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3 Las reformas agrarias del indigenismo estatal en Bolivia (1953) y Perú (1969)

Carolina Andrea Zarzuri[1]

Introducción

El presente artículo tiene como objetivo aproximarnos a las diversas dinámicas y articulaciones que existieron entre el campesinado indio y los procesos de Reformas Agrarias que tuvieron lugar, en 1953, en Bolivia y, en 1969, en Perú. Para ello partiremos de la premisa según la cual las Reformas Agrarias son procesos que eliminan o disminuyen las áreas de autonomía productiva cultural y política de los indios. Sostendremos además que las Reformas Agrarias constituyen un aspecto medular dentro de la estructura del Indigenismo Estatal, dado que se presentan como políticas que contribuyen a imponer la matriz occidental capitalista sobre la matriz ancestral indígena (usos y costumbres que tienen las comunidades). Por consiguiente, el despliegue de las Reformas Agrarias quedó íntimamente ligado a la puja de matrices culturales y a los denominados “procesos de modernización” que se desarrollaron en estos países andinos durante los gobiernos de Víctor Paz Estenssoro y de Juan Velasco Alvarado, respectivamente. Decimos esto porque pensamos que los indios son portadores de su propia acumulación política e histórica y poseen demandas y reivindicaciones que tienen el mismo status que las emanadas del Estado, como es el caso de las Reformas.

Pese a la constitución desigual de los estados de Bolivia y Perú, ambos comparten el hecho de contar en su territorio con una gran presencia india con demandas e intereses abiertamente contrapuestos a los estatales. Por ello, el conflicto entre los estados y los indios se expresó con gran fuerza en la región, dejando al descubierto las dificultades de construir un proyecto nacional según lo dictaban los cánones de la matriz occidental capitalista. En definitiva, la relación entre los estados estudiados y el indio ha sido una historia de integración sesgada, puesto que los indios no fueron considerados en calidad de sujetos políticos y sólo fueron considerados parte de la sociedad nacional si abdicaban de su historia y su cultura. Es decir, si los indios hubieran sido tomados como representantes de culturas con el mismo peso que la occidental, no habría sido necesario procurar su modernización, puesto que eran culturas modernas, aunque distintas de la moderna occidental. El indigenismo estatal analizado propuso una acción integradora que suponía, desde sus bases, superioridad con respecto a la sociedad que pretendía incorporar.

La Reforma Agraria de Bolivia (1953)

El Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y el indio

De los tres partidos antioligárquicos que se fundaron después de la Guerra del Chaco (1932-1935), el MNR era el que menos se concentraba en la cuestión indígena[2]. Si bien, a veces, el partido mencionaba a los “campesinos” como integrantes de una alianza policlasista unificada contra el imperialismo, las declaraciones respecto a los “indios” giraban, sobre todo, en torno a los temas de la opresión o la “redención”, y no a la acción política (Gotkowitz, 2011). Originariamente el MNR estableció una relación tensa con el campesinado indio, llena de incomprensiones, en última instancia culturales. Desde luego, el MNR necesitaba erradicar al sector latifundista, lo que a su vez no era posible sin el apoyo del campesinado indio. Se daba entonces una relación divergente en donde al campesinado indio se lo reconocía como alguien ajeno al movimiento, pero a quien, sin embargo, era preciso tener en cuenta. Por su parte, el campesinado indio no combatía exclusivamente por el MNR, sino por intereses muy propios que los dirigentes del partido apenas podían captar (Mires, 1988). Una vez en el gobierno, el MNR puso en marcha un plan de homogeneización cultural. Desde esta perspectiva se dirigieron al campesinado indio con el fin de integrarlo y educarlo. Según Teijeiro (2007:171) citando a Mamani Carlos “a partir de 1952, el Estado ya no masacraría indios, pero sí desconocería y negaría su identidad cultural, con el fin de homogeneizarlos y convertirlos en mestizos desprovistos de personalidad e historia. Esta práctica, afirma, fue la fórmula de solución al llamado problema del indio”. En consecuencia el MNR, al no compartir el universo cultural y simbólico del campesinado indio, al que intentaba integrar al proyecto nacional, dejaba de lado el sentido de las luchas indígenas anteriores y el significado profundo que tenía la tierra para los indios.

