“Very few individuals have the strength to conserve their own integrity if their social, political, and legal status is completely confused”
Hannah Arendt (2007a: 271)
En este capítulo se examinan las dos propuestas prácticas más acabadamente expresadas en la obra arendtiana. Primariamente se analiza la alternativa revolucionaria detallada en 1963 en On Revolution, así como el antecedente que constituye el artículo “Totalitarian Imperialism: Reflections on the Hungarian Revolution”, publicado en 1958 en la revista The Journal of Politics y como capítulo final a la primera reedición revisada de Los orígenes del totalitarismo. Luego se da lugar al examen de la desobediencia civil, tratada en el artículo de 1969 “Civil Disobedience”. Se desea así examinar las similitudes y divergencias de ambas alternativas a los efectos de comprender su relación con respecto al juicio y por consiguiente su potencialidad para prevenir el surgimiento y la manifestación del mal en la esfera pública.
Al entender, como ha quedado explicitado en los capítulos precedentes, que luego de proponer la noción de la “banalidad del mal” Arendt trató de vislumbrar de que forma las facultades mentales en general y la de juzgar en particular podían impedir la comisión de acciones malignas, el colofón necesario a tal tipo de razonamiento estriba en proponer una alternativa fehaciente de comportamiento políticamente responsable que permita a quien la practica no dar lugar a la emergencia del mal, no realizar actos malvados.
Esta instancia es necesaria porque, si bien en circunstancias cotidianas solamente la facultad del juicio puede dirigir con facilidad la voluntad del hombre hacia la comisión de determinados hechos y no de otros, en ciertos casos excepcionales es necesario actuar incluso en contra de la sociedad circundante (o al menos contra una mayoría de ésta), de lo que comunitariamente se entiende y se sanciona como moral y políticamente válido.
Es en estas ocasiones extraordinarias en donde pueden erguirse las mayores presiones en contra del propio parecer. Para enfrentar tal tipo de condicionamientos es necesario entender que en primer lugar la concordancia de la persona consigo misma, su autoafirmación, es esencial a fin de no desvirtuarse, de no cercenar su propia integridad (Arendt, 2006b: 93-94).
En este escenario el sujeto se halla ante una dolorosa disyuntiva: o someterse al dictum social a riesgo de extraviarse y desconocerse o rebelarse frente a las exigencias del entorno. Esta disonancia cognitiva necesariamente implica el sacrificio. En esta oportunidad no hay posibilidad de satisfacer a la vez las demandas comunitarias y las personales.
El mensaje arendtiano es claro: ni en esta ocasión ni en ninguna otra la persona está autorizada a cercenar la chance de autoexaminarse. El obliterar el dos en uno de las facultades mentales lleva a comportarse como un autómata, es decir que el no pensar, el decidir no reflexionar sobre lo que se es y lo que se hace conduce a la deshumanización última.
Por lo tanto es conveniente visualizar el encuadre arendtiano de la acción política en la excepción. El caso de la revolución ilustra la necesidad de crear una esfera pública novedosa a partir de una realidad que no se presta a ser un espacio de aparición y acción consensuada tal como se ilustra en The Human Condition, mientras que la desobediencia civil pretende, con mucha menos radicalidad pero con idéntico ímpetu cívico, adecuar parte de una polis existente y por eso per se imperfecta a determinados criterios axiológicos.
Al respecto debe precisarse que, a diferencia de Sobre la revolución, Arendt decidió desarrollar sus pensamientos sobre la desobediencia civil en un artículo y no en un libro. Esta decisión implica que la comparación de su tratamiento de ambas temáticas necesariamente debe asumir esta disparidad como elemento de análisis.
La desobediencia civil es presentada así de forma más concisa que la alternativa revolucionaria. Sus precedentes filosóficos y las principales ocasiones en las que fue aplicada se ven citados con menor extensión que OR, y quizás por eso parezca curioso el intento de compararlas como si fueran iniciativas que se encontraran a la par en el pensamiento de la autora.
Sin embargo, sin desconocer las divergencias en lo tocante al tratamiento del tema, lo cierto es que las dos opciones son igualmente pertinentes porque permiten ver cómo Arendt entendía a la irrupción de la acción política desde una situación de inferioridad numérica o de desavenencia respecto a la autoridad central.
Asimismo también puede contemplarse a “Civil Disobedience” como un colofón necesario a On Revolution, entendiendo que ésta es una iniciativa radical de fundación o refundación in toto del espacio público mientras que aquella solamente aspira a reformar algún elemento del mismo.
Esta diferencia de grado motiva la exposición de cada una de estas alternativas por separado para a posteriori proceder a evaluar su conveniencia relativa al momento de resolver adoptar un curso de acción heterodoxo para la comunidad circundante.
6.1. “Totalitarian Imperialism: Reflections on the Hungarian Revolution”
Publicado inicialmente en la revista The Journal of Politics y luego en la primera reedición de Los orígenes del totalitarismo (Arendt, 1958a), este artículo ilustra la aproximación temprana de Arendt al tópico revolucionario. Muchos de los elementos desarrollados en On Revolution son aquí mencionados brevemente, lo que motiva a que el examen más detenido de los mismos sea llevado a cabo en la siguiente sección de este capítulo, destinada exclusivamente a ese libro. Lo que será aquí abordado son entonces las divergencias y originalidades con respecto a este último, así como aquellos elementos que pueden luego ser vinculados a planteos más acabadamente desarrollados en OR[1].
En primer lugar, quizás por un criterio retórico, Arendt (1958b: 5) sostiene que lo que ocurrió en Hungría es inédito, no se registró en ningún otro espacio ni momento histórico. Probablemente la autora deseaba resaltar el impacto político de la experiencia húngara, porque lo cierto es que tanto en OR como más adelante en el mismo artículo se hace referencia a otros momentos históricos en los cuales se evidenció el surgimiento de consejos revolucionarios y de trabajadores: en 1848 en Europa, 1871 en la comuna de París, en Rusia en 1905 y 1917 y en Alemania y Austria en 1918[2] (Arendt, 1958b: 28).
Arendt (1958b: 7) hace patente desde el comienzo del texto la impronta que La condición humana imprimió a su labor de analista política, ya que coloca especial énfasis en destacar la naturaleza totalmente inesperada de la sublevación de 1956, la cual a su parecer tomó a todos por sorpresa. Este carácter subrepticio del proceso húngaro la conduce a hacer analogías con el concepto de “revolución espontánea” acuñado por Rosa Luxemburgo (Arendt, 1958b: 8; Young-Bruehl, 2004: 293-294), recalcando la relevancia de la espontaneidad como indicador de la ausencia total de condicionantes y determinantes que es intrínseco a la auténtica acción política.
Ello es reiterado posteriormente cuando Arendt (1958b: 30) destaque que el surgimiento de los consejos no puede deducirse de ninguna ideología o teoría sobre forma de gobierno, enfatizando su incompatibilidad patente tanto con el totalitarismo como con el sistema de partidos. A su criterio el éxito de esta revolución se debe a la unidad con la que fue implementada, la cual responde en parte a la carencia tanto de disputas ideológicas entre los revolucionarios como de un programa formulado de acción a partir del cual condicionar los pasos a seguir (Arendt, 1958b: 26-27).
Éste es el primer señalamiento de las influencias directas de THC sobre su comprensión de lo acontecido, las cuales son también evidentes cuando Arendt (1958b: 22) recalque que la sociedad fue movilizada pura y exclusivamente por la palabra y no por la violencia y cuando refiera que las personas disfrutaban del llano hecho de actuar en conjunto (Arendt, 1958b: 26).
Pero probablemente la prueba más fuerte a este respecto sea la neta distinción realizada por la autora entre los consejos revolucionarios y los de los trabajadores. Mientras que para ella los últimos se dedican a las cuestiones económicas y sociales, aquellos se remiten principalmente a cuestiones políticas y su emergencia es una reacción a la implementación de una tiranía (Arendt, 1958b: 29).
Si bien Arendt (1958b:29) inmediatamente aclara que es imposible sostener que la línea divisoria entre ambas esferas de influencia pueda ser nítidamente delineada y que los dos tipos de consejo podían llegar a experimentar una superposición de funciones, igualmente deja en claro la diferente tarea que cada uno de ellos cumple, como si automáticamente al emerger de una acción netamente espontánea e incondicionada la organización política de la experiencia revolucionaria se amoldara sin problemas a la distinción tripartita arendtiana de la vida activa.
Según la cadena de razonamiento plasmada en “Totalitarian Imperialism” la gesta revolucionaria confirmaría punto por punto los lineamientos de la acción política tal como fuesen establecidos en La condición humana. Este determinismo, motivado quizás por la reciente publicación de esta última obra, se verá disminuido al redactar On Revolution, el cual si bien respeta lo establecido en aquella no se subsume tan drásticamente bajo su égida como lo elaborado en el artículo de 1958.
Mas aquí la ilación no se brinda solamente entre los libros editados en 1958 y 1963, sino asimismo con el que viera la luz en 1951. En efecto Arendt busca explicar grosso modo el fenómeno totalitario en base a las categorías de THC, y es por ello que sostiene explícitamente que ni la labor ni el consumo, en tanto pertenecientes a la esfera económica, representan una seria amenaza al totalitarismo, dando a entender que solamente la acción puede impedir la extensión del régimen que más atenta contra ella[3] (Arendt, 1958b: 33).
Como ya se hubiera aludido previamente Arendt busca diferenciar el modelo revolucionario basado en los consejos del sistema de partidos característico de las democracias contemporáneas. A tal efecto introduce una serie de apreciaciones que serán retomadas cinco años más tarde en OR. Entre ellas puede destacarse el mencionar que la única alternativa al partidismo es efectivamente una serie vinculada de asambleas que permita aumentar la participación cívica en la regulación de los asuntos públicos (Arendt, 1958b: 29) o el aducir que debido a su espontaneidad e imprevisibilidad ningún miembro de la burocracia partidaria como tampoco ningún cientista político se dedicó a investigar sus virtudes como esquema de gobierno (Arendt, 1958b: 30).
Esta hostilidad y desinterés se basan en que los consejos son la única contraparte democrática a la alternativa partidista, en donde los representantes son electos en base a la confianza que inspiran en sus electores y no en función de complejas redes de dependencia y lazos de conveniencia establecidos al interior de un partido político (Arendt, 1958b: 30).
Mientras que las autoridades de este último (en algunos casos con refrendo de sus afiliados) son quienes eligen en primera instancia a los candidatos para que posteriormente la ciudadanía sólo refrende su designación, al interior de cada asamblea surgen facciones que se contraponen (Arendt, 1958b: 30-31) pero que no alcanzan a constituir bajo ningún punto de vista una alianza generalizada que trascienda a todos los espacios asamblearios con miras de uniformar las perspectivas de aquellos integrantes que respondan a sus intereses.
Por ello este sistema, frente a la rigidez del dogma y de la burocracia partidarios, es flexible y no condiciona a sus miembros (Arendt, 1958b: 31), sino que se limita a dotarlos de un espacio a partir del cual la acción política es posible. Hasta aquí las reflexiones arendtianas pertinentes al tema abordado en este capítulo. Evidentemente las mismas preanunciaban lo sostenido en una obra más vasta sobre el tópico revolucionario, en la cual Arendt retornó a los consejos y a sus posibilidades innovadoras como alternativa de participación política a fin de remediar las falencias de los sistemas sustentados en el partidismo.
6.2. On Revolution
Este libro presenta una particularidad llamativa en el corpus bibliográfico arendtiano, ya que es el primero en el cual la autora puede aplicar por completo su teoría política a un caso histórico dado[4]. Por eso es importante notar que se dedica a explorar una noción de extrema importancia, el nuevo comienzo, señalada ya en La condición humana y en el último capítulo de las versiones revisadas de Los orígenes del totalitarismo, denominado “Ideología y Terror” (Arendt, 1994: 478-479; Young-Bruehl, 2004: 278-285): “…las revoluciones son el único evento político que nos confronta directa e inevitablemente con el problema del comienzo” (Arendt, 2006b: 11; 2006c: 136).
La capacidad humana de dar inicio a lo inédito en política ya había sido explorada en la obra de 1958 para circunstancias de regular y cotidiano intercambio dentro de un espacio público establecido, recibido de ancestros que se ocuparon de fundarlo, conservarlo y mantenerlo en buenas condiciones a lo largo del tiempo a fin de entregarlo a futuras generaciones. De lo que se trata en 1963 es de indagar sobre la tarea de la fundación misma, sobre la ardua carga pero a la vez el increíble privilegio concedido a aquellos que desean llevar a cabo la iniciativa de crear una nueva esfera pública ex nihilo o bien a partir de la reconfiguración de una ya existente que consideran nociva[5].
On Revolution ilustra desde sus primeras páginas este dramatismo, ya que asocia directamente la revolución a la guerra. Ambas instancias, si bien son herederas de los debates ideológicos decimonónicos, consiguen mantener su vigencia en la siguiente centuria. Sin embargo Arendt entiende que puede haber signos que indiquen que los enfrentamientos bélicos dejen de ser un asunto relevante (Arendt, 2006b: 5-7). Lo que aúna a ambos procesos es su recurso a la violencia, la cual es per se opuesta al discurso y a la acción política (Arendt, 2006b: 9; 1998: 179, 202-203; 1972: 132, 143-145; 2006c: 22; 2005b: 190-192). Ello los ubica por fuerza mayor por fuera del espacio público. Siendo ajenos a éste, ambos amenazan con subvertirlo desde el exterior, imponiéndole dinámicas extrañas a su naturaleza. No obstante lo cual la autora matiza los riesgos ya que concibe que ni las guerras ni aún menos las revoluciones son condicionadas en su totalidad por la violencia (Arendt, 2006b: 89-90).
Si no entendiera el asunto de esta manera de hecho tendría poco sentido escribir un libro al respecto del rol político de las revolutions. El problema con respecto a la violencia es que tanto las influencias religiosas como literarias y filosóficas de Occidente insisten en asociarla al comienzo de lo nuevo (Arendt, 2006b: 10), lo que implicaría que necesariamente éste requeriría de aquella al menos en las instancias iniciales para posteriormente sosegar su impulso destructivo en pos de favorecer el pacífico desarrollo de las instituciones comunitarias.
Ésto es ratificado por la autora cuando sostiene que, si bien la insurrección, la revuelta, la rebelión o incluso la liberación (entendida como el deseo de no ser oprimido) comparten con la revolución el recurso a medios violentos, no participan de su finalidad: llevar a cabo un sustancial cambio en la vida política[6] (Arendt, 2006b: 25; 1978b: 206).
Igualmente Arendt (2006b: 11, 25) alerta a sus lectores sobre el riesgo de las simplificaciones. La gesta revolucionaria no puede igualarse a una simple ecuación sumatoria entre lo mutable, la violencia, lo novedoso (Arendt, 2006b: 17) y una sensación de que los sucesos se registran irresistiblemente, sin posibilidad de encontrarles oposición alguna (Arendt, 2006b: 37-39): en política el resultado es diferente a la suma de las partes.
El principal fruto de la gesta revolucionaria no es otro que el dar lugar a la libertad, necesaria imperiosamente para disfrutar y ejercer la vida pública. Habiendo nacido en las ciudades-estado de la Grecia clásica ésta requiere obligatoriamente un lugar en donde las personas puedan reunirse para realizar actos, observarlos, juzgarlos y evocarlos (Arendt, 2006b: 20-21).
Mientras que la liberación se halla en el grupo de las libertades negativas, es decir aquellas que apuntan a defenderse del dominio del gobierno o de mayorías circunstanciales[7], la libertad propiamente política es el compromiso público de cada sociedad para con sus ciudadanos, garantizándoles su libertad de participación en la dirección y debate de los acontecimientos colectivos.
Y en tanto que la liberación entendida revolucionariamente conlleva la búsqueda de la consagración por parte de todos aquellos que permanecen al margen de la conducción y regulación de los asuntos comunitarios (Arendt, 2006b: 30), la libertad revolucionaria es la que posibilita que en un nuevo espacio los verdaderamente interesados y apasionados por lo público puedan interactuar.
Ésta es la división principal que caracteriza a la obra. El primer proceso es ilustrado por los eventos de la Revolución Francesa, aquella en la cual la question sociale es predominante, mientras que el segundo tiene su representante en la Revolución Estadounidense, la que entendió en todo momento que no se trataba de eliminar ad aeternum diferencias natural o socialmente originadas (Arendt, 2006b: 21) sino que la propulsión de una igualación política de los ciudadanos se desenvuelve en un plano por completo diferente, único y propio.
Sólo esta experiencia política pudo actualizar, en el siglo XVIII, la eminentemente romana noción de hacerse cargo de lo público, el tratar de influenciar un destino que, mientras que para los griegos ya estaba marcado de antemano por los dioses y para los cristianos carecía por completo de valor frente a la perspectiva de una beatífica existencia ultraterrena, en el Imperio Romano anterior a la hegemonía cristiana se visualizaba como influenciable en base al talento organizativo y a la dedicación por la res publica (Arendt, 2006b: 17-18).
Pero es la Revolución Francesa la que le prende fuego al mundo entero, permaneciendo desde entonces como un evento capital de la historia universal a pesar de su poco auspicioso término. Arendt (2006b: 45-48) entiende que su principal notoriedad es de hecho histórica, mientras que lo sucedido en los EE.UU. es lo que efectivamente tiene una relación directa y vinculante con la acción política, recuperando la capacidad humana del inicio frente a determinismos teológicos o filosóficos de la existencia.
¿A qué se debe esta confusión? ¿Cuál es la causa de la tremenda popularidad del fraude francés? Aquí vuelve a aparecer el continuo combate de Arendt en contra de los determinismos. En efecto la percepción de inevitabilidad de los procesos históricos y su automática catalogación como algo necesario e irresistible deviene de su paralelo y conexión con las necesidades corporales de las clases bajas, las cuales los propulsaron a intentar obtener a toda costa un lugar de predominio en la sociedad (Arendt, 2006b: 49-50).
Esto promovió la creación de teorías orgánicas y sociales de la historia, las cuales entendieron que la presión de los pobres era justificable tout court. Arendt intenta, una vez más luego de The Human Condition, separar las aguas entre procesos socio-económicos y políticos. A su criterio la pobreza es abyecta porque ubica a los hombres bajo el imperio absoluto de sus cuerpos y de la necesidad, relegando a la libertad como algo menos relevante que los procesos de la vida misma (2006b: 50).
Por eso es necesario diferenciar qué es lo que corresponde a cada campo para a partir de allí evitar su mutua interferencia, la cual para la autora es inevitablemente perniciosa. Arendt en consecuencia desea establecer una advertencia frente a la glorificación del oikos en vistas de supuestos ánimos de una mal llamada “corrección política”.
