7 Conclusión

“…the problem of evil has its solution in the eternity, which men can, if they so desire, experience, but can never describe”

Aldous Huxley (2004: 240)

Habiendo presentado en los capítulos antecedentes la argumentación que permite en primera instancia contrastar las dos proposiciones arendtianas sobre lo maligno para a posteriori vincular la última de ellas con la teoría política del juicio y, por intermedio de esta última, de la revolución y de la desobediencia civil, resta hacer un balance de lo expuesto.

El “mal radical” es el primer intento arendtiano por aproximarse a la cuestión. Respondiendo al gran impacto emocional que el Holocausto produjo en la autora en particular y entre sus contemporáneos en general, dicho concepto posee ribetes metafísicos y trascendentes que son ajenos a la concepción general de Arendt sobre el hombre y la acción política.

Las dificultades inherentes a una noción próxima a lo suprasensible le fueron señaladas en simultáneo con la formulación del radical evil por Karl Jaspers, mas su otrora discípula se vio imposibilitada de realizar las modificaciones por éste solicitadas. Al parecer era demasiado pronto para proceder a un distanciamiento mayor respecto al fenómeno abordado. Dicha serenidad provino luego de atestiguar el juicio contra Adolf Eichmann celebrado en Jerusalén. Allí Arendt pudo contemplar que algunos de los que llevaron a cabo la Shoá no fueron antisemitas o nazis convencidos, sino meros acólitos de un régimen genocida.

La “banalidad del mal” se sustenta en esta última percepción. Lo maligno no brota de fuentes subterráneas ininteligibles e inhallables por parte del ser humano, sino que en realidad se gesta a partir de la negación de sí, del acometer cualquier tarea y estar en compañía de cualquier persona en forma indistinta, sin pretender poseer un criterio propio para elegir los contactos personales y las actividades a desarrollar.

Es este automatismo existencial, y por ende derivativamente político y moral, el que es capaz de provocar las peores catástrofes extendiéndose fácil y ráudamente en el mundo al que asola. De un mal sempiterno y omnipotente se pasa a otro nimio en lo que se refiere a la manera en que se gesta, siendo una consecuencia accidental y en modo alguno necesaria del rechazo a pensar quién se es y qué se hace. La malignidad es banal porque es efectuada por sujetos superficiales que bien podrían estar realizando obras positivas de ser otras las circunstancias.

El mal deja de ser tanto un objetivo final del actor como causa sui. No emerge de las raíces porque no tiene profundidad o complejidad alguna, ni tampoco es, para la gran mayoría de quienes lo llevan a cabo, una meta a realizar, un ideal a alcanzar que tenga valor por sí mismo, sino que se remite a ser una orden burocráticamente impartida y administrada como cualquier otra, sin importar su particular índole o tenor.

Por consiguiente no hay forma de compatibilizar ambas tesis sobre lo maligno. A diferencia de lo sostenido por ciertos comentaristas no pueden coexistir en paralelo en función de una pretendida diferencia de objeto (el “mal radical” se dirigiría a las causas y/o a los efectos mientras que la “banalidad del mal” apuntaría a los agentes que cometieron las masacres) porque las dos proponen dos versiones opuestas sobre el fenómeno, siendo una sustancial y autónoma y la otra insustancial y heterónoma.

Es verdad que existen ciertos elementos que ambas comparten, mas los mismos no expresan una similitud mayormente significativa sino que por el contrario revelan que existieron ciertas características presentes en el radical evil que Arendt evaluó que continuaban siendo pertinentes para el tema abordado y por eso optó por conservarlas al cambiar su parecer en los años sesenta. Mas las mismas no son suficientes para decir, como mencionan algunos críticos citados en la introducción, que la tesis de la “banalidad del mal” se estaba gestando en paralelo a la del “mal radical” al redactar OT. La autora procede a publicar este libro de acuerdo a lo que le parece que, en ese momento, es el mal y sólo a partir de THC y sobre todo de OR en adelante puede verse el desmembramiento de la teoría del “mal radical”, como se expuso en el segundo capítulo.

Al respecto se presenta la siguiente tabla en donde se exponen las similitudes y divergencias registradas entre sendas tesis:

Mal radical

Banalidad del mal

Características compartidas

Imposibilidad de castigo

X

X

Imposibilidad de comprensión / Incognoscibilidad

X

X

Imposibilidad de articulación discursiva

X

X

Imposibilidad de perdonar

X

X

Características no compartidas

Motivación (ideológica o de otra índole)

