[…] los modernistas liberaron la literatura
hispanoamericana, nacionalizaron
(o más bien continentalizaron)
los bienes culturales extranjeros
y formaron la base irrenunciable
e indestructible de cuanto se ha escrito
después en nuestra lengua.José Emilio Pacheco
Tarea ardua y exigente es la preparación de una antología y más si su eje pretende centrarse en uno de los movimientos más controvertidos y discutidos de la literatura latinoamericana: el modernismo. José Emilio Pacheco no teme los riegos que esta aventura puede presentar y en el año 1970 publica dos tomos dedicados al modernismo de su país bajo el título Antología del modernismo [1884-1921].
La idea de Claudio Guillén sobre el complejo proceso de organización de una antología nos orienta a pensar en la función privilegiada que ocupa Pacheco al proponer la reescritura y la reelaboración de textos ya existentes mediante su inserción en un conjunto nuevo (1985: 413). Pacheco, como lector de primerísimo rango, sostiene la operación, propia de la antología según Alfonso García Morales; esto es, la escisión y reinserción de textos de diferentes autores, quienes “se eligen y se separan de conjuntos textuales previos para ser reunidos, enmarcados y ordenados en un conjunto único, del que reciben y al que confieren sentido, en el que adquieren nuevas relaciones, significaciones y valores” (2007: 26). Al advertir la ausencia de una compilación de textos sobre el modernismo mexicano, Pacheco opera sobre un repertorio textual que deja traslucir sus elecciones y preferencias literarias, un corpus que, hasta el momento, aparentemente, no había sido estudiado con la seriedad crítica que él pretende: “Sus problemas [los de los modernistas] tienen gran semejanza con los actuales. Sin embargo, nadie ha querido darnos la historia ni la antología del modernismo mexicano” (Pacheco, 1970: 7)[1]. Frente al supuesto vacío, Pacheco despliega este proyecto y, así, trata de saldar la deuda con parte de las letras mexicanas que no poseen lo que él reclama; plantea diferentes lecturas, otros recorridos críticos que apelan a intervenir, como afirma Claudio Guillén (1985: 413), en una nueva recepción de poetas, en este caso, los modernistas mexicanos. Debemos aclarar que la enunciación que elige Pacheco para reflexionar y proponer su versión sobre la tradición modernista se enmarca en un campo intelectual que hacia los años setenta ya reconoce su preeminencia en las letras mexicanas. Es un escritor destacado, como bien asevera Isabel Quiñónez (2008: 358), que, además de preparar tres libros de poesía, Irás y no volverás (1969-1972) (1973), Islas a la deriva (1973-1975) (1976) y Desde entonces (1975-1974) (1980) y publicar El principio del placer (1972), el tercer libro de cuentos, lleva adelante el trabajo de difusor cultural. Esta labor se vincula con la del antólogo realizada por otros escritores e intelectuales, como el caso de Versiones y diversiones (1974) de Octavio Paz, Ómnibus de la poesía (1971) y Asamblea de poetas jóvenes de México (1980) de Gabriel Zaid, Museo poético (1974) de Salvador Elizondo, Poesía mejicana. Antología de Frank Dauster (1970)[2], Poetisas mexicanas. Siglo XX de Héctor Valdés (1976), Palabra Nueva. Dos décadas de poesía en México (1981) de Sandro Cohen y Poetas de una generación (1940-1949) (1981) de Jorge González de León (González Aktories, 1995: 240-243; Quiñónez, 2008: 358-359). Las antologías mencionadas se complementan con aquellas cuyo centro de atención, tampoco ajeno a Pacheco, es la tragedia del 2 de octubre de 1968[3]. Además, Pacheco se perfila como uno de los mejores ensayistas de esta y las próximas décadas con sus “Inventarios” en Proceso, en cuyo primer número (6 de noviembre de 1976) participa[4].
Las preguntas que nos planteamos sobre el nuevo recorrido que plantea Pacheco sobre los antepasados del modernismo son: ¿qué figuras literarias mexicanas privilegia para elaborar su red de afiliaciones modernistas?, ¿qué criterios sustentan su selección? Mediante esta producción crítica, José Emilio Pacheco ¿logra el cometido que se propuso, esto es, ofrecer, finalmente, un conjunto de textos característicos del modernismo mexicano? Responder estos interrogantes es nuestra propuesta y, para ello, además, abordaremos sus reflexiones desplegadas en otros textos, sin embargo, próximos a la Antología del modernismo [1884-1921] en tanto la complementan en varios aspectos. Entre las textualidades subsidiarias más destacadas se presenta otra antología, Poesía modernista. Una antología general, preparada por el mexicano que, si bien abarca el modernismo, no se centra únicamente en las letras de su país, sino en otras que se desplegaron en centros como Nicaragua, Argentina, Cuba, Colombia, Bolivia, Perú y Uruguay. Tanto el repertorio de textos como el prólogo y las notas introductorias a cada uno de los escritores antologados son más concisos y retoman muchas de las ideas desarrolladas en el compendio de 1970, razón por la que esta sea, y no la posterior, la antología que funcione como eje rector de esta tesis[5]. Este corpus secundario se complementa con una serie de notas periodísticas que José Emilio Pacheco publicó en la mencionada revista Proceso mediante sus columnas semanales. Recordemos que en su último “Inventario” se refirió al escritor argentino Juan Gelman, fallecido el 14 de enero de 2014[6].
El modernismo: vicisitudes de una definición
Antología del modernismo [1884-1921] se abre con un prefacio que se diferencia de la introducción. El primero presenta de forma general qué es el modernismo para quien se define como autor y antologador del compendio textual. Junto con esta preocupación, aparecen otros interrogantes que se responderán a medida que avance la introducción: ¿por qué no hay una antología sobre el modernismo mexicano?, ¿cuáles son las causas de esta “ausencia”?, ¿qué período de tiempo abarca dicha expresión literaria? y ¿qué autores y obras se incluyen en este movimiento? Mediante el uso de una tercera persona en singular que figura la antología propiamente dicha, el autor (como se autodefine Pacheco) finaliza el prefacio con el expreso deseo de “dejar testimonio de su gratitud hacia todos aquellos que le ayudaron a hacer la presente antología” (1970: VIII-IX).
La “ausencia” de una antología sobre el modernismo se debe a dificultades de doble índole, una literaria y otra política (1970: VII). En la primera, reside uno de los objetivos del volumen: definir qué es el modernismo, mientras que la segunda se centra en dilucidar si el porfiriato influyó o no en el surgimiento de esta estética. Así, la hipótesis es que, si bien el sistema político instaurado por Porfirio Díaz[7] no produjo el modernismo, como podría sostener un determinista, sí condicionó a muchos de sus escritores, quienes, en su mayoría, respaldaron al militar Victoriano Huerta[8]. Planteadas estas posturas, mediante la reunión de textos poéticos modernistas, la idea es superar los problemas planteados para, de este modo, presentar una colección donde prime “el criterio histórico, objetivo” (Reyes, [1952] 1969: 131)[9]. Como en sus poesías, Pacheco vuelve al pasado; sin embargo, en este caso, lo hace para encauzar, según Susana González Aktories (1995: 239), una lectura crítica sobre cómo debe leerse y estudiarse la poesía en esa etapa particular de la literatura de su país y, así, ofrecer una visión coherente y rigurosa sobre el modernismo. La aparente carencia explicitada no la leemos como una falta de saberes sobre el modernismo, sino como una perspectiva sesgada desde la cual se ha abordado este objeto de estudio tan importante en la configuración cultural de América Latina. Entre discusiones innecesarias sobre precursores, iniciadores y epígonos, se ha solapado el aspecto medular para abordar las obras modernistas. Dice Pacheco, desde su rol de antologador: “La polémica en torno a la definición, la pugna nacionalista sobre quiénes fueron precursores, iniciadores y epígonos hace olvidar que lo importante son las obras y no los ardides que emplean los historiadores para clasificarlas” (1970: XIII). La obra de arte como centro, el texto literario como el protagonista de las reflexiones y cavilaciones, es el punto de arranque de la Antología del modernismo [1884-1921], una antología que “no es una obra erudita sino un libro de divulgación que trata de ser a la vez riguroso e informativo” (1970: VIII). El objetivo es claro y se anuncia sin rodeos: representar, mediante el trabajo antológico, “la aportación mexicana al modernismo de lengua española” (1970: VIII). La propuesta es la construcción de un linaje de poetas representativos del modernismo y cuyo portavoz es, sin duda, Rubén Darío[10]. En la nota periodística “Para volver a Rubén Darío”, aparecida en Proceso en el mes de noviembre del año 1978, Pacheco, a raíz de la edición de Poesía de Rubén Darío de Ernesto Mejía Sánchez, insiste sobre este aspecto: “Darío sigue siendo la figura central del movimiento que se encuentra en la base de cuanto se ha escrito en español durante el siglo veinte…” (s.p.).
La relectura y la revisión le permiten a Pacheco desandar el recorrido crítico operado sobre el modernismo para introducir sus apreciaciones. De sus diferencias con los análisis sociológicos porque alejaron las discusiones del aprendizaje del nuevo lenguaje poético que se estaba gestando, pasa a las consideraciones erróneas sobre definir el modernismo como obra única y excepcional de Rubén Darío. El autor nicaragüense es importante, claro está, pero no es el único; Pacheco, más bien, es un convencido de que el modernismo es un movimiento grupal, donde son varias las figuras que sobresalen[11]:
La transformación y avance hacia una poesía nueva fue obra de poetas americanos que, cada uno por su parte, renovaron la poesía en tal forma que, cuando el genio sintético de Darío llevó a España los frutos últimos de aquella evolución, ejerció en la metrópoli un influjo definitivo (1970: XV)[12].
En el mencionado “Inventario” del mes de noviembre de 1978, vuelve a defender esta premisa:
Mientras tanto, como hipótesis de trabajo puede proponerse la muy escolar de que el modernismo es el movimiento literario que resulta en Hispanoamérica, y más tarde en España, de la imitación de los parnasianos y simbolistas franceses –dos escuelas que en Europa fueron sucesivas y sintéticas. El trasplante produjo obras distintas a sus modelos originales y engendró así la “originalidad involuntaria” de que hablaba Alfonso Reyes (1978: s.p.).
Como podemos apreciar, el poeta nicaragüense merece en la lectura pachequiana un lugar excepcional; sin embargo, esto no implica el solapamiento de otros referentes que también contribuyeron a la riqueza del modernismo:
El rubendarismo, la manera de Darío anterior a 1900, no es todo el modernismo –aunque, como afirma Ángel Rama, Azul y Prosas profanas, determinan su tónica, apartan definitivamente el verso y la prosa hispanoamericanos de la dicción española de la época. El Modernismo, y así lo ha visto Manuel Pedro González, es una empresa generacional, no la tarea de un solo individuo (1970: XVI).
En la edición de las Obras completas I de Rubén Darío, preparada por Julio Ortega, José Emilio Pacheco es el encargado de redactar el prólogo, el cual se abre con la afiliación del nicaragüense con las renovaciones poéticas que gestaron otros poetas (Boscán y Garcilaso de la Vega). Una escena aparentemente trivial, la lectura del joven Darío de los poetas franceses en el Palacio de la Moneda en Chile, es el punto de partida de su renovación poética “sin la que no se explican la poesía ni la prosa escritas en las dos orillas hispánicas durante el siglo XX” (Pacheco, 2007: 27). Sin embargo, regresa a lo ya señalado en décadas anteriores: “Rubén Darío no actuó solo. En España y en Hispanoamérica hubo muchos poetas que al antecederlo le abrieron el camino. Darío no es todo el modernismo, pero sí la figura central” (Pacheco, 2007: 27).
Esta premisa es la que abre la introducción de la antología al marcar la existencia de modernismos y no de modernismo; este último término, afirma Pacheco en la mencionada edición de las Obras completas I de Rubén Darío, es “vago y, para mayor imprecisión, designa en inglés y en portugués a lo que llamamos vanguardia” (2007: 28). Además, Pacheco resalta la diversidad frente a la unidad; las múltiples posibilidades de la lengua a partir de los usos disímiles que se pueden realizar sobre ella: “Como los románticos, parnasianos y simbolistas franceses, los poetas modernistas son distintos entre sí y adaptan a su propia circunstancia lecciones aprendidas en otras literaturas” (1970: XI). De esta manera, Pacheco se aleja de ceñir este estilo literario a un único centro, su apuesta está en afirmar variadas manifestaciones, traducidas en múltiples usos de la lengua poética: “Al ser la negación de toda escuela, al exigir a cada poeta el hallazgo de su individualidad, el modernismo es un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna” (1970: XI). A propósito de la nueva antología que prepara en 1982, Pacheco insiste sobre este aspecto al resaltar las diferencias existentes entre los países latinoamericanos hacia fines del siglo XIX:
En los últimos quince años, a partir del centenario de Rubén Darío (1967), se multiplicaron los estudios generales y monográficos. Pero no tenemos, y quizá no habrá nunca, una definición satisfactoria del modernismo. Un solo término difícilmente podrá englobar cosas tan distintas como los Versos sencillos y Los crepúsculos del jardín, Castalia bárbara y Los senderos oscuros. Tampoco es posible ignorar las diferencias entre los países hispanoamericanos, tan grandes como sus semejanzas: en el fin de siglo, para sólo citar algunos ejemplos, mientras Cuba lucha por liberarse del dominio español, Argentina surte de carne y trigo a Europa y el capital británico la preserva hasta cierto punto de los avances norteamericanos que desestabilizan a Nicaragua; en México la influencia de los emigrantes es mucho menor que en el Cono Sur pero es el único de nuestros países que ha sufrido la ocupación del ejército francés (1982: 1-2)[13].
