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1 Las disputas en torno a la ciudadanía y las regulaciones estatales de la conyugalidad

Definiciones y perspectivas de análisis

La Ley 26.618 de reforma del Matrimonio Civil, aprobada por el Senado el 15 de julio de 2010 y promulgada el 21 de julio de ese año, amplía el acceso a esta institución a las parejas homosexuales. Reemplaza la palabra “contrayentes” allí donde antes decía “hombre y mujer”, o “marido y mujer” y explicita que “[T]odas las referencias a la institución del matrimonio que contiene nuestro ordenamiento jurídico se entenderán aplicables tanto al matrimonio constituido por dos personas del mismo sexo como al constituido por dos personas de distinto sexo” (art. 42 de la Ley 26.618). La ley vino a completar un ciclo de debate que, desde la perspectiva de este trabajo, será entendido como el de un proceso de disputa política cuya resolución expresa, a su vez, “performativamente”, la voz estatal sobre el asunto.

El proceso que concluye en la Ley 26.618 habilita distintas lecturas conforme las preguntas que orientan el análisis. En nuestro caso, nos interesa considerar cómo la gestión estatal de la conyugalidad genera efectos diferenciales en la ciudadanía y determinar qué fenómenos políticos entran en juego cuando se pone en debate un asunto vinculado a la conyugalidad.

El encuentro – en algún sentido, inesperado- de los tópicos de la sexualidad en el ámbito de lo político producirá, de acuerdo a las consideraciones finales del caso estudiado, algunos resultados: hablaremos entonces de un proceso de democratización alentado por las mutaciones del espacio público de debate (Capítulo 3); y posteriormente se indicarán los límites y perfiles específicos que este proceso contribuyó a poner de relieve en lo que refiere a los modos de entender la (homo)sexualidad, la conyugalidad y sus vínculos con la ciudadanía en la Argentina contemporánea (Capítulo 4). Para ello es preciso anticipar ciertas dimensiones de las relaciones entre conyugalidad y ciudadanía que esta tesis supone.

La ciudadanía nombra el vínculo con el Estado en un doble sentido: por una parte, el Estado regula las relaciones sociales y con ello establece límites y perfiles específicos sobre quiénes y cómo serán consideradxs ciudadanxs,[1] miembros de la comunidad política. Por la otra, la ciudadanía también expresa el rol activo de los integrantes de la comunidad, allí donde se disputan esas mismas regulaciones estatales (O’Donnell 2010: 118). Este primer capítulo procura colocar la disputa en torno a la ley 26.618 en esta doble articulación entre ciudadanía y conyugalidad: en una primera parte se brindan las coordenadas politológicas que orientan la tesis y se coloca el caso estudiado en el contexto democrático de la Argentina reciente. En la segunda parte se analiza cómo el Estado organiza los vínculos conyugales y con ello establece un sujeto jurídico-político particular: el sujeto conyugal.

El análisis del proceso que concluyó en la sanción de la Ley 26.618 permite comprender no sólo el caso específico sino complejizar la comprensión en torno al accionar estatal, la práctica política y la ciudadanía. La institucionalidad estatal es un terreno no neutral, aunque en muchos debates esto aparece como velado (Muñiz 2011), terreno en donde se legitiman o marginan demandas e iniciativas de integrantes de la comunidad política, que ponen en juego prácticas y estrategias diversas. Bajo esta perspectiva, el Estado, lejos de concebirse como una entidad homogénea y autónoma respecto de la sociedad civil, es entendido como un conjunto complejo de relaciones sociales que se expresa a través de diferentes acciones estatales (Oszlak y O’Donnell 1982; O´Donnell 1993). Las instancias institucionales del Estado funcionan como una esfera pública donde se manifiesta una multiplicidad de discursos existentes en la sociedad. Analizarlos permite conocer los modos en que la sexualidad y la ciudadanía son entendidas, disputadas y negociadas políticamente.

En este capítulo defino el uso de algunas categorías que vertebran la tesis (Estado, espacios públicos, ciudadanía y conyugalidad) y describo las principales herramientas de análisis para abordarlas. Éstas permitirán comprender el proceso que concluye en la sanción de la Ley 26.618 en el marco de un proceso más amplio de regulaciones estatales en torno a la sexualidad en general, y la conyugalidad en particular, lo cual constituye uno de los objetivos analíticos de esta tesis. Qué hace el Estado cuando legisla y cómo comprender los procesos de resolución de las políticas públicas, son dos interrogantes que orientan el capítulo y el trabajo en general.

Los procesos de reclamo y reconocimiento de parejas gay-lésbicas han sido abordados en diferentes contextos. Pueden referirse los estudios de Calvo (2005), Lamas (2005), Etxazarra (2007), Platero (2007) o Vale de Almeida (2009) para los casos español y portugués; los estudios comparativos de Digoix y Festy (2004) y de Paternotte (2009) para Francia, España y Bélgica; o los trabajos de Young (2001), Goldberg-Hiller (2001), Harder (2007), Smith (2007), Nicol y Smith (2008) para los contextos norteamericanos de Estados Unidos y Canadá.

Para la investigación que dio pie a este trabajo, estos estudios resultaron enriquecedores en varios sentidos. Primero, muchas veces comparten las herramientas conceptuales de esta tesis, especialmente los que se orientan hacia el análisis de los procesos de reconocimiento legal de las parejas gay-lésbicas desde el estudio de movimientos sociales. Segundo, ponen en perspectiva las disputas en torno a la conyugalidad gay-lésbica en Argentina en el concierto general de procesos análogos en otras partes del mundo. Ello permite, a su vez, contemplar cierta dimensión comparativa.

Sin embargo, las extrapolaciones entre análisis formulados para contextos disímiles del argentino no son directas ni siempre adecuadas, ya que los efectos diferenciales que se producen en términos de ciudadanía en contextos específicos dependen del rol y las capacidades de cada Estado. Mientras que el estudio de los procesos de reconocimiento de la conyugalidad gay-lésbica se inscribe en un panorama político y académico globalizado (Hemmings 2007, Plummer 2003[2]), este trabajo aprovecha aquellos aportes, pero resalta la especificidad de los procesos locales (Vance 1997).

Por ello mismo, esta tesis considera y se enriquece de otros trabajos que analizan procesos políticos de reconocimiento legal de las parejas gay-lésbicas en Argentina y América latina, donde pueden mencionarse los trabajos de De Souza López (2004), Saavedra (2004), Mello (2005), Deker (2008), Gallego Montes (2008), Rodrigues Passamani (2009), De la Dehesa (2010), Pierceson, Piatti-Crocker y Schulenberg (2010), Manzo (2011). Con estos trabajos también dialoga la tesis, aunque a la vez es necesario referir el cuestionamiento crítico que ya planteara De la Dehesa (2010) hacia las lecturas que interpretan estos procesos de reconocimiento en América latina en términos de “avance” y progreso inexorable.