X

Origen desconocido

X

Origen conocido

X

Profundidad / Complejidad

X

Llaneza/Simplicidad

X

Al haber explicado la naturaleza de las discordancias existentes es preciso hacer lo propio con las semejanzas. Mientras que en The Origins of Totalitarianism el mal era imposible de perdonar por su magnitud y el insólito recurso a medios mecanizados y a un aparato burocrático en su implementación, en Eichmann in Jerusalem no es dable condonar al autor de la malignidad porque no es una persona plena en diálogo consigo misma y auténtica en lo que hace y con quienes elige compartir su vida, sino que por el contrario se trata de alguien que obra automáticamente y que se comporta como un hipócrita tanto con los demás como con él mismo[1]. Por idénticas razones no puede castigársele apropiadamente, cualquier pena asignada será inadecuada, elemento que comparten quienes perpetran el “mal radical” por argumentos opuestos. Al hallarse más allá del poder y la comprensión del hombre, al haber causado crímenes inimaginables e imponderables con cualquier otra referencia en todo el decurso previo de la humanidad, estos victimarios no se hallan dentro de un rango que posibilite encontrar una pena adecuada a sus delitos[2].

En lo tocante a la imposibilidad de comprender y conocer los orígenes del mal así como en lo que concierne a la chance de hablar sobre el mismo el dictamen es idéntico en 1951 y 1963. No se entiende ni de donde proviene ni cuál es la condición propia del “mal radical”, impidiendo en consecuencia hablar sobre éste ya que no se conocería nada para decir. Con la “banalidad del mal” sucede un proceso análogo, ya que si bien se sabe que no posee profundidad y que se caracteriza por ser la negación del bien, por ser la nada, también frente a ella las palabras y el pensamiento son impotentes (Arendt, 2006a: 252).

Así Arendt obtura una doble negación sucesiva sobre la cognoscibilidad de ambos tipos de males. Limitándose a presentar algunas de las cualidades que los componen, tanto en OT como en EJ lo que se elabora es principalmente la frustración por no poder asir plenamente un concepto. Dicha dificultad no es propia de esta empresa de la autora. El mal es uno de los núcleos temáticos más recurrentes en la historia del pensamiento filosófico, religioso y literario, como la misma Arendt ha puesto en relieve. Por lo tanto sus dudas y limitaciones no hacen más que replicar aquellas enfrentadas por todos los otros filósofos, teólogos y creadores artísticos que lidiaron con la misma cuestión[3].

En este libro se han expuesto los elementos que se consideraba pertinentes al respecto presentes en la bibliografía arendtiana. A partir de los mismos se desprende una serie de interrogantes y conjeturas. En primer lugar, en base a lo explayado en “Some Questions of Moral Philosophy”, si quien genera el mal banal no es nadie, ¿no se estaría haciendo una nueva negación del autor de las masacres? En efecto, mientras que en 1951 el mal era una instancia metafísica, superior a los hombres, a partir de 1963 en adelante los genocidas continúan sin existir, sólo que en esta ocasión por voluntad propia. Arendt eludiría así dos veces la precisión acabada de aquellos que optan por el mal[4]. Con la banality of evil sólo pudo ilustrar el caso de muchos de los ejecutores de bajo y medio (y en algunos casos alto) nivel en la escala jerárquica, pero no dar cuenta de las causas que llevaron a Hitler y Stalin, Himmler y Beria, entre otros, a propiciar una maquinaria masiva y tecnificada de exterminio. La autora se contenta con explicar, luego del proceso contra Eichmann, cómo el juicio reflexionante, practicado en general sólo por unos pocos, puede evitar una concurrencia total de una población dada en la malignidad. Entendido tanto como teoría política o como reflexión sobre asuntos éticos o morales, ese dictamen no puede ser satisfactorio[5].

En segundo lugar, y en estrecha conexión con el punto previo, tanto en OT como en EJ se procede a desdibujar a la malignidad antes que a definirla. Limitándose a enunciarla de acuerdo a algún calificativo circunstancial (absoluto, extremo, banal o radical), Arendt no otorga precisiones certeras sobre la temática, elevando solamente el nivel de atención que los lectores pueden dirigirle a la misma. Al igual que en 1951, en 1963 el mal es ininteligible (Arendt, 2006a: 252), imposible de captar del todo por la mente humana. ¿No es ésta otra forma de exculpación de aquellos que instrumentaron el mal, ya sea éste banal o radical? ¿No es ésta otra manera de decir que no puede entenderse a los criminales, que se ubican allende el resto de la humanidad?

Si bien muchos de los críticos de la teoría de la “banalidad del mal” han adoptado un tono polémico, poco propicio a su análisis detallado, lo cierto es que la misma no provee una respuesta acabada acerca de la motivación o las causas de los genocidios, sino que es principalmente la explicación de cómo una parte de éstos es llevada a la práctica (a través de burócratas sin escrúpulos que igualmente no cuentan con ninguna volición especial para hacer esa tarea por sobre alguna otra).