Primera premisa: el modernismo surgió en la periferia, es un fenómeno del margen, no del centro. Las letras españolas de América recuperaron su lugar, luego de, según Pacheco, el último fenómeno literario de estas tierras: sor Juana Inés de la Cruz[14]. A esta le sigue la segunda premisa: la innovación lingüística está acompañada por una búsqueda que no desdeña la tradición literaria anterior, al contrario, pretende enriquecerla. Es en la búsqueda de la unidad latinoamericana que se preocupa por releer el pasado, pero, sin embargo, también se proyecta hacia el futuro. Es el interés por encontrar una expresión auténtica que se aleje de las pretensiones y las exigencias peninsulares. Si hubo relecturas sobre la tradición española, particularmente del Barroco, y de otras estéticas europeas, especialmente francesas, fueron siempre ancladas en la innovación y en la originalidad, no en la emulación de estilos anteriores. En el surgimiento del nuevo decir poético, se forja, además de una nueva estética, una nueva experiencia social/política, que, siguiendo a Raymond Williams, corresponde a una experiencia social en proceso, aún no totalmente formalizada, que refiere al propósito de diferenciarse desde el punto de vista cultural y político de los países dominantes. En el prólogo de la antología de 1982 regresa sobre este aspecto ya en el primer párrafo. La perspectiva crítica de Pacheco se desplaza explícitamente de los postulados que ven en el modernismo solamente una copia, sin ningún tipo de intervención estética:
Durante mucho tiempo aceptamos la inferioridad asignada por los dominadores y dijimos que los modernistas “recibieron la influencia” de la literatura europea. Hoy vemos que se apropiaron de ella y la transformaron en algo diferente. Los materiales pueden llegar de afuera, el producto final es hispanoamericano (1982: 1; la cursiva está presente en el original).
Definir la tradición del modernismo es uno de los propósitos de Pacheco, y la literatura española es ineludible; en tanto movimiento que se “origina en Hispanoamérica y se transmite a España” (1982: 3), los estudios deben inscribirse no en el modo lineal y simplista “en que lo hemos considerado hasta ahora” (1982: 3) porque “se habla razonablemente de la influencia de Darío en España, pero sabemos poco de la influencia de España en Darío, de cómo el poeta de Prosas profanas (1896) se transformó en el autor de Cantos de vida y esperanza (1905)” (1982: 3). Una y otra vez subraya la relectura del modernismo sobre las obras de Góngora, Quevedo, Calderón y Cervantes; relectura, sostiene, que no es “simple reflejo” (1970: XVIII), sino trabajo artístico constante, “un proceso de transformaciones y ordenamientos” (1970: XVIII): “No es un simple reflejo de la poesía europea: asume características propias y arraiga en la tradición barroca española” (1970: XVIII). Pacheco, a través de su lectura de Reyes, dice que el modernismo fue una “independencia involuntaria” (1970: XV) que permitió el redescubrimiento de una nueva visión sobre las realidades hispanoamericanas (1970: XV). En su pretensión de definir los antecedentes modernistas, recupera a los olvidados; selecciona y acentúa ciertos valores y prácticas para elaborar un pasado literario significativo (Williams, [1977] 1980: 138). A diferencia de Miguel Unamuno, quien le dijo a Darío en 1889 “(Usted) quiere decir, en castellano, cosas que ni en castellano se han pensado nunca ni puede, hoy, con él pensarse…” (1970: XXVII), Pacheco contraataca y refuta:
Sin embargo algunos poetas peninsulares representaron un poderoso estímulo de renovación que iba a iniciarse en las antiguas colonias, históricamente mejor situadas que la vieja metrópolis. En otros países los románticos dejaron intacta la métrica tradicional, en cambio, Espronceda y algunos más experimentaron con nuevas combinaciones silábicas. Suele olvidarse la destreza rítmica de José Zorrilla y Gaspar Núñez de Arce, autor de sonoras lamentaciones por el mundo que se deshace en el siglo XIX (1970: XXVIII).
Trabajo estético con el lenguaje, independencia cultural y afirmación de la identidad latinoamericana corresponden a las principales cualidades que José Emilio Pacheco subraya del movimiento modernista, que tuvo la capacidad, según sus términos, de sintetizar, asimilándolas, tendencias literarias que en Europa fueron sucesivas e incompatibles y que dotan a las producciones de un tono y estilo propios[15]. ¿Cómo justifica él la innovación lingüística sostenida por el modernismo? Alude a dos textos fundamentales de Rubén Darío que funcionarían como sus “manifiestos”. Por un lado, un texto de 1888, “Catulle Mendès. Parnasianos y decadentes”, y, por otro lado, “Los colores del estandarte”, artículo publicado en La Nación en el año 1896[16]. A partir de ambas lecturas, Pacheco justifica lo que reconocemos como su idea axial sobre el modernismo. Propone una definición que, en una primera instancia, caracteriza como “posible”:
De esto se desprende una posible definición del modernismo no como escuela literaria sino como una completa renovación del idioma, una reforma total de la prosodia española, una nueva estética de libertad opuesta a la tiranía didáctica de la Academia que erige en norma del presente la obra maestra del pasado (1970: XVIII).
Sin embargo, el encadenamiento sucesivo de las ideas adquiere una intensidad en la justificación de la premisa de Pacheco que cancela toda posible refutación. Dicha “revolución” lingüística se enlaza con la idea de lo inesperado que introduce la originalidad como principio rector de los modernistas. El trabajo con el lenguaje es un trabajo creativo que conlleva transformaciones y reordenamientos. Leemos el modernismo desde Pacheco como una apuesta lingüística sin precedentes, “una tentativa de convertir la cultura planetaria (y no sólo europea) en lenguaje americano” (1970: XIX), que lo ubica en pie de igualdad con Europa: “El modernismo significa para las literaturas de lengua española la primera etapa del movimiento moderno que, simultáneamente en la poesía y en la novela, comienza en Europa hacia 1860 y a partir de 1880 establece una nueva sensibilidad” (1970: XIX). En síntesis, el modernismo es “la versión hispanoamericana de la literatura producida en un mundo social muy diferente: las sociedades por las revoluciones de los siglos XVIII y XIX” (1982: 6).
Si en un primer momento Pacheco se interesa en el modernismo como transformación profunda del lenguaje, luego incorpora razonamientos que se sitúan en el plano socio-histórico porque lo vincula con el proceso de modernización, con “ el producto del choque de la era moderna con el mundo antiguo en el que es insertado por la fuerza y el interés de la metrópoli” (Proceso, 1982: s.p.). Las renovaciones producidas en la literatura durante el modernismo están en sintonía con las transformaciones sociales correspondientes al mundo moderno[17] y, aquí, Pacheco elige citar a Walter Benjamin para referirse al escenario del modernismo: el proceso de industrialización de las ciudades[18]. Frente a los marginados del progreso, el arte se convierte en una “religión”, la poesía modernista es el sitio donde residen búsquedas para remediar el silencio, para comunicar una experiencia desfavorable[19]. En efecto, sostiene Pacheco, nada en el modernismo es fortuito; la indagación acerca de otras doctrinas, como el budismo, domina la primera etapa del modernismo al intentar compensar la soledad que provoca “el abismo hueco de la nada” (Pacheco, 1970: XX). Desde el planteo del modernismo, a partir de una perspectiva estético-literaria pasa a una que tiene su anclaje en justificaciones socio-históricas y así lo afirma en el segundo apartado que integra su prólogo a la antología. Su estudio incorpora las nociones de mecenazgo, bohemia y público. José Emilio Pacheco explica y justifica cada una de sus intervenciones al sostener una argumentación que persigue comprobar hipótesis, como cuando aborda los cambios literarios hacia fines del siglo XIX:
A mediados de los ochenta el romanticismo llega a su fin con la muerte de Hugo y se produce una segunda revolución romántica: el simbolismo (o “decadentismo” como lo llamó Charles Maurras) definido por dos libros: Les poétes maudits (1883 y 1888) de Paul Verlaine […] y la novela À rebours (1884) de Joris-Karl Huysmans (Pacheco, 1970: XXV).
Pacheco construye una imagen de crítico literario que, a pesar de intentar impregnar sus explicaciones sobre el fenómeno modernista con tintes “objetivos”, propios de todo texto que tiene la intención de dilucidar críticamente determinado objeto de estudio (Reyes, [1952] 1969: 131), no abandona las posibilidades de polemizar acerca de ciertas aristas controvertidas de la literatura y el arte en general, como puede ser su funcionalidad en un mundo en constante cambio:
El proceso industrial convierte el arte en mercancía sujeta a las leyes de competencia y al artista en productor. El avance técnico encierra el arte en la torre de marfil. El arte que comienza a tener dudas acerca de su función y deja de ser inseparable de la utilidad es obligado a hacer de la novedad su mayor valor (Pacheco, 1970: XXIII; la cursiva es nuestra).
Un aspecto para destacar es el importante espacio que Pacheco le dedica al contexto histórico y político del México de principios del siglo XX a partir de la controvertida figura de Porfirio Díaz. Lejos de atenuar sus ironías, presenta el sistema que, amparado en el positivismo, “justifica la libertad que más interesa a nuestra burguesía: la libertad de enriquecerse ilimitadamente” (1970: XXXIII) y “que para proteger la inversión extranjera permite el saqueo de sus recursos naturales” (1970: XXXIII-XXXIV). El tono de denuncia cala esta parte del discurso pachequiano que, entre la resignación y la impotencia, ve ya un país que “sirve a la producción y no la producción a México” (1970: XXXVII):
El imperialismo financiero nos libera de la anarquía pero trae consigo el vacío espiritual y la ceguera ante la indignidad […]. La burguesía nacional que se ve a sí misma como el más apto agente del progreso explota los latifundios y el erario público […]. Indios, campesinos y obreros están al margen de la justicia: los veredictos invariablemente favorecen al empresario (1970: XXXIV).
Ahora son ciertos grupos sociales los silenciados y, fundamentalmente, colocados en situaciones de extrema humillación. Pacheco no se olvida de los campesinos ni de los aborígenes. Frente a este escenario, el arte responde con pesimismo; los escritores “no escribirán para el burgués sino para un grupo que como toda minoría amenazada se cierra ante la hostilidad del medio” (1970: XL). Esta cita señala el derrotero de los artistas para transformar las letras mexicanas. Entre los hitos renovadores, está el indiscutido Manuel Gutiérrez Nájera, cuya “agudeza crítica” (1970: XLI) le permitió entender los peligros de la simple imitación, y las publicaciones de la revista Azul, cuyo mérito “consistió en superar las formas ya anquilosadas y en sustituirlas por otras abiertas al porvenir…” (1970: XLI), y Moderna. Arte y Ciencia, que anima una de las épocas literarias más importante de la poesía mexicana (1970: XLVII)[20].
Pacheco circunscribe el modernismo mexicano entre años que, además de representar acontecimientos literarios, indican hechos políticos: 1884 y 1921. El primero refiere a la reelección de Porfirio Díaz y a la aparición de “La duquesa de Job” del mencionado Gutiérrez Nájera. El segundo, a la asunción al poder de Álvaro Obregón y a la publicación de “La suave patria” de Ramón López Velarde, “el modernismo más revolucionario, el modernismo pasado por la revolución” (1970: L). Pacheco cierra su introducción con la idea con que la abrió: no hay un modernismo, sino modernismos; es la apropiación de un lenguaje, el español, para explorar sus límites expresivos en una sociedad en proceso de cambio. A diferencia de lo que sostiene su colega Octavio Paz en Los hijos del limo (1974), el modernismo no corresponde a una tradición de ruptura, sino a la “tradición de la imposibilidad del discípulo” (1970: LI). Obras abiertas, inconclusas, obras para todos los idiomas, es decir, únicas, irrepetibles e insustituibles (1970: LI).
José Emilio Pacheco: antólogo y crítico literario
En la segunda parte de esta tesis, dedicada a la obra lírica de José Emilio Pacheco, haremos referencia a una figura que, desde nuestro punto de vista, es determinante para entender su actividad como poeta y como crítico literario que acepta el desafío de la organización de una antología, así como también la escritura de múltiples textos que semanalmente publicaba, por ejemplo, en la revista Proceso. Dicha imagen es la del cangrejo. En su caminar hacia atrás, se reconoce, además de una historia, la de México, tal como analizaremos en las poesías, una particular manera de entender la tradición cultural. La operación física del propio cangrejo es el gesto, en este momento intelectual, que el mismo Pacheco realiza para pensar sus antepasados literarios. “Camina” entre los libros de sus bibliotecas, relee atentamente su contenido, marca y define tradiciones literarias a partir de determinados criterios que trataremos de reconocer en la antología y en los textos críticos que analizaremos en esta parte de la investigación.
Ya cuando nos disponemos a leer las primeras páginas de Antología del modernismo [1884-1921], nos topamos con su estructura organizativa, que lejos está de presentar esta colección como una yuxtaposición de textos y autores sin referencias. Antes de adentrarnos a una lectura atenta, visualizamos que cada elección está minuciosamente razonada; la inclusión de determinado escritor y de ciertos textos (y no otros) ha sido parte de un proceso meticuloso, complejo, donde las decisiones fueron amparadas por un aparato crítico que se encuentra citado. Pacheco, en tanto lector crítico, que ordena y dispone lo dado, diseñó para modular cada una de sus decisiones una entrada particular que justifica la inserción de los poetas en este nuevo conjunto, además de las notas enumeradas que esclarecen cierto contenido de los poemas seleccionados y las fuentes de las poesías escogidas[21].
Sobre los criterios explícitos, Pacheco afirma que siguió un orden cronológico (excepto con Manuel Gutiérrez Nájera que abre la antología), mantiene la integridad textual y no resume ni recorta. Su estrategia está en serle fiel al texto y a su creador; si modifica (tal es el caso de la ortografía y la puntuación según prácticas vigentes en el momento de su trabajo), es bajo la condición de no alterar ni el sentido ni el tono de los versos. Ahora bien, ¿es posible desandar el camino crítico de esta antología?, ¿podemos reconocer en ese recorrido interrelaciones entre los diferentes poetas antologados que definan a Pacheco como crítico comprometido con el pasado de las letras de su país? Y si así es, ¿reafirmamos, tal como veremos en sus poesías, su interés por el pasado y la memoria mexicana? En síntesis, por qué presenta una antología que, tal como plantea en el prólogo, se separa del postulado oficial sobre el modernismo:
De acuerdo con la teoría “oficial” nuestro modernismo queda limitado a las obras de Efrén Rebolledo y Rafael López y a una parte de lo que escribieron Amado Nervo y José Juan Tablada. Gutiérrez Nájera y Díaz Mirón resultan “precursores”, Urbina “último romántico”, Othón “cima de la poesía neoclásica”, que se opuso a los modernistas en cuanta oportunidad se le presentó; Ramón López Velarde y Francisco González León “poetas de la provincia”; Enrique González Martínez viene a ser finalmente el ángel exterminador (1970: VII).
