Reflexiones conceptuales
para pensar el mestizaje
Agustina Fornero y Carolina Artaza[1]
Introducción
El presente trabajo tiene como objetivo poner en tensión la perspectiva que ha conceptualizado la dominación indígena como infantilización, desatendiendo las características sexistas y misóginas de la conquista y colonización de América Latina. La hipótesis de investigación que aquí se presenta destaca que la colonización también ha producido sujetos feminizados. Para cumplimentar el objetivo, desarrollaremos en primer término lo que entendemos por infantilización. Luego expondremos lo que concebimos por feminización, para de esta manera poner en tensión y en diálogo ambos conceptos, y entonces comprender qué procesos de dominación permiten explicar cada uno de ellos. Finalmente, analizaremos los procesos de mestizaje desde ambos conceptos, para analizar de qué manera cada una de estas formas de dominación de la subjetividad han permitido “transformar a los indios en mestizos” (De la Cadena, 2006: 67).
Discutiendo con el concepto de infantilización, y buscando definir aquello que entenderemos como “feminización del indio”, seguiremos los aportes de Karina Ochoa (2014) y Francesca Gargallo (2007, 2009, 2013). El concepto de feminización se refiere a la equiparación del indio a la condición de mujer y a su consecuente anulación como sujeto pleno, todo lo cual se traduce en continuos actos de sometimiento (Gargallo, 2013). En este sentido, cobra relevancia en nuestro análisis la violación como acto de dominación hacia las mujeres, y como hecho que explica el surgimiento de los Estados moderno-coloniales. El mestizaje, símbolo de la construcción nacional en la mayoría de los Estados latinoamericanos, es el resultado de la violación primera de los hombres blancos a las mujeres indígenas y negras. Esta violencia sexual es la base de estructuración de nuestras sociedades, y el cimiento de sus jerarquías de género y raciales (Sueli Carneiro, 2014; Gargallo, 2007). A partir de la combinación de estos factores, se comprende la naturalización de la condición de subordinación de los sujetos de color.
Infantilización indígena
Buscando comprender cómo ciertos aspectos de la colonización y de la evangelización favorecieron la infantilización indígena nos remontaremos a la conquista de América. Según Vásquez, “la infantilización es una forma de colonialidad y de sujeción en dimensiones subjetivas” (2013: 6). La infantilización es una relación de dominación donde el dominado, “el otro”, es subjetivado como infante, como un niño. Esta perspectiva se ancla en una lectura evolucionista del ser humano: el sujeto infantilizado carece de los elementos necesarios para ser un sujeto completo. La infantilización de los indios se manifiesta como una estrategia legítima del poder colonial. Dado que la modernidad impone un modelo de sujeto racional y adulto, se explica que “la infantilización es aplicable a los no civilizados” (Vásquez, 2013: 2). Subyace una visión de dependencia, de carencia, de ausencia de capacidad. Sin embargo, se trata de un estadio que puede ser superado.
La acción evangelizadora efectuada por la Iglesia católica en América Latina generó procesos que llevaron a lo que hemos definido como infantilización del indio, al establecer con las comunidades indígenas relaciones de carácter paternalistas [2]. A raíz de este proceso se instauró la infantilización como visión hegemónica de la relación de dominación entre conquistadores y los pueblos indios de la región, la cual posteriormente se reprodujo y consolidó con el advenimiento de la Modernidad y con la formación de los Estados nacionales latinoamericanos.
Las discusiones sobre la construcción de los indios como sujetos infantilizados se remontan al siglo XVI, al célebre debate de Valladolid, en el cual los frailes Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas debatieron sobre la naturaleza de los indígenas americanos, sobre su humanidad o falta de ella. “La polémica está centrada en la legitimidad de la guerra y el dominio de la corona española de los pueblos aborígenes de América, en nombre de una presunta superioridad cultural” (Ortiz, 2013: 68). El problema que se planteaba en 1550, en la discusión entre estos dos españoles, era la del “justo título” que tenían los reyes cristianos de Castilla y León para el sometimiento de las poblaciones indígenas.
En el debate se intentó dilucidar si los indios de América eran o no seres humanos. En aquel primer momento de la discusión subyacía un discurso sobre la bestialización de los indígenas, asociado a la esclavización de los pueblos conquistados[3]. Sin embargo, debido al triunfo de los argumentos esgrimidos por fray Bartolomé de las Casas, se logró instalar la idea de que “todas las gentes del mundo son hombres” (de las Casas; en Ortiz, 2013: 70). Superado el debate en torno a la bestialización, se instaló la perspectiva de la infantilización, donde los indígenas fueron entendidos como “humanos pueriles”, es decir, como sujetos incompletos a desarrollarse.