El radical evil desconocía a la agencia del ser humano gracias a su profundidad metafísica, que imposibilitaba dotar de un control último sobre sus actos a los sujetos, incluyendo a aquellos que optaran por practicar e implementar masacres masivas tecnológicamente administradas. La banality of evil da a lugar una idéntica exculpación de un grupo de los victimarios, al emplazarlos como entidades que buscan complacer la cadena laboral en la que se hallan insertos y que no poseen reparo alguno en favorecer a cualquiera de sus allegados o superiores inmediatos si ello parece prometerles cierto tipo de ventaja o retribución.

En ambos casos se pierde de vista al actor, a la persona que decide qué es lo que desea hacer y con quienes establecer un contacto, que posee criterios y categorías propias con las cuales dirigir su existencia. Por cierto Arendt se percató tempranamente de esta falencia, intentando suplirla con una teoría política del juicio reflexionante que posibilitara la disidencia (ya sea vía la revolución como, en forma más matizada, por intermedio de la desobediencia civil), mas la misma, además de no haber sido nunca completada en su totalidad, posee el defecto de ser elitista, excepcionalista y poco generalizable en la práctica (la única alternativa que sí es pasible extender en mayor escala es la no cooperación con lo que se estima reprochable, la cual caracterizó a muchos objetores del hitlerismo o el stalinismo, aunque esta opción tampoco fue adoptada plenamente por la gran mayoría de la sociedad).

¿Cómo hubiera sido dable promover de manera masiva el recurso al reflective judgment en las circunstancias que lo ameritasen? ¿Cómo hacer que los hombres decidan voluntariamente imitar el ejemplo socrático y kantiano, inclinándose por darle una prioridad máxima por sobre todo otro interés al poder ser capaces de convivir consigo mismos en todo momento? ¿Cómo suscitar adhesión hacia este tipo de actitud existencial por sobre el modo thoughtless de comportamiento?

Arendt no pudo responder a estos interrogantes, brindando solamente una indicación sobre cuál es el modelo de práctica cívica y vital que ella prefería y cuales, por el contrario, rechazaba. Falleciendo sin haber alcanzado por completo una respuesta al proceder nimio y llano de cancelar la responsabilidad humana, su empresa de repudio práctico a la “banalidad del mal” queda desafortunadamente inconclusa, a despecho de su ferviente apoyo a la iniciativa y a la acción en la esfera pública[6].

En tercer lugar es propicio presentar otra duda: si su preferencia por la tesis de la “banalidad del mal” era tal como lo hubiese manifestado en su respuesta a Scholem de 1963, ¿por qué Arendt no cambia la tesis del “mal radical” en sus reediciones de The Origins of Totalitarianism de 1966 y 1968? En 1958, año de la primera edición revisada de la obra, todavía seguía considerando al mal como radical pero luego, en las dos reediciones siguientes elaboradas con posterioridad a la publicación de EJ, su perspectiva sobre el tema ya se había visto modificada.

Si en 1958 se evidencian grandes cambios como la inclusión del capítulo “Totalitarian Imperialism: Reflections on the Hungarian Revolution” y la eliminación de las anteriores “Concluding Remarks”, ¿por qué no también modificar en la segunda mitad de los años sesenta las pocas veces en que se había aludido al radical o al absolute evil en el 1951? Quizás porque, a diferencia de la sustracción de “Totalitarian Imperialism” en las dos últimas reediciones del libro por ella supervisadas, la autora coligió que hacer este tipo de transformación sería ser demasiado infiel al propio estado de ánimo con el cual redactase OT veinte años antes. Al no poder elucidar satisfactoriamente esta cuestión sólo resta expresarla como otra conjetura más que rodea las formulaciones arendtianas sobre lo maligno.

A modo de cierre es adecuado retornar sobre una crítica elaborada sobre la “banalidad del mal”, aquella que señala que Arendt no hizo suficiente hincapié en la opción que cada persona incurre al menos inicialmente al elegir proceder thoughtlessly, impensadamente. En otro ejemplo de obliteración de la independencia del agente, la pensadora equiparó en repetidas ocasiones la falta de voluntad con la incapacidad para pensar y por consiguiente juzgar independientemente.

Tal como lo sostiene Chalier (2010) y lo refrendan Cotkin (2007: 486-487), Goldhagen (1996: 116) y McCarthy (1973: 60-70; Arendt y McCarthy, 1995: 296-297), tuvo que haber un “primer sí” por parte de Eichmann y de todos los que eventualmente deciden actuar sin pensar. En este sentido Eichmann es responsable de sus actos, de haber avalado las políticas genocidas del nacionalsocialismo, de no haber pedido un traslado o cambio en sus funciones, directamente ligadas a aquellas. Así, incluso sólo por haber dicho sí una primera vez (o en el caso eichmanniano un ¿por qué no?[7] : “«¿Por qué no te unes a las SS?» […] …él contestó: «¿Por qué no?»” (Arendt, 2006a: 33), incluso si luego de ese hecho efectivamente nunca se hubiera detenido a pensar realmente en lo que hacía o si nunca hubiera ni siquiera podido reflexionar sobre sus actos, su responsabilidad ya estaría comprometida. Había relegado su raciocinio y autonomía y los había reemplazado con las directrices del hitlerismo y esa era una decisión personal por la que debía rendir cuentas, una resolución que lo obligaba a hacerse cargo de todo lo que hizo luego, ya sea pensando o no sobre ello.

