3 La banalidad del mal

 “Ordinary ambition, fear, and a kind of stupidity make a deadly combination”

Mary McCarthy (1973: 18)

3.1. Introducción

En mayo de 1960 Adolf Eichmann es secuestrado en la Argentina por agentes del servicio secreto israelí. Pocos días después es trasladado a Israel, en donde al año siguiente se lo somete a juicio, siendo finalmente ejecutado en 1962. Hannah Arendt estima que el evento posee tanto una elevada importancia histórica en general como una función clave a nivel de su propia experiencia personal como refugiada y expatriada del Tercer Reich (Arendt y Jaspers, 1992: 409-410; Arendt, 2007a: 474-475; Young-Bruehl: 2004: 329). Por eso le propone a la revista The New Yorker cubrir el proceso judicial, lo que dará lugar a una serie de artículos de su autoría que son publicados entre febrero y marzo de 1963, así como también a un escrito en el que se evidencia un complejo análisis político e histórico: Eichmann en Jerusalén. En efecto allí Hannah Arendt intercala observaciones respectivas sobre cuatro temáticas principales y algunas consideraciones adicionales sobre tópicos relacionados a las mismas. Por lo tanto el contenido del libro puede desagregarse de acuerdo a las siguientes tesis:

1. Tesis sobre la estupidez y la inimputabilidad de Eichmann.

2. Tesis sobre el juicio y la conciencia.

3. Tesis sobre la desobediencia.

4. Tesis sobre la “banalidad del mal”.

A su vez existen tres debates conexos a esos cuatro ejes contextuales:

a. Debate sobre la conciencia y el conocimiento de los propios actos que poseía Eichmann.

b. Debate sobre la exculpación metafísica del genocidio nazi.

c. Debate sobre la exculpación histórica del genocidio nazi.

En este sentido la gran mayoría de las referencias de la autora sobre el principal encargado del transporte de personas hacia los campos de concentración y exterminio del nazismo (Arendt, 2006a: 152) se ubican en torno a la descalificación tanto de sus facultades intelectuales como de su volición independiente como sujeto (1.). Como se intentará demostrar a lo largo de este capítulo esta valoración se ubica completamente en contra de los intentos que Arendt realiza por justificar tanto la condena como la calificación de Eichmann de individuo imputable jurídicamente (a.). Este fenómeno es el que, entre otros, incidirá en la crítica recepción que el libro tuvo mundialmente (Arendt y Jaspers, 1992: 507-550, 558-564; Arendt y McCarthy, 1995: 144-155; Arendt y Blucher, 2000: 386-387; Elon, 2006: vii-xi; Young Bruehl, 2004: 346-378; Prinz, 2001: 231-241).

Los puntos 2. y 3. están íntimamente relacionados, ya que a partir de la explicación del funcionamiento de la conciencia y del enjuiciar la realidad circundante (tópico que ya había sido abordado parcialmente en The Origins of Totalitarianism doce años antes) la autora puede elaborar su conexión con el desobedecer órdenes manifiestamente criminales. Sin embargo en función de propósitos principalmente analíticos es necesario desagregarlos a los efectos de poder visualizar más claramente sus definiciones particulares y sus posteriores desarrollos en el corpus arendtiano.

Por último el punto 4. se contrapone directamente a los incisos b. y c., y de hecho lo hace asimismo con la proposición de un “mal radical” presente en OT y en THC. La perspectiva según la cual el mal ya no posee enraizamiento alguno sino que por el contrario puede ser desencadenado en las más diversas circunstancias dará lugar a una polémica que aún permanece vigente entre los estudiosos de la obra arendtiana[1] (Bergen, 1998: ix-xiii; Grafton, 1999; Howe, 2010: 29; 1992: 264-265; Kimmerling, 2006; Lilla, 2013; Maier-Katkin, 2010). De esta manera b. y c., dos formas de visualizar la masiva escala del genocidio ordenado por Hitler que ubican la responsabilidad y la motivación de los perpetradores sea en influencias teológicas como en resabios históricos de una weltanschauung nacional particularmente proclive a rechazar y expulsar al diferente, son descartadas en tanto y en cuanto no permiten adscribir de manera fehaciente a quienes es posible atribuir la culpabilidad penal y moral sobre lo acontecido.

Arendt reconoce implícitamente en 1963 haberle otorgado a los nazis y a los soviéticos, en obras anteriores en las que habló de un “mal radical”, una coartada trascendente que posibilita que los lectores de sus textos interpreten que aquellos no fueron plenamente concientes de sus actos, ergo, que su nivel de imputabilidad puede ser cuestionado, al menos parcialmente. En consecuencia la tesis de la “banalidad del mal” buscará remedar, sin mucho éxito en lo relativo a su recepción por el público en general, el nada banal desliz incurrido con anterioridad.

3.2. El Mitläufer: Sobre la “estupidez”, la “monstruosidad” y la “comicidad” de Eichmann

A lo largo del libro no habrá referencia más asidua que aquella que busque descalificar, en algún sentido, a las capacidades intelectuales, morales y humanas de Adolf Eichmann. Apenas concluida la introducción (en donde se cuestiona la manipulación del proceso efectuada por el fiscal Gideon Hausner y el primer ministro israelí Ben-Gurión) Arendt dedica el segundo capítulo a describir íntegramente al acusado.

En primer lugar se destaca que éste reconocía un único problema de conciencia: no cumplir acabadamente con las órdenes que le hubiesen sido oportunamente asignadas, lo cual implicaba reconocer no haber satisfecho la voluntad del Führer (Arendt, 2006a: 25). Arendt (2006a: 26) admite la dificultad de confiar en estas declaraciones, pero acto seguido se propone hacer una de las tareas fundamentales emprendidas en su libro: la destrucción del “mito Eichmann”[2] (Cesarani, 2007: 3; Weinert, 2006: 180-183). Esta exacerbación de la relevancia del funcionario a cargo de la Sección IV-B-4 de la RSHA, destinada a los denominados “asuntos judíos” (Arendt, 2006a: 70) fue causada parcialmente por la gran resonancia que adquirió su persona inmediatamente con posterioridad a los juicios de Núremberg, en donde algunos acusados le atribuyeron toda la culpa (Arendt, 2006a: 210).

Durante los quince años transcurridos entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y su captura en la Argentina e inmediato traslado a Israel el misterio en torno a su paradero y a sus reales alcances como funcionario del Tercer Reich no hizo más que acrecentarse. A este factor debe sumarse el hecho de que Eichmann fue el único criminal nazi en ser capturado directamente por fuerzas israelíes y juzgado en ese país. Ello incrementó aún más la sensibilidad general sobre el tema, ya que por primera vez un Estado-Nación que se reconocía específicamente como judío (es decir con la misma religión y/o adscripción cultural que las víctimas más numerosas del hitlerismo) podía enjuiciar a uno de los responsables del genocidio sufrido por esa colectividad.

Para Arendt (2006a: 129) por el contrario Eichmann era un Mitläufer, alguien que sigue a ciegas al resto de la masa y al líder, sin importar el contenido específico de la acción a desarrollar[3]. Eichmann “…no entró en el partido [nazi] por convicción, ni tampoco fue alguna vez convencido por él” (Arendt, 2006a: 33), no lo necesitaba para pertenecer a una organización que dotaba de una teleología certera a su existencia. Obviamente esta imagen se contrapone punto por punto a la visión de un ser monstruosamente diabólico que hubiera pergeñado a la Endlösung, la “solución final de la cuestión judía”, tal como quería demostrar el fiscal Hausner (Arendt, 2006a: 8, 18-19). En este sentido uno de los elementos de Eichmann en Jerusalén  que generó más rechazo fue la presentación directa del “…dilema entre el indecible horror de los hechos y la innegable ridiculez del hombre que los había perpetrado” (Arendt, 2006a: 54). La opinión pública global no podía, a menos de veinte años de finalizada la contienda, digerir que uno de los principales artífices de la Shoá fuese un “hombre insignificante”[4] y que, aún peor, muchos integrantes de la maquinaria nazi de destrucción compartieran semejante diagnóstico caracterológico[5]. Además dicha actitud hubiese implicado avalar la autopercepción del acusado, el cual negó ser “…el monstruo que se me quiere hacer parecer…”, calificándose más bien como “…la víctima de una falacia” (Arendt, 2006a: 248). Por el contrario el fiscal lo clasificó como un “sádico pervertido” y como el “…monstruo más anormal que el mundo hubiera visto…”[6] (Arendt, 2006a: 276).

De esta manera cobran especial relevancia las declaraciones de los seis peritos psiquiátricos que analizaron a Eichmann previamente a que se iniciara el proceso judicial a fin de determinar si era o no imputable. Todos ratificaron la “normalidad” del acusado, e incluso el ministro religioso que lo trató algunas jornadas previas a su ejecución dio testimonio de la positividad de sus ideas (Arendt, 2006a: 25-26). Así, Arendt (2006a: 26) anuncia al comienzo del libro que era indiscutible que “…su caso no era obviamente uno de insanía moral y menos aún legal”. Mientras que la primera parte de la afirmación posee relevancia al comenzar la obra[7], la segunda hace lo propio respecto al mensaje final que la autora desea comunicar. A su criterio, y tal como se tratará de dejar establecido infra, Eichmann no era incapaz de entender, aceptar y acatar el contenido de normas morales, sino que no distinguía (ni deseaba voluntariamente distinguir) la diferencia entre ciertos preceptos que son imprescindibles para garantizar la convivencia entre los seres humanos (como “no matarás”) y otros que pueden ser circunstancialmente hegemónicos y avalados por la sociedad circundante a pesar de ubicarse en franca contradicción con los anteriores.

Para comprender más acabadamente de qué manera Arendt entiende la configuración de los caracteres personales de un sujeto es útil remitirse a la introducción de un volumen de ensayos de su amigo Hermann Broch, elaborada en 1955, en la que sostiene que un conflicto psicológico no puede constituir un carácter fundamental de la naturaleza de un hombre, ya que el núcleo esencial de la personalidad se ubica siempre en un nivel más profundo de aquél en el cual se hallan las vocaciones, los dones particulares y todas aquellas cualidades que pueden ser definidas en términos psicológicos, condicionando el desenvolvimiento de éstas (Arendt, 2006b: 262).

Por ende para Arendt la verdadera persona se encuentra actuando por detrás de lo que son sus características salientes fácilmente identificables por los otros e incluso por sí mismo[8]. Esto es lo que posibilita comprender por qué Eichmann era un sujeto a ciencia cierta imputable, por qué no importaba la frialdad imperturbable que era aparente en el marco del proceso judicial celebrado en Jerusalén y por qué era necesario un recorrido sistemático por su biografía para tratar de alcanzar una mayor certitud sobre él que la que podían brindar el apelativo de “monstruo inhumano” tan frecuentemente utilizado para describirlo[9].

A fin de aumentar aun más el desconcierto Arendt (2006a: 26) comunica que el encargado de organizar el transporte de los judíos desde sus lugares de residencia hasta las cámaras de gas no era el ejemplo de “…un caso de antisemitismo fanático o adoctrinamiento de ningún tipo”, y que en realidad poseía cuantiosas razones en su vida personal para no poseer odio alguno contra esa colectividad[10].

Arendt (2006a: 26) relata que ni los abogados defensores, ni la fiscalía ni los jueces pudieron creer el tipo de excusas presentadas en el párrafo anterior, y que optaron por considerar al imputado como un mentiroso[11], que en todo momento “…tuvo que haber estado al tanto de la naturaleza criminal de sus actos”. Contrario sensu, en lo que es la primera de muchas sentencias controvertidas del texto, Arendt estima que Eichmann, estando en pleno uso de sus facultades mentales, era “…incapaz de distinguir entre lo correcto y lo incorrecto” (Arendt, 2006a: 26).

Esta apreciación resulta incómoda de asimilar. ¿No es precisamente la capacidad de distinguir una acción socialmente considerada como buena de una mala lo que sopesa un psiquiatra al momento de evaluar si un sujeto obró siendo plenamente conciente de sus actos? Pues bien, para Arendt en realidad Eichmann hizo siempre pleno uso de sus facultades y en ningún momento incurrió en delirios de ningún tipo, pero así y todo a su entender no pudo distinguir que lo que estaba haciendo era moralmente incorrecto debido a factores contextuales que avalaban ese tipo de conducta. “…Eichmann era de hecho normal, en tanto y en cuanto « no constituía una excepción en el régimen nazi» ” (Arendt, 2006a: 26). Tal como lo develará algunas páginas más adelante lo que el acusado hizo fue sumarse a la masiva corriente que estableció que la xenofobia y el genocidio eran prácticas socialmente aceptables.

Que esta peculiar exégesis se halla próxima a la exculpación total es algo difícil de negar, especialmente cuando parece que la teórica política acepta las autojustificaciones que el propio Eichmann ofrecía para escudar su opción personal por sumarse a las filas del nazismo: “«Fue como si el partido me hubiera absorbido contra toda expectativa y sin una decisión previa. Todo sucedió tan rápida y repentinamente»” (Arendt, 2006a: 33). Esta aseveración busca no sólo eludir cualquier atisbo de reconocimiento de la matanzas efectuadas por órdenes de Hitler, sino asimismo impedir visualizar un momento inicial en donde se supone que el acusado, cual actor que posee una volición no heterónoma, decide unirse al NSDAP porque concuerda con su ideario y porque por consiguiente suscribe a proseguirlo en su praxis diaria. Esta instancia es clave porque, incluso si Eichmann hubiese sido víctima de un “lavado de cerebro” [brainwash] organizacional desarrollado de manera paulatina pero constante a medida que permanecía más tiempo en el seno de las fuerzas criminales nazis, permitiría reconocer al menos una oportunidad en donde quien se sentara detrás de una cabina de vidrio blindado en el tribunal de Jerusalén eligió por cuenta propia un rumbo a seguir y una ideología a apoyar. En cambio de acuerdo a la hipótesis preferida por Eichmann él simplemente se vio arrastrado por fuerzas mayores a las suyas hacia una cinta automática de incomparable destrucción sin poder hacer nada para impedirlo[12], lo cual lo colocaba en una posición más ventajosa de cara al proceso, emplazándolo como mero operador de órdenes recibidas.

Al comienzo del tercer capítulo Arendt refuerza el retrato de la carencia de brillantez eichmanniana con una nueva arista: su antiintelectualismo. Eichmann “…había tenido siempre las más enconadas reticencias a leer algo que no fueran periódicos y […], para aflicción de su padre, nunca había aprovechado los libros de la biblioteca familiar” (Arendt, 2006a: 41). Más allá de indicar en estas líneas la frustración de su progenitor por no encaminarse decididamente en una senda de estudio y dedicación que le permitiría tanto mejorar sus alternativas laborales como así también contribuir a su formación cultural general, la autora continúa reforzando la impresión de que el lector estudia la biografía de un individuo común y corriente, no ubicado fuera de lo ordinario, y que carecía tanto de las capacidades como de la ambición y el interés para orquestar motu proprio una campaña genocida de tal envergadura como la de la Shoá[13].

Otro elemento pertinente para el análisis es la auto-definición de Eichmann como un “idealista”, entendiendo como tal aquel hombre que vive para su idea (Arendt, 2006a: 41-42, 198). Para quien en Los orígenes del totalitarismo escribía que una ideología posee un temible poder al aunarle a un ideario una implacable deducción lógica, lo que acrecienta sus visos de infalibilidad de cara a la masa de seguidores (Arendt, 1994: 468-474; 2004b: 10), este comentario no podía menos que disminuir el de por sí poco criterio de razonamiento realista atribuible a los actos eichmannianos. Si a ello se le agregan las declaraciones efectuadas en el interrogatorio policial, en donde dijo que “…habría enviado a la muerte a su propio padre si eso le hubiera sido requerido” (Arendt, 2006a: 42) el cuadro que se posee sobre el sujeto descrito es el de alguien sin la mínima deferencia hacia sus sentimientos y valoraciones personales, un perfecto autómata.

Arendt (2006a: 76-78) concede que Eichmann tenía un defecto particular que permite inhibir temporalmente su clasificación como un frío y simple brazo ejecutor de los dictados de Hitler, al necesitar constantemente jactarse y fanfarronear sobre sus tareas, pero rápidamente deja de lado esta descripción para nuevamente entregar otro comentario que ahonda en el estilo de los anteriores[14].

En lo que constituye el primer punto de referencia en el libro hacia la temática del juicio reflexionante, se sostiene que Eichmann poseía una “…casi completa incapacidad para contemplar cualquier cosa desde el punto de vista de otra persona” (Arendt, 2006a: 47-48). Esta capacidad, que Arendt (1978a: 94) en otros escritos denomina “mentalidad ampliada” [15] [enlarged mentality], es a su criterio fundamental tanto para des-centrarse de la propia perspectiva como para poder enriquecer a ésta mediante la incorporación de otras miradas sobre la realidad. Desde ya la autora da por supuesto que ningún genocida en general de forma voluntaria o, como en el caso de Eichmann, involuntariamente desea ponerse en el lugar de sus víctimas, ya que sería en la gran mayoría de los casos (salvo en algunas excepciones cercanas al sadismo) imposible convivir con uno mismo siendo plenamente conciente del grado de sufrimiento y dolor que se inflige[16]. Como sostiene en el Diario Filosófico, de una total falta de imaginación surge “…el fracaso completo de la compasión, también de la compasión consigo mismo” (Arendt, 2006a: 124). Esto sugeriría que Eichmann poseía un gran desprecio de sí y que precisamente al no apreciarse le era imposible hacer lo propio con los demás.

A esta descripción le es conexa la extrema dificultad con la que el acusado podía exponer oralmente sus ya de por sí aparentemente escasos pensamientos. Arendt (2006a: 48) reporta que “Eichmann era genuinamente incapaz de expresar una sola frase que no fuera un cliché” y cuenta que, al ser interrogado por el juez Landau, declaró que su “…único lenguaje es el burocrático [Amtssprache] ”. La inarticulación verbal es para Arendt conexa con la falta de deseo por esgrimir el propio pensamiento frente a lo que acontece: “Sólo cuando me expreso a otro, yo soy realmente existente en cuanto yo” (Arendt, 2006d: 72, subrayado en el original). Al fin y al cabo, ¿es posible decir algo a partir del vacío, de la nada? ¿Qué expresar cuando no hay nada nuevo para aportarle al mundo?

Cuánto más se le escuchaba resultaba más obvio que su inhabilidad para hablar estaba estrechamente conectada a una inhabilidad para pensar, particularmente, para pensar desde el punto de vista de alguien más. Con él no era posible comunicarse no porque mintiera, sino porque se hallaba rodeado por la más confiable de todas las protecciones contra las palabras y la presencia de los otros y, por ende, contra la realidad como tal (Arendt, 2006a: 49, cursivas en el original).

Antes de haber finalizado el tercer capítulo del libro, en menos de un cuarto de sus páginas, quien lo redactase ya deja tajantemente establecido que su trágico y deleznable protagonista no era una persona autónoma y completamente adulta, sino alguien que por el contrario no podía reflexionar (por sus “…bastante modestas dotes intelectuales” (Arendt, 2006a: 135), comunicarse (lo que para Eichmann era imposible debido a su “incapacidad de hablar normalmente” (Arendt, 2006a: 86) y decidir sobre su existencia por cuenta propia[17].

Eso siente que la justifica incluso en estas instancias iniciales del texto a adjetivar al acusado principalmente como un “payaso” o como “cómico”[18](Arendt, 2006a: 48, 50, 54). Para alguien que consideró que tenía un deber personal de cubrir el caso en vistas de haber padecido directamente las acciones del nazismo debió ser por completo decepcionante el encontrarse en la inmediata cercanía de quien tuvo una importante función en la Endlösung y comprobar que, en lugar de poseer las cualidades de un “monstruo” maléfico (Arendt, 2006a: 54), era un ser que carecía de toda sustancia y vida interior. Ello explique quizás el dejo de irónica amargura con el cual Arendt impregna sus líneas, implicando que es difícil creer que alguien tan aparentemente nimio e intrascendente pudiere alcanzar semejante poder sobre la vida de otros seres humanos.

Prosiguiendo con la enumeración de los defectos eichmannianos es el turno de abordar el aspecto referido a su inconsistencia actitudinal, ya que dada la extraordinaria disparidad y contraposición de sus declaraciones sólo era posible concluir que todo se basaba en las variaciones de sus estados de ánimo (Arendt, 2006a: 55). Aquí se destruye otra imagen mítica, vinculada a la concordancia y solidez emocional presupuesta a priori en un victimario de millones de personas.

La ausencia de una matriz de personalidad individuada queda atestiguada cuando, como resultado de contemplar y escuchar los argumentos y las disposiciones del criminal durante el juicio, “…el fiscal y los jueces estaban de acuerdo en que Eichmann experimentó un cambio de personalidad genuino y duradero cuando fue ascendido a un cargo con poderes ejecutivos” (Arendt, 2006a: 64-65). Este diagnóstico se halla ligado a la metamorfosis que Eichmann atravesó, pasando de tener un trato cordial y respetuoso con los judíos que debía inicialmente sólo deportar, a dirigirse hacia los mismos de manera insolente y hasta incluso violenta al ir ascendiendo profesionalmente dentro de los escalafones de las SS (Arendt, 2006a: 63-65).

Este tipo de aseveraciones parecen poner en duda la “normalidad” certificada por los seis psiquiatras (Arendt, 2006a: 25-26), algo que no sería casual en un texto en donde la autora cuestiona además al fiscal, al primer ministro israelí, al tribunal de apelación (compuesto por el Tribunal Supremo israelí (Arendt, 2006a: 248) e incluso en parte a los jueces, elabora sus propias reflexiones condenatorias y redacta en base a las mismas una sentencia que considera hubiese sido la más apropiada para los hechos[19]. No obstante lo cual estos cuestionamientos no promueven un rechazo del proceso contra Eichmann, sino que más bien colocan en el centro de atención las enormes dificultades con las que cualquier persona se encontraría en caso de tener que analizar al acusado. Así Arendt no se rebela contra la calificación de este último como imputable, sino que esboza un panorama de su vida interna que, debido a que ésta era claramente reducida y maleable de acuerdo a las circunstancias del momento, no deja de presentar notorios ribetes de complejidad. Las “recaídas” (Arendt, 2006a: 65) y los altibajos personales de Eichmann impedían una correcta y simple aprehensión de su figura, disimulando una llaneza y conformismo rampantes.

Esta simplicidad es nuevamente constatada cuando Arendt (2006a: 72-73) resalta los notables esfuerzos que el encargado de la sección IV-B-4 de la RSHA tuvo que hacer en una ocasión para tener ideas propias, relativas a la relocalización de los judíos en los nuevos territorios conquistados por los nazis luego de su desplazamiento hacia el este europeo. Como su sugerencia se vio prontamente obstaculizada por diversos escalones de la jerarquía del Estado o del partido nazi, ese fracaso es para Eichmann, de acuerdo a Arendt (2006a: 75-76), prueba de que la iniciativa privada está destinada a tener un somero alcance y que, por consiguiente, su opción general de mantener un bajo perfil y de no indagar y responder a voliciones propias era acertada.

Esta impresión será ratificada cuando a fines de 1941 Eichmann tome conocimiento, gracias a la comunicación por parte de su superior Reinhard Heydrich, de que los preparativos para el exterminio sistemático de los judíos eran inminentes y que por ende todos sus trajines en pos de encontrar una vía que les permitiera a estos últimos emigrar habían sido fútiles. Según sus propias palabras: “Entonces lo perdí todo, toda la alegría en mi trabajo, toda iniciativa, todo interés, podría decirse que estaba abatido” (Arendt, 2006a: 84). Aquí el lector del texto se encuentra una vez más frente al dilema de dudar de la sinceridad del sospechoso o de creer en la veracidad de esta declaración siguiendo el empeño arendtiano, si bien sospechando que igualmente hay lugar para la contradicción y el autoengaño.

En cualquier caso, tanto si Eichmann verdaderamente sintió que tuvo un dinamismo autónomo en su carrera profesional hasta ese momento o si ello es más bien una excusa por él aducida para disminuir su implicación en la Endlösung, de todos modos su propia capacidad de idear e instrumentar cursos de acción era moderada. En este punto del relato tanto su autora como el propio acusado admiten que éste era un simple engranaje más en el dispositivo totalitario de aniquilación en masa, y que se calificaba como una persona accesoria antes que imprescindible para todo el sistema[20].

Este status dentro del nazismo considerado in toto se mantuvo hasta las postrimerías de la guerra. En 1944 dos situaciones revolucionaron el conformismo y la resignación eichmannianos. En primer lugar Himmler ambicionaba interrumpir la “Solución Final” a fin de estar mejor considerado por las potencias vencedoras. Asimismo las prácticas de saqueo de la propiedad de los judíos y distribución de las prebendas se generalizaron al interior de las SS, hecho que al criterio de Eichmann contravenía directamente las órdenes de Hitler (Arendt, 2006a: 141-145).

Arendt (2006a: 145) coloca un nuevo adjetivo a su sujeto de estudio, el que “… era demasiado primitivo para estos bien educados « caballeros» de la clase media alta, hacia los cuales sostuvo hasta el final el más violento resentimiento”. Posteriormente también sostendrá que, comparándolo con los generales juzgados en Núremberg, era “mucho menos inteligente y prácticamente sin ninguna educación” (Arendt, 2006a: 149).

Esta categorización del acusado era compartida por quienes se encargaban de su defensa ante el tribunal de Jerusalén, quienes no podían evitar demostrar que se sentían socialmente superiores a su defendido. Su abogado defensor, el doctor Robert Servatius, declaró “…que la personalidad de su cliente era la de un « vulgar cartero» ”, mientras que su ayudante, el doctor Dieter Wechtenbruch, “…parecía estar menos impresionado por los crímenes de Eichmann que por su falta de gusto y educación”, calificando a su defendido como “insignificante” (Arendt, 2006a: 145).

Es decir que Eichmann no era apreciado ni siquiera por quienes debían encargarse de presentar y amparar su causa ante la justicia israelí, constituyendo un caso de déclassé sui generis, cercano tanto a la posición de un “parvenu” durante el transcurso de la guerra, en vista de su ambición por escalar posiciones dentro de las SS, como a la categoría de un “paria” luego de finalizada la contienda (Arendt, 1974: 209-210; 2007a: 275-297; Cotkin, 2007: 483), no siendo recordado o valorado ni siquiera en la sociedad en donde más renombre consiguiese.

Los crecientes sentimientos de desprecio o de negligencia por parte de sus superiores de los que Eichmann creía ser víctima (o que efectivamente era) reforzaron su admiración, estima y compromiso para con la única figura que a su juicio jamás lo traicionaría: Hitler. En efecto, de acuerdo con la mecánica de circulación y distribución de las pasiones expuesta por Sigmund Freud (1992) en su artículo “Psicología de las masas y análisis del yo”, existe una doble ligazón libidinal en las masas de las modernas sociedades: entre los miembros de éstas respectivamente y entre cada uno de ellos y el líder.

Habiéndose visto privado del afecto proveniente del primer tipo de lazo Eichmann reforzó aún más la ganancia libidinal a obtener en el segundo, lo cual era a su vez facilitado cuando tenía en cuenta que el Führer del Tercer Reich había sido un cabo en la Primera Guerra Mundial (es decir alguien que, como él, no había logrado alcanzar los más elevados puestos del escalafón militar). Ello le permite a Arendt (2006a: 149) dar cuenta de una “…genuina, «ilimitada e inmoderada admiración por Hitler» ”. Es esta devoción al líder, así como al sistema legal y sociopolítico que éste había creado, lo que permite entender su conducta fiel a los dictados del Reichskanzler “…cuando Alemania ya estaba en ruinas” (Arendt, 2006a: 149). En síntesis, aquí puede visualizarse un nuevo motivo de la ausencia de pensamiento eichmanniana, esta vez vehiculizado en la identificación absoluta pretendida por el sujeto inmerso en la masa con respecto a su líder (Freud, 1992). Este fenómeno es denominado por Arendt (2006d: 147) como “principio totalitario del caudillo”, ya que “…en cada subjefe toma cuerpo la voluntad del caudillo”[21].

El momento de enfrentar su ejecución por ahorcamiento es el golpe de gracia de las apreciaciones arendtianas sobre la luminosidad del personaje central del libro: “Estaba en completo dominio de sí, incluso más: era completamente él. Nada pudo haber demostrado esto más convincentemente que la grotesca estupidez de sus últimas palabras” (Arendt, 2006a: 252). Dejando de lado el contenido de las mismas, las cuales reproducen los clichés propios “…de la oratoria fúnebre” (Arendt, 2006a: 252) y muestran nuevamente como la autora se ocupó reiteradamente de señalar la asidua recurrencia por parte de Eichmann a las frases hechas[22], lo interesante a remarcar aquí es la expresa asimilación de la personalidad de este último con lo grotesco y lo estúpido. En este sentido cualquier esperanza que hubieran podido albergar los defensores de la tesis del “maquiavelismo eichmanniano” queda descartada[23].

En efecto, Arendt (2006a: 276) llega a sostener que el nuevo tipo de delincuente representado por Eichmann “…comete sus crímenes bajo circunstancias que hacen que le sea casi imposible saber o sentir que está haciendo algún mal”[24]. ¿Qué es lo que Arendt quiso decir con esta controvertida aseveración? ¿Pretende negar la mayor parte de la responsabilidad que es posible atribuirle al acusado? ¿Aspira a generar en sus lectores una sensación de empatía y solidaridad para con el criminal, aceptando que como han sido hombres “normales” los que participaron y orquestaron el Holocausto, también ellos habrían podido encontrarse en idénticas circunstancias y obrar de similar forma?

Arendt rechaza la idea de que pueda haber un “Eichmann en cada uno de nosotros” (Arendt et. al., 1979: 308; Arendt, 2007a: 489). Claramente todos los interrogantes mencionados ut supra no dejan de ser conclusiones precipitadas, e implican a la vez desconocer a la autora, sus intenciones y sus padecimientos previos como refugiada del Tercer Reich.

Arendt (2006a: 277) recalca con énfasis que lo que revoluciona cualquier intento de enjuiciar al acusado es que éste carecía de la intención de ocasionar daños: “Exceptuando una extraordinaria diligencia en procurar su propio progreso, él [Eichmann] no tenía ningún motivo. Y esta diligencia en sí misma no era de ningún modo criminal, ciertamente [Eichmann] nunca hubiera asesinado a su superior para poder heredar el puesto” (Arendt, 2006a: 287).

Quien prosiga atentamente la lectura de Eichmann en Jerusalén vuelve a contemplar en esta instancia una patente evidencia de “protección”, en alguna manera, hacia el delincuente. Sosteniendo que en materia de jurisprudencia en Occidente es esencial en un proceso legal el dejar asentado que “…para la comisión de un delito es imprescindible que concurra el ánimo de causar daño”, Arendt manifiesta su perplejidad y las contrariedades que implica el caso particular analizado al sostener que “…cuando por las razones que sea, incluso las de la locura moral, la habilidad para distinguir entre lo correcto y lo incorrecto [the ability to distinguish between right and wrong] se ve impedida, consideramos que no se ha cometido ningún crimen” (Arendt, 2006a: 277). Es decir, en base a estas presuposiciones, la autora deja nuevamente constancia que a su criterio el acusado no poseía alicientes personales para participar activamente en la matanza generalizada[25].

Esta frase es particularmente problemática porque se encuentra poco antes de que Arendt (2006a: 277-279) de comienzo a su propio alegato (ya que estaba plenamente insatisfecha con el elaborado por Hausner y por los argumentos presentes en la sentencia del tribunal de apelación) en pos de justificar la pena de muerte infligida al criminal. En esta sección del libro, hablando en nombre de los jueces, Arendt (2006a: 278; 2000: 419) estima que “…existen pruebas, aunque escasas, que demuestran sin dejar lugar a dudas razonables lo contrario de cuanto afirmas, en lo referente a tus motivos y tu conciencia”.

Es arduo elucidar los motivos que llevaron a la autora a ubicar dos sentencias manifiestamente opuestas, mutuamente excluyentes e incompatibles, en páginas sucesivas y a sólo pocos párrafos de distancia. Arendt habría asimilado la carencia eichmanniana de motivación para con sus actos criminales con la incapacidad de distinguir acciones delictivas de otras legalmente permitidas y socialmente avaladas.

Eso es lo que posibilita comprender por qué la autora le adjudica a Eichmann una incapacidad para distinguir entre lo correcto y lo incorrecto (Arendt, 2006a: 26, 277), lo ubica inmerso en “…circunstancias que hacen que le sea casi imposible saber o sentir que está haciendo algún mal” (Arendt, 2006a: 276) o por qué, en el “Post Scríptum” de la obra, lisa y llanamente proclama: “Para decirlo de manera corriente, él meramente nunca se dio cuenta de lo que hacía[26] (Arendt, 2006a: 287, cursivas en el original). No obstante, al ser éstos los juicios de valor más frecuentes de la autora sobre el criminal presentes en el libro las chances de interpretar erroneamente su argumento son exponenciales, dando lugar así a encendidas polémicas (Arendt, 2006a: 282-285). Arendt parece en efecto exculpar, entender e incluso amparar a un miembro de las SS encargado de una tarea vital para llevar a cabo la Shoá.

Ésta asignó el origen de la controversia a la existencia de un “pasado no dominado” [unmastered past die unbewältigte Vergangenheit] y a la incapacidad de comprender el genocido aún a casi veinte años de finalizada la Segunda Guerra Mundial[27] (Arendt, 2006a: 283; 2007a: 476, 486; 1995: 20; 2005c: 23, 55, 219, 245; Arendt y Fest, 2013: 35-36). Lo que en realidad sucedió es que no se realizó una adecuada separación de la enorme cantidad de temas presentes en Eichmann en Jerusalén a fin de probar cuál es el mensaje que explícitamente concuerda con la visión sobre la política, la moral y el ser humano presente en todo el resto de los escritos arendtianos. Esto es lo que se tratará de hacer a continuación al analizar los otros ejes vertebrales del texto.

