El autonomismo y el problema de la subsunción
A comienzos del capítulo 3, propusimos la tensión entre las categorías marxianas de trabajo productivo e improductivo (y de sus respectivas relaciones con las de subsunción real y formal del trabajo en el capital) como introducción al trabajo inmaterial y a la problemática acerca de su lugar en el sistema político contemporáneo. Ahora, al proponer algunos de los planteos del autonomismo italiano acerca de la relación entre producción y política, esa misma discusión adquiere otro sentido. En efecto, para Michael Hardt y Antonio Negri “habría que considerar el capitalismo posmoderno desde la perspectiva de lo que Marx denomina la fase de la subsunción real de la sociedad en el capital” (Hardt-Negri, 1994: 23). La idea es que “todos los procesos productivos surgen dentro del capital mismo y, por lo tanto, la producción y la reproducción de la totalidad del mundo social tienen lugar dentro del capital”. El capital, pues, ya no tendría un afuera. Esto, por nuestra parte, nos tendría que llevar a replantear las conclusiones a las que en su momento arribamos: en primer lugar, confirmaríamos que la producción inmaterial puede encuadrarse dentro de la categoría de trabajo productivo; pero, en segundo lugar, deberíamos dudar acerca de la posibilidad de que las formas de organización productivas basadas en la libertad y la cooperación pudieran llegar a constituirse como espacios críticos[1]. En ambos casos, por la misma razón: todos los procesos productivos estarían subsumidos realmente en el capital o, lo que es lo mismo, ninguno -sea cual sea su forma de organización- escaparía a su lógica.
La cuestión planteada presupone dos grandes ideas previas y un supuesto. La primera idea previa es la de la “posmodernización de la economía”, la cual refiere directamente al posfordismo como la forma de organización económica que actualmente adquiere el capitalismo. Según la teoría de la sucesión de los paradigmas económicos planteada (Negri-Hardt, 2002: 249), el sistema productivo se dividiría en tres etapas claramente diferenciadas cuya predominancia se habría ido sucediendo a lo largo de la historia. Estas etapas son: la primaria, donde la economía se encuentra dominada por la agricultura y la extracción de materias primas; la secundaria, donde se encuentra dominada por la industria y la producción de bienes durables y la terciaria, donde la economía es dominada por la provisión de servicios y el manejo de la información. En esta línea, modernización económica consistiría en el paso del primer paradigma al segundo (industrialización), mientras que la posmodernización económica consistiría en el paso del segundo al tercero (informatización). La economía actual estaría, pues, regida por los servicios y la información, es decir, por el trabajo inmaterial[2].
La segunda de las ideas previas es el paso de una sociedad disciplinaria a una sociedad de control, denotada primeramente por Deleuze en la brevísima Posdata (Deleuze, 2000). Allí, el filósofo francés afirmaba que los lugares de encierro característicos de la sociedad disciplinaria (la familia, la escuela, la fábrica, el hospital, la cárcel) se encuentran en crisis. Si antes siempre se estaba empezando de nuevo (“de la escuela al cuartel, del cuartel a la fábrica”), en las sociedades de control nunca se termina nada; la formación continua reemplaza a la escuela; el capitalismo deja de basarse en la producción (industrial directa) para centrarse en una «superproducción» de venta de servicios y compra de acciones; la prisión, por último, deja de ser el “modelo analógico” de los mecanismos de dominación para dar lugar a nuevos mecanismos basados en el control y la interiorización del panóptico. Ahora bien, para Negri y Hardt,
“el paso contemporáneo de las sociedades disciplinarias a las sociedades de control que Gilles Deleuze distingue en la obra de Michel Foucault se corresponde notablemente con la transición histórica marxiana de la subsunción formal a la real o, para ser más precisos, muestra otro aspecto de la misma tendencia” (Negri-Hardt, 1994: 83).
En Marx, la subsunción real implicaba un proceso de trabajo constituido alrededor de la máquina: el obrero particular no podía prescindir de la máquina para producir, pero la máquina sí podía prescindir de ese obrero particular. Cualquiera podía manejarla y, por lo tanto, todavía menos interesaba el contenido del trabajo del obrero y más su fuerza de trabajo abstracta. Aquí, se mantiene ese sentido originario en tanto la “subsunción real posmoderna” denota una explotación basada en la conducción maquínica del proceso de trabajo, pero mucho más abarcativa y, por supuesto, no reducida a la producción estrictamente industrial en la que pensaba Marx: en el capitalismo posfordista habría una “implicación mutua de todas de las fuerzas sociales” al servicio del capital (Negri-Hardt, 2002: 37).
