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1 De la dicotomía sociedad-naturaleza a la complejidad de los problemas ambientales rurales

La relación sociedad-naturaleza tiene una larga historia de reflexión, problematización, intentos de caracterización e inclusive modos de investigación para la explicación o la comprensión, que difícilmente se podrían reconstruir de forma sistemática y exhaustiva. Sin embargo, un recorrido histórico por estos análisis puede mostrar la sucesión de diferentes posiciones y propuestas que desencadena, temporalmente, en el pluralismo teórico, metodológico y disciplinar que caracteriza al pensamiento sobre la relación sociedad- naturaleza en la actividad. Para ello, se parte del debate y la crítica entre posturas realistas y comprensivas de la dicotomía naturaleza- sociedad y los enfoques constructivistas y/o antropocéntricos que niegan la inherencia de lo natural en la explicación social. El pluralismo teórico y metodológico actual permite articular un marco de conceptos que provienen de la sociología ambiental, la ecología política latinoamericana, los estudios sobre el Estado, la ciencia y los espacios rurales para abordar un problema de investigación.

La dicotomía naturaleza- sociedad y sus intentos de superación

Existe prácticamente un consenso entre los estudiosos de lo ambiental respecto a que la Modernidad es el origen y el punto de partida de un conocimiento científico basado en una concepción dualista de las relaciones entre el hombre y la naturaleza. En la filosofía moderna, la naturaleza se volvía algo ajeno al hombre y de mero carácter instrumental. A modo de ejemplo, se encuentra la postura de Descartes, en la cual la materia, la res extensa, quedaba a disposición de los objetivos de la res cogitans para “convertirnos así en una especie de dueños y poseedores de la naturaleza” (Descartes 1961: 103, en Taberner Guasp, 2004). Esta escisión se traduciría al campo de la investigación y del conocimiento científico. Dos siglos después, para uno de los primeros sociólogos, Augusto Comte, las ciencias sociales y naturales eran campos de conocimiento diferentes, pero compartían la misma forma epistemológica y la capacidad de explicación a través de la experimentación y la búsqueda de leyes invariables. En esos años, la biología era el modelo de ciencia a seguir y abundaban las concepciones funcionalistas y las analogías orgánicas dentro de las ciencias sociales (Giddens, 1999). En este esquema, las ciencias sociales estudiaban los hechos sociales, diferentes a los naturales, pero también plausibles de análisis científico. Nagel (1978), uno de los referentes de esta tradición positivista, sostenía que las distintas ciencias no presentaban diferencias lógicas, sólo distintas dificultades prácticas. Por ello, la capacidad de producir generalizaciones y conocimiento objetivo en la investigación social era similar a la de otras disciplinas. Según Comte, esta capacidad permitiría el progreso científico, y, con él, el cambio histórico.

En el siglo XX, la ecología humana clásica, principalmente a través del trabajo de Robert Park, sostuvo un modelo de interacción en la sociedad, donde la población y los recursos naturales (o medio ambiente en la teoría de Duncan, otro miembro de la misma escuela) eran dos de sus factores. La tarea del ecólogo humano era el análisis de la interacción entre dichos factores. Evolucionistas, biologicistas (por el menosprecio del factor cultural en la organización social) y etnocéntricos fueron algunas de las críticas que recibió esta escuela, sin dejar de superar, mediante la propuesta de interacción, la dicotomía de “factores” entre naturaleza y sociedad.

Talcott Parsons, principal exponente del estructural funcionalismo dominante en la sociología de mediados del siglo XX, sostuvo una propuesta similar a la Ecología Humana. La acción humana estaba condicionada por las normas culturales y también por el medio ambiente físico. A la vez consideraba que la sociedad se adapta a ese medio ambiente, a través del intercambio de recursos. Aunque esta incorporación es interesante, la naturaleza o ambiente continúa siendo vista como externa al individuo, prácticamente instrumental o contextual, sin establecer una relación integrada con la sociedad. Asimismo Parsons planteaba la evolución social bajo parámetros similares a la evolución en el mundo natural, a través de universales evolucionarios, como el lenguaje, la religión o la tecnología. La tarea del científico social era el establecimiento de relaciones entre conceptos que permita la explicación causal de los fenómenos.

De esta forma, estas distintas propuestas son parte de las posturas naturalistas o realistas, para quienes, a partir de la Modernidad, el conocimiento científico se basó en la escisión entre el hombre y la naturaleza, con una consecuente división entre ciencias naturales y sociales, y de los objetos de los cuales cada una de ella debía ocuparse. Más allá de sus diferencias, cualquier ciencia tendría la capacidad de explicar los hechos (naturales o sociales) a través de la experimentación y observación empírica, la aplicación del método científico y la generación de leyes.

En paralelo a esas posturas, se encontraron aquellas que se podrían caracterizar como interpretativistas. También partiendo de la dicotomía sociedad- naturaleza, sostenían que su división era producto de diferencias fundamentales de objeto y/o método que no permitían aplicar una misma forma de conocimiento. Para Dilthey, uno de sus primeros exponentes, dicha dicotomía era producto de la diferencia de objeto de estudio: las ciencias naturales trabajaban con objetos exteriores al investigador, lo cual les permitía la explicación de comportamientos y el establecimiento de leyes. Por su parte, las ciencias sociales, debían comprender los motivos que los habían llevado a actuar a los sujetos, la esencia detrás de la apariencia que son los productos culturales, a través de ponerse en el lugar del otro. Esto implicaba la necesidad de un nuevo método: la hermenéutica, que parecía requerir de la reconstrucción de estados psicológicos y no conducía a la formulación de leyes generales o universales. En la misma línea, la sociología de la acción social de Weber consideraba a los actores como productores de la realidad, siendo tarea del investigador la reconstrucción del sentido de la acción, la conducta subjetivamente significativa. La comprensión permitía esa reconstrucción, si bien no de manera estrictamente segura y rigurosa, mientras que el método de los tipos ideales permitía la formulación de hipótesis interpretativas.

Estas propuestas enfrentaban una dificultad que ha sido denominada “problema del psicologismo”. Si “comprender” a otro sujeto significa interpretar sus dimensiones subjetivas, la tarea del científico social parecía ser la de reconstruir los estados psicológicos del otro, es decir, entrar en contacto con los estados mentales del otro. El comprensivismo lingüístico de Winch intentó evitar este problema al establecer como objetivo de las ciencias sociales la reconstrucción de las formas de vida a través del análisis del lenguaje, es decir, la reconstrucción de enunciados accesibles inmediatamente a través del lenguaje. La inexistencia de algo previo al lenguaje fundamentaba este objetivo (Schuster, 1995), pero en esta decisión parece haberse llevado al límite la dicotomía sociedad-naturaleza, dejando en manos de las ciencias naturales toda reflexión sobre la naturaleza.

Dentro de los pensadores clásicos, el materialismo, con su base en la obra de Karl Marx y Friederich Engels, afirmaba una concepción dialéctica entre el hombre y la naturaleza, una naturaleza en continuo movimiento, transformación e interconexión con el hombre, incluyéndolo como parte de esa naturaleza. Asimismo, entre ambos se establecía una interacción productiva, no sólo para la reproducción física de los sujetos, sino también como forma para expresar su vida intelectual y espiritual (Pardo, 1998). En esta interacción, el hombre modificaba a la naturaleza. Este hecho, para Engels principalmente, había sido descuidado por las ciencias de su época, que no comprendían cómo el hombre, al poner en riesgo a la naturaleza por medio de su acción, estaba arriesgando su propia existencia. De esta manera, en el capitalismo, la alienación del hombre se produce no sólo respecto de los frutos de su trabajo y de la relación con los otros hombres, sino también de la naturaleza (Rosenstein, 2005). Probablemente la mayor crítica que se le hace a estos autores en la actualidad desde el enfoque ambiental, tiene que ver con su fe en el progreso continuo de las sociedades, a través del desarrollo de las fuerzas productivas, gracias a la explotación de la naturaleza, así como de la posibilidad de la acumulación de conocimiento y de un progreso lineal universal, descartando otros conocimientos más allá del científico y otras formas de desarrollo. Asimismo, si bien plantea una relación bidireccional entre el hombre y la naturaleza, no es completa, porque el hombre termina “padeciendo” muchas acciones y cambios de la naturaleza (Mastrángelo, 2009).

La visión dicotómica con la que se ordenó el pensamiento moderno y científico en Occidente influenció en el desarrollo de las ciencias sociales. A estas ciencias quedó relegado el análisis de lo social, sin considerar sus relaciones con lo natural. Probablemente esto también se debió a su necesidad de afirmar su posición, validez y lograr el reconocimiento de las otras ciencias, a través de marcar la diferencia de objeto, método y problemas a analizar. De esta manera, Catton y Dunlap (1978) determinaron que la sociología hasta mediados del siglo se basó en el Paradigma del Existencialismo Humano, donde las sociedades modernas eran analizadas como exentas de condicionamientos ecológicos. En general, los clásicos de la sociología no utilizaron con frecuencia términos como ambiente, medio ambiente o naturaleza, y cuando lo hicieron, fue para referirse al “entorno”, a todo aquello que rodeaba a esas sociedades (Vanhulst, 2012). Si bien otros autores han encontrado en la sociología clásica aportes importantes para la sociología ambiental (Vanhulst, 2012), probablemente sus contribuciones no se encuentran en la reflexión más profunda sobre la relación sociedad-naturaleza, sino en la provisión de algunos conceptos para el análisis de ciertos aspectos más vinculados a la dimensión social de los problemas ambientales.

La dicotomía sociedad – naturaleza tiene una clara consecuencia epistemológica que es la tendencia al reduccionismo de los problemas ambientales y/o al determinismo natural o cultural, siendo estos enfoques incapaces de dar cuenta de la complejidad de lo ambiental. Si bien esta dicotomía fue predominante, no fue universal. Taberner Guasp (2004) menciona otros autores que evitaron el antropocentrismo y el dualismo, no lograron prevalecer en la comunidad filosófica, como Bruno, Spinoza y Schopenhauer, así como algunas filosofías antiguas (como el estoicismo o el epicureismo) y tradiciones religiosas (amerindias, budismo) mantenían una visión más equilibrada y armónica de la relación del hombre y la naturaleza. Estas críticas deben ponerse en contexto ya que en el momento en que los clásicos escribieron, el ambiente no se constituía en un problema, así como tampoco se cuestionaba el lugar de la naturaleza en la visión del mundo futuro, en el “progreso”.

A partir de los 60’s, en la comunidad científica se produjo una crisis sobre la forma en que se pensaba lo científico, principalmente en cuanto a los criterios para distinguir lo científico y no científico. También se incrementaban los problemas ambientales y los límites de la tecnología, comenzó la preocupación por el rol de las sociedades en los problemas ecológicos y su reconocimiento y resolución sería objeto de controversias y conflictos. En función de los intereses de esta investigación, se rescatan las críticas de autores postempiristas a la idea de ciencia como única forma legítima de conocimiento, la creencia en el progreso científico y el dominio legítimo de una sola teoría en cada momento histórico. Para los postempiristas, en el pasado, las ciencias sociales habían oscilado entre la pura especulación filosófica y el hiperfactualismo de la recopilación de datos, donde ninguna era capaz de dar cuenta de la complejidad de la realidad (Schuster, 2002). Ante esto, impulsan la competencia entre teorías, debido a la imposibilidad de sostener la “verdad” de una única teoría científica.

En este marco, se desarrolla una concepción amplia de ciencia, donde resulta necesaria una teoría de la interpretación y se admite metodológicamente la articulación de investigaciones cuali y cuantitativas. En el trasfondo, existe un replanteo del concepto de realidad, especialmente en cuanto a concebir una realidad social y natural escindida. En diferentes áreas, se desarrolla una pluralidad de escuelas y teorías para explicar la relación sociedad- naturaleza. Buscando la superación de la oposición del idealismo – realismo, algunas encontraron en la teoría de la estructuración y la agencia de Giddens, el camino correcto. Para el investigador inglés, el método de las ciencias sociales es la doble hermenéutica: cuando el investigador social interpreta, lo hace sobre algo que ya ha sido interpretado por los propios agentes sociales. A diferencia del actor que representa un guión, el agente es diestro y capaz de hacer, producir la realidad social (Schuster, 1995). La estructura de la sociedad es dual: es el medio y el resultado de la conducta cotidiana de los agentes (Giddens, 1999). La doble estructuración de Giddens, enfatizando en la interrelación agencia-estructura, con una localización espacio temporal ha resultado particularmente útil para los autores vinculados al coevolucionismo (de los cuales se hablará en el capítulo 4). Entre ellos, Redclift y Woodgate la retoman al entender que las personas construyen sus sociedades bajo determinadas condiciones naturales que no son elegidas pero cuya reproducción es también resultado de su actividad (Aledo y Domínguez, 2001). Aplicado a estudios en ámbitos agropecuarios, se aplica para sostener que, aunque con diferencias, la estructura ecológica y la social son los medios y los resultados de las acciones (productivas) de los actores (Rosenstein, 2005).

Giddens, al igual que otros autores como Beck, Lash, Urry e inclusive Luhmann, desarrollaron en Europa propuestas enmarcadas dentro de la modernidad reflexiva. Aunque con matices entre ellos, sostienen que los sujetos son capaces de autorreflexionar sobre sus vidas y los procesos globales y generar una “conciencia ecológica” que resuelva las fallas y desajustes del conocimiento científico y permita recomponer el mundo. La sociología del riesgo, que será comentada más adelante, parte de esta idea sobre la modernidad. Esta corriente pareciera depositar una gran confianza en la capacidad de los sujetos para repensar sus propias acciones y las consecuencias ecológicas que de ellas derivan. Asimismo, también confía en la “ecologización” de la economía y la tecnología, a través de la supuesta eficacia del mercado para valorizar y conservar la naturaleza y la “desmaterialización” de la tecnología. Sin embargo, resulta interesante el enfoque de que los actores sociales no sólo se caracterizan por darle sentido a sus acciones, sino también que pueden reflexionar y problematizar sobre ellas, sobre su realidad y su contexto. En este sentido se entiende a los agentes sociales de esta investigación.

Otros conceptos y abordajes provienen de la sociología contemporánea de raíz fenomenológica. Según Schutz (1979), el mundo social, de la vida cotidiana o de las rutinas de la realidad, no se constituye como una realidad inminente sino que se caracteriza por tres cuestiones que niegan esa inmanencia. Su carácter significativo, que proviene del sentido que los sujetos le damos. Su carácter intersubjetivo, compartido, que brinda los sentidos y que son aprendidos a través de la práctica. Su carácter familiar, que a diferencia del conocimiento científico, que tiene pretensión de objetividad, es un conocimiento práctico que permite vivir, sin que todo sea objeto de duda y cuestionamiento. De esta manera, los sujetos poseen un conjunto de conocimientos, de “normas” que provienen y que a la vez permiten orientarse en el mundo y saber cómo actuar en la vida cotidiana. El mundo, que podría resultar un desorden, se presenta como una realidad ordenada donde, al compartir ciertas significaciones y “normas”, es posible comprender y predecir el sentido de la acción de los demás (Berger y Luckman, 1998). Claramente este stock de conocimiento a mano está sujeto a cambios, que provienen tanto de los resultados de la práctica, como del surgimiento de nuevos elementos para los que no había antecedentes, y de la elaboración de nuevos conocimientos científicos. Es decir, que el aprendizaje y la socialización, tanto primaria (en la niñez, donde los individuos incorporan las estructuras sociales y se define a un otro) como secundaria (cuando se internalizan instituciones y otros particulares, con roles definidos), tienen un peso importante en los modos de pensar y de actuar de los agentes sociales. Bourdieu lleva esta propuesta al punto de la constitución de un habitus, entendido como:

Sistemas de disposiciones duraderas y transferibles, estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes, es decir, como principios generadores y organizadores de prácticas y de representaciones que pueden ser objetivamente adaptadas a su meta sin suponer el propósito consciente de ciertos fines ni el dominio expreso de las operaciones necesarias para alcanzarlos (Bourdieu, 1991: 86).

El habitus implica ir más allá de los discursos o las interpretaciones de los agentes sobre su realidad. Permite comprender la incorporación de esas estructuras, disposiciones en los cuerpos, transcendiendo la propia historia personal de los sujetos, para adentrarse en la historia colectiva y también yendo más allá de “lo dicho” para observarlo en las prácticas corporizadas.