Pacheco pretende releer la tradición modernista y, en esa relectura, sostiene otro recorrido para entenderla. Como también defiende en el prólogo a las Obras completas I de Rubén Darío, el primer paso es trastocar ciertos principios. En esta nueva interpretación, no cabe confundir “precursor” con “iniciador”; el primer término no entiende el modernismo como proceso, continuidad, incesante diálogo. Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón, José Martí, Julián del Casal y José Asunción Silva son leídos como “iniciadores” en lugar de “precursores” porque “abrieron el camino a Darío, que enlazó esa generación con la siguiente: Leopoldo Lugones, Ricardo Jaime Freyre, Amado Nervo, Guillermo Valencia, José Santos Chocano y los que llegaron después” (38). La perspectiva desde la cual Pacheco lee e interpreta se aleja de las parcialidades, los reduccionismos, para dar lugar a una perspectiva global, que pone en diálogo literaturas de diferentes latitudes, donde la española y la francesa irrumpen con un claro protagonismo.
La tarea de Pacheco se encuentra enmarcada en el proyecto religador y sistematizador que para Susana Zanetti (1994) singulariza al modernismo[22]: reúne figuras destacadas de las letras mexicanas en una antología y escribe reseñas y notas periodísticas en columnas de periódicos para acentuar los lazos efectivos que se gestaron en el primer movimiento literario que articuló concretamente artistas de todo el ámbito hispanoamericano y que logró igual proyección en España mediante encuentros, revistas, artículos de unos escritores sobre otros, entre demás operaciones (Zanetti, 2008: 523). La articulación no es azarosa, es prolijamente pensada y razonada para ligar un legado que, como también dice Zanetti, opera en “ciertas metrópolis, determinados textos y figuras” (1994: 491) y que, indefectiblemente, conduce a reconstruir esa parte del objeto literatura latinoamericana.
Manuel Gutiérrez Nájera es el primer poeta de la compilación y, como dijimos, es la excepción a uno de los criterios que sostiene Pacheco. Una peculiaridad recuperada es que Gutiérrez Nájera “nunca fue enviado a la escuela” (Pacheco, 1970: 3). Su primera conjetura es que sus padres no querían que su hijo se contaminara con las ideas positivistas (Pacheco, 1970: 3). Más allá de que dicha presunción sea falsa o verdadera, plasma las particularidades de un mundo letrado que, como hemos expresado, está atravesado por transformaciones radicales y donde la formación no necesariamente se ajustaba a ciertas instituciones, como la escuela o la universidad. Esta apreciación sobre Gutiérrez Nájera se complementa, además, con el hecho de que su educación estuvo a cargo de profesores particulares, quienes “le enseñaron idiomas y otras materias” (Pacheco, 1970: 3) y con su sostenido interés por la escritura y la lectura que, según entiende Pacheco, fue inherente en Gutiérrez Nájera desde el momento en que aprendió el castellano literario a partir de los místicos del siglo XVI (Pacheco, 1970: 3). Por lo tanto, sus inicios literarios se enmarcan en una alfabetización que, además de asemejarse a la de otros modernistas cuyas primeras lecturas provenían de bibliotecas provincianas (por ejemplo, Rubén Darío)[23], pretendía, desde sus inicios, extender los límites culturales nacionales, situación que adquiere mayor envergadura cuando el modernista mexicano decide fundar, junto con Carlos Díaz Dufoo, la revista Azul (1894-1896), “primer núcleo del modernismo mexicano en que aparecieron juntos autores de Europa e Hispanoamérica, los viejos maestros y los escritores que comenzaban” (Pacheco, 1970: 3)[24]. El foco de interés de las primeras líneas dedicadas a Gutiérrez Nájera es desplegar las cualidades de un escritor preocupado por la difusión de las letras de su país, así como por la recepción de las lecturas extranjeras, aunque esto le haya valido ciertas rispideces con la naciente burguesía mexicana (Pacheco, 1970: 4)[25].
En Gutiérrez Nájera (y aquí nuestra hipótesis sobre la alteración cronológica efectuada en la antología) se reúnen una serie de cualidades que, como veremos a continuación, señalan su presencia axial en el modernismo mexicano, marcan una nueva manera de entender y hacer literatura; supo reelaborar el legado literario previo (porque continúa la línea trazada por Ignacio Altamirano y Luis G. Ortiz) e influir en los usos estéticos de la lengua posterior. Gutiérrez Nájera ocupa un lugar especial y la pregunta es ¿por qué Pacheco lo eligió a él para inaugurar su antología? Pues porque, además de ser uno de los iniciadores del modernismo desde la publicación de “La duquesa de Job” (1884), “su mejor poema y el primer augurio firme del Modernismo que se da en México” (Pacheco, 1970: 6)[26], fragua una tradición literaria que rasga los límites nacionales. Pacheco señala su inserción en una tradición más bien latinoamericana al ligarlo con dos de sus figuras emblemáticas, José Martí y Rubén Darío, quienes encarnan el cambio del intelectual decimonónico: del privilegio de lo político (en el caso de Martí) a la afirmación de la autonomía y el saber del arte (en el caso de Darío) (2008: 253)[27]. Expresa Pacheco: “Junto con su amigo Martí da principio a un nuevo ciclo en la historia de los estilos castellanos […] estos dos artistas estrenan una prosa distinta” (1970: 4); “El estilo de Gutiérrez Nájera contribuyó a determinar la escritura artística empleada por el joven Darío en Azul (1888)” (1970: 5). Pacheco retoma esta premisa en un artículo publicado en Letras Libres en el año 2000, donde repasa la serie de descubrimientos literarios promovidos por el literato mexicano. Bajo el rasgo sobresaliente de la innovación que, como ya adelantamos, procura distanciar de la cualidad de precursor, José Emilio Pacheco subraya momentos axiales de la poética de este escritor que nos permiten comprender su inserción (y su posición inicial) en la antología[28]. Previamente al artículo del 2000 y con posterioridad a la antología, Pacheco escribe en Proceso una nota cuyo punto de partida es el centenario del modernismo. Al mismo tiempo que reitera su distanciamiento de la definición del modernismo “igual a Darío, Prosas profanas, cisnes, joyas, princesas, jardines versallescos, evasión de la realidad hispanoamericana, arte por el arte, versos sonoros, festivales escolares” (1982: s.p.)[29], alude a la amistad entre Martí y Gutiérrez Nájera como una bisagra en la conformación estética de los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX. Durante la modernización, tal como expresa Ángel Rama, se alcanzó algo que nunca antes había sucedido, que es “la intercomunicación interna de la producción literaria de las diversas áreas hispanohablantes, a la que escasamente comenzó a vincularse Brasil” (1983: 8). En este sentido, los lazos entre los escritores-artistas, favorecidos por los medios de comunicación moderna (diarios, agencias noticiosas, redes de cables submarinos, telégrafos, etcétera), cumplieron una función religadora de envergadura; los intelectuales se esforzaron para saber lo que realizaban sus colegas en otros puntos del continente (1983: 8). Las caminatas cotidianas compartidas por Martí y Gutiérrez Nájera, posiblemente, servían para intercambiar lecturas y conocer nuevas propuestas estéticas y se complementan con otros modos de circulación y socialización de los materiales característicos de la época, como los viajes propios o de amigos y las permutas de libros y revistas extranjeras generadas en las redacciones de los diarios o en algún café[30]. Pacheco en el prólogo del libro Modernismo. Supuestos históricos y culturales de Rafael Gutiérrez Girardot también se detiene en estos nuevos espacios de socialización y difusión literaria:
Tampoco parece claro de qué manera libros tan influyentes como Prosas profanas, Cantos de vida y esperanza o Lunario sentimental se publicaron en ediciones de sólo 500 ejemplares y tardaron años en agotarse. Y es que hubo otras formas de difusión de la poesía que ahora ya no existen: las columnas de los diarios, los almanaques, las recitaciones, los tomos de lecturas escolares (2004: 17-18).
Además, se refiere a las continuas estadías de los escritores en otras ciudades, ya sean latinoamericanas o europeas, que también fueron un importante elemento religador (Rama, 1983; Rama, 1985; Zanetti, 1994; Zanetti, 2008)[31]:
[…] el modernismo empezó a gestarse, en la prosa mucho antes que en el verso, en las calles que rodean la antigua Preparatoria Nacional cuando se encontraron un joven exiliado, Martí (1853-95) y un adolescente mexicano, Manuel Gutiérrez Nájera (1859-95). El segundo murió sin haber ido más allá de Veracruz. El primero, llegaba del exilio en España y una breve estadía en París. No sabemos lo que conversaron en sus caminatas del Zócalo a la Alameda: Para su fortuna Martí y Gutiérrez Nájera no tenían la menor conciencia de que estaban a punto de iniciar una revolución literaria. Lo único a nuestro alcance son los artículos publicados en los periódicos mexicanos de 1876 en donde ensayaron una prosa nunca antes escrita (1982: s.p.).
En el caso de Martí, su destierro a España en 1870 puede entenderse como un momento clave en su carrera profesional y política, ya que es allí donde estudia las carreras de Letras y Derecho (Colombi, 2010: 9) y donde el advenimiento de la Primera República española (1873) reaviva el deseo de libertad de su Cuba querida (Serna Arnáiz, 2004: 18). Sus estancias en París despertaron, además de su entusiasmo por la actriz Sarah Bernhardt (Valdés, 2008: s.p.), el interés por escritores como Gustave Flaubert y Víctor Hugo[32], entre otros.
Lector y ágil autor de crónicas, Gutiérrez Nájera es, además del primer escritor “profesional” (1970: 3)[33], el autor de Por donde se sube al cielo (1882), novela que no solo inicia el modernismo hispanoamericano, sino que es anterior a Amistad funesta (1885) de Martí y a los cuentos incluidos por Darío en Azul (1888) (2000: 20)[34]. Pacheco continúa honrando a Gutiérrez Nájera al señalarlo como “el más importante crítico teatral de su tiempo mexicano” (2000: 21) y al ubicar la prosa de la novela referida en un lugar excelso: “La prosa de Por donde se sube al cielo no admite comparación con nada de lo que se escribía por entonces en México” (2000: 21). Sus innovaciones estilísticas, además, se sostienen en el contexto mexicano: “llevó a su perfección la crónica de estilo parisino en que lo antecedieron Altamirano y Luis G Ortiz y lo reemplazaron Urbina, Nervo, Tablada, Rafael López y Ramón López Velarde” (1970: 4). En el caso de Urbina, Pacheco retoma este linaje de la crónica mexicana al resaltar al autor de “Elegía del retorno” como uno de los fundadores de la crónica cinematográfica en lengua española a partir de las reseñas que escribió para diferentes periódicos, como El Imparcial y El Mundo Ilustrado (1970: 108). La relación Urbina-Gutiérrez Nájera se reanuda en el momento de destacar sus cualidades críticas que, junto con sus aptitudes literarias, lo salvaron de ser un “simple epígono” (1970: 109): “Fue un crítico tan generoso como Gutiérrez Nájera –siempre es más abierta la crítica del practicante que la del crítico profesional–; aunque le faltó la gran cultura de Sierra e Icaza, tuvo una privilegiada intuición” (1970: 109).
Pacheco, lector y crítico, diseña una red de relaciones que se complementan con el resto de las entradas dedicadas a los otros escritores antologados. De esta manera, sus afirmaciones sobre Gutiérrez Nájera se integran con las que aparecen respecto a los otros autores, lo cual enaltece aún más la figura de este. Así, Nervo (quien abre el segundo tomo de la colección) es “el punto intermedio entre el afán renovador de Manuel Gutiérrez Nájera y la plenitud de Ramón López Velarde” (1970: 3) y Luis G. Urbina “un crítico tan generoso como Gutiérrez Nájera” (1970: 109). El gesto discursivo de Pacheco es ponerlos en diálogo, ubicarlos en una red de reciprocidades e intercambios para justificar la tradición que pretende defender. En el caso de Nervo, Pacheco explicita que su admiración hacia Gutiérrez Nájera lo estimula a trasladarse desde Mazatlán a la ciudad de México para integrarse a la revista Azul. De este modo, claramente se plasma la preeminencia que adquieren determinados centros, como México, en la formación intelectual de los modernistas, sostenida, como observamos, por el “espíritu de cofradía” que define al movimiento[35] (Zanetti, 1994: 492). Pacheco resalta las cualidades narrativas de Nervo, quien, dueño de “un gran don para contar y una prosa de simplicidad y fluidez” (1970: 1), se destaca entre quienes fueron sus contemporáneos, por ejemplo, el novelista Federico Gamboa. También le concede un lugar sobresaliente al señalarlo como el iniciador de la corriente fantástica en la literatura mexicana a partir de su relato “La última guerra”, incluido en Almas que pasan (1906): “al narrar la rebelión de los animales en 5532 se convierte en el primer cuento de Science fiction escrito en México, anticipa el tema de Animal Farm y Le planet des singes” (1970: 2; la cursiva está presente en el original)[36]. Así como Pacheco resalta las cualidades estéticas de este poeta, no deja de mencionar las actividades oficiales y diplomáticas que Nervo desarrolló en el exterior que, en lugar de mantenerlo aislado y relegado del mundo de las letras, lo influyó en la realización de actividades literarias y críticas diversas[37]:
Nombrado secretario de la legación de Madrid (1905), allí pasó trece años en labores oficiales (entre ellas varios tomos de informes sobre la lengua y la literatura) sin desmedro de su poesía ni su incesante producción periodística para La Nación (Buenos Aires) y El Fígaro (La Habana), y aún se dio tiempo para preparar antologías didácticas –Lecturas mexicanas, Lecturas literarias– y su único trabajo crítico extenso: Juana de Asbaje (1910), principio del interés moderno de Sor Juana (1970: 2).