En este sentido, ambas ideas -posmodernización de la economía y paso de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control- confluyen para constituir la situación con la que abrimos el parágrafo. El auge del trabajo inmaterial tiende a desdibujar la línea divisoria entre tiempo de trabajo y tiempo libre. Hoy se pide del trabajador que se “comprometa” con la empresa, que ponga en juego sus capacidades intelectuales, que sea emprendedor y tenga iniciativa autónoma, que pueda comunicarse y desarrollar vínculos afectivos. Es decir: todo aquello que antes se desarrollaba en el tiempo libre, ahora es requerido por el sistema productivo. Y al desdibujarse esta línea, desaparece la distinción entre un afuera y un adentro de la producción. La vida misma asume una función productiva. Esto es lo que Hardt y Negri van a llamar «producción biopolítica» (Negri-Hardt, 2002: 35-42)[3]. Pero el margen de aplicación del concepto va todavía más allá, ya que “la acción instrumental de la producción económica se ha unido a la acción comunicativa de las relaciones humanas” (Negri-Hardt, 2002: 260). En primer lugar, por la inversión de la estructura fordista de comunicación entre la producción y el consumo del toyotismo, cuya consecuencia es que la decisión de producción se tome como una reacción a la decisión del mercado. Y, en segundo lugar, porque lo que produce el trabajo afectivo -que se encuentra en el epicentro de todo trabajo inmaterial y, por supuesto, es el centro de interés de la economía posmoderna- son redes sociales, formas de comunidad, biopoder.
El problema es que tanto la informatización como la mayor importancia de la producción inmaterial “tendieron a liberar al capital de toda limitación territorial y de negociación” (Negri-Hardt, 2002: 263). El capitalismo se afianzó a través de la posmodernización de la economía, subsumiendo realmente -o, en otras palabras, convirtiendo en productivos- todos los ámbitos de la vida, los cuales son manejados no ya (sólo) a través de una disciplina localizada -en la fábrica, en la escuela, etc- sino por medio de un control global. De esta manera,
“las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, que habían prometido una nueva democracia y una nueva igualdad social, en realidad crearon nuevas líneas de desigualdad y exclusión, no sólo en los países dominantes, sino también y especialmente fuera de ellos” (Negri-Hardt, 2002: 266).
Y en esta línea “toda estrategia de reformismo socialista se revela, hoy más que nunca, completamente ilusoria”, ya que los mecanismos institucionales serían funcionales a la lógica sistémica (Negri-Hardt, 1994: 83). Descartada la vía reformista, queda la salida revolucionaria. Pero en un contexto donde la subsunción real abarca todos los ámbitos de la vida, la idea de una toma del poder como medio para la revolución social pierde todo sentido, ya que la lógica que se intenta combatir sería reproducida por las formas de vida que anteriormente la interiorizaron. En otras palabras, si la sociedad civil es parte de la fábrica, ningún corte abrupto es posible. Ante esta situación, la pregunta acerca de cómo lograr la transformación política se torna fundamental.
Pero también es de muy difícil resolución al interior del esquema autonomista. Anteriormente mencionamos que, además de las dos ideas previas, existía un supuesto: nos referíamos a la noción de inmanencia. En efecto, tal como afirma Ernesto Laclau[4], ella es el punto de partida y, en cuanto tal, implica que lo político y lo social se darán en un mismo plano horizontal, sin que uno prevalezca sobre el otro. Y en relación con las prácticas transformadoras, no sólo la negación de la reducción de la política a los mecanismos institucionales dados sino, más importante, su ampliación a las prácticas cotidianas. Como vimos, una postura muy similar era ya sostenida por el joven Marx en su debate con Bruno Bauer al afirmar que la revolución política no es condición suficiente de la revolución social. Así, al no poder apelar a principios trascendentes, la pregunta política debe ser respondida desde la propia inmanencia.
La respuesta se va a dar a través de un giro al interior de la situación descripta. La sociedad civil, efectivamente, queda absorbida en la subsunción real, pero -agregan los autores- justamente por eso las fuerzas sociales que se dan dentro de ella adquieren una potencialidad política: “las resistencias ya no son marginales, sino que pasan a constituir fuerzas activas que operan en el centro de una sociedad que se despliega en redes” (Negri-Hardt, 2002: 37). Esas fuerzas sociales componen la «multitud», noción que ocupa el lugar que en ciertos marxismos ocupaba el proletariado y, en otros, el pueblo: esto es, el sujeto revolucionario que se constituye, en este caso, enfrentado al Imperio y al Estado como su principal institución[5].
