Con la realidad psíquica, entre lo olvidado y el núcleo de nuestro ser, se avizora el fundamento último de lo subjetivo, “lo inconsciente es lo psíquico […] real, nos es tan desconocido en su naturaleza interna como lo real del mundo exterior […] por las indicaciones de […] órganos sensoriales” (Freud, 1900b: 600). Las ficciones veraces del deseo encuentran su justificación en una negación que, como envés del inconsciente, hace perecer todo sueño de unificación. La fecundidad de una marca que, al establecer un exterior excluido, saca de la impunidad, abre la promesa de un rodeo en el cual lo hallado nunca será lo pretendido. Reencuentro signado por la decepción; empero será en esa diferencia donde reste el factor pulsionante y el deseo pueda emprender su vuelo.
1. Del signo perceptivo
En la Carta 52 se intenta investir un signo perceptivo, señuelo de una pérdida que atrae. Se avizora un trazo negativo como principio de la sobredeterminación, es decir, de lo simbólico. La “conciencia-pensar secundaria es de efecto posterior {nachträglich} en el orden del tiempo” (Freud, 1896a: 275). Así, la memoria se presenta sujeta a reescrituras. He aquí cómo se adelanta el sentido de la subjetivación: “nuestro mecanismo psíquico se ha generado por estratificación sucesiva, pues de tiempo en tiempo el material preexistente […] experimenta […] una retrascripción {Umschrifi}” (Freud, 1896a: 274). Desde allí se abrirán para todos y cada uno, las posibilidades de inscripción y reinscripción subjetivante. Con ello, la Traumdeutung advierte sobre una lógica temporal que subvierte las categorías kantianas y se sostiene en la fijación de un signo que jamás devendrá consciente. Sólo desde esa lógica de la retroacción es posible pensar la construcción de un sujeto del deseo inconsciente. Un sueño: “el padre estaba […] muerto, sólo que no lo sabía” (Freud, 1900b: 430) marca el horizonte de la primera tesis. Como impronta negativa vale como enunciación inconsciente inédita que recusa todo saber sobre el ser. Con dicho señuelo que atrae, no se busca conocer un objeto, no se apunta a la localización cronológica del acontecimiento, sino al reencuentro. A partir de su inscripción sólo hay rodeos. Así la repetición deviene subjetivante y se sostiene en un rehallazgo en el cual se constituye como perdido.
¿Qué relación se plantea entre la marca y lo subjetivo? Con la metapsicología, la esencia de la represión consiste en un rechazo (Freud, 1915a). Lo reprimido primordial como saber en fracaso deja caer un resto que asegura el acceso al goce recusando la inmediatez. El defecto es lo normativo para la satisfacción como ganancia en pérdida. Lo directo debe estar prohibido. En La negación (Freud, 1925a) se traza lo inédito del modo de concebir lo subjetivo. Un interior de particular extrañeza, punto de exterioridad sin el cual la imperfección estructural carece de legitimidad. El ser vivo indefenso adquiere una inicial orientación al distinguir estímulos para los que vale la huida, y otros esforzantes {Drang}: “Estos estímulos son la marca de un mundo interior, el testimonio de unas necesidades pulsionales. […] ser vivo habrá adquirido así […] un asidero para separar un afuera de un adentro” (Freud, 1915b: 115). La pulsión como marca en lo psíquico localiza al cuerpo en fragmentos erógenos. El legado es a una marca simbólica. Lo distintivo en lo subjetivo se desliza hacia el hecho de que la Cosa en el mundo se encuentre ahí. Freud articula el Nebenmensch. Así, para la aprehensión de la realidad “es sobre el prójimo […] aprende […] a discernir” (Freud, 1950: 376). El Nebenmensch separa una parte constante inasimilable de otra variable, comprendida por un trabajo mnémico. Entonces, entre la instancia de realidad y la ley del placer hay una correlación dialéctica bajo el efecto de esa ley invisible constituida por el núcleo, das Ding. El discernimiento requiere de una escisión. Un yo muy inicial y más antiguo introduce una hiancia que, reconducida a una buena marca, localiza un afuera-adentro. Con esa distinción según una marca objetiva se muda en un yo-placer que pone el placer por encima de cualquier otro. El mundo exterior se le descompone en una parte de placer que él se ha incorporado y en un resto que le es ajeno. Y del yo propio ha segregado un componente que arroja al mundo exterior y siente como hostil (Freud, 1915b: 130-131).
