Mutaciones y resignificaciones
“My “basic notion” of the ordinariness of Eichmann is much less a notion than a faithful description of a phenomenon. I am sure there can be drawn many conclusions from this phenomenon and the most general I drew is indicated: “banality of evil”. I may sometime want to write about this, and then I would write about the nature of evil, but it would have been entirely wrong of me to do it within the framework of the report”
Hannah Arendt (Arendt y McCarthy, 1995: 152)
4.1. Introducción
El propósito del presente capítulo es analizar las definiciones y concepciones sobre la malignidad existentes en textos no estudiados en los segmentos anteriores de este libro, a los efectos de brindar mayor información sobre las percepciones que la autora poseía sobre la temática. Los textos y testimonios aquí examinados permiten complementar las posiciones sobre el mal que Arendt fijó en OT, THC, OR y EJ, ampliando así la comprensión sobre la gestación de las tesis del “mal radical ” y de la “banalidad del mal” a la luz tanto de entrevistas como de escritos elaborados en paralelo a los documentos previamente mencionados.
4.2. Diario filosófico. 1950-1973
4.2.1. Consideraciones metodológicas
Difícil es precisar la naturaleza y alcances de esta obra publicada póstumamente. El Diario filosófico es una recopilación de veintiocho cuadernos que Arendt escribió para sí misma a modo de apuntes entre 1950 y 1973 (Ludz y Nordmann, 2006a: 813). Como sostienen las editoras “…se trata de anotaciones privadas, que no habían sido pensadas para un segundo o un tercero, y menos para su publicación (Ludz y Nordmann, 2006a: 830).
Es necesario entonces aclarar que lo que será analizado en estos textos no puede por pleno derecho colocarse en igualdad de condiciones con otros que Arendt voluntariamente decidió editar. Incluso se diferencian de la correspondencia privada porque en ese caso al menos existe el deseo de comunicar el pensamiento a otra persona. Pero por otra parte Arendt sistematizó el orden de sus notebooks de forma cronológica y temática (Ludz y Nordmann, 2006a: 813, 830). El nombre Denktagebuch (cuya traducción al español es efectivamente diario de pensamientos o, aproximadamente, diario filosófico) es acreditado oralmente por una de las dos albaceas originalmente designadas por Arendt, Lotte Köhler (Ludz y Nordmann, 2006a: 814).
De manera que, si bien la autora nunca dispuso efectivamente la publicación de estos escritos, sí los dejó ordenados y catalogados, englobados en un título que esclarecía asimismo la naturaleza en la cual fueron elaborados. Y fundamentalmente consintió en que formaran parte integral de su legado, dando a las ejecutoras de su testamento libertad para que dispusieran sobre éste. Las editoras narran como efectivamente Lotte Köhler buscó publicar el texto poco tiempo después del fallecimiento de Arendt en diciembre de 1975, renunciando a este empeño en 1982 (Ludz y Nordmann, 2006a: 829).
Esto permite deducir que, si bien Arendt nunca buscó personalmente publicar estos escritos, al consentir que pasasen a formar parte del acervo bibliográfico que eventualmente se pondría a disposición del público luego de su muerte no se opuso a una futura edición de los mismos. Y aún dejando de lado este tipo de reparos su uso en la presente obra se ve justificado en vista de la pertinencia de los textos y del especial carácter de intimidad en el que cobraron forma, posibilitando un inusitado acceso a los pensamientos de la autora.
Es necesario hacer otra aclaración a nivel temporal. El período comprendido entre 1950 y 1973 es extenso en lo que al tema aquí estudiado refiere, ya que abarca indistintamente las dos concepciones arendtianas sobre lo maligno. De este modo existen apreciaciones sobre el “mal radical” y sobre el mal per se que difieren entre sí a medida que se avanza cronológicamente. La decisión de no extrapolar y anexar automáticamente las reflexiones vertidas en estos cuadernos con aquellas presentes principalmente en Los orígenes del totalitarismo y en Eichmann en Jerusalén se debe tanto su carácter privado como a su carencia de sistematicidad y su disposición esporádicamente distribuida.
Esto impide que puedan ser tratadas como equivalentes con respecto a los pensamientos sobre el evil que Arendt decidió efectivamente publicar, a pesar de que en algunas de las mil noventa y dos unidades de texto que componen el Denktagebuch (Ludz y Nordmann, 2006a: 831) las similitudes sean notorias. En estos casos, cuantiosos en lo que concierne al “mal radical”, se procederá a efectuar su análisis en el presente apartado teniendo en cuenta su conexión con el libro para el cual funcionaron a modo de contraparte teórica[1].
Como podrá verse al estudiar la evidencia contenida en el Diario filosófico Arendt mantenía diálogos permanentes no sólo con diversas personas sino a la vez con sus propias ideas y conceptos (Bernstein, 1996a: 192; Canovan, 1992: 6-7). Esta plasticidad y comunicación constante consigo misma le permitió ir modificando progresivamente sus puntos de vista, incluyendo aquellos sobre lo maligno.
4.2.2. El mal en el Diario filosófico
En la primera entrada del libro, que data de junio de 1950, Arendt (2006a: 7) hace alusión al “mal radical”, y lo define como
…lo que no habría debido suceder, es decir, aquello con lo que no podemos reconciliarnos, lo que bajo ninguna circunstancia puede aceptarse como misión; y es aquello ante lo cual no podemos pasar de largo en silencio. Es aquello cuya responsabilidad no podemos asumir, por la razón de que sus consecuencias son imprevisibles y porque bajo tales consecuencias no hay ninguna pena que sea adecuada. Esto no significa que todo mal deba castigarse, pero sí sostenemos que cualquier mal ha de ser punible si hemos de reconciliarnos o alejarnos de él.
Aquí existen elementos respectivamente congruentes y divergentes con la postura de The Origins of Totalitarianism y de Eichmann in Jerusalem. El “mal radical” es, al igual que en aquella obra, eso con lo que los seres humanos no pueden relacionarse ni tampoco en alguna medida asimilar. Es un delito que se ubica fuera de los parámetros cotidianos que encuadran el accionar del hombre, es decir las leyes. Por eso se sustrae a cualquier tipo de castigo, porque la escala y la naturaleza de la ofensa es tal que es imposible reducirla a los parámetros judiciales comúnmente utilizados[2].
Eso hace no factible la reconciliación pero también la toma de distancia frente a lo maligno, como la autora reconoce. La imposibilidad de encontrar una punición adecuada impide cortar de una vez con un suceso acaecido en el pasado, posibilitando que éste continúe afectando el presente y restringiendo las posibilidades de iniciar nuevos cursos de acción.
La diferencia con respecto a lo que Arendt públicamente sostiene tanto en OT como en EJ es que aquí estima que ante el “mal radical” no puede pasarse de largo en silencio, cuando luego en Eichmann en Jerusalén afirmará que “…la temible banalidad del mal […] desafía al discurso y al pensamiento” (Arendt, 2006a: 252, cursivas en el original). Evidentemente a principios de los años cincuenta Arendt consideraba que había mucho por decir sobre las cualidades de un tipo de malignidad como para permanecer en silencio, mientras que luego, al hablar de otro tipo de mal con el cual manifiesta concordar en mayor grado, infiera que su vacuidad es tal que es inviable intentar cualquier tipo de razonamiento que posibilite algún tipo de comprensión (Arendt, 2007c: 277).
Por otra parte en esta instancia del Denktagebuch Arendt se ubica a contracorriente de lo que estima son los criterios tradicionalmente utilizados por la teología judeocristiana para encuadrar casos graves: el perdón y la venganza. A su parecer ninguno sirve para entender verdaderamente lo que pasó ya que “…pretenden ambos imitar la ira y la gracia de Dios” (Arendt, 2006d: 8). Su falta de humanidad aniquila cualquier posibilidad de reconciliarse con lo acontecido[3]: “…hemos de estar en condiciones de juzgar, sin empatía, sin el presupuesto de la posibilidad, sin reflexión sobre nosotros mismos” (Arendt, 2006d: 7).
Evidentemente esta cita revela cómo ya se correspondían en el pensamiento de la autora la temática del mal con la del juicio, trece años antes de establecer una vinculación explícita y pública entre los mismos en Eichmann en Jerusalén. Pero en esta instancia existen también inferencias teológicas, curiosamente no reproducidas en posteriores comentarios arendtianos sobre el judgment:
…esa manera de juzgar sólo es posible si mantenemos una representación de Dios que lo deja todo abierto en el sentido más genuino, es decir, si sólo juzgamos con patrones humanos y dejamos explícitamente abierto que Dios quizá no lo juzga todo, o juzga en forma completamente diferente. […]…sólo si no identificamos la propia voz con la voz de Dios, podemos soportar una vida sin venganza y sin perdón, que pretenden ambos imitar la ira y la gracia de Dios (Arendt, 2006d: 7-8).
En un giro como se ha dicho inexistente en posteriores trabajos, Arendt evalúa que la capacidad de juzgar del hombre, es decir su forma de reconciliarse con lo existente, le posibilita operar en un nivel estrictamente humano en el mundo. En consecuencia el juicio y la acción política se ubican en lo mundano y no en lo divino. Este corte con la metafísica será evaluado como innecesario tanto en las obras de la pensadora que versen sobre lo político como en aquellas que hagan lo propio con las facultades mentales de cada individuo, en donde se dará por sobreentendido que ambas temáticas pueden ser abordadas en un campo ajeno a lo teológico.
El que Arendt haya hecho referencias directas a la divinidad en 1950 al abordar el tópico del “mal radical” se explica por consiguiente tanto por el dramatismo aún vigente por parte de aquellos que experimentaron la Shoá como testigos y potenciales víctimas como por la propia deriva hacia la metafísica que conlleva la alusión a una ininteligible malignidad enraizada en una instancia extraterrena desde la cual periódicamente emerge para asolar a los hombres.
De una explicación de lo maligno rayana en lo metafísico se deduce su opuesto: una creencia en una instancia que contrarreste a lo negativo, definida como Dios a secas en el caso arendtiano. Pero así como Arendt se empeña por demostrar como el mal no puede ser comprendido ni asimilado por los sujetos también hace otro tanto en lo relativo al bien, el cual posee modos de operación (en este caso el perdón y la venganza) que no son asequibles por parte de las personas.
Como se ha visto en el capítulo previo Arendt no desarrolla la idea del “bien radical” presente en la respuesta a Scholem de 1963 (Arendt, 2007a: 465-471). Pero el haber descartado la profundidad y la sustancia de solo un elemento de la díada permite colegir que el otro se mantiene relativamente incólume. Su idea de la benignidad, inexplorada en grado aún mayor que sus intuiciones sobre el mal, remite en 1950 a Dios[4].
En todo caso estas reflexiones se ubican en la senda de la defensa de la secularización y de una cosmovisión antropocéntrica a partir de la cual interpretar y entender al hombre y colocarse lo más próximo posible del verdadero desarrollo de los acontecimientos: “…interpretamos lo sensible como «suprasensible» y así lo tergiversamos” (Arendt, 2006d: 15).
Este empeño es el que la moviliza a indagar en torno al “mal radical”: “¿De dónde viene? ¿Dónde está su origen? ¿Cuál es su suelo y fundamento? Nada tiene que ver con lo psicológico –Macbeth–, ni con lo caracterológico –Ricardo III, que decidió convertirse en un mal diablo” (Arendt, 2006d: 18). Sus causas descartadas son plenamente humanas[5]. La psicología no permite explicar a quienes obran con malignidad, ni tampoco provee de definiciones de carácter otorgadas desde el nacimiento[6].
A continuación de las líneas citadas en el párrafo precedente sostendrá que es “…esencial: I. el sentido superior y su lógica y consecuencia absoluta; 2. hacer superfluo al hombre en la conservación del género humano, del cual pueden eliminarse partes en todo momento” (Arendt, 2006d: 18). Mientras que el segundo punto es una anticipación literal de la consecuencia primordial del “mal radical” que es detectada en Los orígenes del totalitarismo[7] (Arendt, 1994: 459), el primero da lugar a la controversia interpretativa.[/footnote].
¿Qué entiende Arendt por “sentido superior? Tal como las editoras lo comentan en el apartado destinado a las notas éste remite a un “suprasentido” [Suprasinn] entendido como aquello que “se sustrae a la experiencia” (Ludz y Nordmann, 2006b: 901). Por ende si algo se “sustrae a la experiencia” posee una condición no captable por el hombre, ya que no le es dado experimentar nada frente a este fenómeno.
¿Qué quiso decir Arendt al hablar de una “lógica y consecuencia absoluta” del Suprasinn? Arendt (1994: 460-479) rechaza a la lógica en Los orígenes del totalitarismo por desenvolverse como un mecanismo automático que no deja lugar alguno a la libertad humana[8]. Por lógica de un “sentido superior” no experimentable entiende una forma de funcionamiento que precisamente opera en un nivel distinto al del hombre, y que en tanto tal proporciona “consecuencias absolutas”, ya que proviene de un territorio absolutamente fundado en la metafísica, ya sea de absoluto mal como de absoluto bien[9].
Por eso el “mal radical” obra siguiendo los lineamientos de su propio “sentido superior”, se “sustrae a la experiencia” de los seres humanos porque no puede ser entendido ni asimilado por éstos y deja como legado una serie de “consecuencias absolutas” con las cuales no es posible reconciliarse en la Tierra. De allí que tampoco pueda ser incorporado a un esquema temporal determinado que permita encuadrarlo dentro de una serie causa-efecto, ya que eso sería forzar su naturaleza incomprensible e inclasificable dentro de un intento por otorgarle algún grado inteligibilidad: “El totalitarismo como fenómeno límite de la política (el mal radical) no puede conformarse con remitir a la historia, donde podría estudiarse nítidamente su etiología. De ahí la dimensión no cronológica de los Origins” (Arendt, 2006d: 67).
Arendt rechaza la interpretación forzadamente diacrónica de The Origins of Totalitarianism[10]. Estos orígenes no son identificables como causas que anteceden de manera lógica y necesaria al inédito régimen político que hace su aparición en el siglo XX, sino que constituyen experiencias que anticipan determinados rasgos totalitarios (discriminación de ciertos grupos sociales, ambición por la expansión y conquista planetaria, entre otros). Como confirman las editoras del Diario filosófico: “…en general, para la concepción de H.A. no hay ninguna sucesión cronológica de causas del totalitarismo” (Ludz y Nordmann, 2006a: 920). De esta constatación proviene el fundamento de la tajante afirmación arendtiana de junio de 1951:
El método en las ciencias históricas: olvidada toda causalidad. En su lugar: análisis de los elementos del suceso. Es central el suceso en el que han cristalizado rápidamente los elementos. El título de mi libro es completamente falso; habría debido ser: The Elements of Totalitarianism (Arendt, 2006d: 95, subrayado en el original; Ludz y Nordmann, 2006a: 926-927).
Por ende así como al totalitarismo no se le pueden adjudicar unos acontecimientos lógicos que deriven necesariamente en él, así también el “mal radical” está compuesto por una serie de eventos que en un determinado momento cristalizan en él, dándole forma y contenido, mas sin determinarlo por completo[11]. Pero mientras que el totalitarismo es inteligible, el “mal radical” no lo es. Simplemente se padecen sus consecuencias y se trata de comprender que fue lo que pudo haber posibilitado su emergencia y lo que quizás vuelva a habilitar su presencia en el futuro.
Retomando las reflexiones que indicaban que el “mal radical” busca convertir a los hombres en seres superfluos Arendt (2006d: 106-107) revisa la explicación kantiana de lo maligno: “El mal en Kant […] consiste en arrastrar al otro al abismo de los medios, en mundanizarlo, des-subjetivarlo y convertirlo en un objeto de la voluntad”. Tal como lo hubiese referido en Los orígenes del totalitarismo (Arendt, 1994: 459), Kant entendía que por una mala voluntad pervertida el hombre puede pasar de ser un fin en sí a un simple medio para realizar otra acción, lo cual en el caso totalitario significa reducir lo humano a la mera superfluidad para garantizar la dominación total.
Aquí Arendt no desautoriza explícitamente al filósofo de Königsberg como sí lo hizo en OT, publicado el mismo año en que las líneas citadas fueron escritas. Pero a continuación se registra en el Diario Filosófico una crítica implícita a la visión kantiana de la malignidad, en tanto racionalización que imposibilita ver la verdadera naturaleza del fenómeno.
En una reflexión contrapuesta sobre el radical evil Arendt (2006d: 113, subrayado en el original) comienza refiriendo argumentos que sostienen la visión de un mal creado exclusivamente a partir de acciones humanas, entre ellos los esgrimidos por Kant: “Contra una consideración ontológica del bien y del mal habla el hecho de que el bien y el mal propiamente sólo pueden presentarse entre hombres, de modo que esencialmente son derecho e injusticia”. Hasta aquí sí es posible encuadrar a lo malvado dentro de un marco creado por el hombre, ya sea que éste esté basado en la voluntad o no. El kantismo promueve el respeto a la ley (tanto moral como positiva) y su observancia como una de las vías para promover la convivencia pacífica y armoniosa entre los individuos, evitando así el emerger de la injusticia. Pero acto seguido Arendt revela estar más inclinada a suscribir a una visión ontológica de lo maligno, que por otra parte es la que sostuvo en Los orígenes del totalitarismo:
Habla contra esto y a favor de una interpretación ontológica del bien y del mal el hecho de que el mal radical ya no tiene nada que ver con el derecho, y la injusticia ya no se presenta o tiene que presentarse entre hombres, no puede captarse ya con categorías antropológicas; y hemos de advertir que las categorías «morales» son categorías antropológicas (Arendt, 2006d: 113, subrayado en el original).
De esta manera, al descartar a toda categoría que tome al hombre como punto de referencia, moralidad incluida[12], Arendt parece no dar lugar a otra disciplina para entender al mal que no sea la metafísica, es decir a algo que se ubique más allá de los límites temporales, espaciales y vivenciales de la mortalidad humana. La ruptura con Kant, explícita en la obra citada en el párrafo precedente, permanece como tal, si bien de forma implícita, en el Denktagebuch[13].
En septiembre de 1951 Arendt (2006d: 124) está lista para describir “los síntomas psicológicos del mal radical, no […] el fin auténtico y la esencia del mismo”. Para ello debe establecer la diferencia entre la maldad corrientemente entendida y el “mal radical”:
…la maldad es siempre egótica y precisamente por ello está ligada a otros; nunca es radical, pues brota siempre de motivos, lo cual significa que no tiene un origen propio. La maldad brota exactamente en su medida y cualidad de la bondad humana… […] La bondad y la maldad humana están limitadas por el sí mismo. Pero no puede decirse lo mismo del mal radical. Lo inquietante es que de él no brota nada radicalmente bueno (Arendt, 2006d: 123-124).
Es inevitable recordar aquí las palabras con las que Arendt (2007a: 465-471) describiera el mal a Gershom Scholem en 1963. Es decir que mientras que en 1951 Arendt distinguía entre dos tipos de malignidad, uno humano (la maldad) y otro meta-humano (el “mal radical”), dándole a este último cierto margen de autonomía, en 1963 el mal a secas es asimilado a la “mismidad”, encuadrándose dentro de los márgenes de la acción humana y sólo como mero desprendimiento del bien en tanto carencia de éste[14].
En el Diario Filosófico Arendt se asombra por la imposibilidad de crear algo bueno a partir del radical evil. En este sentido este tipo de mal se sustrae a la lógica del comienzo y la regeneración que serán características de la teoría política arendtiana a partir de 1958 con la aparición de THC.
La cita aquí analizada continúa describiendo los componentes de la sintomatología particular del “mal radical”:
I. Falta de motivo y de mismidad.
2. Falta completa de imaginación; de ahí brota el fracaso completo de la compasión, también de la compasión consigo mismo.
3. La coherencia de lo puramente lógico está en sacar las últimas consecuencias de las premisas aceptadas y mantener a raya a los otros con el argumento: quien ha dicho A, debe decir también B (Arendt, 2006d: 124).
El tercer elemento se halla en consonancia con lo que ya había sostenido en OT sobre el vínculo del “mal radical” con la lógica. La imposibilidad de la espontaneidad, del surgimiento y la aparición de lo inédito en el silogismo es lo que demuestra para la autora la ausencia de fidelidad de este tipo de razonamiento respecto a la experiencia, la cual se encuentra siempre abierta a lo novedoso debido a que es per se imposible de ser controlada por completo.
Lo paradójico de esta referencia es que, si bien Arendt está haciendo alusión explícita al “mal radical”, los dos primeros puntos permiten establecer amplias similitudes entre este concepto y la “banalidad del mal”.
En efecto, el segundo inciso, relativo a la falta de imaginación, está redactado en idéntico sentido al rol que la imaginación cumple en lo tocante a la preparación de la facultad de juzgar: la enlarged mentality[15]. La “mentalidad ampliada”, diferente de la mera empatía (es decir colocarse en el lugar del otro por completo), permite entender el punto de vista de otra persona sin dejar de lado los rasgos de la propia individualidad. De esta forma la imaginación es una condición sine qua non para poder evidenciar los pareceres e impresiones de alguien. Y tal como fuese abordado en el capítulo precedente, uno de los rasgos sobresalientes de Eichmann era su total incapacidad para ver una situación desde el punto de vista de otra persona.
En lo tocante al primer punto las similitudes con Eichmann en Jerusalén también son relevantes. Arendt alude a la falta de motivos necesarios para obrar malignamente. Tal como lo hubiese expresado en Los orígenes del totalitarismo (Arendt, 1994: 347-349, 404, 409-411, 417, 440, 445, 457-460) los nazis no suscribieron a la teoría utilitarista según la cual las acciones son medios para conseguir determinados fines que se estima de provecho. Por el contrario obraron completamente en contra de esta consigna al utilizar mano de obra y recursos extremadamente necesarios para los dos frentes bélicos en los que se hallaban con el único propósito de servir a sus fines genocidas.
La diferencia con la “banalidad del mal” se sostiene en su carencia de mismidad, entendida ésta como referencia a parámetros humanos que la originan y la delimitan. En contraposición a la malignidad arendtiana luego de 1963, la cual sólo se desprende de la carencia de bien, aquí el mal sí tiene orígenes propios, es autopoiético y no necesita del hombre para emerger y manifestarse.
Si éstos son en consecuencia dos “síntomas psicológicos del mal radical”, pues entonces la sintomatología es compartida con la “banalidad del mal”. Aquí puede verse que los “trenes de ideas” sobre lo maligno, que Bernstein sostiene que coexistien en paralelo, reflejan en realidad características en común de los dos conceptos de la autora que igualmente no cancelan sus divergencias notorias. Por ello algunas de las cualidades adscriptas en 1951 al “mal radical” son traspuestas doce años más tarde a la “banalidad del mal”, demostrando que Arendt rescata los elementos conceptuales que considera valiosos de su primera noción sobre lo maligno (la carencia de imaginación y la carencia de motivo) desechando los restantes (principalmente la ontologización del mal por ella operada) para poder construir una nueva con la cual se sintiese más conforme.