En este contexto de pluralismo, también se encuentran otras versiones, como las teorías del ecodesarrollo y algunas vertientes de la economía ecológica, preocupadas por la forma de asignación de los recursos escasos y su control. Sobre éstas y otras perspectivas provenientes de la economía, como aquellas que trabajan a partir de la idea de metabolismo, como fue trabajado por Víctor Toledo para el caso de la agricultura, se realizan algunas reflexiones en el último capítulo. A través de la valoración de la naturaleza como recurso y la promoción de estrategias de apropiación sustentable, si bien buscan protegerla, también la mercantilizan y dejan en el plano de lo sobrenatural a lo simbólico, político y cultural (Leff, 2005)[1]. La ecología política critica esta perspectiva ya que, al concentrar la economía en la producción y cosificar la naturaleza, reducen su complejidad ecológica y la convierten en simple “materia prima” para los procesos económicos (Leff, 2006). La naturaleza es incluida dentro de los análisis sociales como capital natural, manteniendo la cosificación e inclusive ampliando sus formas de valorización económica.

Taberner Guasp (2004) menciona algunos estudios que se mueven hacia un antropocentrismo inclusivo: el hombre se encuentra inserto en la naturaleza y actúa en ella con lo cual tiene, como deber moral, el respeto a la misma y sus leyes, el mantenimiento de la biodiversidad y el desarrollo de un medio ambiente sustentable.

Una última corriente, y de las más recientes, se denomina posthumanismo. Aunque no muchos autores se reconocen como parte de esta corriente, se podría afirmar que los trabajos que caen dentro de este grupo se caracterizan por dos cuestiones: en primer lugar, el cuestionamiento ontológico a la división entre lo humano y lo no humano, analizando las complejas formas en que los humanos están entrelazados, o mejor dicho, resultan inseparables de lo no humano. A los fines de esta investigación este punto resulta importante porque les permite afirmar la inexistencia de límites, en la actualidad y en la historia, de dominios naturales y culturales. En segundo lugar, el rechazo al modelo de subjetividad único y delimitado (Chagani, 2014). De esta manera, el objeto central se vuelven los híbridos, conformados por los efectos relacionales de una serie de redes. El referente de esta corriente es Bruno Latour. Si bien su producción ha sufrido cambios con el correr de los años, cabe destacar algunos puntos centrales. Latour sostiene la constitución de la agencia a través de redes de actantes, donde no se distinguen entre humanos y objetos, sino que son híbridos. Esta distinción es producto de una intención del autor de enfatizar en las relaciones, contingentes, inciertas, fluidas que constituyen lo social, y en explicar fenómenos como los productos genéticamente modificados, la inteligencia artificial, entre otros. De esta manera, Latour problematiza el rol de la Ciencia y de la Ecología Política en el tratamiento de la “naturaleza”, debido a la falta de aceptación de que la naturaleza siempre es política, que no existe una naturaleza apolítica, porque no existe la mencionada división humano/ no humano (Latour, 2004). Sin embargo, en su énfasis por lo relacional, termina distinguiendo entre humanos y objetos a través de sus características, lo que lo termina marcando cierta inconsistencia. Asimismo, bajo esta teoría por lo menos se invisibilizan factores materiales o estructurales que suelen utilizarse para explicar el sostenimiento de procesos como la desigualdad social y las relaciones de dominación (Chagani, 2014).

El constructivismo “ingenuo” de la naturaleza y los enfoques antropocéntricos

En otro plano del enfoque teórico de la relación sociedad- naturaleza, se encuentran los enfoques constructivistas o antropocéntricos. Con una base en el interpretativismo, por ejemplo, los etnoecólogos y algunas versiones de la geografía ambiental, parten del supuesto epistemológico que afirma que el conocimiento de la naturaleza no proviene de la naturaleza misma, sino que es el resultado de interpretaciones y significaciones sociales que a ella le asignamos. La naturaleza es, entonces, una construcción social pero en una forma que lleva a plantear que no existen entornos naturales, sin acción del hombre, sino que la cultura va transformando todo lo natural en humano. De esta manera, los problemas ambientales sólo se vuelven “problemas” cuando existe un reconocimiento social, ya sea por la validación científica al problema, la aparición de grupos de divulgación, de incentivos económicos para hacerlos visibles, entre otros.

Su foco de análisis se concentra en cuestiones relacionadas con el significado, la falta de o las reinvenciones de lo que se considera “naturaleza”. De esta manera, se deja por completo de lado la base biofísica de la realidad, nuevamente proponiendo un enfoque reduccionista del análisis de los problemas ambientales. Esto es lo que Beck (2008) denomina constructivismo ingenuo.

Según Arturo Escobar (2005a), el desafío para los constructivistas sería aprender a incorporar la base biofísica de la realidad en sus investigaciones. Asimismo, frecuentemente se encuentran con la posibilidad de caer en el relativismo ecológico, cuando afirman que cada sociedad es producto de la adaptación a su medio, lo cual la hace irreductible a cualquier otra situación.

Más allá de sus falencias, estas corrientes contribuyeron a la deconstrucción del concepto de naturaleza, al darle un carácter de significado y situado, producto de su evolución conjunta y las sociedades que la habitaron. Por ello, esta propuesta, con algunas reformulaciones, es la que se encuentra en la base del abordaje teórico de esta investigación.

Enfoques actuales para los estudios ambientales

Como fue mencionado, entre las décadas de 1960 y 1970 el conocimiento científico se encontraba en crisis, debido a la imposibilidad para explicar ciertos problemas del momento, que lo llevaban a sufrir serios cuestionamientos, tanto desde el interior del campo como desde otros planos de la sociedad. La dicotomía sociedad – naturaleza que había llevado al reduccionismo de los problemas ambientales y/o al determinismo ambiental o cultural, mostraba su incapacidad para dar cuenta de la complejidad de la realidad. Los enfoques modernos de análisis habían constituido un paradigma de evolución histórica (Alimonda, 2011), pero también, un sentido positivo de la relación de la sociedad y la naturaleza dependientes de ciertas ideas y experiencias particulares sobre lo que es el “progreso” o el “desarrollo”.

Esta situación de crisis de la ciencia se vio acompañada por la presencia de problemas ecológicos de gran envergadura o globales, como el deterioro de los “recursos naturales”, el crecimiento demográfico, la contaminación y otros procesos y fenómenos que afectaban tanto a los espacios urbanos como a los rurales. Frente a ellos, en diversos campos científicos comenzaron a aparecer trabajos y análisis que predecían serias dificultades o catástrofes sociales producto del desequilibrio ecológico, el “incontrolable” crecimiento demográfico y la falta de alimentos para cubrir la demanda. Uno de los trabajos pioneros, así como un primer antecedente del problema de estudio de esta investigación, fue el de Garrett Hardin en 1968. En él analizó la degradación de las pasturas en zonas áridas por parte de los pastores que hacían uso común de la propiedad, proponiendo como solución la privatización de la tierra y el control del crecimiento de la población. Estos planteos “catastróficos” sobre la evolución de la relación sociedad- naturaleza tuvieron profundas fallas de predicción. Sin embargo, comenzaron a introducir dudas y cuestionamientos sobre el continuo crecimiento económico, el “desarrollo” y los límites de la naturaleza. Asimismo, sumado a los cuestionamientos internos en las ciencias sobre su incapacidad para dar respuesta a estos problemas ambientales, llevaron a cambios profundos: la elaboración de informes sobre problemas ecológicos globales[2]; el surgimiento de la ecología, como ciencia que se desprendió de la biología para estudiar las relaciones entre los seres vivos y su entorno; y dentro de las ciencias sociales, al desarrollo de numerosas escuelas y perspectivas sobre el ambiente. El concepto ambiente, de hecho, surge en esta época englobando “a todos los elementos y relaciones que se encuentran dentro de la biosfera, tanto los que son estrictamente naturales como los que han sido producto, en mayor o menor grado, de la intervención humana” (Reboratti, 2000).

Desde la perspectiva ambiental se afirma que la naturaleza y la sociedad se condicionan, influyen mutuamente, generando, mediante las relaciones que establecen entre sí, un sistema, una totalidad más compleja que es el ambiente. “Por eso es un error hablar de medio ambiente […] Es también incorrecto emplear el término ‘variable ambiental’, porque el ambiente no es ninguna variable, sino el todo(Vitale, 1995:150-151).

Esta noción de ambiente implica que el estudio de la naturaleza y de la sociedad no se puede realizar de manera escindida. El estudio ambiental supone el análisis de los componentes del entorno cultural (historia, costumbres, cultura), del entorno social (economía, demografía, infraestructura, servicios sociales) y del entorno natural (flora, fauna, agua, suelo, etc.), debido a que la alteración de alguno modifica el sistema de relaciones que existe entre todos (Alfaro Catalán, 2005). De esta manera, los problemas ambientales pueden ser considerados como desajustes en la relación entre dichos entornos. Estos desajustes impactan en la calidad de vida de los miembros de la sociedad aunque de manera diferencial. Como plantean Sejenovich y Panario (1996), la calidad de vida es definida por sujetos (individuales y/o colectivos) que se encuentran en un momento y sociedad determinados, según una cierta posición en la estructura social y que evalúan sus necesidades y satisfactores.

La Sociología Ambiental

La sociología ambiental surgió en ese contexto de crisis de los modelos científicos, buscando distinguirse de otros conocimientos y de los enfoques dicotómicos o antropocéntricos. También fue consecuencia de los problemas ecológicos y de las reacciones sociales a ellos por medio de los primeros movimientos ambientalistas a finales de 1960. Las primeras manifestaciones de lo que sería una sociología ambiental provinieron de los estudios rurales, debido, por un lado, al claro vínculo económico entre las comunidades rurales y la naturaleza; y, por otro, por la variedad de políticas de desarrollo que modificaron dichos espacios y economías a través de obras de infraestructura, la aplicación de modelos de producción más intensivos tecnológicamente y también de estrategias de conservación de ecosistemas o de “bienes y servicios ambientales” (Leff, 2011). Después, el foco estuvo en el análisis de esos movimientos de reforma y cambio. Por último, los sociólogos comenzaron a indagar acerca de las relaciones entre las sociedades industriales y el ambiente biofísico en que se encontraban (Vahulst, 2012).

El campo de la sociología ambiental no se presenta como homogéneo, pero comparte una perspectiva que considera la existencia de múltiples naturalezas, de acuerdos a los significados e interpretaciones dadas por los agentes sociales. A nivel internacional está consolidada con la presencia del campo en congresos y asociaciones internacionales de la disciplina, en cursos dentro de los planes de estudio de la carrera en universidades norteamericanas y europeas, en revistas científicas y manuales especializados (Hannigan, 2006). En Argentina, la sociología ambiental todavía tiene un menor desarrollo y las investigaciones se encuentran principalmente concentradas en problemáticas vinculadas al espacio urbano.

Dentro de este ámbito, existen diferentes abordajes. Desde la perspectiva del riesgo, Ülrich Beck probablemente sea el principal exponente de los análisis de los problemas ambientales. Sin embargo, desde la década de 1980, la definición de riesgo es un objeto de polémica en la teoría social. Para Beck (2008), los riesgos son reales sólo en cuanto son percibidos y definidos como tales por los sujetos y que afectan por igual a todas las personas. En esta definición hay claramente luchas y confrontaciones, relaciones de poder-definición, por lo cual, los riesgos son diferentes en los diversos países y culturas. A partir de Beck, existe un campo muy vasto de estudios sociológicos del riesgo en diferentes partes del mundo, inclusive intentando desarrollar análisis comparativos entre regiones y países[3]. Sin embargo, la teoría beckiana del riesgo, y gran parte de los estudios que trabajan con este concepto, no contribuyen a pensar en quiénes construyen esas ideas de riesgos, o los riesgos directamente, que, para Beck especialmente, son prácticamente un idealismo sin base material, ecológica de los mismos.

Algunos autores que estudiaron el riesgo desde América Latina intentaron restaurar la agencia social en la construcción, así como la dimensión material. La historiadora argentina Margarita Gascón (2009) plantea la existencia de tres dimensiones en la percepción del riesgo: los elementos materiales de estímulos externos, presentes en el “mundo real” (utiliza este término para afirmar que no son alucinaciones o fantasías); los elementos culturales que son parte de un legado en común, pero que pueden hacer que en una misma sociedad haya grupos sociales que los perciban de forma diferente (tanto en el fenómeno, como las reacciones en las fases de socorro o emergencia); y la esfera individual, donde cada individuo realiza su propia evaluación de costos y beneficios sobre las medidas preventivas y las posteriores al desastre o reparadoras. Esta investigadora sostiene que los riesgos se perciben a través de los sentidos, sin demasiadas mediaciones intelectuales o instrumentales, aunque sí incluye la capacidad de interpretar y clasificar los estímulos sensoriales. La ciencia y el pensamiento de origen mítico o religioso son los marcos de referencia interpretativa para los desastres naturales. Otro importante punto que considera esta investigadora es la diferenciación entre grupos sociales: para los pobres urbanos, que parten de condiciones precarias de vida, los riesgos naturales se minimizan porque la temporalidad de que ocurra es menor a la de los esfuerzos diarios por sobrevivir. Asimismo, se reconoce que el Estado y la sociedad les brindará más ayuda debido a la situación de vulnerabilidad.

Otras corrientes teóricas trabajaron a partir del concepto de vulnerabilidad. Éste les permite enfatizar en las formas en que impactan los desastres naturales. Para estos autores, los impactos están determinados por la estructura social en la que suceden, donde cada grupo social presenta un estado de vulnerabilidad comprobable (Natenzon, 1995; Adamo, 2003; Barrenechea, Gentile, González, y Natenzon, 2000) o en términos de Blaikie, Cannon, Davis y Wisner (1996), ciertas características que les brindan cierta capacidad para anticipar, sobrevivir, resistir o recuperarse de una amenaza. De esta manera, es un concepto que también evoca una dimensión temporal, al considerar las dificultades para recuperarse o para estar preparados para un siguiente desastre. La recuperación, para Blaikie et. al (1996), significa no sólo la reposición de los medios de vida de un grupo y de las relaciones sociales para obtenerlos y utilizarlos, sino también la rehabilitación física y psicológica.

La mayoría de las investigaciones en Argentina de esta corriente de estudios enfocados en la vulnerabilidad han tomado como marco una interpretación de las teorías del riesgo que entiende al riesgo como una construcción histórica de condiciones inseguras cuantificables[4], la cual dista de las conceptualizaciones antes analizadas en este apartado. Partiendo de esa idea, un desastre sería un proceso que pone en evidencia tales condiciones inseguras. La propuesta de estudio de estos desastres incluiría la evaluación de indicadores cuantitativos- como demográficos, de condiciones de vida y de producción o trabajo- y cualitativos, como factores políticos, educativos, culturales e institucionales. Entre estos últimos se incluiría la percepción del riesgo, considerada como la capacidad para prevenir, responder adecuadamente y sobreponerse a los desastres. Asimismo, Natenzon (1995) afirma que considerando la complejidad de las catástrofes naturales, pueden abordarse desde distintas perspectivas, en varios planos de espacio y tiempo, o con diferentes puntos centrales (las causas y sus orígenes, la población afectada, las medidas y acciones sociales que surgen como respuesta o qué resulta o no riesgoso para una determinada población). En este marco, la vulnerabilidad puede tomar otra acepción, que tiene una raíz e inquietud más sociológica, al entenderla como el estado en que se encuentra cada grupo social, considerando la heterogeneidad de situaciones que se presentaban durante una catástrofe[5]. Los enfoques desde la vulnerabilidad, si bien en la propuesta de Blaikie et al (1996) se plantean en forma predictiva, como la probabilidad de que ocurra una amenaza de cierta intensidad, frecuencia y duración, sólo puede ser aplicado con la ocurrencia de un fenómeno. La cantidad y complejidad de datos requeridos para aplicar los modelos desarrollados, le resta aplicabilidad empírica al enfoque; o termina reduciendo la vulnerabilidad a pobreza de condiciones materiales, restándole complejidad al estudio de los fenómenos.

La utilización de estos conceptos como riesgos, vulnerabilidad, catástrofes o desastres naturales podría resultar útil para problemas ecológicos claramente identificados, pero no era pertinente a los fines de esta investigación que buscaba identificar cuáles eran los problemas ambientales para los agentes sociales de la región en estudio. Asimismo, mientras las corrientes del riesgo desdibujan la importancia de los condicionantes estructurales o materiales y de las desigualdades sociales, las de la vulnerabilidad tienden a asumir una valorización negativa y a enfatizar en sólo un plano de lo ambiental, con lo cual hubiesen forzado ciertas explicaciones del objetivo de la investigación, en vez de promover la comprensión basada en las prácticas e interpretaciones de los propios agentes sociales.

