition. Este hecho revela una cierta flexibilidad terminológica respecto al tópico, la cual irá aumentando a medida que se lo siga explorando.
Retornando al análisis debe añadirse que se le otorga un especial énfasis al hecho que, de acuerdo a la autora, ni Rousseau ni Robespierre (a su parecer los precursores respectivamente teórico e histórico de las soluciones revolucionarias “protototalitarias”) pudieran identificar este tipo de procesos (Arendt, 2006b: 72). Por eso a su criterio los poetas en general y Melville y Dostoievski en particular están mejor posicionados para entender la facilidad con la que la revolución puede desvirtuarse, así como para revertir la ilusión dieciochesca sobre el “buen salvaje” del estado de naturaleza (Arendt, 2006b: 73).
El relato melvilliano Billy Budd permite observar que el bien y el mal naturales pueden ser incluso más nefastos que sus contrapartes sociales y comunitarias. La trama de la historia se basa en confrontar una bondad más allá de la virtud, es decir una bondad natural, mientras que la maldad[13] [wickedness] más allá del vicio es una depravación acorde a la naturaleza (Arendt, 2006b: 73). La bondad natural, aún cuando sea dubitativa y tenga dificultades para imponerse, logra vencer a la maldad porque ésta es lo natural depravado, es decir porque “…la naturaleza “natural” es más fuerte que la naturaleza depravada y pervertida” (Arendt, 2006b: 73).
Esta extrapolación es de especial relevancia para la cuestión aquí estudiada. En efecto, Arendt ya ha hecho una segunda asimilación terminológica, sólo que esta vez de manera implícita. Si en primera instancia no existía en Sobre la revolución inconveniente alguno en equiparar el “mal absoluto” al “mal radical”, acto seguido tampoco parece haber obstáculo que impida homologar a este último a un “mal natural”, a una versión originaria de lo maligno ubicada por fuera de la creación y del control humanos.
Esta analogía, en apariencia nimia y no expresada manifiestamente por la autora, se revelará de vital importancia en las siguientes páginas. Arendt se preocupa por dejar sentada esta pertinencia desvirtuada y de segunda categoría de lo maligno a lo natural. Al hacerlo por primera vez admite en una de sus obras, aunque sea de esta forma indirecta, que el mal no se encuentra a la misma altura que el bien y que tampoco posee facultades y alcances similares[14].
Esta desnaturalización de lo maligno, su subordinación al “bien natural”, es en consecuencia el primer paso descendente desde el suprahumano e incomprensible “mal radical” hacia la “banalidad del mal”. El “mal natural”, nunca mencionado como tal, es avasallado por la bondad en estado de naturaleza, que sólo puede manifestarse con violencia para cumplir sus designios.
Aquí es donde para Arendt se da el centro narrativo de la historia, ya que el hombre bueno realiza una acción malvada para eliminar al hombre malo, pervirtiendo así indefectiblemente su bondad en el proceso. Un tercer personaje que encarna a la virtud es el encargado de resolver definitivamente el diferendo porque esta cualidad, si bien menos poderosa que el bien, es la única que puede dar lugar a instituciones duraderas (Arendt, 2006b: 74).
Por consiguiente es la normatividad la que permite fundar un espacio político de convivencia entre los hombres que, para permanecer en cuanto tal, debe mantener a raya no sólo a la maldad natural sino asimismo al puro bien, el cual tampoco puede respetar la paz y el bienestar humanos. La ley, hecha para el hombre y no para ángeles o demonios, no puede reconocer lo que se encuentra más allá del crimen. La introducción del absoluto en política es completamente nociva e inmanejable, sea el absoluto bien o el absoluto mal (Arendt, 2006b: 74).
Si bien en el relato del autor estadounidense es necesario el despliegue de la bondad natural para contrarrestar a su contraparte maligna, se reconoce asimismo la total inconmensurabilidad de ambos respecto a la vida en sociedad, no parangonable a lo natural. Aquí Arendt revisa en consecuencia, valiéndose de ejemplos de la literatura del siglo XIX, la dicotomía de la Grecia clásica entre physis y nomos, naturaleza y ley[15].