En este momento, la centralidad del trabajo inmaterial vuelve a ser destacada, ya que incluye inmediatamente interacciones y cooperaciones sociales. Su aspecto cooperativo no se impone ni organiza desde el exterior, como sí ocurre en la organización fabril del capitalismo industrial y, por lo tanto, es desde el interior de la forma productiva fundamental de la posmodernidad que se encuentran las condiciones para la constitución plena de la multitud:
“producir significa cada vez más construir cooperación y comunidades cooperativas… Esta comunidad es, desde el punto de vista de la fenomenología de la producción, desde el punto de vista de la epistemología del concepto y desde el punto de vista de la práctica, un proyecto en el que la multitud está incluida plenamente. Las «tierras comunes» son la encarnación, la producción y la liberación de las multitudes” (Negri-Hardt, 2002: 267).
De forma que, en la propuesta del autonomismo italiano -en rasgos generales, estos lineamientos son compartidos por otros referentes como Paolo Virno y Maurizio Lazzarato- el trabajo inmaterial aparece como el ámbito donde la producción de lo común se hace más patente. Las singularidades interactúan y se comunican socialmente sobre la base de lo común, y al mismo tiempo constituyen lo común. Así, la noción de multitud -como “la subjetividad que surge de esta dinámica entre la singularidad y la comunidad” (op. cit.)- encontraría en la actualidad las mayores posibilidades de acción.
De cualquier manera, aceptando el carácter político de la sociedad civil y por lo tanto la posibilidad de que sea un espacio desde donde puedan iniciarse cambios más o menos efectivos a nivel -digamos- estructural, la dirección de las resistencias no deja de ser incierta por el absoluto plano de inmanencia en el que se mueven. De hecho, esa incertidumbre es asumida por los propios autores como un rasgo inevitable, y por momentos hasta positivo, del sujeto que las ejerce:
“no podemos ofrecer ningún modelo para este acontecimiento. Sólo la multitud a través de su experimentación práctica ofrecerá los modelos y determinarán cuándo y cómo lo posible ha de hacerse real” (Negri-Hardt, 2002: 355).
Es en este punto donde Laclau focaliza una de sus principales críticas al planteo de Hardt y Negri: los autores de Imperio no pueden responder en qué consiste una ruptura revolucionaria, ni tampoco podrían, ya que la dificultad “no puede ser resuelta dentro del terreno de una inmanencia radical” (Laclau, 2005: 302) . Por nuestra parte, no podemos dejar de compartir la crítica del politicólogo argentino, al menos en parte. En efecto, el esfuerzo por evitar cualquier tipo de trascendente lleva a los autores a marcar demasiado tímidamente los principios éticos que deberían regir a la multitud. Estos indudablemente aparecen (la cooperación y lo común, por ejemplo, ciertamente lo son), pero al ser considerados desde un punto de vista estrictamente político terminan resultando conceptos vacíos de contenido performativo[6].
En el mejor de los casos, la acción espontánea de la multitud se presenta como una alternativa crítica porque se construiría en base a una cooperación y dentro de un espacio común que chocarían con ciertos caracteres imperiales fundamentales -por ejemplo, la individuación y generización representativa. La pretensión de una concepción positiva de la política, que surgiría sólo por colocar a la multitud como sujeto de la historia, no logra cumplir con su cometido de construir una lucha que no sea únicamente en términos reactivos y defensivos, fundamentalmente por la ausencia total de criterio para el contenido de esa acción positiva de la multitud. Si, como afirma Laclau, “el único principio que asegura la unión de la multitud alrededor de un objetivo común es lo que nuestros autores denominan «estar en contra»: en contra de todo, en todas partes” (Laclau, 2005: 299)[7], entonces ¿cómo distinguir entre el amplio marco de opciones que entrarían dentro de la categoría «estar en contra del Imperio»? El sentido de «crítico» que al fin y al cabo terminan esgrimiendo los autores es -muy a pesar suyo- meramente negativo y, por lo tanto, no permite prever ni defender éticamente ninguna de las infinitas direcciones que el acontecer político de la multitud podría tomar. La ética se encuentra, al fin y al cabo, ausente en la propuesta autonomista de Hardt y Negri.