La acción evangelizadora estuvo marcada por un fuerte contenido etnocéntrico, propio de la colonización. Se impuso la conversión al cristianismo como la única vía legítima para la salvación de los pueblos. La evangelización justificaba moral y éticamente el genocidio y la colonización: “sin ella, la guerra y el despojo de los indios hubieran aparecido a los ojos de todos con la transparencia de lo que realmente fueron; un brutal y vulgar saqueo” (Santana Castillo, 2006: 5).
Destacamos el rol de la Iglesia dado que es la primera institución que resuelve que los indígenas son seres humanos susceptibles de cuidado, justificando así el genocidio para aquellos que se resistían al proceso de conquista y colonización. Desde la evangelización comienza a gestarse la idea del indígena como un niño a ser protegido y educado por aquel que ya se encuentra totalmente desarrollado: el conquistador europeo. A modo de ejemplo, podemos retomar los argumentos esgrimidos por Las Casas que hacían referencia a que los indígenas podían volverse “buenos cristianos” a partir del aprendizaje del evangelio y de la modificación de sus “errores”. En consecuencia, la condición de infante podía superarse por medio de procesos de desindigenización, donde el objetivo final es el abandono de lo indígena[4]. En la época de la conquista, ello se logra a partir de la evangelización y de la conversión al cristianismo.
Esta forma de dominación de la subjetividad india no acaba con los procesos independentistas. Por el contrario, ella es reactualizada por los Estados-nación latinoamericanos en sus políticas indigenistas, que buscaron incorporar a los indios como ciudadanos en el proyecto nacional monocultural. Siguiendo a Adolfo Colombres, “el indigenismo no es más que la filosofía social de la praxis colonialista (…), pues está condicionado a las necesidades expansivas de la sociedad nacional” (1975: 10). Se caracteriza por tomar decisiones inconsultas y paternalistas y por la imposición verticalista de una serie de resoluciones que no se orientan a garantir la autonomía indígena, sino que persiguen eliminar su componente étnico, generando de esta manera un proceso de desindigenización. Las políticas indigenistas propias de los gobiernos latinoamericanos no permiten la liberación del indio. Lejos de ello, al consolidar y reproducir las estructuras de dominación existentes, terminan por atacar su especificidad étnica. Su objetivo final es común a todas las experiencias nacionales latinoamericanas, más allá de su diversidad: “la integración de los indios” (Bonfil Batalla, 1981: 13).
El “movimiento indigenista”, entendido como “aquel cuerpo doctrinario que define y justifica las políticas estatales para los sectores de la población reconocidos como indígenas” (Bonfil Batalla, 1981: 14), se consolidó hacia 1940, cuando tuvo lugar el Primer Congreso Indigenista Interamericano en Pátzcuaro (México). Bonfil Batalla identifica tres objetivos claves del indigenismo latinoamericano:
Reconoce la existencia del pluralismo étnico y la necesidad consecuente de políticas especiales para los pueblos indígenas. Estas políticas deben ser protectoras, porque se entiende al indio como un individuo, económica y socialmente débil, deben tender hacia la incorporación integral de los indígenas en la vida nacional de cada país, y deben, (…) garantizar la permanencia y estimular el desarrollo de los aspectos de las culturas indias que sean ‘positivos’. (Bonfil Batalla, 1981: 14. Énfasis propio)
Finalmente, quisiéramos destacar que Henri Favre también subraya este aspecto “protector” del indigenismo estatal, marcando las continuidades históricas entre estas políticas y las posiciones del clero en la época colonial. Afirma:
El indigenismo en América Latina es, para empezar, una corriente de opinión favorable a los indios. Se manifiesta en tomas de posición que tienden a proteger a la población indígena, (…) y a hacer valer sus cualidades o atributos que se le reconocen. Esta corriente de inspiración humanista es antigua, permanente y difusa. Sus orígenes se remontan a los contactos iniciales que los europeos establecieron con los habitantes del Nuevo Mundo. (…) La corriente indigenista atraviesa toda la historia latinoamericana. (…) Alimentada por los clérigos en la era colonial, más tarde mantenidas por asociaciones protectoras del indio (…), penetra en todas las partes del cuerpo social. (1998: 7. Énfasis propio)
Se trata de una corriente que sirve a los intereses de aquellos que fundaron las naciones; para ellos, el problema era “reabsorber la otredad india en la trama de la nacionalidad” (Favre, 1998: 8). No es un pensamiento indígena, sino el pensamiento de las elites criollas y mestizas sobre lo indio. Las elites independentistas que dieron origen a las repúblicas, concibieron a la nación en términos “político-jurídicos”, por lo tanto sólo reconocieron al indio “en tanto sujeto de derecho” (Favre, 1998: 31); es decir, en tanto ciudadanos.