La solución de la pobreza no pertenece al ámbito político sino al social. Ello no quita a su entender ninguna perentoriedad a esta tarea sino que, al contrario, la remite al espacio en donde su concreción puede obtenerse con la mayor celeridad. Si contrario sensu se persiste en la deriva contemporánea que auspicia una inversión radical del orden clásico de las esferas vitales del hombre (Arendt, 1998: 289-325) los resultados a obtener distarán de asemejarse a una utopía redentora. Es que es justamente la necesidad la que lleva a la Revolución Francesa al terror y a su catastrófico fracaso, por haber dado bríos políticos a lo social y a lo privado, por haber permitido la injerencia de lo antipolítico en la política[8], por haber en definitiva desvirtuado su curso e intercambiado la obtención de la libertad por la de la felicidad, tal como lo sostuvieran los sans-culottes (Arendt, 2006b: 51). Y cuando Karl Marx, quien para Arendt (2006b: 51) es el más grande teórico que tuvieran los procesos revolucionarios, dirigió su interés hacia la historia en detrimento de la política la permanente popularidad de la Revolución Francesa quedó asegurada. Es que es esta experiencia la que dota toda atención a la cuestión social, malgré la politique.
De esta forma para Arendt (2006b: 51-52) el marxismo le debe su carácter pernicioso a su fundador, quien aprendió de la experiencia iniciada en 1789 que la pobreza puede ser una fuerza política de gran envergadura. A partir de allí el determinismo económico que le es característico va de suyo, ya que para aliviar las condiciones signadas por la miseria se requiere que la política importe vocablos y criterios provenientes de la economía (Arendt, 2006b: 53).
Esta visión colocó a la abundancia como el fin último de la vida pública y a la vida misma como el máximo valor de la existencia (Arendt, 2006b: 54), relegando por completo respectivamente a la libertad y a la acción política a posiciones de completa subordinación a aquellas. De esta forma Marx confirma la inversión cristiana operada en el espacio público por la cual las necesidades biológicas cobraron preeminencia por sobre el criterio griego del coraje y de la philia politike (Arendt, 1998: 313-320).
El éxito de esta perspectiva asimismo radica en su correlato fáctico: la extensión global de la pobreza, con excepción del territorio estadounidense (Arendt, 2006b: 58), posibilitó que teorías concentradas en su alivio inmediato contasen con mucha mayor aceptación y popularidad que aquellas que solamente destacaban el rol capital de la fundación de espacios inéditos de disfrute y ejercicio de la libertad política.
Los founding fathers tuvieron en claro la diferencia sustancial entre ambos ámbitos y se preocuparon por crear un lugar que diera la oportunidad al ciudadano corriente para destacarse, para poder aparecer entre y ante sus semejantes, ya que la oscuridad de una vida dedicada sólo a labores de subsistencia es para muchos difícil de soportar[9] (Arendt, 2006b: 59). Teniendo en claro que la búsqueda por mejorar el propio estatus social es algo completamente ajeno a las actividades políticas (e incluso nocivo en cuanto desvía recursos importantes a la societas), se preocuparon por optimizar y extender el sistema educativo, promoviendo la existencia de una ciudadanía capacitada e informada para cumplir con sus requerimientos cívicos (Arendt, 2006b: 62). Este realismo de quienes fuesen los adalides de la Revolución Americana con respecto a la conducta humana (Arendt, 2006b: 63) inhibe su inclinación hacia la compasión, que a juicio de Arendt (2006b: 61) protagonizará todos los otros procesos revolucionarios con excepción del llevado a cabo en Hungría en 1956[10] (Arendt, 2006b: 102).
Una vez comenzada la Revolución Francesa sus dirigentes se dieron cuenta que, en tanto representantes del resto de la nación, su condición social era completamente diferente de éste. Los révolutionnaires pertenecían predominantemente a las clases altas, mientras que el resto de Francia estaba sumido en la pobreza. Es esta fisura sin sutura en el tejido social la que provoca en los revolucionarios una gran sensación de culpabilidad, la cual a su vez los conduce a ubicar a la promoción de la felicidad del pueblo como la meta más alta de sus gestiones[11]. Éstos, gracias a los presupuestos rousseaunianos que sostenían la inherente bondad del hombre en el estado de naturaleza, veían a las clases bajas como réplicas contemporáneas del buen salvaje (Arendt, 2006b: 70). Aquí es en donde Arendt (2006b: 65) comienza su análisis de le peuple, entendiéndolo como la clase baja [the low people].
De acuerdo a la pensadora sólo cuando los jacobinos se encuentran ante la tarea de legitimar su ascensión al poder, habiendo fracasado los girondinos en su intento por establecer un gobierno republicano, es que se recurre a la apelación a los infelices [malheureux] y los débiles [les hommes faibles] (Arendt, 2006b: 65). Esto conduce a su vez a un reemplazo relevante en la esfera pública: el rol articulador de las diferencias de criterios e intereses desempeñado por el consenso se traslada a la voluntad, la cual para Arendt (2006b: 66; 1978b: 199-201) necesariamente conlleva la exclusión del intercambio de opiniones y su eventual concordancia.
De esta manera se unifican ex ante los pareceres en la politicidad y se da lugar a la primacía rousseauniana de la voluntad general que busca la unanimidad social a fin de asegurar la estabilidad gubernamental[12] (Arendt, 2006b: 66). La influencia del ginebrino en el pensamiento revolucionario francés es nefasta para quien redacta On Revolution, no pudiendo sus preceptos políticos parecerle otra cosa que una propuesta de principios unificadores de lo comunitario que anticipan parte de la mecánica totalitaria dirigida en idéntico sentido[13] (Arendt, 2006b: 68-69).
Además de la fuerza registrada contra la mecánica participativa del consenso la introducción de principios emocionales y materiales en lo político elimina cualquier tipo de restricción: Robespierre no aceptaba limitación alguna porque ninguna medida sería suficiente mientras se sostuviera el violento reclamar de los desposeídos y la piedad inmensa que generaba dicho reclamo (Arendt, 2006b: 80-81).
Nuevamente Arendt (2006b: 82-83) recurre a lo sucedido en los Estados Unidos a fin de establecer un contraste. Dejando en claro que en las colonias la experiencia de la violencia y la ausencia de leyes no era desconocida, remarca cómo para los primeros estadounidenses la palabra pueblo [people] conservaba el significado de la multitud y de la pluralidad, por lo que uno de sus afanes prioritarios al momento de organizar el funcionamiento de la nación era proteger la distinción de la presión unificadora de la opinión pública[14]. Debido a que “…nadie es capaz de formar su propia opinión sin el beneficio de una multitud de opiniones sostenidas por otros, el dominio de la opinión pública pone en peligro incluso la opinión de aquellos pocos que pueden tener la fuerza de no compartirla” (Arendt, 2006b: 217).
Esto buscaba impedir lo que efectivamente tendrá lugar en Francia: la consagración de le peuple como un monstruo que “…se mueve como un sólo cuerpo y actúa como si estuviera poseído por una sola voluntad” (Arendt, 2006b: 84). Esa visión promoverá por una parte la consagración teórica de la “metáfora orgánica”, en donde la sociedad invade, permea y absorbe por completo a la vida pública hasta ese momento independiente (Arendt, 2006b: 95-96). Por otra, como se anticipara algunos párrafos más arriba con respecto a ciertos elementos que luego serán componentes del totalitarismo, justifica la implementación del terror como medio institucional (Arendt, 2006b: 90) ya que la pérdida de cualquier inhibición para perseguir a quién se percibe como un opositor se sustenta en que se encuentra amenazada la “supervivencia” del conjunto vital del cual se es parte[15].
Esta percepción colectiva pudo así motivar la persecución contra aquellos que se catalogaba como “hipócritas” o “corruptos”, es decir aquellos que en general eran señalados arbitrariamente como enemigos del cuerpo social[16]. El problema de este afán purificatorio consistió en que para llevar a cabo esta empresa el Estado se vio obligado a descartar el contenido público de los ciudadanos, ya que al buscar igualar las condiciones de vida no importaba esta faceta sino por el contrario evaluar sus cualidades en tanto persona privada y social: “…el Reino del Terror eventualmente produjo el opuesto exacto de la verdadera liberación y la verdadera equidad. Produjo una igualación social porque dejó a todos los habitantes igualmente desprovistos de la máscara protectora de la personalidad legal” (Arendt, 2006b: 98).
El principal instrumento de iure para llevar a cabo este proceso fue la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la cual asignaba automáticamente el goce de los mismos a cualquier persona en cualquier lugar del planeta, sin importar cuál fuese su adscripción nacional (Arendt, 2006b: 139). Esta declaración que tan vagamente se relacionaba con el país que la emitía se presentaba además como el fundamento del poder político, no como su limitación, lo que acrecentaba la endeble situación concerniente a la legitimidad en la que se hallaban los revolucionarios[17].
La declaración francesa, a diferencia de la Bill of Rights norteamericana, exaltaba la defensa de determinadas garantías universales por fuera de todo cuerpo político constituido, igualando los derechos del hombre en tanto tal con los de un ciudadano perteneciente a una esfera pública determinada[18] (Arendt, 2006b: 140). Esto conduce a una licuefacción de la polis y sus contenidos fundantes, ubicando paradójicamente a la protección frente al poder como el elemento que debe sustentarlo.
Arendt (2006b: 99) fustiga a los révolutionnaires por haber invertido peligrosamente el orden de los factores, colocando a la satisfacción de las necesidades vitales no como uno de los prerrequisitos necesarios para participar de la actividad política sino como su contenido y su finalidad exclusiva y primordial.
El dar rienda suelta a la compasión y a la piedad promueve la desnaturalización de lo público, ubicando a éste en el mínimo denominador comunitario, es decir al nivel de los sectores más bajos que consideran hallarse por fuera tanto de la política como de la sociedad (Arendt, 2006b: 99). De esa manera lo político, en vez de aspirar a la superación de las limitaciones naturales de la existencia mediante el disfrute del ejercicio de una actividad exclusivamente humana, se ve supeditado a retornar a la jerarquía de las actividades de la vita activa en las que se halla inmerso no como el eslabón superior sino como el inferior, por debajo del trabajo y de la labor (Arendt, 1998: 294-325).
El problema estriba en que ambos ámbitos son inconmensurables y que la irrupción de lo natural sólo puede darse por vías que exceden ampliamente los límites y procedimientos de la politicidad. Las fuerzas naturales desatadas por el sufrimiento sólo pueden manifestarse en lo público bajo la forma de una ira destructiva que todo lo arrasa y que es incapaz a la vez de mantener, cuidar y conservar lo entregado por las generaciones anteriores como de crear nuevos espacios de acción que puedan ser legados a sus descendientes.
La impotencia, situación inevitable en la que se halla todo sujeto ubicado por fuera de una esfera pública en la que le es dado interactuar con sus iguales, no puede adaptarse a las formas de convivencia que conducen a la generación colectiva de poder, lo que paradójicamente aumenta aún más la irritación y el resentimiento de todos aquellos que se ven excluidos. Esto da rienda suelta finalmente a la temible fuerza devastadora del sufrimiento la cual, tal como sucediera en la Revolución Francesa, puede derribar todo lo construido anteriormente (Arendt, 2006b: 101), logrando así el efecto contrario al que busca toda empresa revolucionaria, la creación o la reedición de un nuevo espacio público[19].
La utilización política de la “violencia primordial” que el hombre emplea para liberarse de las necesidades (Arendt, 2006b: 104), la más peligrosa de todas las fuerzas ya que debe obligatoriamente ser mayor que la misma potencia natural, refleja así la total falta de mesura subyacente a esta desvirtuación revolucionaria.
Para Arendt (2006b: 102) en consecuencia no cabe duda que todo intento de resolver la cuestión social por intermedio de la política está condenado a derivar en el terror, el cual acaba por completo con el ímpetu revolucionario y lo sustituye por una fuerza irresistible análoga a las naturales que ambiciona reducir la experiencia humana a su más nimia expresión.
El tercer capítulo de On Revolution está destinado a explorar cómo, en base a estas conclusiones, la Revolución Americana se mantuvo en la senda destinada a hacer manifiesta la felicidad pública mientras que su homóloga en el continente europeo no pudo ser exitosa en idéntico empeño.
A tal efecto comienza por diferenciar entre los hombres de la revolución y los revolucionarios profesionales (Arendt, 2006b: 106). Aquellos son quienes se encargan de llevar a cabo la empresa revolucionaria para participar en la vida pública de la comunidad y disfrutar de la libertad política, mientras que éstos simplemente se encargan de exacerbar la inquietud ciudadana con el mero objeto de hacerse eventualmente con el poder. Sin importar su ubicación y ocupación el mismo proceso revolucionario facilita su ascenso y su rol en hacerse con el poder generado ex novo (Arendt, 2006b: 250-252).
En concordancia con la distinción antedicha Arendt (2006b: 106) también establece una diferencia entre revolución y sedición. El verdadero revolucionario, aquél que no está interesado en la megalomanía sino en las libertades cívicas, no busca a diferencia del sedicioso erosionar la autoridad per se, sino que actúa cuando quien gobierna ha perdido al menos parte de la legitimidad con la que contaba al acceder al cargo.
Por eso las revoluciones no son nunca la causa sino la consecuencia de la pérdida de la autoridad política (Arendt, 2006b: 107) e incluso cuando este último proceso se encuentre en un estado avanzado la revolución, entendida como sustitución de un gobierno existente por uno nuevo, necesita tanto de la suficiente cantidad de hombres como también de la ambición de éstos por reorganizar los asuntos públicos.
A propósito Arendt distingue entonces entre el mero oportunista que busca manipular el proceso revolucionario para alcanzar el poder político de aquel man of the revolution que es a la vez idealista y pragmático, que estudia experiencias previas que cree que podrán serle de utilidad pero que también sabe los medios por los cuales puede conducir establemente, actuando en conjunto con sus pares, los destinos de la comunidad[20].
El que los movimientos revolucionarios hayan comenzado a incrementar su número y frecuencia a partir del siglo XVIII se debe a que para Arendt (2006b: 108-109) la antigua trilogía romana de la religión, la tradición y la autoridad que había sido el sostén de Occidente se vio erosionada por completo en la Modernidad (Arendt, 2006c: 93).
Es esta pérdida radical de autoridad política la que promueve en consecuencia, como se ha descrito en párrafos previos, el surgimiento de revoluciones que aspiran a reemplazar a gobernantes que carecen de las atribuciones de otrora. El apasionamiento de los revolutionaries estadounidenses por la libertad era anacrónico para la época en que se encontraban. Su búsqueda de la felicidad pública (mientras que sus pares franceses hablaban de libertad pública) se debe a que para ellos la política no constituía una carga sino que por el contrario les proporcionaba espacios únicos de acción[21] (Arendt, 2006b: 109-110).
El situarse en una era en la que no se consideraba posible que el hombre idease en conjunto nuevas esferas públicas lleva a los “hombres de la revolución” a buscar material en el pasado, principalmente en el acervo de la antigua Roma, ya que carecían de experiencias previas de primera mano en las que pudieran basarse para actuar[22] (Arendt, 2006b: 111).
Y como el problema de la fundación era de más ardua resolución que en la antigüedad clásica comprendieron que para asegurarla era necesario dedicarse denodadamente a asentar el nuevo comienzo en un documento escrito en el cual sus principios quedasen establecidos de forma inapelable: la constitución.
Para los hombres del siglo dieciocho […] era obvio que necesitaban una constitución para establecer los límites del nuevo ámbito político y para definir sus reglas, que tenían que fundar y construir un nuevo espacio político dentro del cual la ‘pasión por la libertad pública’ o la ‘prosecución de la felicidad pública’ perduraría para las futuras generaciones, de manera que su propio espíritu ‘revolucionario’ pudiera sobrevivir el mismo final de la revolución (Arendt, 2006b: 117).
El problema de la perdurabilidad del revolutionary spirit fue lo que inspiró a los patriotas estadounidenses a tratar de incorporarlo a un elemento material que les sobreviviera[23]. Este dilema, que ellos resolvieron al dotar a una constitución de sólidos fundamentos a fin de que ésta preserve el ánimo revolucionario para la posteridad, conducirá al desastre en el caso francés. Allí los diputados de la Asamblea, alejados de las necesidades ciudadanas, promulgaron infructuosamente constitución tras constitución, ya que éstas no tenían asidero en las prácticas reales de sus representados (Arendt, 2006b: 117).
De esta forma sus constituciones eran percibidas como imposiciones sobre la ciudadanía en vez de ser emanación de la voluntad de ésta[24] (Arendt, 2006b: 136), lo que causaba una automática deslegitimación del poder y un debilitamiento de la autoridad de los gobernantes que contribuía a aumentar el círculo vicioso por el cual éstos acrecentaban la distancia respecto a los gobernados. Ésta es la diferencia entre una constitución entendida como un acto de gobierno del resultado de sancionar popularmente otra para constituir un gobierno (Arendt, 2006b: 137).
La gran tragedia acaecida en Francia (Arendt, 2006b: 123) es que los dirigentes del proceso iniciado en 1789 (en especial Robespierre) visualizaron al mismo como el único capaz de defender el ejercicio de la libertad pública, entendiendo que el gobierno constitucional sólo se dedicaría a la defensa de los derechos cívicos ya que recordaban que eran estas garantías las que se exigían frente al régimen de un déspota o un tirano.
Esta percepción fortalece el prejuicio que sostiene que el poder político es equiparable a la violencia desplegada por un gobierno en contra de sus gobernados, por lo cual éstos deben buscar la forma de proteger sus derechos frente a los avances del aparato estatal (Arendt, 2006b: 128). Al ubicar por consiguiente en extremos opuestos a representantes y representados se hace inevitable la alienación mutua y el alejamiento de la mayoría de la ciudadanía de los affaires publiques et communes, así como la catalogación de la politicidad como un mal necesario.
En contraposición, el punto de partida de la república estadounidense estuvo lo suficientemente embebido de valores participativos como para asegurar la pervivencia de las nociones de felicidad pública y libertad política a lo largo de los siglos, a pesar del grave problema que constituyó la inmigración. El movimiento migratorio ambicionado por los founding fathers a fin de poblar el nuevo país al que sus obras dieron lugar trajo no solamente mano de obra y un crecimiento exponencial de la población sino asimismo una importación de las ideas y aspiraciones políticas y sociales del Viejo Continente.
Los inmigrantes que llegaron a tierras norteamericanas habían experimentado la carestía y la miseria en Europa, y automáticamente asimilaron la existencia de las libertades de la polis estadounidense con la liberación de la pobreza y de las demandas de la vida diaria. En vez de la participación en la regulación de lo comunitario y el esfuerzo constante por alcanzar la excelencia en las tareas cívicas los ideales sancionados colectivamente pasaron a ser la abundancia y el consumo incesante (Arendt, 2006b: 130).
Los EE.UU. dejaron de darle énfasis a la protección y al goce de la libertad para pasar a ser, gracias a la tecnología moderna, el paraíso del consumismo en donde todos pueden dar rienda suelta a su voluntad de acaparamiento y codicia material (Arendt, 2006b: 130-131). Pero como se encarga de recordar Arendt (2006b: 130) si bien es verdad que sólo aquellos que satisfacen sus necesidades disfrutan eventualmente de la libertad, ésta no vacilará en esquivar a los que solamente se dediquen a saciar sus deseos y apetitos más básicos.