Lejos de considerar “la tolerancia hacia gays y lesbianas como símbolo de la libertad democrática de Occidente”, sigo a Hemmings en su búsqueda por “desafiar desde la academia occidental sobre sexualidades la violencia y la homofobia, sin imponer los términos y condiciones sociales de occidente como universales” (Hemmings 2007: 17[3]). En todo caso, se tratará de explicitar qué es lo que este trabajo entiende como un “proceso democratizador”, para luego considerar si hay algo de ello en el caso estudiado.

Como ya señaló De la Dehesa, estas narrativas progresistas y finalmente etnocéntricas que asocian derechos sexuales y modernización, por momentos “bañan” los modos en que la academia entiende los procesos políticos en torno al reconocimiento legal de las parejas gay-lésbicas en América latina. Estas narrativas también se encuentran en el terreno de la práctica política. Se verá el lugar de las mismas en el proceso local, considerando los discursos propulsores de la iniciativa de matrimonio homosexual. Su contrapartida, es decir la asociación entre homosexualidad y extranjería, o heterosexualidad y tradición, también forma parte del repertorio de argumentos aludidos por los discursos reactivos al reconocimiento de aquellos derechos. Por lo tanto, las ideas de avance y progreso son, antes que parámetro del análisis, objeto de indagación.

En lo que sigue me apoyo en textos de la ciencia política latinoamericana para comprender el Estado y, a partir de ello, las regulaciones estatales de la conyugalidad y los procesos políticos que las disputan. También es en este territorio académico donde encuentro las herramientas para eludir aquel tipo de lecturas teleológicas que presuponen determinados modos de entender la democratización y los procesos políticos (O’Donnell 2000b).

En una primera sección, coloco el concepto de ciudadanía en el marco de dos procesos simultáneos: su reemergencia como categoría clave de la teoría política contemporánea y en especial en el escenario de democratización en América latina; a la vez que es reformulada a partir de diversas críticas que reclaman su diversidad, tanto desde los feminismos y la diversidad sexual, como desde otros movimientos sociales contemporáneos (Jelin y Hershberg 1996; Laclau 1996; Kymlicka y Norman 1997; Taylor 2003; Villavicencio 2003; Balibar 2005; Benhabib 2006; Butler y Spivak 2009). Se propone una noción dinámica que entienda la ciudadanía como práctica y la democracia como una gramática social que incorpora y procesa el antagonismo social. Luego se presenta la noción de espacios públicos (institucional o estatal, subalternos, otros), dando cuenta de la “sexualización” del espacio público institucional gracias al accionar de espacios públicos subalternos como los feminista y de la diversidad sexual. La noción de espacios públicos servirá como herramienta conceptual para analizar la disputa en torno a la Ley 26.618.

En la segunda sección, desarrollo la concepción de Estado que subyace a la tesis, sus cualidades en tanto categoría analítica y los vínculos históricos entre el Estado argentino y la conyugalidad. Si bien el reconocimiento legal de las parejas homosexuales ha sido inscripto en la trayectoria de los derechos de las minorías y específicamente en la histórica tensión entre Estado y homosexualidad, aquí se considera que los alcances y significados de las transformaciones en el tratamiento estatal de las parejas gay-lésbicas difícilmente puedan comprenderse sin poner bajo estudio la materia en disputa: el matrimonio es una institución social compleja que involucra una dimensión público-política. Su estudio permite profundizar el conocimiento en torno a los vínculos entre sexualidad y ciudadanía.

Disputas en torno a la ciudadanía

En las últimas dos décadas, la ciudadanía asiste a un renovado interés político y académico (Kymlicka y Norman 1997). En América latina este fenómeno se vincula con el contexto de democratización de países con pasados autoritarios y con la emergencia desde fines de la década del setenta de nuevos actores colectivos e identidades políticas, como los movimientos sociales vinculados a la defensa de los derechos humanos, derechos indígenas y de mujeres (entre otros), quienes encontraron en la referencia a la ciudadanía no solo una herramienta útil para sus luchas particulares, sino también un poderoso articulador entre ellas (Jelin y Hershberg 1996; Dagnino 1998 y 2003).

Se observa un doble fenómeno en relación a este concepto: por una parte, varios estudios denuncian el carácter particular de la noción clásica y universal de ciudadanía. Por ejemplo los feminismos y la más reciente emergencia de movimientos de la diversidad sexual han permitido vislumbrar el carácter heterosexista y misógino de la noción antropológica clásica de ciudadano “sin cuerpo ni sexo” (Young 1990; Pateman 1995; Nussbaum 2002; Plummer 2003; Ciriza 2002 y 2007; Di Marco 2007). Por otra parte, la universalidad y la noción de igualdad anidadas en el concepto de ciudadanía funcionan como un ideal crítico a partir del cual plantear demandas de inclusión, participación y reconocimiento. Reemplazando a la noción de “pueblo” (Cheresky 1999), predominante durante buena parte del siglo XX, la ciudadanía funciona actualmente como un mito social: su contenido se reconstruye y desplaza constantemente (Laclau 1990: 79).

En América latina la redefinición del ser ciudadano o ciudadana vino de la mano con un cambio en los modos tradicionales de pensar la justicia social, el activismo político, el rol del Estado y las concepciones de política (Dagnino 1998: 39). La diferenciación entre derechos civiles, políticos y sociales (Marshall 1998) se vio sacudida en varios sentidos. Jelín (1996) refiere que, hasta la década del ochenta, los debates en América latina habían girado en torno a la ciudadanía social, poniendo énfasis en los derechos sociales en pos de la reducción de las inequidades socioeconómicas. Los derechos individuales, muchas veces desechados por ser considerados formales o “burgueses”, fueron reevaluados a la luz de las experiencias autoritarias (Lefort 1990; Jelin 1996; Lander 1997; Dagnino 1998; Lechner 2006).

En el marco de la construcción de la democracia política, también los derechos políticos fueron revisados, al ponerse en evidencia las dificultades de los canales institucionales formales para movilizar las demandas sociales. La instalación de una forma de democracia delegativa (O´Donnell 1992) y la emergencia de modos de agenciamiento político diferentes de los tradicionales sindicatos o partidos políticos (Colectivo Situaciones 2002; Sidicaro 2002; Svampa 2008) contribuyeron a cuestionar la democracia, entendida exclusivamente en sus dimensiones poliárquicas (Dahl 1989) o identificada en sus parámetros institucionales más estrechos como gobierno representativo liberal (Pecheny y De la Dehesa 2010).