De esta forma, coincidiendo con Leff (2011), el desafío de la sociología ambiental es no caer en ser una “sociología del ambiente”, aplicada a los problemas ambientales, sino intentar realizar un aporte al estudio de estos problemas y su solución, sin desvalorizar teorías críticas e inclusive los enfoques desde la ecología y los límites o las características biofísicas[6]. La apertura propuesta por Leff llevó a ampliar los horizontes teóricos de esta investigación incorporando algunos puntos provenientes desde otras ciencias sociales.

Aportes desde otras Ciencias Sociales

La inquietud por lo ambiental en la sociología fue contemporánea a desarrollos similares en otras disciplinas sociales y humanas. Desde la antropología, Mary Douglas fue una de las pioneras con su investigación sobre la contaminación y sobre el trabajo en torno a las percepciones o interpretaciones de los agentes sociales sobre lo ambiental. En sus escritos, sostuvo que cada cultura tiene su propia concepción de la naturaleza, lo que implica considerar su significado en cada una y en cada momento, y no reducir los problemas ecológicos a cuestiones técnicas o solamente biofísicas. También ha concluido que existe una tendencia generalizada por parte de los individuos a minimizar la probabilidad de malos resultados a medida que los riesgos se vuelven o se presenta en situaciones familiares, por considerarlos controlados, y también se subestiman aquellos que se dan en raras ocasiones (Douglas, 1996). Esto demuestra un proceso de selección social de los riesgos, o los peligros a los cuales se van a presentar atención en cada lugar. En estas percepciones, en el plano individual, interviene la posibilidad de atribuir inculpación a otros, pero a nivel social resultan fundamentales los tipos de organización o estructuras que priman, como la competencia individual, la jerarquía o las asociaciones voluntarias. Cada una de ellas se relaciona con formas de percepción sobre los riesgos y las catástrofes. Posteriormente Douglas trabajó en una tipología de visiones respecto a la naturaleza, compuesta por: aquellos que la consideraban frágil, donde el menor equilibrio la llevaría a la destrucción; quienes tienen una visión empresarial expansiva, sostenían que la naturaleza es robusta y siempre vuelve a su situación original; también se encuentran la visión jerarquista para la cual, la naturaleza es robusta, dentro de ciertos límites y si se presiona más allá de ellos, se puede producir un desastre; y, por último, los fatalistas consideran que la naturaleza es tan caprichosa que no tiene sentido preocuparse por las presiones que se le ejercen porque no se sabe cómo reaccionará (Azuela, 2006).

Las investigaciones de Douglas fueron uno de los disparadores de un proceso de reflexión sobre el rol que había ocupado la naturaleza o el ambiente en las explicaciones antropológicas y sobre la relación entre la cultura y el ambiente[7]. En la actualidad, la antropología comparte la multiplicidad de enfoques y abordajes que se presenta en la sociología, por lo que sólo conviene señalar algunos autores cuyos análisis pueden contribuir a esta investigación. Aunque la antropología estructural de Lévi- Strauss se enfocó en la construcción de mitos, incluyendo a los referidos a la naturaleza, no trabajaba en una comprensión de las interrelaciones de cultura y naturaleza (Leff, 2011). Tim Ingold (2001) sostiene que la antropología tuvo principios contradictorios en cuanto a la forma de entender la relación cultura ambiente. Por un lado, si la cultura opera como mediadora entre el hombre y el ambiente, resulta un mecanismo de adaptación al ambiente. Pero sin la cultura, el ambiente pierde significado porque no cabría quién haga la adaptación. Entonces, propone abandonar la noción de cultura como adaptación y trabajar a partir de la idea de constitución mutua entre ambiente y sociedad. El “objeto” de la antropología debía volver a ser la unidad del ser humano. Descola y Pálsson (2001) plantearon la inexistencia del binomio naturaleza- cultura en otras sociedades fuera de Occidente, la naturaleza y las sociedades se definían e interactuaban de manera inseparable. Estos autores comparten con otros antropólogos la crítica al dualismo, pero también la duda y la reflexión sobre el camino a seguir en la disciplina: ¿debemos limitarnos a interminables descripciones etnográficas de ‘cosmologías’ locales, o más bien buscar tendencias o patrones generales que nos permitan sustituir diferentes concepciones émicas de la naturaleza en un marco analítico unificado?” (Descola y Pálsson, 2001: 27). La propuesta de Pálsson (2001) es analizar a los seres humanos en la naturaleza, dedicados a actos prácticos y localizados, para lo cual establece tres paradigmas con una posición particular con respecto a las relaciones humano-ambientales: el comunalismo rechaza la división naturaleza- sociedad, promoviendo una reciprocidad generalizada a través del diálogo, la contingencia y la participación; el orientalismo promueve una reciprocidad negativa, al “explotar” la naturaleza; y el paternalismo implica reciprocidad equilibrada, al promover la “protección”. Los dos últimos implican una relación de dominación por parte del hombre respecto a la naturaleza. Este esquema fue utilizado por Grupo de Trabajo Historia Ambiental y Antropología perteneciente al Instituto de Nivología Glaciología y Ciencias Ambientales del CONICET para el estudio de los discursos sobre el agua vigentes en Mendoza, donde algunos se basan en esquemas orientalistas y otros lo hacen desde el paternalismo (Saldi, Wagner y Escolar, 2014).

Arturo Escobar (2005a), alineado con muchas propuestas de la Ecología Política Latinoamericana (EPL), propone el modelo de regímenes de naturaleza. Como se sostuvo anteriormente, la naturaleza es vivida y producida diferencialmente por cada persona de acuerdo a su posición social, a sus grupos de pertenencia y/o al momento histórico. Sin embargo, destaca que hay articulaciones entre historia y biología que son relativamente estables, con lo cual se constituirían en la base para la conformación de tres regímenes de naturaleza: el régimen orgánico (propio de los pueblos originarios), el capitalista (que remite a los procesos de apropiación de la naturaleza como mercancía) y la tecno-naturaleza (implica la utilización y representación tecnológica de la naturaleza). La identidad de cada régimen será el resultado de la articulación discursiva con enlaces con lo biológico, social y cultural que sucede dentro de un campo discursivo más amplio y relacionado con los otros. Cabe mencionar que estos regímenes pueden coexistir y superponerse. Algunos autores critican este modelo porque limita la capacidad de teorizar casos no planteados, dejando de lado o sin explorar la posibilidad de otros regímenes o sus combinatorias. Sin embargo, esta propuesta puede resultar útil para la organización de la información de casos concretos, siempre que se deje abierta esa posibilidad de aparición de nuevos casos y no se los tome como los únicos modelos posibles.

Desde la psicología social, uno de los principales aportes a esta investigación se encuentra en los estudios sobre las representaciones sociales de la naturaleza o el ambiente. A nivel general dentro de la teoría[8], las representaciones sociales pueden ser definidas como “sistemas de normas y valores, imágenes asociadas a instituciones, colectivos u objetos, tópicos, discursos estereotipados” (Alonso, 1998: 94) que surgen en confrontaciones discursivas y en la práctica de los actores (Jodelet, 1986, citado en Andrade, 2005). Siguiendo a Ibañez (1988), la representación social es un pensamiento, a la vez, constituido y constituyente. Como pensamiento constituido, son estructuras preformadas que contribuyen a interpretar la sociedad. Su estudio permite entender cómo son concebidos determinados objetos sociales por los agentes, como, en este caso de estudio, los problemas ambientales. Por otra parte, como pensamiento constituyente, configuran la sociedad, construyen el propio objeto del que son parte y tienen efectos en ellos, por lo cual permite entender cómo influyen las representaciones sobre las acciones de los agentes. Entonces, mediante el proceso de objetivación se transforma un objeto en una representación (a través de la organización de los elementos que forman parte, identificando los que son centrales y los secundarios) y gracias al proceso de anclaje, las representaciones se insertan en la dinámica social, es decir, se convierten en instrumentos de comunicación y comprensión que permiten la interpretación del mundo social (Moscovici, 1961, en Petracci y Kornblit, 2004). Como dio cuenta Andrade (2005), en temas ambientales, las representaciones se encuentran en la base de los comportamientos sociales y median en la relación con el ambiente

La teoría de las representaciones sociales advierte que, en una determinada cultura y respecto a cierto objeto, pueden existir distintas representaciones, las cuales, inclusive pueden resultar contradictorias, porque provienen de lógicas o sistemas de pensamiento diferentes, lo que Moscovici denominó polifasia cognitiva (Castorina, Barreiro y Carreño, 2010). Uno de los orígenes de la polifasia puede ser la coexistencia de formas tradicionales y modernas de pensamiento (Marková, 2012), así como de lógicas científicas provenientes de distintas disciplinas que conviven con otros modos de experiencia de la realidad social (Castorina, Barreiro y Carreño, 2010). Para algunos autores se pueden identificar distintos tipos de representaciones sociales (Castorina y Barreiro, 2012):

  • Hegemónicas: son representaciones sumamente estables y resistentes al cambio, compartidas por todos los miembros de un grupo claramente constituido, aunque no necesariamente es el constructor de esas representaciones. Según Howarth (2006), son las más generalizadas y enraizadas en el sistema vigente de poder, como, por ejemplo, el individualismo.
  • Emancipadoras: son producidas por determinados grupos sociales que buscan mediante acciones y argumentaciones legitimar otra visión acerca de un objeto que no es la dominante. Al igual que las polémicas, requieren en su construcción de una reflexión argumentativa por parte de los grupos.
  • Polémicas: surgen en momentos de conflictos, por grupos que disputan la hegemonía de otras representaciones sociales y, por ello, no suelen ser compartidas por toda una sociedad o comunidad.

Otra forma de clasificación radica en su duración: mientras hay representaciones sociales que son de larga duración por su relevancia dentro de la vida de los sujetos, otras son efímeras: surgen frente a algo novedoso que debe ser representado, pero su rápido cambio hace que no se sostenga en el tiempo.

Si bien la mayoría de las investigaciones sobre representaciones sociales se concentran en objetos “sociales”, algunas han estudiado la naturaleza o el medio ambiente. En América Latina este tipo de investigaciones han tenido más desarrollo en México y Brasil y, en una gran proporción, estuvieron ligadas a la educación ambiental. Sus análisis muestran que las representaciones sociales del medio ambiente o la naturaleza intervienen en las prácticas de los agentes sociales (Calixto Flores, 2013), en las posibilidades y formas de conservación de lo natural (Boya Busquet, 2008; Castro et al, 2006; Buijs, Arts, Elands y Lengkeek, 2011) y que ellas se encuentran más condicionadas por creencias (y se podría agregar tradiciones y mitos) que por factores objetivos (Castro et al., 2006). En 1968, Moscovici sostuvo la existencia de tres estados de naturaleza, que constituyeron la base para establecer, en la actualidad, tres tipos de representaciones sociales de la naturaleza y su relación con la sociedad: las orgánicas, mecánicas y cibernéticas[9]. Siguiendo a Gervais (1997), mientras las primeras establecen una relación casi “pre-moderna” donde no hay límites entre la naturaleza y la sociedad, las segundas son su extremo opuesto, donde se representa la naturaleza de forma escindida a los seres humanos, posible de ser dominada y explotada. Las cibernéticas sostienen la mutua construcción de las naturalezas y las sociedades, siendo frecuentemente promovidas por movimientos sociales ambientalistas. Los grupos sociales que tenían cada una de estas representaciones sociales también mostraron sus diferencias respecto al involucramiento y a las prácticas que tendrían en la realidad y con “lo natural”, así como se generaban diferentes identidades y relaciones sociales.

Si bien el concepto de representación social y su teoría también se inscriben en la perspectiva constructivista del conocimiento por lo cual podría haber sido fácilmente articulada con las propuestas de la ecología política para responder a los interrogantes de esta investigación, presentaba serias dificultades, especialmente en lo referido a los aspectos metodológicos. En un sentido, porque las representaciones sociales refieren a un objeto que tiene que ser precisamente delimitado para poder ser indagado y no existía tal delimitación a los inicios de esta investigación. Se podría haber utilizado la desertificación, pero no se podía afirmar su relevancia para todos los agentes sociales vinculados a la ganadería ovina, más allá de lo que afirmaban algunos estudios técnicos y científicos. Entonces, si bien inicialmente se indagó sobre la desertificación, el desconocimiento sobre el fenómeno por parte de algunos agentes sociales, podía determinar la inexistencia de una representación social como tal, por no encontrarse en los agentes el objeto y/o su relevancia. Frente a esto, se podría haber determinado otro objeto para indagar las representaciones sociales, para lo cual hubiese sido necesario realizar trabajos de campo destinados a evaluar y definir los términos inductores (si se preguntara por la naturaleza, el ambiente, el medio ambiente, por ejemplo). Asimismo, las representaciones sociales siempre son de un grupo social. La definición de un grupo, según esta teoría, es bastante laxa, pueden simplemente referirse a dos personas, pero al ser parte de los objetivos de esta investigación identificar cuáles eran las interpretaciones sobre lo ambiental, sosteniendo como hipótesis que no necesariamente eran homogéneas en todos los agentes sociales vinculados a la actividad primaria de la producción ovina, resultaba difícil definir grupos de forma a priori. Probablemente esta teoría, con un trabajo donde se analice rigurosamente la complementación con los principios de la Ecología Política y sobre las bases de los resultados de esta investigación, puede resultar útil para identificar las posibles representaciones sociales y cuantificar el peso de cada una de ellas a través de, por ejemplo, una encuesta. Por lo pronto, contribuye a pensar en la hegemonía y las disputas entre interpretaciones sobre aquello vinculado a lo ambiental, en un plano del discurso, pero también en la práctica.

Así como el concepto de representaciones sociales no resultó el más apropiado para esta etapa de investigación, también sucedió con otros conceptos que podían tener sentidos similares. El habitus de Bourdieu, entendiéndolo no sólo en término de las prácticas que reflejan reflexividad y sentidos, sino a través también de su corporización en los sujetos, es una propuesta teórica que resulta interesante pero cuyo relevamiento empírico en el campo (entendido en el doble sentido, de espacio de estudio y de lugares distantes, extensos y de complejo acceso físico y simbólico) resultaba inabordable en esta instancia de la investigación. Otros autores prefieren hablar de percepciones, lo cual también tiene una raíz que va más allá de lo pensado, racionalizado y dicho, sino que intervienen sentimientos, emociones y sensaciones corporales. Entonces, ambos conceptos presentan dificultades para ser planteados en un proceso de investigación empírico donde intervienen una diversidad de agentes sociales como los de este caso de estudio y donde no sólo son objeto de inquietud las interpretaciones y las prácticas de los agentes sociales, sino los modos en que éstas se articulan con elementos y estructuras de la política, la ciencia y la economía. En el plano contrario, trabajar sólo con las ideas de narrativas, discursos o imaginarios[10], puede llevar a una concentración en la dimensión simbólica de los problemas ambientales, sin considerar sus bases materiales o biofísicas, o los condicionamientos a los que se encuentra sujeta su construcción[11].

En las últimas décadas, desde la geografía también se ha abordado la cuestión ambiental, especialmente en relación a las apropiaciones y usos del territorio y del espacio. Probablemente uno de los autores más citados de esta disciplina sea David Harvey y su concepto de acumulación por desposesión. Esta forma de acumulación es propia del capitalismo bajo los gobiernos neoliberales, especialmente en los países latinoamericanos, del Sur, donde las políticas son favorables para la extracción de riquezas que provienen del uso privatizado de la naturaleza. A través de este concepto, Harvey (1993) busca mostrar que la acumulación originaria, planteada por el marxismo, continúa vigente en el capitalismo actual apropiándose de bienes comunes a través de prácticas predatorias o extractivas. En este proceso, Harvey enfatiza en el rol activo del Estado no sólo para definir lo que es legal o no, sino para ayudar a lograr la validación social de la desposesión, afectando en mayor medida a campesinos y trabajadores, como sucede con la expansión del agrobusiness o la minería a gran escala (Cáceres, 2014). Esta idea es frecuentemente asociada a la de reprimarización de la economía (Svampa, 2011; Giarracca y Teubal, 2013) o al neoextractivismo (Giarracca y Teubal, 2013). En términos de Gudynas (2009), esta nueva forma de extractivismo se produce a través de una apropiación no diversificada de la matriz productiva de cada región, fomentando el desarrollo de uno o unos pocos commodities destinados a los mercados internacionales.