3.3. La ambivalente conciencia de Eichmann

En el mismo libro en donde se alude reiteradamente la ausencia de percepción y comprensión de lo que sucedía a su alrededor por parte de Eichmann se da testimonio simultáneamente de lo contrario. En primer lugar Arendt (2006a: 26) da cuenta del interés de aquél por los problemas de conciencia, a diferencia de su abogado defensor. En este sentido Arendt (2006a: 57-58) presenta las reticencias de Eichmann frente a la posición de irresponsabilidad y sumisión absoluta a sus superiores que el Dr. Servatius intentaba que el Tribunal de Jerusalén adscribiera al acusado: “Obviamente a los ojos de Eichmann la teoría del pequeño engranaje no tenía lugar. Es cierto que no había sido el hombre importante en el que Hausner quiso convertirlo… […] Pero tampoco fue tan pequeño como la defensa hubiera deseado”. Aquí nos encontramos frente a un Eichmann reflexivo y honesto tanto consigo mismo como con los espectadores de su “tragedia” personal. Parece imposible asimilarle a este tipo de carácter el automatismo y la estupidez descritos en el apartado previo.

La intriga alcanza un punto álgido cuando se transmiten en el juicio las cintas en las cuales Eichmann es interrogado por la policía israelí el año anterior a que se celebrara el proceso. En las mismas explica su horror cuando le eran enseñadas las técnicas utilizadas para el exterminio en masa de los judíos. Existen cuatro momentos “epifánicos” presentados por el acusado. En Lublin, al ver los prototipos de las primeras cámaras de gas, enuncia que:

Para mí también esto era monstruoso. No soy tan duro como para ser capaz de soportar una cosa así sin presentar ninguna reacción… […] Todavía recuerdo como me imaginé el hecho, lo que me hizo sentir físicamente débil, como si hubiera experimentado alguna gran agitación. Esas cosas le ocurren a todos, y me dejó un cierto temblor interno (Arendt, 2006a: 87).

Luego, al presenciar en Lódz la ejecución por medio de envenenamiento en camiones sin escape externo de los gases del motor, Eichmann sostiene: “Apenas miré. No podía, no podía, ya había tenido suficiente. Los gritos, y … estaba muy alterado… […] Tuve demasiado. Estaba acabado.” (Arendt, 2006a: 87-88). En Minsk, en donde las ejecuciones se hacían con armas de fuego, Eichmann tuvo que ver otra vez algo inenarrable: “…eso fue demasiado para mí, una mujer con sus brazos estirados hacia atrás; entonces mis rodillas flaquearon y me fui” (Arendt, 2006a: 88). Finalmente al visitar el campo de exterminio de Treblinka cuenta: “Me mantuve alejado, tan lejos como pude, no me acerqué para ver todo eso” Arendt, 2006a: 89).

Es arduo creerle al principal encargado del transporte de los judíos a los campos de concentración y de exterminio cuando aspira a presentarse como alguien que reacciona con desagrado y revulsión ante el asesinato y las matanzas. No obstante lo cual Arendt ha reparado en que éste es el error en el que inciden los jueces del proceso, que Eichmann por el contrario no era un mentiroso y que esta aversión a la violencia puede perfectamente coexistir con el trabajo desempeñado por el encargado de la sección IV-B-4 de la Reichssicherheitshauptamt. ¿Cómo es posible conciliar dos actitudes tan dispares? Es necesario ahondar aun más en Eichmann en Jerusalén para hallar la respuesta[28].

Arendt (2006a: 90) aclara que existen dos interrogantes principales en el proceso. El primero consiste en deducir si Eichmann estaba al corriente del significado de sus acciones desde el punto de vista legal. El segundo se refiere a “…saber si había estado en situación de juzgar la enormidad de sus actos, de saber si, además del hecho de que estaba sano en términos médicos, era responsable legalmente” (Arendt, 2006a: 90). Más allá de que la autora se ocupe raudamente de aclarar que ambas inquietudes fueron resueltas en sentido afirmativo, persiste una duda en lo relativo a la irrelevancia, pretextada por Arendt, de considerar la demencia de Eichmann como un atenuante al momento de estimar su imputabilidad. ¿Cuánta responsabilidad por sus obras puede tener alguien alienado de sí? El hecho de que el acusado estuviera o no loco no es un factor menor fácilmente descartable en los considerandos conexos a su procesamiento.

De cualquier modo, y a los fines de la comprensión arendtiana del caso, Eichmann poseía parámetros normales de funcionamiento mental, lo que obliga a entender la soberbia disparidad y oposición de sus actos en base a otras categorías, tal como fuera anticipado en el apartado anterior. Se debía intuir “…cuánto tiempo le toma a una persona promedio superar su repugnancia innata al crimen y qué es lo que le sucede exactamente una vez que ha alcanzado este punto” (Arendt, 2006a: 93). El experimento masivo que los nazis realizaron sobre la sociedad del Tercer Reich consistió en intercambiar los valores característicos de la moral comunitaria por otros. Este proceso requiere de tiempo, debido a las reticencias iniciales de algunas personas por cambiar sus valores[29]. En el caso de Adolf Eichmann se necesitaron solamente cuatro semanas (Arendt, 2006a: 95), en las que de presentar reticencias al envío de judíos a campos de concentración en el este europeo pasó a acatar absolutamente todas las órdenes relativas a la sombría “Solución Final”. Sus únicas objeciones estuvieron relacionadas con la “deportación” de los judíos provenientes de Alemania, pero no de aquellos que pertenecieran al resto de las naciones ocupadas por ésta (Arendt, 2006a: 96).

Cuando osó desobedecer órdenes de mandar un contingente de detenidos clasificados como Untermenschen [subhumanos] para ser liquidados por los Einsatzgruppen [grupos de tareas que asesinaban por medio del fusilamiento] sus razones se sostenían en no exterminar a individuos que provenían, como proclamó otro dubitativo miembro de las SS, “…de nuestro propio medio cultural… [los cuales eran] … distintos de las animalizadas hordas nativas” (Arendt, 2006a: 96).

De esta manera Eichmann poseía inicialmente una “conciencia selectiva” sui generis, que estaba en contra el asesinato de sus connacionales (aunque fueran clasificados como inferiores a un ser humano promedio) pero a favor de la matanza de aquellos que no lo fueran[30]. Que esta contrariedad no le impidiera proseguir con su trabajo no implica que no le hubiera generado problemas al comienzo de la aniquilación masiva operada por el nazismo, pero luego pudo resolver esta disonancia cognitiva[31] de la única manera posible en vista del trabajo que le fuere asignado: coordinar el transporte de personas tout court, sin importar en qué país hubiesen nacido.

En enero de 1942 se celebra la Conferencia de Wannsee, en donde las altas líneas de mando de los diversos organismos burocráticos que podían tener injerencia en la Endlösung fueron convocadas por Reinhard Heydrich para orquestar más armónicamente sus esfuerzos genocidas. Eichmann fue el encargado de enviar la convocatoria, preparar estadísticas para ser utilizadas por sus superiores y redactar las actas del encuentro, el cual le sirvió para expiar por completo cualquier residuo de culpabilidad que aun pudiera poseer: “En aquel momento, sentí algo parecido a lo que debió sentir Poncio Pilatos, porque me sentí libre de toda culpa” (Arendt, 2006a: 114; 2000: 174). Evidentemente, si la plana administrativa mayor del nazismo aprobaba el genocidio, él, en tanto cuadro intermedio de la cadena de mando, no podía menos que sentirse redimido en su accionar[32]. Al fin y al cabo sólo obedecía órdenes.

Este proceso interno a Eichmann no es óbice para que Arendt encuentre un problema moral y político de mayor envergadura que el planteado para este individuo, consistente en visualizar a una entera comunidad como suscriptora de postulados genocidas:

Su conciencia [la de Eichmann] quedó de hecho sosegada cuando contempló la dedicación y el entusiasmo con el que la «buena sociedad» reaccionaba en todos lados como él lo hacía. No tuvo necesidad de «cerrar sus oídos a la voz de la conciencia», tal como se dijo en el juicio, no porque no tuviera ninguna sino porque su conciencia habló con una «voz respetable», con la voz de la sociedad respetable que estaba a su alrededor (Arendt, 2006a: 126).

Arendt pone indirectamente de manifiesto la complicidad implícita de casi todos los alemanes en el Holocausto[33]. Si bien es una acérrima crítica de la teoría de la culpabilidad colectiva (Arendt, 2005a: 121-132; 2005c: 20-21, 28-29; 2007a: 488-489) ya que colige que existen personas claramente asignables como orquestadoras del genocidio judío y que el generalizar la responsabilidad sobre los hechos contribuye a diluir la carga de aquellos que efectivamente los llevaron a cabo, propone que al entender la moral en sentido etimológico como mores, como costumbres aceptadas y practicadas por un grupo social dado, todos los alemanes que aceptaron el exterminar a personas consideradas como inferiores y sancionaron esta actividad como una conducta socialmente celebrada poseen un cierto grado de complicidad en la matanza y proveyeron a los auténticos genocidas una coartada plausible[34].

Eichmann, que hasta su incorporación al nazismo había vivido fuera de los circuitos sociales más elevados sea austríacos o alemanes, pudo evidenciarse como un partícipe, en cierto grado y vicariamente, de las corrientes y tendencias más en boga de su época, en la senda aquellos que encabezaban estos cambios en sus comunidades respectivas. ¿Qué mejor forma de consagrar su ascenso que actuando de acuerdo a las directrices de los más altos jerarcas del Tercer Reich, de aquellos que, como su líder, habían alcanzado a regir los destinos de “…un pueblo de casi ochenta millones de personas” (Arendt, 2006a: 126)?

De esta manera y a medida que transcurría el tiempo Eichmann “…perdió la necesidad de sentir algo en absoluto” (Arendt, 2006a: 134). En este sentido Arendt es clara en que Eichmann hizo caso omiso a cualquier advertencia moral sobre la criminalidad de sus actos y prosiguió con su conducta, “automatizándola”, eliminando cualquier tipo de cuestionamiento que pudiese alguna vez haber albergado. En efecto, luego de alardear sobre su conocimiento del imperativo categórico kantiano, Eichmann aclaró que “…desde el momento en que había sido asignado con la implementación de la Solución Final había dejado de vivir de acuerdo a los principios kantianos, que había comprendido esto y que se había consolado con la idea de que no era más «el dueño de sus propios actos», que era incapaz «de cambiar nada»” (Arendt, 2006a: 136).

Aquí es donde Arendt da cuenta explícita de la conciencia del acusado y de su voluntaria y autónoma decisión de obliterar cualquier autocuestionamiento existente y proseguir con sus tareas criminales. Esta sentencia es la primera que se ubica en manifiesta contradicción con todas aquellas referidas en el apartado previo que permitían suponer una completa inconsciencia eichmanniana[35]. Por el contrario, en base a las propias declaraciones del procesado en Jerusalén, Arendt entiende que éste, más allá de sus limitadas facultades, de su imbecilidad patente y de su “grotesca estupidez”, no era ni un idiota ni un loco, sino un conformista, un arribista que en pos de satisfacer el criterio de éxito prevaleciente en su núcleo societario circundante no dudó en ser partícipe de una matanza masiva aún cuando tuvo reticencias iniciales al respecto[36]. Es más, una vez que hubo transformado sus creencias para amoldarse al patrón mortífero del nazismo tuvo serias dificultades para revertirlas cuando la guerra se aproximaba a su final. Así, cuando en 1944 Himmler le diera la orden de discontinuar la matanza de los judíos húngaros, Eichmann, en lo que Arendt (2006a: 137-150) define como su última crisis de conciencia, desobedeció esas directrices en las ocasiones en que pudo ampararse en sus superiores inmediatos, Müller y Kaltenbrunner. En esta oportunidad, cuando sus valores estaban en una posición directamente opuesta a aquella por él ocupada previamente a que se iniciaran las matanzas, no hesitó incluso en eludir a una figura máxima de autoridad (Himmler) en pos de obedecer a la única que se ubicaba por sobre ella[37] (Hitler).

En el medio de estos dos episodios, al menos entre la Conferencia de Wannsee y el otoño de 1944, Eichmman reconoció y confesó ante las autoridades judiciales israelíes “…haber enviado personas a su muerte en plena conciencia de lo que estaba haciendo” (Arendt, 2006a: 320), lo cual en esta parte de Eichmann en Jerusalén es avalado de tout coeur por la autora. Sin embargo, efectuando una comparación entre la cantidad de sentencias que ratifican esta última posición frente a aquellas otras que la desmienten el resultado es favorable a estas últimas.

¿Por qué razones Arendt eligió mencionar mucho más asiduamente la falta de inteligencia y la estupidez de Eichmann en vez de sostener tajantemente que él estuvo “en plena conciencia de lo que estaba haciendo”? ¿Puede esta apreciación coexistir sin inconvenientes en la misma obra en donde se adjudican a este idéntico sujeto de estudio adjetivos tales como “incapacidad para pensar”, “superó la necesidad de sentir”, “grotesca estupidez” y, sobre todo, las muy descalificatorias sentencias tales como “…comete sus crímenes bajo circunstancias que hacen que le sea casi imposible saber o sentir que está haciendo algún mal” (Arendt, 2006a: 276), la alusión a una incapacidad para “…distinguir entre lo correcto y lo incorrecto (Arendt, 2006a: 26, 277), o la definitoria y categórica conclusión que proclama que “Para decirlo de manera corriente, él meramente nunca se dio cuenta de lo que hacía” (Arendt, 2006a: 287, cursivas en el original). ¿A cuál de las “dos” Arendt se debe tomar en cuenta[38]?

Ambos carriles de apreciación deben separarse. En efecto, éstos se corresponden en primera instancia con las propias oscilaciones y vacilaciones de Eichmann ante la tarea asesina a emprender. Pero en segundo lugar estas apreciaciones paralelamente sostenidas y completamente contradictorias en realidad justifican dos temáticas diferentes que se hallan en la obra.

Eichmann era un acusado imputable y, sólo en este sentido, debía tener “plena conciencia” de sus actos, porque de lo contrario no se lo podría haber procesado (ni subsecuentemente ejecutado) y su destino final hubiera sido un asilo psiquiátrico. Pero a la vez, a los efectos de validar la teoría arendtiana, Eichmann no debía someter a cuestionamiento su accionar para que luego se pudiera demostrar de qué manera la falta de juicio reflexionante sobre la propia conducta puede desembocar en consecuencias trágicas.

Esta interpretación desdoblada permite entonces encarrilar en paralelo dos “trenes de ideas” (Bernstein, 1996a: 123; Canovan, 1995: 6-7) arduos y al menos en apariencia mutuamente excluyentes. La realidad es que en una única lectura las contradicciones puestas aquí de manifiesto resaltan por su supuesta incompatibilidad última, y Arendt hubiera necesitado lectores mucho más comprensivos que el promedio para que pudieran arribar a la conclusión disociada expuesta en los párrafos precedentes. Además de ello la confusión se ve acrecentada gracias a sus frases tajantes y categóricas, que no pueden menos que dejar absorto a quien las contrapone. Lo cierto es que Eichmann en Jerusalén contiene varios libros en uno, y Arendt hubiera debido ser un poco más afecta al esquematismo para no desencadenar la lógica reacción adversa que frases como “él meramente nunca se dio cuenta de lo que hacía” no pueden menos que ocasionar.

Su ambición por anticipar parte de su teoría del juicio la llevó a insertar elementos de la misma a lo largo del texto, a pesar de contradecir la rotulación eichmanniana de imputabilidad, porque a su criterio fue precisamente la no puesta en práctica de esta operación mental la que permitió que la mayoría de los genocidas, al obliterar sus resultados, pudiera orquestar la Shoá, mientras que el acatar su veredicto fue lo que posibilitó la existencia en paz consigo mismos de la minoría de desobedientes civiles y objetores de conciencia del nazismo.

3.4. El vínculo entre la conciencia y el juicio reflexionante en Eichmann en Jerusalén

El diagnóstico inicial del libro es tajante: Eichmann era una persona «normal» que sin embargo no podía diferenciar lo correcto de lo incorrecto (Arendt, 2006a: 26). Si bien Arendt posteriormente matiza al menos en parte la incapacidad moral eichmanniana, lo cierto es que dicho defecto le permite construir una particular teoría que establece un vínculo entre la moralidad y la política, algo que hasta ese momento consideraba contrario a su pensamiento sobre los asuntos públicos[39].

Es propicio recordar en este contexto una frase del artículo de 1968 “Responsabilidad colectiva”: “En el centro de las consideraciones morales de la conducta humana se halla el yo, en el centro de las consideraciones políticas de la conducta se halla el mundo” (Arendt, 2005c: 153), separación asentada a la vez en otros segmentos del texto (Arendt, 2005c: 148, 151-152). En el mismo año, en un artículo sobre la revista Politics, develó que a su parecer la cuestión “moral” de las circunstancias políticas contemporáneas estribaba en saber cómo diferenciar el bien del mal (Arendt, 1968a; 2005a: 332).

Una correcta síntesis respecto a esta renovada voluntad de abordar cuestiones morales y de relacionarlas en mayor o menor grado con los asuntos políticos es la provista por Ringguth (1982: 139), quien sostiene que si bien este empeño estaba presente, no se caracterizó de ningún modo por contemplar la elaboración de una ética general de la acción ya que ella, al disponer de reglas para toda ocasión previsible, impediría la acción libre de las personas y la posibilidad de que éstas sean responsables por sus actos. Idéntico parecer se encuentra en Young-Bruehl (2004: 375-377), quien estima que Arendt no quería construir una Moralia sino una moralidad políticamente fundada.

La concepción de la moral probablemente más afín a la teoría política arendtiana es aquella de la Antigüedad clásica, en la que poseía la función de determinar si la conducta del individuo era positiva para la comunidad en la que vivía (Arendt, 2005c: 64-65, 151). En este sentido es correcta la apreciación de Buci-Glucksmann (2004: 287) consistente en que la moralidad arendtiana estriba en la capacidad de ser visto. La reluctancia de la autora a establecer patrones morales para la acción es debida a que los mismos podrían luego ser utilizados para la aplicación del juicio determinante, impidiendo el ejercicio del juicio reflexionante, el cual es a su parecer un elemento clave para impedir la comisión de actos malignos, como se expone en “Thinking and Moral Considerations” (Arendt, 2005c: 167).

Esta concepción política de la moralidad no deja de tener a su vez lazos con la desobediencia civil: “…bajo las condiciones del Tercer Reich sólo podía esperarse que las «excepciones» reaccionasen «normalmente»” (Arendt, 2006a: 26-27). De esta manera ya al comienzo de la obra Arendt pone de manifiesto el principal mensaje político y moral que desea transmitir, justificándolo a lo largo de las páginas sucesivas con ejemplos y relatos de experiencias acontecidas en la Segunda Guerra Mundial.

La primera a rescatar de ellas es la incapacidad casi completa de Eichmann “…para considerar cualquier cosa desde el punto de vista de su interlocutor” (Arendt, 2006a: 47-48; 2000: 78). Este comentario anticipa, como ya se ha indicado, una de las temáticas primordiales de la teoría arendtiana del juicio: la imaginación y la “mentalidad ampliada” [enlarged mentality] . A ciencia cierta para Arendt es de cardinal importancia el poder entender al otro, emplazarse temporariamente en otra perspectiva, sin que eso igualmente anule u obstruya la propia, a fin de enriquecer la mirada sobre los hechos en base a múltiples interpretaciones no siempre correspondientes con la individual.

El que Eichmann nunca haya incorporado prácticamente a las percepciones de otros sujetos dentro de su obrar refleja una gran falta de consideración para con los semejantes que, llevada al extremo, puede dar lugar a graves casos de insociabilidad como el genocidio, el acto supremo de desprecio hacia quien se clasifica como inferior[40].

Otro elemento a considerar es el autoengaño. Si bien Arendt era adversa a la psicología en tanto disciplina (Arendt, 1974: xviii; 2005a: 33-34; 2005b: 201-202; 2006d: 233-234, 378, 627-628, 641, 747; 1978a: 35, 113; 2006a: 289-290; 1998a: 11, 141, 323; 1994: 455; 2006c: 142-143; 2006b: 1) ello no le impidió utilizar diversos conceptos psicológicos en el libro aquí analizado[41]. En este marco contextual el autoengaño sirve para “escaparse” de una realidad ya sea adversa o más bien desagradable. Su modus operandi consiste en ocluir el enjuiciamiento de los sucesos cotidianos así como la propia autoevaluación, brindando una imagen de la realidad divergente a ésta en mayor o menor grado.

En el caso de la Alemania nazi Arendt entiende que el autoengaño se produjo a escala masiva: “…esa sociedad alemana de ochenta millones de personas había sido resguardada de la realidad y de la facticidad exactamente por los mismos medios, el mismo autoengaño, mentiras y estupidez que para este momento ya se habían incorporado a la mentalidad de Eichmann” (Arendt, 2006a: 52).

Esto no debe entenderse solamente de modo unidireccional, tal como el uso de la voz pasiva en esta frase sugiere. En realidad, como el prefijo “auto” indica, existe una volición por parte de quienes son ensimismados en la fantasía para que así sea efectivamente. De tal manera, en base a las premisas arendtianas expuestas ut supra, existe una connivencia parcial con el genocidio encarado por la cúpula de la Alemania hitleriana por parte de sus connacionales cuando éstos optaron por dirigir su mirada en dirección opuesta a las cámaras de gas.

Aquí también en consecuencia puede verse cómo, al elegir anular la propia conciencia y juicio sobre lo que acontece y sobre lo que se emprende, se autoriza a los demás y a uno mismo a ignorar las implicancias morales y personales de los hechos. Esta actitud quizás provea de beneficios en el corto plazo (como el no padecer o atestiguar de manera directa el Holocausto), pero en base a los lineamientos arendtianos es manifiesta y patentemente imposible que sea positiva de manera permanente.

El mensaje de Arendt en este sentido es que se debe lidiar siempre con la realidad y es preferible hacerlo en simultáneo con los eventos a medida que éstos se van desenvolviendo antes que prorrogar imaginariamente ese enfrentamiento en pos de ciertas ventajas efímeras. Además dicha ganancia causada por el autoengaño en general no será suficiente para compensar todas las graves consecuencias del mismo ex post facto, una vez que se desee (o se deba) asumir lo que haya pasado y rendir cuentas ante sí y ante la sociedad por cómo se obró[42].

Obviamente existieron ocasiones en las cuales el sistema no obró como un “…escudo contra la realidad” (Arendt, 2006a: 86), pero tales casos son excepciones a la regla y su escasa frecuencia no alcanzaba a poner en cuestión a todo el sistema de mentiras orquestadas por el Estado nazi a fin de que su población convalidara las matanzas bajo diversos pretextos para “apaciguar su conciencia”[43]. Esto explica la frustración de Arendt (2006a: 98-99) cuando relata que “…la abrumadora mayoría del pueblo alemán creía en Hitler [. . .]. Contra esta mayoría sólida se hallaba un número indeterminado de individuos aislados que estaban completamente al tanto de la catástrofe nacional y moral…”.

La gran tragedia es que los patrones axiológico-societarios de referencia estaban completamente invertidos respecto a los del resto de los países del orbe[44] (Arendt, 2006a: 103) y las personas, aún cuando interiormente supieran que esto era cierto, preferían ignorarlo día tras día con la secreta esperanza que Hitler venciera en la contienda mundial y así los demás conglomerados nacionales suscribirían – por la fuerza – a su patológico sentido moral: si todos son asesinos entonces nadie lo es (Isaac, 1992: 25).

Uno de los métodos empleados por los jerarcas nazis para que la población apoye a sus valores era la creación de eslóganes, actividad especialmente valorada por Himmler. Arendt (2006a: 105) señala que este último no podía encontrar fundamentos ideológicos nacionalsocialistas para sustentar sus frases, pero que igualmente ello no era necesario debido a que lo “…que permanecía en las mentes de aquellos hombres que se habían convertido en asesinos simplemente era la noción de estar involucrado en algo histórico, grandioso, único [. . .] que, en consecuencia, debe ser difícil de soportar”. Se debe notar aquí la transformación apuntada por la autora: los hombres no eran normal y rutinariamente asesinos, sino que devinieron tales en función de aceptar y vivificar el sistema normativo nazi en su vida diaria. Asimilando vacías frases hechas himmlerianas podían adjudicarle un sentido básico a toda la empresa bélica germana en general: la contienda por la supervivencia. Eso explica que el lema más popular fuese la “batalla del destino del pueblo alemán” [der Schicksalskampf der deutschen Volkes] (Arendt, 2006a: 52) el cual permitía exculpar a Hitler por haber comenzado la agresión colocando al combate como una guerra total de exterminio[45] y por ende visualizando la situación en términos maniqueos al estilo de “o ellos o nosotros”: la contienda “…era una cuestión de vida o muerte para los alemanes, que debían aniquilar a sus enemigos o ser aniquilados” (Arendt, 2006a: 52).

Este marco totalizador en donde la propia existencia se percibe en constante peligro permite una “volatilización moral” mucho más expedita que circunstancias pacíficas. Que la guerra sirve para eliminar problemas de conciencia es otro elemento que Arendt (2006a: 106) en consecuencia rescata como esencial: “Eichmann insistió repetidas veces en la «actitud personal diferente» hacia la muerte «cuando se veían muertos en todas partes» y cuando todos esperaban la propia muerte con indiferencia”.

Otro elemento utilizado por el nazismo para manipular moralmente a la población fue hacerla sentir como víctima en vez de victimaria, redirigiendo la compasión originariamente destinada hacia los prisioneros, torturados y ejecutados hacia los propios autores de estos delitos: “…los asesinos, en vez de decir: «¡ Qué horribles cosas les hice a las personas!», estarían en condiciones de decir: «¡Qué horribles cosas tuve que observar en el cumplimiento de mi deber, qué pesada es la tarea que tengo soportar!»” (Arendt, 2006a: 106; 1994: 454). Invirtiendo así la fuente de la piedad, el régimen de Hitler podía otorgarle a sus acólitos otra herramienta más de cercanía e identificación mutua, incluso a partir del hecho tan revulsivo de asesinar a otro ser humano completamente indefenso.

Finalmente, como si no bastasen las excusas detalladas previamente, existía una validez pseudocientífica de las matanzas que también obró en el sentido de invalidar cualquier autocuestionamiento social en general. Bajo el pretexto sostenido en el decreto emitido por Hitler el 1 de septiembre de 1939, el cual promulgaba que “a los enfermos incurables se les debe garantizar una muerte sin dolor” (Arendt, 2006a: 108), se pudo cubrir bajo el manto de la misericordia (y bajo un gran eufemismo) la masacre puntual de, en primera instancia, personas con discapacidades físicas y mentales[46]. Esto se debía a que mediante la liquidación indolora se ofrecería un deceso digno a alguien cuya única vivencia diaria era el padecimiento extremo[47]. En este sentido “…el pecado imperdonable no era matar personas sino causar dolor innecesario” (Arendt, 2006a: 109).

De esta manera la compasión pudo encubrir el asesinato de quienes menos podían defenderse, a veces incluso en contra de la voluntad de la familia y allegados del círculo social de quien sería liquidado. Sin embargo estas protestas fueron efectuadas sólo al principio de la guerra (Arendt, 2006a: 110), cuando la exacerbación de los ánimos no era total y cuando el cuestionar a los gobernantes no era percibido como un atentado a la seguridad nacional y a la propia subsistencia física.

En base a toda esta evidencia Arendt (2006a: 105) puede colegir, tal y como lo había hecho en el caso particular de la personalidad eichmanniana que “…los asesinos no eran sádicos u homicidas por naturaleza sino que, por el contrario, se realizó un esfuerzo sistemático para eliminar a todos aquellos que encontraban placer físico en lo que hacían”[48]. Los mortíferos agentes del hitlerismo eran hombres comunes y corrientes, que fueron rápidamente incorporados a la maquinaria de destrucción y que no emitieron objeción alguna al frenesí exterminador mediante diversas técnicas de autoengaño recientemente enumeradas.

Eichmann era, en consecuencia, otro ejemplar del individuo corriente de la época. Eso justifica su declaración según la cual “…el factor más potente para tranquilizar su propia conciencia fue el simple hecho que no pudo ver a nadie, absolutamente a nadie, que estuviera realmente en contra de la Solución Final” (Arendt, 2006a: 116).

Esto revela la acérrima crítica que Arendt efectúa al conglomerado societal germano de la época in toto así como también a la cúpula dirigente del nazismo, los cuales a su criterio no ejercieron un juicio crítico sobre sí mismos ya que en los años iniciales de la contienda, cuando todos los pronósticos eran positivos, “…rara vez ocurrieron defecciones en las filas de la elite gubernamental o de los altos oficiales de las SS. Las defecciones comenzaron a producirse únicamente cuando se hizo patente que Alemania perdería la guerra” (Arendt, 2006a: 177).

Este argumento, de por sí, refleja la abyección moral nazi, mostrando ausencia de compasión alguna hacia los sufrientes. Pero para la autora igualmente reprobable es que el pequeño número registrado de deserciones solamente respondiera al deseo de protegerse frente a la derrota y la avanzada de los Aliados, y a la ambición de efectuar negociados a la espalda del Tercer Reich. Como se revisará cuando se analice el rol político de la desobediencia civil, Arendt (2006a: 116; 2000: 177) lamenta que en el caso del nazismo “…estas deserciones nunca fueron lo suficientemente serias para afectar el funcionamiento de la maquinaria de exterminio, consistían en casos aislados…”.

Aquí es visible su vocación por la organización de pequeños ámbitos de libertad, sin los cuales cualquier atisbo de resistencia o contrapoder verdaderamente efectivo al monopolio estatal de la violencia es completamente inimaginable. Tanto en el artículo “Desobediencia civil” como en Sobre la revolución, en donde recuperando entre otros el ejemplo de la résistance se exalta el valor de las asociaciones tanto para fundar como para sostener en el tiempo los espacios públicos, Arendt resalta el rol transformador y dinamizador que juegan los pequeños grupos en la política[49]. Eso es, en consecuencia, lo que lamenta que no haya ocurrido en el régimen que consagró a Adolf Hitler como líder.

El hecho es que los nazis causaron una situación límite, una alternativa que para muchos se resumía en aniquilar o en ser aniquilado aún cuando, como Arendt (2006a: 91-92; 2007a: 482; 2005c: 251) y Goldhagen (1996: 179, 252, 278-279, 379-381, 385, 394-396, 406, 452, 578-579) entre otros se encargan de enunciar, la posibilidad de solicitar ser reubicado antes de cometer tareas genocidas era fehaciente y legítima[50]. Esto condujo para Arendt (2006a: 191) a un colapso moral “…no sólo en Alemania, sino en casi todos los países, no sólo entre los victimarios sino también entre las víctimas”.

Arendt (2006a: 115-125) dedica asimismo varias páginas de Eichmann en Jerusalén a ilustrar cómo los consejos judíos [Judenräte] establecidos por el nazismo para facilitar la tarea de expropiación y deportación de las diversas comunidades judías europeas cooperaron manifiestamente con sus opresores[51]. Esa posición causaría una gran controversia en el judaísmo mundial, ya que muchos de sus referentes no estaban dispuestos a aceptar la perspectiva arendtiana (que a su vez se sostenía en estudios como los de Hilberg[52] o Poliakov (Arendt, 2006a: 300, 302).

De esta forma el libro plantea otro arduo dilema ético. ¿Cómo es posible que las víctimas hayan podido colaborar con los asesinos? Arendt aclara que este interrogante debe desagregarse y ser dirigido sólo a quienes participaron de cada consejo en particular o en alguna de sus dependencias[53] (como la policía judía de los ghettos).

Frente a acusaciones que inhabilitaban su derecho a juzgar e imaginar qué pudo suceder para que alguien designado como subhumano decida colaborar en su propia aniquilación (Scholem, 2005: 140), Arendt entiende que los detenidos en los campos de concentración y de exterminio podían optar por no hacer nada. Es decir que la alternativa no era la resistencia armada o la sublevación general frente al nazismo, lo que a su juicio era manifiestamente inútil de cara a la superioridad numérica y técnica del Tercer Reich, sino el rehusar cualquier connivencia para con los captores. De esta manera Arendt (2006a: 125) expresa que “…si el pueblo judío hubiera estado realmente sin organización ni liderazgo habría habido caos y cuantiosa miseria pero el número total de víctimas difícilmente se hallaría entre los cuatro millones y medio y los seis millones de personas”.

Pero el reparar en la crisis moral de los judíos europeos no es para Arendt más que un detalle en el marco de su visión general del caso Eichmann. A su criterio el tópico de la colaboración judía adoptó una trascendencia completamente inusitada gracias a la intención del gobierno de Ben Gurión de exaltar la resistencia y el liderazgo sionista frente al resto de las organizaciones de la comunidad (Arendt, 2006a: 122), lo cual a su entender representa una manipulación política del proceso judicial completamente inadmisible. Arendt se encargó de poner en evidencia las improcedencias en las que el fiscal Gideon Hausner, quien para ella actuaba en coordinación con el primer ministro en funciones, no cesó de incurrir, obstruyendo el juicio y ofuscando a los presidentes del tribunal (Arendt, 2006a: 3-8, 94-97, 120-125, 209-211, 220-230, 259-267).

La opción más buscada como alternativa frente a la cooperación con el nazismo que no conllevaba el riesgo de perder la propia vida era la denominada “emigración interna”, lo que en el caso de los funcionarios del Estado nazi implicaba mantener una oposición inmanente al régimen para el cual diariamente trabajaban. Para aquellos que no tuvieran ninguna conexión laboral con el Tercer Reich su variante “emigratoria” básicamente consistía en “…no aparecer en absoluto” (Arendt, 2006a: 127), en no ofrecer signos públicos de su disconformidad para con el ideario y la práctica del hitlerismo.

Arendt pone en tela de juicio la credibilidad de la primera alternativa crítica, notando que es imposible determinar fehacientemente si un funcionario o burócrata del nazismo odió o se opuso por completo a sus empleadores durante el transcurso de su carrera laboral, criterio que también puede extrapolarse al ámbito de su vida privada, en vista de la ausencia de publicidad total del pensamiento de los “emigrantes”[54].