La construcción de sujetos feminizados
Junto a la infantilización, es posible identificar desde la conquista otro proceso de dominación de la subjetividad india. En dicho proceso no prima el cuidado paternalista sino la violencia. Es lo que se denomina “feminización”.
Karina Ochoa Muñoz sostiene que es posible identificar tres tópicos presentes en el debate y en los discursos teológicos que se suscitaron alrededor de la conquista: “La esclavitud (bestialización), la racialización (de los pobladores colonizados) y la feminización de los indios (que incorpora el sexismo y la misoginia); elementos que configuran los patrones de poder y dominación, cuyo sentido llega hasta nuestros días” (2014: 13). El elemento común de estos discursos es “la negación del “sujeto” indio/a o, en su defecto, la aceptación del indio/a, siempre que deje de serlo” (Ochoa Muñoz, 2014: 16).
La autora considera que en pensadores como fray Bartolomé de Las Casas, Ginés Sepúlveda y Francisco de Vitoria, se encuentran “ciertos supuestos que constituyen la base del proyecto civilizador occidental, es decir, de la Modernidad con su ethos universalizante” (Ochoa Muñoz, 2014: 13). Este complejo entramado de formaciones discursivas está basado en ciertos presupuestos que “de facto, niegan al indio su calidad de ‘sujeto’ con plenos derechos” (Ochoa Muñoz, 2014: 13-14), despojándolo de su “identidad original”, para posicionarlo en un lugar subordinado, como un “otro” negado (Ochoa Muñoz, 2014).
De acuerdo con esta autora, la configuración de estas identidades encubiertas ha sido la base de la clasificación social en las poblaciones latinoamericanas; siendo funcional, aunque de manera variable a través de los distintos períodos históricos, a las diferentes formas de explotación, control del trabajo y subordinación de género (Ochoa Muñoz, 2014).
Este proceso de subjetivación puede explicarse a partir de la imagen del “yo/conquistador” que elaboró el europeo en contraposición a la del “otro/dominado”. Ochoa Muñoz sostiene al respecto que:
Ese “otro” (el indio/a) no fue visto en realidad, sino encubierto bajo el halo del imaginario de lo femenino-sometido. Así, antes que ver a los/as indios/as como el Otro-lejano, los vieron como ese Otro-cercano (las féminas), que fue el punto de partida (…) desde el cual pensaron e imaginaron al otro-lejano (del mundo árabe, oriental, americano, etc.). Así, la primera alteridad del español-dominador es la mujer-dominada. (2014: 21)
A raíz de esto, sostenemos que la feminización del indio implica una anulación de éste como sujeto político. Equiparable a la condición de mujer en el seno de sociedades occidentales y patriarcales[5], el indio aparece como un sujeto que requiere tutela constante y perpetua. Como sostiene Francesca Gargallo:
El indio ha sido feminizado teórica, discursiva y prácticamente; esto es, ha sido emasculado, despojado de la condición de sujeto pleno y convertido en una mujer social, miembro de una humanidad a tutelar por incompleta (de subjetividad) o débil (…) lo cual se ha traducido en continuos actos de sometimiento. (2013: 76)
La diferencia central entre los conceptos de infantilización y de feminización reside en que, mientras que el primero remite a una condición transitoria, a un período de inmadurez que será superado con el desarrollo posterior del sujeto, “en tanto que el niño tarde o temprano accede a la edad adulta, momento en el que se pierde la tutela paterna” (Ochoa Muñoz, 2014: 14), el segundo se refiere a una condición absoluta y perpetua: aún alcanzada la madurez, las mujeres seguirán requiriendo de la voluntad y de la tutela del varón. En otras palabras, en este tipo de sociedades, la condición de sujeto feminizado es de imposible superación (Ochoa Muñoz, 2014).