La incompatibilidad entre ambos polos es manifiesta porque remite a dos dimensiones no correspondientes: lo ilimitado de la omnipotencia natural y lo circunscrito, humilde y logrado tras prolongados afanes de la esfera humana. Introducir un elemento de uno en el otro genera inevitablemente una severa interferencia de difícil ajuste. Tal es así que, de acuerdo al mensaje transmitido por la historia melvilliana, la ley, siendo creada por los hombres al efecto de regular sus asuntos, es impotente y carece de castigo alguno frente al “mal natural”, por lo que sólo la presencia de un segundo absoluto puede ponerle freno certero al avance de este último (Arendt, 2006b: 74).
Si se comparan estas reflexiones con las que pronunciaban sobre el “mal radical” canalizado por las afrentas nazi y bolchevique en Los orígenes del totalitarismo se ve que existe un cierto nivel de correspondencia, ya que en esta última obra tampoco se podía emitir un castigo, un perdón o incluso un pensamiento que permitiera captar acabadamente a este tipo de malignidad. Mas sin embargo On Revolution no deja las analogías tan fácilmente asentadas. Mientras que en el punto recientemente referido la concordancia entre 1951 y 1963 es total, en lo tocante a la definición y utilización del mal las ambigüedades son mayores.
El cuento de Dostoievski “El gran inquisidor” le permite a Arendt por una parte explorar la motivación que poseen los actores para obrar y expresarse de determinada forma (Arendt, 2006b: 75) mientras que por otra se posibilita el vislumbrar los alcances de la compasión. Esta última, al igual que el amor, deroga la distancia y el espacio intermedio que existe siempre en toda relación intersubjetiva. Esto hace que políticamente sea, para la autora, irrelevante y sin consecuencia (Arendt, 2006b: 76). Sin embargo acto seguido de esa afirmación Arendt (2006b: 77) vuelve a presentar cómo la compasión, al igual que lo amoroso, sigue la mecánica de la malignidad en lo relativo a los asuntos públicos. Todos sobrepasan y sofocan al inter-est, el espacio ubicado entre los hombres en el que se da lugar a la persuasión, la negociación y el compromiso mediante el discurso predicativo o argumentativo (Arendt, 2006b: 76-77).
De esta forma no se entiende la afirmación previa que sostenía la irrelevancia y la nimiedad de la compasión en política. No puede en efecto ser irrelevante una pasión que se relaciona con una bondad más allá de todo control y medida que, al igual que la maldad, ignora el razonamiento argumental por el que el hombre aspira a relacionarse con el entorno (Arendt, 2006b: 77). Por eso Billy Budd sólo puede contestarle al “mal elemental” con la “bondad elemental”, no con la justicia y mesura requeridas para sostener la convivencia humana.
En realidad, más allá del desliz mencionado, Arendt reconoce y reitera en On Revolution la peligrosidad del amor y demás sentimientos afines manifestada en La condición humana[16]. Por eso recuerda la admonición dada por Melville a los hombres de la Revolución Francesa, que pretendieron invertir la noción bíblica del pecado original. Sin importar si el hombre en su comienzo era bueno o malo, el devenir de la humanidad hubiera sido idéntico porque la presencia destructora y nociva de la malignidad se ve acompañada de una igualmente nefasta bondad que erosiona absolutamente todo lo político: “…la bondad es fuerte, quizás incluso más fuerte que la maldad, pero comparte con el “mal elemental” la violencia elemental inherente a toda fuerza y que obra en detrimento de toda forma de organización política”[17] (Arendt, 2006b: 78).
La admisión, en esta instancia condicionada, de la supremacía del bien por sobre el mal apunta a dotar por completo a aquél de la capacidad destructiva de éste, incluso a una mayor escala. El “mal elemental”, mencionado por cuarta y última vez en el texto, se consagra así como la referencia más asidua respecto de la cuestión y como una nueva versión arendtiana sobre lo maligno.
