“…if only I knew more about the problem of evil”
Hannah Arendt (citada en Young-Bruehl (2004: 287)
¿Qué es el mal? A lo largo de su vida Hannah Arendt buscó proporcionar mayores certitudes respecto a esta problemática. En este capítulo se tratarán las precisiones que existen sobre esta temática en el libro The Origins of Totalitarianism. Al respecto se hará especial hincapié en lo incluido en la tercera parte de la obra, denominada “Totalitarismo”, por considerar que allí se hallan los comentarios más pertinentes sobre el tópico, sin que ello impida igualmente indagar lo expresado en las dos partes anteriores, denominadas respectivamente “Antisemitismo” e “Imperialismo”, así como en los prólogos de sus respectivas ediciones.
Mientras que en “Antisemitismo” e “Imperialismo” las referencias al mal apuntan a describir determinados hechos o sucesos, aquellas registradas en “Totalitarismo” son las que evidencian una calificación del fenómeno en tanto tal, más allá de resignificar ciertas acciones o personajes como malignos. De esta manera en “Los orígenes del totalitarismo” se registran dos niveles principales de aproximación a esta problemática. Y mientras que el que fuese mencionado en primer término permanece en el nivel de la valoración, funcionando el mal principalmente en tanto adjetivo calificativo, el otro uso del vocablo apela al mismo en su carácter de sustantivo, de cualidad principal y no accesoria de una situación o evento.
Una explicación sobre esta divergencia que intente vislumbrar el segundo tipo de significación de lo maligno puede colegirse a partir de inferencias presentadas por Cotkin (2007: 469-471) y Badocco (2013: 194-195), quienes apuntan al contexto epocal en el cual Arendt escribió esta obra. Parte de la motivación arendtiana por referirse al mal en tanto sustantivo puede deberse a la falta de un parámetro teórico de referencia con el que dar cuenta de los genocidios nazi y soviético.
Lo relevante del caso es que desde su primera gran obra teórica Arendt presenta al lector con dos empleos divergentes del mal, escisión que sugiere que su tratamiento de la temática será amplio y no necesariamente correspondiente entre sí. Este abordaje del tópico posibilita en consecuencia una gran variedad de interpretaciones y análisis del mismo (tanto en este escrito como, tal como se viera en la introducción, al estudiar el tema en la bibliografía general de la autora). En el presente apartado, como se lo dijera previamente, se expondrá esta dicotomía inherente a The Origins of Totalitarianism, haciendo referencia a los dos diversos usos aquí mencionados.
1.1. Prólogo a la primera edición. Verano de 1950
En las primeras palabras introductorias del libro Arendt hará referencias directas al fenómeno del mal, entendiendo que “la convicción que todo lo que sucede en la Tierra debe ser comprensible para el hombre puede llevar a interpretar la historia en base a lugares comunes”[1] (Arendt, 1994: viii).
En una afirmación que anticipa el tópico del juicio reflexionante que abordará con mayor asiduidad hacia el final de su vida[2] la autora enuncia que se examinarán asuntos que exceden el margen de la comprensión humana. En este sentido la inconmensurabilidad absoluta que Arendt le endilgará al “mal radical” hacia el final de OT es aquí anticipada. El “mal radical”, como se verá luego, es aquello que el hombre no puede entender ni, como consecuencia lógica, algo sobre lo que pueda pronunciar un discurso coherente.
La vinculación entre esta característica, la ininteligibilidad, y el mal es efectuada pocos párrafos más abajo. Arendt expresa en términos condicionales lo que será sostenido sin ambages al finalizar el capítulo “Totalitarismo en el poder”: “Y si es verdad que en los estadios finales del totalitarismo aparece un mal absoluto (absoluto porque ya no puede ser deducido de motivos humanamente comprensibles), también es verdad que sin él quizás nunca hubiéramos conocido la naturaleza verdaderamente radical del mal” (Arendt, 1994: viii-ix).
En esta cita se presenta al tópico de la imposibilidad de comprender al mal totalitario aclarando que, si dicha comprensión es eventualmente factible, la misma deberá orientarse por carriles allende la humanidad, por fuera de todo tipo de asignación de responsabilidad última al hombre por su emergencia. Esta connotación es de vital importancia para entender el posterior abandono del término en los escritos arendtianos. En efecto, si bien no se descarta al ser humano como agente necesario para la emergencia de la malignidad, sí se lo separa de todo tipo de decisión última sobre las causas y motivos de su surgimiento.
Esta “deriva metafísica” de la autora queda confirmada cuando en la conclusión del prefacio ésta proclame: “La corriente subterránea de la historia occidental ha finalmente emergido a la superficie y usurpado la dignidad de nuestra tradición” (Arendt, 1994: ix, xv). ¿Cuáles son las características de esta misteriosa corriente? Nada se dice al respecto, más allá de implicar que la misma sería una antítesis de la pretendida positividad absoluta del devenir histórico consagrado por el iluminismo dieciochesco y el positivismo decimonónico[3]. Así de la misma profundidad insondable emerge la malignidad absoluta o radical, entendida como lo negativo del devenir humano, como aquello que rompe con el vínculo intergeneracional mantenido diacrónicamente que permitía incorporar a las nuevas generaciones dentro de una matriz de interpretación de los asuntos mundanos[4].
El mal absoluto de la introducción es inmediatamente asimilado a la radicalidad, entendida como adjetivo que permite dale una mínima significación a un fenómeno que el ser humano se ve imposibilitado de comprender por entero[5]. La exposición de lo maligno en las páginas iniciales de la obra cobra un carácter tentativo, introductorio a lo que se verá posteriormente y, sobre todo, en sus dos últimos capítulos. Idéntica disposición será repetida por la autora doce años más tarde en Eichmann en Jerusalén, en donde hará referencia al mal en el subtítulo de la obra para luego retomar el tópico recién al final de la misma. Difícil es entender los motivos de la elisión del cuerpo principal de ambos trabajos de un tema que, por propias declaraciones al comienzo y al final de los mismos, debería ser enfocado de modo más predominante.
1.2. Antisemitismo e Imperialismo
El uso que se hace del “mal” en los volúmenes “Antisemitismo” e “Imperialismo” es diferente de aquél empleado tanto en la introducción como en “Totalitarismo”, ya que se habla del “mal” en tanto castigo, fechoría, desperfecto, inconveniente o crimen, y no necesariamente como una instancia metafísica[6] que surge por motu proprio. Así en “Antisemitismo” se indica que los judíos fueron hechos aparecer como “…los autores ocultos de todo el mal” (Arendt, 1994: 5), como “la causa central de todos los males” (Arendt, 1994: 10) y que la inocencia absoluta de las víctimas demuestra que “…no se hizo ningún mal” (Arendt, 1994: 5).
Por su parte en “Imperialismo” se estima que los franceses aceptaron su administración como un mal necesario (Arendt, 1994: 245), que la desintegración del status quo decimonónico fue un mal al que no se le pudo encontrar el remedio adecuado (Arendt, 1994: 271), que el imperialismo fue propuesto como “…la cura para todos los males” (Arendt, 1994: 147), como un “remedio permanente para un mal permanente” (Arendt, 1994: 150) que finalmente “…demostró ser peor que el mal ― al cual, dicho sea de paso, no curó” (Arendt, 1994: 155).
Las excepciones a este tratamiento son tres. La primera se encuentra cuando Arendt aborde el tema de la equiparación pública de los crímenes con los vicios privados. A su entender
si la maldad humana [human wickedness] es aceptada por la sociedad se transforma de un acto de la voluntad en una cualidad psicológica inherente que el hombre no puede elegir o rechazar sino que le es impuesta desde el exterior, gobernándolo tan compulsivamente como la droga dirige al adicto. […] La aparente amplitud mental que equipara el crimen con el vicio […] probará invariablemente ser más cruel e inhumana que aquellas leyes que, sin importar su severidad, respeten y reconozcan a la responsabilidad independiente del hombre por su conducta[7] (Arendt, 1994: 80-81).
En este caso[8] se aborda al acto maligno en tanto socialmente consagrado y naturalizado. Aquí Arendt dirige el análisis hacia el margen de responsabilidad que los sujetos poseen. Los motivos del criminal dejan de ser objeto de escrutinio e interés en tanto móviles del delito para pasar a ser un mero acto reflejo de ciertas disposiciones (raciales, culturales, etc.) que lo condicionan a actuar de esa forma. La aceptación colectiva de la maldad es así garantizada por medio de una exculpación última de los malhechores, los cuales simplemente fueron vectores de canalización de ciertos impulsos que les eran subyacentes.
La segunda excepción también refleja esta dicotomía. “…la comunidad europea de naciones permitió que este mal [el imperialismo] se expandiera hasta que todo fue destruido” (Arendt, 1994: 147). De acuerdo a esta frase la expansión imperial, a pesar de ser decidida por determinados actores gubernamentales, cobró un ímpetu propio que excedió todo lo que aquellos pudiesen haber previsto sobre ella. Nuevamente entonces existe un mal que cobra autonomía de sus gestores.
La contradicción entre esta observación y la cita referida con inmediata anterioridad es evidente. Allí Arendt deplora que se niegue que los hombres sean responsables de sus actos, mientras que aquí el movimiento expansivo imperialista se describe como causa sui, creciendo gracias a la aquiescencia de los líderes europeos. Esta característica será también compartida por el “mal absoluto” del totalitarismo, el cual a pesar de ser puesto en práctica en primera instancia por los seres humanos cobraría finalmente autonomía e independencia.
También se registra otra conexión con la tesis de la “banalidad del mal” cuando Arendt describe a los oportunistas que se dirigieron a Sudáfrica a aprovecharse de la extracción de sus riquezas minerales. Este tipo de individuos, como Kurz en El corazón de las tinieblas, eran profundamente vacíos, no creían en nada y podían convencerse de creer en todo[9] (Arendt, 1994: 189).
Estos evildoers no dudan en cometer cualquier acto que les sea demandado si ello les conviene. Se hallan en donde pueden encontrar algún provecho y tratan de cubrir su llaneza y vacuidad personal con el mérito ganado al hacer determinada acción (en el caso citado en OT obtener riqueza monetaria, en el nazismo exterminar a “razas inferiores”, etc.). Esto es explicado con mayor detenimiento cuando más adelante Arendt insista en que la superfluidad de los hombres en el totalitarismo afecta tanto a víctimas como victimarios (Arendt, 1994: 459), y que precisamente es este vacío, esta sensación de futilidad última la que es explotada por los líderes totalitarios para movilizar a sus seguidores a realizar cualquier tipo de acto, inclusive el genocidio[10].
De hecho la deshumanización de las víctimas practicada por los nazis (Arendt, 1994: 445-459; Kelman y Hamilton, 1990; Bauman, 1991: 21, 102-104) fue asimismo preanunciada en las relaciones entre los europeos y los nativos, una de cuyas expresiones es retratada por Arendt en OT al citar el ánimo de los “aventureros” occidentales en África en la obra de Joseph Conrad. Éstos se veían atraídos por un mundo en el que todo podía tomarse en broma, poco seriamente (Arendt, 1994: 190).
La crisis de valores experimentada en las sociedades europeas con el surgimiento de las masas y el desvanecimiento de la tríada conformada por la religión, la autoridad y la tradición[11] (Arendt, 2006c: 93-94) se vio acelerada raudamente en otros continentes en donde algunos de sus integrantes decidieron establecerse. Allí, donde no había ninguna norma ética o moral que refrenara el afán de lucro y la tentación del delito, el crimen fue entronizado como el dictum supremo a seguir. En esta atmósfera la malignidad fue cometida como si fuera un juego, en liviandad, “combinando el horror y la risa” que confirmaba la existencia fantasmagórica tanto de los acosados como de los acosadores (Arendt, 1994: 190).
Los pobladores africanos fueron catalogados como seres humanos “naturales” que, identificados por completo con el medio circundante, no habían desarrollado características que los europeos consideraban como acabadamente humanas. Por ello no consideraron que la masacre de esos pobladores fuera inmoral al no concebir que estuvieran asesinando a persona alguna (Arendt, 1994: 192).
Los administradores de las colonias imperiales poseían una total indiferencia, desinterés y distanciamiento respecto a lo que les podía llegar a suceder a sus súbditos (Arendt, 1994: 212). Al considerar que que su tarea era mucho más elevada que los intereses de quienes estaban bajo su égida, no tenían ningún reparo en tratar a estos últimos con un desprecio correspondiente con la creencia en su propia superioridad (Arendt, 1994: 212).