Ahora bien, para perpetuarse esta feminización necesita naturalizarse, volverse explicable mediante un esquema que jerarquiza la desigualdad en nombre de superioridades e inferioridades “naturales”, cuando no “raciales” –o sea inmutables, ajenas a toda emancipación y marginadas de la historia– entre los seres humanos. (Gargallo, 2009: 89)
Consecuentemente, el concepto de feminización se refiere además a la falta de reconocimiento de la autonomía de los sujetos que no sean hombres, blancos, adultos y occidentales. De tal manera que la condición de sujeto feminizado se aplica tanto a mujeres como a varones indígenas: “es la posesión la que hace de una persona una mujer, indistintamente del sexo biológico que tenga, y del poseerla un hombre” (Gargallo, 2013: 76). La posesión y la tutela se vuelven elementos constitutivos de la feminización, lo que nos remite a la ausencia de autonomía. Sin embargo, no se refiere solamente a individuos: “esta feminización de naciones enteras es constitutiva de la Modernidad y explica tanto su violencia misógina como la derivada violencia genocida” (Gargallo, 2013: 77).
Esta anulación del indio como sujeto político encuentra uno de sus fundamentos en el lugar primordial que los europeos le dan a “la razón”, la cual se entiende como un atributo exclusivamente masculino, y del cual “los otros”, tanto mujeres como indios, carecen. En concordancia con esto, Ochoa Muñoz sostiene:
Las formas en las que se establecen tanto el ordenamiento de los derechos universales en el discurso del liberalismo clásico como la concepción de lo público/político corresponden, en todo momento, a los discursos que desde 1492 encumbraron los valores europeos/occidentales como universales globales y androcéntricos-racializados; al mismo tiempo que derivan en una particular concepción del quehacer público o político y de quienes, en calidad de “sujetos” autorizados (varones/europeos/blancos), tienen posibilidad de acceder a los espacios (certificados) de la “política”. (2014: 22)
En consecuencia, para comprender la condición de “mujer social”, expuesta por Gargallo (2013), es necesario partir del análisis de esta situación de subordinación, ya no desde una perspectiva que ponga de relieve meramente la desigualdad y la diferencia, sino visualizando la racialización que sufren estos sujetos en la sociedad. “Su carácter ‘otro’ (bestial, inhumano, semihumano, etc.) se ve intercambiado o equiparado por el de ser mujer, es decir, como un sujeto inferiorizado y penetrable” (Ochoa Muñoz, 2014: 16). El proceso de feminización puede ser comprendido a partir de la observación de la subordinación y la violencia que se ejerce sobre estos sujetos.
En este sentido, es importante comprender que el proceso de feminización se ejerció a partir del reconocimiento de la condición (eurocéntricamente instaurada) de seres humanos de los indios y de la imposición de un régimen jurídico que les era ajeno. Como sostiene Ochoa Muñoz (2014), la imposición y la regulación de los pueblos indios por normas jurídicas de carácter pretendidamente universal negó (y todavía niega en nuestros días) la posibilidad de autodeterminación de estos pueblos. Estas implementaciones producen, no sólo la obligatoriedad de la norma y el consecuente uso legítimo de la coerción y la violencia con el fin de garantizar su cumplimento, sino que además acarrean la carencia de reconocimiento y la imposibilidad para la praxis política de aquellos individuos no abarcados por las normas de carácter “universal”. Así, el proceso produce la trasformación de los indios en sujetos mutilados, incompletos: feminizados[6].
Es decir, se dejó de considerar a estos individuos como objetos (bestias), para pasar a verlos como sujetos productores de bienes consumibles y susceptibles de ser poseídos, convirtiéndolos en un eslabón más de la cadena de producción/explotación. En este sentido se abrió la puerta al reconocimiento, pero un reconocimiento siempre condicionado, subordinado y sobre todo tutelado, consecuencia evidente del efecto “feminizante” reflejo de la violencia misógina-genocida que sufrieron los pueblos de América Latina (Ochoa Muñoz, 2014).