Pero su hegemonía es endeble. Pocas páginas más tarde, en el quinto apartado del segundo capítulo, en el contexto de un debate conexo a la problemática y signado por el rol de la hipocresía, el protagonista es otro. Arendt describe las características del hipócrita en términos que anticipan su descripción tripartita de las facultades mentales en The Life of the Mind y sobre todo la división en tanto “dos-en-uno” efectuada al pensar.
El hipócrita es quien ha cancelado la posibilidad de manifestación de su verdadera identidad tanto ante los otros como ante sí, eliminando de esa forma la posibilidad de autocuestionamiento que la existencia de un alter ego interno permite (Arendt, 2006b: 93). Esto constituye en consecuencia un acto de violencia contra la realidad, eliminando su “ser incorruptible” [incorruptible self], último elemento que le permite tener un núcleo de integridad personal básico a partir del cual poder emerger ante y en el mundo.
De esta manera la hipocresía fomenta la corrupción y la falsedad de lo existente, procurando la dispersión infinita del double standard (Arendt, 2006b: 94-95). La principal afrenta del hipócrita es sin embargo para consigo mismo, ya que no puede dar cuenta fidedigna de quién es verdaderamente (Arendt, 2006b: 94).
Para Arendt (2006b: 94) la hipocresía es el vicio supremo porque es el único que no puede coexistir con la existencia de la integridad de la persona que miente. Por ello sostiene que “solamente el crimen y el criminal […] nos confrontan con la perplejidad del mal radical; pero solamente el hipócrita está verdaderamente corrompido por completo”[18]. ¿Cómo entender esta referencia aislada al “mal radical” luego de que en la única sección del libro en el que se analizara in extenso la cuestión el término predominante es otro?
Por una parte, como ya se anticipara previamente, al abordar la cuestión del mal en On Revolution Arendt no tenía una posición definida sobre el tema y, ergo, sobre el vocablo más conveniente a utilizar al respecto, a diferencia de sus obras previas y posteriores. Éste es el único caso que registra un oscilar de tal envergadura, dando cuenta del período marcadamente de transición en lo tocante a la temática.
Por otra parte es interesante notar el énfasis otorgado al hipócrita, incluso antes de la publicación de Eichmann en Jerusalén y de asistir al proceso en el cual el principal acusado celebró sistemáticamente el autoengaño ante sí y la disimulación ante los otros (Arendt, 2006a: 49-52). En estos párrafos de Sobre la revolución Arendt está preanunciando, sin saberlo, su parecer sobre el encargado de la sección IV-B-4 de los servicios de seguridad de las SS (Arendt, 2006a: 31).
Como se examinará en el capítulo siguiente es justo en el escrito que cubre el juicio a Eichmann en donde Arendt modifica públicamente por completo su parecer sobre lo maligno. Y en esta cita previa se halla una de las razones de tal cambio. El “mal radical” de Los orígenes del totalitarismo carece de matices suficientes para cubrir al hipócrita, entre otros personajes, procesos y características del régimen totalitario. Sirve más bien para nombrar al crimen y detallar su magnitud y alcance, así también como para denotar lo insondable de su remoto origen. No obstante lo cual no resulta de utilidad para captar problemáticas igualmente acuciantes y pertinentes al tema, como la mentira y quien la emplea para propósitos malignos. Eso es lo que permite justificar la expresión que ubica al hipócrita como rotten to the core, corrompido hasta en su más íntimo núcleo, ya que ha renunciado a mantener su concordancia y sinceridad personal a lo largo del tiempo.
Habiendo dejado de lado cualquier tipo de pudor y resquemor al respecto, el mentiroso se presenta en sociedad en función de su mejor conveniencia. A partir de la máxima maquiaveliana “aparece tal y como deseas ser”, la cual es luego descontextualizada y llevada al extremo por Maximilien de Robespierre (Arendt, 2006b: 91-92), no sólo la moral es dejada de lado en política, sino que cualquier resabio de honestidad incluso para consigo mismo también puede verse fácilmente desplazado si con ello pueden conseguirse beneficios que se entiende que son más elevados.