En una nueva referencia de 1951, que habla de las dificultades para enjuiciar moralmente, Arendt (2006d: 133) infiere:
[l]a desconfianza justificada frente a todo moralizar no procede tanto de la desconfianza ante los patrones del bien y del mal, cuanto de la desconfianza ante la capacidad del hombre para el juicio moral, para juzgar acciones bajo el punto de vista de la moral. […]…el pragmático no necesita ningún juicio moral, porque él está persuadido del origen no humano, «natural», «no culpable» del mal.
La importancia de esta cita estriba en la vinculación efectiva realizada por la autora entre las temáticas de lo maligno y del juicio, las cuales serán dejadas temporalmente de lado en La condición humana para luego caracterizar casi todo el desarrollo posterior de su obra durante sus últimos quince años de vida. En esta circunstancia Arendt comenta el rechazo que el “pragmático” hace de la aplicación del “juicio moral”, entendiendo a este último bajo los parámetros del “juicio determinante” que le llevan inicialmente a rechazar las cuestiones relativas a la morality[16].
En septiembre de 1951 se encuentra otra entrada pertinente: “…la invocación nietzscheana del espectador Dios es solamente la última consecuencia del historicismo. Con la disolución del sí mismo, con la moderna carencia de sí mismo, comienza la acción diabólica, pues sin la mismidad ya no puede establecerse de ninguna manera un contacto con los otros” (Arendt, 2006d: 135).
Aquí puede verse la equiparación de la ausencia de la trascendencia con el nihilismo de la modernidad y a éste con la acción diabólica, la cual no toma en cuenta al otro y tampoco a sí mismo[17]. Y pocas líneas más adelante Arendt (2006d: 136, subrayado en el original) deja asentada la extrema consecuencia de este fenómeno, la superfluidad: “Falta de contacto es psicológicamente el estado en el que todos los demás se han hecho superfluos”. Si se toma en cuenta que la superfluidad es una de las consecuencias sobresalientes del “mal radical” de acuerdo a Los orígenes del totalitarismo, en base a esta cita este fenómeno puede estudiarse desde una nueva óptica, aquella que, desde el punto de vista del individuo y no desde el Estado, localiza a lo superfluo como aquello con lo que no se desea interactuar o establecer vínculo alguno.
En abril de 1953, luego de dedicarse a otros tópicos, Arendt retoma sus reflexiones sobre la problemática. Comienza haciendo una breve referencia a una frase de Hamann: “«¡Quizás el hombre sería muy abominable si el cuerpo no le marcara sus límites!» (citado en Arendt, 2006d: 329), la cual para la autora anticipa la hybris totalitaria que no reconoce límite alguno, ni siquiera los corporales del líder, sus acólitos y sus víctimas. Poco después profundiza sus reflexiones al declarar (con tenor completamente contrario a la respuesta a Scholem de 1963):
Existe el mal radical, pero no el bien radical. El mal radical surge siempre cuando queremos un bien radical. El bien y el mal sólo pueden darse entre los hombres en medio de relaciones; la «radicalidad» destruye la relatividad y con ello las relaciones mismas. El mal radical es todo lo que se quiere independientemente del hombre y de las relaciones que existen entre los hombres (Arendt, 2006d: 331).
Aquí lo radical se presenta como una medida de intensidad de la acción, indicando a la vez la procedencia de lo maligno y la modalidad de su implementación. Lo radical es tanto lo que proviene de lo profundo, de las raíces, como lo que alcanza las dimensiones máximas al emerger, sobrepasando cualquier otro tipo de acontecimiento. Debido a estas características Arendt entiende que es imposible que algo benigno pueda al mismo tiempo adquirir semejantes cualidades exacerbadas provistas por la radicalidad del acto. Ergo, sólo el mal puede ser radical, y la prosecución de un bien radicalmente desmesurado acarrea inexorablemente como resultado a lo maligno[18].
Asimismo puede observarse cómo el “mal radical” destruye a todo el tejido social en general y por sobre todo a la política en particular al aniquilar en primer lugar al mundo material necesario para sostener a las necesidades vitales del hombre y en segundo lugar al espacio de aparición en el cual éstos interactúan y dan sentido a su coexistencia cotidiana. Lo radical en consecuencia es lo que carece por completo de medida y lo que irremediablemente no se puede traducir en términos humanos.
En junio del mismo año Arendt realiza una breve exploración sobre el diablo: “Diabolos es el detractor, y Satanás se ha convertido en el ángel caído, en el adversario de Dios. Hay aquí dos puntos de apoyo completamente diferentes para el mal” (Arendt, 2006d: 366). En el primer capítulo ya se hizo referencia a la fijación arendtiana por la terminología bíblica y cristiana plasmada en el penúltimo capítulo de Los orígenes del totalitarismo. Dicho interés, también palpable en menor grado en EJ tal como se lo expusiera en el capítulo precedente, continúa presente en este caso al diferenciar dos vertientes teológicas de lo maligno.
Por una parte es posible simplemente criticar a la divinidad (Diabolos), apartarse de la buena senda y dirigir el camino hacia el pecado y la propia destrucción. Esta vía “moderada” de la malignidad es mucho menos disruptiva del orden que la segunda, encarnada en Satanás, quien directamente busca destruir todo lo creado por su antagonista divino, basándose en el resentimiento, la pura maldad y el afán de venganza.
Por cierto Arendt identifica implícitamente al “mal radical” con lo satánico, mientras que lo diabólico sería un grado relativamente más inocuo de malignidad, con la que quizás la convivencia no sería imposible[19].
En noviembre de 1953 Arendt hace un aporte a sus reflexiones sobre el tema que refleja el principio de su deriva hacia la “banalidad del mal”:
Radica en la idea del bien concebir el mal como una «negación». La idea permite conocer siempre lo que una cosa es y, «por implicación», que la cosa no es esto y lo otro. […] Si la idea del bien es la idea suprema, se da solamente lo «bueno» y una multiplicidad de cosas que están determinadas como no buenas; éstas tienen todas la misma cualidad, la puramente negativa de no ser buenas y, en consecuencia, de ser malas (Arendt, 2006d: 448-449, subrayado en el original).
En 1963 Arendt le contesta a Gershom Scholem en términos idénticos a los postulados en el Denktagebuch diez años antes. La maldad es sólo la antítesis del bien, su sustracción y carencia. Lo que llama la atención en esta oportunidad es que Arendt escriba sólo siete meses antes en el mismo documento un alegato de la existencia de la malignidad radical con una existencia separada de lo benigno, con el que interactúa pero del que no se desprende necesariamente. Este es otro indicio de la coexistencia de pareceres vinculados al “mal radical” con aquellos ligados a la “banalidad del mal”, registrada hasta que Arendt finalmente se incline por esta última en EJ.
En marzo de 1955, al indagar sobre las causas y orígenes de la vida política, Arendt (2006d: 504, subrayado en el original) escribe: “¿Por qué hay en absoluto alguien y no más bien nadie? Ésa es la pregunta de la política. […] El alguien está ahí para proteger la creación; el nadie puede destruirla. […] Es el desierto de la nada, poblada por el pueblo de nadie”.
Nuevamente entonces el bien es el único ente con sustancia en el pensamiento arendtiano, mientras que el mal se vuelve a ver como la a-sustancialidad, la nada, lo no bueno y lo no poblado, no caracterizado por la presencia humana, es decir nadie. Como puede observarse el resquebrajamiento de la “radicalidad” de lo maligno empezó mucho antes de que Eichmann en Jerusalén fuera concebido, cobrando allí su forma más acabada. En este caso se ven conexiones a la vez con el último capítulo de OT, “Ideología y Terror”, añadido en 1958, en donde se hace referencia al poder generador de la natalidad, lo nuevo creado a partir de la nada, capaz de destruir el régimen totalitario, que favorece la propagación de los desiertos política y subjetivamente entendidos.
En la siguiente entrada sobre el tema registrada en el Diario filosófico, ubicada en los años 1963/64, la transición ya es completa y la faceta de lo maligno presentada de ahora en más tendrá consonancias con lo expuesto en EJ, rectificando lo expuesto en las obras publicadas en la década anterior.
Existen tres incisos sobre el tópico, de los cuáles los dos primeros se dirigen específicamente a reconfigurar lo que Arendt hubiese expresado sobre el “mal radical”, mientras que el tercero profundiza el énfasis en la organización burocrática del genocidio observado en el proceso de Jerusalén.
Sobre el mal: a) no es demoníaco; el mal no crea el bien; b) no es resultado de la voluntad mala, pues probablemente no existe la voluntad radicalmente mala, que quiera el mal por el mal; existe solamente la voluntad egótica; c) las calamidades vienen del aplanamiento; para que algo llegue a ser una calamidad requiere su organización, es decir, el hecho de que envuelva a los muchos (Arendt, 2006d: 604-605, subrayado en el original).
En consecuencia el mal no tiene relación con una fuerza autónoma antagonista de lo divino (es decir lo demónico). Carece de fuerza autopoiética, en primer lugar, y creadora de nuevas realidades, en segundo lugar. Su modo de operar se limita a destruir, asolar, aplanar lo ya existente, lo dado por la bondad. En este sentido es imposible que cree el bien, ya que éste (como es necesario acotar una vez más, tal como se lo estipulase en la réplica a Scholem de 1963) es el único que posee profundidad y radicalidad, el que puede con total exclusividad producir y crear eventos y procesos a partir de la nada al estar ligado a la espontaneidad y originalidad innatas al ser humano.
Respecto al segundo punto, dirigido específicamente en contra de la percepción kantiana sobre lo maligno referida en Los orígenes del totalitarismo, Arendt anticipa aquí uno de los tópicos de su último libro, The Life of the Mind, el cual explora las facultades mentales del pensamiento, voluntad y juicio. Al parecer de la teórica alemana es imposible la existencia de una voluntad malvada o per se perversa, orientada permanentemente hacia la prosecución de lo maligno y lo negativo.
Este tipo de volición sería idéntica a la empresa por completo antiutilitaria del totalitarismo, que busca la destrucción del hombre existente en pos de la hipotética consecución de su réplica ideal aún a costas de socavar los cimientos de estabilidad del propio régimen político, tal como lo hiciera el nazismo destinando recursos al genocidio cuando estaba siendo atacado por dos frentes ofensivos en la Segunda Guerra Mundial (Arendt, 1994: 410-412).
De esta forma la única voluntad pensable en este contexto es la voluntad egótica, aquella orientada en exclusividad hacia la satisfacción de los deseos del propio sujeto volente con total desconsideración y desprecio para con las necesidades y anhelos de otras personas. En este sentido esta voluntad optará por una vía malvada de acción en tanto y en cuanto ésta le permita optimizar la satisfacción de sus apetitos, lo cual no implica necesariamente que elegirá esta opción en todos los casos en que pueda hacerlo.
Esta alternativa, una voluntad egoísta pero desenraizada, es la que le permite a Arendt compatibilizar sus renovados aportes sobre lo maligno con sus indagaciones teóricas sobre The Life of the Mind. Mientras que en los años ’50 Arendt se veía forzada a segregar a la volición del mal, entendiendo a aquella dentro de los parámetros kantianos, las reflexiones arendtianas sobre lo maligno con posterioridad a 1963 tendrán como finalidad el desempeñar una función introductoria a sus estudios sobre la comprensión y las facultades mentales del pensamiento, la voluntad y el juicio.
Por último Arendt amplía sus inferencias sobre los efectos del mal, hablando en esta ocasión sobre las calamidades, sobre aquellas catástrofes que producen el aplanamiento de todo lo humano, causando así la extensión de los “desiertos” (Arendt, 1994: 466, 478; 2005b: 189-191, 201-204; 2005c: 255) del aislamiento y la impotencia generalizados.
Para generar el efecto devastador causado por una campaña destructiva de un régimen totalitario es necesario involucrar a gran cantidad de personas. Parecería ser que la autora invirtiera en este caso particular las capacidades colectivas de generación de poder político al actuar en conjunto en el espacio público de aparición. En ese escenario es la interacción con otros, la acción mancomunada con quienes se comparte un espacio político de aparición, la que permite la creación y el surgimiento del poder necesario para llevar a cabo determinados actos de interés común.
Por el contrario en esta otra hipótesis de trabajo Arendt implicaría que los hechos más devastadores emergen a partir de la colaboración masiva de funcionarios y eslabones en una cadena de mando al servicio de la destrucción (sin importar si sus integrantes estén o no particularmente interesados y comprometidos en causar semejante efecto). “Los muchos” son necesarios de acuerdo a esta cita no sólo para vivenciar la facultad política del actuar sino también para llevar a cabo empresas catastróficas signadas por lo maligno. Sin embargo Arendt no avanza lo suficiente como para elaborar una configuración de este último contrapuesta a su teoría política, tal como ésta fuera expuesta en La condición humana.
Pocas páginas más adelante de la cita analizada se encuentra otra que también presenta una conexión con el tópico: “…sabemos que el hombre tiene en sí una fuerza para resistir al mal. Propiamente es irrelevante la pregunta de si nosotros mismos habríamos resistido al mal. Cuando juzgamos, partimos precisamente de que ningún hombre es bueno… […] Porque no somos buenos, ni tampoco malos, amamos el bien…” (Arendt, 2006d: 607).
Aquí es importante para Arendt el reforzar la posición del hombre frente al mal. Mientras que contra el “mal radical” nada podía hacerse, ya que su propia naturaleza y capacidad destructiva hacían que fuera imposible no sólo detener su avance sino incluso comprenderlo (lo cual constituye el primer paso necesario para su posterior contrarresto), el mal desustancializado de los años sesenta del Denktagebuch asegura por el contrario que toda persona puede hacerle frente.
Partiendo de la imperfección ontológicamente necesaria de toda persona Arendt aclara que la realidad mundana es ajena a todo determinismo. Es imposible consignar por completo a alguien a la esfera de la maldad o de la bondad porque ello implicaría impedirle a su vez la posibilidad de cualquier acto espontáneo que rompa con lo preestablecido (Arendt, 1998a: 177-178, 243-244).
Es más, sólo a partir de esta imperfección constitutiva del ser es posible la creación de máximas axiológicas que permitan orientar la conducta humana hacia la prosecución de lo bueno. De esta manera, ubicado a medio camino entre el mal y el bien, el hombre tiene el mandato de actuar necesariamente en pos de uno de los dos polos. Al ser la bondad una fuente de positividad y regeneración permanente, mientras que la de la maldad aspira a la destrucción y a la desolación por sí mismas, Arendt supone que la mayoría de las personas se orientarán hacia lo benigno, ya que éste les permite seguir reproduciendo su existencia y la de sus congéneres a lo largo del tiempo[20]. Arendt profundiza las capacidades que posee el bien frente a lo maligno en enero de 1966:
…lo bueno es el hecho de que todo lo que es, aparece, o sea: I) desde lo oscuro aspira a la luz, desde el fondo oscuro crece hacia arriba, 2) se representa en este proceso, se muestra; y finalmente desaparece de nuevo. Todo lo bueno se mueve en la verticalidad. Lo malo azota la vertical hacia lo horizontal. Esta tormenta destruye, lo doblega todo e impide el tranquilo movimiento de lo vivo hacia arriba y hacia abajo (Arendt, 2006d: 626, subrayado en el original).
Aquí la autora comienza las indagaciones sustentadas en base a la metáfora kafkiana del tiempo basada en el cuento “Er” (Ludz y Nordmann, 2006b: 1067; Arendt, 2006d: 629, 648-649, 744), el cual tendrá un papel predominante en el ensayo “Entre pasado y futuro” (Arendt, 2006c: 7). Existen dos dimensiones contrapuestas en esta cita, la espacialidad y la temporalidad, así como cuatro principios motores opuestos en dos díadas: lo bueno y lo malo, lo vivo (luminoso) y lo muerto (oscuro).
Arendt juega con la interacción de estos elementos. Así, mientras lo bueno y lo malo son necesariamente contrapuestos, lo vivo trata de respetar sus ritmos de crecimiento, que le son dados naturalmente, lo cual a juicio de la autora automáticamente lo impulsa hacia el bien, hacia la superación vertical (es decir la expansión) de su situación actual.
Lo malo, asimilado por completo a lo horizontal, entendiéndose así la metáfora del aplanamiento y la destrucción lisa y llana, se opone directamente a la verticalidad y aspira como mínimo a obstaculizarle el paso y como máximo a bloquearla por completo, anulando así el desarrollo espontáneo de la vida.
Ambas interacciones tienen lugar a lo largo del tiempo. El avance plano de la destrucción remite a la metáfora de Walter Benjamín del Angelus Novus, aquella que identifica al viento destructor de la historia con el progreso y con un movimiento diacrónico volátil que fomenta el tránsito vertiginoso del pasado al futuro (Arendt, 2006d: 644, 649; 1995: 165).
Pero en lo que se hace más hincapié es en la posibilidad de aparición con la que cuenta lo vivo en caso de operar hacia el vector de lo bueno. El espacio que permite el aparecer (es decir la politicidad) sólo está enraizado en el bien, fomentando esta alternativa de una manera no violenta ni determinista. No es natural aparecer en todo momento y lugar, sino que por el contrario las apariciones esporádicas y con una duración temporal específica son las que se ven propiciadas por la disposición originaria de lo vivo[21].
La política pertenece así pura y exclusivamente al ámbito del bien y el mal pretende destruirla mediante iniciativas que le son decididamente opuestas, de las cuales el totalitarismo es el mayor y más peligroso representante debido a que se desprende de orígenes genuinamente participativos tales como elecciones libres o una alta movilización ciudadana[22].
En febrero de 1966, y en consonancia con la adición en 1965 de un posfacio a Eichmann en Jerusalén que revisa determinadas concepciones sobre lo maligno que eran o no aplicables a su sujeto de estudio, Arendt (2006d: 635-636) efectúa una recapitulación de ciertas nociones del mal existentes:
El mal: I) Hybris, «superbia», ángel caído; 2) perversión de un bien; el mal existe gracias al bien, aunque pervertido; 3) envidia: Caín, Yago, el capitán Billy Budd; 4) desatinos: Ricardo III; 5) la mala voluntad en Kant: hacer una excepción para sí mismo en favor de la inclinación casual; 6) el resentimiento de Nietzsche, como Ricardo III; la manera de sentir de aquellos a los que les ha ido mal, con inclusión de la envidia.
Entre ambas obras Arendt extrapola como referencias obligadas de lo maligno a determinados personajes y procesos pertenecientes a la literatura de Occidente[23] (dejando la referencia teológica y las filosóficas exclusivamente en el Denktagebuch). El primer tipo responde a la malignidad demónica. Lucifer, en tanto ángel caído, pretende desarrollar al máximo sus poderes destructivos para equipararse e incluso pretender superar al mismo Dios, pecando así de soberbia y de exageración desmedida de sus fuerzas. Trata de constituirse en un polo de igual o mayor poder que el bien y obra de acuerdo a sus designios particulares.
El segundo tipo desmiente, como lo sostiene el primero, que el mal pueda ser una fuerza autónoma diversa del bien. Por el contrario aquél se desprende de éste y sus facultades y alcances le son limitados desde sus comienzos por la benignidad, a la que puede coartar pero no por completo[24].
El tercer tipo de malignidad refiere a la envidia y los celos desmedidos, al rencor y a la imposibilidad de controlar pasiones violentas una vez desatadas. De esta manera la exageración o hybris demónica del primer punto es trastocada en una manifestación puramente humana, utilizando como ejemplo a personajes bíblicos o literarios que encarnan arquetipos de violencia y crueldad incontroladas que se sustraen a cualquier forma de raciocinio. Los personajes son completamente poseídos por el sentimiento maligno que los corroe por dentro y que los motiva a tratar de expandir esa misma corrosión a su alrededor.
El cuarto tipo alude a la locura y a la ambición desmedida de poder encarnada en este rey inglés y sobre todo en la representación que del mismo hiciera el dramaturgo William Shakespeare, dejando asentada la extrema megalomanía de Ricardo que le llevó, entre otros actos, a aniquilar a sus dos sobrinos para alcanzar el poder.
El quinto punto versa nuevamente sobre la mala voluntad kantiana, elemento que se mantiene en las reflexiones de la autora desde principios de la década anterior. Aquí la mala voluntad se equipara al “free rider” (Elster, 1985; Wolff, 1990: 474-475), aquél que se sustrae de la aplicación de las reglas generales en tanto esa acción le provea un mayor beneficio circunstancial, a pesar de que ese mismo acto socava las bases y fundamentos de la comunidad a la que pertenece. El “free rider” es conciente de que si todos obraran como él lo hace no habría manera de que los contratos y convenios se respetaran en el largo plazo, pero igualmente opera en función de sus propias ventajas momentáneas en la creencia de que nadie o pocas personas más obrarán de igual modo.
Por último Arendt menciona al resentimiento, en particular el nietzscheano pero también el de Ricardo III (cuarto punto), al que también le suma la envidia (tercer punto). De esta manera este ejemplo es el menos independiente de los seis, basándose de una exageración del rencor y la amargura de aquél a quien no le fue bien al contemplar el éxito y la prosperidad ajenos.
En septiembre de 1969 Arendt (2006d: 718) apunta: “Es puro absurdo esperar un comportamiento moral de alguien que no piensa. No pensar es, por ejemplo, no imaginarme cómo me sentiría si me sucediera a mí lo que yo inflijo a otro; ahí está el «mal». (No hagas a nadie lo que no quieres que se te haga a ti, etc.)”. Aquí Arendt equipara la carencia de pensamiento a la falta de imaginación. Al explicar de qué forma se evidencia el no imaginar (sin aclarar si ello se da por no poder o por no querer hacerlo, lo que presenta especial relevancia para la problemática abordada) inmediatamente lo adjudica a la imposibilidad de, manteniendo las propias características, ubicarse en el lugar de un semejante[25].
Ello la lleva a finalizar el comentario con la “regla de oro” [golden rule] que busca que cada persona trate a las demás como le gustaría ser tratada. Si bien Arendt en sus exploraciones teóricas sobre la facultad de juzgar permanece refractaria a la aplicación sistemática y no examinada de principios consagrados a situaciones inéditas, en este caso el axioma citado parecería sustraerse al cuestionamiento al efecto de servir de modelo de comportamiento moral y comunitariamente aceptable.