Es intrigante que Arendt, en contraposición a su valoración de la independencia del ser humano, haya intuido que pueden existir individuos por completo incapaces de enjuiciar por sí mismos, negándoles totalmente la chance de que sean seres con un poder de raciocinio, volición y emprendimiento propio.

Esta es la última de las aporías de su pensar aquí presentadas que es de difícil esclarecimiento. Cualquier respuesta a las mismas presenta necesariamente un carácter tentativo y forma parte del aparato conceptual de la autora que es recuperado y reinterpretado en forma constante, despertando interés y controversias en torno a sus alcances y significados posibles. Este trabajo heurístico, abordando un aspecto de ese debate, también forma parte del mismo, en respuesta a las inquietudes y problemáticas despertadas por una pensadora que buscó comprender, entre otros temas, a la acción política, la malignidad y el juicio humanos desde una perspectiva inspiradora, provocativa y decididamente original.


  1. Este punto de vista es también presentado por Hilb (2012: 44-45).
  2. Formosa (2007: 730) plantea que mientras los practicantes del “mal radical” serían sobrehumanos, los que implementan la “banalidad del mal” entrarían dentro de la categoría de subhumanos.
  3. Allison (2001: 91-266) justifica la ausencia de un tratado sistemático sobre el mal porque, de atenerse Arendt a lo precisado a partir de EJ en adelante acerca de la ausencia total de sustancialidad o entidad positiva de lo maligno, dicho escrito carecerìa por completo de sentido. Bernstein (2002a: 225) adjudica esa falta a que es imposbile preveer cuáles nuevas formas de malignidad emergerán en el futuro y a que no es dado establecer una compresión total sobre el fenómeno (Bernstein, 2002a: 227-228). Para Kateb (1983a: 63) la teórica política expande nuestra comprensión de lo desagradable e incluso de lo aborrecible, comprometiendo nuestra simpatía por determinados personajes reprobables en el proceso, y es este mecanismo original y desafiante el que hace que su obra sea meritoria. Culbert (2010: 150) entiende que Arendt recomienda no detenerse a indagar sobre la esencia de la malignidad sino sobre las modalidades en que se evidencia su aparecer. No obstante en base a Svendsen (2010 : 25) esta carencia en la teoría arendtiana puede adjudicarse a que el “mal último y definitivo” [ultimate evil] en tanto ente autónomo y sustancial no existe, sino que es una característica, una concepción relativa que califica a otras, mas que carece de definición certera sobre sí. Por eso a su criterio debe adoptarse una fenomenología de lo maligno que lo estudie a nivel práctico, a fin de evitar las elisiones en las que los tratamientos conceptuales del tema han incurrido (Svendsen, 2010: 28-29). Es propicio remarcar aquí que el propio Svendsen, al proponer este tipo de acercamiento al tópico, recae en otra elisión, en este caso de tipo antiintelectual.
  4. Robin (2007) lleva al extremo este planteo cuando dice que ni siquiera Hitler o Stalin pueden ser juzgados en base a Arendt, al estar coercionados por el terror que ellos mismos inspiraron.
  5. Assy (2003: 178) califica a este empeño como “moralidad negativa”, ya que no se conduce al hombre al bien, sino que solamente se lo preserva del mal. Dostal (2001: 159) llama al actuar propugnado por el juicio reflexivo independiente “acción por default”, porque éste no dirige a aquél sino que se limita a obstruir determinado tipo de posibilidades practicables.
  6. Andrade (2010: 123) y Wellmer (2000: 275-276) entienden que además de las admoniciones a practicar el juicio por cuenta propia deben existir condiciones político-institucionales que posibiliten y fomenten el enjuiciar de sus ciudadanos. Bernstein (2002b: 285) replica que ello es imposible porque significaría incurrir en la ilusión que existen “barandas” [bannisters] contra el mal, algo que Arendt jamás hubiera propuesto.
  7. La declaración eichmanniana ante Less da cuenta del diálogo de una forma ligeramente diferente: “Ernst Kaltenbrunner me lo dijo directamente: “¡Vas a unirte a nosotros!”. Así es como se hacía en aquellos días, todo muy libre y fácilmente, sin ceremonias [no fuss]. Yo dije: “De acuerdo”. Así me uní a las SS” (Eichmann, 1983: 14).


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