En este contexto, la centralidad dada al trabajo inmaterial aporta poco a nuestro propio planteo. Por una parte, la posición del autonomismo limita su análisis a lo que podríamos denominar el ámbito de la subjetividad. El trabajo inmaterial interesa fundamentalmente como espacio social, esto es, por las posibilidades de interacción y de construcción de subjetividades que supone (y que son la base de la multitud). En cambio, hasta aquí nosotros nos referimos al trabajo inmaterial como un espacio estrictamente productivo, donde el ámbito subjetivo -es decir, aquel que refiere a las motivaciones de los agentes y su forma de organizarse- por cierto interesa, pero sin que sea el único foco de análisis -de hecho, a nuestros fines interesa tanto como el tipo de producto socio-económico generado. Por otra parte, la referencia a la situación global -los caracteres del Imperio- para la determinación del carácter crítico de las resistencias que pudieran realizarse está planteada demasiado sutilmente como para poder adoptarla sin más a fin de determinar el lugar crítico-político que podrían constituir las alternativas de trabajo inmaterial basadas en los principios de libertad y comunidad, de las cuales dimos ejemplo con los casos particulares del movimiento de software libre y del copyleft.
Sin embargo, la propuesta autonomista nos permite plantear desde otro lugar la cuestión de si la producción inmaterial puede ser un lugar adecuado para la transformación política, ya que abre la perspectiva de una política que busca la verdadera liberación del ser humano en sus relaciones concretas y reales. La noción de multitud tiene el para nada despreciable beneficio de ampliar el campo de lo político a la cotidianeidad, revalorizando el papel de la creatividad y ampliando el margen de lo que se considera una práctica política. Pero la aprehensión de los autores a introducir el ámbito ético entre la inmanencia de lo político y lo social -la idea filosófica que sustenta la perspectiva toda- hace que el planteo quede, al fin y al cabo, truncado. Por eso, en el próximo parágrafo nos alejaremos del autonomismo italiano para buscar asidero en otra posición más cercana, tanto conceptual como geográficamente.
La salida ética
Cuando se toma la cuestión política a partir del problema de la subsunción real (del trabajo en nuestra propuesta, de todos los ámbitos de la vida en la autonomista), la pregunta por el cambio político se hace en un contexto donde existe una lógica que todo lo invade, pero a la cual uno se quiere enfrentar. Plantear las cosas de este modo implica colocarse en un lugar marginal, y, por lo tanto, la esperanza es encontrar resquicios que puedan, de una u otra manera, desafiar la asfixiante situación de la que se parte. Ubicada en este lugar, la cuestión política (que a nuestros fines refiere al trabajo inmaterial como espacio crítico-político) debe responder dos preguntas básicas: qué es lo crítico y dónde ha de ejercerse lo crítico[8]. A lo largo de nuestro trabajo hemos dado una serie de indicios que podrían adelantar las respuestas a esas preguntas. Sin embargo, para dar una resolución consistente todavía necesitamos introducir el marco teórico adecuado para muchos de los conceptos que fuimos esgrimiendo anteriormente a propósito de problemáticas específicas que, si bien no se encontraban completamente disociadas de la cuestión que nos ocupa, no fueron tratadas para resolverla en forma directa[9].
Partamos, entonces, de lo ya dicho. En el parágrafo 3.5 intentamos responder por qué puede considerarse al software libre un movimiento. Allí indicamos que, si bien cumplía con los tres principios que caracterizan a los movimientos sociales en la definición de Touraine -de identidad, de oposición y de totalidad-, a diferencia de la mayor parte de los movimientos sociales lo esencial no era ni la referencia identitaria ni el conflicto local. En lugar de eso, la corriente del software libre se constituía a través de dos principios -libertad y comunidad- que, mediante la interpretación del «trabajo vivo» como categoría ética, podían verse como directamente confrontativos con la lógica económica que, en una línea marxiana, tendría el sistema socio-político actual. El software libre aparecía, entonces, como un movimiento de incidencia global y genérica, diferenciándose -repetimos- de la incidencia local e identitaria del resto de los movimientos sociales. Así, propusimos la noción de movimiento ético-crítico como la que mejor encuadraría al caso particular del software libre. Pero, si bien su sentido podía quedar implícito, no aclaramos en dicho momento a qué nos referíamos exactamente con dicho concepto. Pues bien, en ese contexto el supuesto era la lectura que Enrique Dussel hace de Marx.