No obstante lo cual los perpetradores de actos malignos tuvieron un margen de duda, una sospecha de que sus víctimas no les eran enteramente disímiles (Arendt, 1994: 190). Al igual que determinados individuos que poseían reticencias al momento de maltratar o torturar prisioneros en el nazismo[12] (Arendt, 1994: 454), aquí también la línea divisoria entre los untermenschen y los übermenschen se vio por momentos obnubilada. Los líderes del régimen o los aprovechadores pretenden que la deshumanización de las víctimas sea absoluta, pero difícil es inculcar ex nihilo que otro ser humano no es tal en función de su origen étnico, religioso, etc. Ya sea en el caso de los nativos africanos como en el de gitanos, judíos, eslavos y personas con discapacidades, la común humanidad con las víctimas es para algunos de ardua denegación, a pesar de las directrices en sentido contrario.
Sin embargo este tipo de incertidumbres no son compartidas por la mayoría de los funcionarios o de los simpatizantes de la causa imperialista, que subsumen todos sus actos (incluyendo la tortura y el asesinato) dentro del incremento y la prosperidad general del sistema. En efecto, preanunciando la dinámica de crecimiento perpetuo del totalitarismo, en un imperio también se propugna la expansión por la expansión misma:
Sin importar las cualidades o defectos individuales que pueda tener un hombre, una vez que éste ingresa en la vorágine de un proceso interminable de expansión se identifica con las fuerzas anónimas que se supone que debe servir a fin de mantener a todo el proceso en movimiento. Se concebirá a si mismo como una mera función y eventualmente considerará a esa funcionalidad, esa encarnación de la tendencia dinámica, como su máximo logro posible (Arendt, 1994: 215).
En un retrato que también se aplica perfectamente al burócrata totalitario, la delegación de responsabilidades en una estructura mayor que se percibe como capaz de asimilar y contener absolutamente cualquier tipo de desenlace posible de los propios actos es cuestión de rutina. De esta forma en caso de obtener éxito el mérito le correspondería al movimiento mismo, mientras que de fracasar es rutinaria la propia puesta en disponibilidad para ser reemplazado, ya que no se desea perjudicar con defectos individuales a una causa impoluta e impertérrita. Arendt (1994: 215) describe a los sujetos que incurren en este tipo de conducta como monstruos[13]: “Eran monstruos de la reserva en su éxito y monstruos de la modestia en su fracaso”.
Idéntica aspiración expansiva se registra entre quienes no teniendo una administración imperial desean constituirla, como en el caso de los pan-movimientos (Arendt, 1994: 232). Arendt (1994: 234-236) advierte que el tribalismo y el racismo conllevan a visualizar a personas de diversas nacionalidades como si fuesen de especies diferentes, lo cual necesariamente implica aplicar las reglas del reino animal como única directriz para la interacción humana en general y para los asuntos políticos en particular.
Frente al ideal de una humanidad universal que debería armonizar las relaciones entre diversas comunidades se yergue la comprobación que indica que, cuando la interacción entre éstas de hecho existe, el resultado dista de ser promisorio: los habitantes del centro y del este europeos “…no albergaban ninguna ilusión sobre el “buen salvaje” porque conocían algo sobre las potencialidades del mal sin investigar sobre los hábitos de los caníbales. Cuanto más conocen los pueblos unos sobre otros menos desean reconocer otros pueblos como iguales, más se alejan del ideal de la humanidad” (Arendt, 1994: 235).
En esta tercera excepción a la regla la malignidad carece de un carácter local, de un flagelo o inconveniente claramente identificable. Por el contrario su ubicuidad es tal que impide que personas pertenecientes a distintas comunidades políticas entablen relaciones de amistad entre sí. Pocas líneas más adelante aparece la última referencia explícita al mal en “Imperialismo”:
…el ideal de la humanidad, purgado de todo sentimentalismo, tiene la muy seria consecuencia de que en una forma o en otra los hombres deben asumir la responsabilidad por todos los crímenes cometidos por los hombres, y que eventualmente todas las naciones serán forzadas a responder por el mal cometido por todas las otras (Arendt, 1994: 235-236).
Aquí el evil se entiende en tanto atrocidades y crímenes cometidos ya sea por individuos como por colectividades. Pero en estrecha asociación con esta implicancia se encuentra la noción de responsabilidad. Es en efecto un desprendimiento de un sistema colectivo de derechos universalmente consagrados en base a la noción de la dignidad del hombre. Si bien Arendt (1994: 268-269, 275, 290-302) está en contra de nociones jurídicas globales como los Derechos del Hombre porque considera que no existe una entidad estatal-nacional que las respalde y que garantice su implementación, sí está a favor de que cada persona y cada país repruebe cualquier tipo de acto criminal y persiga y castigue a los malhechores.
Una vez analizadas las citas que abordan al mal de manera puntual es pertinente abocarse a un tema que resulta relevante para el estudio del fenómeno: la religiosidad. Las sociedades de masas en las modernas urbes, cuyas existencias a su propio criterio carecen de significación alguna, buscarán en el nacionalismo un reemplazo de la religión[14] (Arendt, 1994: 229-235).
Idéntica observación puede hacerse cuando, al analizar la obra de Franz Kafka, da cuenta que éste entendió cómo personas que consideran su vida como una sucesión de accidentes buscan mediante la creencia supersticiosa en un significado sobrehumano la explicación sobre algo que no pueden entender, razonando dentro de este esquema determinista que incluso el mal puede ser visto como algo necesario[15] (Arendt, 1994: 245-246).
Arendt prosiguió justificando, en el siguiente volumen de The Origins of Totalitarianism, la existencia de un “mal radical” cuyas raíces lo conectan con alguna profundad metafísica desde la cual aparece esporádicamente para desplegar su poderío. En este sentido Gentile (2005: 20-21) postula como inevitable la apelación a la metafísica del “mal absoluto” si se propone una interpretación “terrorista” del totalitarismo, es decir una basada en el terror tal como la expuesta en OT, ya que ello inevitablemente provoca el trascender “…la dimensión estrictamente histórica del fenómeno”.
1.3. Totalitarismo
La definición del “mal radical”, presente en la conclusión del capítulo decimosegundo de Los orígenes del totalitarismo, es una condensación teórica de frustraciones por asir lo sucedido en la práctica. Arendt intenta mediante el empleo de este término comprender, a nivel filosófico, las causas de los genocidios más trascendentes de la historia contemporánea: el nazi y el soviético. De esta forma no debería sorprender que su empeño, al poseer tamaña envergadura y ambición, le resulte eventualmente insatisfactorio, promoviendo su cambio doce años más tarde.
El lector de esta obra no obtiene una idea acabada ni de la naturaleza del “mal radical” ni de los motivos que llevan a los agentes a cometerlo más allá de su conexión con la superfluidad: este tipo de malignidad consiste en convertir a todos los hombres en superfluos, tanto a las víctimas por diversas causas ideológicamente justificadas como a los victimarios, los cuales no dudarían ni un instante en sacrificarse por la salud del movimiento y sobre todo del líder si éste así lo requiriese (Arendt, 1994: 459; Kohn, 2001a: 4).
Al momento de definir esta noción Arendt efectúa una rápida recapitulación de la historia de la filosofía occidental, así como también de la teología de matriz judeocristiana, para exponer que ni los filósofos ni los teólogos han podido crear una explicación acabada del fenómeno abordado. Con relación a estos últimos se menciona que al demonio – epítome de lo maligno – se le adjudicaba un origen celestial (Arendt, 1994: 459). Mediante esta afirmación se intenta probar que los principios diádicos del Evangelio, Bien y Mal, no se ubicaban en igualdad de posiciones, sino que aquél siempre triunfaba sobre éste.
Dando por sentado este razonamiento, el cual coloca a la esperanza soteriológica de redención del orbe por encima de cualquier contrariedad, se procede a criticar in toto al corpus filosófico occidental. Incluso Kant (2001) no escapa a esta empresa, a pesar de ser parcialmente rescatado de la condena debido a que es precisamente quien acuña el término “mal radical” en su obra La religión dentro de los límites de la mera razón. El filósofo de Königsberg se halla ubicado en la paradojal posición de haber vislumbrado la noción aquí abordada, mas a partir de las causas incorrectas. En efecto la empresa kantiana es defectuosa, para la Arendt de 1951, porque ubica al hombre como principal causante de la malignidad: “Kant, el único filosofo que […] debió al menos haber sospechado la existencia de este mal, aunque inmediatamente lo racionalizó en el concepto de una “mala voluntad pervertida” que podía ser explicada por motivos comprensibles” (Arendt, 1994: 459). Kant postulaba que la volición era la causante de las malas acciones. Esta explicación localiza puntualmente el origen de lo maligno en el hombre y en este sentido posibilita a la vez captar el significado total del fenómeno[16].
Ahora bien, para quien escribiese los interrogantes mutuamente dependientes “¿Qué ha sucedido? ¿Por qué sucedió? ¿Cómo ha podido suceder?” (Arendt, 1994: xxiv) ni la antedicha argumentación kantiana ni ninguna otra elaborada a mediados del siglo XX presenta asidero para entender porque Adolf Hitler y Josef Stalin desearon asesinar sistemáticamente a millones de seres humanos[17].
En este momento es conveniente recapitular que, como la propia Arendt (2005a: 401-408) lo reconociera en su réplica a Eric Voegelin, OT es un trabajo académico escrito sin recaer en la clásica tesitura del sine ira et studio (Arendt, 1994: xxiii)[18]. En efecto la pensadora nacida en Hannover se ve directa e indirectamente afectada por el nazismo. Gran cantidad de sus amigos y familiares mueren o deben exiliarse y cambiar radicalmente su forma de vida (Young-Bruehl, 2004: 105-163). Otros de sus conocidos por el contrario pactan, en circunstancias poco auspiciosas, un peculiar modus vivendi con el totalitarismo (como por ejemplo el caso de Martin Heidegger (Young-Bruehl, 2004: 108-109) lo que tampoco puede dejar de afectarle profundamente.
Y a nivel personal debe exiliarse forzosamente por partida doble: en 1933 de Alemania, tras pasar poco más de una semana detenida en una comisaría acusada de realizar actividades subversivas (Young-Bruehl, 2004: 106), y en 1940 de Francia. En este último país Arendt es enviada primero por las autoridades francesas al campo de prisioneros de Gurs debido a su condición de ciudadana de un país enemigo, y luego deberá eludir la cooperación que el régimen títere de Vichy presta para con el régimen nazi[19] (Young-Bruehl, 2004: 148-159).
Por ello, debido a las razones previamente aducidas no es arriesgado sostener que Arendt contaba con una gran carga traumático-emocional al momento de emprender la redacción de OT[20] (de la cual recién se liberará en 1963 cuando publique EJ[21], entendido a modo de cura posterior, tal como se lo confesara a su amiga Mary McCarthy (Arendt y McCarthy, 1995: 168) y al intelectual Meier Cronemeyer (Arendt, 1963a), lo que promueve su hipostatización de la malignidad por partida doble: más allá del hombre y de su capacidad de acción y más allá de la comprensión.
La propia Arendt es la que reconoce que escribe Los orígenes del totalitarismo en un estado de gran conmoción interna, tal como lo revela en su correspondencia con Eric Voegelin de 1953 (Arendt, 2005a: 403-404), en donde amplía sus precisiones al respecto de las disposiciones anímicas a adoptar al momento de escribir sobre acontecimientos trágicos, en este caso el Holocausto:
La natural reacción humana frente a este tipo de condiciones es una de enojo e indignación porque estas condiciones son contrarias a la dignidad del hombre. Si yo describo estas condiciones sin permitir que mi indignación interfiera desproveo a este fenómeno particular de su contexto en la sociedad humana, robándole por ende parte de su naturaleza, quitándole una de sus importantes cualidades inherentes. Porque el crear indignación es una de las cualidades de la pobreza excesiva en tanto y en cuanto la pobreza acontezca entre los seres humanos. […] Esto no tiene nada que ver con el sentimentalismo o el moralizar aunque, por supuesto, cualquiera de ellos pueda convertirse en un escollo para el autor. Si yo moralicé o me torné sentimental simplemente hice lo que debía que, básicamente, consiste en describir el fenómeno totalitario tomando lugar no en la Luna sino en el seno de la sociedad humana. Describir a los campos de concentración sine ira no es “ser objetivo” sino perdonarlos…[22]
La proclividad a dotar de una marcada autonomía a determinados conceptos no es una actitud aislada de las construcciones conceptuales arendtianas. En su libro The Attack of the Blob: Hannah Arendt’s Concept of the Social, la investigadora estadounidense Hanna Pitkin (1998: 4-5) postula que la noción de sociedad tal y como es presentada en La condición humana posee ribetes pseudo antropomórficos y la compara con películas de segunda categoría del cine hollywoodense de los años ‘50, en las que, cual metonimia de la Unión Soviética y los peligros asociados a la Guerra Fría, apacibles y relajados ciudadanos norteamericanos eran acosados por diversa cantidad de enemigos (zombies, alienígenas, monstruos, etc.): “Arendt muestra [lo social] como un agente viviente, autónomo, determinado a dominar a los seres humanos, absorberlos e inutilizarlos” (Pitkin, 1998: 3). Pitkin (1998: 95-97) sostiene incluso que, debido a que el “mal radical” es una apreciación mística, Arendt se ve forzada a desplazar la reificación del totalitarismo desde la definición de lo maligno a la aparición de la sociedad de masas caracterizada por el consumismo y la burocracia, llegando a sugerir que ésta última podía ser peor que el régimen totalitario a criterio de la autora, algo que por cierto Arendt no hubiera compartido.