En los siguientes meses Arendt profundizará las conexiones entre la temática de las facultades mentales del hombre y el mal. En febrero de 1970, estudiando el texto de Schelling La esencia de la libertad humana, Arendt retoma la dicotomía entre mal y maldad, vinculando a ésta a la voluntad y a aquél al juicio: “Puesto que el juicio reflexiona sobre otros, sólo el hombre «malo», que no juzga, no conoce la diferencia, es capaz de todo. […] La maldad reflexiona sobre los otros, tiene una conciencia, etc. Véase Ricardo III” (Arendt, 2006d: 745-746).
A su parecer la maldad se relaciona con una deliberación de la volición que, distinguiendo entre objetos de su deseo, perjudica a otros a sabiendas de que así efectivamente lo hace, habiendo calculado previamente las ventajas y desventajas de tal acto: “Frente a la libertad como fenómeno de la voluntad, o sea, frente a la elección entre bien y mal como si fueran sustancias…” (Arendt, 2006d: 745, subrayado en el original).
El bien y el mal se presentan “cartesianamente” a la volición como alternativas claras y distintas entre las cuales debe decidirse. Ambas opciones son plenamente conocidas por quien elige, lo cual incluye asimismo el tomar en cuenta a otros sujetos al evaluar si se les inflige o no un daño.
El ejemplo de Ricardo III se utiliza por el afán calculador del personaje, el cual especulaba con las reacciones de las demás personas frente a determinadas acciones de su autoría. Ricardo considera cuidadosamente cuáles son sus pasos a seguir y sabe que necesariamente los otros individuos, por el simple hecho de tener sus propias ambiciones e intereses personales, representan resistencias y dificultades a la prosecución de sus planes.
En contraposición a este personaje histórico y literario que ilustra a la mala voluntad se yergue la figura de Eichmann, el carente de juicio quien no tomó en consideración a ningún otro actor al momento de implementar las directrices enviadas por Hitler. Las órdenes del Führer debían efectuarse a toda costa, sin importar a quién o a qué afectaran e involucraran. De allí la magnitud y el alcance del genocidio nazi, llevado a cabo por hombres “malos” (en este caso no “malvados”) que, al no juzgar, fueron efectivamente capaces de todo.
Arendt (2006d: 746) acota inmediatamente a continuación de lo anteriormente referido: “Lo decisivo no es que no se quiera vivir con un asesino, que nos contradigamos, sino el hecho de que no somos dos en uno, es decir, que como uno vamos viviendo impulsados por una mismidad indivisa”.
Tal como se ve en el capítulo quinto de este trabajo, para Arendt el diálogo interno entre dos instancias de la persona, al que denomina “dos-en-uno”, es esencial para poder cuestionar todas las iniciativas individuales y examinarlas bajo una nueva luz antes de que sean implementadas. De esta manera existe un sistema subjetivo sui generis de frenos y contrapesos por medio del cual se revisa profundamente lo que se quiere hacer y lo que se piensa para que disminuya al mínimo la cantidad de contradicciones y disonancias cognitivas existentes[26].
En el caso de lo malo esta división se cercena y se da lugar a una visión monolítica de la inmanencia por medio de la cual la persona escapa del examen de sí, dando paso a la aplicación expeditiva de determinadas tareas y a una autodefinición difuminada en la que sólo se conservan los rasgos simples que le faculten prolongar el autoengaño por la mayor cantidad de tiempo posible.
Este modelo de interioridad les permite en consecuencia a los sujetos “malos” el llevar a cabo sus cometidos sin el más mínimo autoreproche moral, ya que cierran por completo la posibilidad de examinar conciente y denodadamente cualquier cuestionamiento y resquemor que puedan tener[27].
Pero incluso para la maldad tampoco existen grandes impedimentos, ya que como Arendt dice en abril de 1970: “El problema fundamental de la voluntad está en que el querer en sí mismo no proporciona ninguna categoría para lo correcto y lo equivocado…” (Arendt, 2006d: 751).
De esa manera no sólo el mal se sustrae al juicio sino que la voluntad carece por sí misma de criterios últimos que permitan orientarla definitivamente hacia lo correcto y no hacia la maldad. La única forma de remediar este defecto es si uno posee conciencia moral, es decir, que uno tenga, como Arendt (2006d: 771) escribe en septiembre del mismo año “…un «gusto» para estas cosas, o sea, que seamos capaces de mala conciencia”[28].
Es este detalle, en apariencia lateral, el que en realidad define la emergencia o no de lo maligno. El que se desee y se pueda ser capaz de examinar los propios deseos y actos es la barrera más efectiva frente a aquél[29]. Ese tópico da inicio a lo que las editoras del Denktagebuch denominaron “Cuaderno sobre Kant” (Ludz y Nordmann, 2006a: 832-836), el cual en su inicio presenta una cita de la Metafísica de las costumbres que sostiene que el hombre no puede evitar escuchar a su conciencia (Arendt, 2006d: 786), algo que Arendt evidentemente pone en duda desde Eichmann en Jerusalén en adelante. Si ese fuera el caso, en base a los últimos pensamientos de la autora sobre el tema, habría mucha menos malignidad en el mundo.
Arendt (2006d: 788, subrayado en el original) también revisa en este documento a la teoría “…de Kant sobre el mal en la filosofía de la religión”, mencionando que éste en realidad deviene corrupción en vista de que lo malvado tiende hacia la bondad (Arendt, 2006d: 794) y que a pesar que exista una mendacidad originaria del ser humano es necesario que éste se fuerce a sí mismo a fin de adecuar su conducta a la ley moral (Arendt, 2006d: 788).
La decisión de las editoras de ubicar el “Cuaderno sobre Kant” al final del Denktagebuch responde a que este autor fue el referente intelectual más importante al momento de elaborar una teoría política sustentada en el juicio reflexionante. Si bien el filósofo de Königsberg no elaboró una teoría sobre lo malo que satisfaciera a Arendt sí produjo, en la Crítica del juicio, unos antecedentes útiles para pensar las carencias mediante las que los seres humanos pueden permitir que el mal reine entre ellos[30].
4.2.3. Distanciamiento de la metafísica
En enero de 1952 Arendt escribe en el Denktagebuch los fundamentos principales que permiten entender porqué jamás escribió o desarrolló in extenso su teoría sobre lo vil y lo bueno. Partiendo de reflexiones sobre la injusticia y la justicia que en parte siguen los razonamientos de Kant, la autora llega a la conclusión que el “…bien […] se sustrae a todo lo jurídico” (Arendt, 2006d: 172) y que Kant[31] no habla de un “bien radical” porque éste “…rebasa todas las leyes” (Arendt, 2006d: 173). ¿De qué manera no sólo lo maligno sino asimismo lo extremadamente benigno se ubica por fuera de la politicidad y la amenazan si se incluyen en la misma? El ejemplo que Arendt ofrece es la frase de Jesús “Amad a vuestros enemigos”. Al respecto estima que
…está claro que inmediatamente se comete injusticia: quien ama a sus enemigos ya no defiende a sus amigos. Y aún peor, se deshace de todo el ámbito del entre, edificado sobre el dar y el tomar, así como sobre un acuerdo. La injusticia que han cometido los enemigos, por el hecho de que no sea perseguida, no es sustituida por ningún derecho. Se destruye la constitución fundamental del entre. La justicia pide castigo no por espíritu de venganza, sino para restablecer el equilibrio. El bien radical entra en conflicto con el hecho de que no impugna la injusticia y no se preocupa de la justicia (Arendt, 2006d: 173).
Aquí puede verse una línea de razonamiento que será posteriormente elaborada en La condición humana, publicada en 1958 (Arendt, 1998a: 241-242). Allí el amor es el factor corrosivo par excellence de lo público, lo que no debe pertenecer a ese ámbito a riesgo de hacerlo implosionar necesariamente en base a la promoción de principios antipolíticos de sociabilidad.
En efecto la política busca la resolución y mediación armoniosa de los conflictos acaecidos en un determinado conjunto social. Ahora bien, cualquier principio de benignidad radicalizado promueve la total ausencia y aniquilación de los conflictos ad aeternum. Sin la sustancia prima sobre la cual trabajar, las discordias e inconvenientes que necesariamente acontecen en un grupo humano que obra imperfectamente por necesidad, es decir que no actúa bondadosa y benignamente todo el tiempo, la política pierde por completo su razón de ser.
Al carecer de una faceta reguladora de la convivencia lo político no devendría más que una instancia que ratifique constantemente el devenir de un statu quo por completo pacífico. Aún más, al no existir la necesidad de reunir a los hombres para debatir sobre sus problemas y asuntos comunes, el “bien radical” destruiría al mundo entre los mismos [Zwischenwelt], al espacio construido pura y exclusivamente para fomentar y dar lugar a la aparición de una forma de interactuar que es imposible que emerja en otras partes del tejido social.
En este sentido Arendt rehúsa aplicar categorías metafísicas a los asuntos humanos, básicamente por una cuestión de incompatibilidad absoluta. De allí que ni el bien ni el mal puedan ser asimilados en algún modo con la política. Ambos son corrosivos, tanto en sus instancias radicales como en las más banales y nimias. El intento de “suavizar” su percepción sobre lo maligno, plasmado en primera instancia en OR y en EJ, no es sino otra forma de estudiar el lazo entre el absoluto y lo mundano, entre lo que se ubica más allá de la comprensión y lo hecho por el hombre.
De allí que la “banalidad del mal” sea un redoblamiento de la apuesta emprendida en 1951 mas siendo conciente de los fuertes impedimentos con los que cuenta la empresa, expresados en 1952 en el Denktagebuch y en 1958 en The Human Condition[32].
4.3. Introducción a los escritos de Broch. 1955
Existen varios documentos intermedios a la formulación de las tesis arendtianas sobre el mal en OT y EJ. Entre ellos se encuentra la “Introducción a los ensayos de Hermann Broch”, de 1955, en la que Arendt (1995: 122) refiere que para el escritor austríaco el “mal radical” se evidencia en el kitsch y en los literatos que aspiran a desconectar lo real de sus características para dotarlo de otras por ellos imaginadas. Percibiendo que tanto Hitler como Nerón son nuevas figuras analogables al diablo, el cual es una figura estética per se, Arendt (1995: 122) entiende que al buscar aquellos una perfección lógica y de apariencia en fenómenos que es imposible que la posean (la política no puede ser bella o fea) están dispuestos a forzar la realidad de acuerdo a su ideal sin importar los costos de esa operación. El tono diabólico de su accionar radica en que éste termina siendo un mero destruir, un esfuerzo pírrico por liquidar en un éxtasis creciente todo lo construido hasta el momento.
No hay forma de dotar de una organicidad fija a la experiencia, ni tampoco manera de que ésta sea análoga a la belleza a perpetuidad. En su afán por modelar el tejido social y político a su antojo los adalides de Satán terminan por destruir el material con el que trabajan. Arendt (1995: 126) indica cómo a lo largo de la historia de la moral occidental se ha efectuado una confusión por medio de la cual se le adjudica a la muerte el papel de summum malum, cuando en realidad la misma es por completo diferente del “mal radical”, que busca hacer superfluos a los seres humanos y que enseña que, tal como refieren las tres destrucciones del hombre llevadas a cabo en los campos de concentración y exterminio, hay cosas mucho peores que la misma muerte y que el asesinato (Arendt, 1995: 126-127; Arendt, 1994: 442).
Por último Arendt (1995: 135) explica cómo en los últimos escritos de Broch ya podía percibirse la gesta del “mal radical”, entre otras fuentes, a partir del carácter rebelde y anárquico del Yo que no desea poner límite alguno a sus voliciones ni prestar atención a los potenciales daños que puede causarle a los otros. Este irrestricto afán de expansión de la individualidad, obrando a la manera de la hybris de la Grecia clásica, es lo que obligatoriamente crea una cadena de sucesos negativos que podría ser omitida si el factor inicial de la misma contuviera sus apetitos.
Pero debido a que este Yo no refrenado opera de acuerdo a la mentalidad del free rider, no tiene problema en avasallar a sus semejantes. Claro que ésta es la manera de pensar de un free rider imperfecto, porque no considera la posibilidad que, cual boomerang, su desconsideración y descortesía le sean replicadas una vez que hayan recorrido todo el espectro de la comunidad que lo contiene. Este saboteador amateur no entiende la mecánica del imperativo kantiano o de la regla de oro bíblica por medio de la cual uno debe obrar como uno quisiera ser tratado, o si la entiende cree en principio que igualmente podrá eludir su demanda sin perjuicios para sí. Y si bien esto puede ser así en determinados casos, es harto dificultoso que ese sea también el resultado en todas y cada una de las interacciones sociales en las que decida participar.
De esta manera en 1955 Arendt demuestra estar muy próxima a las concepciones presentes en Los orígenes del totalitarismo, publicado sólo cuatro años atrás.
4.4. Respuesta al cuestionario de Samuel Grafton. 1963
El 20 de septiembre de 1963 Arendt contestó por escrito a unas preguntas que el periodista Samuel Grafton le hubiera enviado el día anterior. Aquí Arendt (2007a: 475) reconoce explícitamente haber contruibuido con la teoría ampliamente extendida que propone que los genocidios desafían al juicio humano y explotan el marco de las instituciones legales. Sin mencionar directamente a la tesis del “mal radical” presente en Los orígenes del totalitarismo, este mea culpa arendtiano es importante porque (junto a las opiniones presentadas en el inciso 4.6.) es más directo que otro tipo de declaraciones de la autora sobre el mismo tenor (como por ejemplo las presentadas en el punto 4.7.).
Reconociendo que ha meditado sobre la naturaleza del mal por treinta años (es decir a partir de la llegada al poder de Hitler[33]), estima que el interrogante legal más importante que se puede extraer del caso Eichmann es el determinar “en qué medida el acusado sabía que obraba incorrectamente cuando cometió sus actos” [to what an extent did the accused know he was doing wrong when he committed his acts…] (Arendt, 2007a: 475).
Este planteo había sido expuesto en EJ y, desarrollado en este interrogante, no ofrece nuevas respuestas que posibiliten discernir si Arendt adjudicaba la eventual ignorancia tanto de Eichmann como de otros participantes del genocidio sobre sus actos a una incapacidad de pensar decidida voluntariamente o no.
Prosiguiendo con las respuestas Arendt (2007a: 478) añade que al momento de cubrir como periodista el proceso en Jerusalén se había abocado a la tarea de determinar cuál era la naturaleza del mal [the nature of evil] y que gracias a esta empresa reflexiva pudo arribar a la conclusión que este fenómeno es “banal”, aún cuando no sea común (Arendt, 2007a: 479).
En consonancia con lo que opinará posteriormente en algunas entrevistas que son analizadas a continuación, dice que rechaza la popular tradición demónica de la malignidad que ve a ésta como algo grandioso que incluso tiene la capacidad de producir el bien[34] y, al igual que le hubiera manifestado a Scholem en julio del mismo año, insiste en que el evil no puede ser radical porque, al no tener profundidad, es imposible que se remita a raíz alguna, lo que presenta numerosos obstáculos al pensamiento ya que éste siempre busca alcanzar lo profundo (Arendt, 2007a: 479). Su característica más notoria es ser extremo y remitirse a la superficie, a lo evidente, lo plenamente manifiesto en el mundo fenoménico. Por eso solamente al detenerse a pensar y a reflexionar sobre lo que sucede, al resistirse a dejarse llevar por el frenesí inherente a los asuntos cotidianos, es que puede evitarse su propagación. Por el contrario alguien superficial, alguien que por ejemplo utiliza clichés para evitar reflexionar sobre sus actos, posee mayor propensión a incurrir en lo maligno (Arendt, 2007a: 479-480).
Obviamente Eichmann es una ilustración acabada del planteo arendtiano y la autora provee a su interlocutor con dos formas que aquél poseía para evitar reparar en lo que hacía, ambas abordadas en EJ. La primera es la remisión a los valores comunitarios que legitimaban el Holocausto: “¿Quién soy yo para juzgar si todos los que se hallan a mi alrededor ― es decir la atmósfera en la que vivo sin pensar ― piensan que es correcto asesinar a gente inocente” (Arendt, 2007a: 480). Este interrogante fue asignado en EJ a la moralidad colectiva, a la legitimación social del asesinato.
La segunda alternativa era el erigir a la propia carrera, al éxito obtenido en el plano laboral como criterio máximo para examinar todos los actos. De esa forma aquello que contribuyera a ascender o al menos mantener la propia posición en la pirámide jerárquica de la organización a la que se perteneciera sería la última variable frente a la cual todos los demás hechos y valores deberían subsumirse (Arendt, 2007a: 480). El carrerismo, la ambición desmedida por alcanzar constantemente una posición de mayor responsabilidad en el trabajo que a su vez conllevara un mayor status en la sociedad en general, tópico que también se había tratado en EJ, es un argumento que socava el margen de duda que Arendt había alumbrado en el interrogante presentado anteriormente.
En efecto, ¿cómo es posible seguir suponiendo que Eichmann no sabía si obraba mal si al mismo tiempo se postula que sí lo sabía, pero que optó por priorizar su carrera? La posibilidad de eliminar todo filtro moral interno en base a plegarse a la criminalidad promovida tanto por la cúpula del Estado como por todos sus ciudadanos es plausible. Al haber reemplazado uniformemente y de manera colectiva un conjunto de valores supremos por otros puede llegarse a automatizar incuestionadamente la ejecución de conductas que en otras circunstancias se hubieran rechazado, lo cual deja abierto el espacio para la tesis postulada por la autora: obrar mal banalmente, sin haber pensado en lo que se hacía.
Sin embargo el concentrarse absolutamente en progresar en el trabajo no implica haber cambiado los patrones morales de referencia o incluso actuar como un autómata, sino el funcionar de manera pragmática, sometiendo cualquier acción al principio último del éxito en ascender de escalafón y función organizativa. El ser un carrerista no implica necesariamente el obrar impensadamente y automáticamente en vista de la rutinización generalizada de las tareas a llevar a cabo. De allí que Arendt haga hincapié en TLM, como se verá luego, la automatización por sobre el carrerismo, a fin de sostener su perspectiva sobre el mal.
4.5. Entrevista con Günter Gaus. 1964
En 1964 Arendt es entrevistada por el periodista alemán Günter Gaus. En ese contexto declara, refiriéndose no sólo al exterminio masivo de personas sino a la metodología y la técnica empleadas a tal efecto:
Fue como si un abismo se abriese. Porque teníamos la idea que las disculpas podían hacerse de alguna manera por todo lo demás, como las disculpas pueden hacerse por casi todo en política en algún punto. Pero no para esto. Esto no debería haber sucedido. Y no me refiero sólo al número de víctimas. Me refiero al método, la fabricación de cadáveres y demás. No necesito profundizar eso. Esto no debería haber sucedido. Allí sucedió algo con lo que no podemos reconciliarnos. Ninguno de nosotros podrá hacerlo. […] Personalmente podría aceptar todo lo demás (Arendt, 2005a: 14, cursivas en el original).
Estas palabras resuenan por su incongruencia tanto con relación a su teoría de la “banalidad del mal” como con su propia aseveración de que presenciar el proceso contra Eichmann adoptó el tono de una cura posterior, un alivio del desasosiego que experimentó a partir de conocer lo sucedido en los campos de exterminio del nazismo[35].
Al igual que en Los orígenes del totalitarismo y La condición humana se hace referencia a un suceso maligno imperdonable, algo que no es posible asimilar a lo que uno es y que, por derivación directa, impediría asimismo toda reconciliación posible con quienes lo instrumentaron.
Y aún cuando admita que en la inmediata posguerra experimentó lo sucedido “…en ese estado altamente emocional” (Arendt, 2005a: 15) el tono por ella utilizado parece indicar que, incluso a casi veinte años de finalizada la Segunda Guerra Mundial, su liberación distaba de ser total.
También es llamativa su utilización del plural en el discurso. Arendt se ubicaría así como la portavoz de un conjunto de personas (tanto los miembros del pueblo judío y los sobrevivientes europeos del Holocausto en general como su marido en particular (Arendt, 2005a: 13) a las que no les es factible aceptar por completo lo acontecido y acomodarlo a su personalidad. Ello refuerza el rechazo arendtiano hacia lo aberrante del pasado y remarca la actualidad de la linea divisoria respecto a éste[36].
De esta manera Arendt describe que tanto desde su impresión como desde un grupo humano específico el mal es vivido de acuerdo a las características adscritas al radical evil, aún cuando el año anterior a estas declaciones hubiese hecho un alegato en favor de su banalidad (ratificado con la publicación de su respuesta epistolar a Gershom Scholem a principios de 1964 (Young-Bruehl, 2004: 543).
Estas aseveraciones resultan paradójicas y problemáticas. Visiblemente ocasionadas en el transcurso de una larga entrevista en la que en diferentes momentos se apeló a recuerdos y rememoraciones de gran compromiso emotivo para la autora, las mismas deben en consecuencia ser asignadas a un contexto en el cual Arendt no buscaba formular ni definir conceptualización teórica alguna sobre lo maligno, sino dar cuenta de sus sentimientos, pasados y presentes, sobre el Holocausto. Pero no deja de ser notoria su completa contraposición con “la banalidad del mal” siendo esa, en consecuencia, la razón que amerita su referencia.
4.6. Entrevista con Joachim Fest. 1964
En 1964 se transmite un reportaje efectuado por Joachim Fest para la emisora radial Südwestrundfunk, en el que Arendt profundiza problemáticas abordadas en EJ. Este registro es de particular importancia porque aquí es en donde la teórica política hace mayor énfasis en la volición eichmanniana por cometer delitos y sumarse a un colectivo criminal, algo que no había quedado plenamente claro en aquel libro.
A poco de iniciada la conversación Arendt repara en que era el encargado de transportes de la Endlösung el que quería tomar parte en el poder y decir “nosotros” (en lugar de decir “yo”) (Arendt y Fest, 2013: 37, 45). Igualmente luego matiza esta observación, aclarando que no estaba caracterizado por una gran ansia de poder, sino que más bien era el típico funcionario y que, en tanto tal, poseía visos de peligrosidad (Arendt y Fest, 2013: 37) ajenos al adoctrinamiento ideológico[37] (Arendt y Fest, 2013: 37-38). Los funcionarios poseían escrúpulos, mas los mismos no fueron suficientes para hacerles entender que “…existe un límite más allá del cual el hombre deja de ser un funcionario” (Arendt y Fest, 2013: 47). Eligiendo obedecer hasta el final las tareas que les eran asignadas se impidieron manifestar cualquier tipo de solidaridad para con otros seres humanos que no se encontraban en una situación tan favorable como la suya, adquiriendo así un margen de responsabilidad en lo tocante a las matanzas.