No obstante lo cual Arendt (2006a: 129-130) rescata ciertos ejemplos pertenecientes al segundo tipo de objetor previamente enunciado, entre ellos el pastor protestante Heinrich Grüber, el sacerdote católico Bernard Lichtenberg y su profesor y director de tesis doctoral Karl Jaspers (Arendt, 2006a: 104).

Pero tanto para uno como para el otro miembro de esta categoría de réprobos de Hitler la sanción arendtiana es la misma, la inutilidad política, lo cual en última instancia era lo único que importaba en vistas de las circunstancias imperantes: “…la oposición resultaba «totalmente insignificante» en la ausencia de algún tipo de organización” (Arendt, 2006a: 127).

Siendo fiel a sus postulados a favor de la praxis Arendt (1998a: 175-297; 2006b: 165-167) no puede menos que denostar la ineficacia y la inoperancia empírica de las buenas intenciones. En efecto, poco o nulo valor tienen disposiciones ejecutadas individual o apolíticamente frente a un genocidio de millones de personas[55].

A partir del octavo capítulo del libro Arendt introduce más explícitamente su teoría sobre el juicio. Comienza por reprocharle a las autoridades que llevaron a cabo los procesos de Núremberg el no tener en cuenta la necesidad de idear nuevas categorías con las cuales tratar los casos a su cargo, y que en su defecto recurrieron a conceptos antiguos referidos a experiencias previas, tales como “órdenes superiores” y “actos de Estado” (Arendt, 2006a: 135).

Dicha innovación jurídica no debía su razón de ser a un mero afán por idear nuevas maneras de catalogar delitos que impresionaban por la magnitud de su escala, sino que en verdad respondían nuevamente, al criterio de quien redactara Los orígenes del totalitarismo, al deseo de ser lo más fiel posible a la Erfahrung, a la pura experiencia. Una vez más es entonces visible la presión subyacente a la empresa arendtiana por ser leal a la realidad, por reflejar de la manera más acertada lo que verdaderamente aconteció. La falta de este empeño, el conformismo en reutilizar patrones ya existentes de pensamiento y de juicio para lo inédito simbolizan para la teórica política un acuciante desgano moral.

Arendt (2006a: 135) lamenta que durante el proceso judicial se haya mantenido “…la ilusión de que lo completamente carente de precedente podía ser juzgado de acuerdo a los precedentes y los estándares…” preexistentes. En esta frase coexisten dos temáticas afines a la pensadora presentes en su obra escrita. En primera instancia puede destacarse la recuperación de la distinción kantiana entre el juicio determinante y el reflexionante[56]. En segundo lugar se halla la alusión al quiebre de la tradición existente entre los antiguos y los modernos que, para la autora, se ve pulverizada en el siglo XX (Arendt, 2006c: 91-95) a nivel político y moral con el totalitarismo y a nivel filosófico con los cuestionamientos sucesivos de Marx, Kierkegaard y Nietzsche (Arendt, 2006c: 17-40).

Una de sus frases favoritas para ilustrar este abrupto corte en la historia occidental es la proporcionada por René Char, miembro de la Resistencia francesa: “Nuestra herencia no se ve precedida por ningún testamento” [Notre heritage n’est precedé d’aucun testament] (Arendt, 2006b: 272; 2006c: 3-4). Este enfoque entiende que la generación contemporánea a Arendt padeció o encabezó una serie de sucesos que hasta ese entonces eran completamente inéditos en la vida del hombre, lo cual impide cualquier parangón respecto al pasado. Esa sensación de “orfandad existencial” impulsa aún más a Arendt a promover criterios de análisis que permanezcan ligados a lo que ha sucedido.

Por ende si los jueces de Núremberg procesan a los acusados en base a criterios emanados del derecho común internacional o europeo acumulado a lo largo de los siglos no acatan el llamado a atender estrechamente a la originalidad del genocidio llevado a cabo por el nazismo ni tampoco, lo que es peor, podrán comprender por completo lo sucedido y aplicar en consecuencia la pena correspondiente a los culpables[57].

Otro de los elementos del proceso de Jerusalén conexo a la temática del juzgar que promueve la irritación arendtiana es la tergiversación que el acusado hizo (o adujo haber hecho) del imperativo categórico de Kant. En efecto, Eichmann confesaría, a fin de justificar su celo a la hora de planear parte de los detalles del aniquilamiento de sus víctimas, haber siempre “…vivido de acuerdo a los preceptos morales de Kant, especialmente con la definición kantiana del deber” (Arendt, 2006a: 135-136).

Arendt resalta que este detalle es pasado por alto en el interrogatorio efectuado por el policía israelí Avner Lesss previamente al juicio[58], pero que durante este último el juez Raveh

…ya sea por curiosidad o por indignación ante la osadía que constituía el hecho que Eichmann invocase el nombre de Kant en conexión con sus crímenes, decidió interrogar al acusado. Y, para sorpresa de todos, Eichmann proporcionó una definición aproximadamente correcta del imperativo categórico: «Con mi comentario sobre Kant quise decir que el principio de mi voluntad debe siempre ser tal que pueda convertirse en el principio de leyes generales» (Arendt, 2006a: 136).

Arendt (2006a: 136) deviene atónita ante esa “aproximadamente correcta” definición. Verdaderamente es muy difícil creer que quien organizase los transportes que finalizaban en destinos como Treblinka, Majdanek, Chelmno o Auschwitz supiera el imperativo categórico kantiano y manifestara haber leído la Crítica de la razón práctica.

Ante la insolencia eichmanniana Arendt reacciona colocándose como abogada defensora de Kant. Comienza por explicar como Eichmann transformó el apotegma kantiano en uno que rezara: “compórtate como si el principio de tus actos fuese el mismo que el de los actos del legislador del lugar. O [. . .] «Actúa de tal modo que, si el Führer supiera, aprobaría tus actos»” (Arendt, 2006a: 136). Aquí ya efectúa la primera transición: Eichmann no seguía los dictados de Kant per se sino que en realidad se acogía a cómo sus mandatos eran interpretados en el Tercer Reich. Pero como ésto para ella es aún insuficiente para “desmarcar” al filósofo de Königsberg de la acusación de prepararle el terreno a la ética nazi[59], presenta ciertas explicaciones adicionales de su filosofía. Ante la declaración eichmanniana en pro de la ética kantiana del deber Arendt (2006a: 136) estima que la misma resultaba indignante e incomprensible, porque “…la filosofía moral de Kant está tan estrechamente unida a la facultad humana del juicio que elimina en absoluto la obediencia ciega”.

Se debe reparar adecuadamente en esta sentencia porque aquí reside el primer punto de explícito contacto en la teoría arendtiana entre la política y la moralidad, vía la facultad del juicio. De acuerdo a su perspectiva la moral propia del kantismo inhibe la sumisión automática a las órdenes superiores porque el sujeto que recibe y atiende a éstas no es un mero receptor pasivo de información sino que posee todos los instrumentos necesarios para evaluar si la conducta sugerida merece o no ser fielmente seguida y aplicada.

Este alegato en contra del automatismo es el primer rasgo divisor entre Kant y Eichmann. Aquél nunca hubiera podido estar a cargo de la sección IV-B-4 de la RSHA porque, entre muchas otras razones adicionales, habría juzgado que las directrices que le eran impartidas conducían a “sufrimientos indecibles” (Naciones Unidas, 2004: 3). Él, como individuo juzgante, no habría podido continuar viviendo consigo mismo luego de haber realizado esos actos, no podría elevar al rango de máxima universal el hecho de “matar a tus semejantes” a menos que despreciara por completo incluso el valor de su propia vida[60].

Arendt (2006a: 136) reacciona raudamente frente a la tergiversación filosófica eichmanniana: “Kant, desde luego, nunca había intentado decir nada parecido. Por el contrario, para él todo hombre era un legislador desde el momento en que comenzaba a actuar”. Sin embargo el hecho que alguien tan poco proclive al pensamiento independiente como Adolf Eichmann hubiera adoptado esta interpretación pseudo-kantiana no dejó de serle sugestiva. Entendiendo que quizás subsistan en la filosofía del autor de Crítica de la razón pura instancias que podrían ser aprovechadas hasta por las mismas ideologías totalitarias que aquél hubiera ciertamente reprobado, Arendt se dispone a disgregar cuales de sus aspectos merecen ser revisados a los fines de proporcionar una versión fácilmente asequible de ella a las sociedades de masas.

Pero es cierto que la distorsión inconsciente de Eichmann concuerda con lo que éste denominó la versión de Kant «para el uso casero del hombre sin importancia». En este uso casero todo lo que resta del espíritu kantiano es la exhortación que aspira a que el hombre haga más que obedecer las leyes, que vaya más allá del mero deber de obediencia y que identifique su propia voluntad con el principio que se ubica por detrás de la ley, la fuente de donde proviene la ley. En la filosofía de Kant esa fuente era la razón práctica, en su uso casero practicado por Eichmann era la voluntad del Führer (Arendt, 2006a: 136-137).

Aquí es posible rescatar dos puntos de análisis. En primer lugar Arendt niega que el uso adaptado que Eichmann hace de Kant sea efectivamente voluntario, y lo cataloga más bien como “inconsciente”. A su criterio el acusado en Jerusalén ni siquiera podía, haciendo pleno uso de sus facultades, comprender al kantismo. La mente eichmanniana no estaba preparada para lidiar con los escritos de Kant, y la deformación del imperativo categórico es un fiel reflejo de esta apreciación.

En segundo lugar se debe reparar en este “uso casero” de la máxima presente en la Crítica de la razón práctica, ya que el temor arendtiano reside en que muchos actúen con relación a ésta de la misma forma en que Eichmann lo hizo. Esta motivación es plenamente reconocida por la autora al comienzo de sus escritos sobre la moralidad[61] (Arendt, 2005c: 18-19, 59, 159-161) así como también al principio de su última e inacabada obra The Life of the Mind (Arendt, 1978a: 3-5), dedicada al estudio de las facultades mentales del hombre.

Parecería ser en consecuencia que a partir del shock que le provocó la utilización eichmanniana de Kant Arendt se decidió a unir carriles de su teoría hasta ese momento desconectados. El comienzo de la profundización de sus reflexiones sobre el juzgar se remonta a la década del cincuenta (Arendt, 2006d: 7-8, 58, 88, 131-136, 275, 485, 553-566, 585; Arendt, 2005a: 280-281, 293, 307-327, 334-335) es decir en simultáneo con la publicación de The Origins of Totalitarianism y en los años preparatorios a La condición humana. Sin embargo en ninguno de estos textos existen notorias alusiones al juicio (Arendt, 1994: 460; 1998a: 154, 158, 162, 173, 208, 218, 302), exceptuando aquellos en los que se menciona la importancia del sentido común como forma de ligazón con la realidad (Arendt, 1994: 316, 352, 392, 420, 435-436, 437, 440-441, 446-447, 456, 458-460, 475-477; 1998a: 208-209, 274, 277, 283-284; 2005a: 316-318).

Eichmann en Jerusalén es por consiguiente un turning point mayor en su transcurso como pensadora y a partir de allí sus reflexiones sobre el enjuiciamiento siempre apuntarán a su carácter de ser “la más política de las facultades mentales del hombre” (Arendt, 1978a: 192-193).

Retornando a la colisión eichmanniana con el kantismo Arendt (2006a: 137), al señalar que Kant aspiraba a que cada ciudadano se identificara no sólo con la ley sino con la fuente de la que ésta surge, da cuenta que el error en el que Eichmann incurre es común y “…se debe a la extraña noción, de hecho muy común en Alemania, que cumplir las leyes no significa meramente obedecerlas sino actuar como si uno fuera el legislador de las leyes que obedece. De ahí la convicción de que no funcionará nada que no sea el ir más allá del cumplimiento del deber”.

En esta instancia Arendt modera su criticismo y repara en el ethos alemán del deber, el cual desde su punto de vista trágicamente propició que, al serle asignadas tareas genocidas a quienes se sentían identificados con el mismo, la matanza adquiriera dimensiones hasta ese momento inéditas.

Mas así como no es posible refugiarse por entero en nociones colectivas para amparar y reducir la propia culpabilidad, para la autora es asimismo inaudito el atribuirse esta última sobre hechos no cometidos, y por eso presenta una óptica mordaz y sardónica sobre la falsa buena conciencia de la juventud alemana en la segunda posguerra del siglo XX. Para Arendt (2006a: 251) estas nuevas generaciones que en determinadas ocasiones “…nos dan el espectáculo de histéricos ataques de sentimientos de culpabilidad, no se hallan tambaleando bajo la carga del pasado, la culpa de sus padres”. Para ella es inconcebible que los baby boomers germanos sientan remordimientos por los hechos acontecidos entre 1933 y 1945 y rechacen criticar y repudiar a todos aquellos que obraron como funcionarios o que tuvieron responsabilidades en el régimen nazi y continuaban detentando importantes cargos públicos o privados en la República Federal Alemana.

Arendt (2006a: 251) deplora la teatralidad y el sentimentalismo de tales expresiones colectivas de histeria ya que es “… muy gratificante sentirse culpable si no se ha hecho nada malo: ¡cuán noble! Sin embargo es bastante duro y ciertamente deprimente admitir la propia culpa y arrepentirse”. Como lo analiza en “La brecha entre el pasado y el futuro” (Arendt, 2006c: 3-15), estas dos instancias temporales pujan entre sí por predominar en el presente[62], a riesgo de finalizar por desvirtuarlo. En el caso puntual analizado la juventud desliza el remordimiento que le es palpable por permitir que antiguos jerarcas nazis permanezcan en posiciones de predominio social, por miedo a que al cuestionarlos bloquee sus propios caminos de ascenso hacia un mejor status (Arendt, 2006a: 251). De esta manera se recurre a un “placebo moral”, condenando vehementemente los horrores ya lejanos, aun cuando algunos de sus ejecutores continúen siendo figuras de poder[63]. Como puede observarse en esta instancia los costos de no atender al llamado de la conciencia ante una tragedia se pagan eventualmente no sólo cuando ésta se gesta sino en los sucesores inmediatos de quienes la llevaron a cabo.

En el Post-Scriptum de Eichmann en Jerusalén, añadido en su segunda edición de 1965 (Arendt, 2006a: iv) con posterioridad al desarrollo principal de la controversia suscitada por la aparición de su primera versión, Arendt (2006a: 288) hace explícitas las conexiones del caso analizado con el tema que propiciará sus reflexiones en torno a las facultades mentales del hombre: “…la extraña interdependencia entre la ausencia de pensamiento y la maldad…”. ¿Qué cualidades definen a esta “ausencia de pensamiento” a la que remite la autora? El ser thoughtless es principalmente no interrogarse y detenerse a meditar sobre lo que acontece. Esto es algo que se debe a la “mera ausencia de pensamiento, algo que de ningún modo es idéntico a la estupidez” (Arendt, 2006a: 287-288).

El estúpido es el que no puede pensar o se ve imposibilitado de hacerlo por causas ajenas a su control. El que no piensa, por el contrario, decide por motu proprio el no involucrarse con lo que sucede a su alrededor. Ahí es donde para la cosmovisión arendtiana se inserta el origen de lo maligno, la posibilidad de que quien renuncie a sus facultades de autoexamen se entregue a posteriori a actividades delictivas y nocivas para la colectividad[64].

Aún peor es incluso el caso de aquél quien, no contento con circunscribirse a su propia esfera de thoughtlessness, pretenda imponérsela a los demás. Un ejemplo de este acto es el reproche que Gerschom Scholem (2005: 140) le dirige a Arendt en el marco del escándalo posterior a la aparición de Eichmann en Jerusalén: “No sé si hicieron bien o mal. Ni pretendo juzgar. Yo no estaba allí”. Esta sentencia, que pretende exculpar a los líderes de los Judenräte que cooperaron con el nazismo, se revela completamente opuesta al espíritu moral y político arendtiano[65]. Por eso Arendt (2006a: 295-296) ofrece una réplica directa a esta oposición (y una indirecta al propio Scholem) en el Post-Scriptum: “La argumentación según la cual aquellos que no estuvimos presentes e involucrados en los acontecimientos no podemos juzgar parece convencer a todos en todas partes, aunque resulta obvio que si fuera verdad ni la administración de la justicia ni la escritura de la historia podrían ser posibles”.

Al momento de enjuiciar no existen excusas válidas para deslindarse de esa responsabilidad personal e ínsita al ser humano. Scholem simpatizaba con aquellos con los que, compartiendo una misma religión e incluso una matriz cultural, veía como víctimas absolutas de un poder inigualable e indestructible. Pero para Arendt esta posición es indefendible, ya que se sustenta en razones privadas (en este caso religiosas y/o étnicas) para obnubilar el juicio[66].

El mensaje contenido en las páginas finales del texto es potente y tiene un propósito pedagógico, consistente en ilustrar brevemente la naturaleza de la actividad del juzgar en el plano de la vida de la mente y las consecuencias que la misma posee para la política. Arendt (2006a: 294) infiere que en todos los procesos judiciales llevados a cabo en la posguerra contra los criminales más destacados del nazismo siempre se giró alrededor de “…una de las cuestiones morales más importantes de todos los tiempos, es decir, la naturaleza y función del juicio humano”. Que esta característica del hombre lejos está de permanecer pura y exclusivamente en el plano de la moralidad es algo que a su parecer va de suyo:

En estos procesos, en los que los acusados habían cometido delitos «legales», se exigió que los seres humanos fuesen capaces de distinguir lo correcto de lo incorrecto, incluso cuando todo lo que tenían para guiarse fuera su propio juicio, el que además resultó estar completamente en contraposición con lo que debían considerar como la opinión unánime de todos los que se encontraban a su alrededor. Y esta cuestión es aún más grave al saber que los pocos que fueron lo suficientemente “arrogantes” para confiar sólo en su propio juicio no eran de ningún modo iguales a aquellas personas que continuaron guiándose por los viejos valores o que fueron guiadas por una creencia religiosa (Arendt, 2006a: 294-295).

En un principio existe una “normalidad” presupuesta de condiciones sobre un conjunto poblacional dado que hace que, quizás sólo a efectos teóricos y para mejor comprensión del escenario a analizar, se presuma que todos los sujetos involucrados fueron formados y guían su existencia de acuerdo a patrones homologables de conducta. Dejando de lado el simplismo procedimental que semejante operación sustenta, el hecho en el que Arendt desea reparar su atención se cifra en ver trayectorias divergentes de los individuos que parten de posiciones inicialmente próximas y afines.

¿Por qué determinadas personas se comportan de una manera mientras la mayoría de sus semejantes, criados en un mismo ámbito y con los cuales interactúan diariamente, lo hace de forma totalmente disímil? ¿Por qué la presión de la opinión pública no surte efecto en estos ejemplos particulares de disidentes? Básicamente porque estos agentes no se dejan influenciar por completo por las corrientes existentes y tratan, antes de cualquier otra cosa, de ser fieles a sí mismos y de obrar en forma de presentarse la menor cantidad de objeciones.

Debido a que toda la sociedad respetable había sucumbido a Hitler en una forma u otra, las máximas morales que determinan la conducta social y los mandamientos religiosos –“¡No matarás!”– que guían la conciencia habían virtualmente desaparecido. Aquellos pocos que aún estaban en condiciones de distinguir lo correcto de lo incorrecto se basaban realmente sólo en sus propios juicios, y lo hacían libremente, no había reglas a seguir bajo las cuales los casos particulares con los que eran confrontados pudieran ser subsumidos. Tuvieron que decidir sobre cada cuestión de acuerdo a como ésta surgía, porque no existían reglas para lo que carecía de precedentes (Arendt, 2006a: 295).

Además de no guiarse por lo que dicen los demás (lo cual puede estar basado en tradiciones o valores preexistentes o puede también simplemente deberse a una tendencia prevalente en ese instante puntual), la pensadora estima que es igualmente imperioso no acatar automáticamente los dictámenes heredados por la costumbre y los hábitos, ya que siempre puede emerger lo inédito y, en consecuencia, lo completamente no homologable, lo que se ubica por fuera de toda analogía posible. De esta forma, si los seres humanos se acostumbran simplemente a trasladar lo nuevo e incorporarlo dentro de viejas matrices de pensamiento y comprensión no estarán efectuando un certero análisis de lo sucedido sino que estarán amoldando lo más reciente a lo precedente, estarán subordinando autoritariamente el presente (que a su vez proviene del futuro) al pasado, a la herencia, a lo recibido.

En determinadas ocasiones la soledad de quien juzga será total. Separado de sus semejantes, por quienes no debe en principio dejarse influenciar, y distanciado de toda matriz de pensamiento o cosmovisión existencial que pueda enturbiar su visión, el hombre se erguirá frente al mundo y actuará primariamente en función de lo que pase en el mismo. Pero que en un primer momento necesite obrar por su cuenta no significa que deba hacerlo siempre o, peor aún, que sea correcto hacerlo así. Por el contrario, una vez efectuado un diagnóstico propio sobre lo vivido o lo atestiguado se debe buscar cierto refrendo en los pares, con quienes se constituye y verifica el entramado de lo real.

Ante una opresiva mayoría que obra en un sentido que uno estima como repulsivo se debe evitar la tentadora opción de seguir la corriente y buscar a aquellos escasos “hombres en tiempos de oscuridad” (Arendt, 1995) que posibilitan el surgir de un nuevo comienzo. Para ello es imperioso estar dispuesto a pagar los costos de ir contra la multitud, a sostener lo que se estima correcto aún contra lo que las circunstancias parezcan indicar y a rebelarse frente a lo que se percibe como injusticias socialmente sancionadas. Para ello es por ende necesario estar dispuesto a practicar la vertiginosa pero moralmente meritoria opción de la desobediencia, y estar aún más dispuesto a afrontar las consecuencias de semejante decisión.

3.5. La desobediencia como derivación eventual del juicio reflexionante

En las páginas iniciales del segundo capítulo de Eichmann en Jerusalén queda planteada la angustia existencial del acusado al momento de la capitulación alemana en mayo de 1945: “Entendí que debería llevar una difícil vida individual carente de líder, que no recibiría directivas de nadie, que ni órdenes ni pedidos me serían asignados, que no habría reglamentos pertinentes que consultar, en breve, una vida nunca antes conocida yacía delante de mí” (Arendt, 2006a: 55). Para alguien que había acompañado a las peripecias del nazismo y consagrado todo su tiempo y energía a esa causa el vacío experimentado luego del suicidio de Hitler debió ser muy intenso. Pero lo que interesa es examinar más detenidamente esa “difícil vida individual” que Eichmann rechaza.

Uno de los postulados más recurrentes sobre las sociedades modernas es la “destrucción” del tejido comunitario de las antiguas urbes, en las que todos sus habitantes se conocían entre sí y en las que, por ende, la asignación identitaria era eminentemente colectiva, lo cual incidía en la conformación de un sólido sistema de status y posicionamientos internos al interior de la colectividad en el que todos sus integrantes se reconocían y se sentían contenidos. Esta es la clásica oposición esbozada en los comienzos del pensamiento sociológico entre la comunidad y la sociedad (Tönnies, 1947).

La angustia se desencadenó ante la destrucción de las aldeas de otrora llevada a cabo por la Revolución Industrial a lo largo del siglo XIX y profundizada a comienzos del XX, que requería grandes aglomeraciones urbanas a fin de proporcionar fuerza de trabajo para el sector fabril y productivo así como también facilitar la tarea de distribución de la mercadería y de campañas publicitarias al concentrar en un área geográficamente reducida a gran cantidad de consumidores. Y esta sensación afectaría a miembros provenientes de todas las clases sociales, desde la antigua aristocracia hasta un déclassé como el protagonista del proceso de Jerusalén.

El fenómeno del nazismo es de ardua comprensión. Las tesis que avalan la ejecución del Holocausto como un exponente del desenfrenado frenesí expansivo y acaparador de la modernidad (Bauman, 1991; Horkheimer y Adorno, 2002; Heller, 2010: 108, 110-112) coexisten en pie de igualdad con aquellas otras que remiten sus orígenes a motivos medievales e incluso más remotos (Goldhagen, 1996: 49-79; Hilberg, 1985: 5-24). En el caso eichmanniano ambas alternativas son apropiadas[67] para entender las razones por las cuales éste ingresó a las SS y no permaneció en la Schlaraffia (Arendt, 2006a: 32-33). El horror vacui frente a la anomia creciente del mundo moderno es el que permite comprender por qué un vendedor itinerante de electrodomésticos perteneciente a un área rural decide incorporarse a una organización paramilitar de un movimiento político de extrema derecha, intentando encontrar un mayor sentido mediante la identificación con un colectivo.

Y nuevamente al revisar su declaración es patente la reiteración del autoengaño. Eichmann ya había tenido que llevar una “difícil vida individual” en la que debía asumir las ventajas e inconvenientes de determinadas estrategias comerciales para la venta de aspiradoras (Arendt, 2006a: 28-31, 33-34) y evaluar los costos y oportunidades de permanecer en un empleo que quizás no fuera el ideal para mantener a una familia. Eichmann había comenzado los trajines de la vida adulta, no de la mejor manera es cierto, pero había lidiado con el hecho básico de la contemporánea existencia occidental, en la cual el sujeto debe hacerse cargo de sí y diseñar, en la medida de lo posible, su trayectoria a seguir y sus metas a lograr.

Que a Eichmann esta alternativa no debía resultarle placentera es algo que se desprende de su carencia de empuje laboral y de la ausencia de todo tipo de iniciativa en pos de mejorar sus perspectivas profesionales y las condiciones en las que se llevaba a cabo su vida familiar y privada. Por eso no debe sorprender que a la primera gran oportunidad de encontrar un sustituto del dictum comunitario respondiera sin hesitaciones. Para su forma de encarar su existencia el NSDAP era el remedio ideal ante la carencia de un párroco, un alcalde y un mercado en la plaza central en donde pudiera recibir directrices.

Dentro del partido nazi Eichmann no necesitaba pensar ni en lo que le hacía a los demás ni en lo que se convertía. Le era tanto imposible como indeseable refutar el poderoso efecto anestésico de entrar a una organización omnipresente que orquestaba todos sus días. Y lo interesante de este cuadro es que él, como Arendt se encarga de reiterar incesantemente, no era el único en sentirse de esta manera. Al contrario, lo odioso, frustrante y a la vez intrigante del nazismo fue que, como tantos otros movimientos totalitarios o demagógicos de masas que cobraron forma antes y después, la mayoría de las personas pensaban de igual manera: “…bajo las condiciones del Tercer Reich sólo podía esperarse que las «excepciones» reaccionasen «normalmente» (Arendt, 2006a: 26-27).

Eichmann no era excepcional, sino un Mitläufer, así que ante la menor sugerencia por parte de Kaltenbrunner, ante un simple “«¿Por qué no te unes a las SS?» […] …él contestó: «¿Por qué no?»” (Arendt, 2006a: 33). Cierto es que para Arendt (2006a: 33-35) ésta no era la única razón existente para justificar este tipo de decisión, ya que además se encontraba la muy tentadora posibilidad de ascender social y políticamente a alturas hasta ese momento por él desconocidas e insospechadas[68]. Pero no parece un buen criterio el desconsiderar la poca estima y valía que el acusado poseía de sí como elemento separado de su carrera, es decir, viendo solamente el gran deseo eichmanniano por ser influenciado y dirigido, por ubicar un líder supremo en la posición de su propio “ideal del yo” (Freud, 1992) que diera órdenes constantemente y que le impidiera darse cuenta del inmenso vacío que percibía dentro suyo, del gran extrañamiento y alienación de sí que sentía[69], tan grande como para enviar “…a la muerte a su propio padre si eso le hubiera sido requerido” (Arendt, 2006a: 42). En este caso la “…noción de la desobediencia abierta, perteneciente a la posguerra, era un cuento de hadas” (Arendt, 2006a: 92).

Arendt (2006a: 72) resalta la extrema dificultad en la que se hallaba el acusado cuando debía tomar una iniciativa, crear una idea nueva u obrar por cuenta propia, mostrando su reluctancia a alejarse de un marco que lo contuviera y justificara completamente su accionar. Y si además de ello las medidas por él adoptadas no finalizaban de buen modo (Arendt, 2006a: 75) claramente el feedback necesario para volver a motivar los emprendimientos autónomos se veía cortado de plano[70].

¿Cómo es posible relacionar la ductilidad y extrema maleabilidad eichmanniana con el dominio totalitario? ¿De qué manera le es funcional a un déspota y a una maquinaria gigantesca de exterminio el gobernar sobre ciudadanos completamente dóciles y obedientes? ¿A partir de cuáles experiencias de la Segunda Guerra Mundial es posible aprender que ciertos espacios de rebelión y libertad pueden ser construidos aún dentro de una “cortina” (Arendt, 1994: 343, 353, 392, 436, 445) o un “anillo” de hierro (Arendt, 1994: 465-467, 473-474, 478)?

Arendt (2006a: 98-99) distingue en primera instancia tres sectores en la sociedad alemana. El primero era el más numeroso, compuesto por todos aquellos que creían en Hitler y que no cuestionaban sus cuantiosas mentiras totalitarias, a pesar de poseer éstas la maleabilidad parodiada por Orwell (1989) y Huxley (2005). El segundo estaba compuesto por individuos aislados que estaban al tanto de la catástrofe llevada a cabo por su canciller, pero que no tenían “un plan o la intención de una revuelta” (Arendt, 2006a: 99) lo cual denota su inutilidad en materia política (es decir, en el plano fáctico en general). Y finalmente el tercero es el de los “conspiradores” que, liderados nominalmente por Carl Friedrich Goerdeler pero motivados tras bambalinas por el conde Klaus von Stauffenberg, planeaban dar un golpe de Estado que destituyera al hitlerismo, pactase una rendición “honorable” de Alemania y relocalizara por completo a los judíos existentes en los territorios del Reich (algo que Arendt (2006a: 97-103) no puede evitar relatar ácidamente).

De estos tres grupos Arendt (2006a: 104) simpatiza en parte con el intermedio, ya que su “…habilidad de distinguir lo correcto de lo incorrecto había permanecido intacta y nunca sufrieron una «crisis de conciencia»” pero su ausencia de práctica y de reacción frente lo que acontecía a su alrededor conduce a evidenciar que “…no fueron ni héroes ni santos, y permanecieron completamente en silencio”[71].

En esto se diferencian de los miembros de la resistencia, la cuarta agrupación que existía en la Europa ocupada por el nazismo, quienes en la impresión de la autora eran los únicos que optaron por combinar una percepción acertada e independiente de lo que sucedía con reacciones que buscaban cambiar lo que les parecía injusto. El segundo grupo permanece a mitad de camino, ya que enjuicia correctamente y sin ambages las situaciones en las que se halla inmerso pero no cambia sus actitudes. El tercer sector es una especie particular de rebeldes que no posee un juicio certero sobre el escenario a enfrentar ni menos aún sobre las posibilidades de éxito en la posguerra, algo que los asemejaba más a Himmler y Von Ribbentrop que a los “maquis” (Arendt, 2006a: 104-105). Por último, la “sólida” y “abrumadora” mayoría de la sociedad (Arendt, 2006a: 98-99) ni juzgaba ni actuaba adecuadamente. No podían desobedecer [praxis] porque no captaban adecuadamente [theoria] los delitos masivos concebidos en forma constante. Aquí el grado de confusión y negación de sí es total, y las esperanzas efectivas de cambio prácticamente inexistentes.

Existe un quinto integrante de esta tipología de grados de obediencia al nazismo. Cuando luego de la fallida invasión a la Unión Soviética los ciudadanos del Tercer Reich comienzan a percibir que el único pronóstico acertado sobre la contienda es su certera derrota se da inicio a una serie aislada de defecciones de algunos funcionarios, motivados más por la corrupción y el deseo ventajista de asegurarse una buena posición en la cercana posguerra que por verdadera discrepancia ideológica o moral con el régimen (Arendt, 2006a: 116).

Estos personajes acomodaticios no despiertan ninguna simpatía en la autora, quien deplora que en su carácter de advenedizos anti-hitlerianos no sean verdaderamente tales. Además estos sujetos eran completamente reacios a empezar una nueva esfera para la politicidad en paralelo (y en potencial contraposición) al Estado nazi. Su único deseo es por el contrario acomodarse lo mejor posible al devenir y desenvolvimiento de las de por sí rápidamente mutables circunstancias de la guerra. Éstos son uno de los casos de traición que Arendt considera más abyectos. Algunos ex – nazis devenidos funcionarios de la república de Bonn serán expuestos en las páginas de Eichmann en Jerusalén, para escarnio tanto de ellos mismos y de sus empleadores como de toda la sociedad germana en general que, al parecer de la autora, escapa confrontar directamente esta reinserción subrepticia de antiguos suscriptores y artífices del totalitarismo[72].

A partir del trato de Eichmann con sus víctimas Arendt (2006a: 178-179) entiende que, además de los tipos de acatamiento al terror totalitario desarrollados precedentemente, se puede elaborar una graduación general de las cuatro reacciones básicas que es posible adoptar de cara a los requisitos de un gobernante dado. A su parecer Eichmann “…no esperaba que los judíos compartieran el entusiasmo general que había sobre su destrucción, pero sí esperaba de ellos más que el mero acatamiento de órdenes, esperaba su cooperación, y la recibió en un grado verdaderamente extraordinario” (Arendt, 2006a: 117). Esto indica que, así como hay una diferencia entre quienes discrepaban con la hegemonía nazi pero no obraban en pos de manifestar esa disidencia y aquellos que sí lo hacían, existe otra gran divergencia entre las personas que se limitaban a obedecer a Hitler y aquellas otras que concordaban por completo con su ideario y coadyuvaban a reforzar su supremacía. El ordenamiento de estas categorías de análisis queda conformado del siguiente modo:

Con enjuiciamiento de los hechos

Sin enjuiciamiento de los hechos

Colaboración y cooperación plena

Ventajistas y carreristas (Himmler – círculo cercano al hitlerismo). Individuos nostálgicos de un pasado de grandeza

Fanáticos – Carreristas (Eichmann)

Obediencia conforme

 

Mayoría de la sociedad alemana

Pasividad absoluta (no hacer nada)

Conducta de los prisioneros y detenidos por el nazismo

Desobediencia abierta

Resistencia – Maquis

Ex funcionarios nazis   – Ventajistas de la posguerra – Conspiración Goerdeler, Stauffenberg, et. al. 