La tendencia arendtiana a acuñar conceptos con cualidades metafísicas, como el caso del “mal radical”, no es por supuesto per se criticable. Existen múltiples interpretaciones religiosas o trascendentales sobre los genocidios perpetrados por Hitler y Stalin (Blumenthal, 1993; Braiterman, 1998; Katz, Biderman y Greenberg, 2007; Locke, 2003). Pero el caso de Arendt es singular porque este tipo de actitud es plenamente contraria al espíritu que encuadra su obra, el cual visualiza al agente como un vector autónomo y capaz de cambiar a voluntad el curso de los acontecimientos[23].
Esta importante contradicción le fue señalada a la autora cinco años antes de que The Origins of Totalitarianism fuera publicado. En una carta fechada el 17 de agosto de 1946 ella le comenta a su maestro y amigo Karl Jaspers las causas que dieron lugar a ese tipo peculiar de postura[24]. El filósofo alemán, en su respuesta del 19 de octubre del mismo año, reprueba cualquier intento por describir exageradamente la responsabilidad de los perpetradores, mostrando como hasta los hongos y seres análogos poco complejos pueden matar millones de personas[25].
Por último Arendt, en una réplica enviada el 17 de diciembre, insiste estar convencida a medias en lo tocante a la tesis jaspersiana mas finaliza por suscribir a su empeño en evitar dotar cualidades mitológicas a lo horrible[26].
Esta vacilación de la pensadora se mantendrá incólume hasta 1963, como se ilustra en los dos capítulos sucesivos. Retomando la hipótesis presentada ut supra que dota a los sentimientos personales de Arendt un rol preponderante al momento de optar por hablar del “mal radical”, es notorio que quien en 1958 hiciera una destacable alabanza del rol político del perdón (Arendt, 1998a: 236-243) solo siete años antes se expresara en términos tan extremos como los siguientes:
…en su esfuerzo por probar que todo es posible los regímenes totalitarios descubrieron sin saberlo que hay crímenes que los hombres no pueden ni castigar ni perdonar. Cuando lo imposible fue hecho posible se convirtió en el mal absoluto imposible de castigar y perdonar que no pudo ser comprendido o explicado por los motivos malignos del egoísmo, la codicia, la maldad, el resentimiento, la ambición de poder o la cobardía. Por eso el enojo no puede vengar, el amor no puede soportar, la amistad no puede perdonar. Así como las víctimas de las fábricas de la muerte o de los pozos del olvido no son más “humanas” a los ojos de sus ejecutores, así también el más nuevo tipo de criminales es completamente inasimilable, incluso desde la perspectiva de la solidaridad en la pecaminosidad humana (Arendt, 1994: 459; 2004d: 624).
Lo que es relevante para el tópico abordado en este capítulo es que este endurecimiento[27], esta renuencia a encontrarle aristas humanas al genocidio es lo que posibilita la alusión a un mal enraizado, proveniente de alguna recóndita profundidad del hombre que espera una ocasión favorable para volver a emerger[28].
A propósito de este hecho, existe una condición de emergencia del “mal radical”: un sistema en el que todos los hombres se han tornado igualmente superfluos (Arendt, 1994: 459). La superfluidad es el rasgo más sobresaliente del término. Ni víctimas ni victimarios son importantes en el totalitarismo. Ello ha sido demostrado a lo largo de los tres primeros capítulos del tercer volumen de OT. Pero lo que se quiere enfatizar en esta instancia es que la posibilidad de reeditar un régimen totalitario es permanente. O mejor dicho, será permanente en tanto y en cuanto subsistan condiciones de miseria política, económica y social que impulsen a las masas a apreciar soluciones desesperadas y no constructivas: “Las soluciones totalitarias pueden sobrevivir fácilmente la caída de los regímenes totalitarios bajo la forma de fuertes tentaciones que emergerán siempre que parezca imposible aliviar la miseria política, social o económica de una manera digna del hombre” (Arendt, 1994: 459).
En función de semejante pronóstico la pensadora emplea numerosas páginas del último capítulo del libro para aclarar la diferencia entre la soledad y el aislamiento (Arendt, 1994: 474-479), a fin de poder comprender más profundamente las condiciones que posibilitarían la reemergencia del totalitarismo[29]. Mientras que aquella pertenece exclusivamente a la esfera de los vínculos sociales, éste por el contrario denota la imposibilidad de generar lazos políticos, es decir, de actuar (Arendt, 1998a: 175-247). Y si bien el principal punto de su interés consiste en indicar cómo los hombres han perdido la posibilidad de tomar parte en los asuntos públicos comunes y compartidos (Arendt, 2006d: 37-38, 154, 514, 519), no deja de lado la relevancia que la vida solitaria posee como caldo de cultivo para la desolación de las masas y el posterior éxito totalitario (Arendt, 2006d: 160, 288, 447-448, 505, 532).
La autora es conciente de la importancia de todo tipo de relación interpersonal, sea o no política, a los fines de establecer y asignar patrones identitarios que le permitan al sujeto conocerse y redefinirse: “Para la confirmación de mi identidad, dependo por completo de otras personas” (Arendt, 1994: 476). Por ende la soledad masiva creada por las condiciones de existencia de la modernidad prepara el terreno para el terror: “El intento totalitario por hacer superfluos a los hombres refleja la experiencia que las masas modernas tienen sobre su superfluidad en una Tierra superpoblada” (Arendt, 1994: 457). Es decir que existen condiciones comunitarias de existencia que favorecen la implementación y el éxito de determinadas formas de gobierno por sobre otras.
De hecho es la misma desintegración de la sociedad decimonónica la que promueve la subsecuente crisis de su sistema político, permitiendo que en el siglo siguiente surjan nuevas formas de expresión de la voluntad ciudadana hasta entonces desconocidas. Líderes demagógicos de grandes movimientos de masas como Mussolini o Hitler se aprovecharán de estos grandes cambios a nivel social. Ya el título del primer capítulo de “Totalitarismo”, denominado “Una sociedad sin clases”, es ilustrativo de esta radical transformación: “…las masas se desarrollaron a partir de los fragmentos de una sociedad en alto grado atomizada cuya estructura competitiva y concomitante soledad sólo habían sido mantenidas al margen gracias a la pertenencia a una clase” (Arendt, 1994: 317). Luego de la pérdida de la religión, la tradición y la autoridad la identidad de las personas se basó fundamentalmente en el status determinado por su ingreso económico y las relaciones sociales que dicho nivel adquisitivo propiciaba. Pero esta realidad también se verá perimida en el siglo XX, y la desfiguración del sistema de clases acarrea consigo asimismo el desvanecimiento del sistema de partidos políticos que estaba erigido en base a aquél, ya que éstos no pueden continuar representando a los intereses de sus electores que, hasta ese momento, se encontraban clasificados por clase social[30] (Arendt, 1994: 314-315).
De esta forma ante la imposibilidad de identificarse con el liderazgo político que era tradicional antes de la emergencia de la masificación contemporánea, la ciudadanía buscó alternativas ubicadas por fuera o en abierta contradicción con las formas de politicidad hasta entonces existentes. Si el totalitarismo hace tabula rasa del sistema de partidos correspondiente a las democracias parlamentarias de la segunda mitad del siglo XIX es porque el mismo no se correspondía con las grandes masas ubicadas allende toda representación política o profesional y porque en realidad no le fue necesario imponerse sobre perspectivas rivales de igual peso al suyo sino simplemente ocupar el vacío dejado por los regímenes políticos que le precedieron.
Arendt le da así un especial énfasis a la estrecha dependencia existente entre la sociedad de masas y el totalitarismo (Hahn, 2007: 47). Eso es lo que impide adjudicarle a la soledad un rol meramente secundario en el estudio politológico: “Lo que prepara a los hombres para la dominación totalitaria en el mundo no totalitario es el hecho que la soledad […] se ha convertido en una experiencia diaria de crecientes masas en nuestro siglo” (Arendt, 1994: 478)
En tanto que el “totalitarismo no busca el dominio despótico sobre los hombres sino un sistema en el cual los hombres sean superfluos” (Arendt, 1994: 457), la soledad funciona como el vector iniciador de una serie de procesos que acaban en el terror de los Läger. La serie a explicar comienza por el sentimiento de falta de compañía que experimentan los hombres aun cuando se encuentran inmersos en diversas formaciones de masa (Freud, 1992). Esta sensación es entonces invariable y crónica, y las relaciones intersubjetivas existentes no alcanzan a modificarlas: “La soledad se muestra más agudamente en compañía de los demás” (Arendt, 1994: 476).
La vida solitaria experimentada in extenso por todo el tejido social da lugar al desarraigo. En este escenario el yo se pierde a sí mismo, carece de la confianza y de la afirmación de sí necesaria para interactuar con el mundo, las cuales son corroboradas en compañía de los pares (Arendt, 1994: 477). Ello conlleva la imposibilidad práctica para pensar y experimentar la realidad cotidiana. Este estado de alienación, cuando es sostenido en el tiempo, conduce irremediablemente al desarraigo, el cual a su vez se encuentra estrechamente ligado a la superfluidad: “Estar desarraigado significa no poseer en el mundo un lugar reconocido y garantizado por los otros, ser superfluo significa no pertenecer al mundo por completo. El desarraigo [uprootedness] puede ser la condición preliminar de la superfluidad…” (Arendt, 1994: 475).
La diferencia existente entre ambas situaciones es de grado. El desarraigo implica estar en el mundo mas sin poseer una posición o desempeñar un rol en él. En otras palabras significa transitar por diversos ámbitos, vagar de un espacio a otro sin rumbo determinado y sin meta alguna, sin tampoco poseer la esperanza de ser incorporado o reclamado por los otros como alguien valioso y con significado[31].
Cuando estas impresiones persisten de forma sustancial se asume que uno ya no está en el mundo o con los otros, sino en una suerte de imaginaria realidad paralela de segunda clase donde se remite al desterrado. Y si se toma en consideración que tal como fuera previamente remarcado “…podemos decir que el mal radical ha emergido en conexión con un sistema en el que todos los hombres acaban siendo igualmente superfluos” (Arendt, 1994: 459), el riesgo intrínseco a dejar evolucionar libremente una situación de soledad y desarraigo de masas queda puesto en evidencia.
Lo que el totalitarismo hace en consecuencia es solo dar el golpe de gracia a esta evolución, transformando las condiciones casi espontáneas de la conformación masiva de la vida solitaria y desarraigada en una empresa orquestada íntegramente por el Estado. De esta manera hay dos tipos de soledad: la espontánea o socialmente creada por las corrientes condiciones de existencia y la totalitariamente organizada. Esta última es para la autora incluso más peligrosa que las consecuencias que pueda acarrear la impotencia masiva generada al suprimir cualquier tipo de posibilidad de actuar en conjunto y concertadamente. Este último escenario puede revertirse siempre y cuando haya nuevos nacimientos, nuevos comienzos espontáneos que permitan volver a introducir lo inédito en el espacio entre los hombres (Arendt, 1996: 51; 1994: 478-479; 1998a: 9, 178, 247). Por el contrario
…la soledad organizada es considerablemente más peligrosa que la impotencia desorganizada de todos aquellos que son gobernados por la voluntad tiránica y arbitraria de un solo hombre. Su peligro consiste en que amenaza desolar el mundo tal como lo conocemos […] antes de que un nuevo comienzo proveniente de este final haya tenido tiempo de afirmarse (Arendt, 1994: 478).