Acto seguido Arendt procede a criticar la demonización de Eichmann entendiendo, tal como lo hubiese expresado en EJ, que el calificarlo como un monstruo le provee una coartada para eludir la asunción de su propia responsabilidad sobre lo acontecido. En este sentido la autora realiza una observación crítica sobre la visión del “mal radical” (sin mencionarlo explícitamente como tal), precisando que la filosofía y la cosmovisión corriente en las décadas del veinte y del treinta del siglo XX conceptualizaban a la malignidad como algo negativo que poseía una profundidad abisal, inconmensurable, que convertía a lo benigno en superficial (Arendt y Fest, 2013: 39). Arendt (Arendt y Fest, 2013: 39) aclara que ha presentado este punto de vista adrede, dando a entender el contraste entre su propia previa perspectiva sobre el tópico y la que ha comenzado a defender a partir de EJ y justificando en parte el interés y la adhesión suscitada por aquella. Mas la teórica política ha cambiado de parecer y su diálogo con Fest revela, en este punto, un cierto dejo irónico y problematizador sobre una proposición del evil que le había otorgado más problemas que certezas. Por lo tanto éste es otro indicio relevante que muestra el empeño arendtiano por contraponer la “banalidad del mal” al “mal radical”, negando en consecuencia cualquier intento de superponer o de hacer coexistir ambas tesis.
Ésto se ve acentuado cuando Arendt (Arendt y Fest, 2013: 39-40) niegue la importancia de la volición respecto a la cuestión: “Se cree poder entender si algo es bueno o malo en base al hecho que se lo haga o no voluntariamente”. Esta senda, en la que la autora parece denegar por completo cualquier decisión autónoma por cometer actos malignos, en realidad apunta a desestimar los motivos personales que ciertas personas le adscribían a Eichmann. En ese sentido estas líneas apoyan lo ya referido en torno a la ausencia de una causalidad ideológica fuerte en el Holocausto, por lo menos en lo tocante a los cuadros burocráticos, quienes solamente participaron del mismo en tanto funcionarios ávidos de escalar posiciones en la jerarquía administrativa piramidal.
Ésto es lo que explica lo que, de otra manera, sería ininteligible: la proposición de la ausencia de voluntad como origen de la banality of evil. Esta instancia de la entrevista es particularmente relevante porque es el registro arendtiano más explícito al respecto. Relatando una anécdota de Ernst Jünger Arendt conceptúa el no imaginar la perspectiva del otro como una escandalosa estupidez. Eso es lo que fundamenta su planteo sobre lo banal de lo maligno, en contra de su demonicidad abismal, definiéndolo como algo de “poco valor”, pero en ningún caso común u ordinario (Arendt y Fest, 2013: 40-41). La “banalidad del mal” es “…simplemente la falta de voluntad de imaginarse qué es lo que realmente sucede con los otros”[38] (Arendt y Fest, 2013: 41).
Si bien esta sentencia es clara, la misma parece ser contradecida cuando pocos momentos más tarde Arendt refiera a la incapacidad [Unvermögen] de pensar colocándose en el lugar de alguien más, calificándola una vez más como estupidez[39] (Arendt y Fest, 2013: 42). El emplazar un término que niega todo tipo de volición (ya que aludir a alguien incapaz implica, en general, negar de hecho el deseo o la ambición de realizar aquello que no se puede hacer, al estimar ese tipo de situación como imposible) acto seguido de haber enfatizado la ausencia de la misma en lo tocante a lo maligno muestra la evidencia de una confusión o falta de precisión conceptual. Evidentemente Arendt no había finalizado de precisar los alcances de su teoría sobre la banalidad de lo maligno, y lo que esta conversación radial muestra son algunos indicios adicionales de sus presuposiciones en la época, los cuales no fueron incorporados o sistematizados en escrito alguno.
Arendt, quien le hubiera comentado a Mary McCarthy en octubre 1963 su deseo por explorar eventualmente the nature of evil (Arendt y McCarthy, 1995: 152), nunca emprenderá tal empresa. De allí que solamente se pueda poner de manifiesto tanto sus precisiones como sus contradicciones sobre el tema, como en el ejemplo citado. Más adelante la autora refiere a la alternativa con la que se contaba frente al nazismo: juzgar. Todos los estratos de la población, sin importar su clase o condición social, podían enjuiciar lo que sucedía autónomamente, por sí mismos (anteponiendo el “yo” al “nosotros”) sin justificar los crímenes ni encubrir su complicidad diciendo que de no cooperar con el régimen de Hitler las cosas serían peor (Arendt y Fest, 2013: 46).
Al ser el Holocausto una “masacre administrada” se requiere una gran participación en la misma por parte del burócrata. Éste ve cancelada su posibilidad de pensar ya desde la misma disposición organizativa del sistema estatal porque, además del anonimato intrínseco a la pluralidad de instancias administrativas concatenadas que regulan el funcionamiento de sus integrantes, la actividad incesante del totalitarismo hace que sea aún más impracticable el detenerse a pensar [stop and think] imperioso para proceder posteriormente tanto a tener conciencia de lo que se hace como a poder enjuiciarlo[40] (Arendt y Fest, 2013: 50).
Este proceso produce en consecuencia una “volatilización de la responsabilidad”, que hace que el burócrata se halle en una situación anómala cuando es imputado judicialmente por sus delitos, porque se le juzga en tanto hombre capaz de haber sido conciente y responsable por sus actos[41] (Arendt y Fest, 2013: 50). Ésta puede ser también entonces otra de las razones por las cuales Arendt alude a una “incapacidad para pensar”, al menos en el caso eichmanniano en particular y en el de los burócratas en general. Obviamente, aún cuando estos factores estructurales sean innegables, los mismos no pueden obliterar por completo, como también se encarga de dejar asentado Arendt, el margen de responsabilidad de cada persona al momento de optar tomar parte de un crimen burocráticamente organizado.
Tal como infiriera Fest en una carta a Arendt preparatoria de su encuentro radial, en base al nuevo enfoque patente en EJ las posiblidades del mal han sido ampliadas (Arendt y Fest, 2013: 67), no siendo necesario concentrarse exclusivamente en los victimarios más representativos y fácilmente identificables sino que puede explorarse asimismo la situación de aquellos que, por motivos diferentes al odio racial o al fanatismo ideológico (como el carrerismo, la codicia o el afán de ascenso social irrestricto), también desempeñaron un rol en los asesinatos. Lo que para algunos comentadores fue un retroceso en la apreciación de la malignidad (el paso del “mal radical” a la “banalidad del mal”) se basó en realidad en una reconfiguración de las posibilidades de comprenderla.
4.7. Entrevista con Thilo Koch. 1964
El 24 de enero de 1964 Arendt concedió una entrevista al periodista Thilo Koch para la serie televisiva Panorama. En ella buscó aclarar qué es lo que entendía por banalidad de lo maligno, distinguiéndolo de algo trivial o común y asociándolo a la completa falta de sentido, a la llaneza, a lo ralo (Arendt, 2007a: 487). Expresándose con una tonalidad análoga a la de las cartas que Jaspers le hubiera enviado en 1946, sostuvo que el que algo que no es profundo sea capaz de obtener una supremacía omnímoda sobre casi todas las personas incluso a pesar de su condición es lo que hace precisamente que ésta sea extremadamente atemorizante (Arendt, 2007a: 487).
Cuando Koch le pregunta si su deseo fue remover a Eichmann de la esfera de lo demónico Arendt replica que ella no tuvo que hacer nada al respecto porque aquél se encargó de demostrar su distancia de lo diabólico simplemente a través de la forma y los motivos por los cuales obró como lo hizo.
Arendt (2007a: 487) confiesa que aprendió mucho a partir de considerar el caso eichmanniano desde un nivel fáctico, prestando atención a lo que la evidencia señalaba antes que a los prejuicios reiterados por la prensa y por la fiscalía del proceso. Desde esta posición critica a aquellos que defienden una visión demoníaca del mal, basada en la leyenda de Lucifer, el ángel caído (Arendt, 2007a: 487), aún cuando ella misma presentó posturas similares en OT. También como otro ejemplo ilustrativo de este punto cita un poema de Stefan George en el que se ridiculiza y cuestiona a aquél que nunca se detuvo a reflexionar a quienes perjudicaría con sus actos[42] (Arendt, 2007a: 487).
El núcleo de su planteo estriba en destacar que los criminales no fueron conducidos por motivos malignos, sino que asesinaron porque el matar era una orden cotidiana de sus trabajos y ellos querían progresar en sus carreras (Arendt, 2007a: 487-488). La necesidad de demonización, sostenida en la ambición de encontrarle un significado a la masacre, debe dar lugar al intento de comprender lo incomprensible: la vulgaridad de unos asesinos en masa que se vieron inspirados en ideales vacuos y ordinarios, unos hombres representantes del promedio de la sociedad que no estaban locos ni eran particularmente malvados [particularly evil] (Arendt, 2007a: 488).
Aquí Arendt fusiona dos criterios para descartar el argumento demónico. Por una parte ataca a la relevancia de las ideologías que motivaron la acción de los genocidas, aunque al mismo tiempo no descarta totalmente su importancia como factor causal de los asesinatos, aún cuando su nimiedad y vacuidad le resultan evidentes. Por otra parte, tal como lo hubiera presentado en EJ, niega por competo que la malignidad o la locura sean necesarias para justificar las matanzas a falta de alguna otra explicación.
La diferencia respecto a los otros testimonios respecto al tópico que datan de la misma época se basa principalmente en el rescate parcial del rol desempeñado por el contenido doctrinario ideológico en tanto instigador o justificador del exterminio de seres humanos, aún cuando contemporáneamente Arendt hubiera reconocido que buscaba reducir la importancia de dicho factor[43]. No obstante lo cual lo que las precisiones arendtianas sobre la temática dejan traslucir son las similitudes con los otros testimonios analizados previamente en este apartado. La “banalidad del mal” no implica rechazar la relevancia de la Shoá, sino mas bien apuntar al temperamento acomodaticio, facilista y moral y políticamente irresponsable de sus artífices.
4.8. “Some Questions of Moral Philosophy”. 1965-1966
A mediados de los años sesenta Arendt brindó un curso que se proponía explorar determinados tópicos ligados a la moralidad que a su parecer se desprendían de ciertos debates públicos, entre ellos el generado por la controversia en torno a su libro Eichmann en Jerusalén. A tal efecto se hallan en el material compilado por Jerome Kohn, editado en Responsibility and Judgment, numerosas apreciaciones de interés para la problemática abordada en esta obra.
La primera de ellas es un distanciamiento explícito respecto a la manera en que la autora encaraba la malignidad hasta EJ. Frente al horror en su “monstruosidad desnuda” Arendt (2005c: 55) reconoce que su respuesta inicial fue el negar la posibilidad de castigarlo o perdonarlo porque era un hecho que trascendía todo tipo de categoría moral o jurídica. Admite que este tipo de actitud es pernicioso, mencionando que el tiempo, que debería poseer una función reparadora, en realidad no sólo no obró a tal efecto sino que, al contrario, ha profundizado tanto la distancia como lo inasimilable de ese pasado horroroso (Arendt, 2005c: 55).
Y mientras que la mayoría de quienes presentan su opinión sobre lo ocurrido lo hacen de forma altamente emocional, colocando a los hechos detrás de un muro de sentimentalidad que impide aprehenderlos y asimilarlos, Arendt (2005c: 56) postula que es imperioso distinguir entre el horror impronunciable y aquellas experiencias morales y éticas sobre las cuales es posible emitir un juicio, ya que ésta es la única distinción que posibilita destruir la coraza de emocionalidad y turbación que rodea a lo sucedido, dificultando su comprensión.
Al igual que lo sostenido en “Personal Responsibility Under Dictatorship” (Arendt, 2005c: 22) Arendt cuenta que, a diferencia de la forma en que su generación fue criada, ya no es posible pretender que la conducta moral es una cuestión que va de suyo, que no es necesario explicar por qué cada persona posee una voz interior que le dice que es lo correcto hacer, aún en contra de las leyes vigentes o la presión de la sociedad (Arendt, 2005c: 61).
Descartando que las prohibiciones religiosas pudieren ocupar efectivamente el rol asignado a los mandatos morales[44] (Arendt, 2005c: 63) la autora examina la respuesta kantiana frente al “mal radical”, encontrando que el autodesprecio no es un factor suficiente para impedir que alguien cometa actos malignos sino que es necesario asimismo la presencia del autoengaño, la mendacidad, a fin de evitar estar expuesto concientemente ante la evidencia de las propias fechorías (Arendt, 2005c: 62-63).
Exponiendo que Sócrates también sostenía que al examinar los propios actos nadie buscaría obrar con malignidad a fin de no contradecirse a sí mismo (Arendt, 2005c: 78, 90-94), Arendt (2005c: 72) critica la ingenuidad de la tradición occidental de la filosofía moral que negó que el hombre deseara hacer el mal a propósito, que quisiera el mal por el mal mismo. De esta manera se arriba raudamente a la misma conclusión expuesta en OT: ni la religión ni la filosofía pueden explicar el deseo del hombre por lo maligno, viéndose impedidas consecuentemente de establecer recomendaciones sobre las formas de combatir o prevenir tal inclinación.
La literatura es una disciplina que, si bien tampoco produce respuestas alentadoras sobre la problemática, al menos la acomete en forma frontal. Dostoievski, Shakespeare, Melville y Milton proveen de plataformas sobre las cuales es posible contemplar que existe paradójicamente una cierta nobleza en el verdadero malhechor, alguien que se ve atormentado por la desesperación y corroído por la envidia (Arendt, 2005c: 74-75). Mas esta descripción (e incluso el agregar que hasta la felicidad puede ser parte de lo que el evildoer busca en su proceder (Arendt, 2005c: 130) no alcanza a sobrepasar la mera descripción de cualidades de quien es afin a lo maligno.
Así a la desesperanza de los personajes literarios habría por el momento que sumar el descorazonamiento de la propia pensadora ante la ausencia de fuentes sobre las cuales encarar el estudio de la malignidad. Pero la situación en esta oportunidad es diferente de aquella evidenciada en 1951. Arendt está dispuesta a partir del análisis de los hechos a fin de hallar respuestas prácticas sobre la cuestión, a falta de argumentos teóricos que la satisfagan.
De allí que se interese por la conducta de quienes no cooperaron con las directrices criminales emanadas por el totalitarismo, sosteniendo no que no debían sino que no podían hacerlo. Para Arendt son estos casos los que poseen la clave para entender el asunto. Observando que este tipo de comportamiento no se debió a ningún condicionante social (clase, ocupación, educación) sino que se evidenció en sujetos ubicados en todo el espectro comunitario (Arendt, 2005c: 78, 278), concluye que la moralidad solamente sirve como un condicionante negativo en los asuntos públicos, indicando aquello en lo que no se incurrirá, sin poseer mayores conexiones con la acción ya que se parte no desde la mundanidad, desde el espacio público, sino desde el yo, desde el individuo en su singularidad, careciendo así por completo de responsabilidad política (Arendt, 2005c: 79, 97, 105). Estas personas no necesitaron que se les imponga un límite desde el exterior sino que eran seres pensantes enraizados en sus propios recuerdos y cavilaciones, concientes de que debían convivir consigo mismos, por lo que las limitaciones fueron establecidas por cuenta propia (Arendt, 2005c: 101).
Por cierto la marginalidad política de esta experiencia está dada por partida doble: tanto por ser ocasionada a partir de criterios personales y morales de conducta como por ser generada en tiempos críticos, en estados excepcionales en donde la mayoría de los ciudadanos opta por no pensar lo que hacen ni por pensarse a sí mismos (Arendt, 2005c: 104-106). En contraposición al ejemplo de una minoría de escogidos thoughtful, la mayoría de las personas que funcionaron acorde a los designios del nazismo y el stalinismo obnubilaron su pensamiento. Rechazando recordarse a sí mismos, impidiéndose contemplarse a nivel personal y en tanto actores, siendo indiferentes a lo que hacían y con quién decidieron compartir sus vidas (Arendt, 2005c: 146), estos individuos se entregaron por completo a los requerimientos del sistema dejando que éste dispusiera de ellos a su voluntad: “Los más grandes malhechores [evildoers] son aquellos que no recuerdan porque nunca pensaron sobre la cuestión y, al no tener recuerdos, nada puede contenerlos” (Arendt, 2005c: 95).
La personalidad propia se constituye por la presencia de pensamiento [thoughtfulness]. Los que se niegan a pensar que es lo que hacen y quienes son dejan abierta la posibilidad de ser arrastrados a cualquier tipo de actividad por cualquier tipo de sujeto. Es esta característica la que hace que el mal carezca en absoluto de raíz, lo cual a su vez implica que no posee límite alguno y que puede alcanzar extremos inimaginables (Arendt, 2005c: 95, 101, 105).
En este punto se registra una aseveración importante: Arendt (2005c: 112) aclara que son los malhechores [wrongdoers] los que rechazan pensar por ellos mismos sobre lo que hacen, dejando a su vez de lado cualquier posibilidad de rememorar al respecto, de representarse qué es lo que hicieron a fn de poder analizarlo[45]. Ésta apreciación es importante porque es una de las pocas instancias en las que Arendt pronuncia explícitamente que quien obra mal por ausencia de pensamiento y de recuerdo de sí busca adrede estas dos últimas situaciones[46].
Como elemento adicional Arendt explica porqué el rootless evil aquí presentado es imperdonable, al igual que el radical evil de OT. Mientras que este último apuntaba a la grandiosidad monstruosa de la escala del crimen como impedimento para poder conceder algún tipo de perdón a quienes lo organizaron y llevaron a cabo, aquél refiere al criminal. Entendiendo que éste es alguien que ha rechazado poseer una personalidad plenamente definida[47] (es decir caracterizada por el pensamiento, el recuerdo y la honesta autopresentación), Arendt (2005c: 95) niega que sea posible perdonarlo simplemente porque no habría nadie a quien concederle perdón alguno.
Puede verse, a partir de la aclaración arendtiana sobre este punto particular del mal sin raíz, una contraposición que alumbra las diferencias existentes entre el “mal radical” y la “banalidad del mal”. Aquél es incomprensible porque refiere a lo sucedido, a la envergadura y la sistematización tecnológica de un genocidio masivo. Ésta denota por el contrario la llaneza extrema de la mayoría de los ejecutores. En efecto, exceptuando quienes idearon las masacres y algunos casos aislados de particular sadismo, la mayoría de los seguidores de Stalin y Hitler eran seres que no examinaban lo que hacían ni en quienes se habían transformado al colaborar con aquellos. Ello es lo que determina que la malignidad sea banal, en tanto originada por individuos que no poseían profundidad alguna, que renegaban de cualquier traza definitoria de su personalidad que los diferenciara de la masa en la que se sentían confortable y seguramente inmersos. Arendt (2005c: 111) da cuenta que incluso en el sistema legal el definir al agente que comete el mal, el darle importancia al quien por sobre el que, es un hecho marginal, reparando en que los crímenes llevados a cabo por el nazismo fueron hechos por “nadies” [nobodies].
El principal defecto de este diseño es percibido por la autora: su extrema subjetividad. Todas las proposiciones proactivas arendtianas (o planteos valorados de pensadores precedentes, tales como el estudio kantiano sobre el juicio reflexionante y el sentido común (Arendt, 2005c: 137-145) parten de una decisión voluntaria de la persona por no cometer malas acciones (Arendt, 2005c: 110). El subjetivismo se funda en la extrema variabilidad de la compañía que puedo elegir para compartir mi existencia y en que lo que cada uno puede tolerar hacer para continuar conviviendo consigmo mismo “…puede cambiar de individuo a individuo, de país a país, de siglo a siglo” (Arendt, 2005c: 124-125).
¿Cómo establecer un precepto general para evitar incidir en el evil cuando sólo se postula a la honestidad consigo mismo, al recuerdo y al pensamiento como variables necesarias y suficientes a tal fin? Arendt, al igual que la tradición filosófica, teológica y literaria que critica, tampoco provee de certezas definitivas sobre la cuestión abordada. Y si bien es sencillo concordar con ella en que antes de precisar negativamente cómo es posible prevenir al mal es más imperioso abordar a la naturaleza del bien, desde una forma completamente positiva (Arendt, 2005c: 112), lo cierto es que al final del planteo tanto una como otra tarea restan inacabadas (e incluso lateral e insuficientemente abordadas).
4.9. Entrevista con Roger Errera. 1973
En el marco de una entrevista para una cadena de televisión francesa organizada por Roger Errera en octubre de 1973 en Nueva York (Young-Bruehl, 2004: 455-456), Arendt se pronunciará una vez más sobre la temática de lo maligno. Estas declaraciones cobran especial relevancia porque serán las últimas pronunciadas públicamente por la autora (las últimas de hecho son las que están contenidas en The Life of the Mind, elaborado durante sus últimos años de vida).
La entrevistada sostiene que cuando escribió EJ uno de sus principales objetivos era el acabar con la leyenda de la grandeza del mal [greatness of evil] y de su fuerza demoníaca [demonic force], el evitar que las personas pudiesen sentir motivos de admiración por grandes malhechores, como Ricardo III[48] (Arendt, 1973).
Acto seguido procede a narrar un pasaje de Bertolt Brecht que a su parecer ilustra acabadamente su propia percepción sobre el asunto. Estas líneas se hallaban en las notas del poeta alemán a su obra de teatro El irresistible ascenso de Arturo Ui[49], y se citan debido a la fuerte identificación que Arendt y su marido Heinrich Blücher desarrollaron con las mismas en función de su capacidad para ilustrar el fenómeo de la “banalidad del mal” (Young-Bruehl, 2004: 330-331):
Los grandes criminales políticos deben ser puestos en evidencia por todos los medios, especialmente por el ridículo. Porque sobre todo no son grandes criminales políticos sino perpetradores de grandes crímenes políticos, lo que no es en absoluto lo mismo. […] El fracaso de las empresas de Hitler no implica que Hitler fuese un idiota, y el alcance de sus empresas no implica que fuese un gran hombre (Brecht, citado en Arendt, 1995: 247).
Puede decirse en consecuencia que para la pensadora política el mejor método para elucidar la naturaleza de los criminales notorios es el tratar de ser lo más fiel posible a lo que éstos son, sin recaer en una apreciación exagerada de los mismos que oscile entre los extremos de su magnificación y su denigración suprema.