La Ecología Política y sus aportes

Una de las perspectivas actuales que se encuentra en los estudios ambientales es la Ecología Política. Término acuñado por primera vez en 1972, en los inicios, este enfoque consideraba al ambiente como otra característica estructural que se consideraba en el análisis social y que frecuentemente se presentaba como fija o, a lo sumo, sujeta a grandes cambios generados por la penetración capitalista en sociedades campesinas o tradicionales (Scoones, 1999). Los estudios de Blaikie y Brookfield sobre conservación del suelo fueron pioneros en este campo e inclusive influenciaron con sus cadenas de los modelos de causación a investigaciones sobre otros ambientes. Cuando David Harvey desarrolló el concepto de recursos como socialmente construidos, le brindó a este campo una base para el análisis de los cambios ambientales estimados desde el punto de vista de los actores sociales.

La vertiente Latinoamericana (encabezada por Enrique Leff, Joan Martínez Alier, Héctor Alimonda y Arturo Escobar) parte de la crítica a los enfoques modernos al sostener que la crisis actual, no sólo es por la escasez de recursos, sino que se distingue por su carácter global y porque se cuestionan las formas de conocimiento para enfrentar la crisis (Leff, 2006). En el análisis ambiental no basta con considerar solamente los procesos ecológicos, sino también se debe incluir la dimensión simbólica involucrada en el uso, la apropiación y consumo de la naturaleza.

La Ecología Política parte desde donde se crean y recrean los conceptos y los símbolos, así como desde donde se produce y reproduce la naturaleza, mediante verdades y estrategias de poder que se desarrollan en los saberes, en la producción y en la apropiación de la naturaleza. De esta manera, como sostiene Palacio (2006), dentro de este campo de análisis se reflexiona y discute sobre relaciones de poder alrededor de la naturaleza, sobre cómo se la apropia, controla y se le asignan “imaginarios sociales” por parte de diferentes actores sociales y políticos. Así entiende a la política desde un enfoque amplio que excede lo gubernamental o institucional burocrático.

Sin lugar a dudas, Enrique Leff es el mayor promotor de la EPL como una nueva epistemología. Según este autor, a partir de la crisis ambiental, se pone en evidencia cómo el pensamiento ambiental había sido bloqueado por la disputa entre el naturalismo de las ciencias naturales y el antropocentrismo de las ciencias de la cultura. Asimismo, la crisis y la escasez global de recursos no pueden ser afrontadas por los mecanismos tradicionales de la economía y el progreso tecnológico. De esta manera resulta claro que la escasez no es “natural”[12], sino consecuencia de la acción del hombre. Esto conduce al supuesto ontológico de esta postura: el sujeto de la ecología política es un sujeto situado, que construye su mundo de vida a través de la relación entre el ser, el saber y la producción, inclusive entre lo que ha sido y lo que aún no es. Se abre la posibilidad de algo nuevo, diferente, frente al pensamiento único.

La nueva epistemología propuesta no pretende unificar naturaleza y cultura a partir de las creencias de algunas sociedades “tradicionales” que no distinguen entre ambas. Estas ideas no se adaptan con la complejidad de la realidad “occidental”, aunque pueden ser la base para una política de la diferencia basada en el derecho de los saberes (Escobar, 2005), que lleve a romper con el principio de universalidad de los conceptos de la ciencia moderna. Por eso, no es simplemente pluralizar “las naturalezas, las sociedades”, sino re-construir estos conceptos desde la diferencia, tanto en el campo del conocimiento, como en el de la política. Una deconstrucción que pueda articular lo real del orden natural con el orden simbólico que le da significado. Es volver a una naturaleza, pero a una naturaleza complejizada, marcada por el caos y la incertidumbre. De este modo, busca desconstruir la epistemología objetivista y transformar la teoría económica, para generar una teoría de la producción que sea un “agenciamiento” de la potencialidad de las naturalezas y las culturas y que promueva (Leff, 2006).

Debates dentro de la Ecología Política

Así como dentro de las epistemologías clásicas hay diferencias entre lo que se entiende por explicar y en las corrientes interpretativas comprender no es para todos sus seguidores lo mismo que interpretar, lo mismo sucede dentro de la Ecología Política. En la actualidad, se podrían identificar tres corrientes: una vertiente muy influenciada por la tradición anglosajona, que la concibe como un “espacio común de reflexión”, con un conjunto más o menos similar de interrogantes y modos de explicación de la relación entre la gente, el medioambiente y el paisaje y de cómo éstas intervienen en el uso, la expansión o el control de recursos materiales, ideológicos e identidades (Bebbington y Batterbury, 2001).

Por otra parte, se encuentra la versión de Alain Lipietz, ligada a los partidos políticos verdes europeos, en la cual se enfatiza el carácter político de los seres humanos, y de la relación con la naturaleza, que se encuentran bajo condiciones reales de existencia que son contradictorias y construidas históricamente (Martín García, 2010). Retomando algunos fundamentos materialistas históricos, la política tiene un rol central para decidir qué se produce, cómo y para quiénes y para aprender a dirigir el progreso hacia para la constitución de un nuevo orden. En este marco, la ecología política tendría el rol o se convertiría en una ciencia totalizadora e integradora de todas las disciplinas, que sirva de base para esa práctica política (Martín García, 2010).

Por último, se encuentra la perspectiva latinoamericana, que se propone como “algo más” que un campo disciplinario o una teoría. Según la definición de Alimonda (2005, 2007) es una perspectiva de análisis que genera un espacio al que confluyen preguntas, reflexiones y discusiones de diferentes campos del conocimiento, acerca del poder y la sociedad en relación con la naturaleza. Como la EPL es un campo todavía en desarrollo, existen algunas diferencias entre sus exponentes e inclusive algunos autores identifican dos definiciones básicas de su objeto de estudio. Por un lado, la propuesta de Martínez Alier (2004), a través del Ecologismo de los pobres, busca analizar los conflictos ecológicos distributivos. Su punto de partida es una naturaleza, base material o ecológica no problemática, y actores con diferentes posiciones de poder. La premisa de la que parte es que los aspectos distributivos son centrales para entender las valoraciones y asignaciones de los recursos naturales y energéticos, ya que su consumo está delimitado por dispositivos de poder, no sólo por condicionamientos biológicos, que se aplican sobre un determinado territorio y bajo una determinada configuración.

La propuesta de Arturo Escobar busca trascender la definición de Martínez Alier, al incorporar la perspectiva cultural (Alimonda, 2011) en los conflictos distributivos. Parte de una noción de naturaleza y de posicionamientos de los actores sociales como problemáticas: no fijas o estancas. La naturaleza es, en el mismo momento y espacio, un hecho (fato), poder y discurso, en una transición desde la idea de naturaleza independiente hasta una artificialmente producida, híbrida, multiforme y cambiante. Esto lleva a una relación social entre el ser humano y la naturaleza donde se imbrican dimensiones simbólicas/ discursivas, sociales, culturales y materiales/ ecológicas. La EPL se concentrará en las prácticas a través de las cuales lo biofísico y lo histórico están mutuamente implicados, pero acentúa en el hecho de cómo los conflictos surgen de los diferentes significados culturales. La consideración de estos últimos implica la reivindicación de saberes plurales, relegados por el conocimiento científico y la racionalidad economicista de las sociedades capitalistas, basadas en la acumulación del mercado. En línea con esto, se encuentra la insistencia de Leff en que la ecología política supone una nueva epistemología política.

Más allá de las diferencias, pueden establecerse puentes entre ambas posiciones. Martínez Alier (2004), inclusive, lo ha intentado mediante afirmar que los diferentes actores, cada uno con diferentes derechos y poder, cuestionan y desafían las reivindicaciones de los otros, apelando a diferentes lenguajes de valoración existentes dentro de su repertorio. Asimismo, al considerar que las formaciones discursivas revelan sobre el comportamiento, los intereses y los valores de los actores, según aporta Stonich (en Martínez Alier, 2004), se transciende la posición constructivista.

En este sentido Alimonda (2005) propone, respecto a la definición de Martínez Alier, que la Ecología Política enfatice más en la apropiación que en la distribución, ya que la apropiación se encuentra en el presupuesto de la producción y pone en evidencia los diferentes dispositivos de poder (incluyendo los discursivos e imaginarios que existen respecto a los recursos naturales). En el establecimiento de las relaciones de poder se encuentran las posibilidades de acceso a recursos para cada uno de los agentes sociales (que para algunos de ellos serán nulas) y las decisiones sobre las formas en que serán utilizados.

Bajo estos planteos, que parten de la centralidad de los dispositivos materiales y discursivos del poder, se restringen las posibilidades de caer en el biocentrismo o en el antropocentrismo, e inclusive en el economicismo de la distribución. Sin embargo, éste es todavía un campo en construcción y la transdisciplinariedad en esta nueva forma que proponen es algo que todavía debe ser construido.

Diferentes perspectivas, diferentes lenguajes

El punto de partida para el análisis social de los problemas ambientales desde el enfoque de la EPL radica en considerar que la naturaleza o sus recursos son percibidos y valorados de manera diferencial por cada uno de los actores (Martínez Alier, 2001), según su relación con la base material y su posición en la estructura y organización social. Alvarado Merino (2008) agrega que no siempre hay una elaboración causal de esos problemas ambientales por parte de los sujetos a ellos vinculados, sino que a veces, simplemente se hacen visibles y se constituyen en riesgos que ponen en juego sus medios de vida y los de las generaciones futuras.

Estas diferentes concepciones o lenguajes de valoración sobre la naturaleza, aunque siguiéramos el principio de agnosticismo de Callon (1986) y creyéramos que el cientista social puede dar cuenta de ellas sin jerarquizarlas, en cada caso, son parte de procesos sociales donde se están disputando la preeminencia de una determinada concepción y donde existen propósitos políticos y sustantivos puntuales para la acción social. A modo de ejemplo, Martínez Alier (2004), identificó el uso de diversos lenguajes de valoración de la naturaleza en conflictos ambientales por contaminación, con un predominio del económico (con términos como compensaciones por las externalidades ambientales, evaluaciones de impacto, análisis costo-beneficio). Éste era impulsado por las empresas y algunos organismos públicos, mientras que co-existían, inclusive superpuestos, otros lenguajes como los culturales, de subsistencia de las poblaciones, que expresaban valores no conmensurables monetariamente o comparables mediante un único estándar. Considerar la inconmensurabilidad de estos valores, y de la particularidad de los problemas ambientales, debería conllevar al pluralismo en el momento de la toma de decisiones en la política ambiental (Martínez Alier, 2001). Sin embargo, y retomando algunas ideas de David Harvey (que aunque no pertenece a este grupo de latinoamericanistas, comparte una perspectiva crítica que posibilita articular sus desarrollos teóricos), en estas disputas de valoraciones y percepciones, suele imponerse un discurso hegemónico impulsado por grupos dominantes de poder que buscan, mediante propuestas de manejo ambiental eficiente y racional, favorecer la acumulación capitalista. Asimismo, pueden controlar la diversidad de discursos y usarlos en su propio beneficio. “(…)la discusión sobre los discursos sobre la naturaleza tiene mucho que revelar, aunque sea solo cómo los discursos ocultan una política concreta entre medio de argumentos abstractos, universalizantes y frecuentemente morales” (Harvey, 1996: 174, traducción propia). Como se mencionó anteriormente, la posibilidad de imponer un discurso hegemónico es consecuencia de determinadas relaciones de poder que se establecen entre los actores, de sus alianzas y las formas, los contenidos de estas últimas. La hegemonía genera que algunos consideren que pueden expresarse en nombre de todos (Callon, 1986).

Además de un abordaje político de los problemas ambientales, la EPL enfatiza en dos cuestiones adicionales: el análisis histórico y situado de cada caso y la crítica al conocimiento científico como el único válido para solucionar este tipo de problemas. Este último punto será analizado no sólo desde esta perspectiva, sino complementado con aportes de la sociología de la ciencia.

Historización de la naturaleza y bases naturales para la historia

Diversos autores de la EPL enfatizan en la importancia del análisis de la historia de los procesos de apropiación, uso y consumo de la naturaleza y su contrapartida, es decir, la inclusión de las bases naturales de los lugares de los procesos históricos que se analizan. Castro Herrera (1996) desarrolló un modelo teórico para estos fines en el que se plantean tres instancias:

  • Definir el campo de relaciones entre la sociedad y el medio natural, especialmente de los procesos de transformación artificial de esa naturaleza, y establecer un conjunto de categorías para estudiar el origen histórico de los problemas ambientales.
  • Utilizar esas categorías para caracterizar ese campo de relaciones en sus diferentes etapas de relaciones, a través de la definición de los rasgos del medio biofísico natural, las formas de organización social subyacentes a los modos de artificialización vigentes, la racionalidad y los propósitos que los impulsaban, así como los conflictos y formas de ejercicio del poder, incluyendo las condiciones que habilitan la transición de una etapa de desarrollo a otra.
  • Establecer una periodización para caracterizar de cada una de las etapas y los cambios y continuidades entre ellas.

Un punto que se podría agregar en este modelo, es el rol del Estado y las formas jurídico-políticas que predominaron en cada una de ellas, como propone Palacio (2006).

En esta historia ambiental latinoamericana, según Alimonda (2007), es posible integrar la perspectiva marxista, aunque de forma crítica. Resulta necesario reconstruir el proceso tendiente a la mercantilización de la naturaleza que atravesaron las diferentes sociedades en esa interrelación con la naturaleza, incorporando así la materialidad de la historia, pero separándose de las versiones más deterministas del marxismo:

El mainstream de la tradición marxista atribuyó siempre un sentido positivo al desarrollo de las fuerzas productivas, generalmente interpretado de una forma marcadamente mecánica, y sin tener en cuenta todas sus dimensiones. El marxismo ha compartido, con toda la ciencia del siglo XIX (y con gran parte del pensamiento científico actual), la idea optimista de que el progreso de la ciencia y de la tecnología iba a domesticar a la naturaleza, y que siempre sería posible encontrar soluciones técnicas para todos los problemas; idea que, justamente, el pensamiento ambiental pone en duda (Alimonda, 2011:33- resaltado en el original)

Asimismo, retoma la importancia del marxismo en el conflicto social, producto que, en la historia de la mercantilización de la naturaleza, existieron coacciones, pero también resistencias. En esas últimas, se reafirmaban o defendían formas no mercantiles de vinculación con la naturaleza y el trabajo, como cosmovisiones indígenas, economías moral o solidaria, entre otras. Para el sociólogo, esa hibridez es lo que caracteriza a la relación histórica ambiental en la región, siendo importante remarcar que lo latinoamericano también remite al trauma de la conquista y la inserción subordinada del continente en el sistema internacional, lo cual deja su impronta inclusive hasta el día de hoy en las relaciones sociales prevalecientes en la región (Hernández Suárez, 2013). En la misma línea, Mires (1990) había planteado la subsistencia en el continente de un pensamiento colectivo proveniente desde la época de la colonia, compuesto por creencias típicamente colonialistas, como el hecho de que América tiene extensas superficies inhabitadas, donde esperan enormes riquezas e inagotables recursos de la naturaleza. Estos pensamientos, junto con el proveniente de campesinos, pueblos originarios u otros grupos, y los movimientos ecologistas modernos, confluyen en las sociedades latinoamericanas y sólo mediante su combinación y el aprendizaje entre grupos es que el historiador chileno considera que podrán generar un estilo de pensamiento que sea un recurso para la lectura de la realidad. En su análisis histórico sobre pueblos de la región mostró que su relación con la naturaleza no se basó en posiciones contemplativas y panteístas, pero tampoco en un productivismo. Las grandes civilizaciones antiguas latinoamericanas se sirvieron intensivamente de la naturaleza, pero basándose en un conocimiento ecológico que no la llevó a la destrucción, sino a un intercambio recíproco.

Métodos para la investigación bajo la Ecología Política

En el proceso de construcción de la EPL, todavía no se ha llegado a un desarrollo sistemático acerca del método y las técnicas de investigación a utilizar, es decir, acerca de los caminos por los que van a construir y validar conocimiento (Marradi, Archenti, y Piovani, 2010) y los instrumentos que se utilizarán para la recolección y medición de datos (Schuster, 1992), respectivamente. A continuación se desarrollan algunos indicios concretos y deducciones en base a las definiciones de Ecología Política anteriores.

En primer lugar, frente a un problema complejo como el planteado sobre la relación sociedad- naturaleza, no podríamos sostener una estrategia metodológica única para dar cuenta de todas las preguntas de este campo en construcción, así como tampoco se podrían desarrollar leyes de causalidad universales que apliquen a todos los casos. Por este motivo, la estrategia metodológica deberá adaptarse a los objetivos y particularidades de cada caso estudiado.