Y frente a la cooptación del espacio comunitario por estos vanos ideales la única forma que muchos ciudadanos encontraron para vivir una existencia libre fue el replegarse a su vida privada. Es esta consagración del bourgeois por sobre el citoyen, del individuo que realiza sus actividades cotidianas y cuya principal ambición es regresar a su domicilio a fin de aislarse del medio circundante y dedicarse al placer de consumir y usufructuar los bienes que posee, la que desplaza en los siglos siguientes al afán participativo dieciochesco (Arendt, 2006b: 133).
El siguiente capítulo le dedica especial énfasis a la cuestión de la separación de poderes como el medio par excellence implementado en la práctica por los American revolutionaries para impedir su abuso. Arendt (2006b: 142) destaca lo impactante que resulta un diseño institucional que puede detener al power sin por eso colocar a la impotencia en su lugar.
Mientras que la violencia puede destruirlo y las leyes pueden limitarlo al controlar la expresión de su potencia, el poder es el único que puede controlarse a sí mismo sin reducirse debido a que, gracias a la instauración de mecanismos de contrapeso como los republicanos, puede continuar incrementándose en el tiempo en forma ordenada[25] sin avasallar ni opacar a los diferentes centros desde los cuales se genera pero también se modera (Arendt, 2006b: 142-143).
Aquí es donde comienza para la pensadora la diferenciación neta entre el sistema republicano y federal, como el estadounidense, y el democrático basado en el Estado-Nación, como el caso francés. Aquél es el que promueve, mediante la abolición de la soberanía (Arendt, 2006b: 144), la expansión de las libertades ciudadanas bajo un paraguas que impide que el Estado central supervise las actividades tanto de sus habitantes como de sus diversos núcleos gubernativos, legislativos, judiciales y administrativos.
Arendt apunta contra cualquier intento por reemplazar el antiguo paradigma del absolutismo político con uno nuevo, basado en la nacionalidad. Descarta que las revoluciones tengan que concebir a los nuevos gobiernos en base a los que han destituido, ya que de lo contrario eso sería una restauración (Arendt, 2006b: 146). Acota que el problema del absoluto era de necesaria presentación en función de lo inédito de la experiencia estadounidense, la cual crea una nueva forma de gobierno no a partir de los elementos heredados de administraciones previas sino en base al estudio de sistemas antiguos y a la generalización a escala provincial y nacional de experiencias locales como los town halls (Arendt, 2006b: 149). Pero tal como lo sostuviera la angustia y el vacío de poder generados por la desaparición de la tríada compuesta por la religión, la tradición y la autoridad no es resuelta en todas las latitudes de idéntica manera. En Francia la diferencia entre poder constituyente [pouvoir constituant] y poder constituido [pouvoir constitué] implica que aquél está situado por fuera de toda normatividad positiva, anclándose sólo en el respaldo de la nación, es decir en un absoluto anterior a toda erección institucional (Arendt, 2006b: 154). El absurdo de esta situación consistía en que la Asamblea no podía crear una constitución porque ella misma era inconstitucional [unconstitutional] (Arendt, 2006b: 156).
Los founding fathers tuvieron en cuenta la diferencia sustancial existente entre la ley y el poder, adscribiendo aquella a la constitución y éste a la ciudadanía, a la vez que se delimitaba cuidadosamente su ejercicio y despliegue en base a la legalidad (Arendt, 2006b: 148). Pero los révolutionnaires no reconocían nada que pudiera sustraerse al mandato nacional. Éste era percibido como unánime y uniforme, cuando en realidad era dicha percepción la que entregaba una visión homogénea e inmutable de la población. El recurrir a teorías e imágenes de la sociedad como un cuerpo orgánico le facilitaba a quien fuera la potencia hegemónica de turno (Girondinos, Jacobinos o Napoleón I) el manipular tanto a los ciudadanos como a las otras fuerzas electorales y representativas.
De allí que mientras que las repúblicas federales à la américaine logran sostener la predominancia de la decisión mayoritaria, aquella que permite arribar a definiciones en los debates de las asambleas y los consejos deliberativos a partir de los cuales se funda la comunidad política, las democracias tienden a exacerbarla hasta el punto de convertirse en el dominio de la mayoría[26] [majority rule] (Arendt, 2006b: 155).
Para Arendt los órganos de autogobierno presentes en las colonias británicas en América del Norte fueron el dispositivo que permitió el armónico establecimiento posterior de los Estados Unidos independientes. Al ser la organización institucional de la multitud son asimismo los creadores de base de la autoridad, pudiendo legitimar a las asambleas y congresos provinciales y estos últimos a los nacionales (Arendt, 2006b: 157), generando así una cadena que interconecta el diseño institucional del país[27].
El autogobierno, que sin la revolución hubiera pasado inadvertido (Arendt, 2006b: 158), antecede incluso al establecimiento formal de los emigrantes en América, ya que en la misma nave que transportaba a los primeros ingleses que resolvieron instalarse en el “Nuevo Mundo” se optó por la resolución mancomunada de conflictos y controversias. Este acuerdo, el Mayflower Compact, demuestra la voluntad de los colonos por autorregularse sin efectuar referencias a alguna entidad superior ya sea por su mayor extensión territorial como por su legitimidad precedente (como el rey de Inglaterra) (Arendt, 2006b: 159).
La expansión a nivel federal de los cuerpos municipales se registra sin problema alguno ya que de lo que se trata es de combinar poderes que hasta ese momento coexisten sin interferirse en un nuevo organismo que los engloba pero que no les despoja de su potestad para arbitrar los asuntos que hasta el momento habían exitosamente regulado.
La experiencia de estas instituciones conduce a Arendt a criticar parte de la teoría política contractualista. Ésta propone, a juicio de la autora, dos tipos de contrato social, uno que se da entre las personas individuales para generar la sociedad (el “contrato mutuo”) y otro que se celebra entre los gobernados y el gobernante para legitimar a este último y darle el poder necesario para que afirme su autoridad por sobre cualquier otra figura de esa comunidad (el “contrato social”). Arendt (2006b: 161) entiende que ambos aspectos no son dos elementos que se deducen necesariamente el uno del otro sino que por el contrario se hallan en contradicción.
El “contrato mutuo” se inscribe en la tradición de la asociación romana y supone la extensión de la reciprocidad entre sujetos que se perciben como iguales entre sí y que celebran promesas correspondientes con el fin de fortalecer la comunidad en la que habitan. El “contrato social”, por su parte, consiste en la renuncia total por parte de cada persona del poder que posee, transfiriéndolo por completo al representante. Al parecer de la autora mientras que la primera variante permite multiplicar los medios por los cuales el poder puede originarse en un conjunto societario, la segunda por el contrario extrae todo el poderío que pudieran tener sus integrantes, otorgándoselo solamente a quien usufructúe el monopolio de la administración estatal[28] (Arendt, 2006b: 162). Por supuesto, mientras que en el primer caso se encuentran in nuce elementos que permiten constituir a posteriori un diseño republicano y federal, en el segundo sólo se da lugar a la construcción de experiencias absolutistas y nacionalistas (Arendt, 2006b: 162-163).
Pero el golpe de gracia al “contrato social” se basa en que la propia naturaleza de la acción política no necesita de un principio igualador externo a ella misma, como la homogeneidad de la pertenencia nacional. Por el contrario es el hecho de actuar en coordinación con otras personas lo que engloba a todos como comunidad que comparte el mismo proceso político. La actividad política trasciende cualquier diferencia social y personal (Arendt, 2006b: 165).
Al parecer de la autora es la conciencia de este hecho la que le dio a los founding fathers la confianza necesaria para establecer un sistema de gobierno ex novo a pesar de poseer una concepción antropológica eminentemente negativa, ya que creían que el establecer un ámbito inédito entre los hombres podía contrarrestar cualquier desventaja presentada por la naturaleza humana (Arendt, 2006b: 166).
De ahí la relevancia de instaurar bases duraderas de acción política, a fin de evitar que la corrupción del hombre coarte el éxito de la práctica cívica. Las promesas, los convenios y los pactos contribuyen al propósito de darle estabilidad y forma mundana al actuar en conjunto (Arendt, 2006b: 166-167). Esto favorece directamente la preservación de un ámbito para la emergencia y la generación del poder. Mas los patriotas estadounidenses necesitaron mayor inventiva y detenimiento para estipular la conservación y la determinación espacial de la autoridad (Arendt, 2006b: 170). Y aquí es donde el problema del absoluto vuelve a reinsertarse en el dilema de los constitucionalistas. Arendt (2006b: 183-184) sostiene que la velada apelación a la divinidad o la postulación de verdades “autoevidentes” es comprensible ya que los revolucionarios se hallaban ante una experiencia que carecía de precedentes, por lo que era probable que uno de sus reflejos fuera el recurrir a experiencias que los antecedían en el tiempo o que se ubicaban más allá de la racionalidad[29].
La importancia del ejemplo de Roma le permite a Arendt, a través de un análisis etimológico, entender a la nostalgia por la religión como religare, unirse a un principio, y a la fascinación por la autoridad como augere, aumentar y desarrollarse a partir de la vitalidad inicial dada por el ánimo en el que la fundación tuvo lugar (Arendt, 2006b: 190-193). “El gran modelo romano” se basa en que el propio acto fundador dota de autoridad e inspiración a la esfera política que origina (Arendt, 2006b: 191). Por eso no es necesario buscar un absoluto que la englobe y legitime frente al “abismo de la nada” en el que es constituida (Arendt, 1978b: 207), ya que el mismo se desprende del acto de fundarla (Arendt, 2006b: 196; Kalyvas, 2004: 325).
Mientras que en la república y el imperio romanos la autoridad residía en el Senado, en su rol político de consejero de los líderes ejecutivos, en el caso de los Estados Unidos la misma se halla localizada en la Corte Suprema (que desempeña una función de interpretación legal) ya que los revolucionarios identificaron a esta institución como menos poderosa respecto al brazo ejecutivo y legislativo de la administración nacional (Arendt, 2006b: 191-192). A esto se le suma el rasgo distintivo de la permanencia prolongada de sus miembros y del ejercicio de la autoridad a través de un proceso constitucional continuo, evaluando los casos judiciales que se presenten a la luz de su mayor o menor concordancia con el documento organizativo del país.
El cambio y la conservación se ven unidos en la autoridad, que busca incorporar lo nuevo dentro de un patrón establecido de prácticas que se remontan al momento fundacional del Estado, obrando así como un catalizador de lo novedoso, moldeándolo al tiempo que se lo agrega al acervo histórico de tradiciones consagradas por esa esfera pública en particular e impidiendo en consecuencia que elementos nocivos provenientes del exterior puedan impedir el aumento y crecimiento conexos a la fundación de una polis (Arendt, 2006b: 193-194).
Lo destacable de la autoridad es que, dejando de lado lo arbitrario inherente a cualquier comienzo (Arendt, 2006b: 198; 1978b: 207), se ocupa directamente por actualizar y mantener vigente el principio que se desprende de éste y que guía las acciones sucesivas a fin de que sean armónicas con el talante fundador: “…el principio inspira los actos sucesivos y es aparente en tanto y en cuanto perdure la acción” (Arendt, 2006b: 205).
El último capítulo de On Revolution es claramente nostálgico, al mostrar como lo que se percibía como la recurrencia repetida a la revolución como herramienta política en el siglo XVIII era en realidad su “canto de cisne”. La revolución per se fue reemplazada, a partir de la increíble popularidad de la experiencia francesa, por una diversidad de levantamientos armados que en vez de constituir nuevos espacios para la deliberación y la acción pública fueron utilizados para el usufructo de una elite gobernante. De allí que el título de este apartado aluda al tesoro perdido de la tradición revolucionaria, ya que para Arendt (2006b: 207) las oportunidades que el ser humano se concedió a sí mismo en esa época fueron desaprovechadas y tergiversadas en función de la mera ambición por dominar al otro.
La cesura entre los EE.UU. y Europa en el siglo XIX, que auspició la fama de la Revolución Francesa, incidió en que los mismos estadounidenses olvidaran el legado de los patriotas independentistas y que, en consecuencia, adoptaran una actitud conservadora, reacia al cambio y a las modificaciones y proclive a visualizar al éxito económico como un bien más preciado que la libertad política (Arendt, 2006b: 207-210). Esto condujo a que la primera experiencia revolucionaria americana sea estéril en el campo de la política global, mientras que su contraparte europea inspiró gran cantidad de movimientos en todo el mundo que pretendieron emularla[30] (Arendt, 2006b: 208-211). Aún peor es el hecho que, debido a la ausencia del recuerdo de los conceptos principales que pueden desprenderse a partir de la experiencia de la Revolución Estadounidense, se perdiera asimismo el espíritu que la animase (Arendt, 2006b: 212-213). Esta evanescencia dejó el terreno libre para que los revolucionarios decimonónicos, a diferencia de sus idealistas predecesores de la centuria anterior, estuvieran por completo abocados a la eliminación de las desigualdades y carencias materiales en vez de tratar de fundar una nueva arena pública (Arendt, 2006b: 214).
La degeneración de los procesos revolucionarios dio lugar además al surgimiento de las ideologías políticas contemporáneas, desprendiéndose los movimientos conservadores o de derecha del afán estabilizador de la fundación mientras que aquellos liberales, reformistas o de izquierda responden al empeño creador por establecer un nuevo origen o una modificación radical del status quo (Arendt, 2006b: 215). De esta forma el legado del siglo XVIII se solidificó en estereotipos ideológicos que preestablecen reacciones predeterminadas ante cualquier novedad.
El rasgo fundamental del nuevo vocabulario político es que es afín a visualizar pares de oposiciones, como si todo el espectro de fenómenos existentes pudiera reducirse a contraposiciones binarias. Este modo de percibir la política responde a la simplificación de los sucesos llevada a cabo por toda explicación ideológica que, por ser tal, se pretende omnicomprensiva y necesita en consecuencia establecer un orden férreo de la realidad vía lo dual, aún cuando el mismo sea espurio[31]. De allí que se de lugar al predominio de la opinión pública que “…en vista de su unanimidad, provoca una oposición unánime aniquilando así por todas partes a las verdaderas opiniones” (Arendt, 2006b: 218).
Arendt (2006b: 218) equipara el dominio de la opinión pública con la democracia, y entiende, al igual que los founding fathers, que el riesgo de este sistema radica en su capacidad para anular los pareceres individuales de cada sujeto por visiones uniformes que dan la impresión de ser universalmente aceptadas debido a la ausencia del disenso. No obstante lo cual para que exista una formación de perspectivas propiamente políticas las opiniones deben, a su criterio, ser tamizadas en un cuerpo ciudadano que las someta a cotejo a fin de evaluar su pertinencia (Arendt, 2006b: 219).
El que la modernidad despliegue esta fuerte tendencia a avasallar la pluralidad y el disenso refleja en consecuencia el éxito de las perspectivas homogeneizadoras en política frente a aquellas que respetan la multiplicidad y variedad conexas al establecimiento de cada comunidad humana[32].
La opinión para Arendt se descubre específicamente en la revolución, debido a que allí es donde se demuestra que la autoridad reside en lo que los sujetos estimen sobre sus gobernantes. Tal y como lo sostendrá en Eichmann en Jerusalén, en política la obediencia y el apoyo son idénticos (Arendt, 2006b: 220; 2006c: 278-279; 2003: 46-48; 1972: 148), por lo que la opinión pública desempeña un rol fundamental en el garantizar el acatamiento ciudadano a los dictámenes del gobierno.
El Senado de los EE.UU. es para Arendt (2006b: 220) aquella institución encargada de dar curso a la formación de perspectivas públicamente compartidas a través del análisis y la depuración de los pareceres existentes en la comunidad. El rol político de esta institución es clave ya que elimina los rasgos que podrían ser nocivos para la res publica y da lugar a que se discuta sobre aquellos otros que poseen verdadera pertinencia para su desarrollo[33].
Y aquí es cuando las falencias en lo tocante a la preservación del legado revolucionario norteamericano son endilgadas a los founding fathers. A juicio de la autora aquellos no fueron capaces de crear una institución que preservara el espíritu revolucionario, el que apuesta por el cambio y la renovación permanente de los asuntos públicos, mientras que sus dos innovaciones principales, el Senado y la Corte Suprema, responden eminentemente a preceptos conservadores, destinados a dotar de la mayor estabilidad posible a la naciente república (Arendt, 2006b: 223-224).
De esta manera Arendt reconoce explícitamente que el defecto por el cual el gobierno de Robespierre degeneró en la Terreur, buscando mantener constantemente en despliegue el espíritu revolucionario, fue asimismo adoptado por los estadistas norteamericanos pero con opuesto signo. El énfasis se le concedió a la preservación de lo creado ya que se intuyó que “…nada daña más peligrosa y agudamente los logros más resonantes de la revolución que el espíritu que permite adquirirlos” (Arendt, 2006b: 224). La constitución, al consagrar una serie de instituciones donde los representantes disfrutarían con exclusividad del actuar, incidió en que el espíritu revolucionario se desvaneciera con el paulatino desapego por lo público que la población progresivamente comenzó a manifestar (Arendt, 2006b: 231).
Para paliar este flagelo, viéndose influenciados por su propia experiencia como patriotas independentistas, hombres como Jefferson buscaron ampliar los espacios en donde los ciudadanos pudieran actuar políticamente, repitiendo el proceso emprendido en 1776 a escala local y dentro de parámetros que no erosionaran la nueva esfera pública entonces creada (Arendt, 2006b: 226). El tercer presidente de los Estados Unidos, a diferencia del resto de sus contemporáneos, entendió que el espíritu revolucionario no estaba adecuadamente protegido en la letra constitucional y propuso, luego de descartar la reemergencia periódica de la revolución, la existencia de un ward system, un mecanismo que crearía ámbitos locales de participación popular en todo el país[34] (Arendt, 2006b: 242-247). Esta innovación remite directamente a la cuestión de la representación, ya que de acuerdo al diseño constitucional sólo los gobernantes tenían garantizada la acción y la decisión sobre la cosa pública.
La trascendencia de este debate no es soslayada por Arendt (2006b: 228), quien estima que implica necesariamente “…una decisión sobre la dignidad del espacio público mismo”. Las soluciones frente al problema de la falta de participación política de los ciudadanos no electos para cargos públicos son básicamente dos: o se da lugar al mandato imperativo por el cual quien representa al elector se ve forzado a remitirse a lo expresado por este último en exclusividad o se permite al representante utilizar asimismo su propio criterio, capacidad y categorización de la agenda de temas a tratar.
Este dilema es insoluble (Arendt, 2006b: 229). Mientras que el primero aniquila por completo cualquier espacio de aparición e interacción, el segundo lo restringe a los funcionarios electos. Arendt (2006b: 229) entiende que la última alternativa es más próxima a la realidad pero que es igualmente deficiente porque el gobierno permanece como el privilegio de unos pocos, mientras que la mayoría solamente conserva el derecho de resistencia y revolución.