Eichmann no era, en este respecto, ni un monstruo megalómano ni un estúpido, tal como se aclara en EJ, sino un payaso: “no importa lo que hizo y si mató a diez millones de personas, sigue siendo un payaso [he is still a clown]” (Arendt, 1978c; Young-Bruehl, 2004: 331). Este testimonio revela que a diez años de la publicación de Eichmann en Jerusalén (y a dos de su fallecimiento) Arendt mantenía y respaldaba enteramente su parecer de 1963, y en una forma que presenta muchas más correspondencias que su defensa de la teoría del “mal radical” en sus escritos posteriores a OT y previos a EJ. Ello da cuenta de su convencimiento y satisfacción con la noción de the banality of evil.
Lo que llama la atención en esta ocasión es que Arendt se desligue abruptamente de todo tipo de responsabilidad en el encumbramiento de la “leyenda” sobre la “grandeza del mal” y su “fuerza demoníaca”. De hecho, como se ha señalado en los primeros dos capítulos, todas las obras publicadas por Arendt en EE.UU. hasta la aparición de EJ sostienen en mayor o menor grado (siendo OR la más esquiva al respecto) la existencia de un “mal radical” incognoscible generador de hechos imperdonables.
¿Se propuso Arendt efectivamente una refutación de la hipérbole de lo maligno al momento de escribir Eichmann in Jerusalem? En función de las escasas alusiones al tema en esa obra (sobre todo en su primera edición, es decir, sin el Post-Scriptum añadido en 1965), en particular a la ausencia de aclaración alguna sobre el significado de la “banalidad del mal”, a pesar de hacerse referencia a ésta tanto en el subtítulo como al final del último capítulo, lo más probable es que el statement recogido por Errera en 1973 sea una aseveración verídica pero incompleta.
Arendt intenta ciertamente persuadir al lector que el protagonista del libro no es un ser embebido de la grandeza pero, como se expone en el capítulo previo, sus exhortaciones a no colocarlo como alguien nimio y completamente nulo, es decir estúpido, se ven socavadas por las otras calificaciones que le adjudica. En general no es lo mismo cometer payasadas que estupideces, pero en el marco de una empresa genocida y totalitaria a escala supranacional difícil es continuar sosteniendo esa diferencia. Un clown en el Tercer Reich no deja de ser un elemento marginal y reprobable, no por la carencia de intelecto del imbécil sino por su renuencia a emplearlo como es debido, encarando plenamente la extrema seriedad de lo que acontece en derredor suyo.
En EJ Arendt solamente da inicio a una desmitificación de lo maligno, mas sin brindar una explicación extensa al respecto. Por ello sus palabras pueden calificarse como una racionalización ex post facto de su intención al escribir EJ a partir de su esfuerzo teórico por desacralizar lo maligno, iniciado precisamente con la publicación de ese texto.
Asimismo puede verse como Arendt se escuda en Brecht para defender su posición. Si este último infirió que Hitler no era ni excelso ni insignificante, ella estaba facultada para adjudicarle a Eichmann un diagnóstico análogo. Pero no es solamente su parecer el que ella ve respaldado por la cita del poeta y dramaturgo, sino también el tono irónico con el que abordó el caso.
Arendt buscó por cierto reflejar fielmente la banal singularidad eichmannianana. No necesitaba “poner en ridículo” al personaje porque éste ya lo era de por sí, con su recurriencia a clichés y frases hechas y su exacerbada renuencia a apartarse de su “sentido del deber”. De esta manera puede defenderse de aquellos que criticaron el tono de su mensaje[50] (algo que, como le dijese a Gaus en 1964, evidenciaba como un ataque directo hacia su persona (Arendt, 2005a: 16) porque el mismo buscaba precisamente poner en primer plano la intrascendente constitución del carácter de alguien al que se quería seguir rotulando como un monstruo satánico[51].
Justamente es gracias a esta manifestación plena de lo ridículo en Eichmann que puede disminuirse el mito creado a su alrededor para proceder a una comprensión más acabada de su figura y su rol en el nazismo, lo cual posibilita concebirlo como “banal”.
4.10. The Life of the Mind. 1973-1975
En la introducción al texto Arendt sostiene que su preocupación por las actividades mentales proviene de dos fuentes, una de las cuales es el juicio a Eichmann. A continuación se produce a una remisión directa a Eichmann en Jerusalén y se recuerda al lector que allí es en donde se registra la alusión a la “banalidad del mal”[52].
En efecto en ninguna parte Los orígenes del totalitarismo, La condición humana, Sobre la revolución o Entre pasado y futuro Arendt había atestiguado frente a su público una influencia semejante de un trabajo suyo publicado anteriormente, demostrando la existencia de una continuidad de estímulo para sus investigaciones.
Si bien las temáticas de Eichmann in Jerusalem y The Life of the Mind difieren a primera vista, existen no obstante nexos entre ciertos tópicos presentes en ambas obras que prueban que las indagaciones sobre las actividades mentales del ser humano responden a la perplejidad que la pensadora padeció al presenciar el proceso judicial llevado a cabo en Israel en 1961.
Por ello en la primera página de La vida del espíritu[53] se registra una repetición de los argumentos presentados en el “Post-Scriptum” de Eichmann en Jerusalén, añadido a éste en 1965. Arendt (1978a: 3) reitera que no buscaba crear en aquel libro ninguna tesis ni doctrina sobre lo maligno pero añade que es conciente que el hablar del mal en tanto una entidad banal es algo que se ubica en contra de la tradición del pensamiento occidental, ya sea literaria, teológica o filosófica.
Mientras que en The Origins of Totalitarianism Arendt (1994: vii, ix, 334, 459-461, 475) deploraba la imposibilidad de recurrir a la tradición existente para establecer algún margen de certezas sobre el tópico, dos décadas más tarde aquel reclamo arendtiano que destacaba la irrupción de lo inédito en política se transforma en una afirmación que constata una ruptura inevitable. Quizás influenciada por el fuerte rechazo que la “banalidad del mal” concitó en parte de su audiencia, Arendt sostiene que existe una contraposición entre este concepto y lo que Occidente entiende por malignidad.
A su parecer en este área del orbe se enseña que el mal es algo demoníaco, que puede generarse en la soberbia, la envidia y el resentimiento que algunos hombres manifiestan (Arendt, 1978a: 3-4). Tal como ya lo hubiera sostenido en su réplica a Scholem ésto representa una exageración de lo maligno, una hipostatización de sus características a fin de encontrarle grandes causas a los efectos devastadores de la dominación totalitaria.
Por el contrario lo que le resulta insólito en Jerusalén es la superficialidad manifiesta del acusado (Arendt, 1978a: 4), su llaneza y simplicidad extremas ubicadas en total contraposición con una malignidad al estilo de Ricardo III o Claggart. Al igual que lo sostenido en el Post-Scriptum de EJ Arendt (1978a: 4) insiste en que el autor de actos monstruosos no necesariamente tiene que ser un monstruo o un demonio, sino que puede tratarse asimismo de un ser completamente ordinario.
Arendt (1978a: 4) especifica que no es necesario poseer motivos malvados para cometer actos de igual índole, sino que simplemente se necesita dejar de pensar. La ausencia de pensamiento [thoughtlessness] reaparece así en The Life of the Mind y al igual que en la carta a Scholem, en donde se describía a la “banalidad del mal” en términos negativos como carencia de bien, aquí también es descrita como algo negativo, homologándola a la inexistencia de propias deliberaciones sobre lo que sucede.
De esta forma la “banalidad del mal” se estructura alrededor de dos negatividades, la del pensamiento y la del mal per se. El mal es banal, llano, nimio, porque carece de profundidad, y es causado por un acto que, a primera vista, parece asimismo trivial. Sin embargo el no pensar, que de por sí es efectivamente la negación o antítesis del pensamiento, puede tener consecuencias devastadoras tanto para quien adopta este tipo de actitud como para su entorno en general. De ahí el dilema de la “banalidad” de lo maligno.
Arendt (1978a: 4) vuelve a notar, al igual que en Eichmann en Jerusalén, el repetido recurso a clichés y frases hechas al que apelaba el acusado para intentar protegerse de una situación en la cual no tenía otro tipo de “barandas” [bannisters] para guiar su conducta (Arendt et. al., 1979: 314; Kohn, 2005a: xiii; 2005b: xxxvii). Estos dispositivos, en tanto códigos estandarizados de expresión
…poseen la función socialmente reconocida de protegernos contra la realidad, es decir, contra las demandas que sobre nuestra atención pensante realizan todos los eventos y hechos en virtud de su existencia. Si respondiéramos a las mismas todo el tiempo pronto estaríamos exhaustos; Eichmann difería del resto de nosotros solamente en que él desconoció cualquier tipo de estas demandas (Arendt, 1978a: 4).
Este aislamiento de la realidad, decidido voluntariamente a fin de encontrar una protección constante frente a aquella, es lo que posibilita la comisión de actos malignos. Como factor causal es suficiente para provocar efectos devastadores. Pero entendida en referencia a la malignidad la ausencia de pensamiento no parece, bajo una primera impresión, corresponderse a su escala destructiva.
Sin embargo su poderío es real y manifiesto. El alejarse y apartarse de la toma reflexionada de decisiones sobre la propia vida y sobre el impacto que uno posee en los demás es una actitud que, precisamente por sus pretensiones de irresponsabilidad suprema, conlleva secuelas de envergadura. Es que es verdaderamente imposible removerse del curso de los actos, desconociendo que los mismos deparan eventualidades imprevistas e infinitas (Arendt, 1998a: 177-178).
Eichmann podía ignorar las pretensiones de los sucesos reales sin quedar exhausto porque desarrolló al extremo la insensibilidad para con la experiencia. Protegido detrás de la muralla de prejuicios, clichés y frases hechas con los que lidiaba con los estímulos provenientes del exterior permaneció incólume dentro de un esquema de interpretación existencial que le permitió no dar lugar a ningún otro apremio que no proviniera de la cúpula directiva del Tercer Reich.
Arendt (1978a: 4) especifica que es precisamente esta carencia del pensar la que motiva su interés al visualizar la conexión que posee con la maldad. Aclara que es generalizada la falta de disposición a detenerse y pensar [stop-and-think] (Arendt, 1978a: 78; 2005c: 176) en la actualidad y hace especial énfasis en el hecho de interrumpir por completo cualquier otro tipo de actividad a fin de dar lugar en el espacio y en el tiempo al pensamiento.
De esta manera surgen en el texto una serie de preguntas retóricas cuya respuesta parece sobreentenderse desde el momento mismo de su formulación[54]: ¿El problema del bien y del mal podría estar relacionado con la facultad de pensar? ¿Puede el pensamiento, el examinar todo lo que llama la atención más allá del resultado de este proceso, lograr que los hombres se abstengan de obrar mal? (Arendt, 1978a: 4-5).
Aquí es necesario realizar una aclaración en lo relativo a la voluntad. Arendt se está refiriendo a la falta de una decisión expresa del sujeto por cometer un acto maligno. No obstante lo cual existe en este caso otra volición que debe forzosamente permanecer: la resolución de no efectuar ningún tipo de examen y evaluación sobre las órdenes o incitaciones que se reciben, de “seguir la corriente” de lo que acontece sin revisar si lo que se hace presupone o no un desafío o un cuestionamiento a lo que se es y en lo que se cree.
Habiendo hecho esta salvedad es necesario retornar a los interrogantes. Si bien Arendt los utiliza como disparadores de la búsqueda filosófica en torno a las facultades mentales, su respuesta está implícita[55]. De hecho ella misma ha anticipado su afirmativa en el Post-Scriptum de Eichmann en Jerusalén. Pero la autora desea que sus lectores transiten igualmente por el estupor que le creó el juicio celebrado en Israel.
Arendt desea justificar una vez más, ya que sus apreciaciones del libro editado en 1963 no fueron comprendidas por gran cantidad de personas a nivel global, cuáles fueron los motivos que la llevaron a hablar de la banalidad de lo maligno. Para ello recurre a Kant, sosteniendo que luego de que un hecho (el proceso de Jerusalén) le otorgara la posesión de un concepto (la “banalidad del mal”), no pudo evitar preguntarse con qué derecho lo poseía y utilizaba (Arendt, 1978a: 5).
Tomando esta medida precautoria a fin de evitar el rechazo y la incomprensión Arendt (1978a: 5) revisa en esta introducción otros elementos ya abordados en la obra editada a comienzos de la década previa. Por ejemplo la observación referida a la moral y a la ética entendidas en tanto mores y ethos, costumbres y hábitos, los cuales pueden cambiarse expeditivamente en vista de las circunstancias, o la aseveración de que no es necesario ser un estúpido o un loco, entendidos como alguien que no puede comprender lo que sucede alrededor, para obrar de mala manera[56].
Pero una vez examinadas estas cuestiones las mismas son dejadas de lado, al menos temporariamente. Arendt no puede, en efecto, convertir un libro dedicado a explorar las facultades mentales del ser humano en otro que trate explícita y exclusivamente de la problemática de mal. Al igual que lo sostenido en Eichmann in Jerusalem, The Life of the Mind no pretende ser un tratado al respecto (Arendt, 1978a: 3). No obstante lo cual ello no le impide retornar al tópico en medio de diversas exposiciones que, a primera vista, parecerían no tener ningún tipo de relación con aquél. De esta manera uno de los trenes de pensamiento que subsisten en el libro es el de la cuestión de lo maligno, aun cuando parecería que ésta sólo fue abordada en su comienzo para citarla como una de las causas que motivaron su escritura[57].
La primera ocasión en donde se evidencia esta alusión temática es cuando, promediando el primer volumen dedicado al pensamiento, Arendt finaliza el apartado destinado a explorar la “respuesta platónica” deplorando que la admiración frente a lo que existe, motor de búsqueda existencial en el filósofo, no deje espacio para la indagación de “…la existencia factual de la falta de armonía, la fealdad y finalmente el mal. Ningún diálogo platónico aborda la cuestión del mal” (Arendt, 1978a: 150). Este tono condenatorio de la teoría platónica se basa exclusivamente en que, a su criterio, el discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles incurre en un error de envergadura, como es la ignorancia de lo fáctico, lo real. La admiración por lo bello y lo maravilloso [thaumazein] (Arendt, 1978a: 121, 140, 142, 225, 234; 1978b: 21, 185; 2005b: 32-39, 54) puede llevar a tropiezos en la práctica, tal como le sucedió a Tales de Mileto[58]. Y ninguna ilusión o apariencia, sin importar su hermosura, puede justificar el ignorar lo maligno.
Arendt parece así optar, al menos en este contexto, por la recriminación del alejamiento de las cuestiones mundanas en la cual a su juicio incurre la filosofía occidental desde Platón en adelante, indicando que los peligros del aislamiento intelectual corren en paralelo con la ausencia de pensamiento [thoughtlessness].
La “banalidad del mal” tiene lugar cuando no se piensa sobre lo que acontece, lo cual puede generarse tanto por la carencia de esta facultad per se (cuando esta conducta se decide por voluntad propia y no por defectos que la persona no puede controlar, como en el caso de la estupidez o la insanía) como por su exclusiva dedicación a cuestiones ultramundanas o metafísicas (entendiéndose a estas últimas en su sentido literal, más allá de lo físico, de lo materialmente existente). Tanto por exceso como por defecto el pensar requiere un delicado equilibrio para que sus objetos no le causen problemas en la práctica al sujeto pensante.
En esta instancia Arendt (1978a: 150) recuerda que, en el Parménides, Platón no recurre a la justificación del mal y la fealdad como componentes necesarios del todo que aparecen como tales sólo desde el punto de vista humano, sino que sostiene que el discurrir sobre tales materias sería inacabable y no produciría sentido final alguno. Ergo la problemática permanece irresuelta y Arendt (1978a: 151) señala, e implícitamente cuestiona y lamenta, que Platón nunca más trate este tema[59].
Es en esta forma sutil y lateral, descuidada y a la vez de abrupto emerger, que Arendt examinará a los filósofos de la mente a la luz de la malignidad. Idéntico reproche es asestado a Cicerón, del cual también se dice que raramente se ha referido a lo maligno (Arendt, 1978a: 161). La experiencia del mal de la Antigüedad tardía influirá en la consideración que del tópico elabore la Edad Media. Guardando cierto vínculo con la visión griega que consideraba a lo malo como parte de un todo y que su reprobación dependía enteramente de quien la emitiera y no de la evidencia misma de los hechos, el tren de pensamiento relativo al mal, primitivo en Boecio, sostiene que siendo Dios el bien supremo y la causa única de todo lo que existe es imposible que sea asimismo el origen de la malignidad. Por lo tanto el mal, al sustraerse al principio de causalidad (es decir de realidad) no existe, ya que todo lo que posee existencia es necesariamente bueno (Arendt, 1978a: 161).
Los aspectos negativos de los hechos son solamente ilusiones sensoriales, engaños causados por la percepción humana que necesariamente, al no ser divina, es imperfecta y falible. La única receta para evitar este tipo de error es la descubierta por la escuela estoica, consistente en anular lo negativo mediante el pensar, ya que solamente lo que se acepta percibir y contemplar es lo que termina afectando al individuo. El mal acaba por ser sólo una creación del pensamiento (Arendt, 1978a: 161).
Lo que a la autora más le llama la atención no es este sencillo confinamiento de lo maligno a un espejismo sensorial sino su exclusiva concentración en el yo, quien poseyendo una voluntad soberana sobre sí puede por intermedio de su ejercicio aislarse por completo de su entorno (Arendt, 1978a: 161-162). Todo lo que uno decide no admitir es despreciable, sin importar su extensión y efectos. De esta manera el mal se limita a ser un delirio artificial creado por quienes tienen voluntad de engañarse a sí mismos en base a conferir entidad fáctica a elementos que no la tendrían de por sí.
La concepción de la malignidad romana y medieval, indica implícitamente Arendt, es aún más recóndita e ingenua que su versión platónica. El pensar se ubica afuera del mundo de las apariencias (Arendt, 1978a: 162) y por ello todo lo que acontezca en este último carece por completo de interés para quien piensa, es decir, quien se regodea en la pura actividad mental protegida por completo de estímulos externos.
Quizás para compensar semejante declaración de impotencia Arendt (1978a: 172-175) retorna páginas más adelante al modelo socrático, el cual le permite visualizar el tema desde una perspectiva que le es mucho más grata. Sócrates, al actuar como un tábano que estimula la auto-examinación y como una comadrona que auxilia a las personas a evaluar lo que piensan sobre el entorno y sobre sí mismas, posibilita la construcción de determinados parámetros del pensar que tienen por fuerza mayor una naturaleza erosiva[60]: “…el pensar tiene inevitablemente un efecto destructivo que socava todos los valores, criterios y medidas establecidos del bien y del mal, en breve, todas aquellas costumbres y reglas de conducta que abordamos en la moral y en la ética” (Arendt, 1978a: 175).
La examinación detenida de cuestiones existenciales es imposible de ser reconciliada con la obediencia ciega a mandatos tradicionales. O el hombre acata automáticamente el dictum social o se propone elegir reflexivamente sus actividades y las potenciales consecuencias implicadas en ellas. Obviamente esto no impide, tal como lo dijera la autora, que en momentos rutinarios (es decir no ubicados en un estado excepcional o de emergencia) se recurra a los prejuicios a fin de evitar tener que pensar y juzgar sobre absolutamente todo lo que se hace[61] (Arendt, 2005b: 151-152).
Mas lo que Arendt quiere dejar en claro en esta sección de The Life of the Mind es que el pensar es el paso necesario para poder posteriormente proceder a la crítica y, eventualmente, a la desobediencia[62]. Este es uno de los elementos que aprecia del modelo socrático. El pensar paraliza porque no existen reglas o hábitos de conducta que puedan sostener su constante embate (Arendt, 1978a: 175) y porque para pensar es necesario detenerse (Arendt, 1978a: 78).
Mientras que la ética y la moral, en estricto sentido etimológico, enseñarían (mal entendidas) a aferrarse a cualquier patrón axiológico y a deducir todos los comportamientos de éste, el pensamiento moviliza a las personas a formar una opinión nuevamente [you have to make up your mind anew] (Arendt, 1978a: 177), purgando a las personas de las opiniones “…es decir, aquellos prejuicios no examinados que les impedirían pensar” (Arendt, 1978a: 173).
La destrucción de lo incuestionablemente heredado conduce nuevamente a la autora a examinar la visión socrática del amor, de lo bueno y de lo bello, constatando una vez más la ausencia de referencias a la malignidad y la fealdad. Éstas, de ser concebidas, lo serían en tanto deficiencias, carencias. La maldad sería así privación del bien y, en tanto tal, no posee “…ninguna raíz propia, ninguna esencia en la que el pensar pudiera arraigarse” (Arendt, 1978a: 179).
Esta frase es de vital importancia para el pensamiento arendtiano sobre la temática porque la autora, examinando a otro pensador, refiere a la existencia de un rootless evil, un mal que no posee profundidad ya que se limita a ser meramente negación, cancelación de lo bueno. Sin suscribir expresamente a la tesis socrática, Arendt expone detalladamente argumentos que contradicen al radical evil presente en OT. Las razones que le impiden apoyar por completo a aquella son diversas. Entre las más importantes se halla la que contempla que, en vista de la misma naturaleza negativa de la noción del mal, las personas no pueden obrar de mala manera en forma voluntaria porque no se puede desear practicar algo que no existe, que no tiene entidad (Arendt, 1978a: 179). Así, la desustancialización socrática de lo maligno implica asimismo y necesariamente negar la existencia tanto de sujetos malvados como de aquellos que puedan ejecutar actos de esa índole, sin importar con cuanta frecuencia lo hagan.
De esa forma se llega a la desestimación total de lo maligno, ya que éste es disuelto mediante el pensar a su original carencia completa de sentido alguno. Imposible, en consecuencia, dotar de significación a algo insignificante. Esta valoración es compartida, como se ha mencionado, por otros filósofos de la Grecia clásica. Mientras que Demócrito aconsejaba no hablar del mal a fin de anular su existencia, Platón no le otorga espacio al mismo entre lo que se debe primeramente admirar a fin de posteriormente dar lugar al pensar. Arendt (1978a: 179), implícitamente en desacuerdo con este tipo de pareceres, señala cómo esta exclusión se encuentra “…en casi todos los filósofos de Occidente”. Su lamento por la elisión de Sócrates es explícito, dando cuenta de su insatisfacción con lo poco que aquél elucubró sobre la relación entre el mal y la falta de pensamiento[63]. Sin embargo idéntico reproche puede ser utilizado contra ella misma, ya que a pesar de volver a reconocer que aquel vínculo es uno de sus problemas principales en The Life of the Mind (Arendt, 1978a: 179), su abordaje hasta el momento, en donde ha sido expuesta la gran mayoría del primer volumen dedicado al pensamiento, ha sido notoriamente escueto. Sus referencias al respecto continúan siendo aisladas, dejándole al lector la tarea de unificarlas en un todo coherente.