La intención de Pacheco es revalorizar a Nervo, reubicarlo entre los escritores modernistas célebres, aspecto que en el momento de publicación de la antología ocurría de manera esporádica[38]. Se distancia de aquellas posturas que hacia 1950 descendieron a Nervo “a su punto más bajo” (1970: 3). Ha llegado la hora, expresa con énfasis, de “darle –o devolverle– críticamente el sitio que merece en nuestra lengua” (1970: 3). Asimismo, distingue los distanciamientos, innecesarios, que la crítica de los primeros años del siglo XX erigía con aquellos escritores que obtenían un respaldo popular, argumento refutado al afiliarlo con escritores de otras tradiciones literarias de envergadura, como la estadounidense y la francesa:
Ningún autor que llega a ser popular puede seguir contando con la aprobación de la crítica: a medida que Nervo penetró en los más amplios núcleos de lectores fue perdiendo el respecto de nuestra intelligentsia para quien, durante mucho tiempo, fue motivo de asombro que los extranjeros tomaran en serio a Amado Nervo –como los norteamericanos no se explican el prestigio de Edgar Allan Poe o los franceses la influencia exterior de Guy de Maupassant y de Jules Laforgue (1970: 3)[39].
Como ya ha adelantado en su prólogo, Pacheco resalta las cualidades innovadoras que se gestan en el lenguaje del novecientos. Nervo se presenta “decidido a hallar ritmos que se aparten de las normas académicas y expresen la nueva sensibilidad” (1970: 3). Pondera la posibilidad de convertir todo en poesía, su trabajo estético se condensa en el fluir de las palabras de quien “no escribe con un vocabulario sino con todo el lenguaje” (1970: 4).
Mediante un ejercicio crítico que parece responder al postulado de Roland Barthes sobre los usos y los modos propios de la ficción en la crítica literaria, José Emilio Pacheco renuncia a la falsa objetividad del lenguaje para sumergirse en el universo ficcional, pero no como “objeto de análisis sino como actividad de escritura” ([1967] 1987: 17). De este modo, Pacheco honra a la literatura, aun cuando su lugar de enunciación es el de crítico; se sumerge en la imaginación, mediante la creación de una conversación entre Nervo y López Velarde ya muertos, y pone a su disposición las cualidades de la literatura[40]. El encuentro muestra a los dos personajes sosteniendo la antología Asamblea de jóvenes poetas de México, publicada por Gabriel Zaid en 1980. La creación ficcional se impregna de afirmaciones que sitúan a ambos poetas en la generación modernista que renovó el lenguaje estético. Sobre las calles de un México diferente al que ellos conocieron, López Velarde dice: “No hay una sola de las veinticuatro horas en que Madero no conozca mi pisada. Fue una calle, luego una rue y ahora es una street” (1980: s.p.) mientras reflexiona junto con su compañero sobre el hecho poético y sobre cómo sobrevivir, a través de sus poesías, al irrevocable fluir del tiempo. La colección de Zaid opera como excusa, como pretexto para que Nervo, distanciándose de López Velarde, apueste a una poesía que, como la defendida por Pacheco en el prólogo de su antología, sea colectiva, donde lo que prime sea el texto y no quién la escribió: “una poesía de todos y para todos en que desaparecen los nombres y solo cuentan los poemas. Lo que importa es el texto: saber quién lo escribió es algo enteramente secundario” (1980: s.p.). Lo que pareció un simple encuentro entre viejos amigos se constituye en un análisis del México actual, tan distante del que ellos conocieron y vivieron. El ineludible paso del tiempo, tópico reiterado en la poética de José Emilio Pacheco, reaparece en la charla de estos dos poetas, ahora personajes de la ficción pachequiana: “Cada día la piscina de azulejos de nuestros patios se enturbia más con la filtración yanqui. Es la hora solapada en que se nace, se muere y se ama. México parece una necrópolis” (1980: s.p.). ¿Qué es la poesía en un mundo en constante transformación? correspondería al interrogante principal que ambos debaten. Ente la postura conservadora de López Velarde, quien decreta la muerte de la poesía con el libro de Zaid, Nervo mantiene la esperanza de que la poesía sobreviva a los tumultuosos cambios y no se ciña a lo que solamente se escribió en el pasado; la poesía entendida no como el bien preciado de unos pocos, sino como expresión viva, como patrimonio de todos. El compendio de Zaid, desde la postura de Nervo, confirma su posición sobre la posibilidad de escribir buena poesía, aun cuando las condiciones culturales difieren de las del principio del siglo XX, cuando tanto Nervo y como López Velarde desconocían el alcance que iba a tener su trabajo con la lengua poética.
Ramón López Velarde, quien cierra el tomo II de la antología de Pacheco, complementa el escenario de figuras destacadas, donde Nervo “quiso escribir el mundo, volver lenguaje toda su experiencia del mundo” (1970: 4; la cursiva está presente en el original). Dice López Velarde, “que tanto aprendió de él [Nervo]” (1970: 5): “él es nuestro as de ases… el poeta máximo nuestro” (1970: 5; los puntos suspensivos están presentes en el original). Las interrelaciones entre poetas constituyen la acción discursiva a la que recurre Pacheco para explicitar una tradición modernista mexicana y, aunque no sea enunciada en el prólogo, se reconstruye, como ya expresamos, al reanudar el recorrido de este repertorio poético. Es una operación que marca comparaciones para resaltar las cualidades de uno u otro poeta, tal como es el momento en que compara a López Velarde con Nervo y Gutiérrez Nájera para enaltecer el legado del primero:
López Velarde presenta una pluralidad de alusiones, reticencias, elipsis, sobreentendidos y significados subtextuales que no hay en ninguno de sus antecesores. El conflicto de base no es distinto al de Nájera ni al de Nervo (“nuestra única grandeza moral consiste en la pugna que nos roe las entrañas”), pero sus dones poéticos y su voluntad de estilo son mucho mayores y añade a su innata sabiduría verbal la de quienes lo antecedieron. Con la pugna entre carne y espíritu aquéllos hicieron casi siempre retórica: López Velarde hizo casi siempre poesía (1970: 129).
Como observamos, Pacheco ubica a López Velarde en un lugar superior al de los otros dos poetas y esta posición se consolida en artículos que tienen el propósito de apartar esta figura poética del lugar estanco de “poeta de provincia” que advierte en la teoría modernista “oficial”. En este sentido, resulta indispensable atender al conjunto de crónicas y ensayos reunidos en el libro Ramón López Velarde: la lumbre inmóvil, publicado en 2003[41]. Este compendio y la antología de 1970 afirman la admiración de Pacheco al recordado poeta nacional a la vez que abonan el propósito de elaborar y definir una tradición del modernismo mexicano[42]. Pierre Bourdieu, asimismo, ya había argumentado que la mayoría de las obras artísticas contienen indicaciones sobre las representaciones que el autor se hace de su empresa, sobre los conceptos en los cuales imaginó su originalidad y su novedad, es decir, sobre aquello que lo distingue de sus contemporáneos y sus predecesores (Bourdieu, [1966] 1971: 148). Pacheco, en efecto, reconoce en la crítica y en la antología los espacios propicios para desmontar ciertas construcciones textuales que se han elaborado alrededor de López Velarde que, en vez de dar cuenta de una auténtica imagen del escritor, lo reducen a explicaciones simplistas. La nota que antecede la selección de textos de López Velarde en la Antología del modernismo es la que se reproduce en 2003 bajo el título de “Ramón López Velarde y la posesión por pérdida”. El propósito es revertir la postura de que su estética no pertenece al modernismo para, por el contrario, aseverar que es uno de los mayores poetas que tuvo dicha corriente renovadora de los valores estéticos: “La amplitud de su visión y la actualidad de muchas imágenes le dan un sitio único en la galería de las soledades que fue el modernismo” (1970: 128). Ya desde el inicio de la presentación, la intención es reconocerlo como par de otros modernistas: “Ramón López Velarde nació el mismo año en que Darío publicó Azul. Como Gutiérrez Nájera, murió en sus treinta años y nunca salió del país” (1970: 127)[43]. Ahora bien, ¿cuál es el argumento sostenido por Pacheco para mantener dicha afirmación? La respuesta se desprende de la revolución de López Velarde ejercida en el plano lingüístico, específicamente, en la exploración “hasta el delirio de las posibilidades de la rima” (“Sobre López Velarde”, 1988: 3). Este elemento, cabe agregar, había sido señalado como central en 1970: “En todo caso se parece más a los escritores, del novecientos que a los vanguardistas de los veinte, quienes en primer término abandonan la rima, elemento esencial en López Velarde” (1970: 128). Al mismo tiempo, se amplían las correspondencias que se pueden reconocer entre el poeta mexicano y otros escritores, como Franz Kafka, T. S. Eliot, Jules Laforgue y Charles Baudelaire. En 1987 Pacheco reafirma las afiliaciones entre López Velarde y el poeta Jules Laforgue en un “Inventario” que se abre con el protagonismo del francés en la última fase del modernismo hispánico. La tradición literaria se entiende como un entramado de voces plurales en cuya multiplicidad se reconocen afinidades y afiliaciones estéticas ineludibles: “La poesía es un asunto de familia que sólo pueden apreciar los hablantes de una misma lengua y paradójicamente es también un océano de correspondencias e intercambios entre culturas y países” (1987: s.p.).
La preocupación de Pacheco por incluir a López Velarde en una tradición literaria universal que, en términos de Said, puede indicar la inauguración de una producción de significados otra que reclama un status, en este caso, el status correspondiente a la obra de López Velarde, junto con otras obras que, en efecto, proponen una diferencia y una nueva manera de leer y entender la obra del autor de El son del corazón ([1975] 1978: 13). La posición cuestionadora de Pacheco sobre lo establecido resurge cuando leemos otro de los textos complementarios, focalizado en “La suave Patria”, oficialmente leído como el poema épico de la revolución mexicana. Frente a esta interpretación, Pacheco propone otra que no está circunscripta solo a la materia política, sino al pasado y a la memoria (tópicos reincidentes en la poética pachequiana): “quiso al mismo tiempo conmemorar el primer siglo de México independiente (1891), lamentar el cuarto centenario de la caída de Tenochtitlan (1521)” (2003: 18). De este modo, Pacheco opta por una interpretación que se aleja notablemente de la lectura nacionalista que, a lo largo de los años, se ha perpetuado sobre esta producción literaria. Su postura como crítico le permite “desestabilizar” la lectura oficial para dar cauce a su propia interpretación, anclada en la trascendencia del poema por su valor artístico más que por las connotaciones políticas que desde el Estado se le otorgó: “‘La suave Patria’ no inicia una tradición de poesía nacionalista: cierra con brillo cegador de un sol poniente la gran aventura del modernismo” (2003: 23). Datos de índole histórica le sirven a Pacheco para justificar su postura: en 1921, año de la escritura del poema y de la muerte de su autor, recién se iniciaba la llamada “etapa constructiva” postrevolucionaria y el poeta apenas fue testigo de la guerra civil entre las facciones que se disputaban el poder. Por lo tanto, la decisión estatal de imprimirle un sentido político al poema queda notablemente develada. Además, el poema se caracteriza por “poetizar sus diarias sensaciones y reflexiones sobre la realidad íntima, no histórica ni política, del país” (2003: 18). “La suave Patria” propone un regreso a la tierra, a la infancia como refugio de la modernización e industrialización que, en ese momento, estaba comenzando a sufrir México. La Patria, entonces, se identifica con la protección, con el viaje de regreso a la vida anterior, pueblerina, que niega el progreso y el nuevo estilo de la ciudad. Esta lectura “perturbadora” se extiende a otro aspecto que es los modos de leer la obra velardiana que, a su vez, deja vislumbrar una posible teoría sobre la lectura defendida por Pacheco en varios momentos de su producción crítica, no solo en sus ensayos, sino en su literatura. En la crónica “Las alusiones perdidas (para un glosario de López Velarde)”, fechada el 27 de junio de 1988, se resiste a la “lectura ortopédica” que consiste en restituir meticulosamente cada uno de los significados que presenta una producción literaria. Así, expresa Pacheco, apelar a este tipo de interpretaciones inhabilita la posibilidad de encontrar otros sentidos al texto poético y, de este modo, menosprecia la reinvención que el lector puede realizar en su encuentro con el texto literario: “La lectura ortopédica milita contra el placer del texto y muestra que los libros son tan perecederos como sus autores, y quienes los leen muchos años después en verdad los reinventan” (2003: 97). “La prisionera del Valle de México”, otro de los ensayos incluidos en Ramón López Velarde: la lumbre inmóvil, corresponde a una crónica que se estructura a partir de un yo, que identificamos como el propio José Emilio Pacheco, y un tú, Ramón López Velarde. En efecto, esta operación narrativa que imagina un posible diálogo entre el crítico y uno de sus poetas predilectos muestra que el único contacto que puede establecer un lector con un autor es a través de sus textos porque la verdadera voz es la que escuchamos por dentro, en los poemas (2003: 83). La lectura siempre implica una relectura y una recreación del texto que imposibilita que este se clausure en un único significado, como ocurre con la obra de López Velarde: “En este 1988 el centenario ha dado ocasión para muchas investigaciones y ensayos […] que modifican o ponen a prueba lo que hasta ayer creíamos acerca de López Velarde” (2003: 114). Los misterios que despierta toda obra literaria de envergadura, como dice Pacheco respecto a “La suave Patria”, nunca se agotan e invitan a toda clase de interpretaciones (2003: 119).
Si reanudamos el sendero proyectado por la antología modernista, la incorporación de José Juan Tablada reafirma la admiración de Pacheco hacia López Velarde, cuya escritura, además, influirá en parte de la trayectoria literaria de Rafael López. La admiración de este último por Nervo, Darío y el Santos Chocano de Alma América lo estimularon a buscar temas en la historia mexicana (Pacheco, 1970: 105): “escribió páginas que evocan la atmósfera ‘decadente’ del novecientos y algunas composiciones íntimas y amorosas como ‘Venus suspensa’, que muestran una asimilación profunda del influjo de López Velarde” (1970: 105-106). Entre López Velarde y Tablada hay puntos de encuentro que avanzan sobre la configuración cultural propuesta por Pacheco: “López Velarde cierra espléndidamente el modernismo mexicano y, al mismo tiempo que Tablada, lo convierte en modernidad, piedra de fundación de nuestra poesía contemporánea” (1970: 128)[44]. Estas últimas ideas se integran con la estampa dedicada a Tablada que, como en el caso de López Velarde, algunos de sus escritos vislumbran el ocaso de la estética modernista:
“Los pijijes” y “Quinta Avenida” ya anuncian la modificación que está a punto de operarse en Tablada. Capta en el aire la muerte del modernismo y se adelanta a los jóvenes en iniciar nuestra vanguardia, como una consecuencia natural (necesaria) del movimiento anterior (1970: 31).