 

Esta división será muy relevante para la autora, quien la recuperará al momento de redactar su artículo “Civil Disobedience”, efectuándole algunas modificaciones en el proceso[73]. Lo destacable en esta oportunidad es que es en Eichmann en Jerusalén en donde cristalizan plenamente sus presunciones sobre la cardinal importancia de rebelarse públicamente cuando se estima que determinados contenidos, nociones y directrices emanados del gobierno no son legítimos y/o legales. Estas impresiones, presentes muy lateralmente en Los orígenes del totalitarismo (Arendt, 1994: 338), acaban por cobrar una unidad dentro de los trenes de pensamiento de la autora doce años más tarde, y darán lugar a una visión de la praxis pública que recobra la mecánica down-to-top, es decir, que le otorga énfasis a los vínculos locales y cotidianos en una comunidad de iguales[74].

El primer punto es de sencilla explicación, ya que corresponde a aquellos que no dudaron en ofrecer su tiempo, capital y energía en sostener y propagar al nazismo, antes y durante su rol en la cúpula estatal[75]. Éstos están lejos de ser la mayoría de la población, pero dan la impresión al resto de la ciudadanía de ser un grupo homogéneo, influyente y numeroso, lo que incide en que sean percibidos con cierta connivencia por parte de los que integran la segunda división. Aquí se encuentra el grueso de la población, tal como Arendt (2006a: 98) enunciara, tanto quienes creen y confían en la conducción hitleriana como los que simplemente acatan los dictados de la administración de turno, sea quien sea el que dirija circunstancialmente sus designios, debido a que eso es lo que hay que hacer. También es posible hallar en este grupo a los “exiliados internos”, esas personas que discrepaban y reprobaban al nazismo pero que sentían que no podían o debían expresarlo, por miedo a represalias a su seguridad física, económica, etc. (Arendt, 2005c: 34).

En tercer lugar se hallan los que ya materializan su disconformidad con el gobierno mediante la no cooperación y el rechazo a cumplir lo ordenado. Sin formar una amenaza inmediata o severa a la hegemonía centralizada de los poderes del Estado, Arendt estima que éstos también pueden jugar un rol clave en la desarticulación de cualquier régimen político o de alguna de sus iniciativas, ya que siempre se necesita la cooperación de los ciudadanos para implementarlas fehacientemente.

Finalmente el cuarto integrante de la tipología es el sector que Arendt visualiza con mayor estima, más allá de sus chances efectivas de erigirse como gobierno alterno o sustituto, debido a que a partir de estas agrupaciones es posible erigir nuevos espacios de libertad en los cuales el hombre pueda volver a experimentar la auténtica politicidad.

Como se verá acto seguido, es posible encontrar en Eichmann en Jerusalén citas que respaldan esta clasificación y que construyen los puentes entre la teoría arendtiana de la acción y la del juicio. Uno de los factores que contribuyeron a generar una gran polémica en torno a la aparición del libro fue el énfasis con el cual Arendt (2006a: 115-125) detalla la voluntaria asistencia brindada por los líderes de los Judenräte a los nazis. Si bien ella utilizó fuentes secundarias para sostener sus impresiones[76] la realidad es que su propia notoriedad fue lo que le dio gran divulgación a esa bibliografía, quedando en la época en que EJ fue publicado como la principal expositora global de la misma.

Más allá de este desliz imprevisto por la propia teórica, quien sólo incurrió en estas disquisiciones porque el fiscal incluyó testimonios recurrentes de sobrevivientes de las masacres efectuadas por las SS a fin de aumentar el impacto emocional del juicio aún cuando esta prueba no tuviera nada que ver con el caso Eichmann (Arendt, 2006a: 120-122), este desvío anecdótico le posibilita ilustrar que incluso entre las víctimas surgieron incipientes espacios protolibertadores.

Acto seguido se da lugar a un nuevo tour de force entre la autora y las autoridades israelíes en pos de manejar mejor ese “pasado inmanejable” (Arendt, 2006a: 283; 2007a: 468-471, 476, 486). Mientras que “Hausner (o Ben Gurión) probablemente quisieron demostrar que si hubo alguna resistencia, ésta provino de los sionistas…” (Arendt, 2006a: 122), Arendt está dispuesta a desenmascarar ante la opinión pública tamaña tergiversación histórica:

…la verdadera distinción no era entre los sionistas y los no sionistas sino entre las personas organizadas y no organizadas e, incluso más importante, entre los jóvenes y los adultos de mediana edad. Obviamente aquellos que resistieron fueron una minoría, una pequeña minoría, pero dadas las circunstancias, como dijo uno de los testigos, «el milagro fue que esta minoría existiera» (Arendt, 2006a: 122-123).

En realidad entonces no fueron solamente los sionistas quienes se rebelaron contra los nazis. Frente a la ficticia posición oficial del Estado de Israel Arendt demuestra revisando los mismos testigos proporcionados por la fiscalía cómo el argumento de ésta no se sostiene en absoluto. Sin embargo sus conclusiones guardan un sabor agridulce, porque esos testimonios también revelan la ineficacia de la resistencia judía al nazismo, “…cuán lastimosamente pequeños habían sido estos grupos de resistencia, cuán increíblemente débiles y esencialmente inofensivos y, además, cuan poco habían representado a la población judía que hasta en un momento incluso se levantó en armas en su contra” (Arendt, 2006a: 122).

Esta sensación de disconformidad y frustración ante la poca coordinación y cooperación de las víctimas entre sí, frente al casi total apoyo de éstas para con sus victimarios, no es particular de la autora. Mas su historia personal permite entender que sus reproches provienen de su propia experiencia como internada en el campo de prisioneros alemanes de Gurs, impuesto por la Francia aún no ocupada por Hitler. Allí Arendt intentó con relativo éxito organizar las tareas de las prisioneras para levantar la moral general del grupo, prevenir suicidios y presentar un frente común de cara a sus captores (Arendt, 2007a: 267-268; Prinz, 2001: 97-102; Young-Bruehl, 2004: 152-156).

Es decir que la experiencia de la cautividad no le es foránea. Y aún cuando ella nunca liderase propiamente un comando armado de subversión frente a los poderes constituidos del Estado, como algunos de los personajes que públicamente encomió (como Rosa Luxemburgo (Arendt, 1995: 33-56) o René Char (Arendt, 2006b: 272-273; 2006c: 34), lo cierto es que sus propias vicisitudes como refugiada y apátrida y como prisionera bajo causas infundadas, por duración indeterminada y con un destino aún más ignoto dejaron su huella en sus posiciones teóricas sobre la praxis colectiva[77].

Retornando a los elementos que se vinculan al tópico en EJ, cuando Arendt (2006a: 135-136) se indigna ante la utilización eichmanniana del imperativo categórico aclara inmediatamente que “…la filosofía moral de Kant está tan estrechamente unida a la facultad humana del juicio que elimina en absoluto la obediencia ciega”. Arendt rechaza y considera improcedente el adjudicarle al filósofo de Königsberg una eventual justificación de los denominados “crímenes de obediencia” (Kelman y Hamilton, 1990). A su parecer el juicio posibilita esporádicamente el no acatar a las directrices de los superiores, lo que en otras palabras implica colocar al sujeto juzgante por sobre toda otra autoridad en casos excepcionales.

De esta forma se revela que para Arendt (y según su parecer también para Kant) el individuo termina por poseer más poder que las estructuras sociales que eventualmente contengan y modelen su accionar. Las personas no son meros recipientes de directivas sino que asimismo gestionan sus actos y deciden en última instancia (o al menos están idealmente facultados para hacerlo) comprometerse o no con determinados cursos de acción[78].

Como recuerda una de las frases favoritas de la autora: “«(Initium) ergo ut esset, creatus est homo, ante quem nullus fuit». Homo creatus est. El hombre fue creado para que comenzara algo” (Arendt, 2006d: 66; 1994: 479; 1998a: 176-178; 1978b: 18, 158, 217; 2006b: 203; 2006c: 167; 2005b: 59; 2005a: 321). Para que haya inicio fue creado el ser humano. Si no se es un ser que inicia, un ser que desencadena nuevos cursos de acción, rompiendo mandatos precedentes que ambicionaban otros destinos, no se es plenamente humano de acuerdo a Arendt. De esta manera queda de manifiesto que su teoría política supedita la obediencia respectivamente tanto a la acción como al juicio.

La tergiversación de la teoría kantiana es de sencilla realización. En base a la “…la extraña noción, de hecho muy común en Alemania, que cumplir las leyes no significa meramente obedecerlas sino actuar como si uno fuera el legislador de las leyes que obedece” (Arendt, 2006a: 137), se da lugar a una curiosa inversión que posibilita los más extremos desatinos morales.

Mientras que una interpretación acorde al espíritu valorado por Arendt colegiría que para sentirse alguien que elaboró la normativa que se obedece los ciudadanos deben evaluar si están de acuerdo con la misma para a posteriori identificarse con los legisladores, la extrañeza de la implementación alemana de esta actitud es que se la malinterpreta y se la resume en “…la convicción de que no funcionará nada que no sea el ir más allá del cumplimiento del deber” (Arendt, 2006a: 137).

Esta asunción, rayana en el nato fanatismo, posibilita que los sujetos lleven a cabo lo que se les ordena sin ponerlo en cuestión, sintiéndose como los gobernantes y los que elaboraron las leyes y, por ende, compartiendo un celo y un frenesí exacerbado en cumplir con lo que uno mismo supuestamente se autoimpuso hacer.

Esta incorrecta interpretación de los verdaderos alcances y fines de la legislación fue uno de los componentes que llevaron a “…la horrible y ardua meticulosidad en la ejecución de la Solución Final – una meticulosidad que usualmente al observador le parece como típicamente alemana, o bien como característica del perfecto burócrata-…” (Arendt, 2006a: 137).

Claramente este ethos no favorece en lo más mínimo la proclividad excepcional a la desobediencia que Arendt valora como imprescindible a un individuo fiel a sí mismo[79]: “…hablando prácticamente, para que las órdenes sean desobedecidas deben ser «manifiestamente ilegales» y la ilegalidad debe «flamear como una bandera negra sobre ellas como un cartel de advertencia que dice: ¡Prohibido!»…” (Arendt, 2006a: 148).

El criterio para la disidencia es por consiguiente sencillo. Arendt hace referencia a mandatos que son patentemente ilícitos, sobre los cuales no cabe siquiera un mínimo margen de duda sobre su naturaleza delictiva, sobre su neto carácter infractor de las normas de convivencia más elementales de esa comunidad dada. Frente a interpretaciones que ubican a la autora en una línea axiomática cercana al anarquismo revolucionario (Abensour, 2007: 244, 262; Aldea, 2006: 101-102; Habermas, 2005: 373; Isaac, 1992: 242-246; Shklar, 1998: 371; Vatter, 1999: 112), lo cierto es que su admonición a la civil disobedience dista por mucho de asemejarse a dicha corriente ideológica. Arendt no recae en este extremo ya que a su parecer éste promovería una excesiva disolución de la communitas, algo a lo cual sería adversa si se trata de un conglomerado en el que sus participantes encuentran espacios para la acción y para el disfrute y ejercicio de la libertad[80].

Por el contrario en el totalitarismo los patrones de normalidad se invierten en ciento ochenta grados: “Y en un régimen criminal esta «bandera negra» con su «cartel de advertencia» flamea tan «manifiestamente» sobre lo que normalmente se considera como una orden legal -por ejemplo, no matar a personas inocentes simplemente porque son judíos- como flamea sobre una orden criminal en circunstancias normales” (Arendt, 2006a: 148). En una nueva prueba de la reversión de los cánones entre excepcionalidad y norma celebrada en el gobierno totalitario los criterios para desobedecer a los superiores se supeditan a unos “valores temporarios” colocados por estos últimos en la supremacía de la pirámide legal y operativa del Estado.

Y mientras que en un ordenamiento positivo en general la desobediencia debe ser justificada ante determinadas autoridades y ante la opinión pública en general, a fin de encontrar validación y refrendo para la disrupción limitada de la normatividad que se propone (y para contar con eventuales nuevos adherentes), en el caso de hallarse bajo el dominio de una figura análoga a Hitler o a Stalin la exposición pública del disidente puede costarle su vida, ya que el aparato represivo estatal no se limita a las fuerzas que formalmente lo integran y componen sino que asimismo cuenta con determinados cuerpos paramilitares y parapoliciales (y hasta con el espontáneo espíritu de escucha, vigilancia y denuncia de la población en general) que coadyuvan a elevar la represión a alturas insospechadas en una democracia liberal.

De esta manera Arendt expone tanto cuales son los lineamientos a tener en cuenta para no dar curso a un comando que se percibe como delictivo como los potenciales costos a sopesar en el caso de embarcarse en ese tipo de conducta. Y expresa qué es lo que espera que sus lectores hagan en caso de hallarse en circunstancias similares, a riesgo de que deseen afrontar las consecuencias del no juzgar o del juzgar y no actuar, convirtiéndose en seres absolutamente ajenos a sí mismos y a sus semejantes[81].

Eichmann, por el contrario, implementó malévolamente el pequeño margen de acción con el que contaba. En oposición directa a la suposición de eficiencia absoluta del nazismo, Arendt (2006a: 152) describe cómo aquél debía “…traer algo de orden a lo que describió como un «caos total» en el que «cada uno emitía sus propias órdenes» y «hacía lo que quería»”. Mientras otras personas hubieran aprovechado semejante caos para boicotear aún más el diseño genocida de Hitler, Eichmann obró con un celo tal que posibilitó aceitar los mecanismos internos del proceso de forma exponencial. Arendt apunta una vez más hacia aquellos pequeños espacios discrecionales en los cuales los sujetos pudieron haber actuado de otra manera, rebelándose frente a la estructura casi omnipresente del sistema totalitario, dándose cuenta que “…la cualidad monolítica de esta forma de gobierno no es más que un mito” (Arendt, 2006a: 152).

Y mientras que Eichmann optó por no socavar estas hendiduras presentes en el nazismo, existen cuantiosos ejemplos que Arendt decide rescatar para demostrar lo contrario, para probar que en el fondo la desobediencia, sea en pequeña o gran escala, permite que lo inédito surja aún en el medio del terror.

3.5.1. Paradigmas de la desobediencia

En el capítulo décimo de Eichmann en Jerusalén Arendt manifiesta su mensaje más esperanzador. Al estudiar la dinámica de las deportaciones en los países de Europa Occidental, los ejemplos de Francia, Italia y sobre todo Dinamarca le permiten indicarle a sus lectores cómo es posible resistir al mal.

En Francia el gobierno títere del régimen de Vichy resultó a su criterio menos sumiso cuando le fue ordenada la “deportación” de los judíos franceses, luego de haber expulsado a aquellos de otras nacionalidades. Pétain y sus ministros “…rechazaron firmemente entregar sus propios judíos a los alemanes” (Arendt, 2006a: 165). Cuando los rumores sobre la verdadera naturaleza del “reasentamiento en el este” se expandieron masivamente por la Francia ocupada la colaboración en esta materia se vio cortada por completo. Si bien muchos miembros del gobierno francés en esta época eran fervientes antisemitas Arendt (2006a: 165) corrobora que “…ni siquiera los antisemitas deseaban convertirse en cómplices de asesinatos masivos”.

Y lo que comenzó como un atisbo de protección de la judería exclusivamente francesa se extendió incluso hacia aquellos de otras nacionalidades, poniendo “…tal cantidad de dificultades interminables en referencia a la deportación de los judíos apátridas y de otras nacionalidades que todos los planes ambiciosos para la evacuación de los judíos de Francia debieron ciertamente ser «abandonados»” (Arendt, 2006a: 165).

Esta situación, que podría ser justificada porque la nation par excellence pretendía ejercer sus derechos soberanos aún cuando se encontraba doblegada de una manera inédita, no se debió solamente al orgullo nacionalista galo. Por el contrario Arendt (2006a: 250) estima que “…resultó que los nazis no poseían ni el personal ni la voluntad para permanecer «duros» cuando se encontraban con una oposición decidida”.

Sea por motivos humanitarios, por fuertes lazos nacionales o bien por otras razones, lo esencial del planteo arendtiano radica en que era posible oponerse al nazismo. Al abordar lo sucedido en Dinarmarca Arendt (2006a: 258) no oculta la sensación de júbilo que le produce lo allí acontecido: “Uno se ve tentado de recomendar la historia como parte de la bibliografía requerida para todos los estudiantes de ciencia política que deseen aprender algo acerca del enorme potencial para generar poder inherente a la acción no violenta y a la resistencia a un oponente que posee medios de violencia ampliamente superiores”.

En estas líneas se encomian los productos positivos que conlleva el hacerle frente a una opresión injustificada y, en esta ocasión, asesina[82]. Como se observará posteriormente al analizar sus escritos de finales de la década del sesenta, Arendt comienza a deslizarse paulatinamente entre dos posibilidades de acción política: una propositiva y activa, consistente en la fundación y la preservación de los espacios públicos (La condición humana y Sobre la revolución) y otra inicialmente reactiva, ya sea en pos de la protección como así también de la creación y el mejoramiento de un mínimo espacio existente de libertad (“Civil Disobedience”, “On Violence” y “Thoughts on Politics and Revolution”). Esta última línea de indagación es la que presenta la faceta menos utópica del pensamiento de la autora, aquella que es de más sencilla integración de cara al moderno diseño del aparato estatal y de su autoridad.

En el párrafo aquí citado la oposición entre violencia y poder es paroxística. Arendt indica que aún cuando el aparato represivo del Estado sea superior a aquellos que se desee suprimir éstos podrán igualmente prevalecer en determinadas circunstancias si tan sólo logran crear mancomunadamente el poder político necesario para frenar y contrarrestar a la violencia estatal. Ésta es una línea de pensamiento que se desarrolla de manera ininterrumpida desde Los orígenes del totalitarismo en adelante. Sin embargo el optar por la disidencia abierta incluso en total inferioridad de condiciones nunca se había visto respaldado de manera tan explícita y sistemática en obras previas de la autora. En consonancia con el espíritu de la época, los contestatarios sixties, Arendt apoya todas aquellas iniciativas que permitan crear, no importa cuán efímeramente[83], espacios de libertad.

Italia y Bulgaria, si bien se hallaban en desacuerdo con la realización del Holocausto, lo boicotearon mediante “…un complicado juego de traiciones y engaños, salvando a sus judíos mediante un tour de force de puro ingenio, pero nunca desafiaron a la política alemana en cuanto tal” (Arendt, 2006a: 171). Dinamarca, por el contrario, adoptó una posición mucho más firme frente a las presiones de su país vecino, basándose en un “…auténtico sentido político, […] una innata comprensión de las exigencias y responsabilidades de la ciudadanía y de la independencia” (Arendt, 2006a: 179; 2000: 269). Esta tesitura moral incidió de tal forma en el desarrollo de los acontecimientos que Arendt (2006a: 172) cuenta con júbilo como en “…comparación con lo que tuvo lugar en los restantes países europeos, todo funcionó a la inversa”.

En primer lugar el gobierno danés rehusó obligar a su población judía a identificarse con la estrella amarilla que se utilizaba en el resto de la Europa dominada por el eje. El rey amenazó con llevarla él mismo, y los miembros del gabinete prometieron renunciar en caso de que se adoptasen medidas antisemitas (Arendt, 2006a: 171). En segundo lugar la dirigencia danesa rechazó distinguir entre los judíos nacidos en su territorio y aquellos provenientes de Alemania que habían escapado de Hitler, lo que hubiera permitido deportar a estos últimos al Tercer Reich para su consecuente exterminio (Arendt, 2006a: 171-172), facilitando asimismo una eventual deportación de los judíos daneses.

Y finalmente, cuando en agosto de 1943 el nazismo decidió finalmente aplicar la Endlösung, esta tenaz resistencia logró corromper incluso a los propios funcionarios encargados de llevarla a cabo. En efecto Himmler “…no contaba con que […] los oficiales alemanes que habían estado viviendo por años en el país ya no eran los mismos” (Arendt, 2006a: 172).

Éste será el primero de los comentarios de este estilo referidos a miembros de la Wehrmacht y de las SS, pero no son una excepción en lo tocante al resto del libro, ya que en Eichmann en Jerusalén se había hablado sobre la transformación de los valores de las personas de acuerdo a la influencia del entorno, sólo que exclusivamente en lo tocante a su protagonista (Arendt, 2006a: 126).

Aquí en cambio se relata cómo las máximas autoridades nazis modifican su punto de vista sobre lo que luego se denominará la Shoá, perdiendo gran parte de la voluntad de acometerla. Arendt (2006a: 172-173) cuenta que el general Von Hannecken, en su carácter de comandante militar de Dinamarca, rechaza que sus tropas puedan tener participación en la matanza al no permitir que el emisario plenipotenciario del Reich, Werner Best, las dirija. Lo que es más extraño aún, las unidades especiales de las SS también se oponen con frecuencia a llevar a cabo lo que se les ordenaba, de acuerdo a las declaraciones de Best en Núremberg. Esto obligó a enviar desde Alemania a tropas policiales especiales para detener a los judíos. El propio Best, a diferencia de quienes ocupaban puestos similares en otras naciones ocupadas por los nazis, fue a Berlín para solicitar expresamente que los detenidos daneses fueran enviados a Theresienstadt, el campo al cual eran enviadas las categorías “especiales” de judíos que merecían un trato levemente mejor al del resto. Y sin embargo, aún cuando la operación ya estaba pautada, de un total de casi ocho mil judíos los alemanes solamente capturaron a cuatrocientos setenta y siete. Esto se debió a que Best prohibió a las fuerzas germanas entrar a la fuerza en las residencias a allanar, pudiendo solamente capturar a aquellas personas que voluntariamente les abrieran la puerta. Y como la dirigencia de la comunidad judía difundió la información sobre lo que sucedería al resto de los feligreses, “…en gran contraste con los dirigentes judíos de otros países” (Arendt, 2006a: 173), sólo muy pocos individuos fueron capturados en el raid.

El éxito del boicot al nazismo por parte de los daneses, sumado al “evidente sabotaje” que las autoridades alemanas en Dinamarca practicaron para con sus superiores motivan a Arendt (2006a: 175) a estimar que aquellas “…aparentemente dejaron de considerar a la exterminación de un pueblo entero como un asunto corriente. Se habían encontrado con una resistencia basada en principios y su «dureza» se derritió […] e incluso fueron capaces de mostrar unos escasos e incipientes indicios de genuino coraje”.

Es posible cuestionar este aparente idealismo de la autora al momento de considerar las reticencias nazis a llevar a cabo el Holocausto en Dinamarca. ¿No eran también “razones de principio” las que motivaban a las resistencias nacionales de los países sometidos al Eje? ¿No eran motivos válidos aquellos de los partisanos, los maquis y los que protagonizaron la revuelta final del ghetto de Varsovia? Y sin embargo los representantes del Tercer Reich no vacilaron en su empeño por destruir o al menos combatir cada una de estas disidencias.

Es decir que no fueron únicamente las “razones de principio” aducidas por Arendt las que morigeraron los excesos de los alemanes, sino más bien una conjunción de factores entre los cuales debe mencionarse la poca importancia simbólica, técnica y estratégica que Dinamarca debía representarle a Hitler y a sus acólitos, lo que le permitió pasar casi desapercibida en la implementación de la “Solución Final” a pesar de que aquél buscaba que ésta fuera llevada a cabo en todos los territorios sobre los que ejercía su dominio.

Pero también debe remarcarse que Arendt ya había hecho referencia en el libro a la relevancia que poseen las opiniones que se perciben como hegemónicas o predominantes en una sociedad dada para con los individuos que la componen. Eichmann no había tenido necesidad de cuestionar su conciencia porque la misma estaba en sintonía con la aprobación explícita del genocidio efectuada por la comunidad germana a partir de 1939 (Arendt, 2006a: 126). En el caso de los alemanes destacados en Dinamarca las circunstancias se invirtieron por completo, mientras que la mecánica de aplicación permaneció inmutable: éstos acataron el veredicto de la mayoría de los sujetos que los rodeaban, aún cuando se contrapusiera en su integridad a lo propugnado por Alemania.

Otra alteración con respecto al resto de Europa se evidenció en el caso de los líderes de la comunidad judía danesa. A diferencia de sus pares de los Judenräte, los cuales elaboraron listas indicando quienes podían ser deportados a su exterminio y quienes no, aquellos se negaron a cooperar con el nazismo, alertando y ayudando a escapar a personas y grupos en peligro. Arendt evidentemente posee un dejo de resentimiento al narrar cómo solamente en esta pequeña monarquía constitucional europea con una reducida población judía se evidenciaron comportamientos que se podrían presuponer como universales para las víctimas y para los espectadores, afectando a su vez a los victimarios.

Al abordar el caso de Italia, Arendt (2006a: 179-180) apunta que los alemanes, ante los reiterados sabotajes del régimen fascista a la política de la Endlösung, “cediendo, como era usual cuando se encontraban con resistencia, ahora acordaron que los judíos italianos […] no estarían sujetos a la deportación…”. Es interesante remarcar que Arendt identifica raudamente una generalización conductual del nazismo sólo al haber analizado el caso danés y el italiano. Su “como era usual” refiere solamente a lo sucedido en Dinamarca, y al encontrar corroboración de un comportamiento análogo por parte de Mussolini y sus acólitos está preparada a sostener universalmente su tesis. Aún cuando sea el segundo ejemplo que corrobora su hipótesis se encuentra dispuesta a afirmar que ese tipo de actitud poseía un cierto grado de recurrencia. Obviamente tal tipo de precipitación teórica responde a su gran interés por demostrar los poderes fácticos de la resistencia organizada al totalitarismo y de las efectivas chances que poseen las acciones políticas de generar un contrapoder capaz de hacer frente incluso al monopolio estatal de la violencia.

Cabe igualmente aclarar que este tipo de apresurada sistematización arendtiana combina dos elementos completamente dispares entre sí. La aprehensión italiana al totalitarismo no siguió las líneas de la cerrada y frontal oposición al Holocausto expresada por la sociedad danesa, sino que se materializó en base a boicots que se desenvolvieron caso por caso con la tácita connivencia de la cúpula dirigente.

Es decir que mientras que el caso danés presentó focos claros de tensión y situaciones clave en donde se pudo evitar el completo desenvolvimiento de la criminalidad nazi, en la experiencia fascista por el contrario se logra revertir a aquella en base a un paulatino desgaste, a una suerte de “cansancio” por parte del hitlerismo que optará finalmente por aguardar al momento oportuno para poder tomar la Solución Final en Italia en sus propias manos.

De esta manera la aseveración arendtiana referida anteriormente posee dos falencias. La cantidad de ejemplos utilizada como muestra para sustentarla no es suficiente para justificar el grado de generalidad que Arendt le adjudica, mientras que los dos ejemplos escogidos presentan demasiadas diferencias entre sí como para reconocer un patrón común a ambos. Es claro entonces que Arendt desearía que se tome como modelo a lo acontecido en Dinamarca, mientras que solamente aprovecha lo evidenciado en Italia para poder sostener su respaldo a la gestación de espacios alternativos de poder, los cuales a su criterio son posibles incluso dentro del totalitarismo.

Por suerte para las ambiciones de Arendt existió otro caso en cierta forma algo más análogo al danés que el italiano, el único perteneciente a Europa Oriental. En Bulgaria tampoco se registró una asidua cooperación gubernamental o social por finalizar con el “problema judío”.

Al contrario, permitiendo que los judíos convertidos permanezcan en el país fuera de peligro y aumentando las categorías de individuos “especiales” que no podían ser perseguidos, como los médicos y los hombres de negocios, el gobierno búlgaro impidió ciertamente la implementación de la Endlösung (Arendt, 2006a: 185-186). E incluso cuando se emitió la disposición referida al uso del distintivo con forma de estrella amarilla, el mismo fue tan pequeño que muchas veces no podía ser percibido más que con una adecuada examinación. Y en los casos en que sí podía verse la población felicitaba y congraciaba al portador. Otros judíos directamente optaron por no llevarlo, sin peligro alguno (Arendt, 2006a: 186-187). Esto conllevó la revocación de la iniciativa por parte de las autoridades del gobierno nacional. Cuando debido a la influencia nazi aquél opte por expulsar a los judíos residentes en Sofía hacia las áreas rurales de país (paradojalmente dispersándolos y de esa manera haciendo más ardua su captura y agrupamiento) la población se manifestó en las afueras del palacio real y en las inmediaciones de la estación de tren (Arendt, 2006a: 187). Y al ser asesinado el rey Boris igualmente la sociedad búlgara y el parlamento sostuvieron su oposición a las presiones del nazismo. El enviado de Hitler obtuvo un acuerdo por el cual se enviarían seis mil judíos “notables” a Treblinka, pero finalmente ésto no se llevó a cabo (Arendt, 2006a: 187-188).

Esto nuevamente entusiasma a Arendt. Aquí se encuentra ante un escenario intermedio entre Dinamarca e Italia, ya que a la connivencia gubernamental búlgara para con los judíos y su oscilante cooperación con el nazismo debe agregársele el masivo respaldo de los ciudadanos del país y su oposición pública a las directrices nazis, algo ausente en la península itálica.

No obstante lo cual estos gestos no alcanzan a constituir el frente común entre gobierno y ciudadanía visible en el ejemplo danés. No hubo en Bulgaria decisiones compartidas por todas las esferas de la sociedad ni directivas adoptadas por las autoridades nacionales automática y rápidamente acatadas y replicadas en cada espacio de la comunidad.

Y aún así a Arendt (2006a: 187) esta cadena de eventos parece alcanzarle para proclamar: “Finalmente en Bulgaria ocurrió lo mismo que sucedería en Dinamarca pocos meses después: los funcionarios alemanes allí asignados se volvieron inseguros y no fueron más confiables”.

Aquí la autora deja en plena evidencia cuál es a su parecer el rasgo homologable a las tres experiencias: la desazón del nazismo frente a la imposibilidad de llevar a cabo sus designios. Tanto el agregado policial como el embajador alemán en Sofía daban por supuesto la ausencia de cooperación de las gentes locales y lo adjudicaban al hecho de la extrema integración con personas de otras nacionalidades, algo que Arendt (2006a: 187-188) señala como falso.

Dejando de lado las diferencias de grado existentes entre la caoticidad italiana y la uniformidad danesa, las tres referencias utilizadas en Eichmann en Jerusalén coinciden al menos en su consecuencia final, la hasta entonces impensada obstaculización de la Shoá. Y al igual que el caso danés, en Bulgaria “…los nazis no tenían la esperanza lograr que la dirigencia judía cooperase con sus propósitos” (Arendt, 2006a: 187).

Es decir que la no colaboración con los nazis fue nuevamente algo genérico a los dos grupos implicados: las potenciales víctimas y los espectadores (básicamente la sociedad civil y determinadas esferas de gobierno) que en principio no corrían riesgo de muerte alguno y que por ello se encontraban relativamente al margen de los acontecimientos. Pero lo confuso del entusiasmo arendtiano por este resultado es que implícitamente otorga la sensación de que las causas que permitieron que éste se lograse fueron unívocas, cuando en realidad se trató de tres circunstancias que, si bien poseyeron ciertas similitudes entre sí, se desarrollaron bajo cursos diversos de acción.

En efecto no es posible afirmar que los nazis también se enfrentaron en Italia y en Bulgaria a “una resistencia basada en principios” (Arendt, 2006a: 175), por lo menos no de la manera abierta y desafiante de la sociedad y la dirigencia danesa. Las “razones de principio” que la autora distinguió al analizar el primer paradigma del rechazo a la Shoá no son igualmente empleadas por los políticos y los ciudadanos ya sea de nacionalidad italiana o búlgara. En estos casos se evidenciaron sabotajes y delicados juegos en los que lo que se concedía por una parte se quitaba por la otra. La población tuvo un rol ciertamente activo en Bulgaria pero sin coordinación en su interior ni tampoco con sus representantes electos.

La propia Arendt (2006a: 171) reflejó explícitamente estas tensiones, no pudiendo recomendar más que al caso danés como paradigma de enseñanza de las prácticas no violentas, viéndose obligada a diferenciarlo de los otros dos. Pero su afán de universalizar los efectos de aquél la lleva a asimilarlo a éstos de una manera que brinda más confusión que esclarecimiento sobre cuáles son las vías recomendadas a adoptar para efectivizar una fehaciente resistencia al poder, sobre todo cuando tres naciones bastante disímiles entre sí alcanzan el mismo objetivo en lo que a la temática del Holocausto hace referencia.

3.5.2. La historia de Anton Schmidt

En uno de los testimonios brindados en Jerusalén se destacó el coraje del sargento alemán Anton Schmidt. Éste tenía por función reorientar a soldados de la Wehrmacht que estuvieran extraviados en Polonia. Sin embargo, al entrar en contacto con la resistencia clandestina judía, decidió ayudarla donando documentos falsos y camiones del ejército. Esto duró “…desde octubre de 1941 hasta marzo de 1942, cuando Schmidt fue arrestado y ejecutado” (Arendt, 2006a: 230).

El hecho de que fuera el único caso de manifiesta desobediencia por parte de un ciudadano germano directamente reportado en el juicio incidió en que espontáneamente se gestaran dos minutos de silencio en su nombre (Arendt, 2006a: 231). Y Arendt (2006a: 231) explica como “…en aquellos dos minutos, que fueron como una súbita explosión de luz surgida en medio de una impenetrable e inescrutable oscuridad, un solo pensamiento destacaba en forma clara e irrefutable, más allá de todo cuestionamiento: cuán profundamente diferente sería todo hoy, en esta corte, en Israel, en Alemania, en toda Europa y quizás en todos los países del mundo, si tan sólo se hubieran podido contar más historias de ese tipo”.

Aquí puede observarse el centro de la pragmática arendtiana. Las acciones que parecen pequeñas, que a primera vista podrían ser designadas como puntuales y sin posibilidad alguna de influencia en el resto de la comunidad, en realidad operan como vectores iniciales de potenciales cadenas de conducta que se generarían si otras personas obraran concertadamente y de igual forma.