El nacionalismo del MNR postuló básicamente como principales problemas del país, aquellos ocasionados por el capital extranjero y por la oligarquía local, siendo definidos ya para ese entonces como problemas estructurales y no de raigambre biológica. El énfasis en el mestizaje se revela en la apuesta efectuada por el partido gobernante en conseguir un Estado fuerte y centralizado, y por consiguiente culturalmente homogéneo. Los ideólogos del MNR propusieron la reconciliación de la sociedad criollo-mestiza con el mundo indígena pero, en términos generales, lo que se propuso fue la subordinación de la cultura indígena a la cultura occidental. El relato del indigenismo estatal también se expresó en los espacios públicos: se renombraron calles y plazas y se autorizó la construcción de monumentos y murales para conmemorar figuras importantes. La conmemoración de fechas patrias fungió como instrumento propicio para difundir el nuevo ideario patriótico revolucionario[3]. Con el anuncio de la Reforma Agraria en Ucureña, el 2 de Agosto de 1953, se declaró a esa fecha como “Día del Indio”. Con este gesto simbólico, y sin haber modificado la fecha con que inicialmente se había declarado “Día del Indio” por Busch en 1937, se estableció una suerte de línea de continuidad con los gobiernos militares socialistas. La Reforma Agraria fue una de las más importantes y trascendentes políticas indigenistas del período para el país: el hecho de que el día de su anuncio se declarara como “Día del Indio” denota la idea vigente de propiciar una presencia “legítima” de este sujeto, a través de un acto conmemorativo. De cierto modo era en la “efeméride” de las fechas conmemorativas que se toleraba al indio, transformándolo así en un “indio permitido”, aceptado por la sociedad mestiza. Por último, a fin de llevar a cabo las políticas indigenistas, el MNR creó una nueva estructura política estatal con el fin de atender las cuestiones agrarias. En este sentido, destaca la creación, en 1952, del Ministerio de Asuntos Campesinos (MAC), a cargo de Ñuflo Chávez Ortiz. La tarea del ministerio era preparar el terreno para la reforma agraria, organizando al campesinado indio, estableciendo regulaciones laborales en las áreas rurales, ofreciendo alfabetización y educación, y proporcionando herramientas sobre cooperativismo y organización comunitaria. Todas estas tareas denotan la preocupación del gobierno por intentar un cierto grado de control sobre la movilización campesina.

“La tierra a quien la trabaja”

En los años 30 y 40, la demanda de una Reforma Agraria había circulado extensamente en distintos sectores de la sociedad boliviana: desde intelectuales y activistas políticos nacionalistas, izquierdistas y conservadores, hasta los propios campesinos indios. De modo tal que la Reforma Agraria boliviana no fue sólo producto de una política estatal, sino que vino a responder a demandas vigentes desde hacía muchos años. Finalmente, la Reforma Agraria fue un proceso dinámico, desplegado de “abajo hacia arriba”. Es decir, los campesinos ya habían tomado la iniciativa de tomar tierras y efectuar divisiones, incluso antes que la Reforma se expresara en Ley. Finalmente, en Ucureña, el 2 de Agosto de 1953, se firma el Decreto-Ley N°3464 de Reforma Agraria. Este decreto es elevado a rango de Ley el 29 de octubre de 1956[4]. (Hernández y Salcito, 2007)

Del texto de la Ley de Reforma Agraria destaca, a nuestros fines, el Título I, Capítulo II, que trata “De las Formas de la Propiedad Agraria”. En él se reconocen distintas formas de propiedad agraria aceptadas por el Estado: el solar campesino, las pequeñas y medianas propiedades, la empresa agrícola, las comunidades campesinas y las cooperativas. También, el Título II, Capítulo VI, el cual alude a la “Restitución de la Tierras”. Específicamente el Artículo 42 disponía: “Las tierras usurpadas a las comunidades indígenas, desde el 1° de enero del año 1900, les serán restituidas cuando prueben su derecho de acuerdo a reglamentación especial” (Hernández y Salcito, 2007:157).

Por su parte, el Capítulo XI, “De las Tierras de la Comunidad Indígena”, deja en claro la nula participación indígena en los cambios que se iban a procesar en el campo, como así también la impronta economicista que iba a adquirir el proceso. En su Artículo 59 sostiene: “Los indígenas comunarios, deben planificar, con asesoría de los técnicos del Estado, el reagrupamiento de las parcelas, para el uso racional de la tierra” (Hernández y Salcito, 2007:160, énfasis agregado).

Efectivamente, lo que se quería imponer era la impronta de la racionalidad capitalista. Con la Reforma Agraria el gobierno intentaba hacerse cargo del tan anhelado objetivo de los gobiernos nacionalistas anteriores: extender el poder del Estado hacia las áreas rurales del interior del país. Según Esteban Ticona: “La Reforma Agraria se proponía abolir la servidumbre o “colonato” campesino e indígena, poner término al régimen de hacienda y proporcionar tierra a los que no la poseían” (2003: 289).

En cierta forma estos objetivos se consiguieron: sobre todo en la región andina, desaparecieron viejas relaciones de servidumbre y muchos colonos pasaron a ser propietarios. Pese a que, como veremos más adelante, el MNR se deslindó desde lo discursivo de las principales ideas valoradas por el liberalismo, no pudo librarse de su influjo en lo que respecta a su política agraria: su clase dirigente se desvinculó de cualquier idea de tipo socialista respecto de la distribución de la tierra, como así también de cualquier propuesta del campesinado indio. En definitiva a lo que se apuntaba era a constituir propietarios que trabajasen la tierra.

Una de las cuestiones por las cuales consideramos a la Reforma Agraria del MNR como una política indigenista reside en su desconocimiento de la relación ancestral del indio con la tierra y el territorio. La Reforma Agraria se transformó así en un instrumento a través del cual el Estado redujo la presencia del sujeto indio a la de un objeto capaz de ser insertado en la sociedad según las directivas del capitalismo. Con la Reforma Agraria, el Estado decide unilateralmente los destinos de las comunidades, ignorando toda una trayectoria de acumulación histórico-política. Para el gobierno revolucionario, la Reforma Agraria es una promesa de desarrollo y de acceso a la tierra como propietarios; para el campesinado indio, significa en muchos casos desorganización y descomposición comunitaria.