Sin embargo, Tablada también es reconocido como el iniciador del movimiento simbolista o decadente en México a partir de la notoriedad que alcanzó con el poema “Ónix”. En los prólogos de ambas antologías, Pacheco discurre acerca de las dos etapas del modernismo: una parnasiana y otra simbolista y decadente. En la de 1982, se explaya en la genealogía de ambos momentos. Así, si bien la revista Le Parnasse Contemporain comienza a publicarse en 1866, el parnasianismo existe desde antes, en algunos poemas de Víctor Hugo, especialmente en Los castigos (1953), y en Esmaltes y camafeos (1852) de Théophile Gautier. Este movimiento también gesta Poemas antiguos (1852), Poemas bárbaros (1862) y Poemas trágicos (1866) de Leconte de Lisle y no cierra su ciclo hasta 1893, ya en pleno modernismo, cuando José María de Heredia publica Los trofeos (1893):
Como el movimiento estético inglés (los prerrafaelitas, Ruskin, Pater, Morris, Swinburne, Wilde), el parnasianismo comienza por ser una protesta contra la fealdad y la crueldad capitalista. Frente a la nueva barbarie se vuelven hacia Grecia. Ante la industrialización de la literatura hacen “arte por el arte” (opuesto al arte por dinero). Aspiran a la disciplina y la objetividad sin los excesos del “yo” romántico. Pretenden darle a la poesía rasgos pictóricos y escultóricos. En sus poemas habla un observador distante que describe todo como si lo mirara desde la eternidad y no desde una época de continuos enfrentamientos y feroces transformaciones (1982: 3-4).
En lo que se refiere al simbolismo, este se presenta a partir de 1884 en la poesía francesa, “la poesía dominante en todos los países occidentales” (1982: 4). “No quiere ser preciso ni objetivo sino vago y sugerente. […] El arte al que los simbolistas quieren aproximarse es la música: que la poesía recobre de la música lo que le pertenece” (1982: 4). Pacheco resalta cómo los viajes por motivos políticos le proveyeron a Tablada nuevas relaciones literarias[45]. Así, por ejemplo, el viaje en 1900 a Japón le facilitó la realización de traducciones hispanoamericanas de autores de dicho país y la estadía en Nueva York le concedió la oportunidad de escribir “sobre el arte precortesiano y la nueva pintura (de Rivera a Tamayo)” (1970: 30).
Estos desplazamientos, además de enriquecer su propia estética, significaron, agrega Pacheco, “grandes oportunidades para la poesía de nuestra lengua: en contacto con las vanguardias (los caligramas de Apollinaire, los imaginistas norteamericanos), Tablada publicó poesía ideogramática y su genial adaptación del haikú a la índole del español” (1982: 141)[46]. No podemos dejar de destacar la afiliación que sustenta Pacheco al ubicar a Tablada como estímulo de una de las vertientes que tendrá la vanguardia mexicana en los años posteriores, el grupo de los Contemporáneos:
Humor y piedad, ternura y precisión gráfica, el gusto por el laconismo del epigrama, un oído bien adiestrado por las libertades modernistas, permitieron a Tablada escribir estos poemas concisos y perfectos que resultaron decisivos para los “Contemporáneos”, no como ejemplo sino como estímulo (1970: 31).
De este modo, si repasamos estas primeras intervenciones, reconocemos en el modernismo mexicano una pieza fundamental (y fundacional) en Gutiérrez Nájera y dos que lo clausuran y ceden su lugar a las innovaciones vanguardistas: Ramón López Velarde y José Juan Tablada. Amado Nervo también conforma este escenario literario porque, como vimos, Pacheco lo señala como uno de los exponentes de esta estética.
Alrededor de estos tres escritores, se urden los enlaces con los otros. De una u otra manera, Gutiérrez Nájera, López Velarde y Tablada reaparecen cuando se describen las características literarias del resto de los modernistas mexicanos. Así, cuando es el turno de Manuel José Othón, exigente y obstinado con su estilo[47], López Velarde vuelve para, indirectamente, consagrarlo como uno de los grandes modernistas. Al mismo tiempo que se resaltan las cualidades literarias de Othón, particularmente de “Idilio salvaje”, “su mejor obra y uno de nuestros grandes poemas” (1970: 59), López Velarde es definido como el heredero de la intensidad poética plasmada en dicha expresión lírica: “‘Idilio salvaje’ (1905) es el mejor poema modernista mexicano, antes de López Velarde” (1982: 44). Ramón López Velarde no se oculta en el discurrir de los otros poetas y es, también, quien salva del olvido a Francisco González León, otro de los modernistas recuperados: “La brusca respuesta de la crítica a su primer libro [de González León] –publicado a los 46 años– lo hirió hondamente y le hizo marginarse de la escena literaria. Lo compensaron de este olvido algunos textos de Ramón López Velarde…” (1970: 85). Las relaciones, no obstante, son recíprocas; González León también instruyó a López Velarde “a ver la provincia como material artístico, a sentirla en sus perfiles literarios y le suministró al mismo tiempo determinadas formas de expresión: metro, imágenes, adjetivos, formas verbales” (1970: 85). La pretensión de Pacheco es apartarlo del mote oficial de “poeta de provincia” y afiliarlo, en consecuencia, con otras tradiciones que articulan legados y lazos concretos con, en este caso, la literatura francesa y la belga, con lo cual refuerza la apertura hacia otras literaturas, que distinguió al modernismo:
De Jammes[48], González León recoge un buscado desmañamiento, una deliberada torpeza en que el ingenio logra aparecer como ingenuo. Con Georges Rodenbach[49] aprende a observar el domingo como “una vaga tristeza sin razón”, a interrogar la existencia cautiva de las cosas, su pasivo gestarse, las imágenes caídas en los espejos, las llanuras del ocio y del luto. […] Es la suya una poesía de la emoción pequeña, lo privado, lo doméstico, lo sencillo. Contemplativa, devota de los caserones ruinosos y los objetos del desván. […] De allí tal vez la frescura de esta poesía que aclara algunas de las aparentes contradicciones modernistas y muestra la relatividad de toda clasificación literaria. González León adaptó el simbolismo belga y francés a un lenguaje suyo y a las maneras propias de su lugar. El más provinciano de nuestros poetas es también, paradójicamente, el más afrancesado (1970: 86; la cursiva está presente en el original).
Mediante la lectura de cada una de las entradas que Pacheco escribió para presentar a estos poetas se identifican, como expresamos, ciertos cuestionamientos sobre lo que se admite como modernismo. Así, en el caso de Enrique González Martínez, Pacheco rechaza las posturas que aseguran que el soneto “Tuércele el cuello al cisne” (Los senderos ocultos, 1911) es un “manifiesto literario antimodernista” (1970: 64)[50]. A través de refutaciones razonadas, Pacheco acentúa las falencias de una tradición que ve en González Martínez un opositor irreversible y pretende matizar posiciones estéticas:
En efecto González Martínez se apartó del esteticismo modernista, pero no antes que Darío y Nervo. Sus versos buscaban –dice él mismo– “el culto al silencio, el ansia de comunidad con la naturaleza, el espíritu de contemplación y la angustia interrogante frente al misterio de la vida”.
Ninguno de estos propósitos era ajeno al modernismo. Lo que hizo González Martínez fue subrayar los elementos simbolistas en detrimento de los rasgos parnasianos que prevalecieron en la etapa anterior (1970: 65).
En la presentación que hace de él en la antología de 1982 regresa sobre este aspecto de la siguiente manera:
Así, “La muerte del cisne”, el soneto que escribió en 1911 no fue la oración fúnebre del modernismo ni, mucho menos, un ataque a Rubén Darío. Simplemente González Martínez protestó contra la “exterioridad y el procedimiento”. Es decir, contra los rasgos parnasianos y optó, como su naturaleza se lo pedía, por los simbolistas a quienes tradujo magistralmente (Jardines de Francia, 1915) (1982: 133).
En esta revisión, Pacheco pretende desmontar la figura de González Martínez como “ángel exterminador” para insistir en que los rasgos señalados también eran propios de otros poetas, contemporáneos a él, como Nervo, y sobresalientes del modernismo mexicano:
Para 1911 ya Nervo había torcido el cuello al cisne o a la elocuencia o al cisne de la elocuencia, y abierto un camino de aspiración a la serenidad resignada. Onís observa que esto es un rasgo mexicano –de raíz indígena– inconcebible en, por ejemplo, Unamuno cuya lucha es de signo inverso: precisamente no resignarse (1970: 65).
No deja de observar así la proyección del autor de Los senderos ocultos (1911) sobre la generación inmediatamente posterior, los Contemporáneos, que, como veremos, también es determinante en la configuración de la tradición cultural que traza José Emilio Pacheco: “Fluido, preciso, siempre elegante, sin caídas ni excesivas alturas, González Martínez influyó en los poemas de la adolescencia escritos por los ‘Contemporáneos’” (1970: 66).
El gesto de Pacheco es de rescate y de valoración hacia figuras que aún no tienen el reconocimiento deseado, o bien, que han sido reunidos en pocas oportunidades. Este es el caso de la única mujer que aparece en la antología: María Enriqueta Camarillo de Pereyra, “la única poetisa de alguna significación que hay en el modernismo antes de Juana de Ibarborou y Alfonsina Storni” (1970: 89)[51] y que, previamente, aparece en la antología Poetas nuevos de México (1914) de Genaro Estrada, considerada no solo como “una muestra de la poesía modernista mexicana, sino, y éste es acaso su mayor valor hoy, de la crítica contemporánea, generalmente dispersa en prólogos, revistas y periódicos” (García Gutiérrez y García Morales, 2007: 490). Sin titubeos, Pacheco afirma: “es María Enriqueta uno de los artistas más singulares” (1970: 90). Aquí también notamos cómo Pacheco se interesa por fundar nexos entre los poetas merecedores de un lugar en la historia del modernismo mexicano. La autora de Rumores de mi huerto (1908) es emparentada con Francisco A. de Icaza por la textura verbal y las preferencias rítmicas de sus versos (1970: 89), así como también con Gustavo Adolfo Bécquer, afiliación esta última que insiste en la hipótesis pachequiana de extender los diálogos entre América y Europa para interpretar mejor una estética que, como ya hemos dicho, “continentalizó”, mediante la apropiación, los bienes culturales extranjeros[52]. Las reciprocidades ya habían sido remarcadas en el tomo I, donde aparece Icaza; en efecto, la intención de Pacheco es definir con rigor una tradición que enlace de forma precisa cada una de las voces insoslayables: “Si tiene alguna semejanza con los miembros de su generación hay que buscarla en los versos de María Enriqueta quien, como Icaza, pasó la mayor parte de su vida en España” (1970: 101). Francisco de Icaza, cabe señalar, nunca asistió, como el caso de Manuel Gutiérrez Nájera, a la escuela. Su formación estuvo a cargo de su padre y la nota sobresaliente que recae sobre este poeta que gestó una “andada contra el Establishment español” (1970: 100; la cursiva está presente en el original)[53] es su ligazón con la tradición alemana: “Fue uno de los raros escritores hispanoamericanos que conocieron a fondo la cultura germánica: autor de un estudio sobre La Universidad alemana (1916), tradujo poemas de Nietzsche, Liliencron, Dehmel, y aforismos tomados del Diario de Hebbel” (1970: 101).
El interés de Pacheco también se posa sobre Alfredo R. Placencia, quien “vivió siempre en la pobreza y en la oscuridad” (1970: 96). Lejos, repetimos, de entender el modernismo como manifestación de individualidades, el gesto crítico de Pacheco es vincular, interrelacionar, establecer diálogos y puntos de contactos entre cada una de las especificidades estéticas de los poetas. Frases concisas, pero exactas, discurren entre las descripciones pachequianas que, al articular semejanzas, enuncian un modo de entender la literatura latinoamericana en general[54]:
Se parece a Nervo y González Martínez en la aspiración al estoicismo. Como Othón sólo habló de lo que veía y vivía. Al repetir las lamentaciones de Job en la lengua del campo mexicano, Placencia no intentó remedar a los místicos sino hablar a Dios de frente con ellos. Quizá por esto Placencia es, antes de Carlos Pellicer, nuestro mejor poeta católico (1970: 97).
Efrén Rebolledo también surge entre los autores seleccionados por Pacheco y merece su asombro por poder “individualizarse dentro de la corriente de moda” (1970: 114). Citar, distanciarse de lo ya dicho y reformular se constituyen en otras de las estrategias que emplea para presentar a un poeta que, siete años después, será objeto de estudio en una de las notas de Proceso por su novela Salamandra (1919)[55].
Pacheco se separa de los lugares comunes, de ciertas afirmaciones que anquilosan figuras literarias como la de Rebolledo. Así, niega un juicio de Amado Nervo, “más bien alto artífice que alto poeta” (1970: 114), que se convirtió en “lugar endémico de nuestra historiografía” (1970: 114) y determinó la omisión y el olvido de Rebolledo. Regresan las puestas en diálogos y los vínculos porque Rebolledo “continuaba el ‘decadentismo’ de Tablada y el propio Nervo: liturgia erótica, edad media, joyas, faunos, tedio, desaliento y toda la imaginería de Prosas profanas” (1970: 114). Más allá de dichas similitudes, su singularidad se encuentra en “la certeza de la perfección nunca lograda” (1970: 114). Entre sus trabajos, Pacheco destaca en la antología y en el ya mencionado “Inventario” de Proceso los doce sonetos de Caro Victrix (Carne victoriosa, 1916) que marcan el influjo de Leopoldo Lugones, particularmente sus “Doce gozos” (1970: 115). Así como se señalan las influencias de Rebolledo, también se indica su maestría en tanto poeta que se desprendió del pudor que dominaba en el campo literario mexicano del momento, lo cual influyó sobre otros escritores, como López Velarde, que vieron en Rebolledo un predecesor:
Es difícil comprender ahora el valor que se necesitaba en el México de entonces para publicar sonetos como los de Rebolledo, los cuales por una parte ayudan a desinhibirse a López Velarde […] Más directo y osado que Díaz Mirón –en quien la mujer sigue tenuemente asociada a la idea de culpa– Rebolledo se aparta del pudor literario mexicano y lleva el erotismo a un punto cercano a la libertad con que se tratan hoy estos temas (1970: 115).