Con las novedades de 1900 el aparato psíquico sólo puede desear, el deseo arranca del displacer y apunta al placer. También la experiencia de satisfacción conduce a otro supuesto, a saber, que la acumulación de la excitación es percibida como displacer. Así, el dolor cuenta como algo a ser rechazado. Se promueve un rodeo, “un nuevo principio en la actividad psíquica; ya no se representó lo que era agradable, sino lo que era real, aunque fuese desagradable” (Freud, 1911a: 224). Esta actividad apunta al rodeo para modificar el mundo exterior. Es necesario el rodeo y la ficción para que el deseo emprenda su vuelo de pájaro celeste. Una ética inédita cierne su esperanza allí. Esperanza que no es consuelo, y tampoco ilusión sino empuje hacia el bienestar y el progreso.
¿Cuál es la novedad en La negación? El fin del examen de realidad no consiste en hallar en la percepción objetiva un objeto que corresponda a lo representado, sino reencontrado (Freud, 1925a). Se trata de lo inédito del modo de concebir lo subjetivo. Desde el Proyecto, el reencuentro de objeto {Die Objektfindung} se dirige al campo del das Ding como debiendo ser reencontrado (Freud, 1950). Se supone una pérdida que no es real, retroactivamente se instala como perdido. Recusando las categorías kantianas, es un interior de particular extrañeza que requiere de la función del objeto perdido. De este modo, lo esencial de la función del juicio es la creación del símbolo de la negación. Así, con la fecundidad de una marca endopsíquica, el fantasma nos orienta hacia un objeto que recusa todo conocimiento ¿Cuál sería allí la certidumbre? Extraña certidumbre que obliga a diferenciar creencia de certeza.
1.1. Convicción versus creencia
El fantasma, como secuela cicatricial, lleva a un cierre. Resto fantasmático cuyo legado es a la gloria de una marca endopsíquica. En 1900 el ombligo como punto de cierre es límite a la palabra y delata su fundamento, lo no reconocido, lo imposible de reconocer. Así, la herida de la castración es su testimonio. Finalmente, los fenómenos residuales no desalientan a Freud respecto de los beneficios de un análisis donde se conjuga bienestar y deseo.
Para Lacan la función de la palabra difiere del lenguaje como hecho. El dicho no es campo de equivocidad. Secuela cicatricial, gramática fija que pone límite al todo-decir. Así el fantasma nos orienta hacia un objeto que recusa todo conocimiento ¿Cuál sería allí la certidumbre? Extraña certidumbre que obliga a diferenciar creencia de certeza, de convicción.
Si el fantasma vale como secuela cicatricial es necesario revisar el Edipo. Reflexionamos así sobre la creencia y la convicción a la luz del anudamiento del complejo de castración. ¿Qué papel juega el falo allí? Si el falo se conjuga con la problemática del ser y tener, la presuposición y desmentida tiene que ser dañada por un efecto simbólico que incida sobre lo imaginario. Así, el complejo confronta con la falta y anuda. Ahora bien, si el encuentro con el falo se da en lo imaginario, es con el pasaje al falo simbólico que la creencia adquiere otro sesgo para la subjetivación. Para tenerlo es necesario no serlo. Ser el falo debe estar prohibido, empero, si la prohibición es necesaria, se requiere de la amenaza que debe ceder de la madre al padre para devenir terrorífica y por ello mismo creíble. Entonces, el sujeto transita el entramado edípico que, en tanto ficciones veraces, complacen al sujeto para arribar a un punto en el cual la imperfección estructural se demuestre. ¿Cómo se deciden las vicisitudes de la subjetivación? Al síntoma se le supone un saber porque se cree allí. Sesgo de creencia que se extiende a toda formación del inconsciente cuando esta hace enigma e interroga al sujeto. Empero, si el síntoma permite creer ahí es porque un goce refugiado tiene como soporte al cuerpo. Desde ahí un malestar subjetivo justifica la fecundidad de la queja y el pedido de ayuda. Empero, en la creencia uno se regocija. El riesgo es que lo verdadero adormezca. Por ello, debe contar algo más.