Es decir que cuando el totalitarismo se halla en el poder el peligro reside en que puede modificar a un punto tal las circunstancias en las cuales los hombres regulan su vida en la Tierra de manera de anular por completo no sólo cualquier mínimo atisbo de revolución, rebelión o revuelta en su contra sino asimismo la mera capacidad para crear algo nuevo de la nada. La innovación, así como el alterar productivamente un rumbo que se creía predeterminado, posibilita que el ser humano se renueve a sí mismo constantemente e imagine con ello inéditas formas de resolución de conflictos y de manejo de los asuntos en común.
El totalitarismo, en su afán por convertir en superfluo a absolutamente todo el género humano, debe eliminar de raíz cualquier facultad que le permita a la novedad tomar un lugar en el mundo. Por eso organiza verticalmente la perpetuación generalizada de la vida solitaria, a fin de regir sobre un ejército de autómatas que jamás podría presentarle problema alguno. Este es el “mal radical” en todo su esplendor: “su verdadero horror es que reina sobre una población completamente sometida” (Arendt, 1994: 344).
Parte del esfuerzo teórico de Los orígenes del totalitarismo aspira a fundamentar la comprensión del totalitarismo en tanto organización y administración del Estado: la dominación total. Ésta exige una sumisión y entrega ilimitadas por parte de los individuos, ya que es sólo de esa manera, mediante el dominio de los seres humanos en todo y cada uno de los aspectos de sus vidas (Arendt, 1994: 456), que el sistema puede estar seguro de impedir cualquier tipo de disidencia y revuelta en su contra, al mismo tiempo que garantiza las condiciones óptimas de implementación de sus iniciativas: “El terror deviene total cuando se independiza de toda oposición, rige en forma suprema cuando ya nadie se le presenta en su camino” (Arendt, 1994: 464). Por eso el totalitarismo, a diferencia del despotismo, aspira a convertir en superfluos a todos los hombres, porque el “poder total” sólo puede resguardarse “…en un mundo de reflejos condicionados, de marionetas sin la mínima traza de espontaneidad” (Arendt, 1994: 457). De allí que su implementación y éxito sea posible solamente con la existencia de grandes masas que posibiliten exterminar a partes sustanciales de la población sin riesgo de eliminarla completamente (Arendt, 1994: 311). En este contexto la única libertad remanente a la especie humana (ya que las otras no pueden ser meramente restringidas (Arendt, 1994: 405) sería su capacidad de conservación y persistencia a lo largo del tiempo (Arendt, 1994: 438).
Un ejemplo de este tipo de control sobre los ciudadanos es presentado al finalizar el primer apartado del primer capítulo del tercer volumen del libro, el cual versa sobre la sociedad de masas. Allí Arendt (1994: 323) se dedica a explorar el complejo sistema de delaciones mutuas existente en la Unión Soviética. Al describir detalladamente cómo el totalitarismo consigue destruir todo tipo de vínculos, incluso los más estrechos, mediante el miedo a ser denunciado por alguna persona con la que se está en contacto, la autora apunta a la eficiencia y sorprendente rapidez con la que una trama de relaciones sociales puede ser destruida cuando la propia supervivencia se encuentra amenazada[32].
Acto seguido Arendt (1994: 323) recalca: “Los movimientos totalitarios son organizaciones de masa de individuos atomizados y aislados. […] su característica externa más conspicua es la demanda a cada miembro individual de una lealtad total, irrestricta, incondicional e inalterable”. La desolación causada por el fenómeno totalitario comienza incluso antes de que se lleven a cabo los primeros crímenes. Cada hombre es aislado, identificado y separado a perpetuidad de sus semejantes por un muro de temor y desconfianza recíproca, sustentado en el deseo de seguir con vida. Lo que estos seres no alcanzan a descifrar es que la preservación de una parte de la existencia, consistente en las funciones vitales básicas dadas naturalmente, implica renunciar a todos los elementos que dignifican y hacen significativo el resto de la misma[33].
A lo largo del tercer volumen de OT existen, además de las mencionadas alusiones al “mal radical”, también escasas referencias al mal per se así como ciertas resonancias místicas o bíblicas, las cuales se ubican principalmente en el tercer apartado del capítulo denominado “Dominación total”. A los efectos de finalizar con este abordaje del tópico es necesario revisar ambos elementos para identificar posibles resignificaciones del término.
El “mal” es mencionado por primera vez en este volumen en el comienzo del capítulo décimo “Una sociedad sin clases”: “La atracción que el mal y el crimen suponen para la mentalidad de la masa no es nueva”[34] (Arendt, 1994: 307). Aquí Arendt fusiona en la misma sentencia condenatoria a una infracción de la ley objetivamente identificable con una categoría metafísica o directamente teológica. Ello, antes que una supeditación del análisis histórico y político a la trascendencia, refleja un estilo corriente con los estudios de la época sobre el totalitarismo[35].
En el capítulo decimoprimero se registran dos referencias al mal. La primera es una cita de Eric Voegelin que alude a la curación de los males que aquejan a la existencia humana (Arendt, 1994: 346), mientras que por su parte la segunda vuelve a aludir a la ideología nazi que representaba al judío como la encarnación del mal (Arendt, 1994: 354). Si bien ambos registros emplazan a la malignidad como una entidad autónoma y no como una fechoría o crimen puntual (tal como se evidenciara con mayor asiduidad en “Antisemitismo” e “Imperialismo”), los mismos no dejan de ser referencias breves y aisladas a la temática.
La cuestión del mal, habiendo sido tratada de manera lateral en las dos primeras secciones de “Totalitarismo”, es abordada con mayor intensidad en la tercera. En su apartado denominado “Dominación total” Arendt enuncia que “…la imaginación atemorizada tiene la gran ventaja de disolver las interpretaciones sofístico-dialécticas sobre la política que se basan en la superstición que algo bueno puede resultar del mal. […] …como sabemos hoy, la muerte es solamente un mal limitado” (Arendt, 1994: 442). Aquí la autora comienza a delinear su “graduación” sui generis de lo maligno. Describe creencias previas sobre este último que lo justificaban en pos del resultado a obtener[36].
A su parecer con el totalitarismo las condiciones de ejercicio, práctica y desenvolvimiento del mal se ven integralmente trastocadas. Ello implicaría un corte total entre la malignidad tal y como era evidenciada generalmente en los asuntos humanos a lo largo de la historia y el inédito “mal radical” totalitario. Por eso Arendt encuentra justificado hacer referencia pocas páginas más adelante a la impotencia filosófica y teológica por precisar los alcances del término.
Pocos párrafos después se encuentra la única mención al radical evil ubicada fuera de la conclusión del apartado y capítulo[37]. Prosiguiendo con la impresión de discontinuidad se aclara que el mismo nos era “anteriormente desconocido”, y se lo relaciona con el maniqueísmo del “todo o nada” que introducen los campos de concentración en la política y la existencia en general. Lo que llama poderosamente la atención es que se hable de la “aparición de algún mal radical”, es decir, que se singularice el vocablo, lo que vuelve a repetirse en una de las dos referencias al respecto ubicadas al concluir el capítulo decimosegundo. Allí Arendt deplora que la tradición occidental no haya podido “concebir un mal radical” [conceive of a radical evil] y constata que “el mal radical ha emergido” [radical evil has emerged] (Arendt, 1994: 459).
Arendt desconcierta a sus lectores con las definiciones que provee. ¿El “mal radical” es único [el mal radical] o existen diferentes tipos de males radicales [algún mal radical, un mal radical] que surgen en diversas circunstancias por motivos ignotos? El “mal radical” [radical evil] es presentado en singular tanto en la introducción del libro como en el tercer volumen, mientras que “algún” [some] se registra una sola vez en este último. La utilización del artículo indeterminado un [a] posibilita una lectura que apoya las dos variantes[38]. En efecto, el “concebir un mal radical” puede interpretarse tanto como la alusión al “mal radical” per se, el único que existe, como a una alternativa particular de sus múltiples expresiones.
Debido a la ambigüedad de esta última utilización así como de una mínima superioridad del uso del singular por sobre la utilización de expresiones que dejan indeterminada la cantidad o la condición en la que el “mal radical” se manifiesta se decide aquí sostener la asociación de este último a una entidad única. Si se hubieran reiterado expresiones como “un mal radical” o “algún mal radical” la lectura que ve múltiples radical evils en coexistencia o con posibilidad de emergencia[39] se vería más fácilmente sustentada. Mas al no ser este el caso, y al haber Arendt ratificado la existencia del “mal radical” en singular en documentos posteriores, como en su respuesta a una carta de Gershom Scholem en 1963[40], es más fundamentado avalar este tipo de presentación de la malignidad en OT.
Además de hablar del mal como sustantivo Arendt lo hace en tanto adjetivo en dos oportunidades: “Las masas humanas encerradas en ellos [los campos de concentración y exterminio] son tratadas […] como si ya estuvieran muertas y algún enloquecido espíritu malvado [some evil spirit gone mad] se divirtiese deteniéndolas por un momento entre la vida y la muerte antes de admitirlas a la paz eterna” (Arendt, 1994: 445) y “Todo lo que fue hecho en los campos nos es conocido como proveniente del mundo de las fantasías malignas y perversas [the world of perverse, malignant fantasies]” (Arendt, 1994: 445). Aquí la malignidad es utilizada para definir la naturaleza rayana en lo monstruoso de quienes crearon los Läger y del carácter de estos en particular. Por ello no deja de ser relevante que se utilicen los adjetivos “malvado” y “maligna” vinculándolos explícitamente con el terror totalitario, los cuales preanuncian el ataque final al “mal” que Arendt emprenderá al concluir el apartado.
También es imperioso reparar en la condición “etérea” y metafísica de los sustantivos asociados a lo maléfico. El hecho que Arendt haga estas alusiones en un libro que pretende abordar los genocidios más resonantes de la historia contemporánea sí merece ser evaluado. Si bien como impresiones de índole subjetiva el tipo de comentario analizado posee una gran fuerza poética y visual, su uso debe aclararse con abundante precisión a los fines de no incorporar abrupta y esotéricamente contenidos teológicos o metafísicos sin advertir al lector al respecto.
Si bien Arendt aclara que lo sucedido desafía la comprensión y representa un corte radical con la tradición el uso que ella realiza de nociones religiosas o metafísicas muestra lo contrario[41]. En estas frases Arendt se remite principalmente a alusiones bíblicas. La vuelta de los campos de concentración a la vida cotidiana “…se parece bastante a la resurrección de Lázaro” ya que “como Lázaro, surge de entre los muertos” (Arendt, 1994: 441). “Los campos de concentración pueden ser apropiadamente divididos en los tres tipos correspondientes a las tres concepciones occidentales básicas de la vida después de la muerte: Hades, Purgatorio e Infierno (Arendt, 1994: 445)”.
Pero el párrafo más ilustrativo es aquél cuya introducción parece contradecir toda la originalidad y la representabilidad que Arendt le asignará al “mal radical” pocas páginas más tarde: “…cosas que por miles de años la imaginación humana había desterrado a un ámbito más allá de la competencia humana pueden ser producidas aquí en la Tierra, que el Infierno y el Purgatorio, e incluso una sombra de su duración perpetua, pueden ser establecidos por los métodos más modernos de destrucción y terapia” (Arendt, 1994: 446).
Si el lector compara estas líneas con aquellas en las cuales se sostenía que nuestra tradición no podía concebir un “mal radical” experimentara un alto grado de perplejidad. En este momento el aun no presentado “mal radical” sí puede figurarse o, al menos sus consecuencias, en el marco de las cosmovisiones religiosas de Occidente en general y cristianas en particular. Existía una fuerte proclividad a hacer inteligibles las muertes masivas de los seres humanos vía la adjudicación de la responsabilidad a fuerzas sobrenaturales o divinas, principalmente luego de que un terremoto asolara a la capital de Portugal a mediados del siglo XVIII (Neiman, 2002: 1-36; Svendsen, 2010: 39-60). La novedad de la empresa arendtiana radica en indicar como, cual Prometeo, el hombre se ha apropiado en el siglo XX de poderes que hasta ese momento le eran ajenos e inasequibles.
La descripción de este proceso de “emancipación trágica” también muestra aristas trascendentes: “…la realidad de los campos de concentración a nada se parece tanto como a las imágenes medievales del Infierno” (Arendt, 1994: 447). Es intrigante notar que en la ocasión en la que se describen las matanzas más atroces realizadas en la historia de la humanidad se realicen parangones con la fraseología de las Sagradas Escrituras[42].