Por supuesto esta estimación es desde luego errónea, mas al haber incorporado al autoengaño como práctica permanente del yo la persona ya no puede dividir su inmanencia de forma tal de erigir una instancia examinadora de su conducta; no puede revelarse más a sí mismo porque no desea hacerlo, porque cree que existen ciertas oportunidades que exceden y compensan el perjuicio de perderse, de renunciar a su contenido y permanecer entre los hombres sólo en tanto forma humana[19].
Ésta será la cuestión más acuciante y a la vez más escurridiza de captar que le presenta Eichmann a Arendt, y con la cual ésta lidia a lo largo de EJ. El que alguien voluntariamente desee renunciar a sí, lo cual equivale a un suicidio sustancial aunque no físico, se le revela en definitiva como el hecho decisivo que puede dar origen a la maldad. El crimen y el criminal pueden demostrar la existencia del “mal radical”, pero el hipócrita muestra a quien lo contemple nuevas cualidades de la malignidad cuya complejidad es mayor que la mera devastación y desolación de lo existente. Mas la certidumbre que Arendt alcanza en Eichmann en Jerusalén aún no está presente, y por eso es necesario analizar más detenidamente la rotación extrema de definiciones sobre el tópico acaecidas desde que comienza con el análisis de la cuestión en On revolution, alternando presupuestos que ella define como contrapuestos en obras antecedentes y precedentes (así como en documentos privados como su correspondencia y el Denktagebuch).
En la misma sección destinada al debate del tema en donde Arendt menciona al “mal absoluto” se pasa sin mayor inconveniente a hablar de un “mal elemental”, dando por sobreentendido que éste posee idénticas cualidades con aquél. El traspaso ya se había anunciado implícitamente, como se mencionara ut supra, en la disquisición sobre la pregnancia natural de lo maligno.
Esta cadena pretendidamente equivalente de significantes unifica los términos “mal absoluto”, “mal radical” y “mal elemental” (así como el nunca referido como tal “mal natural”) bajo la misma significación. En teoría todos poseen las mismas cualidades, consistentes en haberse originado por fuera de un ámbito creado y supervisado por el ser humano, lo cual los fuerza necesariamente a excederlo y convulsionarlo en el caso de manifestarse en él.
En la práctica, sin embargo, las connotaciones no parecen tan directamente equiparables. El “mal elemental”, término que finalmente es el preferido por la autora en esta obra al mencionarlo en cuatro oportunidades (Arendt, 2006b: 74, 77-78), no connota una referencia hacia la omnipotencia y la imposibilidad de asimilación que poseen los adjetivo “absoluto” o “radical”[20].
Al contrario, lo que se desprende como factor común entre los términos es su pertenencia a los “elementos” naturales, a lo básico, a lo dado, así como la imposibilidad de incorporarlos a lo normativo en particular (Arendt, 2006b: 74) y a una escala humana en general. Las diferencias se yerguen en cuanto se intenta vislumbrar los alcances y la potencia del término “mal” al ser acoplado a cada adjetivo. En definitiva, el “mal elemental” (aquél que es ya menos poderoso que el “bien absoluto” en tanto versión depravada de éste), aún cuando en el contexto de Sobre la revolución se vea asimilado por completo a la concepción de malignidad expuesta en Los orígenes del totalitarismo, parece en realidad preanunciar aquella presente en Eichmann en Jerusalén.
Al proseguir este razonamiento se revela que la denigración del mal y su subordinación al bien absoluto degrada asimismo, en vistas de la cadena equivalencial referida anteriormente, al “mal radical” tal como fuera expuesto en OT. Mientras que en el libro publicado en 1951 aquél es omnipotente y de dudosa localización, a partir de lo dicho en 1963 puede sostenerse, como mínimo, que es una entidad derivada de lo bueno y, en consecuencia, que se halla supeditado a este último.
El capítulo final añadido en 1958 a Los orígenes del totalitarismo guarda un tono moderadamente esperanzador en lo tocante a los nuevos nacimientos y su posibilidad de iniciar siempre originales vetas para la acción, lo que deja abierta la vigencia de la advertencia localizada en el último párrafo del capítulo decimosegundo que proclama que el “mal radical” y el totalitarismo podrán emerger en cualquier momento debido a que conservan su carácter de tentación (Arendt, 1994: 459, 478-479).