La opción preferida por la pensadora se desprende de la experiencia revolucionaria in toto, tanto dieciochesca como posterior. Mientras que en los EE.UU. los espacios de autogobierno [self-governing bodies] existían incluso antes del cambio de régimen político, en Francia y en las revoluciones sucesivas éstos van a generarse a partir de los procesos revolucionarios. El problema con estos ámbitos, con los clubes y sociedades populares [sociétés populaires], consistió en que fueron inmediatamente percibidos por los gobernantes como rivales por el poder (Arendt, 2006b: 231-233).
En base al principio unificador del Estado-Nación, por medio del cual se vislumbra a todo el cuerpo social como una masa homogénea que posee una idéntica voluntad, la existencia de una multiplicidad de instancias de debate y manifestación de opiniones a lo largo de la comunidad se percibe como una experiencia contrapuesta a la imagen de armonía y concordia automática que se espera alcanzar. En efecto, si la Nación es una e indivisible, el promover la expresión de diferentes puntos de vista no puede dejar de interpretarse como una actividad sediciosa, como una competencia desleal por el predominio del espacio público y como una exhortación a desconocer los pareceres consagrados por el aparato estatal.
Arendt (2006b: 233) estima que la nacionalidad cobró ímpetu a partir de las obras de Rousseau y que la idea recibirá su consagración máxima en los gobiernos de la Francia revolucionaria, en particular el de Robespierre. Éste ejemplifica perfectamente la contraposición entre la pretensión del gobernante a usufructuar un monopolio absoluto del poder frente al principio federal que establece que el mismo se encuentra distribuido a lo largo de todo el territorio en distintos niveles de aplicación, generación y acceso (municipal, distrital, provincial y nacional (Arendt, 2006b: 237-239).
Los métodos empleados por los Jacobinos para exterminar a los consejos comunales y las sociétés populaires fueron asimismo el modelo para sus sucesores en la idéntica tarea de aniquilar la participación ciudadana para así asegurarse el dominio supremo sobre el país (Arendt, 2006b: 238). Arendt (2006b: 239) entiende que es esta mecánica la que permite comprender el paso de un sistema de varias partes e intereses al de la dictadura unipartidista. La revolución, en la radicalidad y rapidez con la que transforma el panorama de la gestión de los asuntos públicos, permite que el proceso pueda ser encabezado por oportunistas que desean utilizarla para saciar su ambición de poder a expensas de aquellos verdaderamente interesados en materializar un auténtico cambio de régimen político y una extensión efectiva de las esferas participativas.
Además el carácter inesperado de los consejos, su emergencia espontánea en cada revolución (Arendt, 2006b: 241), denota su capacidad de eludir los controles y pautas de una gestión estatal centralizada que pretende regularlos ex post facto. Estas dos instancias que existen en paralelo reflejan la capacidad del proceso revolucionario para dar rienda suelta a la expresión de los dos extremos del arco político: la participación horizontal, autónomamente generada por la ciudadanía, y la dirección vertical de todo lo común por un gobernante.
Pero mientras que al parecer de Arendt la expansión de las asambleas y sociedades comunitarias locales no atenta en lo más mínimo contra la seguridad y la soberanía de una entidad estatal determinada, sino que en realidad la asienta y expande al construir nuevos puntos de emergencia de poder mancomunado, el one-party system sí desplaza por completo a las libertades y garantías cívicas esperadas en cualquier dispositivo administrativo que pretenda salvaguardar las posibilidades de generación del poder y de disfrute y ejercicio de la libertad política. Los principios unificadores proporcionados por el desarrollo del nacionalismo permiten acelerar el ritmo de la transición entre un sistema multipartidista y la dictadura del partido único (Arendt, 2006b: 258).
De allí que mientras que esta última alternativa simbolice necesariamente una versión que reedita el ejercicio de atributos tiránicos, aquella constituya por el contrario una nueva forma de gobierno (Arendt, 2006b: 247-248). El lamento de la teórica política por la falta de consideración hacia los consejos se fundamenta en que éstos complementan acabadamente lo explayado en La condición humana: así como la acción es la suprema facultad de la vida activa, estos espacios son los mejores en cuanto a permitir la aparición y el desenvolvimiento de aquella. Otro indicio de dicha connivencia es que estos órganos de deliberación ciudadana poseen una emergencia espontánea y no se remontan a tradición alguna de prácticas cívicas (Arendt, 2006b: 253-254), demostrando así cómo se equiparan al actuar al surgir sin requerir planificación previa[35].
Luego de las experiencias dieciochescas francesa y estadounidense los momentos importantes en los que se reeditó el recurso a las asambleas son la Comuna de París durante 1871 y sus organismos antecesores el año anterior; la revuelta de los Soviets en 1905 y 1917, esta última en el marco de la Revolución Rusa; el Rätesystem de Berlín y Baviera en los años 1918 y 1919 y el sistema concejal establecido en 1956 durante la Revolución Húngara[36] (Arendt, 2006b: 254).
La azarosa disposición de estas fechas y naciones demuestra que el recurso a la autoorganización horizontal en el marco de las revoluciones se debe a su expeditiva puesta en forma y a su utilización simultánea tanto como órganos de acción como de ordenamiento de la realidad comunitaria (Arendt, 2006b: 255). Su ausencia de requerimiento de membresía a entidad partidaria alguna establece otro punto de contradicción con los sistemas políticos contemporáneos, los cuales se basan en ese tipo de instancias mediadoras con la ciudadanía (Arendt, 2006b: 256-257).
Los consejos son espacios de libertad per se (Arendt, 2006b: 256), no requiriendo en consecuencia ningún otro aditamento institucional para que sus integrantes puedan participar políticamente. Esto implica un acceso directo al actuar, hecho que el simpatizar o apoyar a un partido político no garantiza en absoluto. La oposición entre ambas alternativas es reiteradamente señalada por la autora, quien incluso rechaza la mayor solidez relativa ofrecida por la variante bipartidista registrada en los EE.UU. y en el Reino Unido.
Esta última opción permite dotar de un reconocimiento efectivo a la oposición gubernamental, lo que aumenta asimismo la autoridad y estabilidad del sistema de gobierno en general (Arendt, 2006b: 259-260). Arendt (2006b: 260) infiere que el bipartidismo se mantiene al margen de los modernos defectos de la variante multipartidista (tales como una estructura oligárquica, la carencia de democracia interna y la mayor proclividad a devenir en totalitarismo entre otras) ya que en ésta las agrupaciones políticas poseen mucho más peso y relevancia que en aquél.
Sin embargo la oposición entre republicanos y demócratas o entre whigs y tories tampoco logra cumplimentar los criterios ambicionados por la democracia semi-directa à la Arendt. Los ciudadanos no toman parte del debate y la resolución de los asuntos públicos y lo que los representantes toman en consideración son los intereses del electorado, es decir de grupos significativos de votantes, dejando en el ostracismo tanto a las acciones como a las opiniones individuales de cada elector (Arendt, 2006b: 260).
El carácter colectivo de los grupos de interés esconde detrás de una fachada de legítima defensa de una causa común el desconocimiento de múltiples pareceres personales, de plurales modos de aproximarse a la esfera pública, los cuales son relegados, al igual que en las justificaciones teóricas de la democracia indirecta, en vista de la imposibilidad de debatir caso por caso en grandes poblaciones.
Los grupos de presión y los lobbies son las últimas herramientas que el ciudadano promedio de las democracias modernas posee para redirigir la atención de los funcionarios hacia sus aspiraciones. Y debido a que estas agrupaciones requieren del mayor número posible de integrantes a fin de captar la atención de aquellos sus causas deben obligatoriamente remitirse a cuestiones que sean el máximo común denominador de las inquietudes comunitarias (Arendt, 2006b: 261). Por eso, al momento de redactar On Revolution, Arendt no duda en endilgarle al sistema orquestado en torno al Estado de Bienestar el sacar provecho del panorama de casi completa indefensión de la ciudadanía frente al desinterés y la obliteración a la que se ve sometida en toda jornada que no sea electoral o conducente a próximos comicios[37].
Los gobernantes de los sistemas partidistas son de hecho una oligarquía, ya que su carácter democrático estriba en exclusividad en su dedicación al confort y la felicidad privada del electorado, mientras que la libertad y el ejercicio de la vida política permanece como su distintivo privilegio (Arendt, 2006b: 261). Y como la función principal del party es suministrar apoyo a grupos gubernamentales, encontrando conveniente así el transformar a los votantes en masas indiferenciadas para poder influenciarlos más eficientemente, su responsabilidad en la creación de rasgos que podrían conducir al totalitarismo es también mucho mayor que aquella asignable a la que ocasionarían los consejos en caso de hallarse en idéntica situación de predominio como método de organización de la vida política en general[38] (Arendt, 2006b: 262-263).
De esta manera los problemas principales de los actuales espacios públicos pertenecen al ámbito de la administración y del management, ya que el atender al dictado de las necesidades cobra primacía por sobre la acción política, ubicándose al margen de ésta e incluso de la actividad partidaria (Arendt, 2006b: 264). Para Arendt (2006b: 265-266; Arendt et.al., 1979: 316-322) es claro que una parte de las modernas gestiones estatales, aquella que responde a los intereses públicos, debe dedicarse a la solución de problemas administrativos, para los cuales los consejos probaron no ser tan aptos como los partidos.
Los public affairs, por otra parte, sí responden a los dictados del actuar, y aquí es en donde la ventaja comparativa revierte a favor de los espacios de deliberación y decisión conjunta. Sin embargo Arendt (2006b: 266) admite que en función de su incapacidad para tratar con lo burocrático y lo relativo a las necesidades, cuestiones que adquirirían más importancia a medida que se creaban las presentes sociedades de masas, el partido político, con su estructura oligárquica y su atención hacia estos temas, probó ser más exitoso y adaptado a la evolución de los acontecimientos que las asambleas y los councils.
Arendt (2006b: 267) explicita que esta deriva hacia la ingeniería institucional en Sobre la revolución se debe a su ofuscamiento para con las elites. Reconoce que la actividad política nunca ha sido y no será la forma de vida preferida por la multitud, por lo cual la restricción numérica de los gobernantes es un suceso obligado, pero se extraña igualmente ante el carácter oligárquico del gobierno del Welfare State, el cual le parece que debería ser más democrático (Arendt, 2006b: 267-268). Sostiene que el problema es la profesionalización de la política, la que al ser entendida como carrera introduce criterios a-políticos (monetarios, de prestigio social, etc.) que terminan alienando a los funcionarios de su dedicación por la acción (Arendt, 2006b: 269). Si a esto se le agrega la falta de espacios participativos a los que sumar el número total de personas verdaderamente interesadas en los public affairs, el escenario creado es el de una elite consagrada por el electorado antes que la ciudadanía misma gobernando para sí[39].
Los consejos, por el contrario, se basan en tres principios: a) la selección de los mejores para pertenecer a cada asamblea, b) la auto-selección entre iguales y c) la confianza personal entre todos los integrantes del cuerpo deliberativo debida a su igualdad (Arendt, 2006b: 270-271). A partir de estas bases es factible construir un esquema piramidal y federal en el cual se distribuyan las responsabilidades de acuerdo a la escala territorial (municipal, provincial, nacional) y a las cualidades de cada representante (Arendt, 2006b: 259, 270). Eso conduce a que el poder no se origine ni desde la cúspide de la pirámide y descienda hacia abajo, ni tampoco desde las bases hacia arriba. Por el contrario la generación de poderío no es unilateral, no le corresponde a uno solo de los polos del entramado comunitario, sino que se registra a lo largo de todos sus escalones organizativos[40] (Arendt, 2006b: 270; Arendt, 1972: 230).
Esto posibilitaría la selección de otra elite, sólo que en este caso ella estaría compuesta de absolutamente todos los interesados en la politicidad, dejando de lado exclusivamente a los que decidan apartarse de la misma por voluntad propia (Arendt, 2006b: 271-272). Con esta exhortación hacia la democracia “semi directa” Arendt espera poder reemplazar la oligarquía característica del sistema partidario y totalmente representativo por otra que estaría conformada por todos aquellos que quisieran pertenecer a la misma. Eso implica que la política continuaría siendo el asunto de unos pocos, mas de una forma más extensa que en el régimen del Estado de Bienestar, legitimada por el aval de quienes no desean involucrarse en ella (Arendt, 1972: 233).
Gracias a esta sugerencia final la teórica política espera sentar las bases de futuros intentos de refundación horizontales del espacio público, alentando la participación ciudadana que visualiza coartada y fuertemente restringida en la democracia representativa[41]. No obstante lo cual siete años más tarde, cuando publique su artículo sobre la desobediencia civil en la revista The New Yorker, explicará cómo ambas pueden coexistir. Es necesario entonces ocuparse de esta alternativa al cambio total propuesto por la revolución a los fines de encuadrar las vías arendtianas de acción política frente a contextos parcialmente adversos a la misma.
6.3. “Civil Disobedience”[42]
Entre 1963 y 1970 Hannah Arendt modificó su forma de comprender la disrupción política, transformando su visión sobre la intromisión de lo novedoso en el inter [homines] est (Arendt, 1998: 182), en el medio constituido entre los hombres, a fin de adecuarse a la realidad del dominio estatal tal como se manifestara en los regímenes democráticos de la segunda mitad del siglo XX.
En On Revolution se postulaba que eran escasos los espacios genuinos de participación en los cuales los hombres podían disfrutar plenamente del ejercicio de la facultad de la acción y que este tipo de experiencias se materializaba en contadas ocasiones en el transcurso de la historia universal (Arendt, 2006b: 254). La posibilidad que quedaba como única alternativa era someterse pasivamente a las instituciones gobernantes del momento, a sabiendas de que lo que allí se vivenciaba no era el auténtico fulgor de la polis sino más bien un fenómeno próximo a la burocracia kafkiana. Demás está decir que ésta era la realidad que prevalecía la mayor parte del tiempo, lo que implica que para la mayoría de la humanidad estaban vedados los verdaderos ámbitos cívicos.
Ahora bien, en poco más de un lustro Arendt altera esta concepción para postular, en el ensayo “Civil Disobedience”, una perspectiva diversa y menos dicotómica. Si en 1963 la polaridad civitas – apoliticismo era predominante, hacia 1970 el campo de posibilidades se amplia.
Como elemento primordial es notable que el rol del Estado como tal y la gama de interacciones que permite entre sus habitantes son considerablemente extendidos. Ya no se plantea que sea estrictamente necesario un espacio asambleario para tener una auténtica participación ciudadana, como sí se lo hacía en Sobre la revolución. Por el contrario es en la misma esfera pública de la democracia representativa en donde puede hallarse el entorno necesario para actuar con los otros.
De esta forma Arendt se inserta en forma mucho menos disruptiva con el orden legal del aparato estatal post-westfaliano clásico, tal como el mismo ha sido definido por Max Weber[43]. Por consiguiente y como se expondrá a posteriori la teórica de Hannover demuestra que su pensar estaba bastante alejado del protoanarquismo que los jóvenes de los años sesenta y setenta vislumbraron en su alabanza de los consejos revolucionarios (Arendt et.al., 1979: 326; Young-Bruehl, 2004: 404-405; Kateb, 1983b: 34), y que en realidad, tal como también lo expresara posteriormente en un coloquio sobre su obra que se realizase en Canadá (Arendt et.al., 1979: 316-322), lo que le interesaba era delimitar el campo de competencias específicamente políticas (frente a las sociales, económicas, etc.) en las cuales tanto el Estado como los ciudadanos se verían involucrados.
“Civil Disobedience” comienza remitiendo a un simposio cuya curioso interrogante inicial era saber si había muerto la ley. Arendt, frente a aquellos que condenaban las acciones de desobediencia civil tanto a nivel legal como moral, reprochando el fundamento que daban quienes las encabezaban para autojustificarse y validarse, plantea que esos dos planos no deben ser asociados.
Lo que se cuestiona en base al mayor o menor apego a una norma determinada no es por cierto su ligazón a una razón deontológica sino meramente jurídica (Arendt, 1972: 52). Acto seguido deja en claro que el problema que poseen los juristas cuando desean clasificar normativamente a este tipo de hechos disruptivos de la legalidad es considerarlos en base al, por colocarle una denominación proveniente de la epistemología, individualismo metodológico, ya que parten desde la presuposición que son los sujetos aislados, antes que su obrar conjunto, los que transgreden las leyes. Para la pensadora ello es un grave error, ya que se estaría equiparando al disobedient o con el objetor de conciencia o con aquél que desea probar la constitucionalidad de un determinado estatuto, cuando de hecho los mismos no podrían existir y sobrevivir por fuera de un grupo, a no ser que, desde la excentricidad, no le presten demasiada importancia a la efectividad de su reclamo (Arendt, 1972: 55).
En consecuencia siempre se hará referencia a una protesta concertada por una minoría organizada, la cual comparte una opinión común sobre lo que se visualiza como injusto que debe por consiguiente también ser calificado de igual forma por las leyes vigentes aún cuando la mayoría de la comunidad no sostenga este criterio. Los miembros de esta agrupación realizan un acuerdo entre sí (aquí sí es factible realizar analogías con aquellos que, en On Revolution, decidían fundar un nuevo espacio publico) lo cual los dota de una mayor convicción y fuerza para defender su causa (Arendt, 1972: 56).
Arendt nota que el problema para catalogar la civil disobedience como un acto colectivo responde no sólo a una base jurídica sino asimismo filosófica. Sostiene que a lo largo de la tradición del pensamiento occidental siempre se contempló exclusivamente al rebelde, tanto in foro conscientiae, es decir a nivel interno, como también en la vita activa. En este sentido son Sócrates y Henry David Thoreau los ejemplos paradigmáticos, los cuales sin embargo no son ilustrativos del verdadero actuar entre los seres humanos sino de los modos de efectuar reclamos ante las autoridades en forma atomizada. A tal efecto Arendt (1972: 58-60) manifiesta con énfasis que la conciencia es impolítica y su lugar de residencia es la vita contemplativa, no la activa. Éste es el argumento definitivo para descartar a aquellos que no casualmente sean denominados objetores de conciencia y que se ubican en un plano estrictamente personal en la búsqueda por ser buenos hombres, mas no, al parecer de la autora, buenos ciudadanos (Arendt, 1972: 62).
Los juristas tratan de llevar rápidamente a los individuos a los que acusan de desacato delante de un tribunal y es en función de esa déformation professionnelle que son más proclives a señalar objetores que desobedientes, lo cual implica ipso facto buscar factores conspirativos antes que asociativo/participativos (Arendt, 1972: 98-99) y asimismo malinterpretar protestas grupales como una conjunción casual de atomizados inconformistas antes que como una minoría organizada.