El lamento de Arendt responde a que a su parecer conductas notables como la del sargento Schmidt no tuvieron gran eco en el seno de la sociedad alemana durante el Tercer Reich. Y entiende que la causa de este fracaso se sostiene básicamente en el miedo a las represalias que los gobernantes totalitarios hubieran adoptado ante tales muestras de rebeldía.

Para ello cita el testimonio de Peter Bamm, un médico del ejército alemán asignado al frente ruso, quien justificó su ausencia de reacción ante lo sucedido en base a que la misma habría sido inútil y hubiese acarreado una muerte inmediata. En las palabras de su autor: “Ninguno de nosotros tenía una convicción tan profundamente arraigada como para imponerse un sacrificio prácticamente inútil debido a un sentido moral más elevado” (citado en Arendt, 2006a: 232).

Esta suerte de careo entre Schmidt y Bamm le permite a Arendt hacer el balance actitudinal de todo el género humano. En efecto, las razones de Bamm son “…repetidas varias veces” (Arendt, 2006a: 231), mientras que el coraje de Schmidt no es tan generalizable. La mayoría de las personas obró como aquél y no como éste simplemente por miedo a perder la vida o a represalias hacia sus seres queridos, su posición laboral o social.

La lección de estas historias es sencilla y al alcance de todos. Desde un punto de vista político, sucede que bajo condiciones de terror la mayoría de las personas obedecerá pero algunas personas no, tal como la lección de los países en los que la Solución Final fue propuesta es que ésta «podría ocurrir» en su mayoría de los lugares pero no en todos. Desde un punto de vista humano, no se requiere más, y razonablemente no puede pedirse más, para que este planeta permanezca un lugar apto para que lo habiten seres humanos (Arendt, 2006a: 233, cursivas en el original).

Arendt asimila la resistencia individual a la colectiva. Infiere que las tasas de oposición al totalitarismo se mantendrán incólumes en idénticas proporciones tanto al hablar de un sujeto como de millones. Más allá de que este tipo de opinión pueda dar lugar a la controversia lo cierto es que la autora solamente lo enuncia en base a su propio lugar de víctima y de relatora, de parte y de juez del genocidio. Expresa lo que es a ciencia cierta un hecho, a saber, la ausencia de una oposición generalizada al nazismo, y a la vez una expresión de deseo, la voluntad de que al menos la humanidad pueda elevar su mirada hacia aquellos que poseyeron la dignidad de defender su subsistencia y honor en diversas épocas.

En otras palabras Arendt reconoce la naturaleza netamente minoritaria de la desobediencia. Entiende que la misma requiere de una configuración caracterológica particular que no puede ser fácilmente adoptada por todo el tejido societario. Esta es una evaluación por cierto pesimista de la naturaleza humana, en la cual el conformismo y el temor ocupan un lugar mucho más alto que la defensa del valor de la vida. Y sin embargo ello no le impide apostar por la asimismo continuada existencia de los rebeldes, de aquellos pocos que tienen su escala de prioridades comme il faut, acorde a lo que debería ser si la misma fuera construida utilizando el sentido común. Aún cuando no espera que este tipo de conducta eventualmente se generalice y cobre preponderancia, sí destaca que se ve política y moralmente obligada a apoyarla y apostar por su permanencia[84]. Ello es lo que la motiva, como se verá en el capítulo sexto, a apoyar la efímera victoria de la experiencia de los consejos en Sobre la revolución y de las marchas en contra de la guerra de Vietnam en “Civil Disobedience”.

Frente a esas decisiones positivas adoptadas por grupos reducidos se yerguen las palabras de Bamm y del propio Eichmann, quien luego de escuchar su condena por parte de los jueces en Jerusalén dijo que su culpa “…provenía de la obediencia, y la obediencia es una virtud elogiada. Su virtud había sido abusada por los líderes nazis. Pero él no era parte del círculo dirigente, él era una víctima, y únicamente los líderes merecían el castigo” (Arendt, 2006a: 247).

De nuevo es notoria la oposición de los valores con los cuales los genocidios se gestan. Eichmann reclamaba que su inocencia estaba fundada en obedecer órdenes, sin importar el contenido de las mismas ni lo que éstas le impulsaran hacer. De la percepción de los hechos formulada por Bamm (quien pertenece al caso de la “obediencia conforme” abordado previamente) con opción por la inacción hasta el autoengaño fragrante ex post facto proporcionado en la última declaración eichmanniana la distancia es corta. Eso es lo que explica el severo juicio con el cual Arendt hace referencia a estos testimonios: “…en la política la obediencia y el apoyo son lo mismo”[85] (Arendt, 2006a: 279; 2005c: 46-48; Arendt y Jaspers, 1992: 485).

La decisión de “mirar para otro lado” cuando se es testigo de la matanza sistemáticamente organizada de seres humanos ya es de por sí suficientemente grave como para homologar a aquellos que la reconocen como tal con aquellos otros que niegan ese dato de la experiencia y deciden interpretarlo como algo diferente, como campañas de “purificación racial” o de “lucha de clases”.

Pero como un mundo compuesto sólo por seres iguales a Anton Schmidt es imposible es necesario que haya “hombres en tiempos de oscuridad” que merezcan verdaderamente el apelativo de tales, porque sólo ellos son los que le permiten al ser humano reconocerse como tal. Aquí es donde la temática de la desobediencia se enlaza con la facultad de juzgar en la teoría arendtiana:

Aquellos pocos que aún estaban en condiciones de distinguir lo correcto de lo incorrecto se basaban realmente sólo en sus propios juicios, y lo hacían libremente, no había reglas a seguir bajo las cuales los casos particulares con los que eran confrontados pudieran ser subsumidos. Tuvieron que decidir sobre cada cuestión de acuerdo a como ésta surgía, porque no existían reglas para lo que carecía de precedentes (Arendt, 2006a: 295).

Enjuiciar libremente es fundamento tanto de la obediencia a medidas que se consideran particularmente justificadas como de la rebeldía frente a aquellas que se evalúa que no lo están. Esta forma de obrar es la que la autora considera correcta para evitar la emergencia de una forma de malignidad causada específicamente por la thoughtlessness, la ausencia de pensamiento sobre lo que se hace[86]. Esa es la causa primera de aquello que Arendt denominó “banalidad del mal”.

3.6. La “banalidad del mal”

¿Qué es la “banalidad del mal”? ¿Por qué definir como banal a lo maligno, cuando éste per se simboliza la privación del bien, de la bondad, de lo sano, de lo placentero? ¿Es posible encontrar algún atisbo de sentido en una frase rayana en el oxímoron?

Doce años después de publicar un libro en el que habla del mal en tanto radical Hannah Arendt enuncia que éste sólo es banal, intrascendente, nimio, sin importancia alguna. Ésta es la interpretación apresurada de algunos lectores, que asimilan el adjetivo al fenómeno por completo, in toto. Ésta es asimismo la visión que erróneamente entiende que hablar de la “banalidad del mal” implica automáticamente hablar de un mal banal (Howe, 1982: 272-273; Mailer, 1999: 1077; Nino, 2006: 208; Podhoretz, 2004: 76; Scholem, 2005: 143), en oposición al radical[87].

En realidad la intención de la autora es otra. Al hablar de la “banalidad del mal” Arendt se refiere a la forma con la cuál éste se implementó y no a sus alcances y efectos, a sus devastadoras y tristes consecuencias. Pero colocar este subtítulo a una obra dedicada a explorar las intenciones del encargado de transportar personas hacia las cámaras de gas inevitablemente operaría en función de generar la polémica que, en vista de las intenciones de la teórica judeoalemana, dejaría de lado el sujeto principal de su estudio para trasladarse a un debate sobre su trasfondo personal y sobre el rol de los judíos en el Holocausto.

Eichmann en Jerusalén sostiene ser “Un informe sobre la banalidad del mal”. La oposición frente al “mal radical” ha adquirido un tono total que, sin embargo, no era de tal envergadura hasta pocos meses antes de publicar EJ[88]. La cualidad banal de lo maligno recién es elaborada en el último capítulo de esta obra. Allí, como primer indicio de la banality, se descalifica como intrascendentes a las declaraciones de Eichmann, quien usaba “palabras vacías” (Arendt, 2006a: 243; 2000: 368). Esto será refrendado cuando la autora aluda a “…la grotesca estupidez…” de las últimas palabras del acusado (Arendt, 2006a: 252; 2000: 382).

En esta circunstancia, en la cual Eichmann estaba “…en completo dominio de sí, incluso más: era completamente él” (Arendt, 2006a: 252), sólo se podía ser testigo de la ausencia de profundidad, de la simpleza peligrosa del condenado a muerte y de su carencia absoluta de conexión con la realidad: “Fue como si en aquellos últimos minutos estuviera resumiendo la lección que este largo recorrido por la maldad humana nos ha enseñado, la lección de la temible banalidad del mal que desafía a la palabra y al pensamiento” (Arendt, 2006a: 252, cursivas en el original).

Es decir que la primera gran oposición cuando lo maligno se ve modelado por lo banal se da entre éste y la racionalidad. Las palabras y el pensamiento son los dos elementos clave respectivamente tanto de la acción política (Arendt, 1998a: 25-26, 97, 176, 324-325) como de la preparación para el juicio (Arendt, 1978a; 1978b), el cual a su vez requiere el uso del lenguaje. De esta manera Arendt, manteniendo su parecer de 1951 en este aspecto puntual, ratifica que el mal es imposible de asimilar por el hombre, que existe una extrañeza absoluta entre ambos cuya distancia es irreducible por completo.

No se puede actuar políticamente con malas intenciones ya que la política está ligada a la creación conjunta de poder, lo cual requiere colaboración mutua y un deseo de cuidar y propiciar el crecimiento del espacio público compartido y de sus miembros participantes. Insertar la malignidad inmediatamente transforma lo político en un medio utilizado para alcanzar un determinado fin, dejando de ser éste un fin en sí. Lo maligno inserta una visión utilitaria de lo público completamente ajena a sus propiedades (Arendt, 1998a: 153-159).

Tampoco se puede pensar y enjuiciar lo que acontece en base a presupuestos perversos, ya que estas actividades mentales buscan conectarse con la realidad, comprender el mundo para poder así participar mejor en él. Lo vil por el contrario busca darle una perspectiva determinada a la experiencia, modelando el entendimiento en base a una deformación específica de lo real. Ambiciona aplicar una ideología o una intención específica a la razón, aún cuando ésta posea por función el remitirse a entender lo que sucede, ubicándose en caso contrario en la esfera de la locura, en la desconexión entre lo que se percibe y lo que se cree que se está percibiendo[89].

La esfera de la malignidad posee atributos de tal magnitud que la colocan como un paradigma aparte cuando se desenvuelve en los asuntos humanos[90]. El hombre se paraliza frente a esta instancia inconmensurable que se yergue ante sí. Pero estas dimensiones no deben enmascarar las circunstancias y los individuos por medio de los cuales el mal se presenta.

La impotencia que los jueces sintieron al tratar verdaderamente de conocer y entender al procesado da cuenta de esta diferencia abismal de escala, de esta inmensa distancia entre el asesinato sistemático de millones de personas y los burócratas y funcionarios de mediana y alta jerarquía que estuvieron a cargo de perpetrarlo. Esta discrepancia entre lo grave y lo mundano, entre el horror indecible (Naciones Unidas, 2004: 3) y la llaneza, la cerrazón mental y el prejuicio, es lo que es más arduo de comprender del mensaje que porta Eichmann en Jerusalén.

“Precisamente el problema con Eichmann era que demasiados hombres fueron como él, y que la mayoría de éstos no eran ni pervertidos ni sádicos, que eran, y todavía son, terrible y aterradoramente normales” (Arendt, 2006a: 276). Esta normalidad de los perpetradores, su mundanidad repetitivamente rayana en lo vulgar, es la que debe ser conciliada con un crimen de magnitud desconocida hasta el siglo XX. No es necesaria una sofisticación e inteligencia extremas para matar a millones de seres humanos de forma eficiente y mecanizada por los motivos más inverosímiles[91].

Desde el punto de vista de nuestras instituciones legales y nuestros estándares morales del juzgar, esta normalidad era mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, porque implicaba […] que este nuevo tipo de criminal […] comete sus crímenes bajo circunstancias que hacen que le sea casi imposible saber o sentir que está haciendo algún mal (Arendt, 2006a: 417).

El principal problema de la definición arendtiana de la “banalidad del mal”, como ya se ha explorado previamente sólo para el caso de Eichmann, es que la línea que precisa lo banal de los ejecutores se ubica demasiado cerca de la exculpación por demencia o por un determinado tipo de incapacidad moral o cognitiva diferente a la estupidez[92]. El que alguien esté a punto de desconocer que obra mal lo posiciona en un área gris entre el conocimiento de las propias acciones y su ignorancia.

Esta ubicación no es necesaria para propiciar el ejercicio de la facultad de juzgar. Arendt podría haber intentado una explicación alternativa basada solamente en el autoengaño voluntariamente adoptado por los victimarios, sin necesidad de aclarar que éstos casi no sabían que obraban mal. Es esta última declaración, esta afirmación reiterada en el libro la que despierta el más agudo interrogante sobre cuáles fueron las verdaderas intenciones de su autora. Incluso cuando trata de ofrecer una justificación legal de la misma sus razones parecen insuficientes para continuar adjudicándole responsabilidad sobre sus actos a los acusados:

…la presunción corriente en todos los sistemas legales modernos [es] que la intención de obrar mal es necesaria para cometer un crimen. […]…cuando por las razones que sea, incluso las de la locura moral, la habilidad para distinguir entre lo correcto y lo incorrecto [the ability to distinguish between right and wrong] se ve impedida, consideramos que no se ha cometido ningún crimen (Arendt, 2006a: 277).

¿Qué es lo que Arendt intentaba manifestar al aludir a la “locura moral”? ¿Es este un tipo de insania diverso a la que comúnmente se utiliza para declarar a un sujeto inimputable en un proceso judicial (Colman, 2001: 368; Reber y Reber: 2001: 356)? Esta descripción no permite visualizar el matiz existente entre causas no deseadas y deseadas de esa privación[93].

Lo que hace tan ardua la comprensión de la “banalidad del mal” es que ésta hace referencia a quien no acata los dictados de su propio juicio, sin hacer especial hincapié en que alguien directamente pueda optar por no juzgar situaciones determinadas porque intuye cuál será el resultado de ese proceso y prefiere no conocerlo a fin de continuar participando de aquellas sin remordimiento alguno. Es decir, se hablaría sobre alguien que voluntariamente opta por desconectarse de lo real, o de una parte de lo existente, a fin de poder continuar conduciéndose de una determinada manera. Esto implica adjudicarle a una persona la lógica y la lucidez suficientes para optar razonadamente por obrar de forma no razonada, lo que por paradójico que suene no deja de ser cierto para gran cantidad de seres humanos que se sienten imposibilitados para rehusar una orden en vistas de las consecuencias que dicho acto podría acarrearles (expulsión de determinados círculos sociales, pérdida de puestos laborales y en algunos casos incluso la muerte)[94].

Éste sería el procedimiento necesario si la teoría arendtiana quiere seguir manteniendo un cierto grado de responsabilidad de los sujetos. Pero no hay ningún indicio en Eichmann en Jerusalén de que ésta sea la especial perspectiva particularmente favorecida por su autora. Simplemente se aclara que se puede no juzgar determinadas circunstancias y que eso causa al mal de una forma banal. Y para incrementar aún más los obstáculos hasta aquí llegan las referencias al tema en la versión original de Eichmann en Jerusalén. Las que serán presentadas a continuación pertenecen al Post Scriptum agregado en 1965 en la primera reedición con el fin de aclarar algunos de los principales puntos de la controversia surgida en torno a la obra. De esta manera queda justificado el desconcierto de los lectores ante una frase chocante y escuetamente explicada, colocada como subtítulo del libro pero que luego aparece contadas veces en su interior.

El descargo arendtiano ante sus críticos debe forzosamente abordar el tema de la banalidad de lo maligno. Lo hace en primera instancia aclarando que el libro no es “…un tratado teorético sobre la naturaleza del mal” (Arendt, 2006a: 285). Es decir que la autora “banaliza” sus apreciaciones sobre la banalidad. Claramente con el escueto contenido sobre la temática existente en el libro éste dista mucho, en efecto, de ser un tratado sobre la malignidad. Pero el colocar en el subtítulo la referencia al tópico da lugar a amplias confusiones y expectativas.

Al hablar sobre los problemas generales que pudieron tener lugar en base al análisis de Eichmann Arendt (2006a: 287) admite que no le sorprendería saber que algunas personas “…encontraron su tratamiento [de los problemas de naturaleza general que emergieron en el juicio] inadecuado”, aún cuando a su criterio trató de hacerlo en el epílogo. Como se ha visto con anterioridad, incluso en esa sección de la obra las referencias al asunto del mal son pocas y no terminan de esclarecer por completo su posición al respecto, lo cual motiva a que deba continuar presentando aclaraciones en el Post Scriptum.

A pesar de los reconocimientos de las propias falencias las intenciones de la autora no alcanzan a brindar mayores certidumbres: “También puedo imaginarme que una auténtica controversia podría haber surgido en torno al subtítulo del libro, porque cuando hablo de la banalidad del mal lo hago solamente a un nivel estrictamente fáctico [factual], apuntando a un fenómeno que resultó evidente en el juicio” (Arendt, 2006a: 287).

¿Qué es lo que quiere decir al referirse a un nivel objetivo de la maldad? Entendiendo que a su criterio la objetividad se relaciona con una realidad intersubjetivamente validada[95] (Arendt, 1974: 11), Arendt opina sobre lo que “resultó evidente”, lo que saltaba a la vista en la experiencia atestiguada en la corte israelí: lo banal y superfluo de la personalidad eichmanniana.

Eichmann no era ni Yago ni Macbeth, y nada pudo haber estado más lejos de su mente que, como Ricardo III, resolver «ser un villano». Exceptuando una extraordinaria diligencia en procurar su propio avance, no tenía ningún motivo en absoluto. Y en sí misma esta diligencia no era para nada criminal, ciertamente él jamás habría asesinado a su superior para poder heredar su puesto. Para decirlo de manera corriente, él meramente nunca se dio cuenta de lo que hacía (Arendt, 2006a: 434, cursivas en el original).

Igualmente el problema de la incomprensión se reitera, ya que cuando Arendt desea expresarse con “palabras llanas” aumenta la polémica sobre lo que dice[96]. Aquí parecería ser que la banalidad se relaciona por una parte con la ausencia de motivaciones personales para llevar a cabo el genocidio y por la otra con la desconexión entre los propios actos de Eichmann y lo que realmente significaron para quienes fueron sus víctimas directas.

Pero mientras que en el epílogo se habla de un nuevo tipo de delincuente que “…comete sus crímenes bajo circunstancias que hacen que le sea casi imposible saber o sentir que está haciendo algún mal” (Arendt, 2006a: 276), en este último apartado descarta por completo cualquier moderación. Eichmann no sabía lo que hacía, no estaba al tanto de lo que implicaban sus actos[97]. Esta frase es la que despierta el mayor rechazo porque implica voluntariamente exculpar al procesado de toda responsabilidad sobre sí y sobre sus acciones, lo cual es curiosamente contrario a lo que la propia Arendt (2006a: 278-279) sostiene en el alegato ubicado en el cierre del epílogo, en el que descuenta que el obedecer a una organización de asesinato masivo implica ser asesino de masas por conexión necesaria.

Arendt (2006a: 287) asimila el “no darse cuenta de lo que hacía” a la “falta de imaginación” la imposibilidad de colocarse en el lugar de los otros al momento de obrar. Esto dota a la “banalidad del mal” de una nueva arista, consistente en no poder incorporar otros pareceres en las deliberaciones inmanentes del sujeto así como en no proyectar las consecuencias sobre los otros de los propios actos, cuestiones que de por sí son distantes de lo banal.

“En principio él [Eichmann] sabía muy bien de qué se trataba todo…” (Arendt, 2006a: 287). Esta frase[98] se ubica en el mismo párrafo en la cual “a nivel corriente” se sostiene que no los conocía, que no sabía lo que se hacía. Las tensiones existentes en el propio pensamiento de la autora son plenamente visibles en esta parte del texto. Aquí sí hay margen para justificar la tesis del autoengaño, máxime cuando las facultades mentales eichmannianas no se encontraban por completo disminuidas. En teoría Eichmann comprendía las consecuencias de su trabajo pero decidía ignorarlas por ciertas ventajas momentáneas que conseguía gracias al mismo (un buen sueldo y un status social que le gratificaba, además de sentirse parte de una causa que apoyaba liderada por un hombre por el que profesaba la más ferviente idolatría).

Arendt (2006a: 287-288) enuncia que Eichmann “…no era estúpido. La mera ausencia de pensamiento, algo que de ningún modo es idéntico a la estupidez, fue lo que lo predispuso a convertirse en uno de los mayores criminales de ese período”. La falta de pensamiento hace su entrada en la teoría arendtiana. Pero no se debe equiparar la ausencia de juicio per se con la ausencia de voluntad de enjuiciar, o la deliberada decisión de no hacer uso de esta facultad, algo a lo que Arendt, como se sostuvo, no hace alusión explícita[99].

La definición de la persona thoughtless en Eichmann en Jerusalén es inexistente[100]. Arendt introduce el término dando por sentado que sus lectores comprenderán a qué está haciendo referencia[101]. El que no haya información o indicios acabados al respecto de este concepto va en contra de la pretensión arendtiana de clarificar las nociones con las cuales opera el pensamiento (Arendt, 2005a: 385, 407; Arendt et. al., 1979: 337-338).

Es esta falta de significado certero de un concepto principal de su teoría la que la motivará en escritos subsiguientes a ahondar su comprensión de las facultades mentales del hombre. Pero en Eichmann en Jerusalén, quizás por dejar en claro la ausencia de complejidad del fenómeno, por querer dar evidencia plena de lo banal de las causas y de los motivos eichmannianos, Arendt no elabora in extenso su posición[102].

La mera ausencia de pensamiento, algo que de ningún modo es idéntico a la estupidez, fue lo que lo predispuso a convertirse en uno de los mayores criminales de ese período. Y si esto es «banal» e incluso gracioso… […] con la mejor voluntad del mundo uno no puede extraer ninguna profundidad diabólica o demoníaca por parte de Eichmann… (Arendt, 2006a: 434).

Lo que le parece a Arendt banal y cómico es lo patético del caso eichmanniano, cómo alguien sin escrúpulos pero también sin contenido espiritual o valorativo alguno pudo embarcarse sencillamente en una empresa genocida. Eichmann no juzgó lo que hacía y acabó participando activamente y en un rol clave en la matanza de seis millones de judíos europeos. Lo banal, lo simple de esta explicación no quita ni oscurece la monstruosidad del Holocausto. Por el contrario, permite desdramatizar al menos parte del proceso que dio lugar al exterminio, para de esa manera poder tratar de comprenderlo en mejor forma[103].

Esa intención de desapego, que Arendt expone en 1951, recién será obtenida diez años más tarde (Arendt y McCarthy, 1995: 168; Arendt, 1963a). Por eso por fin puede, en 1963, manifestarle al mundo los acontecimientos remarcando “su prosaica trivialidad” (Arendt y Jaspers, 1992: 62). Pero el mundo no está listo para la catarsis arendtiana. El pasado no manejado (Arendt, 2006a: 283; 2007a: 468-471, 476, 486) continúa siendo una pesada carga y Arendt fracasa en suscitar no sólo la concordancia con su postura sino asimismo la mera comprensión de la misma. Es tratada como judía que no ama al judaísmo (Scholem, 2005: 139) y se ponen en cuestión sus dotes profesionales y sus características personales (Arendt, 2007a: 465-521; Elon, 2006: vii-xxiii; Prinz, 2001: 231-245; Young-Bruehl, 2004: 328-378; Arendt y Jaspers, 1992: 507, 510-512, 515-516, 518-519, 521-536, 539-542, 545-547, 549-550, 562-566, 568-569, 574-576, 581-583, 590-593, 782-783; Arendt y Blücher, 2000: 386-387; Arendt y McCarthy, 1995: 145-157, 160-170).

Pero la “banalidad del mal” no es más que la proclama a viva voz de lo que Arendt cree es su éxito final por no “mitologizar lo horrible” (Arendt y Jaspers, 1992: 69). El problema es que es una frase aún desafortunada para el contexto histórico en el que es pronunciada. A eso deben sumársele, como se verá luego, ciertos resabios de índole metafísica y supersticiosa pertenecientes al estadio anterior de comprensión de lo maligno por parte de la autora que tampoco ayudan a ofrecer una visión uniforme del mal en tanto banal. Y la presencia de gran cantidad de argumentos que, como se ha expuesto ut supra, parecen exculpar directamente a Eichmann no contribuye a presentar a EJ desde un ángulo favorable.

Eichmann no era un personaje profundo. Tal como se lo hubiera recriminado Jaspers en 1946 (Arendt y Jaspers, 1992: 62), Arendt (2006a: 288) entiende que no posee ninguna “profundidad diabólica”. Por el contrario, es alguien raso, monótono y llano, el cual no tiene grandes motivaciones escondidas o una compleja matriz identitaria.

Como lo manifestase en su carta a Scholem Arendt piensa que el mal ya no es profundo ni complejo, sino que simplemente es la carencia de bien, que es lo único que posee muchas dimensiones para analizar. En paralelo con la transformación de Agustín de Hipona de cara a lo maligno, Arendt pasa de una dicotomía maniquea entre dos polos de igual envergadura y poder en 1951[104] a una polaridad absoluta en 1963, desustancializando uno de los elementos de la díada que protagonizara su teoría sobre el mal en la década anterior:

Ahora opino que el mal nunca es «radical», que solamente es extremo y que no posee ni profundidad ni ninguna dimensión demoníaca. Puede cubrir y echar a perder todo el mundo precisamente porque se difunde como un hongo sobre la superficie. «Desafía al pensamiento», como dije, porque éste trata de alcanzar alguna profundidad, llegar a las raíces, y en el momento en que se ocupa del mal se frustra porque allí no hay nada. Esa es la «banalidad». Sólo el bien tiene profundidad y puede ser radical [Only the good has depth and can be radical] (Arendt, 2007a: 471).

En esta instancia Arendt brinda más precisiones sobre qué es lo que entiende por “banalidad del mal”[105]. Pero aún cuando autorice la publicación de estas cartas en la revista Encounter (donde aparece en el número correspondiente a enero de 1964 (Young-Bruehl, 2004: 543) y en diarios europeos (Young-Bruehl, 2004: 332), nunca incorporará su contenido plenamente ni en reediciones de Eichmann en Jerusalén ni en posteriores tratados sobre las facultades mentales del hombre, a pesar de haberle anunciado a Scholem que “…éste no es el lugar para tratar estos temas seriamente; tengo la intención de desarrollarlos más en un contexto diferente. Eichmann puede muy bien seguir siendo el modelo concreto de lo que tengo para decir” (Arendt, 2007a: 471).

Efectivamente Arendt recupera a Eichmann cuando busca indagar sobre el pensar o sobre el juicio, pero nunca retomará su teoría de la “banalidad del mal” para explicarla por completo. Tal como da cuenta en el Post Scriptum de Eichmann en Jerusalén su posición sobre lo maligno en base a la experiencia eichmanniana “…fue una lección, no una explicación o una teoría sobre el fenómeno” (Arendt, 2006a: 288). En “Personal Responsibility Under Dictatorship”, de 1964, Arendt (2005c: 18) admite que el subtítulo del libro le parecía desprenderse tan claramente de los hechos del caso que sintió que no era necesaria ninguna explicación subsidiaria.

Y hasta su muerte en 1975 no elaborará esa teoría anunciada en el decenio precedente, quizás porque “…el examinar la extraña interdependencia entre la ausencia de pensamiento y la maldad” (Arendt, 2006a: 288) distaba de ser simple, o quizás porque con aclarar que “…tal alejamiento de la realidad y tal ausencia de pensamiento puedan generar más daño que todos los malos instintos combinados que, quizás, son inherentes al hombre” (Arendt, 2006a: 288) sintió que había precisado su posición sobre el asunto.

Sobre todo con este último comentario Arendt establece una diferencia tajante entre las teorías ontológicas o biológicas de lo maligno y su propia postura, ya que esas tendencias posibilitan ubicar al mal en un lugar de preeminencia (incluso a nivel metafísico) que a su criterio no merece.

La ausencia del pensar es un hecho posible de la condición humana, un acto de denegación de las propias capacidades, y no un estímulo instintivo incontrolable naturalmente dado. De esta manera gracias a concebir al mal como banal Arendt puede refutar tanto a las visiones metafísicas de lo maligno como al determinismo biológico.

Sin embargo estas distinciones por ella fuertemente manifestadas se revelan impregnadas por nociones previas y por dificultades teóricas no resueltas. En primer lugar luego de finalizar la lectura de Eichmann en Jerusalén la figura de su protagonista continúa siendo inasible. En segundo lugar existen conexiones entre la visión del mal presente en este libro y aquella de Los orígenes del totalitarismo que invalidan el corte radical que Arendt propone.

Con respecto al primer punto, además de todas las contradicciones previamente mencionadas, en el Post Scriptum Arendt (2006a: 288) aumenta las incertidumbres sobre Eichmann al manifestar que su caso “…está lejos de poder ser catalogado como corriente o común”, y que su utilización de clichés y frases hechas en todo momento, incluso en el de su ejecución, revelan un sujeto fuera de la norma. ¿Cómo conciliar estas declaraciones con aquellas presentes en el epílogo en donde se lee que el “…problema con Eichmann era que demasiados hombres fueron como él, y que la mayoría de éstos no eran ni pervertidos ni sádicos, que eran, y todavía son, terrible y aterradoramente normales” (Arendt, 2006a: 417)?

¿Era normal Eichmann? ¿Era una excepción, el máximo exponente del no pensar? ¿Era un caso más de locura moral (Arendt, 2006a: 277) o sufría de una irremediable ausencia de pensamiento (Arendt, 2004a: 287-288)? ¿Con cuál de todas estas facetas es más factible conciliar la comprensión? Mediante estas contradicciones Arendt no permite un entendimiento acabado tanto del personaje como del fenómeno analizado. Esto es lo que lleva a analizar la segunda de las dificultades anunciadas anteriormente.

El mal, en tanto gestado en circunstancias banales, continúa siendo aquello inasimilable que Arendt ya había identificado en Los orígenes del totalitarismo, aquel tema que ningún protagonista de la historia del pensamiento en Occidente había podido asir por completo. Sólo que luego de 1963 es imposible de asimilar por lo llano, mientras que antes de esa fecha lo era por las inmensas magnitudes y misterios que lo hacían ininteligible. Lo raso de su ser hace que sea aún más chocante el contemplar la devastación que contribuyó a generar[106].

Por ello las conexiones con su obra de 1951 son evidentes. Mientras que en Los orígenes del totalitarismo no se puede ni castigar ni perdonar por completo a los autores del Holocausto debido a que los hechos se ubican por encima de la humana comprensión e interacción y es imposible olvidarlos (Arendt, 1994: 459), en Eichmann en Jerusalén el mal o, mejor dicho, la banalidad con la que éste es implementado desafían al pensar y a las palabras (Arendt, 2006a: 252). Al igual que en OT, no es factible hallar un castigo apropiado que se corresponda al delito cometido. Arendt (2006a: 279) concluye que Eichmann merece ser ahorcado porque ningún miembro de la raza humana podría desear compartir la Tierra con él.

A la vez Arendt (2006a: 296) aclara que “un espíritu de perdón” podría ser invocado si se piensa que “…uno habría obrado mal bajo las mismas circunstancias”, pero que en realidad esto es invalido, porque permite exculpar a los verdaderos responsables y absolverlos de cualquier atribución sobre los hechos sobre la base de una igualación teórica de culpabilidades que es de hecho injustificada[107].

Mientras que en 1963 se afirma que “…lo que carece de precedentes puede, una vez que ha aparecido, convertirse en un precedente para el futuro” (Arendt, 2006a: 273), doce años antes se sostiene que las “…soluciones totalitarias pueden sobrevivir fácilmente la caída de los regímenes totalitarios bajo la forma de fuertes tentaciones que emergerán siempre que parezca imposible aliviar la miseria política, social o económica de una manera digna del hombre” (Arendt, 1994: 459).

Y a pesar que Arendt (2006a: 288) reconoce que no es posible atribuirle a Eichmann una profundidad demoníaca, entre otros motivos porque lo diabólico no puede ser profundo, son cuantiosas las referencias a instancias religiosas en general y cristianas en particular en Eichmann en Jerusalén, provenientes tanto por parte de la autora como de su sujeto de estudio. Eichmann, por supuesto, tenía sobradas razones para recurrir a cualquier justificación que permitiera desvincularlo de todo tipo de responsabilidad sobre las matanzas. Por ello no es casual que en sus declaraciones en Jerusalén sostuviera que su vida había sido manipulada por un “maleficio” (Arendt, 2006a: 50), por un “dios de la desdicha que, a pesar del dios de la buena fortuna, ya hilaba en mi vida las hebras de la pena y del dolor” (Arendt, 2006a: 27-28). Más adelante atestiguará que en la Conferencia de Wannsee, en donde se reunieron los mayores jerarcas de las diferentes agencias burocráticas del nazismo que tenían incidencia en la Endlösung, en sus palabras los “Papas del Tercer Reich” (Arendt, 2006a: 114), evidenció “…algo parecido a lo que debió sentir Poncio Pilatos, porque me sentí libre de toda culpa” (Arendt, 2006a: 114, 151).

Dejando de lado la extrema curiosidad consistente en que Eichmann use en el mismo párrafo la referencia al Sumo Pontífice del catolicismo y a quien es evidenciado como uno de los principales traidores en la muerte de Jesucristo, lo que se debe notar es la subsistencia de estas referencias en alguien que se negó a jurar ante la Biblia para sostener sus declaraciones en el tribunal y que, al igual que todo el resto de los funcionarios del régimen de Hitler, continuaba sosteniendo ser un Gottgläubiger, “…el término nazi para aquellos que se habían apartado de la doctrina cristiana” (Arendt, 2006a: 27).

Arendt por su parte a veces continúa con la retórica metafísica o teológica de algunos de los protagonistas del proceso simplemente a efectos de causar determinado impacto con su discurso, ya sea mediante el dramatismo o la ironía, mientras que otras veces apela por su propia cuenta a este tipo de argumentos.