Pero a la luz de lo estipulado en On revolution la advertencia pierde al menos parte de su peso. Para la Arendt de 1963 el bien es que, a la larga, inevitablemente triunfa. Mientras que en OT el talante de la autora es más bien taciturno, advirtiendo sobre la posibilidad constante de generación de nuevos males[21], a partir de la segunda mitad de los años cincuenta éste cambia de tenor[22] (Arendt y Jaspers, 1992: 264).
De esta manera lo que Arendt responde inicialmente en manera privada a Gershom Scholem sobre su posición respecto al mal y al bien (que luego autoriza a publicar (Arendt, 2007a: 465-471) ya se anuncia públicamente en esta obra. Aún cuando Arendt no hubiera expuesto su planteo sobre la “banalidad del mal” en Eichmann en Jerusalén, la omnipotencia del “mal radical” ya había recibido su golpe de gracia. Continúa siendo inconmensurable e inmanejable para el hombre, pero sus facultades se ven disminuidas cuando se lo compara a lo “naturalmente bueno”. Ello lleva a colegir que si no pudo detenerse el “mal radical” desatado por el nazismo y por el estalinismo fue por la ausencia del bien absoluto, con el cual los humanos tampoco pueden reconciliarse.
Arendt parece profundizar en On Revolution la deriva metafísica de su concepción del mal. Cual personajes de una tragedia de la Grecia clásica, los hombres nada pueden hacer frente a la presencia de principios trascendentes en su territorio. Ni siquiera pueden alcanzar una comprensión mínima de sus características, procedencia y alcances. Demás está decir que si Arendt pretendía endilgarle al hombre algún tipo de responsabilidad sobre sus actos debía encontrar por fuerza mayor una noción de lo maligno que fuera compatible con aquél empeño. De allí el ansioso afán con el que cubrió el proceso de Jerusalén, y el exultante alivio que experimentó al escribir sus conclusiones sobre el mismo. Por fin, después de todos esos años, el mal podía ser humanizado.
- El libro restante publicado en este período, Between Past and Future, editado por primera vez en 1961, posee puntos en común con La condición humana al estar basado en material que Arendt preparó para un volumen finalmente dejado de lado que se hubiera denominado Introducción a la política (Young-Bruehl, 2004: 279). Siendo una recopilación de diversos ensayos arendtianos, su análisis es obligatorio mas su importancia para los propósitos del presente trabajo no equivale a la de las otras obras del mismo período, enfocadas en una sola temática en particular (la teoría política, el juicio a Eichmann o la revolución). Por ello las referencias relevantes que se encuentren en BPF serán incorporadas a los capítulos en los que se estime apropiado hacerlo.↵
- Además de OT, THC, OR y EJ Arendt publica las compilaciones de ensayos Between Past and Future, Men in Dark Times y Crises of the Republic, ninguno de los cuales fue concebido previamente como un libro sino que son artículos diversos reunidos en función de una cierta afinidad temática. El único libro propiamente tal que Arendt se decidió a escribir luego de la polémica suscitada por la aparición de Eichmann en Jerusalén fue The Life of the Mind. Éste permanece incompleto al fallecer aquella antes de comenzar la escritura del apartado destinado al juicio. ↵
- Como sostuviera en septiembre de 1969 en el Denktagebuch: “Es puro absurdo esperar un comportamiento moral de alguien que no piensa. No pensar es, por ejemplo, no imaginarme cómo me sentiría si me sucediera a mí lo que yo inflijo a otro; ahí está el «mal». (No hagas a nadie lo que no quieres que se te haga a ti, etc.)” (Arendt, 2006d: 718).↵
- Éste tópico será retomado en el capítulo sexto al abordar la cuestión de la desobediencia civil.↵
- Curiosamente la última parte de esta oración, aquella en la que Arendt hace una breve referencia autobiográfica a su carácter de testigo directo del radical evil, no fue incorporada en la traducción española (Arendt, 2004a: 260).↵