En tres párrafos Arendt se refiere una vez a la gracia, a la era mesiánica, al Purgatorio y al Paraíso respectivamente, dos veces al Juicio Final, y siete veces al Infierno[43] (una como adjetivo del régimen totalitario y seis como sustantivo (Arendt, 1994: 446-447).
En estas páginas el libro adquiere su tinte más apocalíptico, el cual disminuye al describir los tres tipos de muerte (jurídica, moral e individual) que experimentan los sujetos en los campos (Arendt, 1994: 447-457) para reaparecer en la descripción del radical evil y principalmente en la advertencia con la que concluye el capítulo, la cual estima que el totalitarismo posee una permanente oportunidad para resurgir debido a la persistencia de la miseria[44].
Allí donde el compromiso emocional de la autora era más intenso fueron más numerosas sus analogías cristianas. Probablemente Arendt quiso hacer uso de imágenes catastróficas fuertemente arraigadas en el imaginario colectivo occidental, para lo cual la escatología del cristianismo es extremadamente útil. Pero en lo que quizás no reparase al momento de redactar estas líneas fue que al hacerlo de esta manera y con tanta intensidad emotiva dotó al “mal radical” de una autonomía parangonable a la que Lucifer cuenta respecto de Dios[45]. Esta descripción fue lo que Jaspers intento atenuar con su misiva de 1946 y será lo que la misma Arendt intente refutar cuando se proponga escribir en 1963 “Un estudio sobre la banalidad del mal”[46].
- Las traducciones de los textos citados en lengua extranjera han sido efectuadas por el autor, a menos que se indique expresamente lo contrario citando al traductor correspondiente en la bibliografía. Allí donde se lo estimó importante se reprodujeron términos o citas en el idioma original.↵
- Ya en 1950 Arendt (1994: viii) rechaza que se deduzca lo que carece de precedentes de determinados antecedentes. Esta disposición será abordada más extensamente en el capítulo quinto. ↵
- Por supuesto que los efectos del surgimiento de esta malignidad subterránea son patentes y, de hecho, se expresan con un vocabulario similar pocas páginas más adelante: “…la emergencia sin precedentes en el centro de la civilización occidental del crimen de genocidio” (Arendt, 1994: xiv). En esta instancia se recurre nuevamente a la palabra “emergencia”, indicando la aparición de algo que hasta ese momento se hallaba oculto. Gellner (1993: 89) entiende que su teoría parece sustentarse “…en algún tipo de liberación de fuerzas subterráneas por el quiebre del orden europeo”. El 27 de junio de 1946 Jaspers había deplorado que Arendt se inclinase hacia el “pensamiento hegeliano”, haciendo de una estratagema de la razón o del diablo su principio de interpretación (Arendt y Jaspers, 1992: 46).↵
- En el artículo “La tradición y la edad moderna” Arendt (2006c: 26) aclara que la dominación totalitaria rompió la continuidad de la historia occidental. ↵
- No es ésta la única instancia en la cual Arendt utiliza diversos calificativos de lo maligno de forma sinónima. Como se verá en el siguiente capítulo en On Revolution existen evidencias de idéntico empleo. ↵
- Tal como se define en Sartori (2003: 39) lo metafísico es aquello que refiere a fenómenos que ocurren de manera imperceptible por los sentidos en el mundo físico, incluyendo en ellos los de tipo espiritual o teológico: “…un conocimiento metafísico […] va más allá de los hechos o de los datos físicos (metà-ta-phisikà), o sea que es un conocimiento que trasciende la empiria”. Ciertos comentaristas, como Birulés (2007: 125), Disch (1996: 56), Forti (1999: xv-xvii; 2002: 32), Isaac (1992: 39, 45, 60-61, 70), Judt (Judt y Snyder, 2013: 34), Pitkin (1998: 96) y Villa (1999: 57-58) adjudicaron, algunos con tono reprobatorio, cualidades metafísicas y mistificadoras a la teoría arendtiana, como también se da cuenta en la última nota de este capítulo. Irónicamente, ya en 1942 Arendt (2007a: 157) había relativizado el calificativo de “supernaturalmente malvados” que los nazis adjudicaban a los judíos, en tanto que en 1945 había criticado a Denis de Rougemont precisamente por alejarse de la realidad y por no haber indagado la naturaleza humana, en donde a cuyo criterio se encontraban las explicaciones sobre el origen de la malignidad (Arendt, 2005a: 134). Con idéntica ambición en 1946 en “The Image of Hell” Arendt (2005a: 198-200) cuestiona que hechos que desafían la comprensión humana posibiliten continuar hablando de una Alemania absolutamente culpable y diabólica y un pueblo judío absolutamente angelical, poseedor de una inocencia allende la virtud. A su criterio ello es extremadamente negativo porque implica continuar operando con las categorías absolutas propugnadas por el nazismo, las cuales no tienen cabida en la realidad política. En 1971, en “Thinking and Moral Considerations”, Arendt (2005c: 161) explicita que el abordar la problemática del mal es arduo porque implica debatir sobre cuestiones filosóficas o metafísicas que, en tanto tales, carecen de buena reputación. Finalmente en el primer volumen de The Life of the Mind ratifica su rechazo por la metafísica (Arendt, 1978a: 212). Por ello Brunet (2007: 37) rotula al pensamiento arendtiano como “postmetafísico”. ↵
- Al igual que en Los orígenes del totalitarismo en Eichmann en Jerusalén también se evidencia el cambio de valores morales en la sociedad por medio del cual el crimen será visto con complacencia y aprobación por las clases dirigentes, lo cual exonera el delito de cualquier culpa a la vez que lo consagra ante todo el conjunto social (Arendt, 2006a: 52, 93, 95, 98, 126). ↵
- se aborda al acto maligno en tanto socialmente consagrado y naturalizado. Aquí se agrega otra parte relevante de la cita: “Si se entiende al crimen como un tipo de fatalidad, natural o económica, todos serán finalmente sospechados de alguna especial predestinación a incurrir en él. […] Este tipo de cambios toma lugar cuando la maquinaria política y legal no está separada de la sociedad, por lo que los estándares sociales pueden penetrarlos y convertirse en reglas políticas y legales” (Arendt, 1994: 81).↵
- Básicamente éste es el patrón sobre el cual se presentará la personalidad del acusado en Eichmann en Jerusalén: un alto grado de desprendimiento y desinterés por la realidad sumado al cinismo de querer apoyar cualquier causa con tal de sentir realización en defenderla. Al respecto véase lo sostenido en el tercer capítulo. ↵
- “Los manipuladores de este sistema creen en su propia superfluidad tanto como en la de todos los demás” (Arendt, 1994: 459).↵
- Como señala Alfred Kazin (1996: 196): “Su refrán constante era «el quiebre decisivo con la tradición»”. Véase asimismo, además del citado “¿Qué es la autoridad?” (Arendt, 2006c: 93), Kazin (2003: 476), “The Crisis in Culture” (Arendt, 2006c: 201), “Understanding and Politics” (Arendt, 2005a: 309-310), “Approaches to the “German Problem” (Arendt, 2005a: 108-111) y “Walter Benjamin” (Arendt, 1995: 193, 201).↵
- En Eichmann en Jerusalén se da cuenta de los planes de Himmler para eliminar todo vestigio de resistencia que los encargados de atormentar a los prisioneros pudieran presentar (Arendt, 2006a: 105-106). ↵
- Contrástese esta descripción con su negativa en Eichmann en Jerusalén a describir al acusado del juicio como un monstruo (Arendt, 2006a: 25-26). Véase al respecto el tercer capítulo.↵
- Sin embargo en 1953 en su respuesta a Voegelin descarta de plano el surgimiento del totalitarismo por la carencia de lazos religiosos en la modernidad (Arendt, 2005a: 406-407). Para un tratamiento de este tema en la política contemporánea véanse Lefort (1990; 2004), Schnapper (2004: 157-196) y Todorov (2002: 44). Blücher (S/Ab) efectúa, en la clase denominada “Los problemas más profundos con el nihilismo”, una ligazón causal, por una parte, entre la falta de creencia religiosa, el ateísmo, con el nihilismo y, por otra parte, entre éste último y el totalitarismo. ↵
- Esta referencia al mal también es una excepción a la mayoría de sus menciones en los primeros dos volúmenes en OT, pero al ser un comentario marginal sobre la explicación de la obra de otro autor la misma no posee la misma relevancia de una aseveración directa de Arendt sobre el tópico. ↵
- En 1954, en la conferencia “Concern with Politics in Recent European Philosophical Thought”, Arendt (2005a: 444) reitera que sólo Kant tuvo la concepción, aunque difícilmente la experiencia concreta, del radical evil. ↵
- Ian Kershaw (2008: 343, 363) estima que las bajas totales, civiles y militares, de la Segunda Guerra mundial oscilan entre los 40 y los 50 millones de personas, mientras que Todorov (2002: 17) la ubica en 35 millones.↵
- En el prefacio a la tercera parte del libro Arendt (1994: xxxi) estima que, luego de la derrota de la Alemania nazi, el tiempo parecía propicio para por fin comprender lo sucedido “…no aun sine ira et studio, todavía con pena y dolor y, por ende, con una tendencia a lamentar pero sin persistir en la ira muda y el horror impotente”. Tanto la impotencia como la imposibilidad de articulación discursiva causada por el horror son dos consecuencias del “mal radical”, tal como es expuesto en OT. Otra evidencia de idéntica sensación en la obra se ubica al comienzo del último capítulo del segundo volumen, en donde Arendt (1994: 267) describe que el desgarro causado por la Primera Guerra Mundial fue tan grande que la tranquilidad causada por la pena que se asienta luego de una catástrofe nunca tuvo lugar. En su réplica a Eric Voegelin de 1953 Arendt (2005a: 403) dice: “Me alejé demasiado concientemente de la tradición del sine ira et studio, de cuya grandeza estaba completamente al tanto, y para mí eso fue una necesidad metodológica estrechamente conectada con mi particular tema a tratar”. Primo Levi (1987: 187) por el contrario afirma en el Apéndice a Se questo è un uomo, en donde narra sus vicisitudes como prisionero de Auschwitz, que pensaba que su palabra sería más creíble y útil en tanto apareciera de manera objetiva y sonara lo menos apasionada posible, a fin de facilitar el juicio del lector.↵
- Arendt (2007a: 270) dará cuenta irónicamente de este tipo de vicisitudes en su artículo “We refugees” publicado en 1943 en Menorah Journal: “…habiendo sido encarcelados porque éramos alemanes, no fuimos liberados porque éramos judíos”. ↵
- Tal como lo corroboran Bernstein (1996a: 147), Schindler (2003: 119) y Young-Bruehl (2004: 184, 261). Bernstein (2002a: 228) aclara que, aún sin ser plenamente una insider, muchas de las apreciaciones de Arendt sobre lo acontecido en los campos de concentración y exterminio fueron ratificadas por sobrevivientes de éstos como Primo Levi, Jean Améry y Jorge Semprún. Cotkin (2007: 467-468) define a la situación de Arendt como la de un outsider-insider, es decir, como alguien que fue un testigo directo de algunos elementos de la dominación y el terror totalitarios, pero no de los campos de exterminio, ni tampoco una sobreviviente de los mismos: “Arendt logró salir justo a tiempo para evitar lo peor, pero vivió bajo la sombra de ese trauma…”. Eso explica porqué, si bien Arendt concordó con las críticas que Jaspers le hiciera a su noción de “mal radical”, mantuvo el concepto aún a pesar de sus connotaciones metafísicas: “…a mediados de los años cuarenta ella no estaba preparada para adoptarlo [al punto hecho por Jaspers] – el recuerdo horrendo de las atrocidades nazis contra la humanidad aún se cernía demasiado amenazadoramente” (Cotkin, 2007: 478) (sin embargo posteriormente Cotkin (2007: 473-474) admite que en parte es verdad que la presentación arendtiana de los hechos es insensible, a pesar de estar sustentada en poderosas metáforas e hipérboles, y que no se halla ningún testimonio de algún sobreviviente que pueda ser emocionalmente movilizador). Laqueur (1983a: 110, 116, 119) ratifica el parecer de la insensibilidad y entiende que Arendt era una outsider (Laqueur, 1983a: 119) que escribió sobre situaciones extremas que no experimentó (Laqueur, 1983a: 116), posición compartida, solapadamente, por Steiner (1967: 37-39). Kohn (2001a: 2) sostiene por el contrario que Arendt, al no haber sido internada en un campo de concentración o de exterminio, no posee el trauma correspondiente al sobreviviente y por eso puede reflexionar de forma menos exaltada sobre lo acontecido. Al respecto cita directamente una frase en la que la autora se diferencia del testigo de primera mano que solamente narra el horror. Por último puede verse que el resentimiento del amigo de Arendt Hans Jonas (2008: 181) hacia su severa evaluación de los Jüdenrate en EJ está fundado, en parte, en que la autora no fue una sobreviviente del Holocausto. ↵