El principal problema por el cual se debe invalidar al objetor es que las reglas de conciencia son completamente negativas: prescriben lo que no debe hacerse a fin de no lastimar a otras personas y a los efectos de no tener remordimientos perdurables (Arendt, 1972: 63). De esta forma la evaluación de los propios actos es meramente interna y se confía en dos problemáticos supuestos, consistentes en que todos los hombres: a) encontrarán igualmente reprobables en términos morales las mismas situaciones y b) tendrán tal interés en sí mismos y en su continuo mejoramiento que, a partir de esta buena voluntad, será posible establecer la confianza mutua (Arendt, 1972: 64-65). Ambas creencias distan de reflejar fielmente lo que a ciencia cierta sucede.
Este planteo podría ser criticado al señalarse que toda toma de posición sobre una cuestión implicó previamente un debate interno sobre ésta. Ahora bien, una vez que se hace manifiesta la propia posición sobre una temática frente a los demás la misma deja de ser un pensamiento para transformarse en una opinión que en su carácter de tal no es diferenciable de otras opiniones en función de lo decidido in foro conscientiae, sino antes bien sólo a base del mayor número de aquellos que la convaliden. Éste es precisamente el carácter antiprivatista del posicionamiento propio, presente a fortiriori en el término “opinión pública”, que consiste en el flujo incesante de pareceres sobre incontable cantidad de tópicos relevantes para la comunidad (Arendt, 1972: 68). Por el contrario un juicio particular no rebasa la calificación de estado de ánimo (el cual también puede ser compartido por las masas) (Arendt, 2006b: 260-261). La publicidad del pensamiento es lo que automáticamente lo transporta de una dinámica estrictamente personal hacia otra por completo interactiva, permitiéndole subsecuentemente participar del juego de fuerzas en el que puede ser o no predominante respecto a otras interpretaciones.
Esto implica una correlación directa entre la “libertad de opinión” kantiana y la democracia. Su opuesto es la lealtad total, sustentada en la anulación de los cambios de parecer en función de la adhesión incondicional al movimiento, al partido o al Estado (Arendt, 1994a: 323-324), visible plenamente en la Alemania hitleriana y la Unión Soviética stalinista. Esto eleva aún más la índole democrático-republicana de la desobediencia civil, ya que por su carácter disidente impide la materialización de la dominación total característica del régimen totalitario, que busca reducir todas las diferencias existentes entre los hombres hasta producir una masa homogénea e indiferenciada que no posee capacidad volitiva alguna (Arendt, 1994a: 437-439), aun cuando al mismo tiempo se preserve un mínimo remanente de fuerza e incluso de poderío dentro de ciertas minorías a pesar de que las circunstancias sean desproporcionadamente adversas (Arendt, 2003: 45). Si bien es verdad que no todo impedimento a la protesta es de por sí antipluralista o proto-dictatorial, ello no es óbice para negar el embrión autocrático que podría estar latente en su interior.
Arendt explora luego si la justificación de estar dispuesto a someterse a la pena correspondiente es válida para aquellos que transgredan las normas en protesta contra alguna de éstas. A su parecer ello no es prueba de la seriedad del compromiso público de quien desobedece sino más bien indicio de reminiscencias religiosas, como el ideal de autosacrificio, que constituyen una muestra de fanatismo exacerbado y no permiten el intercambio de opiniones característico del ágora contemporánea (Arendt, 1972: 67).
La admonición arendtiana a examinar detenidamente a quienes protestan responde a su deseo de tomar seriamente a la desobediencia civil, lo que necesariamente implica estar atento a quienes podrían utilizar las apariencias de la misma para fines diversos a su naturaleza cívica. Por imaginar un escenario posible entre muchos otros una reivindicación puede ser impulsada por un solo individuo que, siendo suficientemente hábil como para atraer la adhesión de algunos de sus conciudadanos, decida cometer desmanes en base a la reivindicación de supuestas causas de interés comunitario.
Por otra parte, retornando a otra diferenciación relevante en torno al tópico, las dificultades de poder distinguir un verdadero proceso de desobediencia civil de aquél que se limita a ser un desacato ante la autoridad estriban en que este último caso pasó a ser, sobre todo durante las acciones del movimiento por los derechos de los afroamericanos así como en los conflictos de las universidades estadounidenses acontecidos durante la década del ’60 del siglo XX, un fenómeno de masas (Arendt, 1972: 69).
De allí la confusión por medio de la cual algunos juristas, al ver los efectos de los disturbios, los equipararon con la delincuencia común y corriente en función de la violación de las normas, identificándolos como las causas de la corrupción de las leyes. Nuevamente Arendt intenta establecer una diferenciación: mientras que la desobediencia civil atenta públicamente (Arendt, 1972: 75) contra una parte del orden político (lo cual hace inevitable que se erosionen asimismo ciertas disposiciones consagradas constitucional o legislativamente), la criminalidad se dirige exclusivamente y en privado (Arendt, 1972: 75) contra el aparato policial o represivo.
Como se ve en el esquema previamente delineado es una vez más la publicidad la que permite diferenciar una acción motivada por criterios cívicos de otra que, a pesar de hallarse igualmente hors la loi, sólo lo está en función de ventajas personales y privadas (ya sea en la acción criminal por los beneficios principalmente materiales o en la objeción de conciencia por la posibilidad de evitar la culpa y el remordimiento). Es tan clara a criterio de la autora esta separación que la misma sólo puede ser negada en base al prejuicio o a una mala predisposición (Arendt, 1972: 75).
El desobediente, en consecuencia, no es el free-rider (Elster, 1995: 26-28), no desea para su propio usufructo las ventajas inherentes a la elusión de la norma, sino que busca aumentar o mantener las garantías de un grupo de personas justificándose en el derecho al libre disenso, característica esencial de las democracias modernas (Arendt, 1972: 76).
Arendt entiende que los ciudadanos sólo recurren a la desobediencia civil cuando no poseen otro instrumento para que los gobernantes reparen efectivamente en la existencia, en primera instancia, y la justicia, en segundo lugar, de sus reclamos. Como se observará infra todo este proceso puede ser señalado como una disputa en torno al cambio: o bien alrededor de aquél que no se adopta desde el gobierno cuando es imperioso hacerlo, o bien en función del que sí es llevado a cabo por el poder de turno, pero por fuera de lo que se considera que es la tradición normativa de esa comunidad (Arendt, 1972: 74). Es decir que, si se lo desea plantear desde una perspectiva lineal, se desobedece para adelantar modificaciones no adoptadas o para preservar el statu quo ante lo que se percibe como nocivo para el régimen existente (Arendt, 1972: 75).
Además de estos motivos externos existe una razón en el plano de la inmanencia que también provoca el accionar de los desobedientes, consistente en la imposibilidad de convivir con ellos mismos si no defienden los principios deontológicos necesarios para evitar una disonancia cognitiva que les impida sostener una matriz identitaria común (Elster, 1995: 23). Tal como se lo describe en The Life of the Mind las personas se encuentran escindidas internamente en función de un modelo binario que Arendt (1978: 31) adscribe a la oposición entre el yo y el self, que posibilita el autocuestionamiento de las obras realizadas en pos de una prototípica concordancia de sí. Si este debate intrasubjetivo se anula, se da por finalizado con lo que en la terminología arendtiana representa el “dos en uno” (Arendt, 1978: 179-193), y en consecuencia se podrán cometer actos que están en completa contradicción con el sistema valorativo del individuo ya que éste renuncia a pensarse y a juzgarse[44].
Por el contrario es en base a la disposición al autocuestionamiento y la autorreflexión que es factible tanto el poder vivir en paz con uno mismo como con los demás (Arendt, 2003: 44), y es éste el factor inmanente que también, coadyuvado con los provenientes del exterior de sí, alienta la desobediencia civil.
Una vez abordado este punto ligado al tópico de La vida del espíritu, corresponde examinar un elemento importante: la violencia. Por el uso de la misma los desobedientes son identificados como rebeldes por quienes los critican, y por ello convendría, a fin de alejarlos aún más de los revolucionarios, adoptar plenamente su no utilización como principio generalizado[45]. No obstante lo cual Arendt repara en el hecho de que sí se comparte con la weltanschauung de la revolución el ideal de la transformación drástica del mundo, lo que representa un grave obstáculo a la total identificación con el pacifismo (Arendt, 1972: 77).
Aquí es donde la argumentación parece no sostenerse con tanta firmeza como en el resto del artículo, ya que a los efectos de justificar este posicionamiento la autora simplemente recuerda, antes de proseguir con otra faceta del problema, que el deseo de cambio decisivo era compartido por Gandhi y que, a pesar de ser el ejemplo paradigmático de la acción no violenta, no podría decirse que éste fuera respetuoso de las normas del Imperio Británico (Arendt, 1972: 77). Es decir que en estas breves líneas Arendt destruye tanto la abismal diferencia entre sus trabajos de 1963 y 1970, construida a lo largo de las primeras páginas de este último, como el llamamiento a la exclusión de la violencia de la esfera pública, brillantemente elaborado en su ensayo “On Violence” de 1969[46], es decir con muy poca diferencia temporal respecto al escrito que aborda la desobediencia civil.
Y precisamente es en Sobre la violencia en donde se pueden encontrar los elementos que posibilitan retrotraer a Arendt hacia lo que parece ser su posición principal sobre la cuestión. La única integrante de la vita activa que puede interrumpir el curso de la historia es la acción. La violencia también puede hacerlo (incluso en su expresión paradigmática: la guerra), pero sobre la base de la destrucción de la polis o de la secesión revolucionaria inicial que es imperiosa a fin de constituir un posterior espacio público normativamente regulado y pacificado (Arendt, 1972: 132). Esto implica que si la desobediencia civil aspira a integrarse a la politicidad debe estar desarmada, en función de que se inserta en el Estado desde su interior y no a partir de una exterioridad que lo cuestiona en su conjunto.
Asimismo, mientras que la violencia se sostiene en la calidad de los implementos técnicos con los que puede ejercerse, las instituciones políticas son legitimadas por la opinión ciudadana, por el poder que nace a partir de la agregación en conjunto de un gran número de voluntades que comparten un mismo criterio sobre lo público (Arendt, 1972: 140-141). Cuando esto no sucede comienza tanto la decadencia institucional como la disidencia, colectiva y organizada (desobediencia civil) o individual y desarticulada (criminalidad y objeción de conciencia en su modalidad conspirativa).
El problema reside en la pérdida del debido respeto que se le debe prestar a la autoridad, la cual necesita del reconocimiento incuestionado para ser obedecida (Arendt, 1972: 144). Cuando quienes ocupan los lugares de poder no están a la altura de sus funciones, su respetabilidad es insostenible y la violencia comienza a ser considerada como una opción por ambos bandos: los gobernantes porque no pueden resistir la tentación de utilizarla al no ser plenamente legítimos (Arendt, 1972: 184) y los gobernados en base a su creciente ímpetu contestatario.
La desobediencia civil es sólo la manifestación externa del descontento ciudadano y representa de hecho una fuga de la legitimidad con la que se sostiene a los representantes, los cuales de por sí ya se encuentran expuestos a un factor erosivo en función de la naturaleza de su cargo. Si a esto se le suma la persistencia de la inconformidad general y se desoyen las pacíficas reivindicaciones colectivas, la opción revolucionaria (per se violenta) dejará de ser un integrante más de la disyuntiva para ser la única alternativa, y la desintegración es, sin lugar a dudas, el único horizonte posible en tal dramático escenario (Arendt, 1972: 148).
La similaridad que presentan la solución revolucionaria y la desobediencia estriba en su origen común: la ira contra el gobierno, la rabia que surge ya sea en contra del cambio que no se encara o que no debe hacerse, ya sea cuando se ofende el sentido de justicia de un determinado grupo (Arendt, 1972: 160). Y como la violencia puede ocasionalmente reestablecer los patrones del ethos comunitario que se estiman ultrajados, a pesar de que Arendt remarca que la justicia por mano propia es antipolítica (Arendt, 1972: 161), la tentación para cruzar la línea entre la protesta pacífica y la rebelión es grande.
En directa oposición con lo que en “Civil Disobedience” se sostiene en lo tocante a las movilizaciones estudiantiles europeas de fines de los sixties, en “On Violence” Alemania y Francia son ejemplos (al igual que Berkeley o Chicago) de rebeliones civiles con expresiones de vehemencia y arrebato frente al poder policial. En la difícil empresa de contener lo incontenible Arendt trata de limitar la positividad de la Gewalt, a sabiendas de que el empleo de la misma tiende a pervertirla por completo. Para ello indica que sólo es efectiva cuando se la utiliza en el corto plazo, pero que ello igualmente incrementa en forma directamente proporcional el riesgo latente de alcanzar un mundo más violento (Arendt, 1972: 176-177). Este empeño arendtiano por limitar una pequeña apertura para la insurrección armada parece no obstante infructuoso. ¿Quién o quienes poseerán verdaderamente el talento ad hoc innegable para distribuir la violencia en las dosis homeopáticas requeridas a fin de ejercer un combate eficiente y simultáneamente no desnaturalizarlo ni a él ni a su resultado? Por más que la reforma sea un objetivo más frecuente que la revolución (Arendt, 1972: 176), lo que demuestra que incluso al apelar a recursos violentos la desobediencia civil no atenta contra todo el aparato instituido del Estado, el introducir la violencia en la res publica vicia la estricta oposición entre ésta y el poder que es primordial en la teoría arendtiana.
Además esta adición se revela como totalmente innecesaria. Tal como se lo ha afirmado y como a su vez se verá posteriormente, el desobediente no necesita de dispositivos de ninguna índole ya que sólo el apoyo de una minoría organizada le permite proceder con su manifestación en los espacios públicos que sean de su elección o agrado. En definitiva, en este intento por “arendtianizar” a la propia Arendt en un aspecto del debate que no había sido suficientemente delineado en “Civil Disobedience” se ha tratado de preservar la orientación general de la autora en lo relativo a la temática de la Gewalt: fuera del Estado cuando se desarrolla la rule of law y la verdadera vida política (“On Violence” y The Human Condition), y autorizada a instituirlo en caso de la fundación o la constitutio libertatis (On Revolution).
La gran transformación del siglo pasado implicó que por primera vez en la historia universal la velocidad del cambio de las personas sobrepasó a aquella que poseían las cosas del mundo (Arendt, 1972: 78). En ello reside un tremendo desafío a toda la estructura normativa que sostiene al Estado, ya que las leyes son el primer factor que permite estabilizar tanto el orden de las hombres como el de los objetos, regulando las interacciones a partir de un criterio determinado (étnico, territorial, etc.) que las dota de localidad (lo cual es un nuevo obstáculo para la posibilidad del establecimiento de una federación internacional con capacidad de coacción sobre sus miembros, a la manera kantiana (Arendt, 1972: 79; Kant, 2002).
Es este carácter espacial de la ley (Arendt, 2005: 129) el que fija y legaliza el cambio, pero sólo una vez que éste ha ocurrido, ya que la acción política es absolutamente imprevisible e imposible de regular desde su origen puesto que el mismo es la potencia que posee cada ser humano: “…su impulso proviene del comienzo iniciado en el mundo al momento de nuestro nacimiento y al que respondemos comenzando algo nuevo por nuestra propia iniciativa” (Arendt, 1998: 177).
Este elemento ontológico parecería obligar a Arendt a colocar toda modificación normativo-institucional por fuera del marco legal (Arendt, 1972: 80), ya que las transformaciones se producen en base a actos que todavía no han acontecido y que, precisamente en función de su naturaleza incognoscible e impredecible, no pueden ser ni anticipados ni por ende incorporados a ningún código jurídico. Esta noción de irredenta excepcionalidad (Kalyvas, 2008; Kateb, 2002: 135) debe sin embargo ser matizada, ya que lo que lo que la norma todavía no contempla no implica que no pueda ser, eventualmente, incorporado luego a la misma.
Arendt no comparte el criterio de una excepción primordial que permite identificar al soberano, à la Carl Schmitt (2001). En ese sentido quien detenta la soberanía no es quien decide sobre el estado de excepción sino más bien, y sólo a los efectos de continuar con la analogía schmittiana a pesar de utilizar un concepto bastante poco cercano a Arendt como la sovereignty, quien logra tipificar normativamente lo excepcional a fin de incorporarlo y subsumirlo a las leyes. Es para evitar el caos y la anarquía de la guerra civil y de los momentos liminares de la revolución que es realmente importante saber si las instituciones de la libertad están preparadas para incorporar y adaptarse al cambio paulatino[47] (Arendt, 1972: 82).
Y aquí es donde se produce lo que podría denominarse como “giro localista” en el desarrollo arendtiano, ya que la pensadora estima que el fenómeno de la desobediencia civil es esencialmente estadounidense en base a tres razones, de las cuales las dos primeras son manifiestamente espurias (Arendt, 1972: 83):
a) no se registra en otros países.
b) no existen vocablos para referirse al mismo en otros idiomas.
c) sólo la república americana es el único gobierno capaz de lidiar con el mismo de acuerdo al espíritu de sus leyes.
El primer punto queda deslegitimado inicialmente por la misma realidad histórica que era contemporánea al proceso de escritura del artículo analizado: las revueltas de París, Praga y la plaza de Tlatelolco, por poner los ejemplos principales y más divulgados, dan cuenta que el desafiar a un gobierno en la vía pública no es una acción estrictamente norteamericana.
Es verdad que el entusiasmo de Arendt por estos procesos proviene de las revueltas de 1965 en las universidades de Berkeley y Chicago en contra de la guerra de Vietnam (Prinz, 2001: 245, 249), en donde observó cómo el liderazgo no era encabezado por el “populacho” sino por estudiantes que conducían debates en donde todos su participantes eran tratados en forma igualitaria (Prinz, 2001: 249). En 1966 apoyará los motivos de quienes ocuparon el edificio principal de la última casa de altos estudios mencionada, mas no a su accionar[48] (Prinz, 2001: 252-253).
En consecuencia ¿por qué no le es factible extender este grado de apoyo hacia quienes se encuentran batallando por catapultar “la imaginación al poder” en el Viejo Continente? Principalmente por el mismo motivo por el que se insertaba un principio de acción en el totalitarismo: la ideología.
Cuando un sistema lógico de ideas no es creído al pie de la letra por la población es entonces inofensivo. Pero cuando sí es sostenido como válido y le es otorgado un poder omnisciente esta última se encuentra perdida, ya que en función de la lógica todo puede ser explicado a partir de deducciones de la premisa más destacada del conjunto. A partir de allí es posible dotar de sentido a absolutamente todo elemento existente en el orden real o en el simbólico, más allá que dicha significación tenga o no algún viso de veracidad (Arendt, 1994a: 457-458). Es esta subversión fenomenológica lo que le indica a Arendt, como se expuso previamente en éste y en el primer capítulo, que cualquier núcleo ideológico posee in nuce un embrión totalitario capaz de ser eventualmente desplegado.