- Por eso, si bien se registran cambios en la primera reedición de OT en 1958, ello no afecta lo sostenido sobre el “mal radical” (Arendt, 1958a: viii-ix, 443, 459). Con relación a estas modificaciones del texto véase lo sostenido en la nota 344 del sexto capítulo.↵
- Esta línea de pensamiento ya estaba presente en la autora en 1953, cuando escriba en el Diario Filosófico: “El principio auténticamente político del amor cristiano está en el perdón. […] En este sentido el cristianismo ha tomado realmente en serio la pluralidad de los hombres” (Arendt, 2006d: 366). Para la ligazón estrecha entre el perdón y el nuevo comienzo en el mismo documento véase Arendt (2006d: 302). Para otras observaciones de similar índole véase Arendt (2006d: 293, 320). Por el contrario, entre los años 1950 y 1951 Arendt sostuvo en el Denktagebuch la existencia de una contraposición entre el perdón, dado en exclusiva por una persona que pretende imitar la posición divina de superioridad sobre el otro, de la reconciliación, en la que “…siempre participan ambas partes”, asociando a esta última al mensaje del Nuevo Testamento (Arendt, 2006d: 3-8, 68). E intuyó que antes que el perdón era mejor la pura ira o la pura tristeza (Arendt, 2006d: 11).↵
- Existen otras alusiones al evil en THC que no han sido incorporadas al cuerpo del trabajo. Entre ellas se destacan las que, al igual que en OT, utilizan el vocablo para indicar un problema o flagelo que acosa al hombre (tales como los que se extrajeron de la caja de Pandora (Arendt, 1998a: 48, 67, 83, 107, 110, 247) o una concepción de lo maligno genérica y diversa a la de la creación de grandes catástrofes como el genocidio, por ejemplo como el “mal” sería conceptualizado en la dialéctica marxista (Arendt, 1998a: 105) o lo que las enseñanzas bíblicas o la Iglesia Católica visualizaría como este último (Arendt, 1998a: 60, 78, 107, 318). Al respecto Arendt (1998a: 239-240) cita que, de acuerdo al Nuevo Testamento, el crimen y el mal que se desea voluntariamente [willed evil] deben ser tolerados mas no combatidos porque es Dios quien se encargará de ellos en el Juicio Final. Esto presenta especial relevancia porque la autora cita un debate que versa sobre la posibilidad que se desee, por propia decisión, obrar de mala manera, lo cual no había sido explícitamente mencionado en OT a pesar de que se hablara de un radical evil, muy probablemente porque hacia 1951 Arendt pensaba que el fenómeno era incognoscible. Las reflexiones sobre el rol que la volición desempeña en la gestación de la malignidad serán retomadas en los capítulos subsiguientes. Por último el “mal” también es utilizado para calificar aquellos actos, buenos o malvados, que constituirían la gloria y el legado de Atenas (Arendt, 1998a: 206) y para ocuparse del “genio maligno” [evil spirit] cartesiano (Arendt, 1998a: 277, 279, 281, 284, 286). Rosenthal (2011: 156) postula que la perspectiva de la “banalidad del mal” ya había sido formulada por entero en THC lo cual, en base a lo expuesto previamente en esta sección del capítulo, no se sustenta con lo plasmado por la teórica política en esa obra. ↵
- En los reconocimientos de la obra Arendt (2006b: ix) aclara que el tema del libro le fue sugerido por un seminario que ella brindó sobre “Los Estados Unidos y el espíritu revolucionario” en la primavera de 1959 en la Universidad de Princeton, siendo completado en 1960 gracias a una beca de la Fundación Rockefeller y en el otoño de 1961 en una estancia en el centro de estudios avanzados de la Universidad Wesleyan. De esta forma queda claro que el libro ya estaba gestado cuando en 1961 Arendt parte a Jerusalén a observar como corresponsal para The New Yorker el juicio contra Eichmann (Young-Bruehl, 2004: 328-329; Prinz, 2001: 228; Arendt y Jaspers, 1992: 500; Arendt y McCarthy, 1995: 93).↵