- En la entrevista que mantuvo en 1964 con Günter Gaus existe un elemento que ratifica y otro que rectifica esta impresión, temática que será abordada en el cuarto capítulo. McCarthy (1973: 67) da cuenta tanto de la existencia de un tipo de perdón o redención en el texto, así como del cambio de tono de la pensadora, alejándose del pesimismo que la caracterizó, por lo menos, hasta la muerte de Stalin (McCarthy, 1973: 72). En su reseña de 1958 sobre The Human Condition McCarthy (1967: 167) ya había reparado en el “pesimismo estoico” que impregnaba a la obra. Tanto Craig (1993) como Spender (1963), en su reseña de EJ, observan que Arendt es pesimista respecto al pasado y al presente, en tanto que el intelectual inglés y Barnouw (1990: x-xi) también le asignan una actitud alarmista y negativa en lo tocante al futuro, mientras que Bernstein (1996a: 133-134) generaliza estas conclusiones a todo tipo de marco temporal. Kateb (2010b: 31) califica a su pesimismo como poco ortodoxo, vinculándolo a la tendencia humana a sentirse libre de culpa al hacer grandes males. Una opinión intermedia es la de Jaspers, quien el 10 de diciembre de 1965 escribe a Arendt describiéndole su temperamento dual. Por una parte estima que su otrora discípula es vital, sociable y abierta al mundo, mientras que por otra observa una “sombra apenas visible de tristeza” en su ser y un enfoque demasiado pesimista que se ve no obstante iluminado por la grandeza de su humanidad (Arendt y Jaspers, 1992: 617). ↵
- En 1958, en una gacetilla de su editorial, ratificará este parecer en ocasión de la reedición de OT (Arendt, 2004c: 617-618).↵
- El debate sociológico clásico entre “estructura” y “agente” (Giddens, 1998) parece ser también el protagonista de esta discusión. En el mismo se postula que el principio de la acción social comienza alternativamente en el actor (individualismo metodológico), en el conjunto de instituciones y organizaciones comunitarias que organizan las prácticas e interacciones sociales (holismo metodológico) o gracias a una participación de ambas instancias dependiendo del fenómeno abordado (Ferrater Mora (2004: 1807-1808) que posibilitaría la convergencia de determinados exponentes de ambos criterios en el estudio de ciertos fenómenos). La obra arendtiana claramente rehúsa incorporar por completo a la acción humana dentro de un determinismo estructural, buscando por el contrario exaltar aquel ámbito en el que puede darse la emergencia de lo espontáneo: la acción política (Arendt, 1998a). En ese sentido Isaac (1992: 242-243) la asigna por completo al polo de la agencia. En el marco de los Holocaust Studies este debate se basa en la oposición entre los intencionalistas (que ubican a actores como Hitler o Himmler como elementos decisivos para el surgimiento del genocidio) y los funcionalistas, que proponen la existencia de una radicalización progresiva del sistema nazi en general. Al respecto Finchelstein (1999: 33; 2010: 44-45) aduce que Arendt pertenece a un enfoque más institucionalista o funcionalista. Cotkin (2007: 471-472) ratifica este parecer, explicando que para la autora Hitler fue una figura marginal (argumento compartido, respecto al papel del dictador en general, por Stoppino (2005: 1584). Cotkin incluso entiende que Arendt funcionaliza la noción del mal, ya que mientras que en OT concluye por contemplar al mal como una manifestación de fuerzas asociadas con la modernidad que corroyeron la tradición, en EJ puede finalmente reducir lo maligno a “…una función de su ausencia de pensamiento [la de Eichmann] y de su presencia dentro de una estructura institucional de autoridad” (Cotkin, 2007: 472). Un elemento a favor de esta opinión es que uno de los principales referentes de esta corriente interpretativa, Hans Mommsen, destaca la importancia de la autora para con respecto a aquella (Mommsen, 2001: 225; 2011: 17-18, 26; 1998: 183). Esta apreciación es replicada por Formosa (2006), Marrus (2001: 283), Kauppinen (2010: 49, 56) y Waxman (2009: 95) y, con tono deploratorio, por Cesarani (2007: 3-4, 11-12, 329, 350-351), Déak (1999: 88), Diner (1997), Goldhagen (1996: 12, 28), LaCapra (1999: 19), Lacqueur (2001: 63), Lozowick (2000: 2-4, 276-278), Safrian (2010: 6) y Wolin (2003: 99) y rectificada, aclarando que dicha influencia es manifiesta en la década del ochenta, por Judt (Judt y Snyder, 2013: 34-35). No obstante lo cual es difícil sostener una pertenencia plena al funcionalismo, o tal como lo hace Aly (1998: 168) a la tesis de la obediencia debida, de una pensadora que señaló la superioridad de la decisión personal sobre los propios actos y de la singularidad de cada evento particular (Baehr, 2010a: 19-20; Canovan, 1974: 5; 1995: 49; Flores D’Arcais, 1996: 48; Isaac, 1992: 236-238; Moruzzi, 2000: 116; Phillips, 2004: 107). Por eso, a pesar de los puntos de vista anteriormente citados, Sznaider (2007: 117-119) opina que en realidad la adscripción al funcionalismo desconoce la importancia que lo particular y lo individual poseen para Arendt. Benhabib (2003: 96) y Canovan (2004: 246) ubican a ésta en una posición intermedia entre ambas posturas, mientras que Cotkin (2007: 488) rectifica una clasificación excesivamente funcional de la autora (en parte sostenida por él mismo), aproximándola al polo intencionalista o agencial. Entre las interpretaciones que aproximan a Arendt al polo de la agencia pueden citarse las de Aschheim (2001: 243), Lafer (1994: 113) y Service (1991). ↵
- “Simplemente no estamos equipados para lidiar, en un nivel politico y humano, con una culpa que se halla más allá del crimen y una inocencia que está más allá de la bondad o la virtud” [Arendt a Jaspers, 17 de agosto de 1946] (Arendt y Jaspers, 1992: 54). Esta apreciación es reiterada en las “Concluding Remarks” de 1951 (Arendt, 2004d: 620).↵
- “…una culpa que va más allá de toda culpa criminal inevitablemente adopta un rasgo de “grandeza” —de grandeza satánica— que es, para mí, […] inapropiado para los nazis […]. Me parece que debemos ver estas cosas en su total banalidad, en su prosaica trivialidad, porque eso es lo que las caracteriza verdaderamente. Las bacterias pueden causar epidemias que arrasan con naciones enteras, pero continúan siendo meramente bacterias. Contemplo cualquier indicio de mito y leyenda con horror, y todo lo que no sea específico constituye ese tipo de indicio. […] Por la forma en la que lo expresas casi has adoptado el camino de la poesía”. [Jaspers a Arendt, 19 de octubre de 1946] (Arendt y Jaspers, 1992: 62). Casi una década más tarde, el 31 de enero de 1956, Jaspers altera levemente la metáfora utilizada, refiriéndose a la capacidad de extensión masiva de los hongos, los cuales lo hacen instintivamente, sin comprender en absoluto el proceso general del que forman parte. Trasladado a quienes formaron parte de las maquinarias criminales nazi y soviética, éstos integraron regímenes políticos que eliminaron todo tipo de resistencia que pudieran tener, colocando en su lugar al nihilismo más básico (Arendt y Jaspers, 1992: 273). ↵
- “Encuentro que lo que dices sobre mis pensamientos sobre lo que está “más allá del crimen y la inocencia” de lo que hicieron los Nazis me convence a medias, es decir, comprendo completamente que en la forma en la que me he expresado hasta el momento me coloco peligrosamente cerca de aquella “grandeza satánica” que yo, tanto como tú, rechazo totalmente. […] Una cosa es cierta: tenemos que combatir todos los impulsos para mitologizar lo horrible, y en la medida en que no pueda evitar ese tipo de formulaciones no habré entendido lo que verdaderamente aconteció. Quizás lo que se encuentra detrás de todo esto es solamente que seres humanos individuales no asesinaron otros seres humanos individuales por razones humanas, sino que se hizo un intento organizado para erradicar el concepto del ser humano” [Arendt a Jaspers, 17 de diciembre de 1946] (Arendt y Jaspers, 1992: 69). Ese mismo año, en el artículo “The Jewish State”, Arendt sostiene que el genocidio del los judíos europeos “…fue hecho por hombres y por ende puede y debe ser prevenido por hombres” (Arendt, 2007a: 385). La autora fundamenta esta aseveración en el hecho de que el tener esta certeza es lo único que puede quitarle a los acontecimientos su parecido con las pesadillas, trascendiendo cualquier cosa que el ser humano pueda imaginar, sin por ello negar la desesperanza que inspiran y el panorama horrible que presentan (Arendt, 2007a: 384-385). Sin embargo Arendt vuelve a utilizar un vocabulario mistificador tanto en OT como en otra carta enviada a Jaspers el 4 de Marzo de 1951. Aquí la pensadora insiste en que el mal “…ha demostrado ser más radical que lo esperado”, que no puede explicarse ni por la moralidad bíblica ni en función del egoísmo de sus ejecutores, que no existen motivos pecaminosos o que sean comprensibles a nivel humano para poder dar cuenta de sus características, y que se basa principalmente en hacer superfluo al hombre en tanto ser humano por medio de la aniquilación de su espontaneidad y pluralidad, llevada a cabo por el delirio omnipotente de un único individuo (Arendt y Jaspers, 1992: 166). En 1963 es Arendt la que recurre a la metáfora de mortales microorganismos, bacterias en ese caso, para ilustrar su posición (Arendt, 2007a: 465-471), mientras que Jaspers indica que solo el tipo de mal representado por Eichmann es banal, y no el mal a secas (Arendt y Jaspers, 1992: 542). En esta misma carta, enviada el 13 de diciembre de 1963, Jaspers manifiesta su decepción respecto a la respuesta arendtiana a Gershom Scholem, a la que califica simultáneamente como muy débil y excesivamente combativa, y postula que en realidad el mal se ubica por detrás de la frase que caracteriza a Eichmann en EJ y que muy probablemente ni él ni Arendt pudiesen ser capaces eventualmente de descifrar su verdadera índole (Arendt y Jaspers, 1992: 542). Por último es propicio añadir que otra instancia de OT en donde se utiliza una metáfora relativa a formas elementales de vida (en este caso los insectos) para ilustrar el genocidio es cuando, al hablar de la efectividad de los campos de concentración y exterminio para aniquilar seres humanos, se dice que allí el asesinato es tan impersonal como el aplastar un mosquito (Arendt, 1994: 443). ↵
- Idéntica inflexibilidad puede verse cuando Arendt (2006a: 277-279) justifique la pena capital como castigo adecuado a los delitos cometidos por Adolf Eichmann, basándose en que así como éste no deseaba compartir su existencia con determinados grupos raciales, la humanidad entera se encuentra autorizada a no desear convivir con él. Esta intransigencia ya había sido presentada por la autora en The Human Condition para determinadas circunstancias, citando la frase de Jesús de Nazareth “mejor sería para él que le ataran una rueda de molino al cuello y lo arrojaran al mar” (Arendt, 1998a: 241). Así, quien diera entidad al perdón en la esfera publica no podía igualmente generalizar su misericordia a todos los casos, ilustrando la existencia de casos-límite incluso para el fundador del cristianismo. Este aspecto de su teoría será explorado en el siguiente capítulo, al analizar la presentación del mal en La condición humana. ↵
- Primo Levi (1987: 187) también expresa una sensación análoga a la de Arendt cuando relata que los nazis, al abandonar el campo de concentración de Auschwitz ante la avanzada soviética, parecían haber retornado a la nada, desvaneciéndose como un sueño monstruoso, como desaparecen los fantasmas ante el canto del gallo.↵
- Una advertencia similar ya había sido anticipada al final del segundo volumen, en donde se aclara que el peligro estriba en la posibilidad de la emergencia de “bárbaros” en el propio seno de una civilización global al haber forzado a millones de personas a vivir en condiciones inhumanas (Arendt, 1994: 302).↵
- Luego de la Segunda Guerra Mundial el fenómeno de los partidos políticos que apelan a todas las clases sociales será denominado “partidos atrapatodo” [catch-all parties] por Otto Kirchheimer (1966).↵
- Nuevamente las alusiones a la situación de los refugiados o apátridas explorada en el segundo volumen del libro, así como a la historia personal de la autora, son evidentes.↵