Es a partir de lo expuesto que empieza a cobrar relevancia en nuestro análisis el acto de violencia y de dominación sexual sobre las mujeres: la violación. Los sujetos feminizados son tomados como sujetos “penetrables”. La imposición colonial sólo puede ser entendida a partir de tomar “la sexualidad masculina como causa de la agresión, la feminización de enemigos como dominación simbólica y la dependencia en la explotación del trabajo de la mujer” (Ochoa Muñoz, 2014: 17). A partir de la combinación de estos factores, se naturaliza la condición subordinada de los sujetos de color, pasando sus cuerpos a formar parte constante y permanente del sistema económico de opresión, explotación y abuso sexual. En efecto, como sostiene Karina Ochoa Muñoz:
Hacer visible la feminización del otro/indio y la misoginia inscripta en la violencia genocida, no sólo como “códigos de comportamiento”, sino como elementos constitutivos del ethos colonial moderno, nos permiten una comprensión de las relaciones estructuradas por el orden colonial, pues éstas explican la articulación transversal entre la condición de raza y la condición de sexo-género. (2014:18)
El mestizaje latinoamericano
Definir y poner en tensión los conceptos de infantilización y feminización indígena nos permite anclar el análisis en los procesos de mestizaje en América Latina. El mestizaje latinoamericano supone diferentes modos de dominación de la subjetividad india, donde el objetivo último es la desindigenización. Símbolo de la especificidad latinoamericana, el mestizaje fue posible a partir de subjetivar a los-as indios-as como infantes o como féminas. Cada uno de estos tipos de dominación se articula con diferentes versiones de este proceso: el cultural y el racial.
Marisol de la Cadena afirma que se ha definido a los mestizos como “individuos no indígenas, resultado de la mezcla biológica y cultural” (2006: 51). A los fines de este trabajo, consideramos que el mestizaje racial fue producto de una previa feminización indígena, mientras que el cultural se comprende a partir del proceso de infantilización. Es preciso aclarar que estas divisiones son analíticas, pues en la historia ambos procesos de dominación y mestizaje se han dado en simultáneo.
Los procesos de feminización que hemos definido nos permiten explicar el ejercicio de la violencia misógina y genocida sobre los pueblos indios de la región. Desde la conquista, se tendió a considerar al mestizo como “la mezcla de dos (a veces más) identidades raciales previamente puras” (De la Cadena, 2006: 57). Desde los primeros años de la colonia, los órdenes clasificatorios de la sociedad se sustentaban en la “limpieza de sangre”, un principio social basado en la fe que consideraba a los linajes cristianos puros por encima de los conversos, que estaban manchados, como los indígenas evangelizados (De la Cadena, 2006). Sin embargo,
las políticas coloniales relativas a la pureza no fueron completamente intolerantes a la “mezcla” (…). [Por el contrario] Estas permitieron (e incluso estimularon) ciertas combinaciones (como, por ejemplo, matrimonios entre mujeres de la nobleza inca y conquistadores), y también penalizaron otras. (De la Cadena, 2006: 58)
Fue a través de la combinación de las nociones de evolución y civilización propias de la Ilustración y del concepto “científico” de raza, que se construyó la idea de la primacía de los mestizos sobre los indios. Las nuevas ideas de la ciencia racial vinieron a modificar, pero no a erradicar, los órdenes sociales basados en la fe (De la Cadena, 2006).
Como mencionamos anteriormente, la mezcla racial es producto de la violación sistemática de los hombres blancos españoles a las mujeres indígenas. La pluralidad étnica y racial resultante se ha intentado unificar, y el “crisol de razas” se ha enarbolado, desde el surgimiento de los Estados latinoamericanos, como símbolo de la nacionalidad por las élites independentistas. De hecho, con particularidades, fue el eje de los proyectos nacionalistas[7]: “En los discursos fundacionales de los próceres y las élites nacionales la unicidad del continente estaría definida por esta miscegenación entre pueblos, razas y culturas diferentes que dieron como resultado al nuevo habitante mestizo de nuestras tierras” (Espinosa Miñoso, 2009: 1).