- En 1964 en una entrevista con Günter Gauss Arendt (2005a: 17), comentando que en su respuesta a Scholem rechazó amar a cualquier tipo de colectividad per se porque sólo puede amar a personas puntuales, sostuvo que: “…si Ud. confunde estas cosas, si trae el amor a la mesa de negociaciones, para decirlo directamente, lo encuentro fatal”. En 1962 en una carta dirigida a James Baldwin Arendt (1962a) ahonda su veredicto sobre la no pertinencia del amor en la esfera pública: “El amor es un extraño en la política y cuando se entromete en ella nada se logra excepto la hipocresía. […] El amor y el odio se pertenecen el uno al otro, ambos son igualmente destructivos, sólo pueden soportarse en privado…”. Foessel (2010) estima que igualmente existen en el pensamiento arendtiano otros tipos de expresión amorosa compatibles con la politicidad, como por ejemplo el amor al mundo [amor mundi]. Arendt utiliza esta expresión en tanto valoración de su aprecio por el Welt, comunicada en correspondencia personal con Karl Jaspers (Arendt y Jaspers, 1992: 264). Bazelow (2006), haciendo referencia al escepticismo de Wolfgang Heuer (2005) hacia la frase arendtiana “la política es la aplicación del amor por el mundo” [Politik ist angewandte Liebe zur Welt], sostiene que es incompatible hablar en estos términos a partir de las aseveraciones que Arendt hiciera respecto del tópico a lo largo de su carrera. ↵
- “…la bondad absoluta difícilmente es menos peligrosa que el mal absoluto […] y […] se halla más allá de la virtud. Ni Rousseau ni Robespierre fueron capaces de soñar con una bondad más allá de la virtud, así como tampoco fueron capaces de imaginar que el “mal radical” compartiría ‘algo de lo sórdido o lo sensual’ (Melville), que podría haber maldad más allá del vicio” (Arendt, 2006b: 72). Arendt (1998: 74-78) ya había abordado el tema de la bondad en THC, aclarando que era destructiva del espacio público, mas sin colocarla en un mismo plano con la malignidad. ↵
- En OT el absolute evil había sido presentado primeramente como tal en la introducción mientras que el término radical se utilizaba mas bien como un adjetivo accesorio de la naturaleza del mal (Arendt, 1994: viii-ix), para posteriormente invertir la jerarquía de los términos en la conclusión del capítulo decimosegundo, en donde lo absoluto se encuentra ligado a lo imposible de castigar y perdonar, mientras que el adjetivo adosado en dos oportunidades directamente al mal es “radical” (Arendt, 1994: 459).↵
- Pedro Bravo, en su traducción para Alianza Editorial, interpreta este vocablo como “perversidad” (Arendt, 1992: 84), mientras que evil es traducido indistintamente como “mal” y como “maldad” (Arendt, 1992: 85).↵
- Grummet (2000: 156-157) encuentra que una de las motivaciones para este tipo de “descenso” del status de lo maligno puede estar motivado en la comprensión agustiniana del fenómeno, que lo identifica negativamente, en tanto carente de existencia sustancial. Además de esta deprivación ontológica se halla otra visión que lo ubica en una relación de antagonismo con el designio divino. Grummet da por descontado que Arendt, al haber hecho su tesis doctoral sobre el concepto de amor en Agustín, está al tanto de esta perspectiva. Idéntica tesis que coloca en paralelo la transición arendtiana con la agustiniana entendiendo que ambas buscan retirar todo tipo de asignación material y real de la malignidad en la que pudieran haber incurrido inicialmente (en el caso agustiniano por influencia del maniqueísmo), es postulada por Vecchiarelli Scott y Chelius Stark (1996: 130) La influencia agustiniana es ratificada por Kohn (2001b: 191-194) y Vetlesen (2001: 3-5) y ampliada, en el caso de Aguti (2003: 100), para incorporar a Platón como otro postulante de la teoría del mal en tanto privatio boni.↵
- Véase Arendt (2006b: 20-21). ↵
- Pocos párrafos más adelante en On Revolution sostiene que la piedad, entendida como un derivado de la virtud, demostró poseer una capacidad más grande para la crueldad que la crueldad misma (Arendt, 2006b: 79).↵