Desde 1900, La interpretación de los sueños nos advierte que Freud pretende encontrar en los sueños la confirmación de lo inferido en la neurosis. Empero, los límites y fracasos atraviesan su escritura. El despertar de los sueños de angustia hace obstáculo a su primera tesis de realización del deseo. Cuenta allí una demasiada sensación de realidad que agujerea a la realidad psíquica. Ahí el sujeto se confronta con la angustia cuya fecundidad radica en el encuentro con lo indestructible que cuestiona la hegemonía de la realidad psíquica en su fundamento último no reconocido. El deseo no es solo metafórico y desplazable. Ahí, la certeza de la angustia deviene esencial para toda subjetivación. Sin la angustia que afecte al sujeto, ¿cuál sería la certeza subjetiva que lo orienta? De este modo, si el síntoma permite creer ahí es porque un goce refugiado tiene como soporte al cuerpo. La relación del sujeto al goce requiere del naufragio; la gloria de la marca lo hace posible. La novedad en Más allá (Freud, 1920) trae huellas primordiales que lindan con lo doloroso, por ello la compulsión de repetición plantea desacuerdo. Desligada de la transferencia, la repetición se anuda al goce y deviene campo princeps para la subjetivación. ¿Cuál es el verdadero acontecimiento? El entendimiento del tabú arroja luz sobre la naturaleza y génesis de la conciencia moral. Así, la conciencia moral pertenece a aquello que se sabe con la máxima certeza (Freud, 1913). Con la ceguera de Edipo, culpa trágica y parricidio se conjugan en el efecto terrorífico de la amenaza. Huella de la prehistoria que articula al padre celoso. Fecundo despertar que, desde el fundamento, permite la confrontación con la certeza de la angustia cuyo objeto es el del corte que no engaña. Edipo no carga con la pena, no se trata del penar en demasía, sino que decide y paga el precio. Un acto lo autentifica. Desde ahí, hay lugar para la castración subjetiva que estructura al deseo ofrendándole su causa última. Edipo es necesario, pero en el ocaso, es necesario su heredero. Más allá de creencia, la castración requiere que el peligro amenace de afuera y así se pueda creer en él (Freud, 1933c).
2. Lo insoportable, el factor moral
Si nuestro paciente sufre de un sentimiento de culpa, como si hubiera cometido un grave crimen, no le aconsejamos hacer caso omiso de esa tortura de la conciencia moral […] una sensación tan intensa y sostenida no puede menos que fundarse en algo efectivamente real. (Freud, 1926a: 178)
Para Freud, desde el inicio, un impedimento justifica la ominosidad del síntoma actual, allí cuando la excitación sexual somática no deviene libido psíquica (1895). Para Lacan, donde el deseo es expulsado tenemos masoquismo (1973-1974). Ahí no se trata de placer sino de un goce ruinoso que abruma al sujeto. Por su parte, para Freud, el neurótico es pecador en exceso. ¿Cuál es el alivio? Sólo proviene del lazo al Otro con la mediación de la palabra.
Si la subjetividad se focaliza en el primado del falo, su caída no es desviación ni derrape transgresor a expensas de lo prohibido. Para Freud el sentimiento de nuestro sí-mismo incluye una mismidad, cuyo legado a la gloria de una marca no me da identidad ni respuesta totalizante sobre el ser. El maestro no resuelve la eterna pregunta filosófica sobre el ser; sólo pretende no agotarla en una conciencia todo-poderosa que cerraría la idea de lo psíquico, ni en la religión como ilusión. El poder confesarse la propia nimiedad nos ofrenda una forma de ser inédita. Así, la angustia crea, en el instante mítico, el trauma de castración, peligro exterior como el auténtico acontecimiento. El acontecimiento es allí estructural. Empero, las maneras de responder a él son múltiples y variadas.