 Al lanzar el lema “la tierra es para quien la trabaja”, el MNR redujo los alcances de la reforma al aspecto productivo, dejando de lado toda una historia de relación social y cultural propia de los ayllus y comunidades andinas. Por otro lado, es importante destacar que los indígenas venían “trabajando” esas tierras desde antes de la conquista. El problema básico es que ese “trabajo” que el indio efectuaba ancestralmente no fue reconocido como tal; según la dirigencia del MNR no era válido para acceder al “desarrollo” en los términos que lo planteaba la lógica del capitalismo de la época.

El proceso de la reforma se ejecutó con gran rapidez. Básicamente se trató de una reforma parcelaria, en la que se afectó al gran latifundio del altiplano. El gobierno estableció nuevas instancias institucionales para poder llevarla a cabo. Se creó el Servicio Nacional de Reforma Agraria, organismo superior para la ejecución del Decreto-Ley y sus disposiciones complementarias. El Servicio Nacional de Reforma Agraria a su vez estaba compuesto por: a) el Presidente de la República, b) el Consejo Nacional de Reforma Agraria, bajo dependencia del Ministro de Asuntos Campesinos, c) los Jueces Agrarios, d) las Juntas Rurales de Reforma Agraria y, e) los Inspectores rurales. En este esquema, el Presidente de la República era la autoridad suprema, y era quien resolvía las cuestiones emergentes de la aplicación de la Ley y sus Decretos complementarios (Hernández y Salcito, 2007).

El campesinado indio y la Reforma Agraria

El mayor desconocimiento e incomprensión del MNR hacia las necesidades y demandas de los indígenas está vinculado a la importancia que reviste el territorio para las comunidades. Ello se vio reflejado en la legislación de la Reforma. Con respecto a los ayllus y comunidades, la Ley fue más bien ambigua: si bien no les otorgaba mejoras, toleraba su reproducción como sistema socio-económico y político local. Esteban Ticona señala al respecto:

…los ayllus y “comunidades originarias” no recibieron beneficio alguno de la Ley de reforma agraria, la cual se limitó a garantizar algo de sus derechos, por ejemplo declarando inafectables e inalienables las tierras que disfrutan y, estableciendo, además, que las tierras usurpadas a las comunidades indígenas, desde el 1° de enero del año 1900, les serían restituidas. (2003: 289)

Catalina Scoufalos también sugiere que la Ley, al poner como límite temporal el año 1900, implicaba: “desconocer lisa y llanamente los alcances de la Ley del 23 de noviembre de 1883[5], que era la única ley que los amparaba frente al asedio de hacendados y vecinos. Era una de las pocas armas jurídicas que tenían en sus manos los pueblos indígenas para defenderse”. (2013: 10)

Pese a esta arbitrariedad estatal, para los indígenas las cédulas de composición coloniales seguían constituyendo elementos de prueba para refrendar sus tierras y seguían considerando como válida esta única Ley que de algún modo los favorecía. Según advierte Scoufalos (2013), todavía en 1954 y 1955, era posible encontrar expedientes donde quienes reclamaban se guiaban por la Ley de 1883. Otro aspecto que la Ley no contemplaba, y que estaba profundamente enraizado en la relación del indio con la tierra, era la prohibición de que las comunidades tuviesen tierras en espacios geográficamente discontinuos, como muchos de ellos tradicionalmente tenían. Esta disposición generó que las comunidades quedaran socialmente fragmentadas. Según Huáscar Salazar Lohman:

La comunidades andinas solían organizar y aún muchas lo hacen su vida sociocultural, política y económica, a través de la utilización de distintos pisos agroecológicos para la obtención de distintos productos agropecuarios. Así la comunidad contaba con ‘islas’ que no se encontraban articuladas espacialmente con el núcleo central de la comunidad y que podían estar a varios días de viaje, en lugares más altos como más bajos respecto a ese núcleo; sin embargo, todos los habitantes de las ‘islas’ hacían parte de una única comunidad. (2013:50)

Por otro lado, la Ley reconocía como distintas formas de organización campesina a los sindicatos y a las comunidades. Los sindicatos eran concebidos como:

una organización de apoyo a la Revolución de 1952 y una extensión del partido y el Estado para lograr la integración de la masa indígena al ‘marco humano del Estado’, además fue la herramienta privilegiada con la que contó el gobierno del MNR para organizar la vida rural según las pautas de la modernidad impulsando nuevas formas de acción y organización política, tratando de ‘superar’ las formas comunitarias de organización indígena. (Scoufalos, 2013:13)

Con respecto a las comunidades, se distinguía a las conformadas por familias campesinas que se unían en funciones de afinidades comunes de las indígenas regidas por antiguos usos y costumbres. Es interesante destacar, con Hernández y Salcito, que:

aunque la ley declaraba formalmente que ambas instituciones se encontraban en pie de igualdad, había manifiestas diferencias: los sindicatos intervenían en la ejecución de la reforma agraria, las comunidades no; [los sindicatos] podían afiliarse a organismos regionales y/o centrales, las comunidades en cambio no podían formar parte de organizaciones provinciales, departamentales o nacionales. (2007: 147)

Se daba un valor sólo a nivel formal a la existencia de las comunidades indígenas. Con esta distinción se reconocía el carácter excluyente respecto al indio que tenía el proyecto de Reforma.