- “…goodness is strong, stronger perhaps even than wickedness, but […] it shares with ‘elemental evil’ the elementary violence inherent in all strength and detrimental to all forms of political organization”. En el Denktagebuch, en una entrada de enero de 1952, se habla del “bien radical, que rebasa todas las leyes. […] El bien radical entra en conflicto con el hecho de que no impugna la justicia y no se preocupa de la injusticia” (Arendt, 2006d: 173). Posteriormente, en abril de 1953, negará la existencia del concepto: “Existe el mal radical, pero no el bien radical. El mal radical surge siempre cuando queremos un bien radical. El bien y el mal sólo pueden darse entre los hombres en medio de relaciones; la «radicalidad» destruye la relatividad y con ello las relaciones mismas” (Arendt, 2006d: 331). Aquí puede observarse cómo, indistintamente que se trate de lo bueno o de lo malo, lo “radical” arrasa con todo lo propiamente humano al carecer de cualquier posibilidad de limitación o adaptación a ese tipo de escala. Este parecer contrasta con la respuesta que Arendt (2007a: 471) diese a Scholem en 1963, en donde defiende tanto la existencia de un “bien radical” como su cualidad positiva para la humanidad, lo cual da muestras nuevamente de los cambios de opinión de la autora sobre el tema. ↵
- La frase original dice: “Only crime and the criminal, it is true, confront us with the perplexity of radical evil; but only the hypocrite is really rotten to the core” (Arendt, 2006b: 94). La traducción de Pedro Bravo dice: “Es cierto que sólo ante el crimen y el criminal sentimos la perplejidad del mal radical, pero sólo el hipócrita está realmente podrido hasta el corazón” (Arendt, 1992: 104). Como sostiene Tassin (2004a: 113) el crimen del hipócrita consiste en ser el falso testigo de sí mismo. ↵
- Estas reflexiones preanuncian el análisis de las facultades mentales del hombre en general, y sobre todo el vínculo de éste consigo mismo en la inmanencia que Arendt desarrolla en The Life of the Mind.↵
- El “mal radical”, al igual que el “mal absoluto” (Arendt, 2006b: 72, 74), es mencionado dos veces (Arendt, 2006b: 72, 94), aunque la última referencia presenta una gran importancia al ser allí en donde se debaten las implicancias políticas del hipócrita. Al igual que lo señalado en el primer capítulo, existen utilizaciones del vocablo evil en tanto problema o flagelo puntual (Arendt, 2006b: 128, 229-230, 256) o en tanto descripción ocasional de la naturaleza humana (Arendt, 2006b: 11, 166) que no guardan relación con el tópico analizado. ↵
- Este estado de ánimo, incluso a pesar de lo que se comenta en la nota sucesiva, se conserva en parte en THC al cavilar las posibilidades que la humanidad posee de ser aniquilada en un holocausto nuclear (Arendt, 1998a: 1-3, 238).↵
- “He empezado tan tarde, realmente sólo en los años recientes, a amar verdaderamente al mundo que debería ser capaz de hacerlo ahora. Llena de gratitud, deseo llamar mi libro sobre teorías políticas “Amor Mundi” (Arendt y Jaspers, 1992: 264). La carta, fechada el 6 de agosto de 1955, anuncia la situación anímica en que se encontraba la autora al momento de redactar La condición humana. OR encomia las posibilidades de un nuevo comienzo con las que cuenta el hombre, las cuales a pesar de ser reducidas y extinguirse brevemente luego de ser implementadas son sin embargo loables por representar ejemplos verdaderos de realización política. Idéntico ímpetu poseen los ejemplos de acción pública rescatados en Men in Dark Times (Arendt, 1995), figuras que sin importar las adversidades que se les presentaban obraron de manera proba y ejemplar. Y en el artículo “Civil Disobedience” (Arendt, 1972: 49-102) el ánimo proclive a la realización práctica presente en Sobre la revolución es retomado para sostener las protestas civiles que en esa época, hacia finales de la década del sesenta y comienzos de la del setenta, estaban en su apogeo.↵