Tomar la noción de trabajo vivo para hacer una lectura ética de la obra de Marx supone la creencia de que la vida humana es más amplia, menos finita, que la vida política (Dussel, 1998: 501) -vimos que esta idea aparecía claramente explicitada en La cuestión judía. En esta línea, el objetivo de una posible revolución social sería el ejercicio libre de los caracteres del ser genérico. Sin embargo, el ser genérico que Marx expone en los Manuscritos del 44 refiere a una concepción del hombre como animal productivo y, por tanto, deja de lado muchos otros aspectos políticos que no son el económico -aspectos culturales, sociales, etc que indudablemente hacen a la vida política de las personas[10]. En este sentido, el concepto de «vida humana» es mucho más abarcativo que el de trabajo vivo[11], aunque no deja de ser consistente con él. El derecho a la vida, al cuerpo, a la salud, a la felicidad, a la satisfacción de las necesidades como “el derecho de encontrar lo que uno es y todo lo que uno puede ser” -en palabras de Michel Foucault- constituye de esta forma el principal eje organizador de cualquier propuesta política que sienta -en palabras de Marx- la opresión del hombre por el hombre[12].
Ahora bien, cuando un determinado mecanismo socio-político impide la reproducción de la vida en alguno de sus aspectos, la afirmación de la vida como principio ético-crítico implicará “re-conocer re-sponsablemente a la víctima como sujeto autónomo en su corporalidad sufriente, como Otro que el sistema” (Dussel, 1998: 373). La vida, por medio de la víctima, será entonces el punto de apoyo necesario para que sea posible una acción liberadora -es decir, una resistencia o una alternativa factibles políticamente- en el contexto de la subsunción real (o total) del trabajo (y la vida) en el capital. Es la respuesta a la pregunta acerca de qué es lo crítico. Esta respuesta podrá tener un sentido negativo (es decir, en oposición a las formas de opresión y dominación vigentes) como positivo (es decir, con independencia directa de esas formas), ya sea que se generen iniciativas que apunten a la reproducción de la vida -en el sentido amplio que le da Foucault- o que las iniciativas apunten a evitar los mecanismos que impiden esa reproducción. Este doble sentido se verá más claramente a través de la respuesta a adónde ha de ejercerse lo crítico, para la cual -recordemos- la modernidad ha tenido dos posiciones básicas y, en general, antagónicas.
Efectivamente, en el marco del clásico debate entre reforma y revolución la pregunta sobre cómo se logra un cambio efectivo de la lógica dominante solía ser respondida a través de uno u otro de los dos términos del binomio. Pero anteriomente mencionamos las dificultades que se tiene al optar por alguna de las dos opciones cuando lo que se tiene enfrente es un sistema que asfixia todos los ámbitos de la vida. Este era el caso del autonomismo, el cual -pese a proveer una explicación, a nuestro parecer, sensata del problema- no podía superar al fin y al cabo la disyuntiva. Pues bien, el planteo de Dussel comparte la misma visión inicial, pero también brinda una propuesta superadora. En efecto, a sus ojos la acción reformista es inútil a los fines de un cambio radical -esto es, un cambio real de la lógica imperante- porque, al cumplir con los criterios y principios del sistema hegemónico, termina por confirmar el sistema formal vigente: sus fines son, en realidad, los mismos (Dussel, 1998: 534). Por el otro lado, la acción revolucionaria es válida sólo dentro de una situación revolucionaria pero, como ésta es “absolutamente excepcional”, termina destruyendo la posibilidad de un cambio radical para las acciones de la vida cotidiana, “de todos los días” (Dussel, 1998: 533).
Para evitar la disyuntiva viciosa que se genera[13], Dussel introduce un tercer término al binomio reforma-revolución: el de «transformación», o sea,
“cambiar el rumbo de una intención, el contenido de una norma; modificar una acción o institución posibles, y aun un sistema de eticidad completo, en vista de los criterios y principios éticos enunciados, en el mismo proceso estratégico y táctico” (Dussel, 1998: 543).
…pudiendo ser reducidos estos principios éticos al
“tener como instancia última crítico-práctica a las víctimas de su específico nivel de intersubjetividad (a la mujer en el género, a las razas de color en la discriminación racial, a la vida humana en la tierra ante los sistemas formales económico-tecnológicos de destrucción ecológica, etc.)” (Dussel, 1998: 536).