Por otra parte, Ticona (2003) añade que los redactores de la Ley de Reforma Agraria simplemente no incursionaron en las diversas cuestiones acerca de las comunidades indígenas, debido a que pensaban que, con la aplicación de la Reforma, ese tipo de comunidades simplemente se extinguirían. De este modo, quienes pretendían integrar al indio al Estado, tanto líderes políticos y sindicales del MNR, eligieron desconocer la complejísima y difícil situación por la que atravesaron históricamente los ayllu y las comunidades indias. Pese a contar con expedientes del Estado boliviano que les hubieran permitido advertir esta situación, decidieron no incorporarla a su horizonte político-ideológico.

Por último, queremos señalar que, más allá de las cuestiones formales e institucionales enunciadas respecto de la Reforma Agraria, el indio siguió siendo perseguido durante el período. Esta vez era enfrentado contra sus propios hermanos del campesinado indio cooptados por el gobierno. El “Tata” Fermín Vallejos nos ilustra acabadamente esta situación vivida en el campo en plena revolución[6]:

En tiempo de los patrones hemos vivido en peligro. Cuando apareció la Reforma Agraria igual seguíamos viviendo en peligro, en las cárceles hemos sufrido encerrados. Como al perro que envían a enfrentarse con el zorro, así nos han enfrentado después de la Reforma Agraria entre nosotros mismos, y luego nos han acusado de comunistas y han empezado a perseguirnos. Los de Molinero, que tenían miedo, no querían movilizarse. Ellos apoyaban la Ley que decía ‘para pagar’ y a los que estábamos de acuerdo con la Ley ‘para no pagar’ nos decían comunistas. (Vallejos, 1995: 11)

Regalsky (en Vallejos, 1995) sostiene que, gracias a la muñeca política de Víctor Paz Estenssoro y de los sectores más lúcidos de la oligarquía boliviana que se supieron cobijar bajo el nuevo gobierno, se inauguró un período en el cual una parte del campesinado indio abrió sus oídos al discurso anticomunista (en realidad antiminero) de los hacendados y del MNR en el poder, lo cual repercutió sobre antiguos líderes como el “Tata” Fermín, quien era perseguido porque no se sometía a las exigencias y al control estricto por parte del Estado:

Después que hubo Reforma Agraria a nosotros nos han perseguido las autoridades de las ciudades, “estos son los cabecillas, diciendo. Hicimos que haya Reforma Agraria y (ahora) en contra nuestra han hecho levantar a todos (los comunarios), nos persiguieron y quemaron nuestras ropas… a nuestros propios compañeros los ponían en contra nuestra… De comunistas nos tomaban y decían: “Agárrenles, ahórquenles, mátenles porque si ustedes escuchan y hacen lo que ellos dicen entonces todo va a ir mal”. (Vallejos, 1995: 79)

El testimonio del líder campesino Fermín Vallejos nos revela el grado de compromiso que había asumido el campesinado indio respecto de la Reforma Agraria y su autonomía política respecto de los grupos de poder dominantes:

Esta Reforma hemos hecho levantar con mucho esfuerzo; nadie ha puesto dinero o cuota para que andemos. Teníamos que vender nuestras vaquitas y sacrificarnos por seguir andando. Teníamos que trabajar haciendo adobes de peones y hacer platita. (Vallejos, 1995: 17)

El relato de las persecuciones que hemos podido reflejar sucintamente a través de la voz de un líder indígena, nos permite percibir que, lejos de satisfacer las demandas y movilizaciones del campesinado indio, el Estado se vio forzado a contener, controlar y reprimir las diversas fuerzas autonómicas que se habían desatado.

La Reforma Agraria de Perú (1969)

El militarismo velasquista y el indio

Para aproximarnos a comprender las políticas promulgadas por los militares peruanos para el indio, es necesario tener en cuenta la relación histórica que tuvo una de las ramas de la institución castrense, el Ejército, con el indio. Según afirma Cecilia Méndez, el Ejército: “no sólo es la más antigua de las tres ramas que conforman las fuerzas armadas en el Perú, sino que es la institución estatal que ha estado históricamente más vinculada al campesinado” (2006: 18). Ejército y campesinado indio han mantenido una relación muy estrecha, además, porque el segundo ha nutrido desde siempre al primero. Otro factor gravitante es que el Ejército ha estado asentado por todo el territorio de la república, razón por la cual tuvo siempre contacto diario con autoridades civiles y movimientos sociales (campesinado indio, guerrillas), además de haber estado comprometido en las permanencias y cambios de los distintos gobiernos del Perú. Con Velasco, entonces, veremos que la vieja tesis del Ejército como “un mero instrumento de la oligarquía” no puede ser aplicada.