A pesar de señalar el menor interés que la crítica le ha dedicado a su prosa, Pacheco subraya, a partir de la impronta de Rebolledo en “la escritura artística mexicana” (1970: 116), la relevancia de Salamandra, novela que se destaca más que los cuentos de El desencanto de Dulcinea y el relato Saga de Sigfrida la Blonda porque “significa para la literatura mexicana el testamento y despedida de la generación modernista” (1977: s.p.).
A Salvador Díaz Mirón, como podemos leer en una de las citas anteriores, lo vincula con Rebolledo por ser un antecedente en la audacia que, luego, caracterizará la poética de este último. Una mención especial hace de Lascas, “una de las obras centrales del modernismo en castellano” (1980: s.p.) que, junto con el resto de sus textos conocidos, bastan para ubicarlo, como se plasma en la presentación que antecede a sus poemas en la antología, “en la primera línea del modernismo mexicano” (1970: 33). Frente al silencio del centenario de este libro, José Emilio Pacheco escribe un artículo en Letras Libres, “Díaz Mirón en el centenario de Lascas”, en septiembre de 2001, donde destaca el impacto que tuvo la publicación de este poemario que, en 1901, alcanzó quince mil ejemplares, “cifra que entre nosotros sólo han alcanzado ayer Amado Nervo y hoy Jaime Sabines” (2001: 34). Dicha popularidad no es ajena a lo que ya hemos explicado acerca de la intercomunicación que, desde fines del siglo XIX, se desarrolla entre los diferentes centros de América Latina: “Todo aquello fue obra de la primera globalización, el mercado mundial, y la aceleración de la historia provocada por el ferrocarril, el cable telegráfico y el trasatlántico” (2001: 34). Díaz Mirón, resalta, fue leído en todas partes. Así, Pacheco urde la trama de una tradición donde su compatriota es leído tanto por Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Julio Herrera y Reissig como por los españoles Juan Ramón Jiménez y Francisco Villaespesa (Pacheco, 1998: s.p.). Apreciado como maestro de su generación,
su fama de Lord Byron y Víctor Hugo mexicano circula por todo el ámbito del idioma y da una especial perspectiva para leer sus poemas que se difunden gracias a la Internet de la época: los huecos en el formato de un periódico se llenaban con versos (Pacheco, 1998: s.p.).
Si Gutiérrez Nájera se sitúa en el primer escalón de los poetas modernistas mexicanos, Díaz Mirón es quien lo acompaña de cerca: “Es uno de los fundadores del modernismo al lado de José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal y José Asunción Silva. Nadie hasta el momento le ha dado su lugar entre aquéllos” (2001: 34-35). Pues, entonces, aquí está Pacheco para dárselo. Desanda el sendero de una crítica que desplazó a Díaz Mirón del canon modernista y, en ese recorrido, lo reubica en el sitio que le fue negado por años. Díaz Mirón es “nuestro mejor poeta romántico que empieza donde termina Manuel Acuña” (2001: 35). Las afiliaciones rompen con los límites hispanoamericanos porque “sintetiza y resuelve en un lenguaje de mayor musicalidad las lecciones de los dos poetas españoles más célebres de su tiempo: Ramón de Campoamor y Gaspar Nuñez de Arce” (2001: 35). Si bien Lascas “decepcionó al público del primer Díaz Mirón” (2001: 35), no ocurrió lo mismo con sus contemporáneos, gesto que, además de expresar la predilección pachequiana por esa obra, mantiene el interés por armar una genealogía modernista, donde reaparecen los nombres predilectos de las antologías de 1970 y 1982: “En cambio, [Lascas] fascinó a los poetas, lo mismo a Manuel José Othón que a José Juan Tablada y Luis G. Urbina: ‘Ha escrito las estrofas más perfectas que pueda presentar hasta hoy la poesía mexicana’” (2001: 35). Una y otra vez Pacheco vuelve a Lascas, libro donde se reúnen sin conflictos el simbolismo, el parnasianismo y donde poemas como “La Giganta” existen porque Díaz Mirón supo leer a Charles Baudelaire. Lascas, como afirma Pacheco en el “Inventario” “Díaz Mirón en 1980”, “es un libro único sin antecedentes ni continuadores directos […] es un preludio de la expresión futura y todos los poetas mexicanos que vinieron después le deben algo” (1980: s.p.). Valorizar a Díaz Mirón significa, además de leer su obra de otro modo, repensar el modernismo mexicano desde nuevas posiciones críticas, que no se inscriban en la imitación o en el simple traspaso de lecturas europeas. La creación, el trabajo con el lenguaje y la innovación estilística derribarán los lugares comunes, los ya transitados. Hay otras posibilidades, otros modelos, otras inspiraciones a través de las cuales es posible una lectura del movimiento modernista: “El hábito de observar el modernismo sólo como un desprendimiento de la poesía francesa ha estorbado la consideración de otros modelos, sobre todo los italianos: Leopardi en Gutiérrez Nájera, su casi contemporáneo Gabrielle D´Annunzio en Díaz Mirón” (2001: 35).
- Debemos entender la intervención de José Emilio Pacheco sobre una carencia de un trabajo antológico sobre el Modernismo como una estrategia discursiva que le sirve para justificar su propia edición crítica. En México, hacia 1970, ya existe una tradición antológica cuyo inicio en el siglo XX puede ser señalado en 1910, año en que se publica la Antología del Centenario, obra representativa de la cultura porfiriana, patrocinada por el secretario de instrucción Justo Sierra y llevada a cabo por el poeta Luis Urbina, el crítico Pedro Henríquez Ureña y el historiador Nicolás Rangel. Incluso, hacia 1892, la Real Academia Española, antes de encomendar a Marcelino Menéndez Pelayo una antología sobre la poesía hispanoamericana para celebrar el IV Centenario del Descubrimiento de América, solicita un compendio de textos y una reseña histórica de la poesía de México, desde la Colonia hasta la actualidad, donde ya se destacan los nombres de los modernistas Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón, Manuel José Othón y Luis Urbina. En el año 1914 salió a la luz Las cien mejores poesías (líricas) mexicanas de Antonio Castro Leal, Manuel Toussaint y Alberto Vázquez del Mercado, discípulos de Pedro Henríquez Ureña, y donde el Modernismo se destaca con Gutiérrez Nájera como su mayor representante. En 1916, año de la muerte de Rubén Darío, se publicó Poetas nuevos de México de Genaro Estrada: “la primera antología poética nacional del modernismo en el mundo hispánico de carácter crítico” (García Gutiérrez y García Morales 2007: 489). Correspondiente al grupo vanguardista de los Contemporáneos, no podemos dejar de soslayar tres antologías, Antología de poetas modernos de México (1920), Ocho poetas (1923) y Antología de jóvenes poetas mexicanos (1922), que marcan, además, el camino hacia la publicada por Jorge Cuesta en 1928, Antología de la poesía mexicana moderna, y esta, a su vez, engendra la respuesta estridentista con otra antología en el mismo año: Antología de la poesía moderna. Avanzado el siglo XX, la autoridad intelectual de Octavio Paz se afirma en la edición de varias antologías: Laurel (1941) y Poesía en movimiento (1966), ambas con la participación de José Emilio Pacheco. Para profundizar sobre los aspectos de estos últimos compendios poéticos, consultar “Tres antologías: la formulación del canon” de Anthony Stanton (1998) y sobre las antologías mexicanas entre 1910 y 1940, “Una historia de las antologías poéticas mexicanas modernas (1910-1940)” de Rosa García Gutiérrez y Alfonso García Morales (2007). ↵
- Esta antología de Frank Dauster se publica en Zaragoza y significa el pasaporte de la lírica mexicana moderna a España y otros países europeos (González Aktories, 1995: 240). ↵
- Entre estas últimas antologías se encuentran: El aire del hombre: poesía, México 1968 (1970) de Jaime Galarza Zavalay y 53 poemas del 68 mexicano (1972) de Miguel Aroche Parra. Ya en los años subsiguientes se presenta Poesía sobre el movimiento estudiantil de 1968 (1980), Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968 (1998), ambas de Marco Antonio Campo, El libro rojo del 68 (2008), compendio de Leopoldo Ayala, José Tlatelpas y Mario Ramírez y Epopeya del 68. Antología poética (2008) de Alejandro Zenteno (Sanchis Amat, 2015: 152). ↵
- Proceso se inició el mismo año en que Octavio Paz fundó Vuelta (1976) y luego de que Excélsior, espacio donde apareció Plural, revista también creada por Paz en 1971, finalizara abruptamente por el golpe de Estado de julio de 1976 (Flores, 2011: 30-31).↵
- La publicación de Poesía modernista. Una antología general se enmarcó en un proyecto denominado “Clásicos Americanos”, impulsado por la Secretaría de Educación Pública y la Universidad Nacional Autónoma de México, para acercar ciertos libros a un público amplio. José Emilio Pacheco fue el elegido para diagramar y organizar la selección referida a la poesía modernista: “En sus propósitos de difusión y mejoramiento de la cultura, la Secretaría de Educación Pública y la Universidad Nacional Autónoma de México, han seleccionado un número importante de pensadores, poetas, narradores, dramaturgos y ensayistas. Reconocidos especialistas y escritores se han encargado, según el caso, de traducir, presentar y anotar la obra de aquéllos, facilitando así el acceso a los textos que forman la colección” (1982: s.p.). “Aquéllos”, según el criterio de esta propuesta, alude a “hombres y mujeres ilustres, algunos tomaron parte activa en la historia y fueron creadores del destino de sus pueblos; otros han hecho de su labor como escritores un valioso ejercicio que marca un punto culminante en la cultura americana y da una formación humanista a cada nueva generación. Hay casos en que ambas tareas se unen en un solo individuo” (1982: s.p.). Los poetas antologados son: José Martí, Salvador Díaz Mirón, Manuel José Othón, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, José Asunción Silva, Rubén Darío, Ricardo Jaimes Freyre, Amado Nervo, Enrique González Martínez, José Juan Tablada, Guillermo Valencia, Leopoldo Lugones, José María Eguren, José Santos Chocano, Julio Herrera y Reissig, Porfirio Barba Jacob y Delmira Agustini. ↵
- La trayectoria de José Emilio Pacheco como periodista cultural se inicia en la década de los cincuenta. Su columna “Inventario” la inició en el suplemento “Diorama de la cultura” del periódico Excélsior, dirigido por Julio Scherer (Ruiz Abreu, 2013; Karam Cárdenas, 2013): “Durante el primer año de la columna –ubicada siempre en la última página del Diorama, lo que llevaba a leer ese suplemento de atrás para adelante–, Pacheco registraba cada semana novedades editoriales y artículos aparecidos en periódicos y revistas extranjeros que le daban pie para referirse lo mismo a la historia de la comida que a la manera en que se trató a los chinos en Estados Unidos a finales del siglo XIX, a la explosión mundial del turismo, a James Dean, a la antipsiquiatría, a la guerra de Vietnam o a la canción popular mexicana” (Vargas, 2006: s.p.).↵
- Porfirio Díaz (1830-1915) instauró una dictadura que duró más de treinta años. La fe en el progreso y en el orden constituyeron los eslabones sobre los cuales se asentó su “dominio avasallador” (Monsiváis, 1976: 310). Junto con una elite política e intelectual, los Científicos, desarrolló un gobierno que, amparado en la filosofía positivista, invirtió capital extranjero en la explotación de los recursos mineros del país, en la construcción de vías férreas y telegráficas y en la explotación de tierras, cuyas principales consecuencias fueron la concentración terrateniente y la explotación del campesinado y la población indígena. Acerca de este período de la historia mexicana, consultar: “El liberalismo triunfante” (2001) de Luis González y “Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX” (1976) de Carlos Monsiváis. ↵
- Victoriano Huerta (1845-1916) fue presidente de México entre 1913 y 1914 a partir de la organización de un golpe de Estado contra el gobierno de Francisco Madero, quien fue detenido y, finalmente, asesinado. La presidencia de Huerta se caracterizó por sus tintes dictatoriales y recibió el apoyo del clero y los grandes hacendados. Venustiano Carranza, cabe señalar, encabezó la resistencia de este gobierno antidemocrático (Leslie Bethell, [1986] 1992: 90-97).↵
- Si bien Alfonso Reyes distingue las antologías históricas y objetivas de aquellas donde domina el gusto personal del coleccionista, no deja de resaltar que en las primeras también prima un criterio creativo que, entendemos, deja entrever a la antología como una construcción donde las preferencias individuales/subjetivas sobre, en este caso, qué se entiende por Modernismo y qué autores y textos lo definen son difíciles de soslayar y, en efecto, atraviesan la antología que nos ocupa en esta investigación. ↵
- Cabe señalar que, a partir de este prefacio a la poesía modernista mexicana, José Emilio Pacheco se suma a las reflexiones sobre la obra dariana señaladas por Luis Sáinz de Medrano en su artículo “Acerca de la crítica sobre Darío”. Hacia mediados del siglo XX, la obra del poeta nicaragüense estuvo atravesada por una revisión crítica que no solo se caracterizó por una recuperación laudatoria mediante las voces de Juan Varela, los hermanos Machado, Federico García Lorca y Pablo Neruda, sino también por subrayar los aspectos negativos de la poética del autor de Prosas Profanas a través de figuras como José Asunción Silva, Maurice Bowra, Luis Cernuda y Gastón Baquero (Sáinz de Medrano, 2006: 107-121). José Emilio Pacheco se incluye en el primer grupo señalado, ya que se propone ampliar los límites de análisis de su obra que, según él, se confinan a su trabajo poético y no a la valiosísima prosa dariana. Pacheco, con indignación, expresa en una de sus columnas de Proceso: “Ahora bien, ni siquiera en el post-centenario se ha hecho justicia a la prosa de Darío. Son ya inconseguibles los cuatro tomos publicados en Madrid por ese benemérito editor cuyo nombre parece una broma del Instituto de Investigaciones Sexuales –Afrodisio Aguado– y para la nueva generación la única prosa de Darío al alcance es la juvenil y presuntuosa de Azul y de Los raros. Quizá esto se deba a dos supersticiones: la primera, que el poeta no puede o no debe ser nada más que poeta; la segunda, que por necesidad o definición el periodismo es efímero y deleznable. El menosprecio se apoya en el propio Darío quien siempre vio su prosa como fruto de la necesidad y obstáculo para su trabajo (‘Lavemos bien de nuestra veste / la amarga prosa’)” (1978: s.p.). Por último, ansía, como hicieron Ángel Rama y Ernesto Mejía Sánchez, la realización de una pronta edición de la prosa completa de Darío: “Hasta sus cuentos, lo menos afortunado que escribió, implantaron una voluntad de estilo que ninguno de los que vinieron después ha podido dejar de tener presente. Es de esperarse que pronto la Biblioteca Ayacucho pueda ofrecernos un tomo de la prosa de Rubén Darío comparable a este que Mejía Sánchez y Rama nos han dado con su obra poética” (1978: s.p.). ↵