Por ejemplo, al relatar cómo el juez Halevi había dicho que Rudolf Kastner había vendido su alma al diablo, Arendt (2006a: 42) aprovecha la oportunidad para decir que en el proceso de Jerusalén “…el propio diablo” estaba en el banquillo de los acusados. Cuando explica la reacción de Eichmann ante una pregunta, sostiene que para éste “…el pecado imperdonable no era matar personas sino causar dolor innecesario” (Arendt, 2006a: 109). Posteriormente el propio acusado sostendrá que confesó sus pecados a sus superiores (Arendt, 2006a: 137).

Al exponer como la sociedad alemana de posguerra evalúa el comportamiento de sus compatriotas durante los años 1933-1945, estima que ésta disminuye el valor de los hechos al clasificarlos como Ungut, falta de bondad, “…como si nada hubiera estado mal en aquellos que estaban dotados de tal cualidad salvo una falla deplorable para actuar de acuerdo a los exigentes estándares de la caridad cristiana” (Arendt, 2006a: 245).

En dos oportunidades Arendt utilizará referencias directas a Dios como formas de enfatizar su discurso. Primeramente cuando ironice sobre la invertida escala de valores del nazismo y sobre cómo el mal había dejado de ser una tentación en el Tercer Reich para ser la regla, mientras que el bien era la excepción, dirá que “…como lo sabe Dios, ellos [muchos nazis y alemanes] habían aprendido a resistir la tentación” (Arendt, 2006a: 150). Y al relatar las deportaciones nazis de Holanda le intrigará el que “…Dios sabe por qué razones, unos trescientos setenta judíos sefardíes permanecieron sin ser molestados en Ámsterdam” (Arendt, 2006a: 168).

Las religiosidad de Arendt es un tópico de difícil precisión (McCarthy, 2000: 42; Canovan, 1995: 104; Young-Bruehl, 2004: 365)[108]. Obviamente el recurso de la autora al lenguaje religioso no le es exclusivo. La magnitud de los crímenes cometidos por el nazismo motiva el uso de cualquier vocablo que permita reflejar en cierto grado la hybris paroxística del genocidio:

En un obvio rechazo a la fiscalía [los jueces] dijeron explícitamente que los sufrimientos en una escala tan gigantesca estaban «más allá de la comprensión humana», que eran asunto de «grandes autores y poetas» y que no pertenecían a una corte, en donde los hechos y motivos que los habían causado no estaban ni más allá de la comprensión ni más allá del juicio (Arendt, 2006a: 211).

Arendt (2006a: 228) admite “…cuán difícil era narrar la historia […] al menos por fuera del ámbito transformador de la poesía” para a continuación de esta aseveración[109] sostener que para dar cuenta de aquellos acontecimientos “se requería una pureza de alma, una inocencia no replicable de mente y corazón que sólo los justos poseen”.

¿Cómo es posible sostener una vocación fenomenológica que aspira a ser fiel a la experiencia con aquella que cita a la “pureza de alma” y refiere a los “justos”? Probablemente no hubiera sido conveniente aludir en Eichmann en Jerusalén a un tipo de acción que posee varias similitudes con otro descrito en Los orígenes del totalitarismo. Arendt se explaya en 1963 sobre los delitos cometidos por los nazis y sobre la posibilidad de su reaparición en la historia en los siguientes términos:

La temible coincidencia del moderno crecimiento explosivo de la población mundial con el descubrimiento de medios técnicos que, a través de la automatización, convertirán en «superfluos» a amplios sectores de la misma, incluso en términos de la labor y que, a través de la energía nuclear, harán posible lidiar con esta doble amenaza […] debería ser suficiente para hacernos temblar (Arendt, 2006a: 273).

Por un lado es posible señalar la referencia de tinte apocalíptico presente en esta sentencia, palpable en el temor arendtiano al exterminio mediante bombas atómicas que ya había sido expresado en La condición humana. El temor a una aniquilación nuclear (Arendt, 1998a: 149; 2006d: 694; 2005b: 97, 153-160; 1995: 83, 87; 1994: vii; 1968a; 1962b: 18) es común a mediados del siglo pasado y Arendt no es ajena a la incertidumbre sobre el futuro de la Tierra y sus habitantes[110] (Arendt y Jaspers, 1992: 304, 309, 318-319, 458, 469, 471, 482-484, 568, 577, 619, 621, 659; Arendt y McCarthy, 1995: 83, 188; Arendt y Blücher, 2000: 78, 318, 320, 326, 337-338; Jonas, 2008: 203; Sennett, 2008: 1-6).

Por otra parte es notoria la reiteración que efectúa de su teoría sobre el “mal radical” (previamente mal absoluto), sin mencionarla como tal, ya que la misma, presente en The Origins of Totalitarianism, estipula que con la llegada de las tecnologías modernas y de un exceso poblacional característico de las sociedades de masas es posible hacer al hombre superfluo. De esta forma la tesis principal del libro de 1951 se introduce subrepticiamente en otro que en teoría sólo buscaba dar una explicación a lo sumo sobre las motivaciones de los perpetradores, pero no sobre la naturaleza, características y resultados de sus delitos[111].

De esta manera se ve que las concepciones arendtianas sobre lo maligno no se conciben enteramente como opuestas, a pesar de que la autora manifieste lo contrario en su réplica a Scholem. En función de esta evidencia resulta propicio examinar lo expuesto por Arendt en otros documentos a fin de recabar mayor información sobre su parecer, consolidando el estudio de este tópico.