Perú, y en este caso el régimen de Velasco, constituyó un caso paradigmático de militarismo “revolucionario”, enfrentado a la oligarquía vernácula y al imperialismo estadounidense, y que proponía un “recupero de la patria”, desplegando toda una retórica de corte nacionalista anclada, entre otras cosas, en el pasado glorioso del indio. La política indigenista llevada a cabo por el gobierno militar se vio reflejada desde lo simbólico en edificios, billetes y monedas de circulación nacional, y hasta en fechas conmemorativas y planes educativos. Entre las fechas conmemorativas, destaca el 24 de junio, fecha en que se celebraba el “Día del Indio” y que luego pasó a llamarse “Día del Campesino” desde el momento que se proclamó la Reforma Agraria. Esta época, según sostiene Carlos Iván Degregori (en Cotler, 1995:313) “coincide  con el período más fuerte del indigenismo estatal desde el gobierno de Augusto B. Leguía, entre otras cosas por: la oficialización del quechua, los festivales Inkarrí y todo un estilo cultural, desde las artes plásticas hasta la música, que ponía en primer plano los contenidos andinos”[7]. Así, desde lo simbólico y lo discursivo, “lo andino” fungió como una suerte de relato homogeneizador, puesto en función de un “todo” nacional. Las referencias andinas e indias, dejaban de ser, a partir de la Reforma Agraria y de su aplicación, exclusivas de una diferencia étnica, para transformarse en valores nacionales, en imágenes de toda la nación para un país que estaba dejando de ser mayoritariamente rural (Hurtado Meza, 2006). Pero, para el gobierno, “lo andino” resultaba ser más próximo a lo Inca y a lo precolombino en general, que a los múltiples y diversos caracteres que podían llegar a tener las comunidades en el país. De ese modo, nivelaba diferencias y, al asimilárselo a lo popular, se lo convertía en fuente de la nacionalidad que se estaba buscando. Para Sánchez (2002), este tema seguía teniendo un lugar prioritario en la agenda de cualquier proyecto nacional, pues integrar a la población andino campesina era cerrar el largo período del Perú oligárquico-colonial; incluir al campesino en el nosotros de la comunidad política peruana equivalía a liquidar a la oligarquía. Cabe aclarar además que este indigenismo estatal, más que un discurso redencionista de grupos étnicos ancestralmente dominados, se orientaba a destacar elementos de integración y diferenciación en tradiciones culturales que se tenían por autóctonas. Desde lo simbólico, el ethos del militarismo revolucionario se declaraba coincidente con el pasado glorioso Inca representado en la apropiación  de la  figura de Túpac Amaru.

Consideramos que, pese a que, con esta apropiación, el indigenismo estatal peruano delineó un horizonte diametralmente opuesto al que hasta ese entonces había efectuado la oligarquía, la incorporación del indio al todo nacional seguía teniendo entre sus rasgos el de ser unilateral y el de tender a la unificación/homogeneización de los relatos. La apropiación simbólica se circunscribía al pasado; el indio del presente era incorporado a la ciudadanía peruana en tanto se asumiera como “campesino”.

“Campesino, el patrón no comerá más de tu pobreza”

En el Perú ya se había dado un primer intento de Reforma Agraria autónoma del poder central, en la zona de las Sierras, de la mano de Hugo Blanco. Los militares habían sido testigos no sólo de la recuperación de tierras por parte del campesinado, sino además de los abusos a los que eran sometidos los campesinos indígenas producto de una estructura agraria que los había expoliado históricamente. El fugaz paso de las guerrillas también sirvió de alarma, para algunos sectores militares, sobre la grave situación por la que atravesaban las comunidades. Por eso la vanguardia militar que constituyó el Estado del 68 se embarcó a delinear un proyecto que se diferenciaba de las anteriores Reformas Agrarias, básicamente porque apuntaba a eliminar la clase terrateniente y la burguesía agraria.

El Decreto Ley 17716 se promulgó el 24 de junio de 1969. Propiciaba mecanismos para agilizar la implementación de la Reforma Agraria, simplificando procedimientos y creando un nuevo ordenamiento institucional. El Texto Único Concordado, con ampliatorias y conexas, que era en definitiva la norma fundamental que serviría de guía para poner en práctica la Reforma, fue refrendado por Decreto Supremo 265-70 y expedido el 18 de Agosto de 1970 (Robles Mendoza, 2002). Sin adentrarnos en profundidad, dado que existe una profusa bibliografía al respecto, daremos cuenta de algunos de los Títulos más relevantes que atañen a nuestro análisis en particular (Julio Cotler y Felipe Portocarrero, 1976; José Matos Mar, 1976; Mariano Valderrama, 1978;  Fernando Eguren, 2006). Por ejemplo, en el Título X, el Decreto Supremo se ocupaba expresamente de las comunidades campesinas. Los artículos 115 y 117, delineaban taxativamente el nuevo lenguaje de la Reforma, indicando cómo iban a ser denominados los indígenas, y cómo se iban a estructurar desde lo institucional estos cambios, como así también de cuál era el horizonte que planteaba el Estado para con las comunidades:

Art. 115. Para los efectos del presente Decreto Ley, a partir de su promulgación, las comunidades indígenas se denominaran Comunidades Campesinas. (…)

Art. 117. El Estado estimulará la tecnificación de las Comunidades campesinas y su organización en Cooperativas. Para este fin, la Dirección General de Integración de la Población Indígena del Ministerio de Trabajo pasará, como Dirección de Comunidades Campesinas, a formar parte de la Dirección General de la Reforma Agraria y Asentamiento Rural. Dentro de este organismo, la Dirección de Comunidades Campesinas tendrá la responsabilidad de reestructurar dichas comunidades. (Robles Mendoza, 2002: 89. Énfasis agregado)

De este modo, la Reforma no sólo planteaba un cambio de estructuras en el seno del Estado para implementar la Ley, proponía también un cambio desde el relato oficial hacia lo indio. Desde otro ángulo, existía otra particularidad que le otorgaba una radicalidad específica a la Reforma Agraria peruana en comparación con otras de América Latina: haber abolido los “regímenes de excepción”. Fue así que, como primera medida, se intervinieron los grandes complejos azucareros de la costa norte, que históricamente habían sido protegidos por la burguesía y la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA). Con este hecho simbólico, se apuntaba a terminar con el derrumbe definitivo del poder oligárquico y a constituir un nuevo bloque de poder, que se proclamaba nacionalista, participativo y antioligárquico.