El mestizaje fue el medio para superar la barbarie indígena y africana. Las ideologías nacionalistas nunca cuestionaron la idea según la cual “el proyecto occidental europeo era la única vía posible para hacer de los nuevos estados-nación proyectos viables” (Espinosa Miñoso, 2009: 3). Pero este mestizaje fundacional de América Latina, no es más que el ocultamiento de la violencia sexual y misógina sobre las mujeres indígenas:
La violencia del acto sexual del que surge el hijo-bastardo-mestizo, constituye sin lugar a dudas una de las verdades mejor ignoradas cuanto más conocida. Cómo ha sido posible hacer surgir una bella historia de amor de semejante horror. El relato del hombre blanco “enamorado” de la esclava indígena o africana, oculta la verdad del encuentro sexual obligatorio, de la producción de un cuerpo femenino al servicio de la empresa colonial y patriarcal. La naturalización de la mujer nativa o esclava como parte del paisaje conquistado es un efecto no sólo de la razón colonizadora sino de la razón patriarcal y heteronormativa. Es pues que ambas razones más que articuladas han sido parte de lo mismo, son parte de la misma trama de dominio. No es posible pensar una sin la otra: la historia de la invasión europea a estas tierras también ha sido la historia de la invasión del cuerpo violable de las mujeres originarias. (Espinosa Miñoso, 2009:3)
Es la previa feminización de los sujetos indígenas lo que permite convertir al “otro” en un sujeto penetrable. “La feminización de lo que se quiere conquistar es una constante en la historia de la Modernidad” (Gargallo, 2009: 88). Los pueblos indios son los vencidos por la conquista europea, y esto los feminiza. “Lo abierto es femenino por excelencia y el que se abre al igual que la mujer que abre las piernas para ser penetrada, rajada, se somete femeninamente. El vencido se abre y es penetrado al igual que la mujer” (Palma, 1990: 32). Los procesos de mestizaje pueden ser entendidos como una doble penetración, tanto biológica como cultural. En ambos el objetivo final es lograr la desindigenización y el blanqueamiento de las sociedades latinoamericanas.
Marisol de la Cadena sostiene que, en los procesos de dominación del indio llevados a cabo en la conquista, la raza se hermanó necesariamente con la cultura. En este sentido, se evidencia que el componente racial no fue el único determinante en la constitución del mestizo en América Latina: “los peligros que [los indios] encarnaban estaban impresos en sus almas” (2006: 63). Esta nueva categorización racial (fruto de la hibridación entre raza y cultura) fue el puntapié inicial para una nueva “limpieza de sangre”, la cual dejó de anclarse en el color de piel y dio lugar a la búsqueda de la “decencia”, entendida como categoría moral purificadora a lograr.
Posteriormente, con el auge de las políticas indigenistas en la región, la dominación estuvo signada por formas racializadas de poder que implicaron la optimización de la vida, en los términos eurocéntricamente instaurados, y la creación de nuevas identidades nacionales. Como sostiene De la Cadena, estas medidas de carácter estatal pretendían:
crear culturas nacionales (…) implícitamente, el otro lado de la misma moneda consistió en dejar morir a las culturas indígenas. (…) En América Latina el hermanamiento conceptual entre “raza” y “cultura”, produjo bio-políticas con vocación culturalista que no se orientaban hacia la modificación biológica de los cuerpos, sino al mejoramiento de almas racialmente concebidas. (2006: 64)
La acción indigenista del Estado trajo consigo múltiples medidas destinadas a regular a las comunidades indias. Una de ellas fue la educación gratuita y universal, la cual fue implementada como un derecho por gran cantidad de Estados latinoamericanos a mediados del siglo XX. Esta medida fue fundamental para lograr el fin último del Estado indigenista: la erradicación del componente cultural indio, y la trasformación de los indios en ciudadanos. La educación se presentaba como el proceso necesario para la adquisición de ciudadanía y para el progreso de la nación; como contraparte, se lograba el abandono de “lo indio” y de las costumbres “atrasadas”. La nueva definición culturalista de la raza dio lugar a que el Estado ejerciera, vía educación, su propio racismo (De la Cadena, 2006).
Es aquí donde emerge el componente desindigenizador de las políticas estatales, las cuales reconocen la posibilidad de superación de lo indio vía el mestizaje cultural. Como sostiene De la Cadena (2006), estas políticas estatales pueden ser entendidas como una invitación a convertirse en mestizos o a morir como indios incivilizados carentes de desarrollo. Siendo el factor central a recalcar que “esta promesa [de progreso y civilización] no requiere medidas eugenésicas reproductivas, sino un ‘programa de desarrollo integral’, con la educación como componente crucial” (De la Cadena, 2006: 66).