Sin embargo, dada la complejidad de los “objetos” de estudio de la EPL, es claro que las investigaciones encuadradas dentro de esta perspectiva requerirán de la aceptación y utilización del pluralismo metodológico. El pluralismo plantea la posibilidad de utilizar diferentes métodos en distintos momentos de la investigación, así como su aplicación conjunta (Schuster, 1992) para dar cuenta holísticamente del fenómeno a estudiar. En el campo de la Ecología Política, la aceptación del pluralismo probablemente sea un mayor desafío para los investigadores formados en las ciencias naturales, que no han sido “socializados” en una gran variedad de métodos, como los cientistas sociales. Sin embargo, debido al particular interés de la Ecología Política en los discursos y los análisis de poder, es probable que influyan en mayor medida las cualitativas, especialmente para el desarrollo de conceptos. De todas maneras, la selección de los métodos, las formas de análisis y los criterios relevantes pueden ir variando de acuerdo a la interacción con los sujetos y con otros expertos externos al estudio. Inclusive se plantea la necesidad de evaluaciones integradas entre diversas ciencias y entre las distintas formas de conocimiento.

En segundo lugar, como campo en construcción, según Leff, este “saber ambiental” todavía presenta teorías en desarrollo, compuestas por proposiciones no formalizadas y axiomáticas. Si bien esto puede resultar en limitaciones para las investigaciones, también permite la emergencia de cuestionamientos de fondo sobre la racionalidad y el conocimiento moderno, es decir una menor aceptación impulsiva a las teorías y sus conceptos. En este sentido, tampoco se encuentran grandes conceptos propios, categorías teóricas centrales que estén asociadas lógicamente con los supuestos centrales de este campo (Alford y Friedland, 1991) de la Ecología Política. Ante esta ausencia, se utilizan conceptos de diferentes campos con la correspondiente y necesaria vigilancia epistemológica en el momento de su utilización, así como un análisis respecto a las condiciones socio-históricas de las que surgieron cada uno de los conceptos, para poder usarlas consciente y críticamente (Alford y Friedland, 1991).

Por último, en términos de formas de análisis solamente se sostiene que se requiere del conocimiento de los procesos y sistemas donde se encuentra el problema o el cambio socioambiental, pero, sobre todo, de la reconstrucción de las relaciones de poder que se suceden y los discursos de diferentes actores que, en su conjunción, lleven a entender dicho problema o cambio socioambiental. El re-conocimiento del sentido que está presente en las interpretaciones es un primer paso para la validez de nuestra investigación, así como en el momento de cristalización en los sentidos en un documento, el análisis co-creado con los sujetos deben dejar poder ver el proceso que se llevó a cabo (Scribano, 2008).

La construcción social de los problemas ambientales

Habiendo repasado distintas etapas del pensamiento desde las ciencias sociales sobre la relación sociedad- naturaleza, las bases de la sociología ambiental, combinado con aportes de otras disciplinas y de la EPL, este apartado busca sintetizar los principios de la construcción social de los problemas ambientales que guió esta investigación. Siguiendo a Tsakoumagkos (2012), los problemas ambientales que pueden ser resueltos sólo en base a las ciencias naturales son, a lo sumo, problemas biológicos o ecológicos. Desde las ciencias sociales, qué es un problema ambiental y mucho más, cómo resolverlo, requiere incluir otras perspectivas e interpretaciones que van más allá de lo biofísico, así como también entender que detrás de la construcción social no hay una ideologización de la realidad simplemente en base a intereses y generadas por estrategias mediáticas o discursivas. En función de esta perspectiva, el análisis de problemas ambientales busca superar la disputa entre el naturalismo de las ciencias naturales y el antropocentrismo de las ciencias de la cultura. También intenta evitar los enfoques realistas y constructivistas “ingenuas” para estudiar la naturaleza.

De este modo, esta investigación entiende los problemas a partir de distintas propuestas. En primer lugar, Lezama propone que los problemas ambientales no deben tanto su existencia a la magnitud, gravedad o a su simple existencia física, sino a la forma en que la sociedad, los grupos sociales y los individuos le asignan un significado, un valor y una connotación que los hace objeto de su preocupación” (2004: 20). Siguiendo con esta línea, Hajer (1995) enfatiza en la forma en que se produce esta construcción social: es a través de prácticas discursivas. Su propuesta se basa en la distinción kantiana y lacaniana entre lo “real” y la “realidad”, donde el conocimiento surge a través de ciertas experiencias, lenguajes, imágenes e inclusive fantasías. Si bien existen problemas ecológicos “reales”, muy severos, la “realidad” es percibida siempre de manera particular, según nuestros marcos subjetivos y una determinada localización espacio-temporal. Así se contrapone a la definición realista sobre los problemas ecológicos que asume que el ambiente natural que es discutido en la política ambiental es equivalente al ambiente “real” (“out there”) ni infravalora la materialidad de los acontecimientos naturales como en el constructivimo ingenuo. En “The politics of Enviromental Discourse”, Hajer entiende a los problemas ecológicos como construcciones que cambian, producto no sólo de cambios físicos, sino de prácticas sociales, y cuyo significado varía en función de las preocupaciones culturales específicas y del orden social en que se encuentran. Detrás de los fenómenos ambientales hay una lucha argumentativa sobre cómo se construye la realidad y sobre las percepciones acerca del desarrollo social en que se inscriben y que solamente se volverán relevantes políticamente si se constituyen como un discurso ambiental y si logran predominar frente a otros fenómenos.

Basándose en la tipología de Douglas, Azuela (2006) sostiene que en la selección social de los problemas ambientales en las sociedades modernas y en el campo ambiental, existen dos disposiciones predominantes respecto a la naturaleza: la visionaria y la pragmática. La primera tiene una visión más amplia de lo ambiental que, a través de poner en duda los aportes de la ciencia y la tecnología y buscar una reconciliación con la naturaleza, incluye a la temática dentro de proyectos generales de cambio social. En este grupo, pueden encontrarse dos vertientes: los estatistas, que creen en el rol del Estado para llevarlo adelante, y los comunitaristas, que apuestan a la misma sociedad para cambiar. El riesgo de esta visión es su tendencia al autoritarismo. Por otro lado, la visión pragmática utiliza la ciencia para promover cambios en lo ambiental, sin cuestionar ni intentar incorporar estos reclamos a otras problemáticas sociales. En este sentido, tiene una tendencia a ir problema por problema, lo cual puede llevar a perder una idea de conjunto. Estas visiones son las que se ponen en juego, para el autor mexicano, en el campo ambiental al momento de la definición de los problemas.

En segundo lugar, este enfoque constructivista puede ser reforzado con la perspectiva más “materialista” de la EPL. Siguiendo a Alimonda (2005), enfatizar en la apropiación pone en evidencia los diferentes dispositivos de poder que se pone en juego en la producción (incluyendo los discursivos e imaginarios que existen respecto a los recursos naturales). Escobar (2005), concentrándose en las prácticas, acentúa en el hecho de cómo los diferentes significados culturales basados-en-el-lugar se encuentran en el centro de los debates acerca de los problemas ecológicos. Por último, ya fue explicado el concepto de lenguaje de valoración de Martínez Alier (2004), mediante los cuales, los diferentes actores, cada uno con diferentes derechos y poder, cuestionan y desafían las reivindicaciones de los otros. Con estos planteos, que parten de la centralidad de los dispositivos materiales y discursivos del poder, se evita el biocentrismo, el antropocentrismo, e inclusive en el economicismo de la distribución.

Para reforzar esta dimensión “material”, cabe considerar los distintos componentes que se encuentran en las lógicas que determinan las conductas de producción y cómo esos componentes se contemplan en estrategias de producción y problemáticas ambientales. En el plano económico, como lo ha analizado Gutman (1986)[13], se pueden ver las distintas combinaciones entre componentes vinculados a la tierra, capital y trabajo (Tsakoumagkos, 2012). Esto no resultaría explicativo si no se introducen otras dimensiones que intervienen tanto en las prácticas productivas como en las formas de entender los problemas ambientales. Lo que sí resulta importante de esta perspectiva, que proviene de los estudios económicos, es la necesidad de caracterizar en todo estudio ambiental a los agentes sociales concretos y los procesos de transformación que realizan.

En cuarto y último lugar, cabe considerar a los problemas ambientales también como consecuencia de una determinada racionalidad económica y política predominante en la sociedad, que establece un cierto uso de los recursos y del espacio. Esta determinación lleva a la constitución de un cierto “hábitat humano”, que se compone de las relaciones entre la sociedad y la naturaleza (Brailovsky y Foguelman, 1995). La consideración de las racionalidades (dominantes y dominadas) lleva a la reflexión sobre las relaciones de poder, que desde la perspectiva de la EPL, y en palabras de Palacio, no es sólo la cuestión estatal o de políticas de gobierno, sino de jerarquías y asimetrías de género, clase, etnia y/o partidarias.

Si bien Leff (2011) y otros autores de la EPL puedan ser críticos de ciertos enfoques constructivistas y de la sociología ambiental, el pensador mexicano reconoce su potencial para contribuir a la comprensión de los vínculos sociedad- naturaleza y de las relaciones de poder que invisibilizando o evidencian ciertos problemas ambientales, generando conflictos ambientales y/o movilizando a la acción. En este punto, resta profundizar en dos cuestiones centrales para esta construcción social de los problemas ambientales: los conocimientos, saberes y el rol de la ciencia; y el Estado y sus intervenciones a través de políticas públicas.

Pluralidad de conocimientos

El conocimiento, en sus distintas formas, los medios de acceso y difusión respecto el “manejo” o, mejor dicho, la apropiación, distribución y uso de la naturaleza resulta importante para el campo de los estudios ambientales y de esta investigación.

Especialmente, en los últimos años, se ha analizado con mayor profundidad la relación entre el conocimiento científico y otros conocimientos o saberes. Según Bixler (2013), la Ecología Política se preocupa por la tensión entre el conocimiento local y el científico. El conocimiento “local” suele ser caracterizado por su imbricación con el contexto social en que se encuentra. Este conocimiento cuenta con una pericia particular basada en la experiencia y las prácticas desarrolladas en un espacio. Suele ser “profano”, personal y, frecuentemente, es implícito o tácito, sin un desarrollo formal, sino que cuenta con experiencias puntuales, ejemplos, observaciones y referencias al contexto específico.

Relacionado con este conocimiento, se encuentra el pensamiento mítico o mágico. En los casos más antiguos, la naturaleza era humanizada en sus comportamientos para, a través de la empatía, constituir una explicación. Otra posibilidad es que la naturaleza sea el medio de expresión de la voluntad y las intenciones de una divinidad, como sucede en los momentos en los que se recurre al rezo para generar el inicio o el fin de una de sus manifestaciones. En los desastres naturales más extremos, dentro de este marco de referencia se puede pensar que la divinidad está aplicando un castigo a los hombres o, inclusive, que es una señal apocalíptica o un anuncio del final de los tiempos. La importancia de profundizar en este tipo de pensamiento es reafirmar su existencia en convivencia con el pensamiento científico, aunque Margarita Gascón (2009) sostiene que operan en niveles distintos: la ciencia puede proveer las bases para la explicación de la forma de un desastre natural, pero lo mítico y religioso ayudarán a que las personas sobrelleven las consecuencias del mismo, especialmente si hubo pérdidas importantes.

En contraposición al conocimiento local suele plantearse el conocimiento científico. “La ciencia” es planteada como escindida, descarnada de un cuerpo social, sin dar cuenta que todos los intentos de comprender la realidad biofísica son selectivos y construidos (Batterbury, Forsyth y Thomson, 1997). Según Gascón (2009), la ciencia plantea una interpretación del riesgo o de lo ambiental, basada en la información, el cálculo de la probabilidad y el desarrollo tecnológico para la prevención, mitigación, socorro y reconstrucción. Los medios de comunicación y el sistema educativo formal contribuyen a la socialización de este marco de referencia, pero no por ello se logra una unificación de la percepción de los riesgos. El carácter probabilístico del pensamiento científico hace que siempre quede un margen para el no suceso o la no afectación, por lo que los individuos no terminan compartiendo la misma idea de riesgo. Asimismo, Gascón considera que los grupos sociales también difieren en la asignación de la responsabilidad, siendo más tolerados aquellos que se consideran de origen “natural”, como por ejemplo se suele percibir una erupción volcánica como inmanejable o imposible de evitar y que, inclusive, se evite señalar la responsabilidad de los efectos que puedan tener los políticos y administrativos del Estado.

Siguiendo a Lander (2000), el pensamiento científico moderno ha llevado a la naturalización de las relaciones sociales y del desarrollo histórico, y a la negación de la veracidad de cualquier otro conocimiento no generado bajo su método. Entonces, así como en la Modernidad se diferencian y jerarquizan culturas, también se lo hace con los conocimientos y saberes. Ambas cuestiones fueron producto de relaciones de poder que definieron que esa forma de producir y validar al conocimiento fuera la única considerada en los problemas ecológicos (Alimonda, 2007). Por ese motivo, desde la EPL se busca romper con el parcelamiento de disciplinas y con la escisión y subordinación del conocimiento popular. También, se deben reconocer las estrategias de poder que se ponen en juego en el campo del conocimiento, que excluyen, invisibilizan o desprestigian otro tipo de saberes. La heterogeneidad social de los pueblos latinoamericanos posibilita que se articulen e intercambien diferentes experiencias, y con ellas, los saberes ambientales que puedan ofrecer alternativas al conocimiento científico para la resolución de problemas ambientales.

Rosenstein (2005) se pregunta por la forma de intersección entre el conocimiento técnico y el local en espacios agrícolas. El concepto de interfase le resulta útil a esta autora para responder a su interrogante, al sostener que en un ámbito local concreto, los productores usan en sus prácticas distintos ingredientes culturales (valores, significados, normas, representaciones y discursos), que son negociados y transformados, dando como resultado un nuevo producto, una hibridación. Entonces, si bien los técnicos intentan imponer sus conocimientos y sus prácticas, apelando a una superioridad que proviene de su formación científica, existen resistencias e hibridaciones. En este sentido, cabe retomar a Latour (2012) para quien ciencia y política no deben ser abordadas como dos conjuntos distintos, sino como actividades cuyos recorridos se van a ir entreverando a través del tiempo. Esto sucede especialmente en la actualidad debido a que, como afirman Callon, Lascoumes y Barthe (2001), la ciencia ha perdido su carácter hegemónico y se encuentra sujeta a la posibilidad de ser cuestionada por otros grupos sociales generando una controversia socio-técnica, en la que participan científicos y otros miembros de la sociedad. En muchos países y frente a distintos problemas (que como se verá luego no se presenta en el caso de esta investigación), se producen foros híbridos, espacios o instancias de reunión para el debate de las opciones brindadas por la técnica frente a una decisión que involucra a todos, ya no exclusivamente a técnicos o científicos, sino incluyen políticos, líderes comunitarios y personas que se sienten involucradas por los temas y atraídas al debate. Dicho de otra manera, estos foros buscan romper con dicotomías de fuerte carácter asimétrico predominantes en las sociedades occidentales como la distinción entre legos y científicos e inclusive entre los ciudadanos y sus representantes. La construcción del conocimiento deja de ser exclusiva del ámbito científico y se incorporan otros saberes y se desarrolla en ellos un proceso de aprendizaje colectivo, resultado del intercambio de conocimientos entre los diferentes grupos. La ganancia de estos procesos de controversia es la producción de un nuevo conocimiento que sea adquirido y compartido, así como de nuevas formas de pensar y actuar que deben ser desarrolladas, reunidas y puestas a disposición de todos.

La intervención del Estado en las relaciones sociedad- naturaleza

La inclusión de otros saberes, otros conocimientos es una de las formas que desarrolla la EPL para resaltar el carácter político, de debate y conflicto de las relaciones sociedad- naturaleza. Otra de las maneras es mediante el destaque de las acciones de los movimientos sociales, para poner en evidencia el carácter implícito y a veces oculto de ciertas perspectivas culturales y políticas en los problemas y conflictos ambientales. Sin embargo, Alimonda (2011) recuerda que el Estado es un “gran distribuidor” dentro de los conflictos por la apropiación de la naturaleza y que también delinea las macropolíticas de gestión ambiental en sus territorios. En esta investigación, se propone que dialogue con algunas concepciones clásicas para analizar las formas en que ese Estado interviene en las cuestiones ambientales y que, de alguna forma, legitima prácticas y representaciones de esos poderes.