La Reforma Agraria marcaría entonces el punto de fisura entre el viejo y el nuevo orden. Según subrayan Matos Mar y Mejía, el programa de la Reforma Agraria se proponía[8]:

eliminación de latifundio, del minifundio y de toda forma antisocial de tenencia de la tierra y el establecimiento de empresas de producción de carácter asociativo, de base netamente campesina. La reestructuración de las comunidades campesinas tradicionales. El establecimiento de una nueva agricultura organizada a base  del esfuerzo asociativo de los agricultores y la posibilidad de establecer nuevos rubros de explotación, de acuerdo a las necesidades del país. La creación de nuevos mercados a través de una justa distribución del ingreso que incremente el poder adquisitivo de la población marginada. (1980: 108. Énfasis agregado)

Es posible apreciar que la Reforma Agraria no se limitaba a un simple cambio de propiedad de la tierra, sino que buscaba crear una nueva estructura agraria. Consideramos por ende que la Reforma Agraria peruana constituye un caso de política indigenista desde dos aspectos. El primero: el gobierno militar pensó esta política como instrumento para lograr la integración de los indios a la vida nacional. Todavía y para esos momentos, la penetración estatal en todo el territorio peruano era algo que en la práctica no se concretizaba. El gobierno necesitaba establecer un control sobre el campesinado indio. Como bien afirman Matos Mar y Mejía, la Reforma Agraria:

era la solución más adecuada al peligro representado por la desarticulación territorial, por la presencia de una vasta masa indígena ‘no integrada’, carente de conciencia nacional y susceptible de ser inducida a la subversión, y por los movimientos campesinos, como los ocurridos en la década del 60, que al rebelarse contra el arcaico orden rural habían sacudido la estabilidad de la sociedad entera, poniendo en evidencia la debilidad de sus cimientos. (1980: 156)

Teniendo en cuenta estos peligros producto de la frágil presencia del Estado, el gobierno revolucionario buscó integrar al indio. Sin embargo, el intento se efectuó desconociendo las estructuras agrarias comunales existentes y desconociendo, además, al campesinado indio como sujeto político portador de su propia historia en esos territorios.

El segundo: a fin de cumplimentar el “plan integrador”, el gobierno llevó a cabo una política de fortalecimiento del aparato estatal, creando instancias en su seno para poder implementar cambios sustanciales respecto de la tierra. El objetivo era desplegar un nuevo tipo de relación institucional entre el Estado y las clases rurales (Matos Mar y Mejía, 1980).

Como se desprende del programa de la Reforma Agraria, lo que se pretendía más bien era reestructurar a las comunidades bajo el signo de una “modernización capitalista”. No se quedaba sólo en eso; pretendía, además, que el Estado tuviera injerencia directa sobre el campesinado en los planos político e ideológico. En los discursos de Velasco es posible advertir las contradicciones de un indigenismo estatal concentrado básicamente en dar forma a un nuevo orden territorial, buscando una suerte de aniquilamiento de las estructuras que históricamente expoliaron a los pueblos indígenas, articulado con un desconocimiento de las trayectorias históricas políticas que esos indios portaban al momento de la Reforma. De modo que esta política de Estado se llevó a cabo en ausencia de su principal protagonista: el indio.

El proceso de la Reforma se llevó a cabo rápida y masivamente. A fin de poder cumplir estos objetivos el Estado tomó casi en exclusiva el control del proceso, excluyendo la participación del campesinado indio, o en todo caso circunscribiéndola a los nuevos marcos institucionales que se crearían para llevar a cabo el proceso. Con este fin se produjo un reordenamiento del aparato burocrático agrario, se introdujeron modificaciones administrativas y judiciales, y se crearon instancias para desplegar las nuevas medidas adoptadas y darlas a conocer a los sectores afectados. Matos Mar y Mejía (1980) dan cuenta de que las tres modificaciones más importantes fueron: la creación de la Dirección General de Reforma Agraria en el Ministerio de Agricultura; el establecimiento del Tribunal Agrario, como judicial privativo, dedicado a los problemas derivados de la transferencia de tierras; y la constitución del Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social (SINAMOS) como organismo encargado de la organización, movilización y adoctrinamiento de la población de base.