El mestizaje cultural es consecuencia de la previa infantilización del indio. A partir de su consideración como infante, como sujeto no desarrollado completamente, se elaboran políticas tendientes a lograr su “desarrollo integral”. Éste es entendido como el aprendizaje de los valores culturales occidentales, lo que se logra, entre otras estrategias, con la incorporación de los indígenas a las instituciones educativas, emblema de la construcción de nacionalidad. El indio, devenido en ciudadano, es protegido por el Estado que garantiza su educación y les permite abandonar su estado de barbarie. De esta manera, el objetivo desindigenizante de los Estados indigenistas no precisa del ejercicio de la violencia (genocida o sexual) para acabar con la especificidad étnica de los “otros” de la Nación, sino que puede plantearse su integración al desarrollo nacional. El indio educado, civilizado, no puede más que abandonar su indigenidad, convirtiéndose en mestizo, sujeto parte del cuerpo homogéneo nacional.
Consideraciones finales
En este trabajo hemos propuesto como hipótesis que la infantilización indígena no ha sido el único proceso de dominación de la subjetividad india, sino que ha estado acompañado por procesos de feminización. Ambos han tenido como objetivo final la desindigenización. Sin embargo, cumplen con este objetivo desplegando diferentes estrategias de ejercicio del poder: la infantilización desde el cuidado paternalista y la feminización desde la violencia. Esto es posible dado que entre ambos procesos existe una diferencia fundamental que reside en que, mientras el estadio de infante es superable, el de mujer es perpetuo.
Para analizar la especificidad de cada proceso nos remontamos a la época de la conquista, a la evangelización llevada a cabo por la Iglesia Católica, a la formación de los Estados nacionales y a la formulación de políticas de carácter indigenista. Finalmente, anclamos el análisis en los procesos de mestizaje. Siguiendo los aportes de Marisol de la Cadena (2006) hemos logrado identificar dos perspectivas de este proceso: el racial y el cultural. Cada una ha buscado acabar con la especificidad indígena a su modo. Hemos procurado explicar que, para cada uno de estos procesos de mestizaje, hay una previa conceptualización de lo indígena. Si bien los hemos abordado por separado por razones analíticas, es preciso recordar que ambos se superponen e interrelacionan a los largo de los momentos históricos trabajados.
Analizar la dominación y los procesos de construcción de la subjetividad india desde la perspectiva de la feminización nos permitió evidenciar las características misóginas y sexistas que subyacen en la construcción de las sociedades latinoamericanas, tanto en la conquista, como en el periodo de los Estados nacionales. Estas características han sido invisibilizadas por la perspectiva hegemónica que conceptualizó la dominación india exclusivamente como infantilización.
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- Agustina Fornero es licenciada en Ciencia Política por la Universidad Católica de Córdoba, becaria doctoral de CONICET/UNC y doctoranda en Ciencia Política por el Centro de Estudios Avanzados de la UNC. Carolina Artaza es licenciada en Ciencia Política por la Universidad Católica de Córdoba.↵
- Queremos destacar que nuestro trabajo sólo se centra en el accionar evangelizador de la Iglesia durante el período de la conquista de América. Esto implica que no tendremos en cuenta las reformas y las discusiones que se han dado al interior de esta institución durante el siglo XX.↵
- La bestialización y la esclavitud quedaron finalmente reservadas para las poblaciones negras del continente.↵
- Es preciso destacar que los procesos de desindigenización son históricos, no automáticos.↵
- Esta afirmación no implica desconocer la existencia de un patriarcado indígena. Tal como sostienen Julieta Paredes y Adriana Guzmán (2014), los europeos trajeron su propio patriarcado a nuestras tierras, el cual se fusionó y se “entroncó en el tronco falocéntrico” del patriarcado indígena local. Complementándose y generando nuevas y variadas formas de explotar a las mujeres.↵
- Actualmente, y con el auge de las políticas de carácter multiculturalista, los Estados latinoamericanos se han visto obligados a reconocer las diferencias, pero a la vez que las ocultan y las niegan; siendo los dispositivos jurídicos-burocráticos el medio primordial para este fin. Bidaseca, Gigena, Guerrero, Millán y Quintana (2008) llevan a cabo un análisis de estos dispositivos de carácter “mimético” en el marco de la problematización sobre las personerías jurídicas en Argentina, los cuales refieren a un discurso donde el Otro no es más que un “objeto parcial”, que se reconoce como diferente. En este sentido, se trata de un Otro reformado, al que siempre hay que vigilar, disciplinar, dar una identidad.↵
- Gustavo Cruz distingue entre proyectos nacionalistas mestizadores –como el mexicano– y proyectos blanquizadores anti-mestizo –como el argentino–, en su texto publicado en este libro.↵