Una de estas sentencias es la que ilustra el comienzo de la sección dedicada al “dos-en-uno”, en la que se enuncia que la “…triste verdad del asunto es que el mayor mal es cometido por personas que nunca resolvieron ser buenas o malas o cometer actos de bondad o maldad” (Arendt, 1978a: 180). Arendt desmarca nuevamente, al igual que en Eichmann en Jerusalén, la malignidad de la ontología. Para hacer el mal no es imperioso ser malo. Basta con no querer pensarse ni pensar lo que se hace.
¿Cuáles serían las propiedades del pensamiento necesarias para prevenir la comisión del mal? Al abordar la respuesta platónica a este interrogante, basada en que la contemplación de determinados objetos como el bien, lo bello y lo justo inhibe cualquier tipo de examen de sus aparentes contrapuestos, Arendt (1978a: 180) rechaza explícitamente que los objetos del pensar, e implícitamente los sujetos pensantes, tengan pertinencia alguna para esta cuestión. Efectivamente no es ni lo que se piensa ni quien piensa lo que se debe estudiar al momento de entender porqué el thought puede prevenir la realización de actos malignos, sino a esta facultad en sí, a las posibilidades críticas que despliega su ejercicio.
A fin de explorar más acabadamente el tema Arendt (1978a: 187) introduce a la dualidad interna de la persona, el “dos-en-uno” socrático, como ejemplo del proceder dialéctico (y dialógico) del pensar, el cual actualiza la diferencia al interior del sujeto, permitiendo así la emergencia de los matices, dudas, avances y retrocesos inherentes a esta actividad.
Bajo uno de los principios postulados por Sócrates, según el cual es preferible estar en armonía con uno mismo que con el resto del mundo (Arendt, 1978a: 181, 187-188), Arendt (1978a: 188-189) estima que nadie que se autoexamine corrientemente desearía asesinar porque no querría a posteriori vivir con un asesino[64], y recurre a uno de los ejemplos ya citados en Eichmann in Jerusalem, Ricardo III, para ilustrar este tipo de contradicción existencial en un autor de hechos malvados.
La única forma de evitar someterse al propio criticismo, inherente al pensamiento, es dejar de pensar (Arendt, 1978a: 188). En este sentido no es necesaria la existencia de prescripciones o reglas ético-morales, ya que simplemente el potencial resultado de condenarse a sí mismo en el marco del proceso autoexaminatorio es aliciente para que el sujeto obre de una determinada forma y no de otra (Arendt, 1978a: 190).
Esto no es una cuestión de maldad o bondad, como tampoco una de inteligencia o estupidez. Una persona que no conoce ese diálogo silencioso (en el cual examinamos lo que decimos y hacemos) no tendrá inconveniente en contradecirse, lo que significa que nunca podrá o querrá rendir cuentas por lo que dice o hace, como tampoco tendrá problemas en cometer cualquier tipo de crimen, debido a que puede contar con que éste será olvidado al momento siguiente. Las malas personas […] no están “llenas de resentimientos” (Arendt, 1978a: 191, cursivas en el original).
He aquí entonces una justificación más acabada de la banalidad de lo maligno y su acepción en tanto ausencia de pensamiento [thoughtlessness] tal como hubiera sido previamente formulada en el libro sobre el proceso judicial llevado a cabo en Israel en 1961. Una persona thoughtless es un autómata, es alguien que rescinde de su humanidad para obrar en “piloto automático” de acuerdo a patrones de comportamiento que considera suficientes para permitirle funcionar cotidianamente sin detenerse a repensar su dirección.
Este tipo de individuo es alguien que no tiene reparos en atropellar y acometer todo lo que se encuentre a su paso. La duda, al disolver la certeza pretendida de la unidad de su ser, es inexistente, por lo que no le es posible (ni deseable) cuestionar o interrumpir cualquier curso de acción en el que se encuentre inmerso: “Una vida sin pensamiento es definitivamente posible, lo cual la lleva a no desarrollar su propia esencia. No carece simplemente de sentido sino que no está completamente viva. Los hombres que no piensan son como sonámbulos” (Arendt, 1978a: 191).
En circunstancias rutinarias esta conducta no depara graves corolarios. Sin embargo, adoptada por ejemplo en el marco de un régimen político que practica el genocidio, contribuye por fuerza mayor a aumentar la criminalidad general. Esto se debe a que en situaciones límite (un concepto que Arendt (1978a: 192; 2005a: 167, 184) refiere a su maestro Karl Jaspers) los otros pueden seguir actuando en función de lo que creen que todos los demás hacen y consideran valioso. Por lo tanto aquellos que no quieran sumarse a este tipo de comportamiento son fácilmente distinguibles[65]. Es entonces el mantenerse fiel al ejercicio de la capacidad de distinción entre lo bueno y lo malo lo que “…puede de hecho prevenir catástrofes, al menos para el propio yo”[66] (Arendt, 1978a: 193).
Éstas son las referencias al tópico presentes en el primer volumen del libro. En el segundo, dedicado a la voluntad, las mismas son menos frecuentes y más relacionadas al contexto del autor o filósofo que se debate en esa sección particular, mas no por ello dejan de ser relevantes para los propósitos de este estudio.
Así en el cuarto apartado del primer capítulo, dedicado al “problema de lo nuevo”, Arendt (1978b: 33) menciona la estrecha conexión existente entre las teorías de la libre voluntad y el problema del mal. Cita a Pablo de Tarso y a Agustín de Hipona entre los primeros que formularon interrogantes en torno a la conexión entre Dios y la maldad, así como también alrededor de las posibles causas de esta última.
Al igual que en 1951, a mediados de la década del setenta Arendt (1978b: 33-34) es categórica: este problema “…ha cautivado a los filósofos, y sus intentos por resolverlo nunca han sido muy exitosos. Como regla general sus argumentos evaden la cuestión en su neta simplicidad”[67].
Es así que, tal como se pronunciara en Los orígenes del totalitarismo, la tradición occidental de pensamiento permanece tanto ligada al problema de la malignidad debido a su importancia teórica y práctica y a sus múltiples dimensiones de abordaje como impotente por lograr brindar definiciones acabadas respecto al mismo. Los pensadores de Occidente no han sabido cómo configurar una matriz de interpretación del mal que sea tan satisfactoria para las posteriores generaciones como el resto de sus sistemas y concepciones filosóficas generales.
Y reforzando una vez más la teoría de la “banalidad del mal” Arendt sostiene que lo que se ha eludido es la simplicidad, la llaneza del asunto. Buscando brindar una explicación abarcadora y compleja de una cuestión aguda, las teorías elaboradas al respecto no ofrecen clarificaciones acabadas de su objeto de estudio. Por ello se cita una frase de Duns Scoto que sustenta esta visión: “El mal, al igual que la libertad, parece pertenecer a aquellas “cosas sobre las cuales los hombres más cultos e ingeniosos casi nada pueden conocer” (Arendt, 1978b: 34).
En este mismo párrafo cita las dos modalidades en las cuales lo maligno fue concebido en Occidente. Una es la ya aludida dilución del fenómeno al entenderlo como un desperfecto de la percepción humana, que no puede ubicarlo como una parte necesaria del todo. La otra es la también abordada denegación de la realidad de lo malo, entendiendo su existencia “…sólo como un modo deficiente del bien” (Arendt, 1978b: 34).
Esta última concepción presenta perplejidades al tratamiento del tópico, ya que es la propia autora la que define al mal en esos términos en su carta a Gershom Scholem (Arendt, 2007a: 471). En efecto allí el mal existía sólo como una negación de lo bueno, y carecía de la profundidad y complejidad de éste. ¿Cómo explicar esta aporía? Arendt no puede simultáneamente criticar a aquellos que ubiquen a la maldad como un reverso del bien casi carente de existencia en sí cuando ella ratificó previamente idéntico proceso. Quizás en la sección destinada al juicio hubiera ahondado más sobre sus perspectivas, mas ello representa una nueva especulación y no aporta bases sólidas para esta discusión. Lo cierto entonces es que éste es otro interrogante abierto del pensamiento arendtiano que no tiene, al menos en esta examinación, una resolución favorable.
En el primer apartado del segundo capítulo, que versa sobre la posibilidad de la elección, la diferencia entre la inclinación y la voluntad es explorada, en el caso de Maister Eckhart, al hablar sobre la voluntad malvada, la cual para él es tan pecaminosa como el acto malvado (Arendt, 1978b: 57).
De esta forma el tema vuelve a introducirse subrepticiamente en aquellas reflexiones que, al parecer, no tendrían a primera vista una vinculación con él. Arendt (1978b: 59) retoma las observaciones de Aristóteles sobre el hombre malo, aquél que se contradice y que no logra o no quiere que sus deseos se subsuman a los dictados de la razón. Éste tipo de individuo termina, de acuerdo al estagirita, o por acabar con su vida o por buscar todo el tiempo la compañía de los demás, a fin de no estar solo. El autoengaño y el olvido de sí le permiten persistir día a día.
Esta descripción de una personalidad dividida irreconciliablemente en dos mitades que por ese motivo debe forzosamente “exiliarse de sí”, viviendo todo el tiempo en función de estímulos externos, recuerda de inmediato a la descripción arendtiana de Eichmann, quien también carecía de personalidad y profundidad, respondiendo en exclusiva a los dictámenes del régimen nazi al cual había entregado la dirección de su existencia.
Idéntica cuestión es tratada más adelante, en la sección denominada “El apóstol Pablo y la impotencia de la voluntad”, en la que se detalla cómo en la Biblia se expone la contradicción entre el Yo-quiero y Yo-no-quiero[68] (o entre la voluntad y la contravoluntad), la cual asimismo ya había sido explorada por Ovidio y Eurípides (Arendt, 1978b: 69).
Arendt (1978b: 70) aclara que ninguno de estos tres autores ni tampoco Aristóteles adscribieron el fenómeno de lo maligno a una elección libre de la voluntad, basada en el libre albedrío. Este apunte escueto y enigmático, no desarrollado con mayor profundidad, deja vislumbrar una nueva fundamentación de la crítica por parte de la autora hacia la tradición filosófica antecedente. Ninguno de los miembros de esta última supo entender al mal como un proceso desencadenado por la elección no condicionada de quien decide obrar en ese sentido.
Epicteto es asimismo recriminado, ya que mientras que los filósofos analizados precedentemente habían ignorado el rol de la voluntad en la implementación de lo maligno, aquél entiende que es esta facultad la que lo identifica, pero en base a una percepción errónea de la realidad. Arendt (1978b: 74-75) relata que para él el mal no es una apariencia necesaria para complementar el bien, a diferencia de presupuestos del antiguo estoicismo, sino que se sustenta en el miedo que los hombres poseen por determinadas causas, lo cual los lleva a pensar que efectivamente lo maligno tiene existencia.
La práctica del desvío del pensamiento de lo que se considera malo hacia aquello que se percibe como bueno es lo que termina por otorgar al hombre su libertad definitiva. El manejo de las impresiones (Arendt, 1978b: 75) que los objetos y hechos hacen sobre el sujeto es lo que le permite a éste una existencia más plena. Por supuesto Arendt (1978b: 74) está lejos de concordar con esta perspectiva. A su parecer el evadirse por completo de la realidad hacia el terreno de la inmanencia (o de la percepción) no puede menos que acarrear graves consecuencias.
¿Cómo enfrentar en efecto a los evil-doers y a la malignidad si la misma se supone como una influencia externa carente de significado e importancia, que puede ser ignorada por completo si se dedica el máximo empeño a tal fin?
Claramente el mensaje del otrora esclavo romano es contrario al arendtiano. Mientras que para este último la consideración de lo real es el primer paso necesario para posteriormente poder actuar y pensar en base a lo existente, para aquél ello representa solamente datos accesorios que no son imperiosos para la supervivencia y la felicidad individual. El mal para Epicteto, de existir, nunca podrá afectar al hombre que sea dueño de sí. Arendt, tanto al hablar del “mal radical” como de la “banalidad del mal”, jamás podría estar de acuerdo con semejante tipo de conclusión.
Ergo aquí se hallan presentes implícitamente las admoniciones arendtianas que hacen hincapié en la responsabilidad y en el hacerse cargo de los propios actos como elemento fundamental de la vida humana. El mal, reprocha solapadamente Arendt en las citas previamente referidas, no puede ocasionarse a pesar de la subjetividad sino justamente gracias a ella, facilitada por sus deliberaciones y resoluciones. Lo maligno no puede ser causa sui, generarse autopoiéticamente, y tampoco manifestarse a través de las personas sin que éstas puedan hacer nada por controlar su emergencia. Aquél es parte integral de lo humano, es creado e implementado voluntariamente (y no a través de un discernimiento erróneo de la realidad y de un mal manejo de la propia volición hacia objetos y fines que no pueden alcanzarse, como sostendría Epicteto, sino por medio de una deliberada intención de actuar en sentido contrario al bien), y una de las falencias de la filosofía antigua es precisamente el no haber arribado a esta conclusión.
Arendt señala a Agustín de Hipona como el primer filósofo de la voluntad, ya que a su criterio éste desarrolla más acabadamente que sus predecesores el conflicto interno del hombre entre lo que se desea y lo que se acomete. Este es un caso particular de estudio porque para el autor de La ciudad de Dios las deliberaciones sobre la volición se desarrollan, en su temprano tratado sobre el tema, en estrecha relación con aquellas destinadas a elucubrar el origen de lo maligno (Arendt, 1978b: 87). La cosmovisión agustiniana parte de una identificación bipolar entre un summum bonum, meta máxima de la existencia terrenal consistente en el tratar de alcanzar la vida eterna, y un summum malum, el mal mayor, que estriba en la muerte por toda la eternidad (Arendt, 1978b: 85). La influencia maniquea de la primera etapa de su vida se hace aquí evidente. El ordenamiento de toda la actividad humana en torno a una díada con un polo por completo positivo y otro absolutamente negativo hace que el mal posea una gravitación en esta obra desconocida en pensadores anteriores, lo cual se debe en gran parte a su naturaleza teológica. Agustín busca generar con sus escritos una demostración de las verdades de la doctrina cristiana y a tal fin lo malo posee una importancia cardinal para poder probar las consecuencias negativas de aquellas acciones que se desvían del mensaje religioso, es decir, que son pecaminosas.
En el debate sobre la existencia de una o dos voluntades (voluntad y contravoluntad), las disquisiciones agustinianas recuperan al tema del mal, entendiendo que esta facultad mental puede ser efectivamente causa del mismo, gracias al libre albedrío. Esto le permite superar el maniqueísmo al desplazar los controles diádicos externos al individuo por una deliberación interna sobre lo que se desea, lo que se debe y lo que se puede hacer (Arendt, 1978b: 87). El que la cuestión de lo maligno haya sido corriente incluso en el siglo V sorprende a Arendt (1978b: 87), lo que refleja tanto su estupor ante la persistencia del interrogante como la naturalidad que cree que el mismo cuenta en el siglo XX, luego de los genocidios y guerras que han forzado al hombre, a su criterio, a repensar ex novo su forma de vivir y coexistir.
Agustín logra finalmente dejar por completo de lado a la concepción maniquea sobre el bien y el mal al postular que este último es en definitiva algo bueno por el mero hecho de existir. La sola existencia prueba que existe una voluntad divina para que efectivamente se produzca algo y no la mera nada (Arendt, 1978b: 91). La presuposición de que existe un Dios-Creador omnipotente hace que el hombre no pueda mensurar con sus propios criterios lo existente, sino que debe remitirse al plano ultraterreno y a capacidades que él no posee para entender el todo. Por ello sólo debe limitarse a cumplir su parte, que es obedecer los dictados de la divinidad y difundir su mensaje entre sus semejantes. A Arendt le seduce la refutación agustiniana del exilio inmanente del mundo propuesto por la escuela estoica:
…las observaciones de Agustín sobre la imposibilidad de no querer absolutamente porque no puede no quererse la propia existencia cuando no se quiere […] son una refutación efectiva de los trucos mentales que los filósofos estoicos habían recomendado a los hombres para permitirles retirarse del mundo aún cuando se estuviera viviendo en el mismo (Arendt, 1978b: 92).
La perspectiva de Agustín implica que el hombre debe reconciliarse necesariamente con el contexto que lo circunda debido a que es imposible no poder evitar el querer existir, tanto inmanentemente como así también en el entorno exterior. Por eso cobra especial valor la preocupación por obrar bien, por no hacer afrentas al otro y por tratar de cuidar el mundo común y compartido.
Ésta es una actitud imprescindible, a su entender, si de lo que se trata es prevenir la emergencia de la malignidad. Si el estoicismo rápidamente se desentendía de este obstáculo al no considerarlo relevante para una voluntad omnipotente, el agustinismo recupera la custodia por el orbe y la observación y corrección de la propia conducta como herramientas básicas del mejoramiento del hombre en la existencia terrena.
La reconquista de la actividad humana, propiciada por el obispo de Hipona, es desde la óptica arendtiana un retorno ineludible a la esfera de la mundanidad. Así, al comienzo de la Edad Media el pensamiento occidental se ubica de nuevo en el punto de partida de la cuestión del mal. Para el final de este período, sin embargo, las viejas respuestas de la Antigüedad que negaban la entidad de esta última vuelven a cobrar preeminencia.
La obra de Tomás de Aquino supone como principio primero al ser. Éste se equipara, por el hecho de existir, con el bien, tal como lo hubiera hecho el pensamiento agustiniano. El mal se entiende sólo como aquello que carece de ser o como lo que quita propiedades que hacen que un ente determinado sea de tal forma (Arendt, 1978: 118). Esta última versión es la ejemplificación del carácter privativo de la malignidad, que conduce a sostener que ésta nunca puede ser absoluta o radical, ya que implicaría la ausencia total del bien, es decir de lo existente, lo que comportaría asimismo la inmediata destrucción de lo maligno.
Arendt (1978b: 118) acota que este enfoque sobre el tema no es original del tomismo, ya que tal como lo hubiera mencionado previamente en The Life of the Mind, muchos otros autores, incluyendo a Aristóteles, vieron al mal como una ilusión óptica que emerge cuando se pierde de vista el todo en el que está inmersa y del que se desprende. Procede así a identificarlo como el argumento tradicional más resistente y repetido contra la existencia real del mal, al que incluso Kant, el creador de la noción del “mal radical”, tomó en cuenta.
Lo que no necesariamente alcanza a ser por completo bueno no es de por sí malo. Después de la recuperación agustiniana del mal dentro del ámbito de la voluntad, el entender del autor de la Summa Theologica remite nuevamente a aquél al ámbito de las falencias perceptivas y disminuye por completo sus posibilidades de autonomía y entidad en paralelo con el bien.
De esta forma el catálogo de autores que desestimaron lo maligno a lo largo de la historia de la filosofía y teología occidentales no hace más que aumentar, y tal como lo hubiera sostenido Arendt en Los orígenes del totalitarismo, idéntico incremento es registrado en la facilidad con que dicha tradición puede descartarse, habiendo sostenido la mayoría de sus protagonistas idénticos postulados respecto de la cuestión.
¿Qué pensar del denodado detenimiento con el cual Arendt registra el expreso rechazo tomista de la existencia de una malignidad absoluta o autosuficiente? Es cierto que no deja de resultarle notoria la prolongada perdurabilidad de tamaño encono frente a lo que la noción de un “mal radical” o absoluto denota, permaneciendo como respuesta escogida desde la Antigüedad hasta la Baja Edad Media. Arendt presenta el éxito que este rechazo ha gozado a lo largo de una vasta extensión temporal y de multiplicidad de puntos de vista y formas de pensamiento. Ratifica esta actitud cuando en el siguiente apartado examina los postulados de Duns Scoto sobre lo maligno. También éste, en sintonía “…con todos sus predecesores y sucesores […] niega que el hombre pueda desear el mal en tanto mal”[69] (Arendt, 1978b: 131). Y en la otra cita relevante al respecto Arendt (1978b: 132) se apresura a aclarar que una vez más casi todos los otros filósofos, incluyéndolo, consideran que la naturaleza humana tiende hacia el bien y que el mal es una debilidad inherente al hombre, que en tanto criatura proveniente de la nada ocasionalmente desea retornar a su lugar de origen.
Arendt aborda la modernidad dejando asentado el rechazo que la filosofía, hasta ese momento histórico, había pronunciado sobre uno de los dos factores que la motivaron a estudiar las actividades de la mente humana. Una grave crisis cardíaca la obliga a acelerar la redacción de los últimos capítulos de la voluntad (Young-Bruehl, 2004: 459), lidiando brevemente con los pensadores post-kantianos para luego detenerse con mayor profundidad en Nietzsche y en Heidegger.
Para aquél el mal entre los hombres se origina en la imposibilidad de la voluntad de retroceder en el tiempo. La impotencia volitiva genera en consecuencia resentimiento, el deseo de venganza, castigo y dominio de los demás (Arendt, 1978b: 168). El no poder deshacer lo hecho es un límite infranqueable para el sujeto, y el rebelarse contra su propio marco de acción temporal es lo que genera la aparición de lo maligno.
Luego de esta breve referencia, Arendt no menciona que el tópico tenga relevancia alguna en conexión con la teoría heideggeriana. Éste es un hecho curioso porque, con excepción de los filósofos abordados sumariamente en el apartado destinado al idealismo alemán[70], en el resto del libro todos pensadores que fueron examinados presentaron algún punto en común entre sus concepciones de la voluntad o de las facultades mentales en general y la malignidad.
Esta notoria excepción a la regla presente en The Life of the Mind puede subsanarse al observar la interpretación arendtiana de un atributo de la volición nietzscheana tal y como era entendida por el Heidegger post-Kehre: su destructividad.
En ¿Qué significa pensar? subyace una interpretación de la Will de Nietzsche entendida como algo que busca destruir y aniquilar todo, que desea aquello que merece perecer. Contra este afán destructivo esencial, de acuerdo a Arendt (1978b: 178-179), se yergue la “vuelta” heideggeriana basada en la Gelassenheit, la calma necesaria para oponerse al apetito desmedido de una volición que, exacerbada por la tecnología, aspira al dominio global.
Por el contrario esta suerte de laissez faire, laissez passer del pensador de Friburgo se basa en el pensamiento, opuesto a la voluntad y ubicado en un plano al cual ésta no puede acceder ya que se sustrae a la noción de causalidad. De esta manera, por la oposición de la tranquilidad y la paz del pensar a la ambición desmedida e incontrolada del willing Heidegger postula un remedio para ciertos males causados por el hombre, aún sin que sean nombrados de esa manera en La vida del espíritu.