La polisemia con que el término Estado ha sido utilizado en las ciencias sociales requiere para análisis de casos de concretos de una precisión terminológica. Más allá de sus diferencias, en las perspectivas clásicas (liberales, marxistas e institucionalistas o weberianas) se observaron dos tensiones: por un lado, definiciones del Estado según su forma o sus funciones, es decir, entre lo que el Estado es vs. lo que hace (Mann, 2011). Por otro lado, enfoques en los aportes de la sociedad a la configuración determinada de un Estado o su contraparte (influencia del Estado en las relaciones sociales), o como Mendíaz (2004) las denomina: definiciones socio-céntricas o Estado-céntricas. Sin embargo, se sostiene una definición de Estado que no lo considera una entidad monolítica, para evitar caer en estas dicotomías y reflejar su complejidad. Para ello, retomando a O’Donnell (1993 y 2004) y Oszlak (1980 y 2009) se lo define como un conjunto de instituciones y relaciones sociales que introduce una forma de dominación donde intervienen múltiples relaciones con diferentes agentes de un territorio y que se encuentra condicionado por el contexto y las relaciones con otros Estados y su historia socio cultural. En esta multiplicidad de vínculos no está exento de cambios y de conflictos internos y con la sociedad, mostrando sus jerarquizaciones, diferenciaciones y contradicciones. Esta definición incluye tres dimensiones:

  • Un conjunto de burocracias: organizaciones complejas y jerarquizadas, con obligaciones determinadas por ley, para cumplir con fines o intereses públicos. Mientras que su correcto funcionamiento permite hablar de un Estado eficaz, el carácter jerárquico de las burocracias determina que el Estado es inherentemente desigualitario en su interior y con los grupos sociales a los que se vincula (por eso se habla de intereses públicos y no generales).
  • Un sistema legal: regula múltiples y variadas relaciones sociales, incluyendo las de funcionamiento de la burocracia. De esta manera, a diferencia de otras organizaciones que tienen reglamentos, el Estado tiene la particular capacidad de establecer reglamentaciones que van más allá de su propia organización interna.
  • El intento de ser un foco de identidad colectiva para los habitantes de su espacio. Alcanzar este principio es lo que otorga credibilidad al Estado.

Según Oszlak (1980) dentro de la acción de la burocracia y el sistema legal existen diferentes modalidades de intervención y formas organizativas, entre las que se pueden mencionar leyes, decretos, programas, instituciones y organismos. En todas ellas se debería observar los modos en que el Estado se enraiza, mediante sus diferentes instituciones y con fines diversos, con los agentes sociales, de acuerdo también al comportamiento que estos últimos tienen respecto a él (Chibber, 2003). Oszlak (2009) propone una forma de estudiar empíricamente este enraizamiento a través de la relación en tres planos: el funcional (reglas y responsabilidades en la división social del trabajo), el material (los patrones de distribución de recursos) y el de la dominación (la correlación de poder entre las diferentes fuerzas sociales). Esto introduce la dimensión territorial de la definición del Estado, que no remite al espacio físico, sino a las relaciones socio-históricas que son producto de diferencias de poder, y que se encuentran delimitadas y operan sobre un sustrato de referencia (Souza, 1995, citado en Haesbaert, 2009). Entonces, además de considerar los límites, se deben incluir, el carácter fragmentario del modo de operación estatal. El acceso diferencial a los derechos se produce no sólo entre grupos sociales dentro de un Estado, sino también a nivel de regiones físicas, espaciales. Esto puede generar el surgimiento de esferas de poder autónomas, con una fuerte inscripción territorial y/o la presencia de “zonas marrones” donde existe una presencia del Estado baja o nula. Frente a esto, mientras algunos sectores demandan que el Estado les provea de un amplio grupo de determinados servicios, otros grupos sociales puedan conseguirlos de manera privada y, justificándose en que no necesitan de los servicios públicos, no cumplen con las obligaciones que tienen como ciudadanos, como, por ejemplo, no pagan los impuestos y así restringen los ingresos estatales (Centeno, 2009). De esta forma, por más que las instituciones parezcan estables, están sujetas a transformaciones y ajustes continuos, a deconstrucciones y a reconstrucciones sistemáticas (Giddens, 1999).

El análisis de las políticas públicas es una forma de estudiar la toma de posición de las instituciones estatales considerando la complejidad del Estado (Oszlak, 1980). Por ellas se entiende a aquellas posturas y cursos de acción que son adoptadas por los actores en nombre y representación del Estado, frente a una cuestión socialmente problematizada (Oszlak, 2009). Siguiendo a la definición de O’Donnell (2004), éstas incluyen a las acciones de los organismos y a las normas, que son las que establecen fines, objetivos, prioridades y principios de acción para los actores sociales y para los organismos estatales. En estos últimos las normas también determinan la forma de la estructura burocrática y los mecanismos de provisión de instrumentos y recursos necesarios (Oszlak, 2006).

La implementación de las políticas públicas puede ser analizada en tres instancias. En primer lugar, requieren de la determinación de qué es un problema que debe ser considerado en una agenda social y que debe ser resuelto con algún tipo de intervención del Estado es la base para cualquier política pública (Oszlak, 2009). Cómo surge un determinado problema social también ha sido objeto de debate y refiere a la primera instancia a considerar en un análisis sobre políticas públicas, siendo clave la relación entre ideas e intereses. Por un lado, se encuentra la perspectiva de los primeros artículos de Oszlak (1980) quien sostenía que la definición de un tema de agenda pública respondía al resultado de una lucha y correlación determinada de intereses de sectores sociales. Si bien sostenía que esa correlación de intereses podía ser variable, siempre era positiva entre determinados sectores y unidades estatales. En contraposición, Kathryn Sikkink (2009) se enfoca en la importancia de las ideas para la adopción de las políticas del Estado, las cuales son elegidas en relación a ciertos intereses, pero entre un abanico de alternativas, en el marco de un determinado contexto histórico, social e ideológico, según aquellas que sean más persuasivas, es decir que presentan una mejor relación y “enganche” con la situación de determinado país y coyuntura. Como afirma Beltrán (2005), existen casos donde la disputa de ideas y la definición de los sentidos de las políticas se resuelven de tal forma que algunas ideas anulan a sus alternativas y se presentan como las únicas viables para ese país y momento dado. Una de las formas de acceso a estas ideas es a través de redes transnacionales de conocimiento entre científicos (Bockman y Eyal, 2002), aunque las que se terminen adoptando no dependerán del carácter “verdadero” o “adecuado”, sino del trabajo que los actores realicen sobre ellas, para formarlas y plantearlas como “alternativas” viables, en el marco de esas redes de conocimientos y según la disponibilidad de recursos para “cerrar” el problema. Sin embargo, siguiendo a Sikkink, la resignificación es necesaria porque las elites de un país están influenciadas por las restricciones y oportunidades del contexto internacional, pero también por la memoria histórica, la imaginación y los modelos económicos locales. Las ideas terminan siendo una síntesis de ambos y son encarnadas generalmente en un grupo de expertos que se caracterizan por compartir un conjunto de valores y experiencias comunes basadas en un conocimiento especializado y capaz de ser integrado, distribuido y aplicado a temas de la política pública. A diferencia de lo que podía ser un intelectual orgánico según Gramsci (1997), los expertos se encuentran relativamente independientes de intereses de clase y actúan siguiendo los propios, buscando su propio espacio y reconocimiento social. Aunque se plantean hacia el exterior como un grupo, internamente pueden disentir en aspectos y tener diferentes ideas sobre determinados puntos. Pero a los fines de esta investigación, lo que resulta importante de considerar es que, sean expertos científicos o legos, tienen un rol clave en la toma de decisiones respecto a qué hacer frente a las cuestiones ambientales (Scoones, 1999).

En esta línea, desde la sociología rural, se ha utilizado la idea de mediadores sociales que vinculan dos partes para interceder, vincular y/o representar los intereses de una ante la otra, en distintos ámbitos de la vida social. En relación con las políticas públicas, los mediadores son de dos tipos: los expertos o tecnócratas que intervienen en la definición del referencial normativo de las políticas; y los practicantes u operadores sectoriales actúan sobre el cambio, recurriendo a movilizar en sus estrategias organizacionales y políticas los recursos cognitivos y normativos difundidos por los expertos (Cowan Ros y Nussbaumer, 2011). En el análisis de estos grupos cabe no sólo observar los flujos “descendentes” de bienes materiales y simbólicos transferidos por los mediadores sociales, sino también captar las categorías semánticas, narrativas, visiones del mundo y prácticas que “ascienden” de los mediados a los mediadores.

De esta manera, la expansión y legitimación de un conjunto de ideas puede ser producto de un estrecho y complejo imbricamiento entre los intelectuales, el poder y el saber. La presentación de una ideología como si fuera una teoría científica (y que como tal plantea una verdad incuestionable) lleva a un reforzamiento de las relaciones entre el poder político y el conocimiento experto (Beltrán, 2005), aunque no se debe caer en la simplificación de negar la existencia de relaciones entre los expertos con los grupos de poder, que pueden ir desde los vínculos familiares como las asociaciones económicas o los contratos laborales. Asimismo, se puede investigar los motivos por los que algunas ideas se plantean como homogéneas al interior de grupo y quiénes ganan al presentarlas de esa forma.

Una vez definida la cuestión socialmente problematizada, considerados las ideas y los grupos de expertos que intervinieron en la definición de una política pública, se encuentran las instancias de la implementación y consolidación. En ellas resultan claves, las capacidades de los Estados y sus dirigentes para disponer de los recursos necesarios y generar el consenso y apoyo interno y de la sociedad. Estas capacidades pueden ser analizadas a través de la compleja estructura gubernamental que presentan actualmente los Estados democráticos modernos. Según Oszlak (1980), esa estructura resulta necesaria para la implementación de la mayoría de las políticas públicas, en la cual existe un proceso creciente de institucionalización. Asimismo, por su relación con la sociedad y su tradición histórica (que deja su impronta y rezagos en las instituciones presentes y futuras), la estructura gubernamental no suele desarrollarse de forma ordenada y coherente ni es el resultado de un proceso racional de diferenciación y especialización funcional.

Por la complejidad de las actuales estructuras gubernamentales, suelen existir múltiples formas de organización, funcionamiento, objetivos y metas que se superponen o inclusive que se contraponen entre sí, mostrando los conflictos presentes en el plano de la sociedad. Pero también como cada institución tiene una determinada cantidad de recursos de poder (posibilidades de coerción, información, legitimidad y bienes materiales) que no suelen ser suficiente para que actúen de manera autónoma, se requiere del trabajo conjunto. Más allá de estos vínculos formales interinstitucionales, la difusión de cierta información o conocimiento también puede circular gracias a lo que Granovetter (1983) caracterizó como vínculos fuertes. Este tipo de relaciones generadas por la cercanía, la amistad o los lazos familiares, resulta particularmente útil como “canal” de información por su fluidez y credibilidad. De esta manera, el funcionamiento real de las instituciones del Estado y sus relaciones pueden no ajustarse a los mecanismos formales, establecidos en las normativas.

Oswaldo Sunkel (1991) añade un importante punto al análisis de las políticas públicas, que proviene de su interés por relacionar en las estrategias de desarrollo los factores estructurales con los de funcionamiento de la economía y los aspectos socio-culturales y políticos de una manera positiva. En este sentido, un Estado debe articular entre dos tipos de políticas públicas: las de largo plazo que buscan conservar los patrimonios socioculturales, naturales y/o de capital, pero que también pueden contribuir en resolver problemas de corto plazo. En contraposición, las políticas de corto plazo se encargan de trabajar con los “flujos anuales” que entran y salen del Estado, aunque igualmente pueden estar diseñadas en pos de conservar y mejorar ciertas estructuras y no fomentar su deterioro y/o desperdicio. La tarea compartida entre las instituciones que desarrollan unas y otras políticas puede ser importante para alcanzar objetivos como los de desarrollo.

En los estudios concretos de casos, algunos autores han identificado distintos tipos de políticas públicas ambientales, las cuales algunos tuvieron mayor predominio en determinadas etapas históricas. Una de las etapas corresponde a la modernización ecológica. La valoración respecto a los resultados de la misma es objeto de controversias. Para algunos fue una fase de transformación e innovación tecnológica que resultaba más sensible a las cuestiones ambientales. En este contexto, Jänicke describió el surgimiento de cuatro estrategias de políticas ambientales: con el objetivo de remediación de daños, las de compensación y restauración ambiental; y para prevenir o anticipar, la modernización ecológica o innovación tecnológica que sea ambientalmente más beneficiosa, y la mudanza estructural (Olivier y Domínguez Ávila, 2009). Para otros investigadores, como Hajer (1995), la modernización ecológica fue un discurso de política pública que sirvió para legitimar la destrucción ambiental en curso. Asimismo, tenía un contenido economicista, mostrando los problemas ambientales en términos monetarios, como un juego de suma cero. Por último, otros la consideraron un sistema de creencias o una mudanza sistémica: respecto a los procesos de decisión, se reemplaza la política regulacionista por una anticipatoria; la ciencia asume un papel más crítico y proactivo para intervenir en las políticas; se comienza a ver los efectos compensatorios de las acciones preventivas, más que sus costos; también se invierte la atribución de la prueba hacia los acusados de contaminadores; y se activan mecanismos participativos en la toma de decisión sobre políticas (Olivier y Domínguez Ávila, 2009). Pero lo importante de destacar de estas interpretaciones sobre la modernización ecológica es que no sólo existen distintos tipos de políticas ambientales, además de las mencionadas, las de comando y control y participativas, sino que éstas coexisten y se yuxtaponen en un determinado momento histórico y sociedad, respecto a un problema ambiental.

Un último aporte proviene de Gudynas (2001), quien sostiene que los organismos del Estado buscan apoyarse en decisiones basadas en informes científicos porque les ofrece una buena base argumental para defender sus decisiones, pueden invocar objetividad y neutralidad, las legitima política y socialmente, permite enfrentar la protesta ciudadana y ofrece mecanismos para encauzarla y controlarla. En este sentido, los expertos resultan claves tanto desde el lado de la elaboración de informes como desde dentro del Estado para utilizarlos en las políticas públicas. Sin embargo, en los últimos años, frente a un mayor reconocimiento de las disputas internas dentro de la ciencia y a su incapacidad para brindar soluciones unívocas y efectivas frente a los problemas ambientales, los programas de protección ambiental son más acotados, aceptando la incertidumbre y buscando reducir los (posibles) efectos negativos.

Antecedentes de estudios sobre problemas ambientales en zonas áridas y ganadería ovina

El objeto de estudio de esta investigación requiere considerar algunas especificidades que tienen las producciones agropecuarias. Se destacan tres cuestiones desarrolladas por Piñeiro (2008). En primer lugar, las dificultades para modificar los tiempos biológicos, en este caso, el tiempo que pasa desde el nacimiento de un animal hasta su faena, o desde la esquila hasta la siguiente fecha posible para “cosechar” lana. “El trabajo aplicado a la tierra, por medio de herramientas o máquinas no puede acelerar estos procesos ya que por más que las tareas se hagan en forma más rápida, el trigo no madurará antes” (Piñeiro, 2008: 54). Según el sociólogo, fue Marx quien expuso la diferencia entre dicho tiempo y el tiempo de trabajo, ya que en las actividades agropecuarias existe un tiempo de no trabajo donde el producto sin terminar está sujeto a la acción de la naturaleza. Esto tiene consecuencias claras en el aspecto laboral, ya que quien produce debe contratar a trabajadores que estarán por un período sin hacer uso de su fuerza de trabajo. Para reducir ese tiempo, las estrategias pueden ser la contratación de personal transitorio para sólo el momento en que es requerido o la incorporación de tecnologías. En paralelo, la tecnología también puede acortar los tiempos biológicos, como por ejemplo, la suplementación de animales puede acelerar el proceso de engorde y acortar los ciclos de producción. Entonces, las innovaciones (biológicas, físico químicas, mecánicas o agronómicas o de manejo) tienen un fuerte impacto en la producción y en el trabajo agropecuario. Otra característica importante de este tiempo de no trabajo es que, si bien durante su transcurso la naturaleza sigue su curso sin intervención del hombre, se requieren de tareas de vigilancia que implican la contratación de trabajadores permanentes y que pueden derivar en la contratación de transitorios. Por último, esta diferencia de tiempos también permite explicar el sostenimiento del campesinado o la agricultura familiar, la cual puede ocupar a la familia para esas tareas de vigilancia u ocuparlas en los períodos de escaso trabajo sin generarles gastos (solamente el costo de la reproducción familiar). En contraposición, las unidades de explotación empresariales requieren contratar para esos momentos o tareas a personal, lo que lo pone en una situación menos competitiva. Según Klein (1985), los procesos de modernización también tienen claros impactos, pero destaca el carácter diferencial de los mismos: por un lado, afirman heterogeneidad de las estructuras productivas al penetrar selectivamente en algunas regiones y tipo de explotaciones (principalmente según el tamaño y la forma de tenencia de la tierra). En este sentido, se sostiene el sector tradicional con estructuras basadas en la familia como unidad de producción y consumo y fuente de la mano de obra, y surgen sectores o grupos modernos, ligados a las nuevas tecnologías. Esta situación tiene consecuencias en el mercado de trabajo, donde el sector moderno reduce el número de trabajadores permanentes ocupados, mientras que aumentan los transitorios, para lo cual se fomenta la intermediación, la complejidad de los ciclos ocupacionales (donde se desarrollan varias actividades, inclusive urbanas) y nuevos orígenes de esos trabajadores (por ejemplo, no necesariamente son rurales).