De esta manera, el fin ético -la comunidad de víctimas, que refiere directamente a la reproducción de la vida- se conjuga con y adapta a las situaciones concretas (lo que él llama “nivel de intersubjetividad”) para descartar la discusión excluyentemente utilitaria[14] propia del debate entre reforma o revolución. Lo ético, entonces, determina qué es lo crítico, pero también dónde ha de ejercerse: en cualquier lugar donde pueda. Y, aunque en este último caso también influye el plano político y el social, su prevalencia hace que su espacio pueda ser desde una “intención” hasta un “sistema de eticidad completo”.
Por supuesto, en esta línea la discusión estratégica acerca de los efectos de una u otra alternativa ciertamente tiene razón de ser, pero nunca a costa de descartar lo que podría hacerse. En efecto, al no desechar políticamente ninguna opción, el concepto de transformación tal como lo propone Enrique Dussel permite la construcción de alternativas tanto de carácter negativo o reactivas -como puede ser la defensa de ciertos derechos funcionales a la lógica sistémica pero cuya ausencia atentaría (aún más) contra la reproducción de la vida- como de carácter positivo o activas -como puede ser la organización de formas comunitarias de intercambio independientemente de la lógica mercantil[15]. De esta manera, se logra escapar a la subsunción real y a la asfixiante situación que supone a través de un contenido ético cuya anterioridad es ontológica: nunca se puede controlar totalmente la vida, por más imbuida que esta esté en la lógica sistémica y por más eficientes que sean los mecanismos de dominación[16].
Por último, podríamos afirmar que -volviendo a la discusión en torno al lugar del trabajo inmaterial como espacio político- el caso particular del software libre cumpliría las condiciones para ser enmarcado dentro de la transformación dusseliana siempre y cuando ejerza el principio ético-crítico que tiene a la reproducción de la vida como criterio a seguir. A propósito, dijimos que el concepto de «trabajo vivo» es menos abarcativo que el de «vida humana». Y, efectivamente, mientras que el primero se reduce al ámbito económico-productivo, el segundo incluye problemas políticos como son los de género, los de etnia, los de clase etaria, etc. Pero, sin embargo, tampoco dejan de ser consistentes entre sí. En efecto, el trabajo vivo es -toma de posición mediante- parte indudable de la vida y, por ende, aquellas iniciativas que ejercen políticamente esta noción ética se enmarcarán dentro de la definición anterior de lo que es una práctica transformadora.
Por supuesto, siguiendo este argumento que lo ve como a la especie dentro del género, ya no será posible sostener la diferencia de status que insinuamos en el parágrafo 3.4 cuando distinguimos al movimiento del software libre de la mayor parte del resto de los movimientos sociales: todos podrían considerarse movimientos «ético-críticos» que actúan en diversos niveles de intersubjetividad. Aun así, todavía podría marcarse no una jerarquía, pero sí una especie de mapa que indique el espacio que ocuparían las distintas iniciativas críticas en la situación política actual. Si Marx tenía razón en definir al concepto de subsunción desde las formas de explotación capitalistas, entonces las críticas que actúan sobre el ámbito económico-productivo deberían ocupar un amplio lugar en ese posible mapa de las prácticas transformadoras. En este sentido, aquellos movimientos que promuevan la proliferación de formas comunitarias y libres de organización económica y productiva deberían ser considerados centrales en cualquier análisis del cambio socio-político de orientación ético-crítica. Pero no nos adelantemos. A esta cuestión nos dedicaremos en el próximo parágrafo, último de nuestro trabajo.
El trabajo inmaterial como espacio para la transformación política
En el contexto de un sistema caracterizado por un individualismo posesivo[17], las posturas influenciadas por los principios lockeanos referidos a la relación entre trabajo y propiedad no podrían evitar caer en el reformismo (nuevamente, en el sentido que Dussel da al término): sus propuestas terminarían resultando funcionales al orden hegemónico vigente. El origen individual del trabajo, las reglas de apropiación y el tipo de propiedad que suponen, su relación con el sistema político, todo contribuye a mantener el orden socio-político existente o, en el mejor de los casos, a modificarlo coyunturalmente (pero nunca esencial, realmente). Y esto no porque el planteo sea incorrecto, inconexo o inconsistente con la realidad, sino lisa y llanamente porque se corresponde perfectamente con la realidad capitalista: ésta puede ser justificada a través de la noción de «acumulación» de Locke, y de hecho así ha sido más de una vez a lo largo de la historia del pensamiento político[18].