- George Orwell (1989) da cuenta del mismo proceso al final de su novela distópica 1984, en la que el protagonista denuncia a la mujer de la que estaba enamorado al sospechar que ella hizo lo mismo con él. En otra obra de idéntico tenor, Fahrenheit 451 (Bradbury, 1995), el principal personaje ve como sus amigos, vecinos y pareja lo denuncian y rechazan por haber intentado cuestionar el sistema que regula sus vidas. ↵
- Tanto los individuos (Arendt, 1994: 307-308) como las masas rechazan cualquier tipo de estímulo proveniente de la realidad a fin de circunscribirse por completo al régimen totalitario (Arendt, 1994: 351-352). De esta manera dejan de atender a la interpretación de su sentido común, entendido en tanto sentido comunitario basado en relaciones sociales al interior de un grupo (Arendt, 1994: 352), lo cual prueba que la destrucción de las relaciones intersubjetivas se efectúa por una doble vía: tanto por las iniciativas adoptadas por la administración totalitaria como por las propias decisiones de los individuos sujetos a las directrices de esta última a fin de evitar cualquier tipo de contrariedad o reflexión que obstaculice tanto su adhesión como su dedicación a la misma. Arendt adjudica este voluntario cercenamiento de los vínculos comunitarios al deseo de escapar de la situación de anomia y anarquía evidenciada con anterioridad a que el movimiento totalitario se hiciera con el poder político: “…y esto no se debe a que [las masas] sean estúpidas o malvadas [wicked], sino a que en el desastre general este escape les garantiza un mínimo de respeto propio” (Arendt, 1994: 352). Es interesante remarcar aquí cómo los motivos por los que la mayoría de la sociedad avala al totalitarismo no son ni la estupidez ni la maldad, algo que Arendt ratificará en el diagnóstico de las causas que motivaron a Eichmann a desempeñar un rol clave en el genocidio nazi. Al respecto véase lo expuesto en el tercer capítulo. ↵
- Difícil es la traducción de la palabra mob al castellano rioplatense. Mientras que la versión española de OT opta por el vocablo “populacho” (Arendt, 2003: 484), adecuada al uso de esa palabra en España, la opción por “masa” se revela como más universal que aquél, siendo más apropiada que otros términos de similar connotación como “muchedumbre”, “multitud”, “gentío”, “plebe”, “turba”, “chusma”, “turbamulta” o “pandilla”. ↵
- Obviamente Arendt no es la única autora en asignarle a determinados delitos la categoría de malignos, como se aborda en las notas 42 y 44. En esta misma sección se inspira en Franz Borkenau, a quien cita directamente (Arendt, 1994: 307). El mal es asimismo utilizado como adjetivo en esta misma página: “…la experiencia ha demostrado en repetidas oportunidades que el valor propagandístico de los hechos malignos y del desprecio general a los estándares morales es independiente del mero interés propio, supuestamente el factor psicológico más poderoso en la política” (Arendt, 1994: 307). La siguiente y última referencia de esta sección sobre el tópico analizado se halla a pocas páginas de distancia cuando Arendt, al referirse a la existencia de una gran masa desorganizada y sin estructura que rechaza las referencias partidarias al considerar que quienes cuentan con poder no son malévolos sino más bien “estúpidos y fraudulentos” [“…all the powers that be were not so much evil as they were equally stupid and fraudulent”] (Arendt, 1994: 315). Este comentario utiliza al evil como adjetivo, sin profundizar acabadamente en él en tanto fenómeno autónomo, por lo que no amerita mayor escrutinio. Con relación particularmente a la cita presentada es interesante destacar que la misma preanuncia ciertos criterios que serán debatidos desde una posición diferente en EJ. Arendt discute en este punto la adhesión estrecha del seguidor de la causa totalitaria para con ésta y el líder, afirmando que no debería sorprender que aquél esté dispuesto a sacrificar todo, incluyéndose a sí mismo, si eso le permite mantener su estatus y posición como miembro del movimiento. Al respecto estima que este tipo de entrega no se basa en el idealismo ya que éste se sustenta en una decisión individual sujeta a la experiencia y al discurso. Por el contrario el totalitarismo demanda una devoción fanática por parte de sus acólitos, quienes mientras se encuentren inmersos en la estructura de aquél no podrán ser afectados por ningún tipo de estímulo exterior: “Pero dentro del marco organizacional del movimiento, siempre y cuándo éste se mantenga en funcionamiento, los miembros fanáticos no pueden ser alcanzados ni por la experiencia ni por el discurso. La identificación con el movimiento y el conformismo total parecen haber destruido la misma capacidad para la experiencia, incluso si ésta es tan extrema como la tortura o el temor a la muerte” (Arendt, 1994: 307-308). En EJ, como se presenta en el tercer capítulo, si bien se expone la dedicación extrema de Eichmann para con el nacionalsocialismo, se infiere que la misma no proviene de una “incapacidad para la experiencia” (ya que por ejemplo se cita el interrogatorio efectuado con anterioridad al proceso judicial en el que Eichmann dejó constancia de haber sido testigo reticente, a su parecer, de los diversos métodos de ejecución masiva de prisioneros empleados por los nazis) sino de su incapacidad para juzgar lo que ocurría a su alrededor. ↵
- La cita completa permite visualizar más acabadamente sus implicancias: “…la imaginación atemorizada tiene la gran ventaja de disolver las interpretaciones sofístico-dialécticas sobre la política que se basan en la superstición que algo bueno puede resultar del mal. Ese tipo de acrobacias dialécticas tenían al menos la apariencia de una justificación en tanto y en cuanto lo peor que el hombre podía infligirle al hombre era el asesinato. Pero, como sabemos hoy, la muerte es solamente un mal limitado” (Arendt, 1994: 442). Existe otra referencia al tema en esta sección que presenta similitudes con la anterior ya que una vez más se hace referencia al “mal” en general y no a un tipo de mal en particular: “La alternativa ya no es entre el bien y el mal, sino entre el homicidio y el homicidio” (Arendt, 1994: 452). Puede verse entonces como nuevamente se menciona al mal en general (como entidad opuesta a un bien también general), y no a un tipo de mal en particular. Esta concepción “generalista” de lo maligno reaparecerá en OR, tal como se expone en el siguiente capítulo. ↵
- “Es la aparición de algún mal radical [some radical evil], anteriormente desconocido por nosotros, la que acaba con la noción de los desarrollos y transformaciones de cualidades. Aquí no hay estándares políticos, históricos o morales sino, a lo sumo, el reconocimiento de algo que parece estar involucrado en la política moderna y que en realidad nunca debería involucrarse en la política tal como solíamos entenderla, básicamente el todo o nada…” (Arendt, 1994: 443). En vez de hablar de algún tipo [some sort, some type] de “mal radical” se relativiza la certeza sobre la existencia de esta malignidad en particular, mas sin brindar precisiones sobre algún probable medio de cuantificación o mensurabilidad de la misma.↵
- En 1952 en “The History of the Great Crime” Arendt (2007a: 460) aludió nuevamente a “un mal radical” [a radical evil] que se halla separado de cualquier motivo humanamente comprensible y concebible de gestación de la maldad [wickedness]. Y en 1954 en “Understanding and Politics” indicó que la palabra totalitarismo se usaba para denunciar “algún mal político supremo” [some supreme political evil] (Arendt, 2005a: 311). Pero en “The Eggs Speak Up”, de la misma época que los textos citados anteriormente, Arendt habló sobre “el peor de todos los males”, el “único mal supremo y radical” [that one supreme and radical evil] (Arendt, 2005a: 271). La persistencia en la imprecisión sobre el evil dará lugar a las oscilaciones definitorias sobre la misma que serán abordadas en los capítulos siguientes.↵
- Estas ambigüedades son las que sustentan la hipótesis presentada por el filósofo estadounidense Richard Bernstein según la cuál Arendt habría considerado que existían numerosos “males radicales” en paralelo. Bernstein trata de observar desde este punto de vista a la primera filosofía arendtiana sobre lo maligno para que de este modo el choque con el segundo momento, aquél que caracterizado por la “banalidad del mal”, no se evidencie como tal, sino como una suave transición terminológica. Este punto se encuentra fundamentado en la noción “trenes de ideas”, que Bernstein (1996a: 192) adopta a partir del énfasis que le fuese dado por Margaret Canovan (Canovan, 1995: 6-7; Canovan, 1998: xi; Canovan, 1974: 2). Obviamente dicha noción se halla presente en textos de la autora, como MDT (Arendt, 1995: 85, 90, 123, 142), el artículo “Martin Heidegger is 80 years old” (Arendt y Heidegger, 2004: 154, 323) editado en Merkur y luego como “Martin Heidegger at Eighty” en The New York Review of Books (Young-Bruehl, 2004: 544-545), BPF (Arendt, 2006c: 12-13) y TLM (Arendt, 1978a: 154, 160, 163, 191, 201, 210; Arendt, 1978b: 125, 134, 155, 205). La expresión aparece primeramente en una carta a su marido Heinrich Blücher de 1952 (Arendt y Blücher, 2000: 191), siendo utilizada por éste en 1956 (Arendt y Blücher, 2000: 306). Quizás Arendt adoptara el término a partir de su uso por su mentor Karl Jaspers en una carta de 1933 dirigida a ella (Arendt y Jaspers, 1992: 19). Volviendo al argumento presentado por Bernstein, a su criterio Arendt no esbozaba grandes teorías sino que diseñaba “trenes de ideas” que podían coexistir sin problema y sin necesidad alguna de colisionar o contraponerse entre sí. La primera versión de esta teoría es plasmada en Bernstein (1996a; 1996b; 2001), siendo revisada y reexpuesta en Bernstein (2002a). Por último el debate es retomado en idénticos términos en Bernstein (2010a; 2010b). Éste es un tratamiento más laxo de la propia afición arendtiana por establecer definiciones y oposiciones conceptuales que clarifiquen el pensamiento, que permitan entender en que consiste cada uno de los elementos y fenómenos que sea analizan (Arendt, 1969a; 1970; Canovan, 1974: 9-10). Esta metodología ha sido defendida por la propia autora, Mary McCarthy y Albrecht Wellmer en el coloquio que se llevó a cabo en 1972 sobre su obra (Arendt et.al., 1979: 325, 336-339). Allí Arendt sostuvo: “Siempre empiezo cualquier cosa diciendo “A y B no son lo mismo” (Arendt et. al., 1979: 338). Young-Bruehl (2004: 326) sostiene que ésta es la forma en la que Arendt trabajó, aislando y rastrando conceptos, colocándolos en un contexto para luego expandir este último y persistir en las clarificaciones, dando cuenta in extenso de la afición arendtiana por las distinciones (Young-Bruehl, 2004: xv, xvi, 88, 97, 121-122, 207, 209, 274, 277, 278, 290, 310, 320, 321, 345, 347, 353, 365-366, 372, 388, 403, 412, 413-414, 419-420, 424-425, 426, 427-428, 430, 456, 473, 495; 2006: 42, 60). Incluso Arendt mantenía en privado tales clarificaciones, en consonancia con su visión de la política y la sociedad (Young-Bruehl, 2004: 301). Por lo tanto una oposición entre el “mal radical” y la “banalidad del mal” no debería tomar, a la luz del pensamiento dicotómico de la autora, el cariz de levedad que Bernstein sugiere, si bien pueden sugerirse alternativas que posibiliten ver una compatibilidad entre ciertos aspectos de ambos términos, como se postula en la presente obra. En favor de una interpretación “laxa” de los escritos arendtianos se yergue un testimonio de la propia Arendt: “Quisiera decir que todo lo que hice y todo lo que escribí, todo eso es tentativo. Pienso que todo el pensamiento […] tiene la marca de ser tentativo” (Arendt et. al., 1979: 338). Véanse también Arendt (2005a: 407; 2006c: 95) y Young-Bruehl y Kohn (2001: 242).↵