Es por esto que desconfía de los disturbios acontecidos tanto en Alemania como en Francia en vista de las teorías que los conducen, arraigadas en la izquierda socialista y comunista, debido a que no son exactas en el diagnóstico de las cuestiones acuciantes de la época, y en vez de inducir a sus instigadores a criticar controversias locales los transportan a escenarios lejanos como Vietnam o Irán en el cual ningún cuestionamiento resulta políticamente incorrecto. Sólo la desesperación y la inconformidad, no el verdadero civismo que mueve a los estadounidenses, se encuentran detrás de quienes proclaman “seamos realistas, pidamos lo imposible” (Prinz, 2001: 260-261). La virulencia altamente ideologizada es por ende la potencial victimaria de la desobediencia civil. El maleficio de los “ismos” es lo que puede dañar de manera irremediable al movimiento estudiantil estadounidense, portavoz, como se verá luego, de la tradición asociativa proveniente desde la época de los founding fathers (Arendt, 1972: 98).
En lo referido al inciso b) la traducción casi literal del término a otras lenguas (como el español, el francés, el italiano o el portugués) o su correspondencia estricta con otros vocablos correspondientes al fenómeno (como el alemán) hace reflexionar sobre las causas por las cuales Arendt sostuvo esta posición. Lamentablemente a partir de lo que puede hallarse en este escrito no es posible hallar otra explicación que la preeminencia que el contexto circundante cobró en el proceso de escritura.
En efecto el descontento que las administraciones de Johnson y Nixon inspiraron en el matrimonio Arendt-Blücher (Prinz, 2001: 244, 263, 274-275, 287) evidentemente acrecentó el ardor de sus posturas obnubilando, en función del fulgor de la política partidaria, evidencias difícilmente despreciables. Sin embargo su análisis guarda coherencia en lo concerniente a la fundamentación del tercer componente de su “giro localista”. Es con vistas a l’esprit des lois americaines que Arendt entiende que la protección de las libertades está efectivamente garantizada debido a que éstas se sostienen no en una enmienda constitucional específica (de las cuales la más pertinente para el caso es la primera) sino en el ánimo con el que los antiguos colonos crearon, defendieron y preservaron sus instituciones civiles (Arendt, 1972: 83).
Eso es lo que a su parecer puede justificar el establecimiento de un “nicho constitucional” (Arendt, 1972: 83-84) para la desobediencia civil, ya que este acontecimiento sería análogo nada menos que a la fundación de la República. Arendt no percibe que exista una contradicción en el proceso de constitucionalización de una acción que erosionaría en potencia algún componente del tejido normativo que esa misma norma fundamental avala. Es más, precisamente es esa inclusión la que permite que la excepción se normalice y que el vector de cambio quede definitivamente fijado a alguna institución gubernamental (Arendt, 1972: 99), perdiendo su radicalidad nociva pero manteniendo su potencial transformador[49]. Este modelo híbrido de ingeniería política (no extraño por otra parte en una pensadora que intentó elaborar un sistema federal de consejos participativos como modo de gobierno) preserva la libertatis, una vez que la misma ha sido constituida, de la agresión de cualquier integrante de esa comunidad particular.
Para ello es necesario realizar otra operación: diferenciar qué tipo de consentimiento es el que inspira a esa nación. Para ello Arendt ataca parte del núcleo de la tradición contractualista clásica sosteniendo que la solución kantiano-roussoniana al problema de la obligación, consistente en la libre aceptación del dominio del soberano mediante el acuerdo inicial y la posterior cesión de algunos de sus derechos, no es un verdadero reflejo de lo que anima a The United States of America (Arendt, 1972: 84).
A la inversa es en la participación continua y en el compromiso con las cuestiones públicas en donde se encuentra el corazón normativo de los Estados Unidos. Es allí en donde el contrato social dejó de ser una mera hipótesis para reificarse en convenios y acuerdos existentes desde el desembarco del Mayflower hasta la Declaration of Independence, pasando por la autonomía de las trece colonias (Arendt, 1972: 85, 87).
Arendt señala que es esta tercera variedad horizontal de pacto consocietario (frente a la teocracia bíblica y el dominio verticalista del soberano sobre sus súbditos en el Leviatán hobbesiano) la que posibilita que sea preservada la independencia de la sociedad frente al gobierno, aún cuando se hayan cercenado ciertas atribuciones individuales, ya que la acción colectiva les permitirá a los sujetos generar en la esfera pública un poder mayor al que cedieran en primera instancia y utilizarlo incluso en contra del government (Arendt, 1972: 86-87). Para Arendt es entonces el autor del Segundo tratado sobre el gobierno civil (Locke, 2002) el que ha influido en los constituyentes reunidos en Pennsylvania en el modo especial en que se ha mantenido incólume la defensa de las libertades civiles y políticas[50].
Establecida esta apreciación es simple conectar la defensa lockeano-arendtiana de la sociedad presente en la Constitution con la desobediencia civil. Todas las personas nacen en una comunidad dada, y en tanto acepten continuar viviendo en la misma una vez que se hallan en pleno uso de sus facultades y habilidades manifiestan un consentimiento tácito hacia sus valores y concepciones de vida (denominado por Tocqueville como consensus universalis (citado en Arendt, 1972: 88). Este asentimiento permite el disenso ya que es completamente diferente de la aceptación de normas o medidas de gobierno específicas[51].
Cuando este diseño comunitario-institucional se combina con una situación en la cual las agrupaciones partidarias son maquinarias burocráticas sin visos de representatividad y cuando las instituciones recortan en forma creciente los espacios participativos esenciales para la manifestación de los votantes y el ejercicio de sus derechos cívicos (como se describe en On Revolution) lo que se obtiene es una crisis constitucional en la que sus protagonistas son tanto el desacuerdo como la reticencia a continuar ratificando la aceptación tácita de la existencia de la comunidad como tal (Arendt, 1972: 89), lo que a los efectos de la governance implica un desafío de relevancia capital. Esto es una proclama de que ya no se desea continuar perteneciendo a la misma sociedad por la que los representantes electos pretenden haber sido consagrados en sus cargos, lo que puede a ciencia cierta llegar a ser una guerra civil. Es también la prueba de que la conciliación de las diferencias y el respeto a las minorías no se llevó a cabo en la vida pública por los canales establecidos a tal efecto[52].
Es este avasallamiento de los grupos minoritarios el que motivará una apreciación con ribetes rousseaunianos, ya que Arendt (1972: 92) especifica que el contrato en su versión horizontal implica precisamente el consenso de todos los integrantes y no de una mayoría de los mismos[53], a pesar de que Locke (quien, como se lo señalara anteriormente, inspira según su criterio esa visión igualitaria de la comunidad) estableciera exclusivamente este último principio como punto de partida de la salida del estado de naturaleza: “…cualquier sociedad política no es sino el consentimiento de una pluralidad de hombres libres que aceptan la regla de la mayoría, para unirse e incorporarse a tal sociedad” (Locke, 2002: 72). Es evidente que las condiciones que inspiraron la elaboración de ambas teorías distaban de ser idénticas, lo que causó que Arendt recuperase selectivamente ciertos aspectos presentes en el Second Essay Concerning the True Original Extent and End of Civil Government[54] que le eran de utilidad e interés.
Lo cierto es que hacia el final del ensayo Arendt en definitiva recurrirá a sí misma en auxilio de su postura. En efecto, al igual que en La condición humana (Arendt, 1998: 243-247), serán las promesas las que obren como garantía eminente de la persistencia de los valores de la fundación del espacio público con el transcurrir de los años. Las autoridades constituidas fallan en su empeño por cumplimentar esa esencial tarea, y eso es lo que asienta las bases para el surgimiento de un vector peligrosamente corrosivo del orden público: la decepción crónica (Arendt, 1972: 93).
Ésto no debe leerse en el sentido de una nostalgia arendtiana por una disipada comunidad orgánica establecida en un pasado idílico. Al contrario, frente a visiones integristas de la nación es el lazo moral del ciudadano con las leyes el que debe rescatarse en los comienzos de la vida independiente de las trece colonias (Arendt, 1972: 94). Ese igualitarismo debe ampliarse a fin de evitar que grupos entonces excluidos a pesar de estar presentes puedan finalmente incorporarse al padrón de ciudadanos de pleno derecho. Es el sostenimiento en el mundo actual de segregaciones establecidas de facto a fines del siglo XVIII lo que es manifiestamente ultrajante para los sectores marginados.
Arendt recupera la alabanza de las asociaciones voluntarias plasmada por Alexis de Tocqueville (2005) en De la démocratie en Amérique, definiéndolas como organizaciones ad-hoc dirigidas a objetivos cortoplacistas por completo diferentes a los partidos políticos (Arendt, 1972: 95). La asociación es la única manera que el ciudadano corriente posee para perseguir la realización de algunas de sus ambiciones y es este factor, visible en las manifestaciones contra la guerra de Vietnam en la ciudad de Washington, el que mantiene a los Estados Unidos conectado con su esprit (Arendt, 1972: 95). Sólo así pueden generarse nuevas fuentes de poder colectivo en donde los hombres disfruten de la felicidad de lo público a partir de inéditos espacios de participación mancomunada[55].
Y aquí es donde se encuentra la sentencia más trascendente del ensayo de Crises of the Republic: la desobediencia civil es la expresión más reciente de las asociaciones voluntarias, hallándose en contacto directo con las tradiciones primordiales del país (Arendt, 1972: 96). A fin de aumentar la polémica Arendt estima que también los lobbies, los grupos de presión, son reconocidos en su faceta asociativa y en cuanto tales les debe ser concedido el derecho a tener enviados a la capital nacional a fin de dialogar con los representantes electos de los poderes republicanos en pos de mantener la defensa de sus intereses[56] (Arendt, 1972: 96). En ese sentido el razonamiento arendtiano sugeriría el siguiente interrogante: ¿por qué quienes hacen uso legítimo del derecho colectivo de protesta en la vía pública deben ser criminalizados u observados en sentido diferente? ¿No es acaso la libertad de asociación un mecanismo contemplado tanto por Tocqueville como por Stuart Mill (1985) para evitar la tiranía de las mayorías (Arendt, 1972: 97)? ¿No podría definirse a quienes componen las manifestaciones como minorías organizadas (Arendt, 1972: 98) en vista de la colectividad de su reclamo?
Retomando su innovación institucional hacia el final del ensayo Arendt entiende que para evitar el desgaste que el Poder Ejecutivo y el Judicial puedan tener al tratar de impedir las movilizaciones masivas, lo que aunado a la inoperancia de determinados gobiernos coyunturales derivaría en una emergencia cívico-nacional de gran escala, es imperioso el otorgarle a los desobedientes el status de otros grupos minoritarios, teniendo por lo tanto una presencia continua como contralor de los gobernantes avalada en algún segmento de la Constitución (Arendt, 1972: 101-102). De no hacerlo el desarraigo y la soledad (Arendt, 1994a: 474-478), en oposición al interactuar y generar poder con los otros, serán el primer resultado visible.
6.4. Conclusión
Uno de los elementos que permite reconocer las divergencias existentes entre los dos métodos de participación pública explorados en este capítulo se halla en On Revolution, cuando se sostiene que la violencia es la “violación deliberada de todas las leyes de la sociedad civil” (Arendt, 2006b: 82) y cuando se diferencia entre revolución y sedición, entendiendo a esta última como un acto ubicado en contra del ordenamiento del Estado per se, sin una intención posterior de recrear una nueva organización política una vez que se han dejado de acatar las normas reguladoras comunes y que se ha recurrido a la violencia como instrumento de presión sobre los gobernantes (Arendt, 2006b: 106).
La desobediencia civil no respondería ni a un hecho completamente violento ni a una sedición, ya que no se caracteriza por ser completamente violenta, por buscar anular todo el ordenamiento legal de una sociedad dada o por querer derrocar a un gobierno particular. Por el contrario aspira a cambiar normativas puntuales con las que no concuerda pero que bajo ningún punto de vista pueden ser un gran número, ya que de lo contrario sí se buscaría transformar la positividad legal existente (y ergo la comunidad política que las acata) por otra.
La civil disobedience no aspira a fundar un nuevo espacio comunitario. A diferencia de la revolución no busca idear una constitución (Arendt, 2006b: 116) sino simplemente el alterar algunos aspectos que piensa que son ignorados en la misma (o en la normativa que le es subsidiaria), que no se llevan a cabo o que ya no responden a la realidad vivenciada por los ciudadanos.
De esta forma la moderación y la aspiración a una revisión parcial de la legalidad son sus marcas distintivas. La violencia no es su recurso principal ya que se sostiene en el poder mancomunado de quienes deciden emplearla como método de protesta y de llamado de atención a las autoridades. Eso permitiría ubicarla dentro del esquema institucional republicano, en el cual cada instancia busca tanto ser una fuente de poder como controlar y limitar el poderío de las otras (Arendt, 2006b: 142).
Por eso Arendt (1972: 83-84) propone la creación de un “nicho constitucional” para garantizar y regular el ejercicio de la desobediencia. A su criterio el carácter erosivo de la misma para con el Estado de Derecho no sería tal, sirviendo en cambio para apuntalar las garantías que este último por diversos motivos o no puede o prefiere no defender.
Las desestabilizaciones del imperio de la ley pueden darse en cualquier momento y lugar. El problema para las autoridades es que a veces las mismas pueden deberse no a un mero afán especulador o contrario al sistema político en general sino a un espíritu reformista que se halle motivado por el deseo de mejorar las instituciones existentes. Arendt permite entender la gradación de estas experiencias. En Sobre la revolución considera que toda la autoridad se basa en la opinión y que la revolución consiste en un rechazo universal a obedecer expresado espontánea e inesperadamente (Arendt, 2006b: 220). También deduce que en un sistema partidista y representativo, en el cual solamente gobierna una elite de políticos profesionales, el único resabio de poder que posee la ciudadanía es el derecho de resistencia y revolución (Arendt, 2006b: 229).
Pero ambas percepciones se dirigen sólo a iluminar lo que sucede en un caso extremo. Si la revolución es una negativa generalizada a acatar lo dispuesto por las normas, la desobediencia civil es una negación reducida y acotada de algunas de estas últimas, sin pretender necesariamente el cambio de todo el gobierno o del régimen político.
Y frente a la Arendt de 1963 que contemplaba que los individuos debían resistir al poder o encabezar la transformación del mismo y de las reglas de funcionamiento del espacio público, la Arendt de 1970 estima, en tono más conciliatorio con la democracia representativa de masas, que no es necesario soportar todas las iniciativas gubernamentales hasta que ya no se esté de acuerdo con nada de lo ordenado y se busque una metamorfosis total de lo público, sino que al desobedecer es posible inspirar modificaciones sobre lo comúnmente reglado y sancionado.
De hecho en On Revolution existen indicios de lo que sería la opinión vertida en el artículo escrito siete años más tarde. En aquella obra se enuncia cómo los Federalistas y Montesquieu estaban convencidos de que solamente el poder contrarresta al poder y que por eso el fin de las tiranías se basa en que fomentan la impotencia de la ciudadanía y, en consecuencia, su propia falta de poderío. Estas cavilaciones los conducen, así como a la propia autora, a sostener que en el marco de un Estado de derecho la última palabra la tiene la ciudadanía, no la positividad legal: “Las leyes, por su parte, siempre se encuentran en peligro de ser abolidas por el poder de la mayoría, y en un conflicto entre la ley y el poder muy raramente es la ley la que emerge victoriosa” (Arendt, 2006b: 142; Arendt, 2003: 38).
Es decir que la legalidad está siempre supeditada a la voluntad ciudadana. Ésta no está constantemente esclarecida sobre lo que desea, y los procesos por los cuales delibera sobre un cambio legal pueden ser más o menos turbulentos. A diferencia de la volonté general rousseauniana la ciudadanía no opera como un conjunto homogéneo y siempre concordante consigo mismo sino que está en constante cambio y mutación, lo que provoca modificaciones regulares de su ordenamiento normativo que pueden darse de manera paulatina o drástica. La opinión sobre un régimen o un representante no necesariamente se desplaza de la aprobación a la desaprobación total sino que existen matices y graduaciones en el electorado que posibilitan que éste concuerde en ciertos puntos y disienta en otros. El discrepar sobre algunas disposiciones vigentes no debería llevar al paroxismo revolucionario.
El que una minoría derrotada en las instancias republicanamente consagradas pueda igualmente continuar expresando su disenso dentro de los parámetros democráticamente aceptados de protesta, sin que ésta busque anular o corroer las bases de la normatividad vigente sino que se dedique a intentar revertir lo que se ha formalmente aprobado o ratificado mediante una apelación a la opinión pública en general es para Arendt un derecho inalienable de la polis contemporánea, un elemento que permite que quien se encuentre en inferioridad numérica y quien disienta frente a lo avalado por la mayor parte de la ciudadanía pueda igualmente manifestar su parecer, aún por fuera de los canales institucionales destinados a funcionar a tal efecto en la cotidianeidad.
Los ciudadanos no necesitan permanentemente expresarse por medio de sus representantes. Sus opiniones, a diferencia de sus intereses, le son eminentemente personales e intrínsecas, por lo que los funcionarios electos nunca acabarán por reflejarlas adecuadamente por entero. Por ello no es necesario remitirse a la resistencia o a la revolución como las únicas herramientas a las que un individuo puede recurrir en caso que sienta que la mayor parte de la sociedad o todos los poderes estatales se han pronunciado en su contra. Si esta persona no quiere exiliarse de esta comunidad ni tampoco reformarla totalmente y aspira a continuar exponiendo públicamente sus pareceres, incluso sobre asuntos dejados de lado por sus representantes, aún continúa poseyendo una opción a tal fin.
Como se sostiene en On Revolution “…el dominio de la opinión pública pone en peligro incluso la opinión de aquellos pocos que pueden tener la fuerza de no compartirla” (Arendt, 2006b: 217). ¿Cuáles son las garantías que poseen la supervivencia y el mejoramiento de la democracia si no se les da voz y visibilidad a quienes se ven relegados por las preferencias mayoritarias del voto popular o a quienes son ignorados por aquellos encumbrados en el poder?
Mientras que en On Liberty John Stuart Mill buscaba resguardar al individuo de las presiones societarias sobre su comportamiento en privado, incluyendo actos que no causen perjuicio alguno a la sociedad, Hannah Arendt trata primero en Sobre la revolución y luego en el artículo “Desobediencia civil” de proteger los derechos políticos de participación de las minorías. Arendt es conciente que las libertades positivas, además de las negativas, también deben ser resguardadas. Si el gobierno o la opinión pública que lo sostiene no tolera el más mínimo grado de disenso ni dentro ni fuera de las instituciones públicas la persona o el colectivo minoritario se ve forzado a escapar de esa situación mediante la simulación, la evasión a otra comunidad que permita mayores libertades, la rebelión o el comienzo de la gesta revolucionaria.
Pero si la protesta y el no acatamiento circunstancial y acotado a algunas leyes son tolerados quienes tengan la decisión de contradecir el dictum mayoritario podrán hacerlo libremente[57]. La desobediencia civil caracteriza así la expresión de la disidencia dentro de la democracia, régimen político que a diferencia de la dictadura, la tiranía y el totalitarismo no rechaza la existencia de la pluralidad y su rol como punto de partida ineludible de la vida política.