Por el contrario[19], los caracteres incluidos en ciertos conceptos marxianos -trabajo vivo, ser genérico, etc-, al ser resaltados desde una lectura ética de la obra del filósofo alemán, incluyen un contenido performativo que choca directamente con las formas hegemónicas de organización capitalistas. Por eso es que pueden proveer un fuerte contenido conceptual para la creación de iniciativas de carácter transformador. En efecto, si en la base del trabajo, de la propiedad, de la sociedad capitalistas se encuentra el individualismo posesivo, aquello que pueda efectivizar la comunidad -y la libertad entendida a partir de ella- será una alternativa que, al menos potencialmente, tendrá la cualidad de poder subvertir lo dado.
El trabajo inmaterial como problema de la filosofía política puede ser abordado desde cualquiera de las dos posiciones. Pero cuando es abordado desde la segunda perspectiva se convierte en una fructífera fuente de material en vista a una posible transformación política. Si se acepta la idea de que la organización socio-política actual se sostiene en el individuo y no en la comunidad, en el propio interés y no en la cooperación, en el egoísmo y no en la socialización, entonces el trabajo inmaterial ofrece abundantes posibilidades para pensar alternativas a la situación dominante. Por su particular naturaleza, hace que sea más fácil resaltar desde el mismo la idea de que lo comunitario, lo cooperativo, lo social pueden ser tanto los medios como los fines de las relaciones humanas -al menos en tanto que actividades productivas. Y, a partir de esto, permite replantear los términos en los cuales fue cosificada la relación entre trabajo y propiedad desde el siglo XVII hasta nuestros días.
En esta línea, la influencia del trabajo inmaterial puede extenderse para abarcar espacios mayores, lo que ciertamente no deja de ser una posibilidad interesante cuando esa influencia puede retrotraernos a los albores del capitalismo, época de primeros cercamientos donde aún no era del todo evidente que la organización privativa de la sociedad fuera la alternativa inevitable, única o mejor para una sociedad construida en base al progreso tecnológico. Por ejemplo, lo dicho en el marco del trabajo inmaterial en principio podría motivar la discusión de los mismos problemas particulares -modos de organización del trabajo, tipos de propiedad, tipos de renta, formas de intercambio, etc- pero para las formas de producción específicamente materiales. Esta discusión no sería nueva, pero considerando que hace décadas que no se da y, más importante, que pone sobre el tapete los fundamentos mismos del sistema a través del cual se organiza actualmente el mundo, seguramente resultaría beneficioso volver a tenerla.
En cualquier caso, el del trabajo inmaterial también puede verse como un espacio donde es posible aceptar la arenga dusseliana de “comenzar a producir imaginativa y racionalmente alternativas futuras al capitalismo” (Dussel, 1998: 325). Más allá de que las formas comunitarias de producción inmaterial terminen asentándose en su propio ámbito, trasladándose a otros o simplemente desapareciendo, constituyen una clara muestra de que la transformación política puede darse también a través de las prácticas cotidianas, ordinarias, de todos los días. En este sentido, y ante una fuerte tradición que reduce lo político solamente al manejo de los poderes institucionales, entendemos que el trabajo inmaterial como problema de la filosofía política puede responder a una concepción más amplia de lo que es la actividad política y su espacio. Y, quizás, también logre promoverla.
- Lo que, recordemos, fue lo que sostuvimos en el parágrafo 3.5.↵
- Los autores distinguen tres tipos de trabajo inmaterial que, a nuestro fines, sólo basta mencionar: primero, aquel que participa de la producción industrial informatizada; segundo, el de las tareas analíticas simbólicas; tercero, el que supone la producción y manipulación de afectos. Es necesario aclarar que “en cada una de estas formas de trabajo inmaterial, la cooperación es por completo inherente a la tarea misma” (Negri-Hardt, 2002: 260).↵
- El término “biopolítica” aparece por primera vez en Foucault, para quien designa una nueva forma de poder que aparecería a mediados del siglo XIX. Este autor la caracteriza como una forma de control de los procesos vitales (por ejemplo, los controles de natalidad, mortalidad y salubridad) ejercidos sobre el conjunto de la población. El término es retomado por Hardt y Negri, y también por Paolo Virno, aplicándolo a las formas de producción contemporáneas (Virno, 2003: 84-89).↵