- Estas confusiones serían producto de las lecturas erróneas y omisiones que se han hecho de las mismas obras literarias modernistas. José Emilio Pacheco denuncia el poco interés que se le ha otorgado al análisis de los textos; más bien, sostiene una defensa de la lectura directa de las fuentes en lugar de acceder a ellas mediante su bibliografía indirecta, es decir, lo que otros escribieron sobre ellas. ↵
- José Emilio Pacheco publica en Letras Libres en junio de 1999 un artículo sobre la importancia de la estadía de Rubén Darío en España, donde destaca la presencia decisiva que tuvo el autor de Azul para la generación del 98; su figura fue un “elemento aglutinador para la gran renovación literaria” (1999: 61). De ahí que Pacheco entiende las influencias de Darío más allá de los límites latinoamericanos (y nacionales, por supuesto) porque lo ubica como el gran innovador de toda la lengua española. Más allá de que la tradición del Modernismo es pensada desde lo grupal, Darío se emplaza como el gran renovador de la poesía en español: “Era la lengua española la que resucitaba con Darío. Cuanto se escribió en el siglo que terminara hubiera sido imposible o inexplicable sin él” (1999: 61). ↵
- Con mínimas modificaciones, en la obra dirigida por Julio Ortega, Pacheco se refiere en los mismos términos al Modernismo: “Jamás habrá una definición satisfactoria de modernismo. Un solo término no puede abarcar cosas tan distintas como Versos sencillos (José Martí), Castalia bárbara (Ricardo Jaime Freyre), Lunario sentimental (Leopoldo Lugones) o Zozobra (Ramón López Velarde). Tampoco es posible ignorar las diferencias entre los países hispanoamericanos, tan grandes como sus semejanzas. En el fin del siglo XIX, para sólo citar unos cuantos ejemplos, mientras Cuba lucha por liberarse del dominio español, Argentina surte de carne y trigo a Europa y el capital británico la preserva de los avances angloamericanos que desestabilizan Nicaragua y a toda Centroamérica. En México la influencia de los inmigrantes no puede compararse con lo que significan en el Cono Sur. Sin embargo, es el único país continental que ha sufrido la ocupación del ejército francés entre 1863 y 1866” (2007: 28-29). ↵
- Esta hipótesis coincide con la genealogía planteada por Octavio Paz en su célebre estudio sobre la monja mexicana: Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982). ↵
- Nuevamente, Pacheco menciona a Sor Juana Inés de la Cruz para dar cuenta de que esta operación de condensar tendencias estéticas diferentes ya había ocurrido en las producciones literarias de esta poeta. Es notable el interés de Pacheco por destacar la figura de la autora de El divino Narciso. ↵
- Recordemos que la escritura de “Los colores del estandarte” surge como respuesta a la reseña crítica que Paul Groussac realizó de Los raros en su revista La Biblioteca en noviembre de 1896. Si bien este debate plantea posturas y sensibilidades estéticas e ideológicas diferentes, plasma una discusión mayor que es el lugar de América Latina en el proceso de modernización, donde la hegemonía global estaba dada por la cultura europea, en particular la francesa. Para profundizar sobre esta controversia entre Rubén Darío y Paul Groussac, consultar: “La modernidad latinoamericana y el debate entre Rubén Darío y Paul Groussac” (2006) de Mariano Siskind. ↵
- No nos podemos olvidar que Pacheco retoma esta premisa en el año 2004, en ocasión de la escritura de “Al centro de su otra orilla”, prólogo de Modernismo. Supuestos históricos y culturales de Rafael Gutiérrez Girardot. Luego de reconocer las cualidades de este estudioso colombiano para entender y explicar nuestra literatura, vuelve sobre la perspectiva continental que sostuvo el Modernismo en las letras latinoamericanas: “El modernismo […] significa la incorporación de América a la literatura planetaria; es la respuesta, la única posible respuesta, de nuestros países a la primera globalización, al imperio del mercado mundial, al azote de lo que Walter Benjamin designó como ‘la tempestad del progreso’ sobre las tierras que Bolívar quiso llamar Colombia, la Gran Colombia multinacional y pluriétnica, y derivan su nombre no de Colón sino de Américo Vespuccio, un navegante y cartógrafo que se llamaba, para colmo de simbolismos y presagios, como un rey bárbaro: Amerigo” ([1983] 2004: 16). El prólogo a la antología de 1982 también regresa sobre los pasos de los efectos de la modernización en un continente donde las raíces indígenas son ineludibles: “Así, lo que llamamos modernismo es en gran medida la resultante literaria del choque y la tensión entre la era moderna europea y norteamericana y el mundo antiguo hispanoamericano en que irrumpió aquélla. Mientras los capitales extranjeros se adueñaban de los metales, el petróleo y las maderas de nuestros territorios, los modernistas se apropiaron de la cultura literaria de fin de siglo” (1982: 2). ↵
- El interés de José Emilio Pacheco por la obra de Walter Benjamin se plasma también cuando, un año después de la publicación de esta antología, presenta, junto con Miguel González, la traducción de París, capital del siglo XIX, impresa en México por la Imprenta Madero para conmemorar el centenario de la Comuna de París. Esta traducción es señalada como la primera recepción explícita de Walter Benjamin en México. ↵
- Estas ideas expuestas por José Emilio Pacheco se enlazan con las sostenidas por Rafael Gutiérrez Girardot, quien, a partir de su lectura de Hegel, reflexiona sobre el surgimiento de la sociedad burguesa en el capítulo “El arte en la sociedad burguesa”, incluido en Modernismo. Supuestos históricos y culturales. A la nueva sociedad le interesan los valores materiales, el dinero, la industria, el comercio y el ascenso social; sus ciudadanos están dominados por el egoísmo, el interés propio y el principio de utilidad. En efecto, el arte “ya no puede expresar el máximo menester del espíritu, esto es, el hombre con su mundo social, político y religioso concebido como una totalidad sustancial” ([1983] 2004: 45). Si bien las sociedades de lengua española no tuvieron hacia fines del siglo XIX una clase burguesa amplia y fuerte, como sí sucedió con las europeas, Gutiérrez Girardot sostiene que la presencia en ambas de una ideología utilitaristas permite entender que existe una homología que explica la recepción de la literatura europea (francesa, escandinava, rusa, etcétera.) por parte de los escritores latinoamericanos. Este interés literario no se reduce solamente a una cuestión estética y formal, sino que corresponde a “un estímulo para percibir, formular y dilucidar los problemas y las situaciones que había planteado y provocado en el mundo de lengua española la nueva sociedad burguesa” ([1983] 2004: 50). ↵
- En México, la revista Azul, de 1894, que antecedió a la revista Moderna, surgida en 1898, se publicó en 128 números y fue la primera revista modernista en México; sin embargo, correspondía al suplemento dominical de El Partido Liberal, periódico semioficial del porfiriato. Entre sus colaboradores se destacaron Rubén Darío, Nicanor Bolet Peraza, Arturo Ambrogi, Salvador Rueda, Julián del Casal y José Martí. Entre los mexicanos, además de los fundadores, Manuel Gutiérrez Nájera y Carlos Díaz Dufoo, y del editor, Luis Gonzaga Urbina, José Juan Tablada, Amado Nervo, Jesús E. Valenzuela, Jesús Urueta, Balbino Dávalos, Rafael Delgado, Alberto Leduc y Francisco M. de Olaguíbel (Pineda Franco, 1998). La revista Moderna, que a partir del número 1, del año II, cambia de subtítulo a Moderna. Arte y Ciencia (1898-1903), es considerada heredera de El renacimiento (1869) de Ignacio Altamirano y de la mencionada revista Azul. Los fundadores, Bernardo Couto Castillo y Jesús E. Valenzuela, consideraron que la expresión lírica modernista requería de un espacio propio, alejado de posturas políticas y religiosas. Además, le otorgaron igual importancia a escritores mexicanos e hispanoamericanos, aunque mostraron un particular interés por los poetas franceses e ingleses (Diccionario de literatura mexicana. Siglo XX, [2000] 2004: 434-435). ↵
- En este orden, los poetas antologados son: en el tomo I, Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón, Manuel José Othón, Francisco González León, Francisco A. de Icaza y Luis G. Urbina; en el tomo II, Amado Nervo, José Juan Tablada, Enríquez González Martínez, María Enriqueta Camarillo de Pereyra, Alfredo R. Placencia, Rafael López, Efrén Rebolledo y Ramón López Velarde. ↵
- Susana Zanetti explica que las religaciones que se comienzan a efectuar a partir del Modernismo son gracias a las transformaciones ocurridas desde 1880, aproximadamente, momento en que América Latina se incorpora al proceso de modernización: “El desarrollo económico y social, y sus consecuencias –concentración urbana, nuevos medios de comunicación– proporcionaron condiciones favorables a la irradiación de los logros del campo cultural ampliado, diversificado y complejo que surgía en cada uno de los centros hispanoamericanos, sobre todo en los más modernos; iba quedando atrás, siempre en términos relativos, una comunidad letrada de incidencia precaria, restringida en sus alcances continentales por la incomunicación y la distancia. El proceso modernizador no determinó la constelación de artistas e intelectuales del período, pero fue condición imprescindible para que fuera posible un movimiento mancomunado en concepciones estéticas e ideológicas, para que surgiera el intercambio y la discusión entre pares, medianamente generalizada y con cierta simultaneidad. La religación, en sus numerosas variables, supone la quiebra del aislamiento, del compartimento estanco, y para ello hacían falta bases materiales para vehiculizarlas y una mentalidad moderna” (1994: 500).↵
- Dice Zanetti acerca de Darío: “con sólo 15 años inicia en la prensa de Managua (donde ya se han publicado muchos poemas suyos) una carrera caracterizada por la firme decisión de alejarse de las prácticas provincianas, llevada adelante primero en ciudades centroamericanas vecinas y muy rápidamente en las hispanoamericanas más modernas, en busca de espacios propicios para una trascendencia más allá de lo regional” (2008: 525). ↵
- Hacia el año 1894, surgen numerosas revistas con tendencias modernistas en Hispanoamérica. Entre ellas, podemos mencionar: Cosmópolis y El Cojo Ilustrado en Caracas, El Iris en Lima, Revista de América en Buenos Aires, El Mundo en México y la Revista Gris en Bogotá (Pineda Franco, 1998). ↵
- Zanetti también reconoce que las transformaciones del campo letrado no estuvieron alejadas de ciertos disensos y pugnas entre los escritores y los sectores dominantes, quienes “critican y reprueban los modos de vida y las preferencias estéticas del escritor” (1994: 13-14). ↵
- Los números arábigos y romanos corresponden al propio sistema de Pacheco.↵
- Este perfil político es lo que, según Pacheco, también diferencia a José Martí del resto de los modernistas: “No resulta menor paradoja modernista que Martí sea una figura a la vez central y excéntrica en el movimiento que inició. Martí vive por y para la independencia de su patria todavía perteneciente al imperio español. Lucha por la revolución social en tanto que los demás sólo se preocupan por la renovación literaria” (1982: s.p.). ↵
- Con motivo de la reseña “Exposición documental de Manuel Gutiérrez Nájera” de Ernesto Mejía, publicada en la Revista de la Universidad de México, José Emilio Pacheco ya había registrado, diez años antes de la antología sobre el modernismo mexicano, la cualidad innovadora de la labor literaria de Gutiérrez Nájera: “Manuel Gutiérrez Nájera es el reconocido innovador de nuestras expresiones literarias. Su obra poética tiene la misma importancia que sus numerosos trabajos en prosa, la mayoría resueltos con la premura que exige el periodismo, pero otros más serenos, mejor aderezados como los textos que forman Cuentos frágiles (1883) el único libro publicado durante la vida del autor” (1960: 38). En el artículo publicado en Letras Libres también asume el Modernismo como un colectivo más que como una estética que tiene como referencia, únicamente, una individualidad (como puede ser el caso ya mencionado de Rubén Darío): “No se trata de establecer rivalidades nacionales en un movimiento que se pensó como hispanoamericano y fue un raro ejemplo de amistad” (2000: 20). ↵
- Pacheco también se distancia de las afirmaciones críticas que se sostienen solamente en las obras canónicas de Rubén Darío, como el caso de Prosas profanas, o bien, que aseguran que luego de Cantos de vida y esperanza (1905) el nicaragüense ingresa a una “decadencia irrefrenable” (1978: s.p.). En su afán de rever lo escrito y leído sobre el Modernismo, rescata composiciones poéticas soslayadas por la crítica literaria del momento. Es el caso del poema “Armonía”, una de las producciones finales, omitido por el propio Darío en Canto a la Argentina y otros poemas (1914) y por los editores que lo consideran “apenas una variante o un resumen de su soneto ocasional a Nervo” (1978: s.p.). Sin embargo, Pacheco lo define, en su brevedad, como “una obra-maestra” (1978: s.p.).↵