La vigencia de un orden social jerárquico y una cultura autoritaria (Portocarrero, Ubilluz y Vich 2010) indicó también la imbricación que asumen los derechos sociales, civiles y políticos en América latina: “ser pobre no implica solamente una privación económica o material, sino también estar sujeto a reglas culturales que convierten la falta de reconocimiento de las personas pobres en barreras a los derechos” (Dagnino 2003: 5). Ello indicó a su vez la necesidad de considerar los derechos a la luz de la efectividad estatal en la protección y promoción de los mismos (O´Donnell 1993), contribuyendo a delinear una perspectiva dinámica para la cual la ciudadanía, en vez de designar un estatus estático de derechos y responsabilidades preestablecidos, refiera a la relación entre las prácticas sociales de los sujetos en su ejercicio o creación de derechos, con el conjunto de derechos formalmente reconocidos (Isin y Wood 1999; Amuchástegui y Rivas 2004 y 2008).

La ciudadanía puede describirse como un conjunto de prácticas (culturales, simbólicas y económicas), y como una serie de derechos y deberes (civiles, políticos y sociales) que definen la pertenencia de un individuo a un cuerpo político…. la ciudadanía no es entonces un concepto puramente sociológico ni tampoco puramente legal, sino una relación entre ellos (Amuchástegui y Rivas 2008: 59).

La ciudadanía, y las luchas en que este término asume un lugar estratégico, implican fundamentalmente el derecho a participar en la misma definición de la sociedad y su sistema político (Nun 2000). De ese modo, el horizonte de análisis de los “procesos de democratización” acaecidos en los últimos treinta años en nuestro país se amplía más allá de la consolidación de las instituciones políticas de la república. Conceptos como democracia, política y ciudadanía conllevan la atención hacia la ampliación de la “lista” de derechos considerados legítimos (Lefort 1990), ya sea por la inclusión de nuevos derechos, o por la incorporación de nuevos portador es a derechos ya reconocidos (Kornblit, Pecheny y Vujosevich 1998: 119). También, competen a la discusión y reformulación de qué se entiende por un orden democrático. Álvarez, Dagnino y Escobar (1998) muestran cómo el propio terreno de la práctica política (su alcance, sus instituciones, sus procesos, su agenda y sus participantes) se vio sacudido y confrontado a partir de la redefinición de la ciudadanía llevada a cabo por distintos actores sociales a partir de sus luchas concretas.

A la vez, el escenario en que se desarrolla la reformulación del concepto de ciudadanía está signado por reformas neoliberales que implicaron una redefinición de los vínculos entre Estado y sociedad (Villavicencio 2000; Avritzer y Costa 2004). Esta “confluencia perversa” (Dagnino 2004) entre ciclos de democratización y reformas neoliberales imprimirá también características particulares a algunos de los movimientos sociales, como el de la diversidad sexual, emergentes en dicho contexto. Volveré sobre este asunto en el próximo capítulo.

Esta convergencia entre reformulación de la ciudadanía, salida de regímenes autoritarios y el contexto neoliberal de ampliación de las desigualdades sociales coloca en evidencia la necesidad de incorporar el conflicto como elemento constitutivo de la práctica política (Mouffe 2007). En este sentido, Sigal y Verón definirán la democracia como un “sistema de reconocimiento e institucionalización de la legitimidad del conflicto” (2003: 14). Es posible hablar entonces de la democracia como una gramática social: una gramática de organización de la sociedad y de la relación entre el Estado y la sociedad (Avritzer y de Souza Santos 2005; Lechner 2006). Antes que un conjunto de procedimientos institucionales de representación, la democracia acoge la indeterminación y la necesidad de su continua reformulación (Lefort 1990). Siguiendo a Eric Fassin, podemos coincidir en que existe un proceso de democratización allí donde las normas dejan de imponerse “con la evidencia de la naturaleza de las cosas” y se vuelven pensables, discutibles, negociables, expuestas a interrogación y deliberación (Fassin 2005: 4).

Tomando en cuenta estos elementos, propongo abordar el proceso político en torno a la demanda de reconocimiento de las parejas gay-lésbicas en Argentina a partir de considerar los espacios públicos de debate que el mismo involucra. La noción de espacio público permite quebrar una mirada binaria entre Estado y sociedad, reconociendo sus influjos y retroalimentaciones, a la vez que sus límites y fronteras. No es casual que varios aportes en la conceptualización de la democracia en América latina se apoyen también en la noción de espacios públicos (Lander 1997; Bresser Pereyra y Cunill Grau 1998; Avritzer y Costa 2004; Quiroga 2005).

La noción de espacios públicos involucra la interrogación sobre la distinción entre lo público y lo privado, cuestionando la naturalización de dicha frontera. En este sentido, tampoco es casual que la referencia al espacio público haya resultado fructífera en los estudios sociales sobre sexualidad como los de Fraser 1990, Plummer 2003, Warner 2000 y De la Dehesa 2010.

Los estudios sobre democracia en América latina y los estudios sociales sobre sexualidad vertebran la comprensión de espacio público que utiliza esta tesis, una comprensión del concepto de espacios públicos en plural.

Sexualizar el espacio público

El espacio público, entendido por Fraser (1997: 97) como “el foro de las sociedades modernas donde se lleva a cabo la participación política a través del habla” es el espacio en el que los ciudadanos deliberan sobre sus problemas comunes. Aun cuando el Parlamento pueda ser identificado institucionalmente con esta figura, en tanto espacio reservado al habla, donde la Ley es “consecuencia del ritual vocal” (Dollar 2007:134); cuando hablamos de espacio público de debate no nos referimos al ámbito parlamentario, ni a los espacios institucionales de gobierno exclusivamente, sino a “un cuerpo de opinión discursiva no gubernamental, movilizado informalmente, que puede servir de contrapeso al Estado” (Fraser 1997: 127). En efecto, la noción de esfera pública moderna, y el modo que tenemos hoy de analizarla, es perfilada por Habermas (1989a) al examinar históricamente el desarrollo del capitalismo mercantil en el siglo XVII, ligado a la constitución de un espacio público no estatal, un espacio diferente tanto del Estado como del espacio doméstico.

La esfera pública designa un espacio común de acción política a través del discurso. En tanto no remite a una localización geográfica delimitada y (como se verá enseguida) posee fronteras difusas, prefiero utilizar el término espacio a la noción de esfera, que podría indicar un objeto finito. El espacio público refiere, más que a una localización específica en la topología social, a un contexto difuso de relaciones en el que se concretan y condensan intercambios comunicativos generados en diferentes campos de la vida social (Avtizer y Costa 2004: 722).

A partir de ello, más que hablar de “un” espacio público, podemos pensar en diferentes espacios con grados de institucionalización, formalidad y capacidad de deliberación y de decisión distintos.

En lo público por tanto confluyen múltiples esferas de lo público, jerárquicamente estratificadas y en constante conflicto (Plummer 2003: 75). De la Dehesa sugiere que “debemos concebir la esfera pública desagregándola en múltiples campos cuyas fronteras de representación se encuentran en disputa, con parámetros institucionales y culturales que constriñen el discurso y limitan el acceso, así como con diferentes articulaciones respecto del campo transnacional” (De la Dehesa 2010: 206).