- La edición del artículo utilizada en este trabajo responde a la de la publicación The Journal of Politics, en razón de ser el lugar donde apareciera por primera vez ante la opinión pública así como también porque solamente se registran divergencias menores en cuanto a la redacción en la versión incorporada a OT en 1958. ↵
- Idéntica exageración retórica será propuesta luego como explicación de su asignación exclusiva de la desobediencia civil a la experiencia de la democracia estadounidense contemporánea.↵
- Las otras dos actividades que el totalitarismo busca suprimir son la libertad de pensamiento y la representación de intereses (Arendt, 1958b: 33). La autora destaca por una parte que sería ingenuo pensar que la preocupación de los estudiantes e intelectuales por aquella era compartida por el resto de la población húngara como la principal razón para rebelarse contra la dominación soviética (Arendt, 1958b: 26), y también muestra la facilidad con la que es posible implementar la censura y el control de lo que se piensa una vez que la libertad política ha sido exterminada (Arendt, 1958b: 33). Ambos comentarios son empleados para demostrar la preeminencia fáctica de la acción sobre el pensar, no para indicar una superioridad tout court de aquella sobre éste. Arendt (1958b: 34) deja explícitamente asentado que el terror, si bien sólo puede ser desarticulado por el actuar, paraliza aún más severamente al pensamiento, lo cual no deja de ser deplorable y negativo no solamente a nivel político sino también a efectos generales. ↵
- En Los orígenes del totalitarismo, en razón de la dificultad de revisar la obra por completo en base a lo expuesto en La condición humana, Arendt agregó un prefacio y modificó el epílogo y la disposición interna de ciertas secciones (Young-Bruehl, 2004: 285). El último capítulo, “Ideología y terror”, reemplaza a las anteriores “Concluding remarks” y al ser añadido con posterioridad a la escritura de THC busca precisamente desarrollar el tema de los nuevos comienzos y del nacimiento. Al respecto el artículo aquí abordado “Totalitarian Imperialsm: Reflections on the Hungarian Revolution” también procura remedar semejante carencia, ya que aplica las categorías abordadas en THC (labor, trabajo y acción) al fenómeno totalitario en general y a la experiencia húngara de 1956 en particular. Es asimismo un indicador de esta intención el hecho de que el artículo fuera publicado en 1958, el mismo año de la primera edición de The Human Condition, en primer lugar en una revista y posteriormente como epílogo de la primera reedición revisada de OT, demostrando el deseo arendtiano por aplicar lo plasmado en la obra publicada a fines de la década del cincuenta a aquella que apareciera a comienzos del mismo decenio. Como lo sostiene la biógrafa de Arendt Elisabeth Young-Bruehl (2004: 280): “La historiadora de Los orígenes del totalitarismo se convirtió, durante los años ’50, en una filósofa política”. Si bien es exagerado inscribir a la autora de aquella obra por completo dentro de la disciplina historiográfica, sí es acertado adjudicarle una mayor dedicación a la experiencia histórica en la obra de 1951 y un posterior acercamiento a la political theory producido luego de la publicación de THC (Young-Bruehl, 2004: 283), tal como se sostiene en el capítulo previo. ↵
- En TLM se aclara que los revolucionarios son aquellos adversos a una reforma gradual de un viejo orden, guiados por pensamientos utópico-radicales o por la fuerza de las circunstancias (Arendt, 1978b: 205). En “The Concept of History” se expone que, junto con la promulgación de la Constitución de los EE.UU., la revolución política es el evento más importante de la historia política moderna (Arendt, 2006c: 81). En The Promise of Politics la revolución y la guerra son designados como los elementos más influyentes del siglo XX (Arendt, 2005b: 191).↵
- A comienzos del capítulo cuarto de OR Arendt (2006b: 133) aclara que la rebelión tiende sólo a la liberación, mientras que la revolución es la única que verdaderamente garantiza el establecimiento duradero de lo inédito del proceso de creación de un nuevo espacio político mediante el diseño constitucional. La rebelión y la liberación son por completo fútiles sin este final. En marzo de 1953, diferenciándola de la revolución, había vinculado a la rebelión con la tiranía, entendiendo que el rebelde desea imponer su voluntad sobre los demás, anticipando el despotismo del tirano y permaneciendo en la impotencia, es decir por fuera de la creación colectiva del poder (Arendt, 2006d: 305). En “What is Authority” Arendt (2006c: 139-141) critica a Maquiavelo, Robespierre y Lenin, entre otros, por proponer que una revolución puede hacerse ex nihilo, a la manera de la fabricación, justificando el empleo de medios violentos en pos del fin superior que acabarían brindando, y sostiene que no le extraña que en base a ese modelo todos los intentos revolucionarios gestados a partir de 1789 hayan fracasado. En 1962, en su participación en el simposio “The Cold War and the West” y en sintonía con lo que dirá en OR, sostuvo que la liberación de la necesidad debe acompañarse de la fundación de un nuevo espacio público que posibilite el ejercicio y disfrute de la libertad (Arendt, 1962b: 16). En el mismo texto vuelve a criticar el empeño de la Revolución Francesa por resolver la cuestión social mediante la política, a diferencia de lo acontecido en EE.UU., y propone que sus equivalentes en el siglo XX son el caso cubano para aquella y el húngaro para este último (Arendt, 1962b: 19-20), manteniendo así la ilustración de sus puntos de vista sobre la gesta revolucionaria mediante un ejemplo y un contraejemplo. En 1968, en el artículo “Is America by Nature a Violent Society?”, Arendt (1968b) reitera que la violencia no era una característica primordial de la American Revolution, que no puede generar poder sino solamente más violencia y que el potencial de poder yace en las acciones organizadas y no violentas. Para una solución a la aporía entre medios y fines, mediada por la noción de meta [goal] véase Arendt (2005b: 198). Sobre la imposibilidad de que una revolución asegure por siempre a la institucionalidad pública, véase Arendt (2007a: 174). Para una diferenciación que rescata parte de la violencia al distinguirla del mal tout court véase Arendt (1972: 155). Véase asimismo Arendt (1972: 105-106, 117; 1998a: 228). Esposito (1999: 61) señala la “…aporía constitutiva de una concepción dirigida a derivar una política no violenta de un origen constitutivamente violento”, en tanto que Hilb, denominando el empeño arendtiano como una “crítica política de la violencia” (Hilb, 2000: 77), se pregunta cuánto poderío efectivo le resta a un poder no estratégico pacificado (Hilb, 2000: 104). ↵
- Lo que es acabadamente ilustrado en la obra de John Stuart Mill (1985) On Liberty. Más adelante Arendt (2006b: 134) apunta que todas las libertades salvaguardadas por el gobierno constitucional son de esta índole, prometiendo no una participación en los asuntos tratados por el gobierno sino una protección contra este último. ↵
- “Desde que la revolución le hubiera abierto las puertas del espacio político a los pobres, éste en efecto se había convertido en “social” (Arendt, 2006b: 81). En “Tradition and The Modern Age” Arendt (2006c: 31) dice que tanto la Revolución Industrial como la Francesa ayudaron a que la labor ascendiera al más alto rango dentro de la vida activa del hombre. En un coloquio sobre la Revolución Rusa llevado a cabo en 1967 ratificó que ningún proceso revolucionario había sido concretado por las clases sociales más bajas (Arendt, 1969b: 449).↵
- Sin embargo Arendt (2006b: 60) lamenta, en esta y en otras partes de la obra, el uso final que se le diera a la libertad en los EE.UU., ya que a su criterio cuando los pobres pudieron acceder a la riqueza en vez de utilizar el tiempo libre para intentar dar lo mejor de sí y cobrar notoriedad cívica se dedicaron a derrocharla en un frenesí materialista idéntico al del resto de las clases sociales, acostumbradas a saciar su aburrimiento alternativamente en el consumo y en el despliegue del mismo ante la mirada de los demás (anulando así al mismo tiempo la distinción entre vida privada y social).↵
- El único resquemor en la conciencia de esos hombres no estaba dado por la pobreza sino por la esclavitud, por la certidumbre de la incompatibilidad completa entre esta última y las libertades que ellos deseaban instaurar para la posteridad (Arendt, 2006b: 61). ↵
- Basándose en una noción de virtud entendida no en el sentido romano de propugnar la libertad en la res publica sino en promover la solidaridad con las necesidades materiales más acuciantes de los representados (Arendt, 2006b: 65).↵
- Arendt (2006b: 76) describe como la compasión elimina la distancia entre los hombres, lo que equivale a aniquilar el inter homines esse, el espacio público de aparición. En “What is Freedom?” Arendt (2006c: 162) ya había repudiado el asentamiento rousseauniano de la libertad en la voluntad.↵
- Arendt (2006b: 69) conecta en relación directa en esta instancia a Rousseau y a Robespierre, postulando que “el Terror” estaría inspirado en las teorías desplegadas por aquél. Más adelante cita aprobatoriamente una biografía de Robespierre que señala que éste había “experimentado en carne propia una revelación del rousseaunismo” (Arendt, 2006b: 111), indica que la voluntad general puede adjudicarse por igual a ambos (Arendt, 2006b: 175) y que Robespierre es uno de los discípulos jacobinos de Rousseau (Arendt, 2006b: 233). Además a su criterio Rousseau, al deleitarse en las veleidades de la intimidad, promovió la emergencia de la sensibilidad moderna, en la cual tienen un rol destacado tanto la solidaridad, como principio que guía la acción, como la piedad (entendida como sentimiento) (Arendt, 2006b: 78-79). Ambas se relacionan estrechamente con la compasión, pero mientras que la solidaridad no representa un gran riesgo para lo público, la piedad “posee una capacidad mayor para la crueldad que la crueldad misma (Arendt, 2006b: 79). Finalmente Arendt (2006b: 115) opina que todos los philosophes de la Ilustración no tuvieron relevancia para la historia de la filosofía, careciendo de la originalidad que sus predecesores inmediatos desplegaron en el pensamiento político. Contrástese con el rol que Rousseau cumple, explícita e implícitamente, en el ensayo “Civil Disobedience”, analizado en el siguiente apartado del capítulo. Existen otras críticas al ginebrino en la bibliografía arendtiana, de las cuales quizás la más conspicua sea la confesión a Karl Jaspers de que Rousseau no le agradaba pero que se debía conocerlo por su importancia política (Arendt y Jaspers, 1992: 594). Véase asimismo Tassin (2007c).↵
- Arendt (2006b: 83) aclara que para ellos “…el dominio de la opinión pública era una forma de tiranía”.↵
- Si bien Arendt aclara que dicho “instrumento” no será empleado hasta la Revolución Rusa, sí deja en claro la conexión implícita que existe entre ésta y la Revolución Francesa, sobre todo luego del Terreur de Robespierre.↵
- Para un profundo análisis del proceso de purga de los elementos nocivos o parasitarios de la sociedad entendida en tanto conjunto corpóreo véase Lefort (1990). ↵
- En un coloquio sobre la Revolución Rusa Arendt (1969b: 179) comentó que la creación de una nueva legitimidad es la cuestión central de cualquier revolución.↵
- Frente a esta ambición de protección legal universal de la persona se hallan ejemplos contrapuestos presentes en Los orígenes del totalitarismo. En primera instancia los judíos en los Estados-Nación europeos carecieron, durante varias centurias, de las garantías que gozaban los ciudadanos de pleno derecho. En segundo lugar se hallan los refugiados apátridas que no gozaban en absoluto de derechos y que en consecuencia podían ser fácilmente expulsados o trasladados de una nación a otra. Y por último se encuentran los prisioneros de los campos de concentración totalitarios, quienes sufrían no una sino tres muertes sucesivas, una de las cuales incluía el perder su personalidad legal (Arendt, 1994a: 11-53, 267-302, 437-459). ↵
- “Los hombres de la Revolución Francesa, al no saber distinguir entre violencia y poder, abrieron el espacio político a esta fuerza natural y prepolítica de la multitud y fueron arrastrados por la misma, de la misma manera que el rey y los antiguos poderes habían sido arrastrados anteriormente” (Arendt, 2006b: 173).↵
- Idéntica distinción será planteada en el caso de la desobediencia civil, como se expone en el siguiente apartado del capítulo. ↵
- Cuando en “Thoughts on Politics and Revolution” Arendt (1972: 203) haga referencia al movimiento estudiantil de protesta dirá que éste redescubrió la felicidad pública tal como era entendida en el siglo XVIII, en tanto participación en la vida cívica que permite explorar una faceta hasta entonces insospechada de la existencia y que contribuye a la felicidad total de los sujetos. ↵
- Arendt (2006b: 112-113) pone especial detalle en diferenciar a estos “hombres de letras” [hommes de lettres] de los intelectuales contemporáneos. Aquellos se dedicaron con afán a la teoría política porque no dudaban que ésta pudiera guiarlos en la práctica. Éstos, por el contrario, son quienes protagonizan las actuales maquinarias burocrático-administrativas del Estado, manteniendo sus tareas en secreto. Los hommes de lettres se oponían a que los asuntos públicos se mantuvieran ocultos, deseando involucrarse en los mismos. Esta posibilidad en general les estaba vedada en el continente europeo, por lo que buscaron reemplazar esa actividad con participaciones de renombre en los salones sociales e intelectuales dieciochescos. Su insatisfacción con respecto a la vida en estos ámbitos los llevó en ocasiones a refugiarse en la vida privada. De allí que en parte se sintieran similares a las clases bajas, ya que ambos estaban relegados a la oscuridad política (Arendt, 2006b: 115-116). ↵
- De allí que Arendt (2006b: 119) se extrañe del lapsus por el cual en la Declaración de Independencia de los EE.UU. se hable de la prosecución de la felicidad, a secas, en vez de hacerlo sobre la felicidad pública. Este error será más tarde lamentado entre otros por Thomas Jefferson. A juicio de la autora sólo John Adams pudo haber advertido tempranamente la contradicción existente entre la defensa del bienestar personal y la promoción del espíritu cívico y la dedicación a los asuntos comunes (Arendt, 2006b: 119-120).↵
- Arendt (2006b: 137) acota que las catorce constituciones sancionadas en Francia entre 1789 y 1875 hicieron que esa palabra perdiera todo el sentido que alguna vez albergó.↵
- “Power can be stopped and still be kept intact only by power…” (Arendt, 2006b: 142, cursivas en el original).↵
- La democracia de masas del moderno Estado-Nación tiende a buscar su legitimación en la voluntad única que presupone el último término de la díada, a pesar de que no exista, a juicio de la autora, nada más fluctuante que la voluntad (Arendt, 2006b: 154-155). Aquí también residen las críticas a la volonté generale rousseauniana, que pretende erigir como modo de dominación al fantasma irrealizable de una volición única colectiva. Estas apreciaciones anticipan las descripciones de la volición presentes en “What is Freedom?” (Arendt, 2006c: 150-151) y en The Life of the Mind, en donde esta facultad es caracterizada por una gran tensión interna entre el querer y el no querer lindante con la irresolución, como se ha detallado en el capítulo precedente (Arendt, 1978b: 38-39, 70-71, 82-83, 89, 95-96).↵
- El principio de organización del sistema de los consejos no debe confundirse con el origen de la generación del poder en el mismo, el cual está distribuido equitativamente en todos sus niveles. Aquél por el contrario se basa en estructurar las bases locales de participación para ir progresivamente evolucionando hasta dar lugar a la creación de un Parlamento nacional (Arendt, 1972: 232). ↵
- La autora da por supuesto que la elaboración piramidal y progresiva de una autoridad nacional en contraposición a otra que es creada directamente por el consentimiento ciudadano carecerá de motivos, estímulos y oportunidades para avasallar a las instancias que se le encuentren supeditadas. ↵
- Y aclara que a partir de los terribles sucesos que se evidenciaron en el siglo XX, cometidos por personas que perdieron la fe en un Dios vengativo o en una vida ultraterrena, no se puede reprochar la actitud de los hombres de fines del siglo XVIII. Al respecto véase las notas 13 y 42 correspondiente al primer capítulo en donde se expone el debate que Arendt mantuvo con Eric Voegelin sobre esta temática. En “What is Authority?” apunta que en la era moderna se redescubre la utilidad de la religión para la autoridad secular. Los revolucionarios utilizan referencias a estados futuros, transmundanos e incognoscibles para justificar la implementación de sus iniciativas (Arendt, 2006c: 134), lo que lleva a que en TLM sean calificados como pragmáticos y prácticos (Arendt, 1978b: 209) porque esa operación no proviene de “…ninguna fe dogmática en el “Dios vengador” sino de la desconfianza de la naturaleza del hombre” (Arendt, 2006c: 134). Arendt también comenta que la autoridad, en la República y el Imperio Romanos, era derivativa, proveniendo siempre de los fundadores (Arendt, 2006b: 122-124). En “Truth and Politics” se deduce cómo a partir de un principio aparentemente explicatorio por sí mismo como “sostenemos estas verdades como autoevidentes” se oculta un “nosotros” que delibera sobre el contenido de estas máximas hasta alcanzar un acuerdo sobre las mismas (Arendt, 2006c: 242). Tassin (2004b: 130-132) infiere que frente a la autoevidencia de ciertas verdades era necesario además añadir una declaración pública de las mismas para así terminar de consagrar su evidencia en particular y, en la coyuntura revolucionaria, el derecho a tener derechos en general. ↵
- En base a este impacto diferenciado para Tassin (2007a) el espíritu de la tradición ha quizás sido mejor preservado y mantenido en la herencia de la Revolución Francesa.↵
- En Los orígenes del totalitarismo, como se ha mencionado en el primer capítulo, se hayan idénticas apreciaciones sobre el tema (Arendt, 1994a: 460-479).↵
- Una vez más es posible ver aquí las tendencias que finalmente, junto con otras, cristalizarían en los regímenes totalitarios.↵
- Arendt (2006b: 221) estima que la opinión es importante para proceder posteriormente a la formación de juicios sobre los asuntos públicos mediante su debate razonado. En 1970 en “Thoughts on Politics and Revolution” sostuvo que el rol de los consejos es permitir que cada participante exprese su punto de vista y escuche el de los demás, posibilitando una “formación racional de opinión” a través del intercambio de las mismas (Arendt, 1972: 233). ↵
- Arendt (2006b: 245, cursivas en el original) escribe que de acuerdo a Jefferson “…la constitución le había otorgado todo el poder a los ciudadanos sin darles la oportunidad de ser republicanos y de actuar como ciudadanos. En otras palabras el peligro consistía en que todo el poder le había sido dado al pueblo en su carácter privado y que no había un espacio establecido para ellos en su condición de ciudadanos”. ↵
- Lo que, como se ha comentado en el apartado previo, ya había dejado en claro en 1958 en el artículo “Totalitarian Imperialism”.↵