- No debemos olvidar que José Martí estuvo deportado en España desde 1870 hasta fines de 1874, momento en que parte a Francia y, desde allí, a México. En octubre de 1879 es nuevamente deportado a España, donde reside dos meses en Madrid para luego marchar, vía Francia, a Nueva York (Serna Arnáiz, 2004: 18-19).↵
- Beatriz Colombi estudia en “Camino a la meca: escritores hispanoamericanos en París (1900-1920)” la migración que se gestó entre 1900 y la Primera Guerra Mundial de diferentes sectores de profesionales, diplomáticos, secretarios, corresponsales y cronistas, traductores, educadores, estudiantes y escritores a la capital francesa. Si bien ya existen antecedentes de viajes y traslados, esta movilización hacia fin de siglo constituyó “el primer ingreso masivo de la inteligencia hispanoamericana en un concierto internacional” (Colombi, 2008: 544). ↵
- Recordemos que José Martí realizó la traducción de Mis hijos de Víctor Hugo y la publicó en forma de folletín en la revista Universal de México. Para una mayor profundización sobre este tema, consultar el trabajo “Mis hijos de Víctor Hugo, en la traducción de José Martí (1875)” de Carmen Suárez de León (2012). ↵
- Tal como afirman Ángel Rama y Julio Ramos, el campo de profesionalización y autonomía de los escritores es bastante relativo hacia fines del siglo XIX y principios del XX. Todavía necesitan de la prensa no solamente como medio de subsistencia, sino como posibilidad de fundar, desde allí, un nuevo lugar de enunciación y legitimidad (Rama, 1970: 67-79; Ramos, [1989] 2003: 86). Ramos señala, además, que, a pesar de que la incorporación al mercado de bienes culturales se sistematiza a fin de siglo, la presencia de escritores en el periodismo no es una particularidad exclusiva de los modernistas. Ya en las primeras décadas del siglo XIX, José Joaquín Fernández de Lizardi o Hilario Ascasubi vivían de lo que escribían en los periódicos (Ramos, [1989] 2003: 64-65). ↵
- En la antología dedicada al Modernismo hispanoamericano, Pacheco también indica como fecha de su inicio el año 1882 porque es el año en que Martí comienza sus “Cartas” desde Nueva York, publica Ismaelillo y una crónica sobre una conferencia de Oscar Wilde que, según nuestro autor, es un esbozo de manifiesto del Modernismo: “Vivimos, los que hablamos lengua castellana, llenos todos de Horacio y de Virgilio, y parece que las fronteras de nuestro espíritu son las de nuestro lenguaje. ¿Por qué nos han de ser fruta casi vedada las literaturas extranjeras, tan sobradas hoy de ese ambiente natural, fuerza sincera y espíritu actual que falta en la literatura española?… Conocer diversas literaturas es el mejor medio de liberarse de la tiranía de algunas de ellas” (Pacheco, 1982: 11). ↵
- No podemos dejar de soslayar el lugar preeminente que adquiere el periodismo durante este momento, particularmente porque, como en el caso de Nervo, ingresa a ese medio muy joven para cubrir las necesidades de su familia, conformada por su madre y cuatro hermanos menores (su padre había fallecido cuando Nervo tenía trece años) (Pacheco, 1970: 1). Tal como deja entrever Pacheco, trabajar como cronista de sociales en El Correo de la Tarde, como redactor de El Universal, El Nacional y El Mundo no solo le permitió acceder a un salario, sino establecer amistades literarias como la que mantendrá con Darío en su viaje a Francia para reseñar la Exposición de París: “Cancelada la corresponsalía de El Imparcial, se estableció en Montmartre con Rubén Darío, le escribió muchos artículos cuando Darío estaba enfermo o alcoholizado, e hizo traducciones anónimas para la casa Garnier” (Pacheco, 1970: 1).↵
- Animal Farm (Rebelión en la granja) (1945) de George Orwell y Le planet des singes (El planeta de los simios) (1963) de Pierre Boulle. ↵
- Aquí se afianza la tesis de Susana Zanetti sobre la importancia de España como centro religador, como lugar donde durante el período que nos preocupa “se estrechan relaciones y reconocimientos mutuos de una envergadura inédita luego de la independencia americana” (1994: 25). ↵
- Pacheco indica dos episodios que motivaron el rescate de Amado Nervo, cercanos a la publicación de la antología: el libro Genio y figura de Amado Nervo (1968) de Manuel Durán y un homenaje en el cincuentenario de su muerte. ↵
- La muerte de la madre de Nervo, en 1906, según Pacheco, indica su alejamiento de la estética modernista, “comienza a afantasmarse. Intenta escribir ‘sin retórica, sin técnica, sin procedimiento, sin literatura’, y no sostener ‘más que una escuela, la de mi honda y perenne sinceridad’” (1970: 4). Es a partir de dicha simplificación que Nervo comienza a tener el reconocimiento popular ya explicitado: “Al simplificarse, su obra se hace más popular, se convierte en obligada recitación, se imprime en el revés de los almanaques” (1970: 4). Si bien Pacheco se distancia de esta nueva estética que comienza a frecuentar el modernista, “Pero sus palabras caen ahora blandas e invertebradas. La sencillez se vuelve pobreza, la pobreza silencio” (1970: 4), merece presentarse entre los más ricos y amplios poetas mexicanos: “Nervo es cursi; sin embargo, hasta en sus peores instancias, es también íntimo, persuasivo. Una elegancia espiritual recóndita lo salva de la absoluta ramplonería. […] Tiene los defectos abismales –hiperfecundidad, sentimentalismo, ausencia de autocrítica– sin los que no podrían existir sus cualidades: originalidad, riesgo, gran poder creador” (1970: 5). ↵
- Roland Barthes considera que la literatura presenta cualidades a las que el crítico debe suscribirse. La literatura, como la ciencia, son discursos; sin embargo, el lenguaje que constituye a una y otra son diferentes. El lenguaje en la ciencia está al servicio de la comunicación de conocimientos científicos, es transparente, no hay ambigüedad porque es un instrumento al servicio del saber. En cambio, el lenguaje literario no es simple instrumento subsidiario de una realidad que necesita ser comunicada. La literatura “pretende el desmoronamiento de los conceptos esenciales de nuestra cultura, a la cabeza de los cuales está el de lo ‘real’” ([1967] 1987: 15). La literatura, en tanto que resulta ser “la única que soporta la responsabilidad total del lenguaje” ([1967] 1987: 15), está dentro de él, es revolucionaria. Al igual que la crítica, no debe servirse de él, sino que “le basta hablar del lenguaje” ([1966] 1972: 14) para postular que no existe en estado puro ([1967] 1987: 18).↵
- Más allá de que esta compilación data de 2003, su contenido principia en 1970 hasta, aproximadamente, fines de la década del ochenta. Sin embargo, se incluyen textos que, si bien sus primeras versiones pertenecen a las fechas señaladas, el escritor mexicano los ha reescrito posteriormente. Esto da cuenta de la continuidad en nudos de interés por parte de José Emilio Pacheco, que nunca abandona y siempre retoma, como es el caso de la figura de Ramón López Velarde.↵
- Ramón López Velarde fue laureado como poeta nacional por el presidente Luis Echeverría Álvarez en 1971. ↵
- Ramón López Velarde también es ejemplo de cómo, a pesar de nunca salir de México, pudo mantener religaciones con colegas que sellaron su carrera como escritor. Tras estar un tiempo en el Seminario de Aguascalientes, donde empezó a escribir, decidió abandonarlo para optar por la carrera de Derecho en San Luis de Potosí. En 1906 fundó la revista Bohemio junto a sus amigos Enrique Fernández Ledesma, Pedro de Alba, entre otros. Sus persistentes lecturas, enmarcadas en bibliotecas provinciales (Zanetti, 1994: 14), le permitieron conocer a Leopoldo Lugones y Francisco González León, quienes “le ayudaron a encontrar su propia voz en las páginas que formarán La sangre devota” (Pacheco, 1970: 127). Su colaboración en varias revistas, como Revista de Revistas, El Universal Ilustrado, Vida Moderna y México Moderno, entre otras, acompañaron su crecimiento literario, como también lo fue la dirección, junto con González Martínez y Rebolledo, del semanario Pegaso. ↵
- Recordemos que Tablada fue uno de los fundadores de la revista Moderna y también participó en la revista Azul, creada, entre otros, por Manuel Gutiérrez Nájera. Justamente en esa revista es donde publicó el poema “Ónix”.↵
- José Juan Tablada fue un firme opositor a Francisco Madero y colaboró para el gobierno de Victoriano Huerta. Vivió exiliado en Nueva York hasta que en 1918 Carranza indultó a los escritores huertistas y nombró al propio Tablada secretario de la representación mexicana en Caracas y Bogotá (Pacheco 1970: 30). En relación con este aspecto de la vida de Tablada, Pacheco escribe un “Inventario” en el número 308 de Proceso, donde deja al descubierto su perfil político conservador. Si bien reconoce sus cualidades en el plano de lo poético, se distancia fervientemente de sus posiciones políticas y rechaza la prosa periodística plasmada en la columna “Tiros al blanco” (El Imparcial): “La prosa de Tablada en ‘Tiros al blanco’ avergüenza a un periodismo en que brillaron Gutiérrez Nájera, Urbina y Nervo, para no hablar de Martí, Zarco y Ramírez” (1982: s.p.). ↵
- Como veremos más adelante, Octavio Paz también resalta la presencia de Tablada en el modernismo y subraya, como Pacheco, en el ensayo “Estela de José Juan Tablada”, la introducción del haikú en la lengua castellana como uno de sus principales aportes: “Con estos dos libros [Un día y El jarro de flores] Tablada introduce en lengua española el haikú japonés. Su innovación es algo más que una simple importación literaria. Esa forma dio libertad a la imagen y la rescató del poema con argumento, en el que se ahogaba. Cada uno de estos pequeños poemas era una pequeña estrella errante y, casi siempre, un pequeño mundo suficiente” (Las peras del olmo, [1957] 1986: 62). El gesto crítico de José Emilio Pacheco sobre la recuperación de Tablada en este momento se vincula con el que hace en otras oportunidades con respecto a Octavio Paz. Pacheco ubica a Octavio Paz en una tradición cultural que tiene entre sus precursores a Tablada y a Paz entre sus continuadores. A propósito de la publicación de una antología sobre esta forma estética, asevera Pacheco: “The Haiku Handbook de William H. Higginson y Penny Harter es una historia, una antología y un manual sobre esta forma sintética que de Japón ha pasado a todas las lenguas […] Los libros en inglés suelen ignorar el mundo hispánico. The Haiku Handbook da el alto sitio que merecen a José Juan Tablada, Antonio Machado y Octavio Paz” (1988: s.p.). ↵
- “Su desarrollo fue muy lento. La composición de un soneto le llevaba hasta veinte días y gracias a ello lograba una incomparable fluidez. Dice en una carta a Juan B Delgado: ‘Hago un estudio de cada palabra, de cada cláusula, de cada oración. De allí que casi todo el mundo crea que soy flojo para escribir’” (Pacheco, 1970: 59).↵
- Se refiere a Francis James, escritor francés, quien vivió entre los años 1868 y 1938. ↵
- Georges Rodenbach es el autor de Brujas la muerta (1892), novela referente de la literatura simbolista belga. Sobre esta novela y su influencia en otros escritores, como Fernand Khnopff, consultar el artículo “Fernand Khnopff, Georges Rodenbach, and Bruges, the Dead City” de Lynne Pudles (1992). ↵
- Alfonso García Morales subraya el entusiasmo y la admiración que despertó en sus contemporáneos, entre quienes se destaca Pedro Henríquez Ureña, la publicación de Los senderos ocultos. González Martínez es proclamado como uno de los “dioses mayores” de la literatura mexicana desde el momento en que, agrega este crítico, se convirtió en su momento en el preferido e imitado por los jóvenes escritores (2010: s.p.). ↵
- El apellido Ibarbourou está escrito con una errata por el propio autor. Pacheco subraya que fue Manuel Gutiérrez Nájera quien dio a conocer a esta poeta a través de su revista Azul. La prensa periódica, como ya dijimos, cobró un protagonismo inusitado porque los modernistas promovieron, mediante dedicatorias, prólogos, conferencias y relaciones personales, una cofradía hispanoamericana que no solamente permitió la difusión de la propia cultura, sino, como especifica Zanetti, la de los distintos países latinoamericanos (2008: 533). La aparición de Gutiérrez Nájera como difusor de las nuevas voces mexicanas reafirma su lugar preeminente en la antología de Pacheco, plasmado en la ubicación que le da al inaugurar la antología sobre el modernismo mexicano. ↵
- Pensar la estética del modernismo desde una perspectiva universalista y cosmopolitita que conviva, sin embargo, con apropiaciones y reinscripciones locales es la lectura propuesta por Mariano Siskind en Deseos cosmopolitas. Modernidad global y literatura mundial en América Latina, particularmente en el capítulo dedicado a Rubén Darío: “El universalismo francés de Darío y las cartografías mundiales del modernismo” ([2014] 2016). ↵
- Aquí Pacheco se refiere a Examen de críticos, publicado en 1894, donde Icaza censuró a Marcelino Menéndez Pelayo, Juan Valera y Emilia Pardo Bazán. ↵
- En sus poesías, José Emilio Pacheco también se preocupa por presentar la literatura como espacio propicio para pensar y repensar las interrelaciones que se gestan entre los autores para definir tradiciones literarias específicas. Así, sin dejar de lado su tono irónico y humorístico, se “enfrenta” a los postulados de Harold Bloom en su poema “Contra Harold Bloom”: “Al doctor Harold Bloom lamento decirle / que repudio lo que él llamo ‘la ansiedad de las influencias’. / Yo no quiero matar a López Velarde ni a Gorostiza ni a Paz ni a /Sabines. / Por el contrario, / no podría escribir ni sabría qué hacer /en el caso imposible de que no existieran / Zozobra, Muerte sin fin, Piedra de sol, Recuento de poemas (2010: 602). ↵
- Debido a que pronto se cumple el centenario del nacimiento de Efrén Rebolledo, José Emilio Pacheco publica el 2 de julio de 1977 un “Inventario” dedicado a la novela Salamandra, la penúltima obra de Rebolledo que, de acuerdo con su lectura centrada en ciertos motivos, personajes y situaciones, “significa para la literatura mexicana el testamento y despedida de la generación modernista” (1977: s.p.).↵