Obviamente al ser esta una conjetura extraída en base a la breve exposición que sobre este tópico desarrolla Arendt en su último libro la misma carece de la solidez del resto de la argumentación que se basaba en conexiones expresas puntualizadas por la autora entre las facultades mentales y lo maligno. Mas su sustento estriba en la plausibilidad de la conexión entre este último y el rechazo heideggeriano a la creación del mal a partir de una voluntad no controlada que pretende, en su afán de omnipotencia, destruir todo a su paso para así hacer patente su fuerza y predominio. ¿Qué otra cosa puede ser esta destructiveness sino una manifestación más de la malignidad, un vector casi sobrenatural indiferente a la pluralidad humana e imperturbable por ésta (Arendt, 1978b: 180)?
Lo cierto es que no puede decirse mucho más al respecto de esta cuestión a partir de lo escrito en el apartado Heidegger’s Will-not-to-will, el penúltimo de Willing. El siguiente, que finaliza el libro, es la exposición de la propia perspectiva arendtiana sobre el tópico de la voluntad, la cual tampoco presenta curiosamente relación alguna con la malignidad, a pesar de que Arendt misma es la que la reconoce como uno de los factores desencadenantes de toda la empresa heurística.
En efecto, no hay en “El abismo de la libertad y el novus ordo seclorum” mención alguna a la malignidad de manera explícita, por lo que aquí debe realizarse idéntica operación de deducción a la operada en la sección previa dedicada a Heidegger. No obstante lo cual sí puede señalarse a una referencia que guarda ecos con una problemática abordada en su intercambio con Eric Voegelin respecto a Los orígenes del totalitarismo en 1953.
Allí se hacían explícitas las contrariedades acarreadas por la secularización y la falta de creencia en castigos ultraterrenos en el mantenimiento de la observancia a las leyes y la ausencia de delitos, entendiéndolos como factores causales en el surgimiento de lo maligno. Al igual que en esa ocasión, en el último segmento de Willing Arendt (1978b: 210) revisa sus apreciaciones al respecto y sostiene con idéntico cariz que la pérdida de la fe y del temor a la muerte contribuyó a la “…masiva invasión de la criminalidad en la vida política de las comunidades altamente civilizadas que nuestro propio siglo ha atestiguado”.
Enmarcadas en el debate en torno a las posibilidades revolucionarias de establecer un nuevo comienzo político, estas reflexiones indagan sobre las complejidades de reutilizar determinados elementos que configuraron antiguos regímenes gubernativos en nuevas formas de gobierno y en nuevos espacios de aparición, deliberación y colaboración conjunta.
Para Arendt la libertad, entendida como una acción política incondicionada, es el producto ejemplar de lo que el hombre es capaz de lograr al actuar con sus semejantes y al utilizar correctamente sus facultades mentales (pensamiento, voluntad y juicio). El recordatorio de los graves sucesos del siglo XX manifiesto en la cita precedentemente referida sirve como admonición respecto a los peligros que rodean y acechan al ámbito público. La autora alude allí principalmente a los regímenes totalitarios nazi y stalinista, los cuales a su criterio son fehacientemente los máximos criminales no sólo de la centuria sino que introducen técnicas de exterminio masivo desconocidas en todo el transcurso histórico de la humanidad.
El mal, en su apenas velada sugerencia de The Life of the Mind, funciona como un hito que anuncia las potenciales amenazas que están facultadas para cernirse y concluir con la politicidad humana. Lo maligno en la última obra de Hannah Arendt, introducido delicadamente en el fragmento que le correspondiera por completo a su propia posición sobre la voluntad, opera como un límite eventual de la acción y, por derivación, del deseo que, facilitado por la razón y por el juicio, busca que el hombre se sume a los sucesos del ágora y tome parte de las cuestiones que le competen y que comparte con sus conciudadanos.
La maldad, presentada aquí con sutileza y sin ningún epíteto o adjetivo que la acompañe, matice y califique, opera como aquel enemigo que caballerosamente deja que su oponente lo vislumbre para calcular así mejor los movimientos y pasos a adoptar. Hannah Arendt, enfrentada al peligro que radica en que la ausencia del pensar, la existencia de una voluntad no conducida por el dictado de la razón y del juicio, pueda derivar hacia una destrucción del space of appearance, del lugar adecuado para aparecer ante e interactuar con los demás, deja en sus páginas finales el mismo mensaje que intentó propagar el resto de su existencia: no hay actividad más propicia para el despliegue óptimo de todas las facultades con las que cuenta el ser humano que la acción política.
- Como indican las editoras el Diario filosófico contiene no sólo pensamientos “…sino también materiales de trabajos, citas y extractos más o menos largos…” (Ludz y Nordmann, 2006a: 824).↵
- Se recuerda una vez más que en Los orígenes del totalitarismo Arendt (1994: 459) describe a este mal como imperdonable, imposible de castigar y de entender en base a los parámetros que posee el ser humano.↵
- Las reticencias en contra del perdón serán removidas, salvo para circunstancias que correspondan al radical evil, en La condición humana (Arendt, 1998a: 236-243), lo cual es un paso en la senda de recuperar la responsabilidad del hombre sobre su propia existencia, que incidirá finalmente en el reemplazo de la tesis del “mal radical” por la de la “banalidad del mal”.↵
- Es de suponer que de haber trabajado más a fondo este tema le hubiera asignado al hombre alguna posibilidad de obrar de buena forma por criterios plenamente humanos y no ultraterrenos, tal como lo manifestaba en el Denktagebuch respecto a la malignidad. Horowitz (2002: 242) habla, sin citar correspondencias específicas en el corpus arendtiano, de una “banalidad del bien”, dando el ejemplo de Oskar Schindler, algo planteado previamente por Taubman (1983). ↵
- Arendt propone frecuentemente a personajes literarios como ejemplos de lo maligno. En OT, si bien no para ilustrar el radical evil, la figura paradigmática es Kurtz, de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad (Arendt, 1994: 189). En On Revolution los escogidos son Claggart de Billy Budd y el inquisidor de “El gran inquisidor”, de Melville y Dostoievski respectivamente (Arendt, 2006b: 72-76). Asimismo se registran referencias generales al mensaje que ambos autores deseaban emitir en sus obras (Arendt, 2006b: 77, 86, 91). Claggart vuelve a mencionarse en TLM (Arendt, 1978a: 4) y en “Some Questions of Moral Philosophy” (en donde, junto a Dostoievski, se lo equipara a Yago como uno de los más grandes villanos, como se reitera luego (Arendt, 2005c: 74), mientras que por su parte se cita a Billy Budd en On Violence (Arendt, 1972: 161). De todos modos a partir de los años sesenta en adelante son tres personajes de Shakespeare los que cobran mayor preponderancia. Ricardo III aparece en “What is Freedom” (sin ser citado directamente (Arendt, 2006c: 151), EJ (Arendt, 2006a: 287), “Civil Disobedience” (Arendt, 1972: 67), “Some Questions of Moral Philosophy” (Arendt, 2005c: 74), “Thinking and Moral Considerations” (Arendt, 2005c: 185-187) y TLM (Arendt, 1978a: 189-191). Macbeth se presenta en EJ (Arendt, 2006a: 287), TLM (Arendt, 1978a: 4) y “Some Questions of Moral Philosophy” (Arendt, 2005c: 74), en donde también es citado en otro contexto (Arendt, 2005c: 145). Las alusiones a Yago se hallan en EJ (Arendt, 2006a: 287), “Some Questions of Moral Philosophy” (en donde se lo asimila a los más grandes villanos, junto a Claggart y a todo Dostoievski, por sobre Macbeth y Ricardo III (Arendt, 2005c: 74) y en TLM (Arendt, 1978a: 4). Asimismo en el Denktagebuch se encuentran referencias a Macbeth (el mal en tanto conflicto psicológico (Arendt, 2006d: 18), a Yago (Arendt, 2006d: 635), a Ricardo III (el mal dado por el carácter del personaje (Arendt, 2006d: 18, 635-636), a Melville (Arendt, 2006d: 183), al capitán de Billy Budd (Arendt, 2006d: 635) y a la lectura de Crimen y Castigo de Dostoievski (Arendt, 2006d: 217). Mary McCarthy (1973: 14, 19), por su parte, también recurre a los mismos personajes para ilustrar la malignidad y la monstruosidad, y da cuenta que fue Lionel Abel, en su crítica a EJ, quien refirió a ellos en primer lugar (McCarthy, 1973: 65).↵
- Esto será sostenido al siguiente año en OT (Arendt, 1994: 441). Esta actitud se mantendrá cuando rechace catalogar a Adolf Eichmann como un monstruo en base a sus actos y sostenga que no tiene profundidad psicológica, tal como se expuso en el capítulo previo.↵
- Más adelante, en noviembre de 1950, Arendt (2006d: 42) apunta en el Denktagebuch, al inferir que el deseo de exterminar a los hombres y suplantarlos por el hombre puede equipararse a una victoria de la filosofía por sobre la política, que la exterminación final de los filósofos a manos de ideales filosóficos pueda deberse a que quizás “…se hayan hecho «superfluos»”. En enero de 1951 Arendt retoma este tren de ideas sosteniendo que en “…los regímenes totalitarios aparece con claridad que la omnipotencia del hombre corresponde a la inutilidad de los hombres. Por eso, en base a la fe en que todo es posible, se deduce inmediatamente la praxis de hacer superfluos a los hombres, en parte diezmándolos y, en general, liquidando al hombre en cuanto hombre” (Arendt, 2006d: 51, subrayado en el original). Aquí aparecen temas abordados con igual tenor en The Origins of Totalitarianism, publicado ese mismo año, como por ejemplo el dominio absoluto de un hombre (el líder totalitario) enfrentándose a la masa indiferenciada de seres que le obedecen porque no pueden generar un poder alternativo, o también la referencia no sólo a la muerte física sino asimismo al aniquilamiento del hombre en cuanto tal, lo cual prefigura los tres tipos de muertes (jurídica, moral e individual) que pueden acontecer en el campo de exterminio totalitario (Arendt, 1994: 443-457). Lo que no aparece en el libro y sí en el Diario filosófico son referencias hacia un ser supremo: “Es primariamente la pluralidad la que limita el poder de los hombres y del hombre. La idea de la omnipotencia y de un todo es posible conduce necesariamente a la unicidad. En los predicados tradicionales de Dios es la omnipotencia divina y el «en Dios nada es imposible» lo que excluye la pluralidad de dioses. Sería pensable que las teorías políticas de Europa terminaron en teoremas del puro poder porque la filosofía europea partió del hombre y del único Dios” (Arendt, 2006d: 51-53, subrayado en el original). De esta cita puede plantearse en primer lugar el compromiso arendtiano hacia la pluralidad como espacio par excellence de emergencia del poder colectivo y de resistencia frente a formas no políticas de dominio unipersonal y de ejercicio irrestricto de la violencia, presente posteriormente en OT y en THC. En segundo lugar es visible cómo Arendt deduce una tradición absolutista de ejercicio del poder político en base a una preexistente visión monoteísta de la religión. De esta manera critica implícitamente a perspectivas, como la de Carl Schmitt (2001: 19-62), que entienden que el traspaso de un modelo feudal de administración de los asuntos públicos, tal como se evidenció en el Medioevo, a uno absolutista basado en monarquías nacionales reposiciona al rey (o al líder político que ocupe el máximo cargo del país) como nueva divinidad encarnada en la Tierra[footnote]Arendt poseía nueve libros del autor de Teología política en su biblioteca (Berkowitz, Katz y Keenan, 2010: 63) (su ejemplar de Politische Theologie puede examinarse en la versión digital de parte de aquella, organizada por The Hannah Arendt Center con sede en el Bard College, en http://www.bard.edu/library/arendt/pdfs/Schmitt-Politische.pdf. Siete otros libros del jurista de Plettenberg que estaban en posesión de la autora pueden verse, junto a otros escritos y publicaciones de otros pensadores, en http://www.bard.edu/arendtcollection/marginalia.htm).↵
- Más adelante en el Denktagebuch, al comentar las reflexiones de Heidegger sobre Heráclito, Arendt (2006d: 115) estima que lo opuesto al “estar junto” es “[s]in duda la deducción lógica, en la que ya no está junto lo presente con lo que se hace presente, sino que una cosa particular, desgarrada de la interconexión, lo absorbe todo en sí misma hipertróficamente: y eso siempre, también en la lógica, en la forma de la organización. Eso tiene una conexión con el mal radical”. Y en abril de 1953 profundiza estas aseveraciones: “Lo específicamente malo de la fuerza es su mutismo. […] La lógica, como último residuo del hablar, conduce al mutismo, pues ha perdido ya el sobre qué hablar, lo mismo que ha perdido a los otros y el sí mismo en el desamparo. Por eso el pensamiento lógico conduce siempre a la fuerza. La lógica no habla a nadie y no habla sobre nada. Más bien, prepara la fuerza” (Arendt, 2006d: 335, subrayado en el original). ↵
- Por eso Arendt (2006d: 19-20) rechaza asimismo a la justicia absoluta “…que no puede darse en la tierra, porque nadie puede mirar al interior del corazón humano o, dicho de otro modo, nadie puede ver en conjunto toda la realidad de una acción o de un acontecimiento”.↵
- Presentada, por ejemplo, por Eric Voegelin, como se mencionara en el primer capítulo.↵
- Para tener una idea más acabada de la importancia existencial del evento en Arendt es útil recuperar una observación de julio de 1951 del Denktagebuch, es decir próxima al momento en el que hizo las precisiones anteriormente referidas, la cual versa sobre el carácter de la vida en los Estados Unidos de América: “…se ha puesto de manifiesto que el acontecer humano en el mundo se ha transformado de tal manera que los sucesos ya no pueden penetrar en él. […] « Nothing ever happens». Pero sólo en el evento, en el evento donde se encadenan los elementos del acontecer, brilla el sentido, de ahí el vacío de sentido en la vida americana. Además: sólo los sucesos «organizan» el acontecer, le dan forma y dan actitud al hombre. Así se explica la falta de forma en la sociedad americana y la falta de estilo de los hombres; en general, lo anárquico de la vida privada de los americanos” (Arendt, 2006d: 106). Para Arendt la experiencia [Erfahrung] es algo definitorio, es lo que hace posible una mayor precisión ontológica del ser individual y colectivo. Desde ya no es necesario que el acontecimiento sea necesariamente positivo para alumbrar a partir de él un sentido personal o comunitario, de allí que el totalitarismo o el “mal radical” puedan ser catalogados como tales. ↵
- En septiembre de 1952 Arendt (2006d: 232) escribe en el Denktagebuch: “Toda moralidad es simplemente ley moral –una cuestión de «mores»– y nada más. No tiene nada que ver con el problema del mal en general. Por el hecho de que se buscara el bien y el mal en la moral y sólo se descubriera allí una serie infinita de prohibiciones, tabúes, etc., se creyó que el bien y el mal no existen. En cualquier caso, no existen en la moral”. Sobre este tópico véanse las notas 101 y 106 del capítulo precedente. ↵
- El límite de la inferencia kantiana sobre el “mal radical” para Arendt está dado en 1951, además del error consistente en ubicar su origen en el hombre, en emplazarlo en la voluntad, elemento que para ella es incognoscible: “Propiamente, el hombre no puede juzgar su propia voluntad, pero está allí solo ante el juicio; este juicio está reservado a Dios. El juicio final es esencialmente el día en que experimentaremos qué fue justo y qué fue injusto” (Arendt, 2006d: 132-133). Nuevamente las posibilidades de inteligibilidad del propio obrar se ven cercenadas cuando son enfrentadas al absoluto. El ser humano carece de medios finales para autoevaluarse. Ésta es otra de las referencias trascendentes de Arendt de comienzos de los años cincuenta que no reaparece cuando la temática vuelva a ser retomada en obras posteriores. En mayo de 1969 Arendt (2006d: 695), al abordar el tópico del mal moral en Kant, entiende que para éste aquél se contradice a sí mismo y por eso acaba por ser destructivo.↵
- Pocas páginas luego de la cita referida se encuentra en el Denktagebuch otro análisis arendtiano sobre esta dicotomía y su aplicación para los Estados Unidos con un diagnóstico asimilable al anterior: “En consecuencia, el mal nunca es maldad («wickedness»); digamos que en América no se cree en la maldad. Más bien, es simplemente aquel mal («evil») que se encuentra objetivamente tanto en la naturaleza como en la naturaleza del hombre y que, como componente objetivamente constatable del mundo, ha de ser eliminado” (Arendt, 2006d: 132). En esta oportunidad se ven ratificados los atributos presentados en la cita anterior. En efecto, aquí el mal es natural, proveniente de la human nature por lo que, en consecuencia, no puede conocerse por completo sino que debe asimilarse, por ejemplo, a la aparición regular de catástrofes naturales como terremotos, tsunamis, huracanes, etc. Sólo puede constatarse su pertenencia objetiva en el mundo para, en esas ocasiones en las que se halla presente, visualizar formas de contrarrestarlo. Esta cita presenta otro elemento para poder comprender de mejor modo lo que Arendt entendía por “mal radical” al momento de publicar OT.↵
- Al respecto véase el capítulo quinto. ↵
- Como se expusiera en la nota 101 del capítulo precedente. ↵
- Estas reflexiones son las que posibilitan un acercamiento parcial entre su posición y la de Eric Voegelin, tal como fuera referido en la nota 41 del primer capítulo.↵
- Estas líneas anticipan los planteos sobre un bien absoluto, presentes en OR, que fuesen debatidos en el segundo capítulo.↵
- En diciembre de 1967 Arendt (2006d: 654) retoma esta temática, concluyendo que los EE.UU. crearon la bomba atómica para enfrentar al diablo (Hitler y el nazismo), la usaron contra un enemigo corriente (Japón), crearon un Diablo para justificar su posesión en la posguerra (la Unión Soviética) y están en trance de devenir en diablo al orquestar la guerra de Vietnam.↵
- Contrástese esta presunción, de índole optimista, con las posibilidades escasas de generalización de la desobediencia y el juicio autónomo tal como fueren plasmadas en EJ, presentadas en el capítulo precedente. ↵
- En mayo de 1968 Arendt (2006d: 665) continúa elaborando estos pensamientos, suscitados a partir de lecturas de obras del zoólogo suizo Adolf Portmann: “Sobre Portmann y el impulso a la aparición, que es propio de todo viviente: la forma humana de aparecer es el habla, el hecho de destapar lo que está escondido dentro”. La autora enfatiza una vez más que la motivación por aparecer se halla inscrito en la naturaleza de todo lo vivo, algo que reitera en noviembre del mismo año (Arendt, 2006d: 681). ↵
- En las notas inmediatamente posteriores Arendt (2006d: 628) remite lo bueno a lo interior, oponiéndolo a lo exterior, entendido entre otros atributos como espacio de aparición. Sin embargo al estar aquí comentando inferencias psicológicas en general estos comentarios tienen que ser leídos en función de este contexto particular de interpretación, y no como una circunscripción del bien a la inmanencia, lo cual inhabilitaría por completo toda convivencia armónica posible entre los hombres. ↵
- En Eichmann en Jerusalén se aclara que ““Eichmann no era ni Yago ni Macbeth, y nada pudo haber estado más lejos de sus mente que, como Ricardo III, resolver «ser un villano».” (Arendt, 2006a: 434).↵
- En enero de 1968 Arendt (2006d: 655), ateniéndose a lo estipulado por Max Scheler, entiende que la buena conciencia “…sólo puede entenderse como «privatio» del mal, que, por tanto, aquí –a diferencia de todos los demás fenómenos– lo «positivo» funciona como privación de lo «negativo». Esto es sorprendente, pues entender el mal como «privatio boni» era obvio para la Edad Media y no sólo para ella”. En esta ocasión, enero de 1968, Arendt suscribe a la visión de Scheler, que le adjudica a la conciencia un comportamiento diverso a la mecánica del mal presentada en Eichmann en Jerusalén y en la respuesta a Scholem. Allí el mal era efectivamente «privatio boni», ausencia de bien, el cual para la autora es el único que puede tener una cierta profundidad y capacidad generativa. La buena conciencia, de acuerdo a la cita aquí abordada, opera en una dinámica por completo inversa. Este respaldo de la concepción scheleriana resulta paradójico, ya que se registra en una época en la que Arendt concibe al evil como carencia de bien. Al no reiterarse nuevamente debe estudiarse como una referencia aislada de la autora que no participa de sus nociones principales más abarcativas de la malignidad, estudiadas en este libro. ↵
- Como se sostiene en el siguiente capítulo, estas líneas están en consonancia con la temática de la enlarged mentality, elemento clave de la teoría arendtiana del juzgar. ↵
- En diciembre de 1969 estima que la conciencia, si bien funciona ex post facto, con posterioridad a los hechos, debe utilizar la capacidad de imaginación inherente al pensar para poder representarse un acto como si hubiese acontecido, como uno fuese testigo de uno mismo y debiese recordarlo, a fin de poder elucubrar si se trata de una buena o una mala acción (Arendt, 2006d: 740).↵
- La cita termina con otra referencia a la teoría de Schelling sobre lo maligno, en la que se sostiene que la voluntad puede elegir libremente entre lo bueno y lo malo, siendo precedida por una referencia a la concepción del mal presentada por Plotino, que Schelling critica por suscribir a la teoría de la emanación: “…que parte de una «existencia originaria de todas las cosas en Dios». […] …mediante una constante subordinación y un progresivo alejamiento se produce un último estadio más allá del cual ya nada puede devenir, y precisamente esto (que es incapaz de seguir produciendo) es el mal»” (Ludz y Nordmann, 2006b: 1093-1094).↵
- Arendt (2006d: 771, subrayado en el original) aclara en esta instancia que la mala conciencia es el decirse “he hecho algo que no me agrada”, y que uno debe decírselo, entre otras razones, porque el mal se hace en secreto, se lo esconde ante el mundo, estando solamente expuesto ante la conciencia moral.↵
- En 1971 Arendt (2006d: 777, subrayado en el original) escribe con referencia a la hipocresía: “Sé tal como deseas aparecer significa que no engañes” [Be as you wish to appear, means don’t cheat]. Aquí repasa el tópico de la dualidad interna de la persona y entiende que el hipócrita es aquél que quiere ser de una manera y aparece de otra. Éste es diferente del estúpido, que lisa y llanamente no está capacitado para evaluar sus actos y que solamente se dedica a ejecutarlos. El hipócrita puede darse cuenta de la disonancia cognitiva existente entre sus propias pulsiones y expectativas y lo que realiza en el entorno, pero se resigna a esta división por considerar que no posee la capacidad de adecuar una a la otra, por presiones del medio externo, etc. El tema del engaño [cheat] es importante porque es doble: tanto hacia los demás por presentar una imagen de lo que no se es como hacia uno mismo (el autoengaño, analizado extensamente en el caso de Eichmann) por pretender que semejante duplicidad pueda tanto sostenerse indefinidamente en el tiempo como ser positiva en algún punto para la afirmación de sí. Compárese con lo sostenido en OR sobre el hipócrita (Arendt, 2006b: 93-95), abordado en el segundo capítulo, y con lo elaborado en torno al autoengaño en EJ (Arendt, 2006a: 52), presente en el tercer capítulo. ↵