En este trabajo se analiza el espacio público estatal o institucional como ámbito de formulación de las políticas públicas. A diferencia de los demás espacios públicos existentes en una sociedad, en el espacio público estatal o institucional reside la soberanía, la capacidad de tomar decisiones “legalmente obligatorias” para los miembros de la unidad política. De allí que Fraser (1997) distinga entre este espacio público “fuerte” respecto de otros como el espacio mediático, el espacio académico o los que más adelante definiré como espacios públicos subalterno y reactivo. La propuesta será pensar dicho espacio estatal en sus articulaciones, imbricaciones, disputas y diálogos con los demás. En los capítulos empíricos, vamos a describir y conceptualizar las interacciones entre discursos y actores que van construyendo la demanda de matrimonio desde espacios subalternos y que lograrán, a través de diversos procesos, inscribir esa demanda como parte de la deliberación y la decisión del espacio público estatal.

A su vez, tal como se ampliará a continuación, el Estado no es un ámbito homogéneo o estático, por lo que tampoco conviene pensar de esa manera el espacio público estatal o institucional. Si bien cuenta con un grado de estructuración mayor que el de los espacios públicos informales y tiene reglas, recursos y actores establecidos, esta formalización no pierde de vista que “el conflicto define al Estado frente a otras instituciones sociales y económicas, y de hecho, rehace al Estado mismo una y otra vez” (Tarrow 1999: 76). Considerar el espacio público estatal bajo esta perspectiva dinámica (Tarrow 1999) permitirá comprender la disputa sobre matrimonio gay-lésbico como un proceso, también, de definición y redefinición de los límites y reglas del espacio público institucional.

Si “los ciudadanos actúan como público cuando se ocupan de los temas de interés general” (Habermas 1989b), definir qué asuntos pueden ser considerados “comunes” y quiénes serán los participantes habilitados para deliberar y decidir resulta en sí mismo un asunto problemático: todo sistema político, por su misma constitución, tiene fronteras y límites. Los mismos califican y descalifican los conflictos, los valoran y rechazan como plausibles de ingresar y recibir tratamiento en el sistema político, establecen prioridades. Esto hace que no todas las demandas sociales sean problematizadas como un asunto público susceptible de toma de decisiones políticas. Algunas cuestiones no llegan siquiera a alcanzar la calidad de cuestión pública y son caracterizadas como asuntos privados, sin relevancia ni interés por parte del Estado (Aguilar Villanueva 1993).

En gran parte de la teoría política y en los discursos circulantes a nivel del sentido común, lo público es entendido como aquello que a) está relacionado con el Estado, b) es accesible a todos, c) resulta de interés para todos y d) está relacionado con el “bien común” (Fraser 1997: 122).[4] Desde estas perspectivas, la sexualidad, el espacio doméstico y los arreglos conyugales son cuestiones personales, en relación con los cuales el Estado pareciera no tener incumbencia. Salvo situaciones excepcionales, son asuntos sobre los que sólo pueden opinar quienes se encuentran involucrados (el silencio de familiares, amigos y vecinos en casos de violencia dentro de una pareja son indicativos de ello; la necesidad de que sea la “víctima” quien realice una denuncia en caso de violación, también). O bien son preocupaciones consideradas de una minoría (los homosexuales que reclaman reconocimiento, las mujeres que demandan el derecho al aborto…). O, finalmente, son asuntos que parecieran tener poco que ver con el “bien común”, en especial cuando éste es entendido como el “bien mayoritario” o “la moral media”.

Tal como señala Warner, la distinción entre público y privado, antes que una construcción conceptual, se presenta como un elemento de la cuadrícula social, casi instintivo, basado en las orientaciones del cuerpo y el lenguaje común:

En toda la tradición occidental, público y privado han sido entendidas común y sensatamente (sensibly) como zonas nítidas y definidas (distict). Las fronteras entre la habitación y el mercado, entre la casa y la calle, pueden ser desafiadas o violadas, pero son lo suficientemente claras como para ser espacialmente distintivas (Warner 2005: 26).

Los asuntos vinculados a la sexualidad han sido conceptualizados tradicionalmente como materias no legítimas de deliberación y decisión públicas y colectivas, aun cuando sean objeto de fuerte regulación por parte del Estado (Pecheny 2006: 264). El accionar de los movimientos sociales ha permitido una progresiva legitimación del tratamiento de estos asuntos señalados como particulares en el espacio público (Melucci 1994).

Los movimientos feministas y de mujeres, primero, y de lesbianas, gays y trans más tarde, han puesto de relieve el carácter público del género, la sexualidad y la familia, planteándolos como asuntos públicos en un doble sentido: por una parte, como resultados de la intervención de diversas fuerzas e instituciones sociales y políticas, así como de las ideas hegemónicas de cada época (Pateman 1995; Butler 2000; Foucault 2002); y por otra parte, como asuntos que deben ser discutidos en el espacio público con miras a alcanzar políticas que garanticen el ejercicio pleno de la ciudadanía, también en el ámbito de los vínculos sexuales, eróticos y familiares.

La reivindicación de derechos sexuales y reproductivos politiza relaciones sociales consideradas privadas o naturales, poniendo en cuestión los límites instituidos entre lo privado y lo público, y entre lo natural y lo social. La politización pasa por mostrar que relaciones consideradas privadas están en realidad atravesadas por una dimensión política, que relaciones percibidas como naturales son en realidad construidas social e históricamente. Dicho de otra manera, la politización pasa por reconocer la contingencia de un conjunto de relaciones sociales que son percibidas como necesarias (Petracci y Pecheny 2007: 19).

La máxima feminista “lo personal es político” visibiliza el carácter político del ámbito íntimo, constatando cómo los mecanismos de poder se juegan desde el inicio en la intimidad de la vida doméstica; y a la vez, señala el “perímetro democrático” que excluye o subordina a ciertos sujetos del ámbito de lo público en función de ciertas cualidades consideradas “personales” (Fassin 2005). Así, desde la filosofía y teoría políticas han surgido conceptualizaciones en torno a la ciudadanía diferenciada (Young 1997), la ciudadanía sexual (Evans 1993; Weeks 1998; Bell y Binnie 2000; Richardson 2000), la ciudadanía íntima (Plummer 2003), o la justicia sexual (Kaplan 1997) que, aun en sus debates y tensiones,[5] ponen de relieve este carácter sexuado de la ciudadanía. En América latina ha habido reapropiaciones y profundización de estos debates en reflexiones (muchas de ellas producidas colectivamente) como las de Maffía (2001), Pecheny (2001b; 2007), Cáceres et al. (2004) y Szasz y Salas (2008).