- “Cambié mi opinión y ya no hablo del mal radical [no longer speak of “radical evil”]” (Arendt, 2007a: 470). El 20 de septiembre de 1963 en una carta a Mary McCarthy Arendt (Arendt y McCarthy, 1995: 148) contrapone las dos tesis sobre lo maligno presentes respectivamente en OT y en EJ, definiéndolas como frases: “…la misma frase “banalidad del mal” se contrapone a la frase que utilicé en el libro sobre el totalitarismo, “mal radical” [the very phrase: “Banality of Evil” stands in contrast to the phrase I used in the totalitarianism book, “radical evil”]. Nótese cómo en ambas ocasiones no existe artículo o apócope alguno que preceda al término. A comienzos de la década del cincuenta había aludido al gobierno totalitario como el “…único mal radical y supremo” [that one supreme and radical evil we call totalitarian government] (Arendt, 2005a: 271), y en 1954 en “Understanding and Politics” describió que el uso popular del término totalitarismo, designado como para referir a “algún mal político supremo” [some supreme political evil], no contaba con más de cinco años de vigencia (Arendt, 2005a: 311). Nuevamente entonces puede contemplarse la relativización de la supremacía incluso en el mismo contexto de su enunciación, lo cual está en consonancia con las oscilaciones arendtianas en torno al radical evil que serán abordadas en el siguiente capítulo. ↵
- Respecto a la ruptura con el pasado Arendt (1994: 412) aclara en el capítulo decimosegundo: “La razón por la que nunca fueron ensayados con anterioridad los ingeniosos dispositivos del dominio totalitario, con su absoluta e insuperada concentración de poder en las manos de un único hombre, es que ningún tirano ordinario fue lo suficientemente loco como para deshacerse de todos los intereses limitados y locales ―económicos, nacionales, humanos, militares― en favor de una realidad puramente ficticia en algún distante futuro indefinido”. También acota que “…aún cuando [el bolchevismo y el nacionalsocialismo] se han desarrollado con una cierta continuidad a partir de dictaduras de partido, sus características esencialmente totalitarias son nuevas y no pueden ser derivadas de sistemas unipartidistas” (Arendt, 1994: 419). Véase asimismo Arendt (1994: 352). ↵
- Goldhagen (1996: 386) presenta una afirmación análoga: “El universo de muerte y tormento al cual los alemanes arrojaron a los judíos halla su aproximación más aproximada en los retratos del infierno contenidos en las enseñanzas religiosas y en el arte de Dante o de Hieronymus Bosch”. Arendt (1994: 446) también utiliza el lenguaje bíblico para describir a los campos de concentración y exterminio: “A estas personas […] el infierno totalitario les demuestra solamente que el poder del hombre es más grande que lo que ellos se hubieran atrevido a pensar alguna vez y que el hombre puede llevar a cabo fantasías infernales sin causar que el cielo se caiga o la tierra se abra”. En este caso en particular se equipara el totalitarismo y sus métodos de aniquilamiento a lo infernal. A continuación Arendt (1994: 446) explica en parte la fascinación y la aceptación tácita con la que contaron los Läger por parte de la población alemana y soviética en base a la descreencia en el más allá, argumento que, curiosamente, es el mismo utilizado por Voegelin en su crítica a la autora y en su propia explicación del nazismo: “Tal vez nada distinga a las masas modernas tan radicalmente de aquellas de los siglos pasados tanto como la falta de fe en un Juicio Final: los peores han perdido su miedo y los mejores han perdido su esperanza. Aún incapaces de vivir sin miedo y sin esperanzas, estas masas son atraídas por cada esfuerzo que parezca prometer una fabricación humana del Paraíso que habían esperado y del Infierno que habían temido”. También en el Diario Filosófico, en mayo de 1953, Arendt (2006a: 361-362) dice que lo “…decisivo no son las secularizaciones, sino la desaparición del miedo al infierno en la modernidad”. Y más adelante sostiene que esta doctrina tiene un origen político en donde “…se exige que la multitud crea exactamente lo contrario de lo que se tiene por verdadero. Secularización significa políticamente que eso ya no es posible” (Arendt, 2006: 386). En sus comentarios sobre Dostoievski de fines de la década del sesenta se hallan asimismo apreciaciones similares (Arendt, 2007c: 276). Voegelin (1953: 68-69) sostiene en su crítica de Los orígenes del totalitarismo que “…la explosión revolucionaria del totalitarismo en nuestra época es el clímax de una evolución secular”. Y en La nueva ciencia de la política, editada en 1952, estima que el totalitarismo “…definido como el dominio existencial de los activistas gnósticos, es la forma final de la civilización progresista” (Voegelin, 2006: 161). Véanse asimismo Arendt (2005c: 89), McCarthy (1973: 19) y Rieff (1990).↵
- En su respuesta a la crítica de Eric Voegelin Arendt (2005a: 486) aclara en qué sentido utiliza esta palabra:“Cuando yo empleé la imagen del Infierno, no lo hice alegórica sino literalmente: parece bastante obvio que seres humanos que han perdido su fe en el Paraíso no serán ya capaces de instaurarlo en la Tierra; pero no es tan claro que quienes han perdido su fe en el Infierno como lugar en el más allá no se sientan deseosos y no sean capaces de instaurar en la Tierra imitaciones cabales de ese Infierno en que las gentes solían creer. En este sentido, pienso que la descripción del campo como Infierno en la Tierra es más “objetiva”, es decir, más adecuada a su esencia, que afirmaciones de naturaleza puramente sociológica o psicológica”. Otra utilización de imágenes teológicas como elemento de contraste se da al comienzo del último capítulo del segundo volumen de OT, en donde Arendt (1994: 267), al rememorar la fisura en el transcurso histórico causada por la Primera Guerra Mundial, estime: “Cada evento tuvo la finalidad de un juicio final, un juicio que no fue administrado ni por Dios ni por el diablo, sino que mas bien se veía como la expresión de alguna fatalidad irreparablemente estúpida”. Arendt (1994: 377-378) rechaza que los elementos de idolatría incorporados por los líderes totalitarios demuestren tendencias pseudoreligiosas o heréticas, insistiendo en que su utilización se asemeja a los instrumentos empleados por las sociedades secretas para mantener la cohesión y la lealtad de sus miembros. El recurrir a imágenes teológicas era una práctica corriente por parte de los intelectuales contemporáneos a Arendt. De acuerdo a Cotkin (2007: 469-471) desde la década del veinte éstos estaban afectados por una “sensibilidad trágica” que, incorporando elementos de la malignidad, les permitió contrarrestar sus iniciales aspiraciones utópicas. Ello implicó obviamente, a pesar de su “resuelta secularidad” (Cotkin, 2007: 476), el incluir en sus obras categorías de la metafísica o del misticismo aún cuando se las despreciara, como en el caso arendtiano (Cotkin, 2007: 471, 477). Este ánimo epocal es ratificado en Badocco (2013: 194-195), quien cita como ejemplos del mismo a trabajos de Hermann Rauschning, Stefan Andres y Franz Neumann. Una explicación alternativa es la provista por Neiman (2002: 7-8), quien estima que al ser la problemática sobre el mal una cuestión sobre la inteligibilidad de lo mundano se constituye como un nexo entre el dominio de la ética y de la metafísica, sin pertenecer por completo a ninguno de las dos. Referencias análogas a la maldad, el infierno o lo demoníaco se hallan en otros escritos arendtianos de los años ’40 y contemporáneos a OT como por ejemplo “Nightmare and Flight”, “The Seeds of a Fascist International”, “The Image of Hell”, “The Eggs Speak Up” (Arendt, 2005a: 134-135, 150, 200-201, 280), “The Devil’s Rethoric”, “Not One Kaddish Will Be Said”, “A Way toward the Reconciliation of Peoples” y “We Regugees” (Arendt, 2007a: 156-157, 162-163, 262-263, 265). Estos textos, sobre todo los pertenecientes al segundo grupo, posibilitan entender otra razón que justifique su formulación, ya que los mismos se insertaban en un contexto panfletario en el cual Arendt buscaba exhortar a sus lectores a comprometerse en la lucha contra el nazismo y en defensa de la comunidad judía europea, de allí la radicalidad y virulencia de parte del vocabulario que utilizase. ↵
- “Las soluciones totalitarias pueden sobrevivir bien a la caída de los regímenes totalitarios bajo la forma de fuertes tentaciones, que emergerán cuando parezca imposible aliviar la miseria política, social o económica en una manera digna del hombre” (Arendt, 1994: 459). Primo Levi (1987: 197) también advierte que el fascismo ya existía antes de Hitler y Mussolini y que continuó existiendo luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial. A su criterio en todas partes del mundo en donde se niegan las libertades fundamentales y la igualdad entre los hombres se va hacia el campo de concentración. ↵
- Parcialmente en base a esta confusión interpretativa se sustentan las interpretaciones de aquellos que ven influencias de la teología en Arendt, entre ellos Bernauer (1985: 24-34; 1987), Galetto (2009: 85, 112, 132, 146-148, 156, 160, 162-164, 188, 205-206), Grumett (2000) y Livi (2009: 13-17). Desde otro punto de vista Bell (1991: 311) ratifica este parecer: “…lo que el “redescubrimiento del mal” mostró […] fue que una verdad que se había considerado histórica y política era, au fond, teológica”. Henke (2001a: 176; 2001b: 78) concuerda en que el “mal radical” poseía una sustanciación metafísica y teológica en la obra arendtiana, lo que es a su vez corroborado por Bernstein (2002a: 213) y Villa (1999: 57-58). Rieff (1990) directamente rotula a su reseña de OT, publicada en 1952, como “La teología de la política”, proponiendo que Arendt realiza allí una espiritualización de la historia, profetizando apocalípticamente sobre el futuro de la humanidad a partir de las catástrofes acontecidas en el siglo XX, indicaciones de la presencia de lo demónico en lo terrenal. Su opinión es que para la pensadora, en su teología negativa y encubierta, el mal es “…la expansión del hombre hacia algo más allá de su limitada humanidad” (Rieff, 1990: 87). Por su parte Neiman (2001: 68-76; 2002: 299-303; 2010: 306-309) colige que EJ fue un intento arendtiano por constituir una teodicea, una explicación del mal existente en el mundo que sea compatible con la supremacía y la omnipotencia de Dios, y añade que todos los escritos de la teórica política están cargados de vocablos teológicos (Neiman, 2001: 69). Kazin (2011: 385-386) indica que la extrema espiritualización es algo corriente para una generación de judíos centroeuropeos como Arendt, Benjamin, Kafka o Kraus, en tanto que Leibovici (2003: 15) caracteriza este proceso como la perpetuación descontextualizada de antiguos esquemas religiosos, transformando a estos últimos en esquemas culturales. Schmucler (2000: 48) infiere que sin “…una resonancia religioso-moral, el mal resulta impensable”. Young-ah Gottlieb (2003: 139-140) deduce que Arendt poseía un “mesianismo inconspicuo” que le permitió mantener la idea de la salvación en su teoría al ubicarse en un punto intermedio entre la pura teología y la racionalidad moderna eminentemente secular, lo cual es compartido por Young-Bruehl (2004: 254-255). Brunet (2007: 13, 155, 165) por el contrario niega que en Arendt exista salvacionismo o mesianismo alguno, catalogando a su discurso como laico, tal como lo hacen Amiel (2007: 82) y Svendsen (2010: 140), mientras Canovan (1974: 128) y Ezrahi (2010: 157) lo rotulan como secular, este último aduciendo que el banalizar el mal no parece ser algo próximo a una mentalidad religiosa. Kristeva (2006: 116) plantea que el de Arendt era un ateísmo a contracorriente, no nihilista. Véanse también Aschheim (1997), Bianchi (2009: 276), Canovan (1995: 198), Courtine-Denamy (2003: 323), Espósito (1999: 31) y Fine (2000: 297, 308). Una posición intermedia es expuesta en Brunkhorst, quien por una parte sostiene que en Arendt puede verse “…una variante republicana de la teología política, sin la doctrina del pecado original y el correspondiente arnés de la autoridad” (Brunkhorst, 2006: 16), mientras que por otra parte niega que sustente su motivación de la acción política en la teología o la soteriología (Brunkhorst, 2006: 97). De hecho Neiman (2001: 87) aclara que al buscar alejar el debate sobre el mal de lo demónico Arendt recupera el tópico para la política, distanciándolo de la religión. Para una revisión detallada sobre las vinculaciones existentes entre la teología y el pensamiento arendtiano véase Szaniszló (2007).↵
- Esta tendencia a la hipostatización trascendente de ciertos conceptos será criticada, entre otros, por autores como Isaiah Berlin (2009: 131-136), Eric Hobsbawm (1994: 202-208), George Steiner (1961: 56; 1962: 85; 1963) Saul Bellow (2012) y Ernest Gellner (1993). Entre los críticos provenientes del ámbito historiográfico pueden nombrarse a Gentile (2005: 15-19), Schoenbaum (1983: 128-129), Stone (1982), Laqueur ( 2005a; 1998; 2001; 2009: 39; 1972; 1983a; 1997; 1994; 2012b: 62-63) y Allen ( 1983: 124). ↵