- Esta temática será explorada en el siguiente capítulo. De acuerdo a Ludz y Nordmann (2006a: 832-834) el “Cuaderno sobre Kant” data de 1964 y debe situarse contemporáneamente a la redacción del Cuaderno XXIV del Diario filosófico. Su posición al final de este escrito responde a una puesta en relieve de la influencia que el pensador de Königsberg tuvo en Arendt (Ludz y Nordmann, 2006a: 835).↵
- Pocos párrafos a continuación Arendt (2006d: 173) arriba a la conclusión de que el “…«bien radical» en Kant es la buena voluntad”, razonamiento que se construye de manera lógica al invertir por completo la deducción, presente en Los orígenes del totalitarismo, de que el “mal radical” es una mala voluntad pervertida (Arendt, 1994: 459). Arendt relaciona a este tipo de benignidad con el imperativo categórico, si bien asimismo sopesa que un bien radical abordado por fuera del sistema kantiano excedería cualquier tipo de límite impuesto por la politicidad, tal como lo expresase posteriormente en OR (Arendt, 2006d: 173-174). ↵
- Parecería ser que Arendt toma en cuenta determinantes excepcionales más solamente para excluirlos del sistema debido al extremado riesgo disruptivo que presentan. ↵
- Aunque puede datarse su interés por el tema incluso a su época de estudiante universitaria, como demuestran secciones de su tesis de doctorado en las que aborda concepciones agustinianas de la malignidad (Arendt, 1996).↵
- Los ejemplos aquí ofrecidos son el personaje de Mefisto en Fausto, la tradición bíblica que ve al demonio o Lucifer como un ángel caído y la filosofía de la historia hegeliana (Arendt, 2007a: 479).↵
- Como también le indicara a Gaus: “Lo que fue decisivo fue el día que nos enteramos de Auschwitz” (Arendt, 2005a: 13). La asistencia de Arendt al juicio en Israel en tanto cura posterior ha sido abordada en el primer capítulo. ↵
- En la conferencia “Concern with Politics in Recent European Philosophical Thought”, de 1954, Arendt también había mencionado que la tradición filosófica que buscaba reconciliar el pensamiento con la realidad había quedado rota al aparecer el “mal radical” plasmado en los campos de exterminio (Arendt, 2005a: 444).↵
- En septiembre de 1963 le había comunicado a Mary McCarthy que, hasta la aparición de EJ, podría haber sobreestimado el impacto de la ideología sobre el individuo (Arendt y McCarthy, 1995: 147). En una carta a Fest de septiembre de 1970 asigna la fuerte adhesión de Albert Speer y de los intelectuales alemanes a la figura de Hitler a la “enorme irresponsabilidad” de haberse comprometido con el régimen sin haber leído Mein Kampf (Arendt y Fest, 2013: 84). Eichmann (1983: 36-37), sin ser un intelectual, también declara no haber leído por completo este último libro, ni haberlo hecho de manera cuidadosa, ni tampoco haber leído otras obras sobre el nazismo. ↵
- La frase en el original dice: “Das ist einfach der Unwille, sich je vorzustellen, was eigentlich mit dem anderen ist…” (Arendt y Fest, 2011: 44).↵
- Hacia el final de la entrevista reiterará que estas cuestiones no tienen nada en común con la inteligencia (Arendt y Fest, 2013: 53).↵
- Milner (2008: 110-111) dice que éstas son las razones por las cuales Arendt contrapone una “banalidad del mal” sustentada en la técnica y en la omnipotencia de la gestión burocrática a un “mal radical” metafísico.↵
- Ludz y Wild (2013: 26) dicen, parafraseando esta conclusión arendtiana, que al procesar judicialmente a alguien que tomó parte en el genocidio se le concede la oportunidad de practicar precisamente aquello que no quiso hacer cuando decidió seguir al pie de la letra los dictados del régimen totalitario: juzgarse a sí mismo.↵
- El 18 de junio de 1972, en una carta a Martin Heidegger, Arendt aludió al mismo poema para ilustrar la falta de claridad de sus propias concepciones sobre lo maligno, vinculándolo nuevamente con la temática de Lucifer (Arendt y Heidegger, 2004: 199).↵
- Tal como puede verse en la conversación con Fest analizada previamente y en la referencia presentada en la nota 215 de este capítulo. ↵
- Algo que Arendt ya había dejado asentado al publicar OT, como puede verse en la correspondencia que mantuvo con Eric Voegelin sobre el tema, comentada en la nota 13 del primer capítulo. ↵
- “…wrongdoers who refuse to think by themselves what they are doing and who also refuse in retrospect to think about it, that is, go back and remember what they did […] have actually failed to constitute themselves into somebodies” (Arendt, 2005c: 112).↵
- Por ejemplo al final del mismo texto Arendt (2005c: 146) equipara la falta de voluntad con la inhabilidad para juzgar y para elegir los propios modelos y la compañía. En febrero de 1970 Arendt analiza La esencia de la libertad humana de Schelling, resultándole de extremo interés porque aborda la diferencia entre la maldad surgida por una deliberación expresa de la voluntad y el mal que acontece por la carencia de juicio, es decir de distinción entre lo bueno y lo malo. Aquí también se indica que la libertad se sustenta en poder elegir entre el bien y el mal (Arendt, 2006d: 745-746; Ludz y Nordmann, 2006b: 1094).↵
- Figueroa (2006: 19) califica a estas personas como poseedoras de una “individualidad atenuada”. Moruzzi (2000: 128) postula que aquellos que disocian su yo individual y pensante de su faceta pública caracterizan el fenómeno de la “mascarada social” [social masquerade], lo cual es complementado por Kateb (1983a: 10) al añadir que cuando se le remueve la máscara al hipócrita se revela que no había nadie detrás. Véase sobre este punto Arendt (1974: 225). Milgram (2004: 188) advierte sobre los peligros que conlleva el que una persona pueda abandonar su humanidad al plegarse a grandes estructuras institucionales. Camps (2006: 77, 83) ratifica el parecer arendtiano, sosteniendo que al rechazar enjuiciar lo que hacía y lo que sucedía en derredor suyo Eichmann había cesado de ser una persona. Wellmer (2000: 279) agrega que al juzgar se demuestra “…la clase de persona que alguien es” o, al decir de Formosa (2006), la que no es, el “nadie”. MacPhee (2011) asimila a Eichmann al mayordomo de la novela The Remains of the Day de Kazuo Ishiguro, el cual acríticamente aceptaba todo lo que su superior escogiese, adaptándose a una estructuración predefinida de su propia subjetividad (MacPhee, 2011: 196). Ciaramelli (1995: 401) plantea que quien no piensa no practica la reflexividad, lo cual indefectiblemente produce una ausencia de lucidez y sinceridad para consigo mismo. Para Cotkin (2007: 483) Eichmann tuvo éxito en “compartimentalizar” su vida, autoengañándose en aquellos aspectos que le interesaba hacerlo. Tassin, analizando la figura del rebelde (Tassin, 2007b) y del extranjero (Tassin, 2003: 54), arriba a conclusiones válidas a la vez para el caso del hipócrita, describiéndo a aquellos como los que, para quienes los perciben como una amenaza identitaria potencial, fomentarían la desidentificación y el devenir extranjero de sí mismo.↵
- Nótese aquí cómo este personaje y su autor son los que terminan cobrando preeminencia por sobre los otros protagonistas de textos literarios y otros escritores citados en escritos arendtianos previos que abordaron idéntica cuestión. Al respecto véase la nota 183 del presente capítulo. ↵
- Arendt había hecho alusión a esta reflexión brechtiana en su pieza sobre el poeta, publicada como “What Is Permitted to Jove” en 1966 en The New Yorker (Young-Bruehl, 2004: 544), luego incorporada a Men in Dark Times. En ese contexto es utilizada para ilustrar la lucidez política del dramaturgo y sólo indirectamente como un contraataque a las críticas a EJ: “Esto es considerablemente más que lo que la mayoría de los intelectuales entendía en 1941” (Arendt, 1995: 247). En efecto, no solamente en ese año la aseveración brecthiana sería incomprendida por la mayor parte de la plana cultural (estadounidense y global), sino que el veredicto arendtiano sobre Eichmann de 1963, titulado la “banalidad del mal” y estipulado de acuerdo a la misma óptica que lo expresado en base a El irresistible ascenso de Arturo Ui, sería recibido no sólo con la incomprensión sino con un alto grado de controversia y de rechazo por un número significativo de sus receptores. De esta manera al pronunciar que la intuición brechtiana fue elaborada por una “inteligencia extraordinaria” (Arendt, 1995: 247), Arendt está elogiando no sólo al escritor que admira sino también, mediante un rodeo, a su propia reconceptualización del mal. En diciembre de 1973, en una carta a Joachim Fest, volverá a citar las líneas brechtianas a fin de desbaratar la noción de “grandeza histórica” que aquél había expuesto en el comienzo de su libro sobre Hitler, destacando el mérito del literato alemán en haber identificado tan pronto las características del hitlerismo (Arendt y Fest, 2013: 91-92). ↵
- Raymond Aron ya había reparado, en una reseña de OT, en que “sin estar al tanto de ello, Arendt emplea un tono de arrogante superioridad con respecto a las cosas y a los hombres” (citado en Laqueur, 1998: 494; 2001: 61), algo dicho más suscintamente en Steiner (1999). Canovan (1974: 121) admite que la desventaja del enfoque arendtiano es que ocasionalmente deviene demasiado personal e idiosincrático, al punto de parecer arbitrario. Wolin (1978) aduce que dicha actitud es el producto de sustentar su teoría política en la autores pertenecientes a la Grecia clásica. Ring (1997: 39) y Laqueur (2005b: 182), en su réplica de febrero de 1966 al comentario de Arendt, son de la misma opinión, en este caso respecto a EJ: “…Arendt fue atacada no tanto por lo que dijo como por el modo en que lo dijo”. Similar razón es vuelta a presentar en Laqueur (1983a: 110, 119; 2001: 61), siendo ratificada, en lo que concierne a la arrogancia, en Allen (1983: 121-123), Mann (2013: 116), Lanzmann (2009: 443-444), Laskin (2001: 243) y Trevor-Roper (citado en Ezra, 2007: 156). Para Kazin (1996: 95) el tenor arrogante se originaba en la “soledad intelectual” de la autora. Bell (1991: 304) aduce que el tono de aparente frialdad y dureza (también puesto de relieve por Halkin (2005: 57) se debe al deseo arendtiano de remitirse a un estándar último a partir del cual juzgar ecuánimemente todos los eventos detallados en EJ, sin importar sus protagonistas, algo propuesto en términos similares, basándose en la observación desapegada del científico sobre los hechos, por Katz (1993: 21-22). Dahrendorf (2009: 77) provee una interpretación en sentido contrario, calificando a Arendt como una observadora comprometida que poseía la misma intensidad que un actor. McCarthy (1973: 59) y Judt (2009), por último, creen que fue el contexto en el cual ciertas declaraciones o hechos se vieron insertos el que originó, en gran parte, la controversia en torno a la obra. Véase también Young-Bruehl (2004: 230).↵
- En la conversación con Fest Arendt vuelve a expresarse de idéntica manera sobre este asunto, pronunciándose a favor de un distanciamiento soberano sobre lo relatado, a fin de poder reírse e ironizar y reiterando que un autor no puede ser conciente de su estilo (Arendt y Fest, 2013: 55).↵
- EJ es el único texto de su autoría aludido explícitamente en escritos posteriores. Además del comentario ubicado en TLM (Arendt, 1978a: 3), que es relevante porque se halla al inicio de uno de sus libros, Arendt ya había aclarado al comienzo de “Truth and Politics”, que apareció en The New Yorker en 1967 y fue luego incorporado a Between Past and Future (Arendt, 2006c: 223), que la razón de su escritura se sostenía en la controversia suscitada por la aparición de EJ. Sin embargo este comentario no apuntaba a una influencia específica de una temática abordada en EJ sino más bien a la reacción que este último suscitara en la audiencia. Por el contrario la mención de EJ al comienzo de “Personal Responsibility Under Dictatorship” (Arendt, 2005c: 17), publicado en 1964 en The Listener, se ubica en el mismo sentido de la referencia presente en TLM. Asimismo se cuenta con otras remisiones en escritos que, si bien fueron utilizados para preparar clases y conferencias, fueron posteriormente publicados, tales como “Thinking and Moral Considerations” (Arendt, 2005c: 159-161) y “Some Questions of Moral Philosophy” (en este caso se trata de una alusión no a contenidos expresos abordados en EJ sino a la controversia suscitada por su aparición, tal como se hiciera patente a la vez en la nota introductoria a “Truth and Politics” (Arendt, 2005c: 59). Un caso especial sucede con la introducción al libro Auschwitz de Bernd Naumann, de 1966 (Young-Bruehl, 2004: 543). En ella Arendt (2005c: 241, 247) no cita a EJ directamente sino a ciertas deducciones que pudieron efectuarse gracias a haber asistido o estudiado el proceso de Jerusalén. Como puede contemplarse en todas estas ocasiones se recurre a lo plasmado en EJ, corroborando el carácter de turning point que esta obra desempeñó respecto al posterior pensamiento arendtiano. Ludz y Nordmann (2006a: 820) sostienen una perspectiva opuesta, basada en las reflexiones arendtianas sobre el juzgar, el bien y lo maligno presentes en el Denktagebuch con anterioridad a la celebración del proceso contra Eichmann. ↵
- Las traductoras al español de The Life of the Mind, si bien se basaron en el original en inglés (Arendt, 2002: 6) interpretaron el título de la obra de acuerdo a los modelos alemán [Vom Leben des Geistes] (Arendt, 1989) y francés [La vie de l’esprit] (Arendt, 1981), sin reparar en que en estas lenguas la palabra espíritu tiene una connotación más próxima a lo mental que no se registra en español. La versión italiana, por el contrario, se titula más acertadamente La vita della mente (Arendt, 2009). Las contrariedades más notorias en el criterio seguido en la editorial Paidós emergen cuando Arendt (1978a: 72) distingue entre las actividades mentales y las del alma, como puede verse en el siguiente ejemplo, en donde debe aclararse que el original hace referencia a la mente [the mind] y no al espíritu [the spirit]: “En este aspecto, como en otros, el espíritu difiere por completo del alma, su mayor competidor por la supremacía sobre la invisible vida interior” (Arendt, 2002: 94). La razón de este tipo de decisión puede basarse en las diferencias existentes entre el español rioplatense y el utilizado en España. En efecto el Diccionario de la R.A.E. define a la mente como la “potencia intelectual del alma” (Real Academia Española, 1992: 1357), aunque desde lo precisado sobre ésta no se hallen referencias a lo mental (Real Academia Española, 1992: 105). El espíritu es definido, entre otras acepciones, como “alma racional” y “vivacidad, ingenio” (Real Academia Española, 1992: 898). Por último debe indicarse que idéntica deriva semántica se produce en la edición portuguesa, titulada A Vida do Espírito (Arendt, 1993).↵
- Los otros dos interrogantes adicionales presentes son: “¿La maldad no es una condición necesaria para cometer malas acciones? ¿Es posible realizarlas en ausencia de cualquier tipo de motivos, de interés y de volición?” (Arendt, 1978a: 4-5).↵
- El interrogante más retórico es el que se ubica algunas páginas más adelante, que estima que es posible que la habilidad para distinguir entre lo correcto y lo incorrecto tenga algo que ver con la habilidad de pensar (Arendt, 1978a: 13).↵
- Posteriormente Arendt (1978a: 13) reitera que la ausencia de pensamiento no es estupidez y que es más probable que sea la causa y no la consecuencia de la malignidad. ↵
- Kateb (1983a: 193) opinó que el deseo arendtiano de explorar las conexiones entre la “banalidad del mal” y la ausencia de pensamiento ordinario se vio desplazado por el proyecto de determinar los impulsos que se ubican por detrás del pensamiento filosófico. Si bien esta conclusión posee sustento al contemplar lo plasmado en TLM, en la presente sección se indicará igualmente la presencia solapada del tópico en la discusión del pensamiento de la gran mayoría de los autores abordados en The Life of the Mind, lo cual permite colegir que, además de debatir sobre el pensamiento y la voluntad, Arendt realiza una suscinta presentación sobre cómo la malignidad fue abordada en la historia del pensamiento occidental. Este empeño da cuenta de la persistencia de su interés sobre la temática aún cuando su atención se dirigiera a cuestiones filosóficas que, de acuerdo a la cuestionable interpretación de Kateb, no poseían relevancia ni conexión alguna con el debate sobre la naturaleza del evil. ↵
- En una anécdota relatada en el Teeteto de Platón el filósofo Tales de Mileto, por admirar al cielo, olvidó mirar su camino y cayó en un pozo, lo que ocasionó la risa de una criada de Tracia (Arendt, 2005b: 9; Canovan, 1995: 270). El hecho ilustra como ciertos pensadores dejan de lado los asuntos mundanos en función de otros que evalúan como más relevantes, actitud que para la conducta basada en el sentido común y en el pragmatismo (representados en estas circunstancias por la criada) es irreal, irresponsable y risible. ↵
- Páginas más tarde, empero, indicará que existe evidencia, en el Gorgias, de que Platón admitió que los hombres cometían el mal voluntariamente y que tanto él como Sócrates se hallaban en serias dificultades para saber qué hacer filosóficamente con este hecho (Arendt, 1978a: 180).↵
- Véase también Arendt (2005c: 176-177). Sócrates además es rotulado como un rayo eléctrico, paralizando a otros y a sí mismo al compenetrarse con el pensamiento (Arendt, 1978a: 172-174; 2005c: 174-175). Por su parte Kazin (1995: 129) y Ring (1997: 161, 166-167) describirán a la propia Arendt como un tábano, al destacar el empeño crítico y analítico subyacente a OT y EJ respectivamente.↵
- Canovan (1978: 21-22) y Lafer (1994: 105-107) deploran que Arendt privilegie lo extraordinario, restándole atención a lo común. Barnouw (1990: 3, 6-7) también infiere que es sólo en los momentos excepcionales en donde el pensar puede asociarse a lo moral y a lo político. También Kalyvas (2008) y Kateb (2002: 135) reparan en la importancia de lo no usual en la teoría arendtiana. Vollrath (2003: 192) advierte que en efecto esta última “…siempre corre el riesgo de representar una concepción ocasionalista de lo político”. Sin embargo en este trabajo se postula la idea contraria, que entiende que la autora plantea que se debe juzgar todo lo que amerita un examen, ya sea en tiempos ordinarios como extraordinarios. A su vez, y tal como lo recuerda Villa (1999: 211-212), Arendt postula que en casos excepcionales el enjuiciamiento autónomo adquiere de por sí una cualidad política, al hacer conspicuo a quien lo desarrolla en el marco de una comunidad que mayoritariamente no lo hace, mientras que para situaciones ordinarias la vía elegida es la participación política activa, la cual posee un vínculo estrecho con el judgment sin igualmente reducirse por completo al mismo.↵
- En consonancia con lo antedicho puede referirse lo que Arendt (1978c: 18) sostuvo en octubre 1973, en el marco de una entrevista televisiva con Roger Errera: “Pensar significa pensar críticamente todo el tiempo. Y pensar críticamente significa estar en contra de algo todo el tiempo. Todo el pensamiento socava de hecho las rígidas reglas existentes, las asunciones generales, etc. Todo lo que acontece en el pensar se encuentra, creo, sujeto a la inspección crítica de aquello que existe. Esto quiere decir que no hay pensamientos peligrosos por el simple hecho que todo el pensamiento es en sí mismo peligroso en gran medida. Sin embargo creo que el no pensar en absoluto [not to think at all] es incluso más peligroso”.↵
- “Parece como si Sócrates no hubiera tenido más para decir sobre la conexión entre el mal y la falta de pensamiento que el hecho que las personas que no están enamoradas de la belleza, la justicia y la sabiduría son incapaces de pensar tal y como, por el contrario, aquellos que están enamorados del examinarse y por ende “filosofan” serían incapaces de hacer el mal” (Arendt, 1978a: 179) [It looks as though Socrates had nothing more to say about the connection between evil and lack of thought than that people who are not in love with beauty, justice and wisdom are incapable of thought, just as, conversely, those who are in love with examining and thus “do philosophy” would be incapable of doing evil].↵
- “La conciencia es la anticipación del conocido que te espera siempre y cuando tú vuelvas a casa” (Arendt, 1978a: 191)↵
- De hecho Arendt (1995: 79) estima que Jaspers se siente como en su casa en un espacio protagonizado por la presencia y el ejercicio activo del pensamiento [thoughtfulness].↵
- La frase original dice “…may indeed prevent catastrophes, at least for the self”. La versión española, elaborada por Carmen Corral, la traduce erróneamente como: “puede prevenir catástrofes, al menos para mí” (Arendt, 2002: 215). El tópico de la rebeldía de los “pensantes” frente a una mayoría que actúa en base al automatismo es asimismo tratado en el artículo “Personal Responsibility Under Dictatorship”, tal como se menciona en el sexto capítulo.↵
- “The whole problem has haunted philosophers, and their attempts at solving it have never been very successful; as a rule their arguments evade the issue in its stark simplicity” (Arendt, 1978b: 33-34).↵
- “No hago el bien que quiero, sino que el mal que no quiero es lo que hago” (Romanos 7: 19)” (Arendt, 1978b: 69).↵
- Arendt (1978b: 131) no obstante aclara que el pensador mantiene asimismo algunas reservas a favor de la posición contraria. ↵
- En el Denktagebuch hay dos registros en los que se estudian las Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana de Schelling. Arendt (2006d: 170) indica en 1952 que aquél no habla del mal y del bien en el sentido de lo justo y de lo injusto, sino que cavila sobre el mal causado por una mala voluntad (Arendt, 2006d: 169). Ésto será retomado en 1970 cuando se profundice el análisis sobre la diferencia entre la maldad surgida por una deliberación expresa de la volición y el mal que acontece por la carencia de juicio, de distinción entre lo bueno y lo malo, en consonancia con la división tripartita arendtiana de las facultades mentales del hombre. Aquí también se indica en que la libertad se sustenta en poder elegir entre el bien y el mal (Arendt, 2006d: 745-746; Ludz y Nordmann, 2006b: 1094).↵