También en este terreno de cruces entre sexualidad y política las nociones de “derechos sexuales” (Petchesky 2000; Corrêa 2008; Corrêa, Petchesky y Parker 2008a) o del “derecho democrático de la sexualidad” (Raupp Ríos 2004) fueron configurándose como producto de una construcción colectiva y situada, alimentada por el “potencial radicalmente democrático que ha tenido siempre el discurso de los derechos” (Bowles y Gintis: 1986: 154). Las reivindicaciones feministas relativas a la salud reproductiva y contra la discriminación y violencia sexistas han generado una comprensión de la temática de los derechos sexuales centrada en las mujeres. Sin embargo, se advierte la necesidad de problematizar fenómenos y relaciones sociales enfrentadas no solo por ellas, sino por el conjunto de las identidades sexuales posibles (varones, mujeres, travestis, transexuales, homo y heterosexuales, etcétera) (Miller 2000). De modo que estos derechos aluden a la inscripción de la sexualidad y sus componentes heterogéneos (género, prácticas sexuales, identidades) en el campo de los derechos de las personas. La noción de “derechos sexuales” a la vez que procura volverse una categoría operativa para servir como instrumento de política nacional e internacional,[6] elude una enunciación definitiva ya que aquellas formulaciones no agotan sus potencialidades y necesidades en materia de sexualidad. En términos de Szasz,

Una noción amplia y emancipatoria de los derechos sexuales debe enfrentar las complejidades que corresponden a la diversidad de sujetos y la diversidad de demandas que se articulan en relación con las sexualidades. La necesaria ampliación de la autonomía de grupos de personas que han tenido acceso desigual a las elecciones y decisiones sobre el propio cuerpo y sus placeres, para que adquieran el poder de actuar libres de coerción y hacer elecciones informadas y para que tengan acceso a los recursos para llevarlas a cabo de manera segura y efectiva, requiere acompañarse de profundas transformaciones económicas, sociales y culturales, así como de la construcción de espacios públicos plurales (Szasz 2008: 12).

Corrêa, Petchesky y Parker (2008: 10-11) reconocen en su proceso de construcción la principal contribución de los derechos sexuales, por cuanto permitió reunir a feministas, lesbianas y gays, transgéneros e intersex,[7] así como a organizaciones y grupos de derechos humanos en pos de conformar coaliciones y espacios públicos alternativos en torno a estos temas.[8]

Volviendo entonces sobre la noción de espacio público, Avritzer y Costa (2004) indican la relevancia de la crítica feminista al modelo habermasiano, en tanto no solo pluraliza la noción de espacio público al formular la existencia de públicos en competencia (Fraser 1997), sino que denuncia los “vicios de origen” de aquel modelo. La existencia de contra-públicos subalternos resulta indicativa de los mecanismos de exclusión que prevalecen en el espacio público nacional, considerado de manera abarcadora en la perspectiva habermasiana. Tanto los espacios feministas y de mujeres, como el campo de la diversidad sexual han contribuido con debates y conceptos a la discusión de ciertos tópicos en el espacio público. En este sentido, funcionan como espacios públicos subalternos, tal como los entiende Fraser:

Propongo llamar a estos públicos, contra-públicos subalternos para indicar que se trata de espacios discursivos paralelos donde los miembros de los grupos sociales subordinados inventan y hacen circular contra-discursos, lo que a su vez les permite formular interpretaciones opuestas de sus identidades, intereses y necesidades (Fraser 1997: 115).

Warner especifica el carácter subalterno de los contra-públicos: el mismo está dado por cierta conciencia de su estatus subordinado respecto de otros espacios públicos. A su vez, la subalternidad no es condición para la participación en dichos espacios: es la participación en dichos espacios lo que forma y transforma las identidades de sus miembros (Warner 2005). Finalmente, los contra-públicos hacen más que representar en la esfera pública los intereses de las personas según su género o su sexo: median los significados más privados e íntimos del género y la sexualidad y pueden trabajar en la elaboración de nuevos mundos sociales haciendo posibles nuevas formas de ciudadanía sexual (Warner 2005: 57).

El espacio público subalterno de la diversidad sexual puso en cuestión el carácter privado de los vínculos gay-lésbicos al señalar la imbricación entre matrimonio y ciudadanía: el matrimonio en tanto vector de derechos plantea una asimetría en el acceso igualitario a la ciudadana en su titularidad (hay derechos que en realidad son privilegios para quienes acceden a la institución matrimonial) y en las condiciones para su ejercicio (formal e informalmente, en tanto existe estigma y discriminación a quienes “no forman” una familia). Inscribiéndose en el lenguaje de los derechos humanos, la igualdad y la no-discriminación los impulsores de la iniciativa mostraron cómo, lejos de implicar a una minoría, discutir la posible ampliación del estatuto matrimonial significaba poner en cuestión qué distinciones serían consideradas legítimas en un Estado democrático. A su vez, la emergencia de una voz marcada sexualmente dio cuenta de la subordinación de ciertos sujetos en el espacio público, o de los límites tácitos de dicho espacio.

Este carácter público del debate planteó nuevos interrogantes respecto de quiénes participan del espacio público institucional, bajo qué figuras de las representación y cuáles son las reglas de dicho espacio, asunto que abordo y desarrollo en el Capítulo 3. Luego, en el Capítulo 4, analizo los discursos circulantes en aquel espacio institucional que habremos caracterizado como “mutante”. Como contexto comunicativo, el espacio público formal constituye una arena privilegiada para observar las maneras en que las transformaciones sociales se procesan, el poder político se reconfigura y los nuevos actores sociales conquistan relevancia en la política contemporánea.

Regulaciones estatales de la conyugalidad[9]

En el matrimonio, una institución compleja, se articulan expectativas variadas y significados múltiples. Reconociéndole una amplia trayectoria histórica (Coontz 2006), importa concentrarnos sobre la conyugalidad contemporánea, colocada en el contexto de la familia moderna (Shorter 1975; Henslin 1980; Duarte 1995; Fonseca 1995; Cicerchia 1998; Peixoto, de Singly y Cicchelli 2000; Cicerchia y Bestard 2006) e indagar sobre su regulación estatal en Argentina. La revisión del tratamiento estatal del matrimonio, a través de la legislación al respecto, procura comprender este instituto de vasto alcance jurídico: en los ámbitos de filiación, adopción, sucesiones, contratos, políticas fiscales, aspectos migratorios, de salud y trabajo, entre otros (Fernández Valle 2010). Para ello, se recurre al Código Civil que es donde en nuestro país se establece el matrimonio y la mayoría de sus alcances. Tomo la figura del matrimonio ya que si bien el Estado argentino reconoce otros arreglos conyugales como el concubinato, las parejas de hecho y las uniones civiles (en algunas jurisdicciones), todas estas figuras adoptan como referencia el matrimonio, siendo institutos claramente “menores” (en términos de derechos y obligaciones, y de jerarquía) respecto de la institución matrimonial. No existe en nuestro país una figura como la del Pacto Civil de Solidaridad francés, que reconozca vínculos no conyugales o erótico-afectivos.[10]

La perspectiva que orienta el trabajo no es jurídica, sino política, por lo que hablaré de la conyugalidad como un dispositivo político de regulación de la sexualidad. Me interesa privilegiar esta dimensión política para evidenciar la intervención de lo político en la construcción de subjetividades. A la vez, para poder desarrollar en los capítulos subsiguientes cómo la conyugalidad participa de las disputas en torno a lo político. Me interesan entonces las normas establecidas y los discursos que pretenden inscribirse políticamente para sostenerlas o subvertirlas.