Lo cierto es que la transmutación subvierte la norma; es necesario el re-fuerzo filogenético para que lo vivido devenga acontecimiento en tanto certeza subjetiva. En Moisés (Freud, 1939), la revisión del trauma recupera la escena pasiva que, conjugada a las fantasías primordiales, convoca un patrimonio filogenético sin el cual no hay mutación subjetivante. La prueba contundente de ella la constituyen los fenómenos residuales cuyo legado es al Padre. Entonces, si la moral requiere del ocaso para no devenir patógena, el ideal como el más fuerte favorecedor de la represión consigue evitar el derrape obsceno y transgresor. Con lo impersonal el núcleo puede incorporarse sosteniendo al yo que deviene agujereado.
¿Cuál es la génesis de la certeza subjetiva? Que el peligro devenga exterior y el sujeto crea en él es lo que exige la castración para el logro de sus efectos. Es preciso que haya recorrido antes el destino de la represión, pasado por el estado de permanencia dentro de lo inconsciente, para que con su retorno se desplieguen efectos tan poderosos (Freud, 1939). No se trata de un convencimiento racional sino de efectos. Que en el ocaso haya inscripción conlleva un acto de pérdida. Fecundidad que, en virtud de la marca simbólica, abre brecha y causa el trabajo poiético, elaborativo. Si al decir de Lacan sólo hay relaciones incestuosas o asesinas, el superyó proscribe el goce incestuoso cuando hay sepultamiento e incorporación. La ley no es lo mismo que la interiorización de la ley[1].
La marca en tanto endopsíquica subvierte y cumple la función de sacar al sujeto de la impunidad; así hay posibilidad de elaboración psíquica y subjetivación. Un acto lo ha hecho posible. Sólo cuando el acontecimiento deviene verdadero hay subjetivación. Los deseos, en su expresión última, más allá de la realidad psíquica, tienen otras formas de existencias: lo no reconocido. Más allá de los representantes psíquicos la convicción no es creencia. Otra realidad despierta. Si la apuesta del narcisismo es a un desprendimiento, “Lo ominoso del vivenciar se produce cuando […] parecen ser reafirmadas unas convicciones primitivas superadas” (Freud, 1919a: 248). ¿Cómo se plantea el factor moral?
Las neurosis traumáticas de guerra permitieron inaugurar un nuevo espacio de conflicto. ¿Cuál es la complicación aquí? Lo normativo es que la endeblez inicial del yo tiene que avanzar hacia una progresiva fortaleza. Si es un progreso necesario el pasaje de la angustia automática a la señal afecto, esto no es evolutivo. Para ello, el yo tiene que haber adquirido la organización y fortaleza necesaria para escindirse y reunificarse. La relación con algo que deviene hueco en el cuerpo requiere de la gloria de la marca que haga corte y saque de la impunidad al sujeto, impunidad que, a la luz de la segunda tópica, vale como situación traumática. Empero, pueden presentarse complicaciones a la hora de la transmutación antedicha. Con el conflicto entre una parte del yo y la instancia crítica, lo complicado es que el yo se someta al imperativo categórico pasivizándose en demasía. El superyó se exterioriza como sentimiento de culpa y puede desplegar contra el yo una dureza y severidad extraordinarias.
Para concluir, repetición y reencuentro se conjugan para honrar a la función del objeto perdido. Su legado es a las virtudes del Padre y el rechazo normativo. Reencuentro implica volver a encontrar en la retroacción el objeto originario como perdido. El resto se obtiene al final cuando el límite opera en Nombre del Padre. Así, la creencia es necesaria, empero se requiere de la convicción que no proviene del conocimiento ni de la realidad psíquica, sino de una extraña certidumbre que toca al cuerpo allí donde se conjuga ajenidad y milagros.
La angustia es lo fuera de duda dado que no es sin objeto. Si el objeto es el del corte, ahí se recusa al engaño y el legado es al Uno. Por ello, deseo y acto se conjugan para inaugurar una ética inédita. En ella la convicción sobre la existencia del inconsciente nos hace incautos para no errar.
- Trabajo presentado por la autora en el curso de Antropología (Prof. Cecilia Hidalgo) en la Maestría en Psicoanálisis, Universidad Nacional de la Matanza, UNLAM (2009).↵