El campesinado indio y la Reforma Agraria

El principal objetivo de la Reforma no era dotar de tierras a las comunidades indígenas, sino más bien efectuar una reestructuración interna. Esta iba a ser estipulada por el Estatuto Especial de Comunidades Campesinas (Decreto Supremo N°37-70-AG) del 17 de febrero de 1970, quien debería llevar a cabo agrupaciones económicas activas ya sea a través de cooperativas o de empresas comunales. Se pretendía así que las comunidades tendiesen a constituir un núcleo asociativo que con el tiempo se acoplara a las formas existentes de explotación individual; se apuntaba con precisión a su “modernización”:

con el tiempo la empresa a formarse debería alcanzar solvencia, producir en gran escala, abaratar costos, readaptar tecnologías y, sobre todo, obtener mayor rentabilidad. Hecho que a su vez debería estimular a que, en el futuro, los comuneros integrasen sus parcelas en un sistema tal que permitiera la colectivización total de la tierra y el trabajo, transformando así a la comunidad en una cooperativa comunal de producción. (Matos Mar y Mejía, 1980: 142. Énfasis agregado) 

En la cita puede apreciarse que la Reforma Agraria sí se asemejaba a los planteos reformistas que la antecedieron, en tanto asociaba lo comunitario con lo “atrasado”, con el lastre que le impedía a la nación avanzar hacia el “desarrollo”. Se planteaba un “desarrollo” que nada tenía que ver con el horizonte de sentido de las comunidades afectadas. Debido a esta desconexión entre la Reforma Agraria y las comunidades campesinas, el gobierno se vio en la necesidad de plantear una reestructuración y de proponer la aludida conversión en cooperativas. Se planteaba entonces apelar al relato propio de la matriz occidental capitalista: rentabilidad/ abaratamiento de costos/ producción en gran escala.

En el proceso de la Reforma Agraria se desconocieron interrelaciones y articulaciones propias del campesinado indio. El Estatuto Especial de las Comunidades Campesinas planteaba recomponer la tenencia de la tierra comunal. Básicamente, con esta medida se deseaba enfrentar el problema de diferenciación social existente al interior y en el conjunto de las comunidades. Se intentó eliminar a quienes no trabajaban directamente la tierra y obtenían un usufructo de la propiedad comunal: “con tal objeto debía reconocerse como comuneros exclusivamente a los residentes permanentes, natos o foráneos, sin ingresos no agrícolas y sin propiedades rurales dentro o fuera de la comunidad” (Matos Mar y Mejía, 1980: 142).

Esta medida provocó un rechazo general; en primera instancia, porque alteraba los criterios tradicionales de reconocimiento de la condición de comunero, lo que a su vez afectaba el derecho al uso de la tierra comunal. En concreto, esta medida afectaba a los comuneros que desempeñaban actividades económicas complementarias (es decir, aquellos que desempeñaban algún trabajo en las minas o en las ciudades y que buscaban un ingreso monetario que reforzase el precario que obtenía en el campo) y que por consiguiente no eran propietarios ausentes, sino que participaban de la comunidad desempeñando cargos políticos o religiosos. También afectaba a los migrantes definitivos, los cuales, pese a su alejamiento de la comunidad, mantenían lazos de parentesco o de clientela con los comuneros. Según sostiene Xavier Albó (1976), históricamente el campesinado quechua y aymara fue un gran caminante. La imagen de un campesino arraigado miopemente a su terruño es sólo una miopía del observador urbano que no conoce al campesino. Desde antes de los españoles y de los incas, las comunidades y los reinos aymaras tenían sus colonias a varios días y hasta semanas de camino. Cuando los incas sistematizaron el sistema de mitimaes no hicieron más que dar una mayor funcionalidad estatal a algo de alguna manera inherente al hombre andino. Este esquema sigue en alguna forma válido hasta el día de hoy: muchos campesinos del Altiplano siguen viajando periódicamente a los valles y a los yungas y en algunos lugares mantienen terrenos, en forma complementaria, en ambas partes (Albo, 1976).

Además, el Estatuto también propendía a establecer normas que promovieran el régimen cooperativo a través de legislar sobre el régimen de la tierra y el trabajo. De este modo, mediante cesión de tierras comunales a cooperativas o SAIS, se introducía el régimen asociativo comunal. Por último, el Estatuto Especial de las Comunidades Campesinas planteó reorganizar las instituciones de gobierno local. Para ello se modificó el esquema de dirección comunal. En el lugar del Presidente de la Comunidad, que compartía el poder con el Personero Legal, se instaló un esquema similar al de las cooperativas: un Consejo de Administración, otro de Vigilancia y una Asamblea General. La reorganización sin embargo planteaba la coexistencia de formas de participación propias del patrón comunal. De este modo, la reestructuración comunal podía adquirir derivaciones diversas: combinar una cooperativa comunal o empresa comunal o una cooperativa comunal de servicios con posesión parcelaria. Lo que ocurrió en realidad es que la fórmula cooperativa era aceptada la mayoría de las veces sólo formalmente, en otros casos los nuevos cargos comunales se superponían a cargos comunales preexistentes. Esos acatamientos formales o superposiciones y subordinaciones de los cargos preexistentes demuestran la fuerza del ordenamiento comunal desplegado históricamente por los indios. En definitiva, a lo que se apuntaba era a transformar las formas comunales a fin de que se orientaran a formas empresariales. El Estado, en vez de acercarse a comprender las formas comunales existentes, buscando, por caso, revitalizarlas, decidió imponer un sistema productivo ajeno a la matriz ancestral indígena, en aras de poder llevar al país a una supuesta vía de “modernización” y “desarrollo”. Como bien expresaron Matos Mar y Mejía (1980:238 y 239),

tal incomprensión del Estado no fue sino un aspecto del desconocimiento de los teóricos del gobierno respecto del peso y significación de las comunidades campesinas, por eso cuando la acción reformista pretendió modificar uno de los elementos de la comunidad, ésta se vio cuestionada en su totalidad y reaccionó negativamente ante el conjunto del intento. Ahí el gobierno perdió, sin duda alguna, uno de los soportes que podrían haber resultado más valiosos en un auténtico esfuerzo de participación de bases.