En la regulación de la conyugalidad el Estado establece qué vínculos basados en determinadas relaciones erótico-afectivas son “válidos” y por lo tanto, merecedores de reconocimiento, y cuáles en cambio “fallan” o no son “felices” (en el sentido de Austin, de no constituir actos performativos bien llevados a cabo). Así como las sociedades reconocen con mayor legitimidad a algunas formas de sexualidad y a otras con menor o ninguna legitimidad (Rubin 1989), el Estado otorga validez a ciertos arreglos conyugales, y así contribuye a definir qué se entiende por pareja e interpela la condición sexuada de los sujetos. Para nuestro análisis, reconocer los vínculos entre Estado y conyugalidad permite considerar los modos diversos que adopta la ciudadanía, los presupuestos en que se funda y las exclusiones que conlleva.

A continuación analizo cómo la condición conyugal funciona como vector de acceso a derechos y responsabilidades ciudadanas. Las regulaciones estatales en torno a la conyugalidad instalan un “nuevo” sujeto jurídico-político: el cuerpo o sujeto conyugal. Pretendo comprender su especificidad en el contexto de la teoría y práctica políticas fundadas mayoritariamente en presupuestos universalistas e individualistas de la ciudadanía.

Las preguntas que orientan la indagación son ¿Qué es aquella condición conyugal que ordena a los individuos entre sí y respecto del Estado? ¿Cuáles son los vínculos opacos entre sexualidad y ciudadanía que se trazan en el contrato matrimonial? El matrimonio, reclamado como un derecho vulnerado por parte de las organizaciones de gays y lesbianas, debe ser puesto bajo la lupa. Para ello, primero brindo un panorama acerca de cómo comprender el accionar estatal. A continuación repaso el tratamiento estatal del matrimonio en Argentina, revisando sus principales hitos. Luego, coloco la institución matrimonial en el marco de la intervención estatal en la provisión del bienestar. Posteriormente caracterizo el sujeto jurídico político instaurado en el matrimonio: el sujeto conyugal. Más tarde defino al matrimonio como un elemento central de la heteronormatividad.

Abordar el Estado desde las políticas públicas

Considero provechoso revisar el concepto de Estado y regulación estatal para pensar qué significan las transformaciones legales en torno a la conyugalidad. Los estudios sobre Estado y políticas públicas, aun cuando no hayan problematizado los vínculos con la sexualidad, resultan centrales para esta tarea. La ciencia política latinoamericana preocupada por pensar las relaciones y determinaciones entre Estado y sociedad será el punto de partida disciplinar que acompaña el recorrido del trabajo.

Desde esta perspectiva estructural e histórica, el Estado es definido como un conjunto de relaciones sociales. Las leyes que emanan y son respaldadas por él constituyen la textura subyacente del orden social existente en un territorio dado (O´Donnell 1993: 5). Las leyes regulan las relaciones sociales, prescribiendo modos de proceder, expectativas sociales e identidades. La distinción analítica entre ámbitos público y privado, si se considera como absoluta, resulta poco eficaz a la hora de pensar cómo opera la estatalidad en el entramado social. Aun aquellas relaciones definidas como “privadas” están atravesadas, “tejidas” por el entramado que constituye la dimensión legal del Estado (O´Donnell 1993). A su vez, aquellas mismas relaciones, así como son reguladas por el Estado, también son objeto de regulación de otras lógicas, como la del mercado. Bajo una impronta foucaultiana, Goldberg-Hiller y Milner dirán que “la ley es solo uno de los mecanismos regulatorios de gobierno, entre muchos”.

Esta concepción de Estado como conjunto de relaciones sociales reconoce en el aparato institucional estatal la arena fundamental en que se dirimen los contenidos y formas de resolución de las cuestiones problemáticas de una sociedad. “En su objetivación institucional, el aparato del Estado se manifiesta como un actor social diferenciado y complejo, en el sentido que sus múltiples unidades e instancias de decisión y acción traducen una presencia estatal difundida y a veces contradictoria en el conjunto de relaciones sociales” (Oszlak 2008: 127).

El Estado no es una entidad monolítica ni homogénea, sino que sus diversas agencias cuentan con variables grados de autonomía, diferentes recursos y alcances. Como expresa O´Donnell “el mapa -la distribución y densidad- de las instituciones estatales en cada caso histórico es el de los nudos de sutura de las áreas que las contradicciones subyacentes han rasgado en la superficie” (O´Donnell 1978: 16). Tanto por su estructura (“el mapa” de acuerdo a O´Donnell) como a través de sus acciones, el aparato institucional del Estado tiende a expresar las contradicciones y disputas existentes en aquel orden social que se pretende instituir.

A su vez, puede comprenderse al Estado de manera dinámica, como un proceso de estatalización que se realiza permanentemente, con mayor o menor éxito. En cada accionar, el Estado pone en juego sus propias capacidades para penetrar en la sociedad y poner en ejecución logísticamente las decisiones por todo el territorio. A estas capacidades, Mann las denomina “poder infraestructural del Estado” (Mann 2008: 62) y, en la lectura de O´Donnell (1993), son las que determinan el grado de homogeneidad en los alcances territoriales y funcionales del Estado. Como se verá a lo largo de la tesis, este poder es especialmente variable en lo que refiere a las relaciones sociales atravesadas por la sexualidad.

Las capacidades de regulación estatal se vuelven difusas en el ámbito de la sexualidad. La usual conceptualización de las cuestiones sexuales como asuntos privados las torna poco permeables a la penetración estatal en varias dimensiones: burocráticamente, la legislación vigente no siempre es lo que impera ya que en la administración estatal prevalecen creencias y prejuicios subjetivos contrarios a la racionalidad burocrática; en términos legales, la discriminación social e institucional basada en el género o la sexualidad impide el ejercicio de una ciudadanía plena, en el sentido de gozar de los derechos que el Estado sí garantiza para otros segmentos sociales (INADI 2005; Jones, Libson y Hiller 2006). Finalmente, en términos ideológicos no se atiende a los marcos normativos vigentes porque prevalece la idea de que se trata de asuntos privados ante los cuales el (buen) orden público no tiene pertinencia.