Los ciclos productivos y la estacionalidad de las actividades agropecuarias también modifican las formas de producción y de trabajo. Existen diferentes niveles de demanda de trabajo a lo largo de las estaciones del año o del momento del día, o aquellas que son producto del cambio en las condiciones climáticas. Por ejemplo, la esquila de los ovinos no puede realizarse si llueve y los animales se han mojado, lo cual impacta en el tiempo destinado a esa tarea y que requirió tener personal contratado.

Por último, en las últimas décadas, los mercados de muchos productos agropecuarios mostraron la tendencia hacia el desarrollo de un segmento destinado a consumidores exigentes, que se caracterizan por valorar la seguridad y las condiciones sanitarias de los alimentos y la conservación de los recursos naturales (Aparicio, 2005). La colocación de productos en estos mercados implica la aceptación de ciertas normas de calidad para la adquisición de esos productos, que muchas veces van ligadas a la flexibilidad para la adaptación tecnológica, la adopción de nuevas formas de organización de la producción y la realización de evaluaciones de impacto ambiental. Para los productores, la calidad es vista como una ventaja competitiva y una forma de satisfacción de los consumidores (Tadeo, 2008), pero también puede ser considerada como la única alternativa para seguir estas tendencias generadas desde la demanda, especialmente para producciones, como la lana, donde Argentina no domina el mercado y es tomadora de precios. En este contexto, Oliveira (2011) afirma que las certificaciones formales son predominantes en agricultores (más integrados al mercado y menos organizados políticamente) que buscan diferenciarse de la agricultura convencional y son promovidas por inspectores externos e independientes.

Estas consideraciones respecto a la sociología rural, los cambios y configuraciones recientes en torno a las producciones agropecuarias resultan fundamentales a los fines de esta investigación, especialmente porque el análisis de los problemas ambientales en las tierras secas de Chubut se realiza en función de aquellos que se encuentran en torno a la actividad ganadera. Los procesos agropecuarios proveen de elementos (materia y energía) para otros procesos productivos, por lo que cómo los primeros se vean afectados o generen problemas ambientales, tendrá incidencia en los procesos en otras áreas y grupos sociales. En esta línea, uno de los primeros estudios de Argentina que consideraron los problemas ambientales fue el de Pablo Gutman (1986), en una propuesta con un complejo abordaje metodológico, con cierto énfasis en la dimensión socioeconómica e intención de que el modelo desarrollo pueda contribuir a la “falta de desarrollo rural” en el continente. Esta relación entre desarrollo rural y problemas ambientales también se presentan en otros estudios que se han considerado como antecedentes para esta investigación. Estos antecedentes exceden el caso de estudio, debido a la ausencia de análisis específicos en el área, pero que resultaron útiles para proveer de algunas bases teóricas, conceptuales y empíricas.

En diferentes regiones del mundo fueron investigadas diversas cuestiones respecto a la relación sociedad- naturaleza en tierras secas. Por un lado, algunos dieron cuenta de la existencia de una variedad de discursos, narrativas o imaginarios sociales respecto a la aridez (Constantini y Pedreño Cánovas, 2006; Peritore, 1993; Bassett y Koli Bi, 2000; Warren, 1995; Williams, 2000; Ravera, Tarransón, Pastor y Grasa, 2009). Esta variedad de interpretaciones a menudo resultó explicativa de los impactos (o la ausencia de ellos) de los programas internacionales y/o de las políticas ambientales (Labatut, 1996; Schoijet, 2005). Otras investigaciones han presentado las consecuencias de los problemas ambientales en las zonas áridas, como su vínculo con la pobreza (Morales, 2005; Guaita, Damman, Pérez, Carrasco y Tejada, 2007), propuestas de métodos de investigación y evaluación (Landa, Carabias y Meave, 1997; Abraham y Beekman, 2006; Batterbury, Forsyth y Thomson, 1997; Reed, Dougill y Baker, 2008) y estrategias para la mitigación, el combate o la remediación (King, Bigas y Adeel, 2007; Morales y Parada, 2005)[14]. En nuestro país, en Mendoza se encuentra probablemente la mayor producción teórica sobre zonas áridas abordada principalmente desde la geografía, desarrollados principalmente desde el Instituto Argentino de Investigaciones de las Zonas Áridas y el Laboratorio de Desertificación y Ordenamiento Territorial. En los últimos años, un nuevo grupo se formó en el Instituto de Nivología Glaciología y Ciencias Ambientales del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), concentrado principalmente en el análisis de los orígenes históricos de la apropiación del agua y las tensiones recientes generadas por nuevos proyectos mineros demandantes de importantes cantidades de líquido.

Focalizando en el caso de la desertificación y su abordaje desde la perspectiva de las Ciencias Sociales en nuestro país y en América Latina, la mayoría de las investigaciones trabajaron enmarcadas en proyectos de desarrollo o en políticas públicas y tenían como objetivo intervenir en la implementación de los mismos y/o de modelos sustentables. Entre estos estudios, se encuentran las investigaciones realizadas por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Macagno, Parada, Trajano, Brzovic y Faúndez, 2005), el INTA (Oliva, 1992) y el Programa Iberoamericano de Ciencia y Tecnología (Abraham, 2002). Asimismo, algunos de estos organismos colaboraron en análisis de universidades o institutos de investigación que buscaron entender la falta de aplicación de las tecnologías y técnicas de lucha contra la desertificación por parte de los actores involucrados, principalmente los productores ganaderos (Andrade, 2005; 2009; 2010). Por su parte, el Grupo de Estudios Sociales Agrarios de la Universidad del Comahue también ha trabajado el tema para el caso neuquino en las últimas dos décadas (Bendini, Nogués y Pescio, 1993; Bendini, Tsakoumagkos y Nogués, 2005). Vinculado al objeto de estudio de esta investigación, se destacan tres aportes. En primer lugar, en Mendoza y España han analizado la evolución histórica de la configuración territorial, donde el área desertificada quedaba invisibilizada y desvalorizada respecto al área irrigada (Torres, 2008; Montaña, Torres, Abraham, Torres y Pastor, 2005; Constantini y Pedreño Cánovas, 2006), producto de procesos de apropiación, acceso y uso de esos recursos naturales donde intervinieron diferentes discursos y dispositivos de poder (Martín García, 2010; Grosso, 2010; Saldi, Wagner y Escolar, 2014). Según Virginia Grosso, el territorio mendocino se ha polarizado a través de su historia, en función de la apropiación y el manejo diferencial del agua, determinando que “quien posee el agua, tiene el poder” (2013: 27) y fomentando discursos en la prensa y funcionarios públicos que naturalizan la falta de agua, invisibilizando las inequidades de la distribución del territorio. Esta naturalización se traduce también en el ámbito estatal, donde distintas políticas utilizan términos claves como desarrollo, modernización, oasis y desierto, como si no tuvieran un contenido político y grupos económicos y políticos que los respaldan (Saldi, Wagner y Escolar, 2014). La valoración de zonas irrigadas por su carácter más “productivo” o “moderno”, llevaba a considerar a las zonas áridas como un patrimonio esencialmente negativo, definido en términos de carencia, vinculado a la pobreza (Abraham, Laurelli y Montaña, 2007). La contraposición de discursos respecto a la aridez pone en evidencia que la producción y definición social del “desierto” es resultado de la controversia y de la lucha en cuatro ámbitos: la forma de construcción del espacio (a través del contraste, de la modernización o de los sentidos); la definición social del riesgo (desierto como obstáculo o como secuela de la modernización); la valorización de dichos espacios que se ha planteado desde la Ciencias Naturales (el patrimonio negativo o positivo de la aridez); y la biopolítica, los modos de percepción de la aridez en los cuerpos (Constantini y Pedreño Cánovas, 2005). En este sentido, las definiciones utilizadas en la ciencia y el destino y las formas de las políticas públicas son resultado de controversias y de luchas de poder.

La inexistencia de una definición unívoca sobre la desertificación o la aridez introdujo la segunda cuestión: algunos estudios en la Patagonia tuvieron la particularidad de indagar sobre qué entienden, cómo definen los actores sociales involucrados a la desertificación y cuáles son las causas y las consecuencias que genera[15]. Trabajaron tanto con los productores ganaderos como con técnicos vinculados a dicha actividad productiva. Respecto a los productores, si bien algunos podían no conocer el fenómeno, cuando lo hacían, algunos utilizaron los términos técnicos y sus características, como la pérdida de tierra fértil (Andrade, 2005) y otros lo mencionaban simplemente como el “empobrecimiento” o la “menor disponibilidad de pastizales” de sus campos. Las diferencias podían ser producto de la vinculación con organismos técnicos que les brindaban asesoramiento productivo y los introducían en los fenómenos ecológicos y ambientales (Bendini, Tsakoumagkos y Nogués, 2005); o las diferencias agroecológicas y/o de tamaño de los campos que poseía cada productor (Bendini, Nogués y Pescio, 1993; Andrade, 2005).

Respecto a las causas que originarían la desertificación, los estudios antecedentes coinciden en que los actores perciben que el fenómeno se produce por una combinación de causas naturales y antrópicas, aunque los primeros tendrían un mayor peso a la hora de generar estos procesos de deterioro que los segundos. Las características de aridez propias de cada región se ven agravadas por los cambios en los regímenes de lluvia y su intensidad (Macagno, Parada, Trajano, Brzovic y Faúndez 2005; Oliva, 2007; Andrade, 2005; Bendini, Tsakoumagkos y Nogués, 2005), estableciendo el siguiente esquema causal: menores lluvias, sequía, reducción del pastizal, pérdida de productividad[16]. Andrade (2005) concluye que existe una naturalización del problema, en un doble sentido: este tipo de fenómenos siempre sucedieron y las causas y las consecuencias de la desertificación son externas a la acción de los productores: para ellos es prácticamente una conspiración climática la que afectó a las explotaciones. En la misma línea, Bendini, Nogués y Pescio, sostienen que las lluvias como causa de este problema se convierten en “representaciones fatalistas de la acción de la naturaleza” (1993: 126). Cabe mencionar que en muchas de las opiniones de los productores se evidencia una confusión entre la sequía, la reducción de la lluvia, y la desertificación. Respecto a las causas antrópicas que mencionaron los productores fueron:

  • el sobrepastoreo generado por la ganadería, aunque éste sea “justificado” (principalmente por campesinos o pequeños productores) por la falta de tierra y la carencia de seguridad social: los animales (especialmente los viejos) actúan como caja de reserva para posibles imprevistos médicos o para los años donde no se puede trabajar (Macagno et al., 2005). Este factor causal no es reconocido de forma homogénea por todos los productores: Bendini, Nogués y Pescio (1993) lo reconocen en el sector empresario. Andrade (2005) registró que muchos productores que se definen como “ganaderos de toda la vida” consideran que no pueden haber generado el deterioro de sus campos porque ellos “saben cómo hacerlo”; mientras que otros asumen la responsabilidad por el “mal manejo” de los campos[17], pero se “justifican” o responsabilizan al Estado y los organismos técnicos porque no cumplieron con su función de asesorar en el manejo[18]. Según Andrade, el relato de los productores confirma su hipótesis de que la percepción del deterioro del medio ambiente se encuentra presente en algunos productores, pero termina primando la racionalidad económica de cubrir costos fijos y lograr la subsistencia.
  • el régimen de tenencia de la tierra, porque la inseguridad en dicho régimen y la falta de acceso al crédito dificulta la posibilidad de realizar actividades que fomenten la conservación de los suelos. En este sentido, los estudios más recientes no avalan la hipótesis de Hardin de que la propiedad común o “abierta a todos” genera los problemas ambientales, confundiendo su carácter común con la ausencia de propiedad, sino que lo que resulta perjudicial es un uso no regulado de la tierra (Sánchez, 2006).
  • la deforestación, en Brasil es justificada por muchos productores como otra forma de ingreso mediante la venta de leña, mientras que en Chile, se responsabilizaba a la actividad minera del pasado por la tala de árboles, ya que se consumía gran cantidad de leña para fundir los metales (Macagno et al., 2005).
  • la extracción de lodo/ arcilla para la industria de la cerámica es otro factor de presión en los análisis de Brasil y Chile, pero también es considerada necesaria para la supervivencia de muchos pobladores. Estas causas no fueron mencionadas en los estudios en Argentina.

Las consecuencias de la desertificación percibidas por los actores sociales en estudios antecedentes son principalmente económicas: reducción de la productividad del suelo y, con ella, la rentabilidad de la producción (aunque algunos grupos o individuos le den mayor peso que otros). La motivación para adoptar medidas para combatirla, mitigarla o evitarla depende del grado de naturalización que tenga el fenómeno: si se asigna mayor peso a las causas naturales, se cree que la solución estará con una mejora climática, lo cual, para Andrade (2005) es un obstáculo para la implementación de políticas de reconversión productiva o un manejo conservacionista del suelo. También la consideración de los productores como ovejeros de raza reducía la propensión al cambio en las formas de producción o en las actividades agropecuarias realizadas, porque no quieren abandonar las ovejas e inclusive parecieran estar dispuestos a arriesgar capital y esfuerzos por reproducir un sistema ganadero que, en muchos casos, les resulta apenas sustentable (Oliva, 2007). En contraposición, según Bendini, Nogués y Pescio (1993), los ganaderos neuquinos estaban dispuestos a implementar las prácticas de conservación del suelo que le proponían los organismos técnicos, pero encontraban dificultades para implementarlas, principalmente por parte de los pequeños productores por el monto de las inversiones, el acceso al agua y la disponibilidad de ofertas tecnológicas propicias para el tamaño de sus establecimientos.

Por su parte los técnicos vinculados a este fenómeno pueden tener un esquema más complejo de interrelación entre las causas naturales y las antrópicas de la desertificación. En el caso analizado por Andrade (2005), los técnicos parten de la idea de que los productores tienen pleno acceso a la información y a las formas de combatir a la desertificación, los terminan “culpando” por ella, debido a su “mal manejo” de los campos. Bendini, Nogués y Pescio (1993) observan que el discurso ambientalista predominante de cuidado del medio ambiente emitido por organismos técnicos en Neuquén en la década de los 90’s desconocía las posiciones diferenciales de los actores respecto de la desertificación, y que éstas se traducían en percepciones también diversas sobre dicho fenómeno. Torres et al. (2005) en el “desierto” de Lavalle (Mendoza) afirmaban que muchas de las acciones de las agencias u organismos, partiendo de enfoques monodisciplinarios, no consideraron los condicionantes estructurales que determinan la existencia de prácticas “no sustentables”. En este mismo sentido, Sánchez (2006) sostuvo que muchas propuestas no tomaban en cuenta la forma de organización y uso comunitario de tierras entre crianceros, la cual, junto con inversiones, inclusive podía generar mejoras en la situación de los mallines.

Un último punto reside en la valorización del conocimiento local dentro de las estrategias y técnicas que se realizan para combatir la desertificación. En la región de Apurímac, Perú, Guaita et al. (2007) dieron cuenta de la existencia de prácticas provenientes del conocimiento tradicional, traspasado de generación en generación, como la predicción climática (a través de indicadores climáticos llamados señas), las estrategias de reacción ante climas adversos (cambio de cultivo, del patrón de ocupación del suelo, del destino del riego y la alimentación de los animales), gestión y conservación colectiva y participativa de recursos naturales (toma de decisiones consensuadas a nivel de comunidades respecto a rotación de cultivos, riego, períodos de cosecha, etc.) y la agroforestería, la reforestación y la construcción de terrazas y andenes, como medidas de largo plazo. Sin embargo, los autores identifican que este tipo de conocimiento estuvo siendo relegado e inclusive despreciado respecto a las técnicas foráneas traídas por organismos públicos y no gubernamentales. Esta misma desestimación de otros conocimientos fue registrada en el caso mendocino por Escolar, Martín García, Rojas, Saldi y Wagner (2012). Esa investigación también cuestiona los planteos que consideran que la ciencia o el Estado son neutrales y unívocos, evidenciando la primacía de ciertos enfoques científicos en las políticas e informes ambientales y la influencia de ciertos sectores económicos en las decisiones sobre el uso de la naturaleza.