- “Su punto de partida es la nocion deleuziana / nietzscheana de inmanencia, que ellos vinculan al proceso de secularización de los tiempos modernos” (Laclau, 2005: 298).↵
- En el planteo de Hardt y Negri aparecen una serie de relaciones antagónicas que no corresponden ser tratadas aquí. Sin embargo, para la relación entre el pueblo y la multitud, así como para un análisis crítico del lugar que ocupa el Estado para el autonomismo, puede verse Fazio-Pagura (2004).↵
- Por otra parte, cuando aparecen discusiones específicamente éticas su carácter ad-hoc salta a la vista: en Multitud, por ejemplo, aceptan un “uso democrático de la violencia” a partir de un curioso concepto de “violencia democrática”, el cual es sostenido sobre una serie de no menos curiosos “principios”: subordinar la violencia a la política, usarla sólo defensivamente, organizarla democráticamente y reflexionar acerca de qué armas son hoy eficaces y adecuadas (Negri-Hardt, 2004: 391). Si bien la idea de un “uso democrático de la violencia” surge en contraposición a la guerra como “herramienta del Imperio”, el contenido de los principios postulados no parece tener otro asidero más que el consumo de licores u otras sustancias de efectos similares por parte de los autores.↵
- La afirmación laclauniana debería matizarse: en lugar de “estar en contra de todo, en todas partes”, estar en contra de las formas de vida constituidas por los mecanismos de dominación del Imperio.↵
- O también: de qué manera se quiebra o se podría quebrar la lógica imperante y cómo ha de lograrse un cambio efectivo en esa lógica. Cuando una determinada propuesta logra responder acertadamente ambas preguntas, podríamos decir que estamos ante una «alternativa» o «resistencia».↵
- Nos referimos a nociones como las de «trabajo vivo», «propiedad comunitaria», «propiedad libre», entre otras.↵
- Piénsese, por ejemplo, en los movimientos feministas -que defienden el derecho sobre el propio cuerpo, la igualidad de oportunidades y remuneraciones, etc- o en los movimientos étnicos -que defienden la especificidad cultural de ciertos grupos raciales (Vila, 1989: 417).↵
- De la misma manera que aún más abarcativa resultaría la noción de «vida», ya que incluiría también a plantas, animales y, por qué no, la naturaleza toda.↵
- Véase Foucault (2002, 175-6) y Dussel (1998: 496).↵
- Aún más viciosa resultaba para el autonomismo que, con cierta razón, descartaba de cuajo la opción revolucionaria (entendida en el sentido tradicional, con la «toma del poder» como mediación).↵
- En efecto, prevalecen los argumentos en torno a los efectos de una u otra opción.↵
- Piénsese como ejemplo de las políticas “reactivas” la remisión al Artículo 14 bis de nuestra Constitución Nacional para defender las fuentes de trabajo, y como ejemplo de las “activas” la organización que en algún momento supieron tener movimientos piqueteros como el MTD-Solano al juntar comunitariamente los “Planes Trabajar” para construir de forma conjunta pequeños emprendimientos productivos (panaderías, zapaterías, etc).↵
- A propósito, no está de más mencionar que una salida similar se encuentra también en la obra de Michel Foucault: “incluso cuando la relación de poder está completamente desequilibrada, cuando se puede decir que, verdaderamente, uno tiene todo el poder sobre otro, un poder no se puede ejercer sobre alguien más que en la medida en que a este último le queda la posibilidad de matarse, de saltar por la ventana o de matar al otro” (Foucault, 1999: 405).↵
- Tomamos prestada la adjetivación de Macpherson (1998). Obviamente, sostener esto supone ya una visión determinada -ideológica, si se quiere- de qué es el capitalismo. Es cierto que esta visión tal vez sea el mayor supuesto del presente trabajo. Sin embargo, ha sido descripta en nuestra exposición de Marx, Negri, Hardt y Dussel, y tácitamente justificada a través del pensamiento de ellos. Quedará pues a criterio del lector si la acepta o no.↵
- Cfr. Macpherson (1998: 181).↵
- Es menester aclarar que el pensamiento de Locke ha tenido también un carácter transformador cuando el absolutismo de los tories ejercía distintas formas de violencia para mantener las estructuras del viejo orden feudal (Vargany, 1999: 46; Camps, 2002: 143), y aún hoy lo tiene -por ejemplo- a la hora de defender las libertades individuales. Y que el pensamiento de Marx, por otra parte, ha sido utilizado para justificar sistemas aún más opresivos que el propio capitalismo. Lejos estamos, entonces, de proponer una lectura tajante, absoluta u objetiva de ninguno de los dos filósofos. Simplemente, marcarmos las implicancias que el pensamiento de uno u otro tiene ante determinado contexto, en este caso el de una visión del capitalismo como un sistema basado en la apropiación privada ilegítima.↵