Vinculado al poder infraestructural estatal, debe considerarse que el Estado interviene en los diversos ámbitos de la vida social con distintos grados de poder en cada momento histórico. Oszlak (2008) designa como estatidad aquellos “procesos de adquisición de los atributos de la dominación política” que a su vez suponen “la capacidad de articular y reproducir ciertos patrones de relaciones sociales”. Bourdieu (1996) (con otras preocupaciones, pero bajo una misma impronta weberiana) refiere a la monopolización de diversos tipos capital en el Estado. En la constitución del mismo no solo se monopoliza con pretensión de legitimidad la fuerza física, sino también capital económico, cultural e incluso capital simbólico. Si Oszlak historiza el proceso de formación del Estado argentino, dicho proceso de estatidad también puede ser pensado respecto de áreas o campos de intervención estatal. En este sentido, será pertinente colocar la Ley 26.618 en el marco más amplio de estatalización de la conyugalidad. Volveré sobre ello enseguida, al revisar cómo se configura históricamente el tratamiento estatal del matrimonio en Argentina.

Las acciones estatales, o de aquí en más “políticas públicas”, permiten ver y entender al Estado “en movimiento”, infiriendo la posición predominante del mismo en un momento determinado (Oszlak y O’Donnell 1982). La regulación implicada en cada política pública define la distribución de bienes (materiales o simbólicos) y quiénes serán sus destinatarios. De esta forma, contribuyen a definir los límites y contenidos de la ciudadanía (Jelin 1996).

Para pensar las políticas públicas y con ello captar la historicidad y transformaciones del Estado, Oszlak y O’Donnell (1982) proponen la metáfora de los “acordes”. El accionar estatal puede ser entendido como una “partitura” en la que se suceden distintos acordes: cada uno de ellos modifica el conjunto de la composición, a la vez que cobra sentido en ese conjunto mayor. Las sucesivas políticas van sentando armonías. Sin embargo, algunos acordes pueden generar disonancias respecto del conjunto de las modalidades del accionar estatal. Por ello, para comprender una determinada política estatal es necesario entenderla como un acorde situado, localizado temporal y espacialmente. Para el caso analizado, se colocará la Ley 26.618 en dos recorridos diacrónicos: el de la regulación estatal de la conyugalidad (en este mismo Capítulo 1) y el del vínculo entre Estado y diversidad sexual (en el Capítulo 2). Sincrónicamente, se intentará consignar otros procesos contemporáneos que conviven al momento de discutirse la posible reforma de la Ley de Matrimonio (en el Capítulo 3).

Aquella partitura estatal permite reconocer el carácter negociado o abiertamente conflictivo que asume la toma de posición del Estado frente a una cuestión ya que las políticas públicas son producto de la interacción de diversos actores (políticos, burócratas, organizaciones de la sociedad civil y otros privados) con distintos intereses y racionalidades de acción (Subirats 1988: 192). Estos actores se enfrentan entre sí privilegiando la institucionalidad estatal como terreno de lucha donde se legitiman o marginan ciertas interpretaciones sobre las necesidades de los sujetos que integran la comunidad política (Fraser 1990). La ley 26.618, desde esta perspectiva, no será la respuesta o “output” de un Estado pre constituido a una serie de demandas situadas en su exterior, la sociedad civil; sino que la estatalidad misma se transforma y reconfigura en cada proceso de política pública (Oszlak y O’Donnell 1982). Como desarrollara previamente, propongo la noción de “espacios públicos”, en la clave teórica de Fraser (1997) y Warner (2005), para observar y analizar las disputas políticas por fuera de un esquema dicotómico donde Estado y sociedad civil se piensan como compartimentos independientes. Distinguir entre espacios públicos fuertes (con capacidad de formular mandatos obligatorios) y otros espacios públicos, permitirá a su vez resaltar la especificidad de los espacios institucionales formales.

Antes de ello, es necesario volver sobre el accionar estatal y su rol en tanto regulador de las relaciones sociales. Interesa considerar la intervención estatal en el campo de la sexualidad y específicamente, sobre la conyugalidad. ¿Cuáles son los vínculos entre Estado, ley y sexualidad? ¿Cómo se articulan disposiciones estatales, normativas sociales y prácticas cotidianas que involucran la sexualidad y el género? ¿Qué papel juegan las leyes positivas en materia de sexualidad? En lo que sigue, abordo estas preguntas a partir de un elemento singular: la institución matrimonial. Pretendo mostrar cómo la conyugalidad atraviesa la condición ciudadana y con ello delinea contornos específicos del ser ciudadano, interviene en la distribución de bienes materiales y simbólicos que hacen a los miembros de la comunidad política, y jerarquiza sus sujetos.

Los estudios sociales sobre sexualidad, en los cuales abreva y dentro de los cuales se coloca este trabajo, son una línea de indagación que abarca un amplio espectro disciplinar y comparte algunos supuestos, fundamentalmente cierta noción “constructivista” de la sexualidad (Szasz 2004; Gogna, Pecheny y Jones 2010: 167).[11] Esto es: los estudios sociales sobre sexualidad parten de la idea de pensar al sexo, la sexualidad y el género como productos sociales.[12] El lugar del Estado y cómo operan las leyes positivas que involucran el género o la sexualidad son tópicos generalmente subestimados en esta corriente de estudios. En algunos casos, la impronta “microfísica” de esta corriente prioriza la indagación sobre prácticas cotidianas o identidades, prestando escasa atención al rol del Estado (conceptualizado usualmente como una entidad homogénea y cuyo sentido y función serían evidentes).[13] En otros, la subestimación del Estado se da por un fenómeno inverso (casi de “sobre-estimación”) por el cual las leyes y otras políticas estatales son tomadas “demasiado en serio”, omitiendo los hiatos entre legalidad y prácticas sociales, o (en un giro anti foucaultiano) considerando de modo literal que los efectos de la ley son aquellos que el texto de la misma indica.

También en este sentido conviene recordar la noción de ciudadanía entendida como una práctica que vincula los derechos formalmente reconocidos con las condiciones para el ejercicio efectivo de los mismos.

En lo que sigue, propongo revisar algunas características que definen a la institución matrimonial en Argentina. Ello permitirá comprender mejor la disputa en torno a la Ley 26.618 y atender a sus significados.

Matrimonio y Estado I: Monopolización estatal del matrimonio

En Argentina la institución matrimonial se encuentra regulada en el Código Civil dentro de los considerados “derechos personales en las relaciones de familia” y posteriormente, en el Libro II, Sección III referida a los Contratos, bajo el rótulo de “la sociedad conyugal”. Pese a su amplio tratamiento estatal, no es posible encontrar una definición de la palabra “matrimonio” en todo el Código Civil, ni en el resto de la legislación. Solo al referirse al régimen para los extranjeros, la Constitución Nacional alude al Matrimonio como derecho al establecer que “Los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano” y al enumerarlos, referir a “testar y casarse conforme a las leyes” (Constitución Nacional, Artículo 20).