En líneas generales, algunos de estos estudios antecedentes avanzaron en retratar la visión de los productores de lana respecto a la desertificación, mostrando su falta de homogeneidad y de identificación clara de sus causas y de que la crisis o las dificultades que tienen en su producción son consecuencia de la desertificación. Estos estudios presentan un avance al considerar la o las “voces” de los productores sobre el fenómeno y su vínculo con la ganadería. Ravera et al. (2009) complejizaron el análisis, al contemplar la pluralidad de actores relevantes en las zonas semiáridas de Nicaragua, aunque este caso es muy diferente al chubutense, ya que la ganadería no es la actividad económica principal. Restaba una investigación que profundice sobre las interpretaciones de todos los agentes y en cómo ellas y sus prácticas condicionan y son condicionadas por la desertificación, y ampliarlo a otros problemas ambientales como la sequía y el depósito de cenizas.

Probablemente por su carácter temporal y recurrente y sus dificultades para definir el inicio y fin de un período, las sequías han sido menos estudiadas desde las ciencias sociales. Los antecedentes registrados abordaron este fenómeno natural en algunas de sus manifestaciones a lo largo de la historia. Escobar Ohmstende (1997) en el México colonial e independiente (del siglo XIX) analizó los efectos sociales de estos períodos secos y las medidas que se implementaban para paliarlos. La carencia de alimentos y su consecuente aumento de precio, la migración de población y la formación de motines impulsaron medidas de dos tipos: las inmediatas o paliativas, como las donaciones de la Iglesia y procesiones y ruegos, la apertura de pósitos para el almacenamiento de granos, la eliminación o reducción de impuestos y la prohibición de extraer semillas independientemente a la junta reguladora; y las tendientes a reducir sus efectos en un largo plazo, como aquellas de conservación de bosques para evitar la erosión y el calentamiento y las propuestas para obras de irrigación. Este tipo de fenómenos naturales pueden ser generadores de problemas político- sociales debido a que sus impactos son diferenciales según el sujeto social. Para el mismo caso, Mancera Valencia (2004) reafirma algunas cuestiones claves de la sequía: la importancia de la articulación en sus causas de distintos factores; su combinación con procesos como la desertificación contribuyen a que sean más severas sus consecuencias; la intervención de forma paliativa y científico-técnica por parte del Estado; y la recurrencia del proceso acompañada por un período posterior o anterior de abundancia de lluvias.

Según García Marín (2008), también respecto a la región de Murcia, en España, la escasa atención brindada a la sequía por parte de los Estados radica con su percepción temporal: si su evolución es lenta, no se perciben claramente sus consecuencias a corto plazo; y si llueve, se produce una sensación de alivio que genera el desinterés por parte de la población y los gobernantes afectados. En este sentido, el autor se propuso trabajar considerando no sólo el riesgo climático de la región, sino la vulnerabilidad de la misma por la forma de organización socioeconómica, para lo cual identificó áreas más sensibles.

En Australia, diversas investigaciones han tratado el tema de la sequía desde la década de 1960, incluyendo algunas que analizaron las distintas percepciones (García Marín, 2008). Otras dieron cuenta de sus efectos en las zonas rurales: la pérdida de empleo en las tareas rurales, principalmente en aquellos lugares donde la economía es dependiente de una única producción; el abandono de la escolaridad por parte de hijos de campesinos debido a la necesidad de asalariarse; las menores oportunidades, status socio-económico y opciones a futuro de las poblaciones rurales respecto a las urbanas se ven agravadas por las sequías. Referido a nivel del sistema, mientras algunos estudios sostienen que es necesaria la búsqueda de nuevas alternativas productivas para las comunas rurales en pos de reducir el impacto de los períodos secos, otros sostienen que hay patrones de desigualdad que son crónicos en ciertas regiones y que van más allá de estos cambios naturales en las precipitaciones (Aslin y Russell, 2008).

Por último, en el nordeste de Brasil, se destacan los estudios sobre las sequías recurrentes, con registros muy antiguos en su acontecer (Palacios, 1996). La región que inclusive es conocida como el “Polígono de las sequías” tanto en el “imaginario social” como en algunas políticas estatales, ha sufrido de este problema ambiental por siglos, al cual se le adjudicaba la situación de pobreza, hambruna y migraciones de los campesinos. Da Guia Santos Gareis, Do Nascimento, Moreira y Da Silva (1997) sostienen que el énfasis dado a lo natural en muchos estudios, fue una forma de encubrir la situación de vulnerabilidad de la población, producto de la estructura y organización económica, social y política.

En nuestro país, la investigación de Tasso (2011) sobre la sequía de 1937 mostró la valoración diferencial entre dos espacios sociales y geográficos, siendo Santiago del Estero caracterizado en ese momento como la zona pobre producto del período seco y “merecedora” de la solidaridad y la caridad porteña. En aquel momento, la sequía fomentó la migración y la consolidación de un nuevo modelo productivo (el abandono de la agricultura y la ganadería y la difusión de la extracción forestal a gran escala). En paralelo a esta investigación, también se estuvieron desarrollando estudios, principalmente elaborados desde el INTA, para la evaluación de los efectos de la sequía en las familias de productores ovinos en Río Negro. Easdale y Rosso (2010) mostraron que dicho problema afectaba en términos productivos de forma similar a ganaderos con distintas estrategias, pero aquellos que adoptaban esquemas de trabajo asociativo generaban una mejora en sus ingresos, así como los que tenían entradas monetarias extraprediales podían estar más preparados para imprevistos como estos, lo cual también podía favorecer a la adopción de manejos “conservacionistas”.

Similares dificultades, por su carácter imprevisto y su reducido alcance temporal, probablemente presenta el estudio sobre la caída de cenizas volcánicas desde las ciencias sociales. Hasta el momento, la mayoría de las investigaciones relevadas se preocuparon por conocer los impactos en la salud de estas caídas, principalmente en sus efectos dañinos en el sistema respiratorio y ocular de las personas (Rivera-Tapia, Yañez-Santos y Cedillo Ramirez, 2005), muchas de las cuales se enmarcaron en la Organización Panamericana de la Salud. También se encuentran otros análisis que, partiendo desde la idea de los desastres naturales, indagaron sobre los efectos diferenciales entre grupos de población de un área cercana a la erupción volcánica, a través de indicadores materiales (Dibben y Chester, 1999; Grattan y Torrence, 2007; Sheets, 1979), ya que, en su mayoría, están desarrollados por investigadores de las ciencias naturales y no indagaron en las percepciones o visiones de los agentes sociales sobre este fenómeno. El análisis de Caballeros Otero y Zapata Martí (1994) contribuye a esta investigación al plantear la existencia de un ciclo de tres fases en los desastres naturales (entre los que se encuentran las cenizas y la sequía), con las correspondientes tareas a realizar: la emergencia (primeros auxilios, alojamientos provisorios, reparaciones de emergencia de servicios y comunicaciones básicas, medición del daño), la rehabilitación o recuperación inmediata (de los servicios e infraestructura más necesaria, provisión de créditos y recursos financieros) y la reconstrucción (de la infraestructura y servicios dañados).

Construyendo el enfoque de la investigación

El recorrido a través de diversas propuestas sobre el estudio de la relación entre la sociedad y la naturaleza, fueron mostrando distintas concepciones sobre la misma, las ciencias y el conocimiento científico y los modos en que debería estudiársela. Primero, se han caracterizado los enfoques dicotómicos, predominantes en el ámbito científico desde la Modernidad, tanto en sus versiones realistas, que plantean los problemas o las cuestiones de la naturaleza sin considerar la acción social que intervenían o se relacionaba con ella y que dejaba en manos de las ciencias naturales su estudio; como de los enfoques constructivistas que llegaron a negar cualquier base material de los problemas ambientales, negando las cuestiones ecológicas para sostener que sólo era real la construcción que los agentes sociales hicieran sobre ellos. El crecimiento o agravamiento de problemas ecológicos a nivel mundial y la crisis de la ciencia, para explicar y/o brindar soluciones para estos problemas, motivó el desarrollo de abordajes más complejos y un pluralismo teórico y metodológico. En este marco, cualquier teoría o disciplina parecieran resultar insuficientes para analizar problemas ambientales y por ello, fue clave en esta investigación apropiarse de reflexiones y conceptos provenientes de distintas ciencias y teorías. De esta forma, el enfoque de esta investigación parte de la sociología ambiental: la existencia de múltiples naturalezas, de acuerdo a los significados e interpretaciones dadas por los agentes sociales, que construyen problemas ambientales. Estos problemas son valorados de tal forma por grupos o agentes sociales, más allá de su “gravedad” ecológica, porque modifican la forma en que se relaciona una determinada sociedad y la naturaleza. Asimismo, son problemas en la medida en que afectan la calidad de vida o las formas de producción de los agentes involucrados.

También recibe aportes de otras disciplinas sociales y de la Ecología Política. Esta última toma como punto de partida que los sujetos están situados, son intervinientes y constructores de su mundo, mediante las relaciones atravesadas por el poder que establecen entre sus conocimientos, saberes y la producción. Esta situación implica concebir una naturaleza en interacción con el sujeto, no escindida pero tampoco un recurso o capital a conservar. Existe una dispersión de nociones y prenociones sobre esta relación, con lo cual pueden encontrarse diversos modos de apropiación y de definición de los valores- significados del ambiente, según su participación en los procesos de adaptación y modificación de los grupos sociales a la naturaleza (Leff, 2006). Así se retoma su énfasis en la construcción de la naturaleza y los procesos ambientales, pero sin descuidar las condiciones materiales y simbólicas en que dichas construcciones suceden por parte de los agentes sociales. Asimismo, explica la importancia de un abordaje histórico y situado de los problemas ambientales. Las líneas conceptuales de la Ecología Política son complementadas con aportes de Marteen Hajer y otros autores dentro del constructivismo social y político para explicar la definición de problemas ambientales y la evolución de las políticas públicas en torno a dichos problemas y al sector económico.

Por último, de los estudios de la ciencia, del Estado y de problemas ecológicos en ámbitos rurales. Las tensiones entre el conocimiento científico y los saberes locales, ya sean de base experiencial o mítica; la intervención del Estado a través de la acción de distintos organismos que definen una serie de políticas públicas con base social o enraizamiento y objetivos diferentes; y la importancia del ámbito de la producción como espacio donde se construyen los problemas ambientales y donde se conjugan prácticas e interpretaciones de los agentes sociales, incluyendo el segmento de los expertos o los técnicos como mediadores entre grupos y formas de conocimiento, son los puntos centrales que serán retomados en los próximos capítulos para comprender los modos de construcción de los problemas ambientales en las tierras secas chubutenses.


  1. En el cuarto capítulo se incluye un análisis más pormenorizado sobre abordajes de la economía sobre lo ambiental.
  2. Como ejemplos, el informe de Ward y Dubos denominado “Nuestra tierra”, el informe Brandt y quizás el más reconocido informe Bruntland o “Nuestro Futuro Común”, que al definir el término desarrollo sostenible, inauguró un largo debate y tradición de investigación dentro del campo ambiental, que será desarrollado en el cuarto capítulo.
  3. Boholm (1998) recopila una gran cantidad de los materiales producidos en esos primeros años de la teoría, mientras que el mismo Beck (2008) en su revisión de la sociología del riesgo veinte años después, menciona y aprovecha para cuestionar muchos estudios posteriores.
  4. La cuantificación es un punto importante, ya que distingue al riesgo de la incertidumbre (que es entonces el riesgo no cuantificable) y que se asocia a la falta de conocimiento sobre un fenómeno.
  5. En la década de 1990, especialmente referido a ámbitos urbanos, Hilda Herzer y el Área de Estudios Urbanos del Instituto Gino Germani desarrolló estudios desde esta perspectiva.
  6. En el artículo citado, Leff profundiza este planteo, utilizando un tono muy normativo para promover la necesidad de que la sociología contribuya a la formación de una nueva racionalidad, que fomente la sustentabilidad. Esto resulta por lo menos polémico en el contexto de críticas y cuestionamientos a concepto de sustentabilidad, como se mencionará en el próximo capítulo, y no es el objeto de esta investigación.
  7. Durand (2002) y Descola y Pálsson (2001) realizan una reconstrucción de este proceso en la antropología.
  8. Los principios básicos de esa teoría fueron desarrollados por Serge Moscovici en la década de 1960, con aportes provenientes de distintas ciencias sociales y humanas, como la historia, la sociología, la antropología y la psicología del desarrollo (Castorina y Barreiro, 2007). Desde esas primeras elaboraciones de Moscovici, la teoría se ha ido complejizando, diferenciándose en escuelas y corrientes, a través de su utilización para distintos objetos de estudio. Esto ha generado que el concepto se tornara borroso e impreciso (Castorina y Barreiro, 2007).
  9. Esta misma tipología fue utilizada desde el constructivismo social en la investigación de Lezama (2004) sobre la contaminación en México.
  10. Los términos discursos e imaginarios sociales son utilizados en mayor medida en estudios en el campo de la historia ambiental, aunque no siempre brindan una definición precisa a lo que refieren. En el ámbito sociológico, los imaginarios remiten a una idea de algo que no es “real” o que tiene una base empírica, que puede ser producto de la fantasía, o incluso vinculados a los mitos o las ideologías (entendidas en el sentido de imagen distorsionada) que, aunque le dan a los agentes sociales un rol importante, niegan las bases materiales que intervienen en las definición de prácticas e interpretaciones.
  11. Rosenstein (2005) menciona también los sistemas de conocimiento de Long, el conocimiento para la acción de Richards y los puntos de vista de Darré, como conceptos utilizados desde distintas disciplinas para analizar el conocimiento, los saberes y otras denominaciones de las actividades cognitivas y/o los abordajes de los agentes sociales sobre el ambiente. Provenientes de distintas tradiciones disciplinares y con bases epistemológicas diferentes y más allá de sus diferencias, se puede afirmar que apuntan a la idea de una construcción de un grupo situado histórica, social y culturalmente, producto de la intersubjetividad y que produce un cuerpo de conocimientos que puede ser utilizado en la práctica social.
  12. Expuesto en este trabajo de manera simplificada, el planteo de Leff se basa en un análisis complejo y profundo sobre la ley de entropía y la degradación de la energía (Leff, 2005).
  13. Gutman define a los problemas ambientales como “aquellos que surgen en la interfase entre naturaleza y sociedad y requieren de la interpretación simultánea de ambos componentes para su conocimiento y manejo. Así, un problema que puede ser interpretado y resuelto estrictamente sobre la base de las ciencias naturales será un problema biológico, ecológico, pero no ambiental” (1985: 51, citado en Grosso, 2013: 18)
  14. En los últimos años, en diversas regiones de Argentina, pero principalmente en la región pampeana y referida a la utilización y los efectos de agroquímicos en las producciones cerealeras, especialmente de soja, se han analizado las interpretaciones y valoraciones de los agentes sociales sobre la naturaleza. Sus primeros resultados concluyen, en forma similar a esta investigación, la existencia de una diversidad de interpretaciones, aunque con procesos de construcción de dichas interpretaciones que parecieran ser muy diferentes (Rosenstein, 2005; Rosenstein, Montico, Bonel y Rosenstein, 2009; Cloquell, Albanesi, Nogueira y Propersi, 2014; Muscio, 2014).
  15. La mayoría de las investigaciones sobre la desertificación no han relevado de las definiciones que los actores o grupos sociales tienen sobre el fenómeno, probablemente porque muchas de ellas se insertaban en programas y planes de lucha contra la desertificación que buscaban contemplar las opiniones de los involucrados (principalmente productores), más que entender la significación social de este fenómeno (Ejarque, 2009)
  16. “‘tanta sequía que ha habido, no hay agua, y ese es el motivo… la falta de agua… los campos de la veranada de ese lugar, con estos años secos que han venido, se han venido abajo, se terminan año a año, y ese es el motivo de la sequía de estos campos… antes no, el pasto no fallaba nunca… sí, son recuperables, si a nosotros nos llueve, el campo se recupera muchísimo’ (productor ganadero, Neuquén)” (Bendini et al, 2005: 31).
  17. Un productor relativamente capitalizado de la meseta santacruceña sostenía: “el mismo productor ha sido también responsable de ese naufragio del campo (…) no ha tomado conciencia en su momento de descargar los campos…” (Andrade, 2005: 197)
  18. “Errores los han habido y los van a seguir habiendo mientras no haya una política realmente que le explique un poco más al ganadero y se salgan a hacer y se insista con el relevamiento y el asesoramiento” (Andrade, 2005: 196).


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