- En la entrevista denominada “Thoughts on Politics and Revolucion”, llevada a cabo en 1970, Arendt (1972: 231) agrega la experiencia de los Räte en Austria luego de la Primera Guerra Mundial, en paralelo con lo que sucedía en simultáneo en Alemania. Curiosamente dicho precedente había sido incorporado al artículo de 1958 “Totalitarian Imperialism” pero fue omitido en On Revolution, en donde tampoco se reitera la alusión a las revueltas europeas de 1848 (Arendt, 1958: 28). En 1972 la autora estimó que el council system nunca fue implementado en la práctica (Arendt et.al., 1979: 327). Probablemente hiciera referencia a su falta de adopción como sistema efectivo de gobierno en un plazo mayor a la brevedad con que fue utilizado en todas las experiencias citadas ut supra como antecedentes. Eso también explicaría porqué en la conferencia titulada “Poder y violencia” sostuvo, en la parte destinada a las preguntas, que no se sabe si el sistema de los consejos funcionaría de ser implementado porque el sistema de partidos, al no desear desaparecer, siempre lo derrotó (Arendt, S/A). Bernstein (1996a: 118-119) asigna una vital importancia como antecedente del interés de Arendt por los consejos y asambleas a su pensamiento acerca de la forma política a adoptar en el Estado judío, desarrollado durante los años ’30 y ’40.↵
- Además de estas causas de índole teórica Arendt se concebía como el centro de una campaña de desprestigio hacia su persona organizada por diversos grupos de interés de la comunidad judía mundial que rechazaban los planteos presentes en Eichmann en Jerusalén, lo cual incrementaba su rechazo a los mismos (Young-Bruehl, 2004: 394). ↵
- Aquí se halla una conexión con el rol desempeñado por la sociedad de masas en tanto elemento necesario (mas por supuesto no suficiente) para la eventual emergencia del totalitarismo, tal como fuera expresado en el primer capítulo. ↵
- En una carta a Jaspers del 19 de febrero de 1966 Arendt manifiesta su entusiasmo por las posibilidades cívicas otorgadas por la televisión, al comentar su observación de una transmisión del Comité de Relaciones Exteriores del Senado en la que se interrogó al Secretario de Estado Dean Rusk: “Este dispositivo tecnológico le infunde nuevamente significado a la democracia en esta era de masas, un significado que nunca antes había tenido: toda la población puede participar en deliberaciones como éstas, es invitada a participar de la manera más directa” (Arendt y Jaspers, 1992: 627). Arendt no volverá a pronunciarse sobre las alternativas posibles que la evolución técnica de los medios de comunicación de masas presenta para los regímenes democráticos contemporáneos.↵
- En OR Arendt, como se ha citado, procede a sustraer el modelo piramidal de su aplicación exclusiva por parte de los gobiernos tiránicos, tópico ya abordado en “What is Authority?”, publicado por primera vez en 1958 (Arendt, 2006c: 98-99; Young-Bruehl, 2004: 542).↵
- Si bien en 1970 en “Thoughts on Politics and Revolution” Arendt (1972: 231-233) asume la posibilidad que su propuesta permanezca en el terreno de la utopía no descarta que igualmente sea factible construir un Estado basado en los consejos [council-state]. En 1972 Arendt (Arendt et.al., 1979: 326) sostiene no estar en absoluto al tanto de su tendencia al utopismo, en tanto que en el último apartado de The Life of the Mind esboza una mordaz crítica contra esta tendencia (Arendt, 1978b: 196). Klusmeyer (2008: 125) sugiere que el realismo arendtiano era tal que le adjudicó tendencias utópicas y abstractas a la tradición realista moderna. Gellner (1993: 84) asigna su entusiasmo por el sistema de los consejos a su afición por el movimiento romántico. Canovan (1978: 8, 11) entiende que la tendencia utópica arendtiana es patente en La condición humana, en donde se busca evadir un mundo moderno corrupto y vulgar al que se condena moralmente, y que Arendt demuestra una tensión continua entre el realismo político y la vida contemplativa (Canovan, 1995: 12). Bernstein (1991: 284) resalta que el pensamiento político arendtiano experimentó una radicalización a partir de OR, en tanto que Villa (2002: 14) descarta que éste pueda ser agrupado con quienes proponen una democracia directa o radical. Enegrén (1994: 86-87) postula una matización del radicalismo al sostener que si “…la teoría de Arendt es antiestatalista y libertaria, no es de ningún modo anarquista en el sentido fuerte”. Para Smith (2010: 106) la pensadora es al mismo tiempo una institucionalista defensora del imperio de la ley y una agonista antiinstitucionalista o demócrata radical. Horowitz (1989: 510; 2002: 238-239) la denomina “conservadora revolucionaria”, ya que ve tanto los puntos positivos como los negativos de las revoluciones, algo expuesto en términos similares por Young-Bruehl (2004: xx, 210), mientras que Aldea (2006: 101-102), siguiendo a Birulés, la califica como “conservadora-anarquista” por combinar una crítica a la penetración socioeconómica de lo político con otra referida a la envergadura del domino estatal. Kateb (1997b: 184) absolutiza este último punto calificándola como “antiestatal”, en tanto que Collin (2001: 88), por las mismas razones, la aleja de la teoría democrática y de la soberanía popular, esfuerzo que es replicado por Wolin (1983) y por el propio Kateb (1997a) (aún cuando en 1983 hubiera aproximado a la autora al moderno gobierno representativo (Kateb, 1983a: 24). Claramente la diversidad de estas clasificaciones sobrepasa con mucho aquello que la propia autora precisara sobre sí.↵
- Esta sección es una versión revisada y extendida del segmento correspondiente a Arendt en Ilivitzky (2011).↵
- “Por estado debe entenderse un instituto político de actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro administrativo mantenga con éxito la pretensión al monopolio legítimo de la coacción física para el mantenimiento del orden vigente” (Weber, 2008: 43-44, cursivas en el original). Para una posición adversa a esta interpretación véase Dubiel (1997: 21).↵
- Tal como se ha aclarado en el capítulo precedente. ↵
- Como apunta Lafer (1994: 263) el desobediente no es un rebelde “…porque no se coloca, arendtianamente, en rebeldía frente al proceso de generación de poder…”.↵
- Respaldando lo presentado al respecto en THC (Arendt, 1998: 26-27, 31-32, 179-180, 200-203, 228).↵
- Hacia el final de “What is Authority?” Arendt (2006c: 139-141) asigna el surgimiento de las revoluciones a circunstancias de emergencia. ↵
- Kateb (1983a: 107), al igual de Prinz, deduce que Arendt trata de “americanizar” la desobediencia civil tanto porque intentaba comprometerse más con los EE.UU. a nivel personal como por apoyar y fomentar un mayor respeto a los desobedientes civiles en la opinión pública estadounidense. ↵
- Como propone Honig (1997: 174) Arendt era partidaria de una “estabilidad desordenada” que posibilitara la protesta y el cambio en el seno de un desarrollo institucional continuo y pacífico. Smith (2010: 106) adscribe a la autora al patriotismo constitucional, al incorporar al disenso y a la desobediencia civil dentro a la institucionalidad legalmente establecida, no teniendo una función ni revolucionaria ni contrarevolucionaria, sino de reconstitución constante del espacio y la participación públicos. Bernstein (2010: 115) dice que en toda fundación revolucionaria está implicita una constante refundación de lo creado (lo cual es tildado por Luban (1979: 86) como “ocasionalismo revolucionario”), siendo ésta la verdadera razón de aquella (Bernstein, 2010: 126-127) al aumentar y revelar la autoridad originaria en la actualidad. Sin embargo tanto este intérprete como Smith llevan al extremo el momento fundacional y contestatario, alejándose de los preceptos arendtianos. Smith (2010: 106) plantea que solamente la contestación y la movilización popular pueden preservar la continuidad constitucional, en tanto que para Bernstein (2010: 127) la revolución y la desobediencia civil son estructuralmente idénticas, siendo ésta el análogo de aquella que ocurre al interior de las democracias constitucionales contemporáneas. Mientras que el primer planteo desconoce por completo el rol de la participación cotidiana en la esfera pública mediante la acción y el discurso, sin necesidad de recurrir a ningún tipo de desafío al orden establecido, el segundo ignora que, a pesar de las semejanzas entre ambos fenómenos, la civil disobedience nunca busca un cambio total del Estado de Derecho vigente, sino transformaciones puntuales en ciertos elementos de éste, de allí que su radicalidad e impacto sean no solamente menores que la revolution sino que se ubiquen en un registro diferente. Ello obviamente no implica negar su relevancia, sino asignarla a una escala proporcionada a sus dimensiones y ambiciones en lugar de fundirla indistintamente con la revolución. Canovan (2002: 419) presenta además otro elemento para suavizar las posturas de Smith y Bernstein, comentando que solamente al olvidar la experiencia arendtiana del nazismo puede vérsela “…como la santa patrona de la acción directa, dándole la bienvenida a cada irrupción de la población en las calles”. Kateb (1983a: 143) es manifiestamente adverso a la proposición arendtiana del “nicho constitucional”, apuntando que la autora debería haberse limitado a sugerir que las autoridades tengan una alta complacencia y tolerancia a las actividades de los desobedientes, es decir que no los repriman, castiguen o desarticulen a menos que se generen disturbios violentos de envergadura. Por el contrario, al constitucionalizar la civil disobedience se propiciaría que los funcionarios respetasen menos el ordenamiento legal del Estado, disminuyendo simultáneamente el sentido, la seriedad y el heroísmo de esta actividad y atentando gravemente contra el principio de la mayoría gracias a una protección constitucional a tal efecto (Kateb, 1983a: 143; 1983b: 55-56).↵
- Sin embargo Mundo (2003: 43) propone que la desobediencia civil puede sustentarse en la máxima sapere aude, la cual exalta el pensar por uno mismo y era característica de la era iluminista para Kant, lo que posibilitaría la persistencia de este autor en tanto influencia de la visión de la teórica política sobre los procesos abordados en el presente capítulo. El reconocimiento arendtiano hacia Locke se contrapone a la ausencia del mismo que, según Enegrén (1994: 72-73), se evidencia en OR. ↵
- En el artículo de 1964 “Personal Responsibility under Dictatorship” Arendt (2003: 46-48) plasma esta concepción, aclarando que los gobiernos se sostienen en el consentimiento de sus ciudadanos por lo que éstos no solamente acatan sus mandatos sino que apoyan su misma existencia y funcionamiento. A su criterio la falacia estriba en la equiparación del consent con la obediencia, cuando en realidad esta última no es más que un subproducto de la aquiescencia del representado para con el sistema político en general. En The Life of the Mind vuelve a exponerse este planteo, aclarando que el “nosotros” que emerge cuando los hombres viven juntos puede constituirse “…de muchas maneras diferentes, todas las cuales descansan en última instancia en alguna forma de consentimiento”, siendo la obediencia solamente el modo más común de su manifestación, así como “…la desobediencia es el modo de disenso más común y menos dañino” (Arendt, 1978b: 200-201). Véase asimismo Arendt (1972: 148). Como apunta Lafer (1994: 29) la desobediencia civil no es un rechazo sino una reafirmación de la obligación política, en tanto que Jacobson (1983: 138) recuerda que el consenso y el disenso son interdependientes, no opuestos. En consonancia con lo anterior Kateb (1983a: 136) indica que es la misma posibilidad del disenso la que potencia el significado y los alcances del consenso. Tassin (2007c: 11) apunta a que lo paradojal de la situación estriba en que un pueblo destituyente cuente con un poder constituyente. Ya en 1951 en Los orígenes del totalitarismo Arendt (1994a: 126) había rechazado que pudiera haber un Estado-Nación universal en vista de la imposibilidad de expandir indefinidamente el consentimiento genuino que lo funda. Sartori (2003: 170, cursivas en el original) por el contrario estima que el tacit consent es una falacia: “…un sistema político funciona como si fuese aceptado, sin que haya que suponer un estado mental de “aceptación”, y mucho menos una intención de aceptarlo. La aceptación de un sistema o régimen es en vasta medida preterintencional, por decirlo así”. Arendt rechaza la obediencia ciega en repetidas oportunidades. En EJ lo hace a fin de que ningún acusado de participar en los crímenes del nazismo pueda escudarse en sus superiores (Arendt, 2006a: 136). En Introducción a la política (Arendt, 2005b: 165) la vinculará por una parte a la guerra y a situaciones ajenas a la politicidad (algo ratificado en “What is Authority” (Arendt, 2006c: 105), mientras que luego asimilará el acatamiento a las leyes en la polis a la relación entre el amo y el esclavo, en tanto inobjetable e irremovible (Arendt, 2005b: 182). En “What is Authority” diferencia a la autoridad de la violencia, aclarando que aquella no la necesita para obtener obediencia (Arendt, 2006c: 92-93, 102-103), relatando como tanto Platon como Aristóteles recurrieron a experiencias pre-políticas para fundamentar sus teorías de la obligación en la esfera pública (Arendt, 2006c: 106, 111, 118, 159). En “Tradition and the Modern Age” se aclara cómo los griegos comparaban favorablemente su modelo de obediencia política, obtenido mediante la persuasión, con aquél de los bárbaros, basado en la fuerza y la violencia (Arendt, 2006c: 22-23). Hansen (1993: 122) radicaliza innecesariamente la postura aquí abordada al postular que para la autora el ciudadano verdadero no obedece. Véase también Arendt (1972: 221).↵
- Para la autora en los EE.UU. los afroamericanos (Negroes) y los habitantes originarios de Norteamérica (Indians) están facultados a desobedecer públicamente debido a que fueron sido víctimas de una exclusión tácita del consenso de idénticas características (Arendt, 1972: 90-91). Los intentos de integrarlos dentro de la comunidad originariamente admitida son percibidos como deshonestos, lo cual motiva las prácticas violentas del movimiento Black Power (Arendt, 1972: 92) que lo ubican en la frontera entre la desobediencia civil y la toma de armas.↵
- Estas reflexiones poseen una prolongada presencia en el pensamiento de la autora, ya que en septiembre de 1952 escribe en el Diario Filosófico: “La justicia presupone siempre un «consenso». Por eso es un concepto tan eminentemente político. El castigo por el delito es un acto de justicia por cuanto el delincuente explícita o implícitamente juzga su conducta como delito, o sea, está de acuerdo con sus jueces en torno a lo que es un delito en la sociedad humana. Si se rompe este «consenso», el castigo se convierte en un acto de venganza, o de legítima defensa, o de interés de una mayoría…” (Arendt, 2006d: 233). Nótese cómo ya estaban presentes a comienzos de la década del cincuenta, es decir casi veinte años antes de “Civil Disobedience”, la problemática del consenso universal versus la posición mayoritaria frente a la cuestion de la justicia y la obediencia a las leyes.↵
- Lo curioso es que lo haga en base a una valoración de la unanimidad política análoga en parte a la que se halla en Du Contrat Social sin citar a quien lo redactase. En efecto es allí donde existe también una apreciación del tacit consent (Rousseau, 1993: 106) sustentada en que la residencia en un Estado implica asentir con sus policies y en donde a su vez puede observarse que, si bien el principio de la mayoría es adoptado en los debates, el mismo debe estar supeditado al de la voluntad general para preservar la libertad de todos, caso contrario se degenerará en la tiranía (Rousseau, 1993: 107). Ello se debe a que la soberanía es indivisible y la volonté général es su principal expresión (Rousseau, 1993: 26-28). Además Rousseau hace una vívida exhortación a tratar de alcanzar la unanimidad en cuestiones de vital importancia para la comunidad (Rousseau, 1993: 108) y remarca que, al menos para colocar el principio mayoritario como mecanismo de decisión, no ha debido haber objeción alguna en su contra (Rousseau, 1993: 13-14). El rechazo a mencionar explícitamente al pensador ginebrino debe buscarse en las reticencias que Arendt poseía frente a su figura, visibles en los argumentos presentes en On Revolution que se han indicado previamente en la nota 355. ↵
- Esta es la faceta más proactiva que el pensamiento arendtiano concede a la disidencia política legítima, si bien extrema. Su contracara es la exaltación de la no cooperación o no participación como una forma de resistencia, como se detalla en “Personal Responsibility Under Dictatorship” (Arendt, 2005c: 155), a partir de la cual pueden crearse posteriores asociaciones que nucleen a los resistentes, como el caso de los estadounidenses que no querían combatir en la guerra de Vietnam. Este planteo es menos excluyente que aquél presentado en “Civil Disobedience” ya que permite que los objetores de conciencia, al sumarse a un proyecto colectivo que presente en común sus motivos de queja, puedan pasar a desarrollar una acción política en vez de una protesta individual. ↵
- Contrástese con las expresiones de desprecio a los lobbies y los grupos de interés registradas en OR (Arendt, 2006b: 261) para tener una nueva muestra tanto de la pérdida de radicalidad de la crítica arendtiana a la democracia de masas contemporánea como de un mayor ánimo de contemporización con los elementos característicos de la misma que pueden paliar la falta de espacios participativos. En un coloquio sobre su obra llevado a cabo en 1972 Arendt (Arendt et.al., 1979: 332) volvió a referirse a los grupos de interés como elementos en parte imprescindibles del diseño democrático pero que deben ser contrarrestados con espacios destinados a la formación y el intercambio de opiniones, algo que a su criterio los founding fathers entendieron al remitir a aquellos a la Cámara de Representantes mientras que el Senado era el encargado de dirigir el debate en base a opinions. ↵
- Este escenario es uno más moderado que aquél planteado por la autora en el artículo de 1964 “Personal Responsibility under Dictatorship”, en donde enuncia que si dentro de un régimen que demanda obediencia absoluta como el totalitarismo una persona o un grupo reducido comienza por desobedecer ciertas órdenes esa actitud podría llevar a una desobediencia generalizada por parte de la sociedad en pleno que acabaría destruyendo por completo a la opresión gubernamental: “…quienes no participan en la vida pública en el marco de una dictadura son aquellos que rechazaron apoyarla al retraerse de aquellos puestos de “responsabilidad” en donde se requiere dicho apoyo, dándole el nombre de obediencia. Y sólo nos toma un momento imaginar qué podría pasarle a cualquiera de estas formas de gobierno [las no democráticas] si el suficiente número de personas actuase “irresponsablemente” negándole su apoyo, incluso sin incurrir en la resistencia activa o en la rebelión, para comprender cuán efectiva podría ser este tipo de arma. De hecho esta es una de las muchas variantes de la acción no violenta y de resistencia ―por ejemplo el poder potencial de la desobediencia civil― que se encuentran bajo discusión y análisis en nuestro siglo” (Arendt, 2003:47-48, cursivas en el original). Demás está decir que, además de la referencia a un modo de gobierno dictatorial, tiránico o totalitario y no a uno democrático, la alusión aquí referida es igualmente de ardua materialización práctica también en aquellos regímenes políticos. Arendt vincula muy brevemente ese tipo de maniobra política con la desobediencia civil ya que, como se ha expuesto, recién elaboraría su teoría sobre esta última seis años más tarde. Como se lo mostrase en el tercer capítulo también es posible hallar en esta referencia lazos con las apreciaciones sobre la desobediencia incorporadas previamente en EJ. ↵