  1. El editor de The New York Review of Books, Robert Silvers, opina que EJ fue “…quizás el libro más controvertido del Siglo XX” (citado en Sutherland (2004: 426).
  2. La exacerbación de la figura de Eichmann permanece hasta el día de hoy, en donde se lo continúa calificando como el “arquitecto del Holocausto” (Heller, 2011), en parte por la persistencia del desconocimiento respecto a la correcta circunscripción de sus tareas y en parte porque el propio Eichmann contribuyó a dar una falsa idea de sus responsabilidades gracias a lo que Arendt considera que era su principal vicio, la jactancia: “Arrogarse la muerte de cinco millones de judíos, el total aproximado de pérdidas causadas por los esfuerzos combinados de todas las autoridades y oficinas nazis, era absurdo, como él lo sabía muy bien, pero había continuado repitiendo la execrable frase ad nauseam a cualquiera que quisiera escucharlo, incluso doce años más tarde en Argentina, porque le proporcionaba “una extraordinaria sensación de euforia pensar que [él] salía de escena en esta manera” (Arendt, 2006a: 47). Posteriormente Arendt (2006a: 164) calificará la posibilidad de que él decidiera la participación de Francia en la Endlösung como “…una de las ridículas fanfarronadas de Eichmann, demostrativa de «empuje»”. Luego sostendrá que “…resultó que su rol en la Solución Final había sido ampliamente exagerado, en parte debido a sus propias fanfarronadas…” (Arendt, 2006a: 210). Como detalle de interés, el nombre clave que le fuera asignado a Eichmann en el servicio secreto israelí (Mossad) en la operación que condujo a su captura en Argentina es “Dybbuk”, que en hebreo refiere a un espíritu maligno (Heller, 2012).
  3. Arendt (2006a: 129) aclara que el término era utilizado por el nazismo para llamar a los miembros nominales del partido. El significado propio del vocablo permite su utilización en el sentido indicado en el presente apartado.
  4. “Pero Eichmann, como trató en vano de explicar en Jerusalén, nunca había pertenecido a los círculos altos del partido, nunca le había sido dicho más de lo que necesitaba saber para realizar una tarea específica y limitada” (Arendt, 2006a: 84).
  5. . El único elemento de mayor responsabilidad de Eichmann reconocido por Arendt (2006a: 80-82) es su manejo del campo de concentración denominado Theresienstadt, ubicado en lo que es hoy la República Checa, que fuese utilizado como una fachada para mostrar a los delegados del Comité Internacional de la Cruz Roja las condiciones de vida de los detenidos en ese Lager que, se suponía, eran a su vez compartidas por todo el resto de los detenidos en los demás campos del Tercer Reich.
  6. Arendt (2006a: 276) se ocupa de dejar en claro la contradicción manifiesta en la que incurre el fiscal cuando, luego de usar los adjetivos previamente referidos, sostiene que hubo gran cantidad de involucrados en el nazismo “…que fueron como él”. Ello es asimismo sostenido por Arendt (2007a: 482) en su respuesta a Samuel Grafton cuando colige que si se denomina monstruosa la devoción eichmanniana al trabajo entonces la vasta mayoría de la población alemana bajo el nazismo debería catalogarse como tal. En Eichmann en Jerusalén puede resaltarse un elemento que presenta semejanzas con la imagen presentada por el fiscal, la “gran obstinación” (Arendt, 2006a: 35) que Eichmann demuestra en la instrucción de castigo apenas ingresar a los campamentos de entrenamiento de las SS en 1933. Sin embargo pocas líneas después Arendt (2006a: 35) demuestra que la vida militar no era adecuada para él por lo que, aburrido de la monotonía, solicitó un traslado apenas pudo. Como sostiene Mary McCarthy (1973: 63-64), en el “caso Eichmann” se llama monstruoso a lo que no puede ser explicado, y al utilizar esa denominación se hace al acusado menos culpable de sus crímenes al difuminar sus cualidades humanas. Barnouw (1990: 222) intenta salvar este apelativo, sosteniendo que Arendt analizó a un Eichmann que era monstruoso en su banalidad. El policía israelí Avner Less (1983: vii), que interrogó a Eichmann con anterioridad a la celebración del proceso judicial en su contra, respalda la perspectiva de Hausner al manifestar que se vio sorprendido por la completa falta de humor y de alegría del acusado, así como por su semblante sardónico y agresivo.
  7. Para una postura contraria, que cuestiona la apreciación arendtiana sobre la evaluación psiquiátrica de Eichmann, véase Brunner (2008). Una visión intermedia es la presentada por Bettelheim (1979: 310), para quien los estándares cotidianos de normalidad no pueden aplicarse al comportamiento de los seres humanos inmersos en sistemas totalitarios.
  8. Cómo lo explica en La condición humana (Arendt, 1998a: 179-180, 182, 193) y sucintamente en Men in Dark Times (Arendt, 1995: 73), la personalidad y el verdadero carácter de un sujeto sigue la dinámica del daimon griego que es fácilmente perceptible por los demás pero no por aquél. Al respecto de este tema puede citarse lo dicho por Agamben (2008: 13): “Una de las lecciones de Auschwitz es que es infinitamente más difícil captar la mente de una persona ordinaria que entender la mente de un Spinoza o un Dante. (La discusión de Hannah Arendt sobre la “banalidad del mal”, tan malentendida a menudo, debe ser entendida también en este sentido)”. Kristeva (2006: 157) repara en que Arendt, si bien era adversa a la psicología, no temía utilizar vocablos y conceptos propios de esta disciplina, algo que también es observado por Canovan (1974: 20) y Young-Bruehl (2006: 4), y que lleva a Kateb (1983a: 54) a rotularla como una “psicóloga moral”. Una aproximación entre Arendt y Freud es elaborada por Alloggio y Kylie (2012: 127). Véase asimismo Arendt (2005c: 12).
  9. Al referirse al desarrollo evolutivo de los seres vivos en The Life of the Mind Arendt (1978a: 32) realiza una afirmación que también es aplicable al caso eichmanniano en particular y a todos los que rechacen pensar por cuenta propia: “Es obvio que una criatura sin mente [mindless creature] no posee nada parecido a una experiencia de identidad personal”. Cuando Eichmann se sienta en la cabina a prueba de balas en Jerusalén Arendt queda desconcertada ante la presencia de un ser llano y casi inexistente. Enterrado bajo profundas capas de autoengaño y negación de la realidad, Otto Adolf Eichmann decidía seguir evadiéndose de la misma hasta el fin de sus días. Eso era lo único que quedaba de su personalidad entendida en tanto ser independiente y con voliciones autónomas. Más adelante Arendt (1978a: 39) repara en las dificultades inherentes a la empresa de encontrar un “yo interior” [inside self] ubicado por debajo del enmascaramiento y el semblante del hipócrita. Nótese la continuidad con las reflexiones sobre el tema presentes en OR discutidas en el capítulo anterior. Less (1983: v) también da cuenta del desencanto que le produjo ver la normalidad de la apariencia del acusado.
  10. Eichmann (1983: 57) se manifestó en estos términos sobre el asunto: “Nunca he sido un antisemita y nunca mantuve en secreto ese hecho”. En el documental de Errol Morris titulado “Señor Personalidad” [Mr. Personality] el psiquiatra Michael Stone (2001) explica que si se le preguntara a un rabino con quien elegiría ir a una isla desierta, Eichmann o un fanático antisemita, debería inclinarse por el primero sin hesitaciones.
  11. Podhoretz (2004: 74-75) deplora que Arendt haya creído en el testimonio que Eichmann brindó ante las autoridades israelíes, tanto antes como durante el proceso judicial, contradiciéndolo solamente cuando las palabras de aquél no cuadraban con su propia percepción del asunto. A Bernstein (1996a: 170, 212; 2002a: 270) le llama la atención que Arendt ignore evidencia del fanatismo de Eichmann que ella misma cita en EJ. Lilla (2013) y Schmitter (2013: 121) aluden a la entrevista de Eichmann con Sassen, efectuada antes del proceso judicial israelí, en la que el antisemitismo de aquél queda puesto en evidencia, y plantean que Arendt, desconociendo este material, confió y creyó erroneamente en sus palabras en general y en aquellas que desmentían su odio hacia los judíos en particular. Arendt también creerá completamente en el testimonio de Albert Speer cuando éste publique sus recuerdos sobre el nazismo: “Se trata de las primeras memorias de un ex nazi en las cuales no se cuentan mentiras” (Arendt y Fest, 2013: 83). Dicha credulidad también será criticada en lo tocante a las justificaciones que Heidegger proveyó sobre su colaboración con el nazismo (Villa, 1999: 82). El historiador del Holocausto Christopher Browning (2003: 3-4) también presenta su posición sobre esta cuestión: “…considero que el concepto de Arendt “la banalidad del mal” es una explicación muy importante para entender a muchos de los perpetradores del Holocausto, pero no al mismo Eichmann. Arendt fue engañada por la estrategia de autorepresentación de Eichmann en parte porque existieron demasiados perpetradores del tipo que él pretendía ser”, aclarando inmediatamente antes de estas líneas que a su parecer Eichmann representa el prototipo del mal deseado voluntariamente. Un argumento similar se halla en Browning (2002: 4; 2013). Safrian (2010: 7) indica que la adopción acrítica de las declaraciones eichmannianas es una tendencia frecuente por parte de algunos historiadores, y señala que los jueces del proceso repararon en su hipocresía (Safrian, 2010: 221). Véanse asimismo Musmanno (1996), Rosenbaum (1999) y Whitfield (1981: 475).
  12. De este tipo de hermeneusis se extrae la tesis de la exculpación metafísica o histórica de los acusados, tal como se lo explorará en el apartado introductorio de este capítulo.
  13. A lo largo de este trabajo se utilizarán los términos Shoá y Holocausto para indicar el genocidio llevado a cabo por el nazismo, respondiendo al uso alternadamente indistinto que se hace de ambos vocablos, al igual que Auschwitz y Solución Final (Finchelstein, 1999: 31; Heller, 2010: 114). Para una objeción a la utilización del vocablo Holocausto véase Agamben (2003: 144-147).
  14. En base a estas declaraciones puede verse como Eichmann estaba cómodamente emplazado en lo que Arendt (2006d: 424) denomina “sociedad de funcionarios” en una entrada de septiembre de 1953 del Diario filosófico, en la que en vista de la división del trabajo los funcionarios devienen altamente intercambiables: “Lo auténticamente estatal y político, a saber, tomar decisiones y actuar, es desplazado más y más por lo puramente administrativo. La «humanidad socializada» necesita solamente administración; decidir y actuar están tan automatizados que propiamente ya no se dan; en lugar de decisión se introduce el principio de la aplicación” (Arendt, 2006d: 431). Eichmann en parte suscribía a la delegación de responsabilidad en el superior típica de una estructura piramidal de mando para eludir el hacerse cargo de sus actos en el marco del proceso de Jerusalén, pero como se destaca en el comentario presentado por Arendt éste ocasionalmente deseaba asimismo demostrar su importancia en el devenir de los acontecimientos.
  15. La misma es también descrita por Elisabeth Young-Bruehl en su correspondencia con Jerome Kohn (Young-Bruehl y Kohn, 2001: 226-227).
  16. Este tópico será abordado en el apartado destinado a analizar el juicio reflexionante, particularmente cuando se haga referencia al inmanente “dos-en-uno” arendtiano (Arendt, 1978a: 179-193). Al igual que lo hubiere referido en Los orígenes del totalitarismo (Arendt, 1994: 337-338, 454), Arendt (2006a: 105) reitera que “…los asesinos no eran sádicos o asesinos por naturaleza. Por el contrario, se llevó a cabo un esfuerzo sistemático para eliminar a todos aquellos que experimentaban un placer físico a partir de lo que hacían”. Previamente Arendt (2006a: 69) aclara que, pretextando “…«objetividad» [Sachlichkeit] las SS se disociaron de tipos «emocionales» como Streicher, ese «idiota carente de sentido de la realidad»”. Véase también Arendt (2005c: 59).
  17. Eichmann era “…bastante capaz para enviar millones de personas a su muerte, pero era incapaz de hablar acerca de ello en la forma apropiada sin que le fuera proporcionado su “código de lenguaje” (Arendt, 2006a: 145). Arendt (2006a: 198) corrobora luego que “…la debilidad de Eichmann por las frases estimulantes sin un sentido real no era una pose fabricada expresamente para el proceso de Jerusalén”. Véase asimismo Arendt (2006a: 243). Less (1983: vi) corrobora este parecer cuando aclara que su alemán era espantoso y que hablaba utilizando el jergón de la burocracia nazi, mezclando acentos berlineses y austríacos.
  18. Laqueur (2004: 7) señala que dicha catalogación ya había sido efectuada por Gerald Reitlinger en The Final Solution. De este libro, publicado por primera vez en 1953, se cita la reedición de 1960 en la bibliografía de EJ (Arendt, 2006a: 302). Dossa (1989: 129) indica que Bondy, Lowell y Kaufmann ya habían apuntado a la trivialidad y poca complejidad de la personalidad eichmanniana. En 1964, en una entrevista con el periodista alemán Günter Gaus, Arendt (2005a: 16) también califica a Eichmann como un “bufón”.
  19. Bilsky (2001a: 232) denomina a este empeño como una “contranarrativa”, enmarcada en la “competencia de los narradores de historias” participantes del proceso o interesados en él, entre ellos Ben Gurión, Hausner y la propia Arendt.
  20. Esta apreciación será matizada luego cuando Arendt (2006a: 153) estime que la “…posición de Eichmann era la más importante cadena de montaje en toda la operación, debido a que siempre dependía de él y de sus hombres determinar cuántos judíos podían o debían ser transportados desde cualquier zona determinada y era su oficina la que aprobaba el último destino del envío, aun cuando éste no fuera determinado por él”.
  21. La cita continúa de la siguiente forma: “…en cada subjefe toma cuerpo la voluntad del caudillo, pues en él se encarna la voluntad de la naturaleza o de la historia. Las leyes de la naturaleza y las de la historia, que son imitadas, se comportan como leyes del movimiento: ¡de ahí los movimientos!” (Arendt, 2006d: 147).
  22. En el Diario Filosófico en Marzo de 1953 Arendt (2006d: 305) escribe que uno de los síntomas de enfermedad de la persona ordinaria es el hablar en clichés, ya que eso es una forma preliminar de ausencia de lenguaje, lo cual a su vez está estrechamente ligado a la imposibilidad de pensar en forma autónoma. También con respecto a la speechlessness Arendt (2006d: 366-367) cita el caso de la persona “carente de palabras” del pensamiento platónico [aneu logou], poniendo como ejemplo al médico que tiránicamente emite prescripciones a sus pacientes sin verdaderamente compenetrarse con los mismos y tratar de comprender caso por caso. Más adelante (Arendt, 2006d: 369) aclara que la fuerza es también muda, no pronunciada, y que lo político se le contrapone (Arendt, 2006d: 519). Véase asimismo Arendt (2006d: 385-386). Para otro sentido de la expresión, ligado a la contemplación mística, véase Arendt (2006d: 532).
  23. Arendt (2006a: 45) compatibiliza la imbecilidad manifiesta de Eichmann con su “talento” como encargado de los transportes y de la sección IV-B-4 de la RSHA, ya que en esa tarea en el marco de la  Solución Final “…por primera vez en su vida, descubrió poseer algunas cualidades especiales. Había dos cosas que podía hacer bien, mejor que otros: podía organizar y podía negociar”. Sin esta aclaración hubiera sido prácticamente irrecuperable la clasificación de Eichmann como un completo idiota, no pudiendo por ende comprenderse que haya sido tan diligente y expeditivo dentro de las SS.
  24. Se transcribe la versión original de la cita en función de su importancia: “…this new type of criminal […] commits his crimes under circumstances that make it well-nigh impossible for him to know or to feel that he is doing wrong”. A partir de este tipo de frases intérpretes como Neiman (2002: 272) han aludido, exagerando el planteo arendtiano, a las intenciones no dañinas de Eichmann.
  25. Hacia el final de “Thinking and Moral Considerations” Arendt (2005c: 188, cursivas en el original) enfatiza la peligrosidad de aquellos que no poseen motivos para realizar malos actos y no son malvados, ya que por estas razones son capaces de originar un “mal infinito”. Véase también Arendt (2005c: 180). Cooke (2001: 124) intenta rescatar la maldad eichmanniana, calificando como maligno al interés propio desmedido del acusado.
  26. El original en inglés dice: “He merely, to put the matter colloquially, never realized what he was doing”. La versión en español de Carlos Ribalta no se atiene al debate sobre la autocomprensión del acusado: “Para expresarlo en palabras llanas, podemos decir que Eichmann, sencillamente, no supo jamás lo que se hacía” (Arendt, 2000: 434, cursivas en el original).
  27. En “On Humanity in Dark Times: Thoughts about Lessing” Arendt (1995: 21) infiere que la única forma de dominar el pasado es narrándolo, mas indica al mismo tiempo que, en tanto el significado de los eventos permanezca vigente, la narración de éstos será recurrente. Para una similar postura, que explica y reexpone los preceptos arendtianos al respecto, véase McCarthy (1973: 67-69). Un testimonio que da cuenta de este proceso es Howe (1982: 271-272): “Muchos de nosotros aún continuábamos tambaléandonos por el impacto demorado del Holocausto. Cuanto más tratábamos de pensar al respecto, menos podíamos entenderlo. Ahora se nos decía, por la brillante Hannah Arendt, que Adolf Eichmann, lejos de ser el “monstruo moral” denominado por el fiscal israelí, debía en realidad verse como un pequeño tipo trivial, aburrido y tedioso, meramente el engranaje más pasivo en la maquinaria de la muerte que tan eficientemente había enviado a los judíos a las cámaras de gas”. En otra oportunidad Howe (citado en Ring, 1997: 107-108) opinó que “…la pena prolongadamente suprimida causada por el Holocausto explotó. Fue como si sus perspectivas [las de Arendt], que hicieron enfurecernos a muchos de nosotros, nos permitieran finalmente hablar sobre lo impronunciable”. Precisamente Arendt (2005c: 56) deplora que el debate sobre hechos que son arduos de pensar y por consiguiente de expresar verbalmente se haya trasladado al plano de las emociones, las cuales son por completo inadecuadas para representar a los hechos a los que refieren, corrompiéndolos por intermedio del sentimentalismo. En una controversia sobrecargada de emociones es imposible debatir sobre cuestiones de extrema seriedad (Arendt, 2005c: 56).
  28. En Los orígenes del totalitarismo Arendt (1994: 338) sostuvo que la habilidad de Himmler fue reconocer que la mayoría de las personas no son fanáticos, aventureros, maniáticos sexuales o fracasados sociales, sino antes que nada “…trabajadores y buenos hombres de familia”. Asimismo identificó a la mayoría de los miembros de las SS como seres no pervertidos que, al contrario, eran corrompidos por las tareas que debían desempeñar. Acota que, además de quienes eran alistados forzosamente o como voluntarios en esta agrupación, tales como los integrantes de los cuerpos policiales, incluso los miembros entrenados de la misma encontraban las matanzas peores que la lucha en el frente. Por ello se diseñaron los métodos de exterminio masivo que menos contacto proveían entre víctimas y victimarios (Arendt, 1994: 454).
  29. Diez años después, en octubre de 1973, Arendt (1978c: 18) se referirá en idénticos términos a esta transformación: “Los dirigentes totalitarios organizan este tipo de sentimiento masivo [Las cosas deben cambiar, sin importar cómo. Cualquier cosa es mejor que lo que tenemos] y al organizarlo lo articulan, y al articularlo hacen que las personas de algún modo lo amen. Antes les era dicho “No debes matar”, y no mataban. Ahora les es dicho “Deben matar”, y aunque piensan que matar es muy difícil lo hacen porque eso ahora forma parte de su código de comportamiento. Aprenden a quien matar, cómo matar y cómo hacerlo juntos. Esto es la Gleichschaltung de la que tanto se ha hablado, el proceso de coordinación. Usted es coordinado no con los poderes de turno sino con su vecino, coordinado con la mayoría. Pero en vez de comunicarse con el otro usted está ahora pegado a él. Y por supuesto usted se siente maravilloso. El totalitarismo apela a las necesidades emocionales muy peligrosas de personas que viven en completo aislamiento y miedo de las otras”. Sobre la rapidez con la que los intelectuales y figuras públicas renunciaron al juicio personal ante la “coordinación”, creando una desintegración moral de la sociedad alemana, véase Arendt (2005c: 24-25, 54).
  30. En su testimonio a la policía israelí Eichmann (1983: 80) da cuenta de su consternación frente a las matanzas organizadas por el nazismo se debía a que se convertiría a los hombres jóvenes que las ejecutaban en criminales, sin emitir comentario alguno sobre las vícitmas.
  31. Reber y Reber (2001: 128) proporcionan esta definición del fenómeno: “Estado emocional evidenciado cuando dos actitudes o cogniciones simultáneamente sostenidas son inconsistentes o cuando hay un conflicto enre una creencia y la conducta pública. Se asume que la resolución del conflicto sirve como base para el cambio actitudinal, en el que los patrones de creencia son generalmente modificados para ser consistentes con la conducta”. Colman (2001: 141) agrega: “La relación de disonancia es un estado de tensión motivador que tiende a generar tres tipos de conducta reductora de la disonancia: cambiar una de las cogniciones, disminuir la importancia percibida de las cogniciones disonantes y/o agregar cogniciones adicionales (justificadoras)”.
  32. “Según dijo Eichmann, el factor más potente para el alivio de su propia conciencia fue el simple hecho que no pudo ver a nadie, absolutamente a nadie, que estuviera realmente en contra de la Solución Final” (Arendt, 2006a: 116). Como lo sostendrá en 1975 en “Home to Roost” los criminales asumen inocentemente que “…todas las personas son realmente como ellos, que su carácter lleno de falencias es parte de una condición humana despojada de hipocresía y clichés convencionales” (Arendt, 2005c: 268).
  33. En OT se registra una similar tesitura. Véase al respecto el debate referido en la nota 96 de este capítulo. Otra sentencia análoga se halla en “Religion and Politics” (Arendt, 2005a: 383).
  34. Esta conceptualización es reiterada en Arendt (2005c: 50, 54). Tal como lo propone Schmucler (2000: 48): “La banalidad del mal parte de la idea de que la moral surge de un acuerdo arbitrario”. Once años antes de elaborar estas reflexiones Arendt (2006: 172, subrayado en el original) ya había escrito en su Diario Filosófico: “En la conciencia se anuncia que yo pertenezco al entre, y su voz […] en el peor de los casos –propiamente, siempre– es el conjunto de todos los usos, leyes y acuerdos que precisamente tienen validez. (Heidegger se equivocó en Ser y tiempo: la voz de la conciencia es precisamente el «uno», y por cierto en la cumbre de su dominación). Por tanto, la «conciencia» pudo ser utilizada muy bien por los nazis o por cualquier otro. Corresponde siempre a la realidad como el reino del entre y se rige por ella.” Más adelante, en Marzo de 1955, escribe: “La moral se refiere a nuestro «behavior»; por tanto, de antemano es un concepto relativo a la sociedad y no una noción propiamente política. Toda moral fracasa tan pronto como comenzamos a actuar, o a poner un comienzo. La moral nunca ha previsto este comienzo. Toda acción es amoral por definición” (Arendt, 2006: 504, subrayado en el original). Este planteo anticipa la argumentación que Arendt (1998a: 22-28) desarrolla en La condición humana, en donde presenta una nítida separación entre lo social y lo político, tratando de que éste quede segregado de presiones provenientes de otros ámbitos como lo económico. Esa división es uno de los puntos más cuestionados e incomprendidos de su teoría (Arendt et.al., 1979: 315-322). En 1943 en el artículo “We Refugees”, analizando el caso de los refugiados judíos que buscaban afanosamente integrarse a cualquier país que los recibiera, olvidando sus identidades previas (nacionales, religiosas, etc.), Arendt arribó a una conclusión que podría ser aplicada al caso eichmanniano: “El hombre es un animal social y la vida no le es fácil cuando se cortan los lazos sociales. Los estándares morales se mantienen más fácilmente en la textura de una sociedad. Muy pocos individuos tienen la fortaleza para conservar su propia integridad si su estatus social, político y legal se halla completamente confundido” (Arendt, 2007a: 271). Claramente Eichmann no es uno de estos sujetos, beneficiándose en este contexto de una cierta exculpación sociológica. No obstante lo cual es la última parte de esta cita en donde se halla una conexión con la valoración que la pensadora hará de aquellos pocos que sí aceptaron los costos de enfrentarse al contexto social a fin de salvaguardar su integridad, tanto aquellos que resolvieron apartarse de la sociedad que les rodeaba (como Karl Jaspers) como los que optaron por la vía de la desobediencia civil o la sublevación contra el régimen. Como se expone en “Some Questions of Moral Philosophy” la conducta moral se desprende del respeto por sí mismo, del colocarse a uno mismo por sobre las presiones sociales en las instancias en que así corresponda hacerlo (Arendt, 2005c: 67). Dossa (1989: 115-116) ratifica la tajante separación entre la moral convencional y la política en la teoría arendtiana, mas da cuenta de una reintroducción de la moralidad con posterioridad a EJ (como puede verse al comienzo de “Personal Responsibility Under Dictatorship” (Arendt, 2005c: 17), denominándola “moralidad de la ciudadanía compartida” (Dossa, 1989: 138), sostenida en la preocupación de cada uno de los miembros de una esfera pública por todos los demás y en el, a su criterio, único imperativo moral arendtiano: que la existencia en la Tierra debe ser compartida con los otros. Sobre este cambio de parecer véase la nota 106 en el presente capítulo. Sobre los motivos del cambio en torno a este tópico a partir de EJ, reparando en un interés general y abrumador por cuestiones morales que deja traslucir una confusión de envergadura véase Arendt (2005c: 59). Sobre este punto Kateb (1983a: 36) proporciona una conclusión atinada cuando infiere que, al pensar con mayor detenimiento sobre el totalitarismo, la teórica política se vio forzada a indagar más profundamente las implicancias morales de la acción política en general. Sobre la falta de interés de la autora por las cuestiones morales durante su formación filosófica véase Arendt (2005c: 22-23).
  35. En su réplica a Laqueur de 1966 Arendt (2007a: 500-501) rechaza haber incurrido en las contradicciones que un crítico cree haber hallado en EJ: “El sr. Robinson pertenece a aquellos pocos que son psicológicamente ciegos al color, que ven sólo en blanco y negro. Por ende, cuando describí a Eichmann como en absoluto estúpido e igualmente carente por entero de pensamientos, o señalo que sobre la base de la evidencia no era un mentiroso inveterado mas mintió en ocasiones, y procedo luego a brindar algunas instancias en las que de hecho mintió, el sr. Robinson está convencido firmemente de que estas son “contradicciones”…”. A pesar de esta respuesta la argumentación arendtiana no deja de presentar problemas acuciantes en lo concerniente a su falta de concordancia a lo largo de EJ. El no hallar correspondencias entre afirmaciones presentes en el libro, o el ubicarlas directamente como contrapuestas, es de hecho una dificultad para la interpretación y la correcta comprensión del mensaje de la autora, dejando de lado las minucias señaladas por Robinson y por otros críticos poco afectos a EJ que repararon en idéntico detalle (Mann, 2013: 107, 114). En efecto, como Arendt apunta, el que Eichmann mienta ocasionalmente no debe por fuerza mayor obligar a colegir que era un mentiroso. Sin embargo las aporías existentes en el texto son mayores y más recurrentes que lo que su respuesta publicada en The New York Review of Books parece sugerir, de allí la necesidad de examinarlas en el presente capítulo.
  36. . En “Reflections on Little Rock” Arendt (2005c: 212) dice que el conformista es un ser puramente social en tanto responde únicamente a los designios de la sociedad y oblitera por completo sus propias ambiciones.
  37. En “Personal Responsibility Under Dictatorship” Arendt (2005c: 40) aclara que en realidad Eichmann reconoció la ilegalidad de las directivas de Himmler, ubicadas en contraposición al deseo explícito del Führer, por lo que no solamente sus valores sino en simultáneo su obediencia al líder supremo fueron los que motivaron su rebeldía frente a la orden de detener las deportaciones en Hungría. Eichmann (1983: 291) comentó que había estado acostumbrado a la obediencia desde su infancia más temprana, y que al entrar en las SS ésta se transformó en ciega e incondicional. También declaró que sin importar la orden recibida él la obedecía porque había prestado juramento de fidelidad y obediencia al Führer y al Tercer Riech, viéndose por ende obligado a acatar toda directiva (Eichmann, 1983: 198). En ese sentido sostuvo que nadie está justificado para evadir una orden (Eichmann, 1983: 199) e incluso se preguntó retóricamente qué hubiera ganado al desobedecer y a quién podría haberle servido ese gesto (Eichmann, 1983: 291), revelando una vez más que las víctimas del genocidio nazi no entraban en el marco de sus consideraciones.
  38. Evidencia que apoya la interpretación arendtiana sobre la thoughtlessness del acusado es la declaración de éste sobre su reacción ante diversos métodos de asesinato masivo implementados por el nazismo: “…vi esto sin pensar, no pensé en nada en absoluto. Simplemente lo vi, y eso es todo” (Eichmann, 1983: 79-80). Pronunciará palabras similares cuando explique que hubiera enviado a su propio padre a la muerte: “En esa época obedecía mis órdenes sin pensar, solamente hacía lo que se me decía. Ahí es en donde encontré mi – ¿cómo decirlo? – realización. El contenido de las órdenes no hacía diferencia alguna…” (Eichmann, 1983: 157).
  39. En el Denktagebuch existen numerosas frases críticas de la moralidad en general y de su relación con la política en particular (Arendt, 2006d: 53, 144, 205, 443). En septiembre de 1952 indicó que: “Toda moralidad es simplemente ley moral –una cuestión de «mores»- y nada más. No tiene nada que ver con el problema del mal en general. Por el hecho de que se buscara el bien y el mal en la moral y sólo se descubriera allí una serie infinita de prohibiciones, tabúes, etc., se creyó que el bien y el mal no existen. En cuaqluier caso, no existen en la moral” (Arendt, 2006d: 232). En Marzo de 1955 concluyó que: “La moral se refiere a nuestro «behavior»; por tanto, de antemano es un concepto relativo a la sociedad y no una noción propiamente política. Toda moral fracasa tan pronto como comenzamos a actuar, o a poner un comienzo. La moral nunca ha previsto este comienzo. Toda acción es amoral por definición” (Arendt, 2006d: 504), algo ratificado en enero de 1956: “Toda moral fracasa tan pronto como comenzamos a actuar. Por esta miseria se inventan las reglas y los patrones «éticos». Se quiere limitar la acción. Ahora bien, estas reglas, puesto que en principio vienen de fuera, nunca pueden hacer otra cosa que limitar, nunca pueden prescribir, y siempre la acción las romperá una y otra vez, las rebasará y «contravendrá»” (Arendt, 2006d: 541, subrayado en el original). En septiembre de 1969 Arendt (2006d: 718) ajusta una vez más su percepción sobre lo maligno: “Es puro absurdo esperar un comportamiento moral de alguien que no piensa. No pensar es, por ejemplo, no imaginarme cómo me sentiría si me sucediera a mí lo que yo inflijo a otro; ahí está el «mal». (No hagas a nadie lo que no quieres que se te haga a ti, etc.)”. En OT también había abordado el tema, tanto al aclarar cómo las consideraciones morales habían sido rápidamente dejadas de lado por temas de interés más inmediato (como la alimentación) (Arendt, 1994: 335) como al referir que lo más fácil de destruir fue la moralidad de “…las personas que no pensaban en otra cosa que salvaguardar sus vidas privadas” (Arendt, 1994: 338). Heuer (1995: 7) apunta que la autora era apasionadamente moral, pero no moralista (aun cuando Cotkin (2007: 486) sí se pronuncie a tal efecto, Ryan (1996) insista en que Arendt fue una “moralista pública”, señalando las mentiras y defectos de políticos, periodistas e intelectuales y Kateb (1983a: 29) la califique como demasiado pura en sus exclusiones prácticas y morales, purgando a la política de elementos que deberían ser incluidos en ella). Véase asimismo Amiel (2000: 72-73; 2007: 39), Benhabib (1996: 53-55; 2006: 157-159), Waxman (2009) y la posición de Dossa expuesta en la nota 101. Véase también Young-Bruehl (2004: 431). Este tema será abordado en el quinto capítulo de este trabajo.
  40. Estas consideraciones se hallan a la vez en los fundamentos del liberalismo político. John Stuart Mill (1985) diseña en On Liberty un patrón de sociabilidad por medio del cual cada integrante de la comunidad puede hacer lo que desee siempre y cuando no afecte ni perjudique a los otros. Esto presupone que cada sujeto reflexionará, colocándose en la posición de sus pares, sobre las posibles consecuencias de sus actos. Esta definición liberal de la consideración para con el semejante permanece igualmente en el plano de lo que Berlin (2002: 166-217) define como “libertad negativa”, entendiendo que el colocarse en el lugar del otro tiene como función principal el no perjudicarlo. En el esquema arendtiano, por el contrario, no se trata solamente de hacer un “control anticipado de daños” con la mentalidad extendida, sino asimismo de colaborar en contemplar a los hechos, a la facticidad, de manera mucho más fiel gracias a la incorporación de detalles que, captados por los demás, inevitablemente escapan a cualquier persona actuando por e interpretando separado. Este punto será explorado más acabadamente en el capítulo quinto.
  41. Quizás la frase más esclarecedora sobre los motivos de este rechazo sea la apuntada en febrero de 1966 en el Denktagebuch: “El defecto de toda psicología, también y sobre todo de la freudiana, está en creer que el interior, el cual no aparece de por sí, está sometido a los mismos estándares que la aparición misma. Llama la atención que también la psicología saca a la luz lo mismo en todas las cosas” (Arendt, 2006d: 627). Idéntica apreciación se halla en Arendt (2006d: 641; 1978a: 27). Puede constatarse aquí cómo la autora rechaza a esta disciplina en base a su concepción del hombre en general y de la vida activa en particular, plasmada en La condición humana, algo que ya había remarcado aún antes de escribir esta obra, cuando en agosto de 1950 evalúe que la psicología, junto a la biología, la filosofía o la teología, concibe solamente al hombre en singular, y no en la pluralidad propia de lo político (Arendt, 2006d: 15). También el alejamiento se produce por una cuestión metodológica, ya que en abril de 1970 comenta que mientras que el pensar procede a través de las distinciones, en psicología se hace otro tanto a través de la asociación libre, lo que, al impedir el pensamiento, solamente puede resultar relativamente útil para la lingüística (Arendt, 2006d: 748-749). Este rechazo era compartido por el segundo marido de Arendt. Una de las clases de Heinrich Blücher (S/Aa) en el Bard College, titulada “Causas potenciales del antisemitismo de posguerra”, estuvo parcialmente destinada a demostrar los peligros de la psicología y del psicoanálisis, en particular sus potencialidades para mantener “cautivos” a los pacientes por el tiempo que el terapeuta desee mediante la sugestión (como si fuera un acto de magia) y para descalificar “científicamente” a aquellos que cuestionen la teoría y la técnica psicoanalítica, catalogándolos como personas neuróticas o insanas. Esta última reacción puede ser utilizada masivamente en el totalitarismo para crear “asesinatos legalizados”. Blücher está haciendo alusión indirecta al exterminio de personas con discapacidades físicas y mentales llevado a cabo por el nazismo. Véase respecto del mismo la nota 113 de este capítulo. En otra clase denominada “Los problemas más profundos con el nihilismo” sostuvo que la psicología era una ideología de masa (Blücher, S/Ab). Las coincidencias con su esposa se reiteran cuando en la clase denominada “Los principios ocultos del totalitarismo: Logos y Nihilismo”, asocie a la psicología con las derivaciones lógicas presupuestas en toda ideología (Blücher, S/Ac), algo que Arendt plasma en junio de 1953 en el Diario Filosófico al sostener que la psicología y la sociología son religiones políticas en tanto no buscan captar “…meros aspectos de las cosas, sino su esencia” (Arendt, 2006d: 378, subrayado en el original).
  42. Ésta no será la primera vez que Arendt haga alusión a la carencia de contacto con lo real. Ya había hecho análogos esfuerzos cuando en Los orígenes del totalitarismo mencionó la falta de sentido común que caracterizaba no sólo a los funcionarios nazis sino asimismo a las personas ordinarias (Arendt, 1994: 307, 322-323, 338-339, 351-352). Isaiah Berlin (2002: 131) presenta acertadamente este cuadro: “Escapamos de los dilemas morales negando su realidad y, al dirigir nuestra mirada hacia las grandes totalidades, las hacemos tomar nuestro lugar como responsables. Todo lo que perdemos es una ilusión y, con ésta, las emociones dolorosas y superfluas de la culpa y el remordimiento”.
  43. En 1942 en el artículo “If You Don’t Resist the Lesser Evil” Arendt (2007a: 166) había puntualizado que cuando se enmascara mentirosamente al mal menor como algo bueno se le roba a la gente la capacidad de diferenciar entre el bien y el mal. Ello impide la práctica política, ya que ésta no puede llevarse a cabo “…con gente que está acostumbrada a aceptar al mal en vez de a resistírsele”. A comienzos de la década del ’50, en “The Eggs Speak Up”, Arendt (2005a: 270-272) reiteró su admonición a combatir todos los males menores, a fin de evitar que los mismos puedan desembocar eventualmente en “el peor de todos los males”, el “único mal supremo y radical” (Arendt, 2005a: 271).
  44. “De la evidencia acumulada sólo se puede concluir que la conciencia, en cuanto tal, aparentemente se había perdido en Alemania hasta el punto en que las personas difícilmente la recordaban, habiendo dejado de darse cuenta que «el nuevo conjunto de valores alemanes» no era compartido por el mundo exterior” (Arendt, 2006a: 103). Agnes Heller (2010: 113) plantea la existencia de lo que podría denominarse una “hipoteca moral” en la que las personas, a pesar de perder su entusiasmo por la ideología totalitaria, mantienen su adhesión al régimen si existen significativas victorias en el extranjero, existiendo así una relación inversamente proporcional entre el terror interno y el externo.
  45. Véanse en el Diario Filosófico las críticas de Arendt (2006d: 209, 232, 234) a la visión de la guerra justa.
  46. Para más detalles a este respecto véase Platter-Hallermund (2006). Arendt (2007a: 500) sostiene que la conexión entre el programa de eutanasia y el genocidio había sido sustentada por Gerald Reitlinger y expuesta por Poliakov (Arendt, 2007a: 455).
  47. Una justificación análoga fue empleada a partir de enero de 1942 al momento de matar a soldados heridos en el frente oriental, en vez de transportarlos de regreso y ofrecerles algún tipo de tratamiento o de paliativos de convalecencia mientras se mantuvieran con vida (Arendt, 2006a: 166).
  48. Idéntico punto de vista se registra en OT (Arendt, 1994: 338, 454), en “Organized Guilt and Universal Responsibility” (Arendt, 2005a: 129-132) y en “Auschwitz on Trial” (Arendt, 2005c: 251).
  49. Las proposiciones políticas presentes en sendos textos serán retomadas en el sexto capítulo.
  50. Goldhagen (1996: 578) cita tres fuentes para sustentar la siguiente declaración: “…puede decirse con certeza que nunca en la historia del Holocausto un alemán, SS o no, fue asesinado, enviado a un campo de concentración, encarcelado o severamente castigado por negarse a matar judíos” (Goldhagen, 1996: 379). Contrario sensu Eichmann (1983: 81) declaró que solicitó sin éxito a su superior Müller no ser enviado a contemplar los estadios iniciales de los diversos métodos de ejecución masiva.
  51. Particularmente severas son sus críticas al Consejo de Judíos de Hungría, dirigidos por el Dr. Rudolf Kastner, ya que la deportación de los judíos húngaros fue llevada a cabo en 1944, cuando ya era de público conocimiento que el destino final no eran colonias de reasentamiento en el este europeo sino la muerte a manos del Zyklon-B. Por eso Arendt (2006a: 196) afirma que “…el auto-engaño tuvo que haber sido desarrollado a la categoría de un gran arte para permitirle a los dirigentes judíos húngaros creer, en aquel momento, que «aquí no puede ocurrir» […] y seguir creyéndolo incluso cuando los hechos contradecían esta creencia cada día de la semana”. Explícitamente en este caso el deseo de disociar las propias percepciones de la realidad con una conciencia plena sobre lo que sucede fue adoptado por las víctimas, y no sólo por los victimarios. Este autoengaño le es particularmente repulsivo a Arendt porque implicó un gran costo de vidas humanas, sacrificadas en nombre de falsas ilusiones o, en el caso del Judenrat dirigido por Kastner así como en el Tercer Reich en general, en pos de salvaguardar las vidas de determinados “miembros distinguidos” de la comunidad, cuando en verdad “…fue un crimen mucho más grande asesinar al insignificante Hans Cohn de a la vuelta de la esquina, incluso cuando no fuera un genio” (Arendt, 2006a: 204).
  52. Pueden verse apreciaciones similares a las arendtianas sobre los Judenräte en Hilberg (1985: 62-63, 76-77).
  53. La actitud arendtiana ante el tópico no es sorpresiva, ya que en OT había dejado asentado que la teoría del “chivo expiatorio” sólo sirve para presentar una inocencia perfecta e inmaculada de la víctima. Esta imagen, si bien puede ser deseada por algunos de sus destinatarios, no resiste el análisis histórico, que necesariamente devela su responsabilidad sobre lo acontecido, aún cuando hubiera desempeñado el rol de una víctima (Arendt, 1994: 5-6; Bouretz, 2010). Véase también Arendt (1966), en donde reitera su parecer sobre este asunto. Un documental reciente de Claude Lanzmann (2013b), denominado El último de los injustos, explora este punto desde la perspectiva de Benjamin Murmelstein, último líder del consejo judío de Theresienstadt, quien por su parte rechaza la tesis arendtiana de la “banalidad del mal”.
  54. Arendt (2006a: 127-129) cree mas bien que el mito de la emigración interna sirvió para crear un espectro de nazis “moderados”, si es que tal oxímoron puede efectivamente ser utilizado, al que denomina como “suavizadores” y que entiende que “pertenece a los cuentos de hadas surgidos en la posguerra” cuya doble finalidad consistió tanto en proporcionar coartadas judiciales a quienes eran procesados por su implicancia como funcionarios durante el período 1933-1945 así como en ofrecer pátinas de moralidad a quienes sentían, ex post facto, que su pasado nazi era una mancha en su conciencia. En la entrevista con Fest sostiene que solamente existe la resistencia exterior, mientras que la interna alcanza a ser una reservatio mentalis (Arendt y Fest, 2013: 50).
  55. En la entrevista con Fest Arendt retoma esta cuestión, diferenciando entre quien no podía hacer nada aún cuando estaba en conocimiento del genocidio de aquél que colaboró en su implementación, a fin de desbaratar la teoría de la culpa colectiva. De esa forma quien se aferró a la situación de impotencia por estar aislado de los demás, quien fue honesto consigo mismo en su diálogo interno, el “dos-en-uno”, pudo evitar convertirse en un criminal (Arendt y Fest, 2013: 47-49). En Die Schuldfrage Karl Jaspers (1998: 86-87) se había referido al tema en términos que parecen presagiar los arendtianos: “…cada uno de nosotros es culpable por no haber hecho nada. […] …la pasividad sabe de su culpa moral por cada fracaso que reside en la negligencia, por no haber emprendido todas las acciones posibles para proteger a los amenazados, para aliviar la injusticia, para oponerse. En ese sometimiento propio de la impotencia quedaba siempre un margen para una actividad que, aun cuando no sin peligro, si que era efectiva cuando se desarrollaba con precaución”.
  56. Este tema será abordado más adelante  en el quinto capítulo, por lo que no será profundizado aquí.
  57. El no utilizar criterios de juicio adecuados a la experiencia (sea ya existentes con anterioridad a la misma -juicio determinante-, sea producidos en base a ésta -juicio reflexionante-) equivale a utilizar un instrumento completamente inapropiado para llevar a cabo una operación o experimento dado, lo que significa que, si bien éste puede eventualmente arribar a un buen término, en realidad los riesgos de que no lo haga son grandes e innecesarios desde el momento en que es posible contar con material y vehículos de análisis más adecuados al caso. Esta circunstancia se reitera en el proceso de Jerusalén, en el cual se vio “…cuán poco preparado estaba el pueblo de Israel, como todo el pueblo judío en general, para reconocer que los delitos de los que Eichmann era acusado carecían de precedentes, y precisamente cuán difícil debe haber sido ese tipo de reconocimiento para el pueblo judío” (Arendt, 2006a: 267). Aquí este acto de desconocimiento es incluso más peligroso para el derecho internacional porque lo que se ignoraba no era sino “…el más reciente de los delitos, el delito sin precedentes del genocidio…” (Arendt, 2006a: 267). Vale aclarar que Arendt (2006a: 273) es conciente de que, aún cuando en un momento este tipo de delitos no haya tenido precedente, ello no es óbice para que una vez llevados a la práctica no puedan reaparecer a posteriori: “…el hecho sin precedentes puede, una vez que ha aparecido, convertirse en un precedente para el futuro”. Ergo, su postura no se ubica completamente en contra de los juicios determinantes, sino que trata de recuperar la relevancia de los reflexionantes, siendo ambos importantes para la ardua tarea del juzgar. De hecho es necesaria para la construcción de un derecho penal internacional la elaboración de un cuerpo de precedentes que permita sentar la jurisprudencia necesaria para procesar más sustentadamente a potenciales nuevos genocidas (Arendt, 2006a: 273).
  58. En dicho interrogatorio efectivamente se registran declaraciones al respecto, por ejemplo aquellas en donde Eichmann indica que ordenó su vida de acuerdo al imperativo categórico y que impartió sermones a sus hijos sobre el mismo al ver que ellos comenzaban a tener conductas disipadas [I have ordered my life by that imperative, and continued to do so in my sermons to my sons when I realized that they were letting themselves go] (Eichmann, 1983: 288).
  59. Argumento aducido por Michel Onfray (2009) tanto en su ensayo “Un kantiano entre los nazis” como en su obra de teatro “El sueño de Eichmann”. Arendt reitera su defensa de Kant en la entrevista radial con Joachim Fest (Arendt y Fest, 2013: 42). Una empresa similar a la de Onfray, con un diferente pensador como objeto, es adoptada por Richard Rubinstein (1983: 165-183) al sugerir que nociones weberianas como el dominio científico racionalista alejado de los valores, la ubicación de la colectividad judía como un “pueblo paria” entre las naciones, la descripción acabada de la administración estatal burocrática y la dominación carismática y cesarista habrían despejado el terreno para el afán aniquilador del nazismo. Bauman (2001: 10-15, 21-22) defiende la intención heurística de Rubinstein, si bien aclarando que los análisis elaborados por uno de los fundadores de la sociología moderna sirven como explicación del surgimiento del nazismo, mas no como su causa (Bauman, 2001: 28-29). Wolfgang Mommsen (a quien Rubinstein (1983: 165-166, 180, 192, 196) asigna como el causante de su reconsideración del rol del sociólogo alemán en el surgimiento y consolidación del nazismo) y Jürgen Habermas adujeron durante la década del sesenta del siglo pasado que el concepto weberiano de la “democracia caudillista plebiscitaria” presentaba estrechas conexiones con el régimen nazi (Kaesler, 2007: 78). Saul Friedländer considera que el historiador del Holocausto Raul Hilberg, a quien Arendt recurre en repetidas ocasiones en EJ, posee un enfoque weberiano, sustentado en la moderna organización burocrática basada en la razón (Finchelstein, 2010: 29). Finalmente es posible agregar que Judt (Judt y Snyder, 2013: 34-35) asimila la teoría de Arendt sobre el totalitarismo y el genocidio al planteo de Weber, en tanto que Canovan (1974: 33) aclara que éste observaba a la burocracia desde el punto de vista del funcionario, desde su interior, mientras que Arendt lo hace desde aquél que requiere los servicios de aquella, desde el exterior.