Reflexión final

El eje central de nuestro artículo descansa en la idea de la Reforma Agraria como política indigenista. Es posible sostener tal cosa, en primer lugar, porque es el Estado el que decide unilateralmente los destinos del indio al parcelar y distribuir la tierra, afectando áreas de autonomía cultural y productiva de sus comunidades. Las Reformas Agrarias responden a la necesidad de fortalecer el aparato estatal, y se transforman en instrumento del Estado para controlar a las comunidades e integrarlas a la vida nacional según las directivas del capitalismo.

Hemos visto cómo tanto la Reforma de 1953 en Bolivia, como la de 1969 en Perú, intentaron imponer una racionalidad capitalista en el campo. Ambas apuntaron a construir propietarios que trabajasen la tierra, buscaron incorporar las tierras comunales al mercado, aspiraron a propagar nuevos métodos de cultivo y a maquinizar el campo. A lo que se propendía era transformar las formas comunales a fin de que se orientaran a formas empresariales. Esto nos habla del desconocimiento que los teóricos del gobierno tenían respecto del peso y significación de las comunidades indígenas campesinas en esa región.

Otro objetivo de estas reformas agrarias avaladas desde el Estado fue promover la disolución legal de las comunidades. Esto se proponía como una solución dado que las comunidades indígenas eran vistas como un lastre para participar del progreso capitalista. En Bolivia, la forma supuestamente superadora de las comunidades fue el Sindicato, el cual el MNR presentó como instrumento para impulsar pautas de modernidad. En Perú, fueron las Cooperativas. De este modo, si para los gobiernos que hemos analizado la Reforma Agraria fue símbolo de “desarrollo” y “progreso”, para los indígenas significó fragmentación, desorganización y descomposición comunitaria. Un ejemplo rotundo de fragmentación comunitaria fue la prohibición de que las comunidades tuviesen tierras en espacios geográficamente discontinuos, lo que marcaba el desconocimiento del Estado respecto de que las comunidades andinas utilizaban distintos pisos agroecológicos para obtener distintos productos.

Por último, diremos que tanto el MNR como el velasquismo, redujeron los alcances de la Reforma Agraria a la dimensión productiva, desconociendo que, para el indio, la tierra y el territorio tienen implicancias que la exceden. Pensar la Reforma Agraria como política indigenista no sólo nos permite ilustrar la forma en que los Estados intentaron controlar a las comunidades, sino que también nos invita a una reflexión respecto de la disputa vigente entre la matriz occidental representada por la modernización capitalista y la matriz ancestral indígena que se despliega en esos territorios.

Referencias bibliográficas

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  1. Licenciada en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires. Maestra en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional de San Martín. El presente artículo se basa en mi Tesis de Maestría en Estudios Latinoamericanos titulada: “Indigenismo Estatal en Bolivia y Perú (1935-1975). En torno a las Reformas Agrarias y el indianismo”.
  2. Los otros dos partidos con los que competía el MNR por el apoyo popular eran el Partido Obrero Revolucionario (POR) y el Partido de Izquierda Revolucionaria (PIR).
  3. “El calendario revolucionario era tan extenso que en 1955 el arzobispo de La Paz se lamentó de que “los feriados civiles proliferaran exageradamente” y pidió al presidente “reducir los días feriados” (Gildner, 2012: 113).
  4. “Esta norma jurídica rigió por 40 años, hasta que fue parcialmente derogada por la Ley 1715, dictada el 18 de octubre de 1996, que estableció importantes modificaciones” (Hernández y Salcito, 2007: 146).
  5. La Ley del 23 de noviembre de 1883 en su único artículo establecía: “Los terrenos de origen consolidados en la época del coloniaje, mediante cédulas de composición conferidas por los visitadores de tierra, son de propiedad de sus poseedores, quedando por consiguiente excluidos de la Revisita acordada por las leyes del 5 de octubre de 1874 y del 1° de octubre de 1880” (Scoufalos, 2013: 10).
  6. El “Tata” Fermín Vallejos era un líder indígena quechua que participó del 1er Congreso Indigenal en La Paz y de las luchas del campesinado indio en la década del 40.
  7. Recuérdese que el indigenismo estatal de Leguía se denominó “Patria Nueva” y contenía una suerte de invocación a los sectores indígenas. Dice Patricia Funes que el mismo Leguía “se hacía llamar ‘Viracocha’ y llegó a pronunciar unos discursos en quechua, lengua que desconocía. Estableció el ‘Día del Indio’ y conformó el Patronato de la Raza, institución presidida por el Arzobispo de Lima, de objetivos filantrópicos que no fueron más allá de las meras declaraciones”. (Funes, 2006: 148)
  8. Para nuestro análisis tendremos en cuenta el período denominado por Matos Mar y Mejía (1980) como “período reformista” que comprende de 1969 a 1975, etapa en la que se consolida la redistribución de la tierra y se constituye el sector asociativo.


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