  60. Las conexiones existentes entre el juicio y la obediencia serán abordadas en el capítulo quinto, por lo que no serán exploradas aquí. Como elemento interesante puede decirse que Arendt en agosto de 1957 contemplaba la idea de que existiese “…gente que se sustrae al juicio” (Arendt, 2006d: 556), sin haber reparado en las formas de materialización de semejante posibilidad (si por defecto o por decisión autónoma de celebrar semejante sustracción).
  61. Los artículos aquí referidos, incluidos en el volumen Responsibility and Judgment, son “Personal Responsibility Under Dictatorship”, de 1964, “Some Questions of Moral Philosophy”, elaborado entre 1965 y 1966, y “Thinking and Moral Considerations”, redactado en la misma época que el artículo anterior.
  62. Arendt (2006c: 7) estudia al cuento kafkiano Er, en donde una figura se ubica en el punto en el que se encontrarían el pasado y el futuro, ilustrando las paradójicas posibilidades de acción del ser humano, colocado en la coyuntura de esta infinita y mutuamente excluyente oposición de fuerzas temporales. El mismo tópico es elaborado en una entrada de mayo de 1967 del Denktagebuch (Arendt, 2006d: 648-649).
  63. El rechazo arendtiano es una vez más intransigente: “…están tratando de escapar de la presión de problemas muy presentes y actuales, acudiendo al sentimentalismo barato” (Arendt, 2006a: 251). Asimismo el recurso a la ”culpabilidad colectiva” le es repugnante (Arendt, 2006a: 278) en tanto y en cuanto es utilizado para encubrir la responsabilidad de los auténticos criminales que cometieron los delitos, argumento que en parte fue retomado por la defensa eichmanniana en Jerusalén. Este tópico es tan relevante que Arendt (2006a: 296-298) finaliza con él el Post-Scriptum añadido al libro original, atacando el encubrimiento que otorga el desprestigiar a colectivos en vez de a personas individuales (en particular señala el caso de la Iglesia Católica y su irritación ante las acusaciones de connivencia del Papa para con el nazismo). Arendt (2006a: 298) distingue la culpabilidad colectiva (Arendt, 2005a: 121-132; 2005c: 20-21, 28-29; 2007a: 488-489), la cual oblitera al individuo que comete los actos, de la responsabilidad política que sí puede asumirse personalmente por la historia pasada, presente y futura de una comunidad determinada, en función de reconocer la pertenencia a ese conglomerado en particular. Por último, y de nuevo en relación con la temática del juzgar, Arendt (2006a: 297) recalca que la peligrosidad de adjudicar culpas a grupos en vez de a sujetos estriba, entre otros detalles, en que de esa manera se producen clichés que no presentan riesgo alguno y que “…hacen superfluo al juicio”, ya que no es posible verdaderamente atender a los datos de la realidad y pronunciar un propio parecer sobre los mismos cuando se difumina su causalidad y se la adjudica a una indeterminada aglomeración humana que es per se inimputable.
  64. Lamentablemente Arendt no ahonda en esta distinción y en ocasiones sus expresiones permiten ambigüedades, como por ejemplo: “Lo malo está expuesto a la conciencia (moral), supuesto que tengamos un «gusto» para estas cosas, o sea, que seamos capaces de mala conciencia” (Arendt, 2006d: 771). No es claro a qué está haciendo referencia con “ser capaces de mala conciencia”, si a que naturalmente uno pueda o no tenerla, o a que voluntariamente se decida ejercitar en la cotidianeidad el cuestionamiento y examen de los propios actos. La diferencia es grande, remitiendo en un caso a la estupidez y en otro caso a la maldad causada por la falta de pensar concientemente escogida.
  65. Laqueur, en su reseña de 1965, aduce similares razones que las de Scholem: “Juzgar a aquellos hombres es una tarea enormemente complicada que exige, como atinadamente dice el doctor Robinson, el análisis más cuidadoso de cada caso y cada comunidad concreta. […] No hace falta conocimiento, sino también imaginación para decidir post factum si en determinadas circunstancias un determinado dirigente o Judenrat hizo lo único que podía hacer o si podía haber actuado de otra manera” (Laqueur, 2005a: 157-158). En 1978 se pronuncia en idéntico sentido: “…Hannah Arendt amaba juzgar y poseía máxima eficacia en su rol de magister humanitatis” (Laqueur, 1983a: 116). Podhoretz (2004: 73-74, 79) también niega que pueda juzgarse al respecto, el Consejo de los Judíos de Alemania (2013: 102-103) proclama que pueden hacerlo sólo quienes eran contemporáneos a los hechos, Abel (1963: 226) establece que es imperioso para este fin ponerse completamente en el lugar del otro, dejando simultáneamente de permanecer en el propio y Syrkin (1976: viii-xii) dice que solamente está autorizado a juzgar quien, en tanto líder de un Judenrat, hubiera mandado a sus familiares a la “relocalización” en el este en primer lugar. Bell (1991: 308) entiende que “…aquello que podría haber sido dejado como una evaluación o un hecho histórico es convertido por Arendt en un juicio moral y en oprobio…”, y colige que, teniendo presente los esfuerzos de ciertos líderes de los consejos judíos, nadie podría erigirse como juez de estos últimos. En contraposición Dwight Macdonald dijo que la “…sugerencia que ciertas personas e instituciones deben estar exentas de criticismo habría avergonzado a todos (excepto a los estalinistas)” (citado en Ring, 1997: 36). Por su parte Arendt, en una carta de febrero de 1964 a Mary McCarthy, se burla de quienes no desean utilizar su propio juicio y llaman arrogantes a aquellos que juzgan (Arendt y McCarthy, 1995: 160), mientras que en una misiva a Jaspers lamenta que incluso personas inteligentes, buenas o valiosas tengan temor en juzgar por sí mismas (citada en Young-Bruehl, 2004: 338). En “Personal Responsibility Under Dictatorship” y en “Some Questions of Moral Philosophy” deja en claro que, al igual que muchos de sus críticos, fue el propio Eichmann quien dijo en el juicio en Jerusalén que sólo puede juzgar quien estuvo presente en el hecho juzgado, en tanto que en el primero de los documentos referidos también sostiene que detrás del “…extendido miedo a juzgar merodea la sospecha de que nadie es un agente libre”, es decir que se ve imposibilitado para hacerse cargo de sus actos (Arendt, 2005c: 18-20, 59).
  66. Ello es lo que conducirá a Scholem (2005: 139) a acusar a Arendt de falta de “amor al pueblo judío” [Ahabath Israel] y de carencia de “cordial delicadeza” [Herzenstakt], como si por el mero hecho de pertenecer al judaísmo (y, por derivación, a cualquier credo o confesión religiosa) no se lo pudiera criticar (aunque, de acuerdo a Alfred Kazin, a Arendt no hubiera debido costarle mucho encontrarle objeciones a un colectivo con el que no se sentía demasiado identificada: “Si los judíos son un pueblo, ella no ama este pueblo. Intelectualmente, como muchos otros intelectuales judíos, es indiferente al judaísmo y (como muchos de nosotros) ha sido mucho más influenciada por el pensamiento cristiano” (Kazin, 1997: 108). Véase asimismo Kazin (2003: 471-475). Bell (1991: 304) indica que Arendt rehúsa cualquier identificación tribal o local. Tres años luego de la primera edición de EJ, en el prólogo al libro de J. Glenn Gray The Warriors, se halla una sentencia de similar índole: “…tanto las nociones abstractas como las emociones abstractas no son simplemente falsas respecto a lo que realmente sucede sino que están viciosamente interconectadas, porque «el pensamiento abstracto es estrictamente comparable a la inhumanidad de las emociones abstractas», el amor y el odio a los colectivos –mi propia gente, el enemigo, especialmente en tiempo de guerra-…” (Arendt, 1998b: viii, cursivas en el original). Y por último en 1975 Arendt (2005c: 5) aclara que nunca había deseado pertenecer a nada, incluso estando en Alemania. Arendt (2006a: 283; 2007a: 468-471, 476, 486) adjudicará la reacción de Scholem tanto a una cerrazón ideológica del sionismo predominante en Israel y en el mundo, como a la transmutación del Holocausto en un “pasado inmanejable” que, al presentar cuestiones tan sensibles, remueve una gran cantidad de emociones al menor indicio de ser cuestionado o examinado en mayor detalle. En sólo una oportunidad Arendt suscribirá parcialmente a este criterio, cuando al hablar sobre la Guerra de Vietnam y las acciones terroristas de la guerrilla argelina sostenga que quizás uno no se encuentre en posición de juzgar eventos en países y situaciones lejanos: “quizás […] simplemente no estemos en posición de juzgar. Estos son países y situaciones alejados” (Arendt et.al., 1971: 114). Obviamente ésta no deja de ser una frase marginal que le permite moderar temporariamente sus reflexiones sobre los escenarios analizados, sin por ello dejar de pensar sobre éstos. Sin embargo es llamativo el hecho de que una de las principales adalides del juicio autónomo utilizase incluso por un momento una excusa para no aplicarlo.
  67. Judt (2008) estima que Arendt, si bien cuestiona muchos aspectos de la modernidad, al apreciar gran parte de la herencia intelectual de ésta no puede desestimarla in toto. Traverso (2001: 103), en contraposición, propone que la tesis de OT asigna a una reacción antiiluminista la responsabilidad por el surgimiento del totalitarismo. El antimodernismo arendtiano es calificado por Bernauer (1985: 21) como radical, en tanto que Wolin (2003: 107) lo asimila controversialmente a la tendencia antidemocrática, nihilista y antiliberal de cierta intelectualidad de la derecha alemana de principios del siglo XX. Benhabib (2003: 138), tratando de mediar entre estas apreciaciones, acuña la frase “modernismo reluctante” para aplicarla al parecer de la autora sobre la modernidad, ambivalencia que es suscripta por Canovan (1995: 109-110) y que Tassin (1999: 132, 145) reformula para describirla como una posición que supera la oposición entre modernistas y antimodernistas. Feher (1987: 2), por su parte, lamenta la carencia en el pensamiento arendtiano de una teoría sustancial de la modernidad en donde sea posible incorporar los procesos revolucionarios a fin de comprenderlos en su contexto general.
  68. Arendt (2006a: 33-34) estima que Eichmann, teniendo la posibilidad de saber con anterioridad a los hechos las sangrientas tareas que debía desempeñar y el trágico final del nazismo hubiera igualmente formado parte del movimiento porque éste fue, para aquél, la actividad principal de su vida.
  69. En su testimonio ante la policía de Israel Eichmann (1983: 11, 291) confiesa que ya siendo un hombre relativamente joven estaba habituado a ser guiado y a obedecer y que pertenecía a la clase de personas que no forma sus propias opiniones (Eichmann, 1983: 38), refiriéndose a sí mismo como un peón en un tablero de ajedrez (Eichmann, 1983: 238-239). Lamentablemente es muy difícil hacer un análisis psicológico certero de la compleja personalidad eichmanniana, como por ejemplo intenta Brunner (1996; 2008). Ya en 1951 Arendt (1994: 441) descarta esta posibilidad, tanto con respecto a los acólitos del nazismo como con los internados en los campos de concentración. Pero el odio hacia sí mismo y el sabotaje del desarrollo de la propia individualidad parecen haber formado parte de sus características más notables. Maccannell (1996: 65) concluye, erróneamente, que Arendt se ve impedida de proponer solución alguna a la cuestión de la banalidad de lo maligno porque, desprovista de una perspectiva psicoanalítica “…no puede dar cuenta del trabajo del fascismo en el nivel del sujeto. Esta tarea solamente puede ser emprendida por un psicoanálisis políticamente informado”. Que Arendt si pudo entender cómo cada agente puede prevenir el surgimiento del fascismo y de otros males políticos lo demuestra su teoría sobre el juzgar y la relación entre éste y la política, como se detalla en el quinto capítulo.
  70. Eichmann sostuvo en Jerusalén que al tomar conocimiento de la implementación de la Endlösung perdió toda iniciativa (Arendt, 2006a: 84).
  71. Este tipo de actitud más adelante es caracterizada de la siguiente forma: “Sin embargo algunas pocas historias verdaderamente invaluables, encontradas en los diarios de guerra de hombres de confianza que estaban completamente al tanto del hecho de que su propio shock no era compartido por sus contemporáneos, han sobrevivido la debacle moral de una nación entera” (Arendt, 2006a: 110). Como puede verse aquí la lucidez de estos “hombres de confianza” implica que no forman parte del “debacle moral” alemán. Sin embargo el no hacer pública su disidencia o el no encabezar acciones de resistencia efectiva al poder demuestra una discordancia entre pensamiento y acto. Si la reprobación permanece in foro interno, como el caso de estos “emigrantes”, ésta carece por completo de eficacia más allá de alivianar parcialmente la conciencia de quien juzga.
  72. Entre quienes son mencionados se registran los casos de Martin Fellenz, Wolfgang Immerwahr Fränkel, Hans Globke y Wilhelm Harsten (Arendt, 2006a: 16, 19, 72, 113, 128-129, 167). Para la implicancia de la mayoría de la sociedad alemana en las masacres y la declaración de Adenauer que aducía exactamente lo contrario, véase Arendt (2006a: 17-19, 112). Podhoretz (2004: 75) sostiene que ésta probablemente fue la condena más severa sobre el gobierno de la Alemania Federal pronunciada fuera del bloque comunista. En una carta a Jaspers de marzo de 1965 Arendt (Arendt y Jaspers, 1992: 586) agrega el nombre de Friedrich-Karl Vialon. Arendt (2005c: 55, 236) reitera esta acusación en 1966. Sobre la reticencias del gobierno de la República Federal Alemana en capturar a Eichmann, así como su pavor a que se llevara a la atención pública el pasado nazi de Globke y otros funcionarios, véase Wiegrefe (2011a; 2011b).
  73. Este tema será abordado en el sexto capítulo, destinado a comparar la revolución con la desobediencia civil vía la violencia y los grados de sumisión y sostenimiento al orden político establecido. En OT Arendt (1994: 364-365) dice que la voluntad del líder dentro del totalitarismo es más poderosa que toda orden, ya que en cualquier jerarquía, por la estabilización y rutinización burocráticas, las órdenes tienden a perder paulatinamente parte de su poder con el paso del tiempo. De allí que el Führerprinzip en el caso del nazismo y la prevalencia paulatina de Stalin en lo tocante a la URSS hayan sobrepasado a los intentos de rebelión o desobediencia dentro de cada régimen. Relativa a la problemática abordada en EJ es esta frase de OT: “…el mismo estado mental, la misma obediencia concentrada, no dividida por ningún intento de entender lo que uno estaba haciendo [the same concentrated obedience, undivided by any attempt to understand what one was doing]” (Arendt, 1994: 324). Este seguimiento ciego de lo ordenado tenía fuertes implicancias en el caso del nazismo ya que el lema de las SS creado por Himmler, “Mi honor es mi lealdad”, en su connotación en lengua alemana “…trasciende el sentido de la mera disciplina o la fidelidad personal” (Arendt, 1994: 324-325). La “obediencia incuestionada” (como punto mínimo, mientras que la idolatría es el máximo) que se genera en los acólitos es análoga a aquella que obtiene quien está en la cúspide de una sociedad secreta (Arendt, 1994: 376-378). Dentro de la cadena de mando totalitaria los cuadros de élite (como las SS) no solamente sienten que obedecen órdenes del líder sino que son una encarnación viviente de su voluntad, lo que hace que la desobediencia sea aún más difícil porque se presupone que todo el resto ha internalizado la volición del jefe supremo de idéntica manera, haciéndolo omnipresente (Arendt, 1994: 374-375). A diferencia de los cuerpos elegidos y selectos como las SS, el aparato burocrático no estaba obligado a dilucidar la voluntad del Führer, de allí que surgieran inconvenientes al interpretar órdenes dadas de forma vaga, que debían complementarse con lo que se intuía Hitler deseaba verdaderamente hacer (Arendt, 1994: 399-400). Sin embargo Arendt sostiene luego que todos debían confrontar y tratar de asimilar los dictados de Hitler en razón de que la multiplicidad de instancias administrativas superpuestas existentes obligaba a remitirse a la única autoridad máxima capaz de zanjar definitivamente la cuestión tratada (Arendt, 1994: 405) porque la identificación entre el dirigente y la ley era total (Arendt, 1994: 462-463). La existencia de órdenes contrapuestas que debían ser remitidas a la cúspide del Estado a fin de ser clarificadas disminuyó necesariamente la efectividad burocrática y la productividad industrial (Arendt, 1994: 409). La cadena de transmisión par excellence de las órdenes del líder está compuesta por los servicios secretos, verdadero poder ejecutivo de los designios de aquél (Arendt, 1994: 430). Arendt (1994: 141) también había dejado asentado que la moderna configuración estatal hobbesiana demanda una obediencia absoluta de sus ciudadanos, a fin de poder garantizar la pacificación ínsita al dominio civil.
  74. Esto es plasmado en las propuestas de conglomerados políticos participativos presentes en Sobre la revolución, editada en 1963 pero escrita, como se aduce en el capítulo anterior, antes que Eichmann en Jerusalén sea publicado.
  75. E incluso después de 1945, ayudando gracias a la red Odessa (Arendt, 2006a: 236) a escapar a antiguos partidarios y burócratas extremadamente comprometidos y expuestos, como el propio Eichmann.
  76. Las cuatro referencias proporcionadas directamente por la autora corresponden a Robert Pendorf (Arendt, 2006a: 117, 302), Mark M. Krug (Arendt, 2006a: 119), el Dr. L. de Jong (Arendt, 2006a: 125, 132) y Raul Hilberg (Arendt, 2006a: 117-118), cuyo libro The Destruction of European Jews es para Arendt (2006a: 282) “…el más exhaustivo y sólidamente documentado relato de las políticas judías del Tercer Reich”. La quinta es el testimonio en el juicio de Pinchas Freudiger, el único testigo que fue un miembro importante de un Judenrat (Arendt, 2006a: 125-125). La sexta fue proveída cuando los propios jueces del proceso repararon, ante la ausencia de documentación sobre los consejos judíos provista por la fiscalía, en la obra de H.G. Adler Theresienstadt 1941-1945 (Arendt, 2006a: 119-120, 299).
  77. Mary McCarthy (1973: 60-61) repara en la existencia de este “pequeño espacio” ubicado entre la resistencia abierta y la cooperación completa en el que podrían haberse adoptado cierto tipo de acciones o resoluciones, y entiende que Arendt podría solamente haber exagerado sobre las dimensiones del mismo, mas no sobre las posibilidades de su ejecución práctica.
  78. “Toda moral fracasa tan pronto como comenzamos a actuar. Por esta miseria se inventan las reglas y los patrones «éticos». Se quiere limitar la acción. Ahora bien, estas reglas, puesto que en principio vienen de fuera, nunca pueden hacer otra cosa que limitar, nunca pueden prescribir, y siempre la acción las romperá una y otra vez, las rebasará y «contravendrá»” (Arendt, 2006d: 541, subrayado en el original).
  79. Esta interpretación permite reintroducir un resabio culturalista en la explicación arendtiana del genocidio nazi, a pesar de que la influencia de factores históricos e intergeneracionales había sido descartada expresamente por la autora.
  80. En un coloquio sobre su obra llevado a cabo en 1972 Albrecht Wellmer (Arendt et.al., 1979: 325-326) da cuenta de una tendencia utópica en el pensamiento arendtiano, de la cual la propia autora no estaría al tanto, que la aproxima en forma extraña al pensamiento crítico, socialista o anarquista. Arendt (Arendt et.al., 1979: 326) replica que efectivamente no ha reparado en dicha tendencia y que debe repensar el asunto. Kateb (2002: 141) y Barnouw (1990: ix, 35) ratifican el veredicto de Wellmer, mientras que por el contrario Elizabeth Young-Bruehl (2004: 473) afirma que Arendt no fue una visionaria política o filosófica y que, aún cuando los consejos emanados de las revoluciones le otorgaron esperanza, su trabajo no cuenta con un impulso utópico (algo con lo que también concuerda Canovan (1996: 20). Young-ah Gottlieb (2003: 150), al entender que este último corresponde a la esfera de la fabricación, propone que La condición humana es una obra antiutópica, al valorar la pluralidad de instancias de la vita activa en general y del ámbito público en particular, lo que a su parecer es ajeno a la tradición utópica de la filosofía política. A lo expuesto puede añadirse que Canovan (1974: 122-125) le asigna al pensamiento arendtiano tanto una resonancia romántica (por su afición por los modelos griego y romano) como anárquica (en tanto defensora de las capacidades individuales frente al condicionamiento de las estructuras), en tanto Kateb (1997a: 37) ratifica el diagnóstico de romanticismo en lo tocante a su republicanismo, a su parecer heredero del movimiento independentista estadounidense.
  81. En el artículo “Truth and Politics”, escrito para replicar ciertas críticas a EJ y a quien lo escribiera, Arendt (2006c: 246-247) aclara que el decir la verdad no produce grandes efectos políticos, excepto en circunstancias en donde una comunidad entera miente como regla general de práctica cotidiana, no solamente con referencia a casos particulares: “Donde todos mienten sobre todo lo que importa quien dice la verdad ha comenzado a actuar, tanto si lo sabe como si no. Él también se ha comprometido en los asuntos políticos porque, en el poco probable evento de que sobreviva, ha hecho un comienzo para cambiar el mundo” (Arendt, 2006c: 247). Puede verse aquí, como también se señala en EJ y en otros escritos en el caso de aquéllos que continúan pensando y juzgando por su cuenta, cómo este tipo de actividades que en circunstancias rutinarias no deberían llevar a quien las practica a oponerse a la mayoría de su comunidad de pertenencia lo hacen cuando esta última posee hábitos opuestos a las mismas.
  82. En 1975, al aceptar en Dinamarca el premio Sonning, Arendt (2005c: 6-7) reitera su apreciación por la enseñanza contenida en la experiencia danesa, resaltando tanto el ejemplo que es para el resto del mundo como el hecho de que sólo haya acaecido en ese país.
  83. Se debe recordar que Arendt lamentaba la brutal represión soviética de la experiencia húngara de los consejos, acaecida sólo siete años antes de la publicación de Eichmann en Jerusalén. (Arendt, 1958a: xi-xii, 480-510 ; 1958b; 2006b).
  84. Tal como lo refiriera en LKPP, explicando el tópico de la rebeldía en la teoría maquiaveliana y la kantiana, si bien es verdad que al resistir al mal uno se involucra con él, también se está demostrando que, en principio, se le da prioridad a los problemas políticos por sobre los personales (Arendt, 1992: 50).
  85. Idéntica tesitura será mantenida en 1964 al finalizar “Personal Responsibility Under Dictatorship”, en donde llega a sostener: “Se ganaría mucho si pudiéramos eliminar esta perniciosa palabra, “obediencia”, de nuestro vocabulario de pensamiento político y moral” (Arendt, 2005c: 48).
  86. Como lo sostuviera Spender (1963) la responsabilidad sobre uno mismo consiste en un esfuerzo diario por mantenerse alejado de la banalidad. Es interesante reparar en el uso que Arendt (1995: 79) hace del antónimo thoughtfulness para referirse a la ubicación en los asuntos mundanos e intelectuales de su profesor y amigo Karl Jaspers, usando además el adjetivo thoughtful para aludir, entre otros, a Tocqueville (Arendt, 2006b: 47, 279), Voegelin (Arendt, 2005a: 387) y Habermas (Arendt, 1972: 192). Un caso particularmente relevante, efectuado para un curso celebrado a fines de los años sesenta o comienzos de la siguiente década (Young-ah Gottlieb, 2003: 281), es su análisis de un personaje de “Los poseídos” de Dostoievski. Éste se ve dominado por ideas, deja que éstas guíen su vida como si fuesen dioses. Arendt (2007c: 277) acota que su completa ausencia de pensamiento [utter thoughtlessness] es lindante con la criminalidad y aclara que no es malvado [not evil] sino que su idealismo aniquiló cualquier atisbo de thoughtfulness. Aquí es interesante ver por una parte cómo la ausencia de pensamiento es la que causa actos malignos (en consonancia con la tesis de EJ) mientras que por otra parte es la adhesión a un conjunto ideológico el que origina a aquella, lo cual insertaría un elemento preponderante en OT. Véase asimismo Arendt (2005a: 206; 2006c: 75). Por último es pertinente reparar en que fue Jaspers quien le sugiriera, el 27 de junio de 1946, que se podía analizar esta obra literaria, típica de la modernidad, como ejemplo de actitudes que podrían haber inspirado a Hitler (Arendt y Jaspers, 1992: 45).
  87. Arendt le había comentado a Jaspers el 2 de diciembre de 1960 que quería ver a Eichmann cara a cara “…en toda su vacuidad bizarra” [in all his bizarre vacuousness] (Arendt y Jaspers, 1992: 409-410). Como le dijera Jaspers a Arendt en una carta de diciembre de 1963: “El punto es que este mal, no el mal per se, es banal” (Arendt y Jaspers, 1992: 542, cursivas en el original). El 22 de octubre del mismo año Jaspers había celebrado que Arendt hubiera emitido el veredicto final en contra del “mal radical”, entendiéndolo de forma metafísica, es decir como una explicación del orígen de la malignidad a partir de la naturaleza diabólica del hombre (Arendt y Jaspers, 1992: 525). De acuerdo a declaraciones de Fest replicadas por Dahrendorf (2009: 77), Arendt habría rechazado una presentación del mal como banal. Mailer (2004: 150-151) admite que el mal puede tener matices, oscilando de lo banal a lo dramático, y adjudica que Arendt ofrece en EJ una perspectiva de lo maligno afin a los progresistas [liberals] estadounidenses. Syrkin (1976: xiii-xiv) apunta que al generalizar las prácticas malignas en un grado masivo los nazis las transformaron en corrientes y banales, pero que eso no transformó al mal en banal. Una posición distintiva es la de Todorov (2002: 97-99, 151), quien se manifiesta doblemente en desacuerdo, tanto con la tesis del radical evil como con la de la banalidad del mal.
  88. Al respecto puede citarse tanto lo expuesto en el capítulo previo sobre las consideraciones sobre la malignidad presentes en OR como así también una carta de Hannah Arendt dirigida a Sigmund Neumann, elaborada a mediados de 1961, en la que manifiesta que deseaba presenciar el juicio a Eichmann porque quería ver cómo se veía alguien que cometió el “mal radical” [Ich bin ja eigentlich hingefahren, weil ich partout wissen wollte, wie einer aussieht, der «radikal Bösen» getan hat] (citada en Vollrath, 2012: 130). Cabe destacar que en esta misma misiva da cuenta del cambio de su percepción sobre el mal, como se expondrá en la nota 173.
  89. Por ello Arendt (2006a: 287) utiliza varios personajes insanos de William Shakespeare como referencia de lo maligno, explicitando que sus excesos prácticos correspondían a respectivas deformaciones en la captación de lo que sucedía a su alrededor. Así Macbeth es presa de la ambición y la codicia desmedida de su esposa, Yago de los celos y la envidia hacia alguien que por el color de su piel debía ubicarse en una posición social inferior a la suya, y Ricardo III del resentimiento, la envidia y una ilimitada ambición de poder en general, lo que lo mueve a pronunciar desde el mismo principio de la obra que su determinación es ser un villano. En todos estos casos ninguno evaluó certeramente las causas o las consecuencias de su accionar, sino que sólo dieron rienda suelta a su malignidad tanto en sus razonamientos como en sus actos.
  90. Arendt (2006a: 288) niega que lo banal pueda ser interpretado como algo común y corriente.
  91. Primo Levi (1987: 209) piensa de idéntica forma: “…los diligentes ejecutores de órdenes inhumanas […] no eran monstruos (salvo pocas excepciones): eran hombres comunes como cualquiera. Los monstruos existen, pero son demasiado pocos para ser verdaderamente peligrosos, son más peligrosos los hombres comunes, los funcionarios dispuestos a creer y a obedecer sin discutir, como Eichmann…”.
  92. Katz (1993: 31) repara en que Arendt parece por momentos inclinarse por este tipo de justificación. Todorov (2002: 151) rechaza que el encargado de la ejecución de actos criminales pueda ser catalogado como banal.
  93. También en las páginas iniciales de The Life of the Mind la locura moral es descartada como factor relevante para entender las motivaciones de Eichmann (Arendt, 1978a: 5).
  94. Milgram (2004: 145) describe las tensiones inherentes a esta situación: “En consecuencia la relación entre la autoridad y el sujeto no puede ser vista como una en la que la figura coercitiva fuerza la acción por parte de un subordinado reticente. Porque el sujeto acepta la definición de la autoridad sobre la situación, la acción se desarrolla voluntariamente”. El psicólogo estadounidense repara en que Freud postulaba que en este caso la persona suprime las funciones de su superyo, a fin de que el líder decida en su lugar (Milgram, 2004: 209), y señala la paradoja consistente en que virtudes como la lealtad, la disciplina y el autosacrificio puedan crear sistemas malévolos de autoridad ante los cuales sus integrantes resignan voluntariamente su personalidad única (Milgram, 2004: 188).
  95. Como se abordará en el quinto capítulo, Arendt propugna por una “imparcialidad” basada en la imaginación y la “mentalidad extendida” antes que en una objetividad ubicada sobre los sujetos. Heller (1987b: 16) explica este punto de vista diciendo que es en las relaciones humanas en donde puede develarse el sentido y no en un plano superior o inferior a las mismas. La frase referida puede inscribirse en lo que Amiel (2007: 13) denomina como faceta “fenomenológica” del pensamiento de la autora: “La comprensión surge […] del conjunto fenoménico en el cual el observador está incluido como parte activa”. Este sería el nivel “objetivo” de lo maligno, aquél perceptible en la empiria por una pluralidad de espectadores. Ello ha sido asimismo calificado por Tassin (1999: 13, 18) como una “fenomenología del actuar político”. Sobre las vinculaciones entre Arendt y la fenomenología véase asimismo Benhabib (2003: 69, 123; 2006: 111), Beiner (2008: 129-130), Bilsky (2001b: 267), Birulés (2007: 21), Canovan (1995: 3), Esquirol (1994: 51), Kohn (1990), Lenz (2003: 45), Opstaele (2003: 175-178), Sánchez Muñoz (2003: 324), Villa (1999: 78) y Young-Bruehl (2004: 318-321).
  96. Bernstein (1996a: 167; 1997: 306) pone de manifiesto su frustación sobre este punto, diciendo que el sentido en el que Arendt utiliza el adjetivo “fáctico” no es claro.
  97. La versión original en inglés dice: “He merely, to put the matter colloquially, never realized what he was doing” (Arendt, 2006c: 287).
  98. Nuevamente recurriendo al original: “In principle he know quite well what it was all about” (Arendt, 2006c: 287).
  99. Merece contrastarse esta decisión con aquella adoptada por Primo Levi (1987: 197), la cual posibilita, a diferencia de la implícita enunciación arendtiana de la ausencia del pensar como supuesta causa sui [“él meramente nunca se dio cuenta de lo que hacía” (Arendt, 2006a: 287, cursivas en el original)], adjudicar plena responsabilidad a quienes, poseyendo diverso grado de involucramiento en los crímenes, voluntariamente renunciaban a la capacidad de juzgar : “…a pesar de las diversas posibilidades de informarse, la mayor parte de los alemanes no sabían porque no querían saber, es decir, porque querían no saber. Es ciertamente verdad que el terrorismo de Estado es un arma fuertísima, a la cual es difícil oponer resistencia, pero también es verdad que el pueblo alemán, en su conjunto, no intentó resistir. En la Alemania de Hitler se difundía una norma de conducta particular: quien sabía no hablaba, quién no sabía no hacía preguntas, a quién hacía preguntas no se le respondía. De esta manera el ciudadano alemán típico conquistaba y defendía su ignorancia, la cual le aparecía como una justificación suficiente de su adhesión al nazismo: tapándose la boca, los ojos y las orejas se creaba la ilusión de no tener conocimiento, y por lo tanto de no ser cómplice, de todo lo que acontecía frente a su puerta”. Al respecto véase también las críticas pronunciadas por Mary McCarthy presentadas en la nota 168.
  100. En julio de 1950, al analizar un pasaje de Goethe, Arendt (2006d: 10) diferenciará entre la conciencia y la carencia de pensamiento: “simplemente no piensa, es irreflexivo”, y asimilará esta última característica a la esfera del trabajo y la producción, en la cual a su parecer se obra mecánicamente, es decir sin pensar, pero no por ello sin ser conciente.
  101. Carlos Ribalta traduce el término como “irreflexión” (Arendt, 2000: 434-435; 2006a: 288) lo cual lleva a confusión ya que Arendt entiende a la reflexión como una vuelta de las actividades mentales sobre sí mismas, tal como se aclara en el capítulo quinto. Ramón Gil Novales la traduce por “falta de meditación” (Arendt, 2004a: 18; 1998a: 5), mientras que Carmen Corral, en la sección de La vida del espíritu por ella vertida a la lengua castellana (Arendt, 2002: 6) se refiere a la “incapacidad para pensar” (Arendt, 2002: 30; 1978a: 4). Fina Birulés, por el contrario, entiende que el término expresa una “ausencia de pensamiento” (Arendt, 2005d: 115; 2005c: 164). Como puede verse sólo este último caso (reproducido asimismo en Arendt (2007b: 6) es el que se aproxima a lo que la autora implícitamente podría entender por el término, siendo el único que se sostiene a la luz de un análisis etimológico del vocablo en cuestión. En efecto thoughtlessness (así como su equivalente alemana Gedankenlosigkeit) significa literalmente la carencia o ausencia del pensamiento, sin necesariamente aludir a una incapacidad alguna para ejercer tal actividad como motivo de su falta, tal como la versión propuesta por Corral sugiere. También en inglés existe una controversia en torno a la significación de esta palabra, ya que su sentido dista de ser claro y con una definición fácilmente asequible, como la amiga estadounidense de Arendt, la escritora Mary McCarthy, le haría notar (Arendt y McCarthy, 1995: 296-297). Esta última lamenta la traducción literal que la autora de Eichmann in Jerusalem hizo del término alemán Gedankenlosigkeit a la lengua inglesa (Elon, 2006: xxiii), en cuyo contexto la noción no significa lo mismo (McCarthy corrobora su impresión consultando una edición del Oxford English Dictionary (Arendt y McCarthy, 1995: 296). Elon (2006: xxiii) sostiene que en inglés la palabra remite a la mala memoria o el ser olvidadizo [forgetfulness] o al descuido, el abandono o la negligencia [neglect], mientras que en la carta de McCarthy se registran ambos términos más el ser descuidado o no hacer caso [heedless] (Arendt y McCarthy, 1995: 296). Todas estas palabras connotan, como es evidente, algo diferente a la ausencia del pensar. McCarthy consideraba más apropiado usar un conjunto de sinónimos para brindar mayor clarificación, como por ejemplo la “inhabilidad para pensar”, la cual señala que fue incluso usada por Arendt en el manuscrito de su clase titulada “Thinking and Moral Considerations” (Arendt y McCarthy, 1995: 296). En este texto, publicado inicialmente en 1971 en Social Research (Young-Bruehl, 2004: 545) e incorporado luego en Responsibility and judgment, efectivamente se registra la expresión inability to think (Arendt, 2005c: 159-160, 164, 166, 180, 187) así como también la “total ausencia de pensamiento” [total absence of thinking] (Arendt, 2005c: 160) y la “ausencia” de una mala conciencia (Arendt, 2005c: 161). En “Some Questions of Moral Philosophy”, elaborado entre 1965 y 1966 (Arendt, 2005c: 146), Arendt (2005c: 96) había hablado sobre la “…inhabilidad temporaria para devenir un dos-en-uno” [temporary inability to become two-in-one] y sobre la “…reluctancia e inhabilidad para relacionarse con los otros mediante el juicio” (Arendt, 2005c: 146). Finalmente McCarthy (Arendt y McCarthy, 1995: 296-297) sostiene que a su criterio la diferencia arendtiana entre la estupidez y thoughtlessness no se sostiene a la luz de lo afirmado por Kant, quien ubicaba el origen de aquella en un corazón malvado. De esa manera se preservaría el margen de opción individual por la maldad (cual Ricardo III): “Uno no puede evitar sentir que este olvido mental es elegido [One cannot help feeling that this mental oblivion is chosen]” (Arendt y McCarthy, 1995: 296, cursivas en el original). Este elemento es de vital importancia, como comprende McCarthy, para rescatar el margen de responsabilidad de Eichmann en particular y de los individuos en general, por sus actos: “…me parece que lo que dices es que un Eichmann carece de una inherente cualidad humana: la capacidad para pensar, el tener conciencia – la conciencia. ¿Pero no es entonces simplemente un monstruo? Si le concedieras un corazón malvado [a wicked heart] le dejarías alguna libertad, lo que permite nuestra condena” (Arendt y McCarthy, 1995: 297). La escritora estadounidense ya se había pronunciado en idéntico sentido en un artículo de 1953: “¿Es verdaderamente tan difícil distinguir una buena acción de una mala? Yo creo que se conoce exactamente en el acto, o un momento después, con una sensación instantánea de horror y pesar” (McCarthy, 1967: 81). Como se sostiene en el presente capítulo ésta es una crítica plausible que apunta a asignar fehacientemente la causa de la malignidad a una decisión voluntaria del ser humano y no a algún defecto o carencia que lo exceda y predetermine (como la inhabilidad para pensar). Mary McCarthy presenta otros argumentos, en un artículo que buscaba defender a Arendt de los ataques ocasionados por la aparición de EJ, que reflejan su intención de poner de relieve la propia decisión y evaluación de la situación al momento de actuar (McCarthy, 1973: 60-61, 65-66, 69-70), así como el ser responsable de haber optado por no ser conciente de lo que se hacía (McCarthy, 1973: 64). Véase también Miller (1998).
  102. En 1964, refiriéndose a la apatía con la que las víctimas del nazismo afrontaron a sus perseguidores, sostuvo que ese tipo de respuesta pudo deberse a que era una reacción al “…desafío de la absoluta falta de sentido” de la empresa que propugnaba su exterminio (Arendt, 2007a: 494), ratificando lo pronunciado ese mismo año en una conversación con Thilo Koch (Arendt, 2007a: 487-488).
  103. El psicólogo social Philip Zimbardo (2008: 288-289) da cuenta de esta actitud “…que ve la locura de los malhechores y la violencia sin sentido de los tiranos como características inherentes incluidas dentro de su constitución personal. El análisis de Arendt fue el primero en negar esta orientación, observando la fluidez con la que las fuerzas sociales pueden hacer que personas normales realicen actos horribles”. El psicólogo Stanley Milgram, quien diseñó un experimento para comprobar el grado de obediencia a la autoridad del ciudadano estadounidense promedio, da cuenta de lo acertado de las observaciones arendtianas: “Por sostener estas perspectivas Arendt se convirtió en el objeto de considerable desprecio, incluso de calumnias. Se estimaba que, de algún modo, los hechos monstruosos llevados a cabo por Eichmann requerían una personalidad brutal, retorcida y sádica, el mal encarnado [evil incarnate]. Después de haber sido testigo de cómo cientos de personas ordinarias se sometieron a la autoridad en nuestros propios experimentos debo concluir que la concepción de Arendt de la banalidad del mal es más próxima a la verdad que lo que uno se atrevería a imaginar” (Milgram, 2004: 5-6, cursivas en el original). Cesarani (2007: 11-12, 352-356) deplora que los análisis de Milgram brindaron una apariencia de respetabilidad científica a la perspectiva arendtiana sobre Eichmann, la cual es a su criterio el marco al cual recurren absolutamente todas las otras posturas sobre el tema (Cesarani, 2007: 15, 345-346).
  104. Se debe aclarar igualmente que ni en Los orígenes del totalitarismo ni en La condición humana Arendt deja en claro su concepción sobre el bien, pero la misma puede atisbarse en su réplica a Scholem de 1963 y en los indicios que, en ese sentido, se hallan en On Revolution, como se comentara en el capítulo precedente.
  105. Esta cambio es resumido en Todorov (2002: 98): “…no necesitamos postular la existencia de un «mal radical» cualitativamente distinto de todos los que conoce la historia de la humanidad, un mal que se consumaría por sí mismo, como inspirado por el diablo. El mal totalitario es extremo sin ser «radical»…”. Curiosamente Rieff (1990: 87-88), en su reseña favorable de OT en 1952, en la que se hallan las referencias al “mal radical”, había reiterado que el mal se caracteríza por no tener raíces [rootlessness] ni forma, lo que le permite propagarse con mayor facilidad. Y la propia Arendt (2005a: 269) en 1950, en “The Aftermath of Nazi Rule”, había sostenido que el totalitarismo aniquila a las raíces. En el Diario Filosófico Arendt (2006d: 169-171) aborda en enero de 1952 la posición de Schelling sobre lo maligno, la cual presenta similitudes con la perspectiva descripta ut supra: “«Pero el mal no es una esencia, sino una no esencia, que sólo es una realidad como oposición, no en sí»”. En “Thinking and Moral Considerations” la autora opina que el mal, tanto para la antigua Grecia como para casi la totalidad de los pensadores posteriores, carece de raíces y de esencia, siendo solamente una nada carente de significado, una ausencia, privación, negación o excepción de la regla, de lo normal o de lo que sí posee una sustancialidad (Arendt, 2005c: 179-180).
  106. En la carta a Sigmund Neumann referida en la nota 155 Arendt aclara que no había prestado atención suficiente a la observación de Heinrich Blücher sobre la malignidad en tanto fenómeno superficial, y que ahora valoraba la ausencia de pensamiento intelectual como característica esencial de ciertos integrantes del nazismo, además de los seguidores fieles del movimiento (citada en Heuer, 1995: 58). La inspiración en su marido es matizada en una carta a Jaspers de diciembre de 1963, la cual no fue incorporada al epistolario entre ambos finalmente editado pero fue copiada por Young-Bruehl (Brocke, 2007: 519-521).
  107. Como ya se ha indicado, la autora rechaza de plano cualquier intento de justificar lo sucedido en base a la noción de una “culpa colectiva” (Arendt, 2005a: 121-132; 2005c: 20-21, 28-29; 2007a: 488-489; 1995: 20; Arendt y Fest, 2013: 47-48).
  108. El 4 de marzo de 1951 le escribe a Jaspers que hace su camino en la vida con un tipo de confianza infantil en Dios, en tanto incuestionada, y procede a separarla de la fe, que “…siempre piensa que sabe y por ende debe lidiar con dudas y paradojas” (Arendt y Jaspers, 1992: 165). En mayo de 1965 dice en el Denktagebuch: “Desde mis siete años propiamente he pensado siempre en Dios, pero nunca he reflexionado sobre Dios” (Arendt, 2006d: 623, subrayado en el original). En base a estas declaraciones de la autora pronunciadas en su madurez se entiende que toma a Dios en cuenta en sus pensamientos mas no se dedica a pensar las razones por las cuales éste podría o no existir. Kazin (2003: 476) estima que ella poseía un amor intelectual por Dios basado en la gratitud por el mero hecho de existir, lo que dio lugar a una preocupación libre por lo religioso, antes que la profesión de una fe específica, en su caso la judía (Kazin, 2003: 471; 2011: 488). Véase asimismo, en la réplica a Scholem de 1963, su indignación frente a la declaración de Golda Meier que, en tanto socialista, manifestaba no creer en Dios, algo que para la pensadora era la piedra fundamental de la religión judía (Arendt, 2007: 467) y que permite entender que, a su criterio, la creencia en un figura divina era precedente y más importante que el pertenecer a una colectividad étnica unificada por su credo. También es interesante observar su estoicismo, como por ejemplo cuando aprobatoriamente recuerda en julio de 1970 que cuando tenía siete años, ante la muerte de su padre, pensaba que no debía “molestar a Dios con oraciones” (Arendt, 2006d: 766). Young-Bruehl (2004: 467) refiere que la expresión que Arendt utilizaba para las adversidades era Kein Mitleid, reforzando la ausencia de piedad y autocompasión para consigo misma. Esta temática será retomada en el siguiente capítulo.
  109. Aquí la autora se inclina por asignarle a la poesía el mismo rol que Jaspers le hubiera otorgado en su carta de 19 de octubre de 1946, en donde cuestionaba la inclinación de Arendt a magnificar lo maligno: “Contemplo cualquier indicio de mito y leyenda con horror, y todo lo que no sea específico constituye ese tipo de indicio. […] Por la forma en la que lo expresas casi has adoptado el camino de la poesía” (Arendt y Jaspers, 1992: 62). Sin embargo en 1966, al final de su réplica a la reseña de Laqueur en The New York Review of Books, sostuvo que quienes mantienen una guardia vigilante sobre los hechos son los periodistas, los historiadores “…y finalmente los poetas” (Arendt, 2007a: 511), dándole nuevamente una inusitada dignidad historiográfica a esa rama de la literatura, lo cual es ratificado en Michaels (1996: 628). Véase también Arendt (1978a: 132). Una crítica a Arendt ubicada en el mismo sentido que la jaspersiana, pero basada en Sobre la revolución, es la de Hobsbawm, que entiende que Arendt posee “…una preferencia por la conceptualización metafísica o el sentimiento poético por sobre la realidad” (Hobsbawm, 1994: 205). Similar actitud es adoptada por Laqueur (1983b: 171), quien lamenta que la sensibilidad y el apasionamiento de la “Arendt poeta” hayan permeado a la analista política. Young-Bruehl (2006: 11) estima que Arendt fue una pensadora con una devoción y capacidad poética, sin ser una poeta per se. Con respecto al comentario de los jueces que ubicaba a los hechos por fuera de la comprensión humana, obsérvese el paralelismo con la clasificación del radical evil como aquello que no podía ser comprendido, que no remitía a ningún tipo de teoría o experiencia que permitiera entenderlo (Arendt, 1994: 459). Para una interpretación que asimila el juicio a Eichmann a una tragedia dramática o literaria véanse Bilsky (2001a; 2001b), Estrada Saavedra (2003: 208), Flessas (2005) y Sontag (2001). Para una postulación general de dicha analogía véase Todorov (2002: 249).
  110. Cameron (1969) apunta que la descripción arendtiana de los peligros encerrados en la tecnología nuclear presente en THC y BPF los emplaza como fuerzas demónicas fuera del control humano, en una calificación parangonable a aquella que Jaspers, en su correspondencia con Arendt, hubiese efectuado sobre las cualidades del “mal radical”. Sin embargo en el simposio titulado “The Cold War and the West”, publicado en 1962 por Partisan Review, Arendt (1962b: 11-15) relativiza parcialmente estos temores al sostener que los medios tecnológicos de aniquilamiento masivo permiten trasladar la guerra a un plano hipotético y de disuasión mutua, aunque conllevando igualmente siempre el riesgo de devenir en una guerra real (Arendt, 1962b: 16-18).
  111. El término “radical” en EJ sólo es utilizado para clasificar la tendencia, opuesta a otra “moderada”, tanto de los sionistas (Arendt, 2006a: 40) como del régimen nazi y sus integrantes en lo relativo a la adopción e implementación de la “Solución Final”, en donde en ocasiones es utilizada como adjetivo equivalente a “final” (Arendt, 2006a: 63, 68, 85, 143, 154, 156, 159, 171, 186, 191, 193, 215). Por su parte las alusiones al evil son varias. En primer lugar pueden mencionarse las que, al igual que hubiese sido precisado en otros libros anteriores de Arendt, aluden al “mal” como un problema o flagelo (Arendt, 2006a: 73, 96, 99, 296), así como también las instancias en las que la autora refiere tanto a Eichmann como a otras fuentes que recurren al término (Arendt, 2006a: 50, 255, 277). Luego pueden señalarse aquellas en las que evil es usado como adjetivo, como cuando se destaca que el totalitarismo busca echar todos los hechos, tanto buenos como malos, a un pozo del olvido (Arendt, 2006a: 232), cuando se hable de los malos instintos del hombre (Arendt, 2006a: 288) o cuando se sostenga que los nuevos instrumentos de aniquilación harán lucir a las instalaciones del nazismo como juguetes de un niño malvado (Arendt, 2006a: 273). Finalmente están las afirmaciones que presentan cierta vinculación con el tópico de esta obra. Entre ellas se destaca el sostener que el mal había dejado de ser una tentación en la Alemania nazi (Arendt, 2006a: 150), que el mal que motivó la persecución de los judíos de Salónica provino de Wisliceny y no de Eichmann (Arendt, 2006a: 189-190) y que un cristiano es culpable ante su Dios si paga con el mal al mal que le ha sido infligido (Arendt, 2006a: 296). Sin embargo ninguna de ellas cobra especial relevancia respecto a la “banalidad del mal” salvo en lo que respecta el indicar que el mal es una entidad y no un problema puntual o un adjetivo. Por ello no son analizadas in extenso en el cuerpo del presente capítulo.


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