Su inclusión en estos términos se comprende al revisar el derrotero de esta institución en el escenario de conformación del Estado Argentino, atravesado por la monopolización de funciones y recursos en el Estado y en un contexto de incentivo a las políticas inmigratorias .[14] En nuestro territorio, los casamientos inicialmente eran regulados por el Derecho Canónico y celebrados y registrados por la Iglesia Católica, lo que excluía a no creyentes y practicantes de otros cultos. Ello significaba un perjuicio en el proyecto de constitución nacional en varios sentidos: desincentivaba la inmigración, considerada motor del progreso civilizatorio, ya que los migrantes no católicos no podían casarse y era más engorroso el reconocimiento de bodas celebradas (fuera de la liturgia católica) en otras latitudes; perjudicaba también su integración, en tanto no podían celebrarse matrimonios “mixtos” entre criollos católicos e inmigrantes de otros cultos. A su vez, tal como recupera Recalde de los debates previos a la sanción de la Ley de Matrimonio Civil, la ausencia de este estatuto impedía “el buen gobierno” de la población, favoreciendo el concubinato y la filiación ilegítima (Recalde 1986). Las primeras modificaciones avanzarán en la progresiva reducción del poder de la Iglesia Católica, al establecerse mediante la Ley de Matrimonio Civil (1888) la potestad del registro estatal para celebrar los matrimonios. Otro tanto sucedía contemporáneamente con el registro de nacimientos y muertes, y con la educación.

En este sentido, y tal como adelantara, cabe pensar con Bourdieu (1996) sobre las implicancias y significados de la creciente concentración de diferentes especies de capital en el Estado. En la constitución del mismo no solo se monopoliza con pretensión de legitimidad la fuerza física, sino también capital económico, cultural y simbólico: la moralidad y buenas costumbres se superponen cada vez más a la legalidad estatal. Si Foucault (1991; 1996) señala la transformación de la familia en un elemento del gobierno de la población (nuevo punto de aplicación e intervención del poder hacia el siglo XVIII), no será hasta la separación de la Iglesia que el poder jurídico recaerá efectivamente en manos del Estado, al monopolizar aquellos registros.

La secularización del matrimonio en Argentina puede comprenderse mejor como la creciente monopolización de capital simbólico en el Estado, más que como un proceso de “laicización” de la institución: el Matrimonio Civil mantuvo varios visos y semejanzas con la institución religiosa. Al codificarse el estatuto, el control de la sexualidad y las asimetrías entre varones y mujeres que el matrimonio religioso establecía no fueron cuestionados; sino que la secularización significó apenas su transferencia del poder religioso al poder civil (Torrado 2003): la mujer era dependiente de su marido para fijar domicilio, administrar los bienes comunes e incluso la herencia de la propia familia. El lema bíblico por el cual una vez unidos en matrimonio, Adán y Eva conforman “una misma carne” se mantuvo en la ley positiva. Las sucesivas demandas por el derecho al divorcio (recién sancionado en 1987)[15] resultan indicativas de cómo este contrato civil, celebrado entre dos personas autónomas y con voluntad, es sin embargo una institución no tan fácilmente revocable. Asimismo, el matrimonio fue la institución que, una vez establecida la capacidad civil de las mujeres en 1926, mantuvo la “minoría de edad” de las casadas. [16] En tales casos, se mantenía la autoridad del varón, por lo que aquella “misma carne” continuó unida y dirigida por una sola cabeza: la del esposo.

Se sucederán distintos cambios hasta arribar hacia 1985 a un escenario de creciente equidad de los roles maritales con los debates en torno al divorcio, la equiparación de derechos entre hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio y cambios en el régimen de patria potestad, estableciendo que los derechos y deberes sobre las personas y los bienes de los hijos corresponden conjuntamente al padre y a la madre. El apellido de los hijos seguirá siendo el del padre, pudiendo adicionarse el de la madre de manera excepcional (y por pedido de ambos). Deja de ser obligatoria la adición del apellido del esposo para las mujeres casadas, aunque la preposición “de” no es suprimida, volviéndose también optativa. Por otra parte, también en 1985 se inicia un proceso de reconocimiento de las parejas de hecho heterosexuales, ampliando la cobertura de pensiones a quienes se encuentran en concubinato (Ley 23.226).

Este escenario de democratización de las familias (Htun 2003) también puede ser visto como aquel que continúa y profundiza el monopolio estatal en la regulación de los vínculos conyugales y de familia. Los asuntos vinculados a la sexualidad y el género enfrentan este tipo de contradicciones: ante contextos sociales violentos e inequitativos, la apelación al recurso jurídico se convierte en la herramienta capaz de contrarrestar o disminuir estas violencias pero, paradójicamente, ello también conlleva la limitación en la capacidad de acción de los sujetos. El dilema no es nuevo. Como recordara Wendy Brown, ya Rousseau había criticado la “esclavitud civil” por la cual la protección política institucionalizada necesariamente supone renunciar al poder individual y colectivo para legislar y decidir sobre nosotros mismos a cambio de garantías externas a nuestra seguridad (Brown 1992: 8) ¿Cómo conjugar la libertad (en relación al poder estatal) con la igualdad (en el plano social)? ¿Es posible elaborar políticas tendientes a la equidad (de género, entre las generaciones) en el ámbito de la familia sin que ello acreciente la vigilancia estatal? ¿O se trata de procesos que necesariamente van acompañados de la monopolización por parte del Estado, que extiende su brazo armado (aunque sea para hacer justicia) entrando por la ventana al interior del hogar?

Inclusive, ¿puede el Estado pensarse como un actor neutral respecto de las relaciones de sexo y género o, tal como sucede con la clase y la raza, el Estado expresa y reproduce relaciones de dominación? (Brown 1992; McKinnon 1983). La monopolización del Estado en el ámbito de la sexualidad no puede pensarse por fuera una sumisión (por lo menos aparente) al universal y de un reconocimiento universal de la representación universalista de la dominación presentada como legítima, desinteresada (Bourdieu 1997: 123). Considero necesario atender a estos interrogantes, especialmente entre si se procura mantener la “libertad sexual” en el horizonte político.

Matrimonio y Estado II: Una sociedad conyugal(izada)

El matrimonio comporta particularidades y transformaciones conforme se atiende su rol en la distribución de seguridad y bienestar en la sociedad. Cómo las sociedades se proveen de cierta protección ante la enfermedad o la vejez; cómo garantizan su reproducción, en términos de crianza, cuidados y educación; qué bienes sociales son definidos como escasos y cómo se establece su distribución resultan elementos importantes para pensar el lugar del matrimonio y su vinculación con el Estado y la ciudadanía.

Quienes han analizado el Estado benefactor argentino lo definen como un “híbrido institucional” (Alonso 2000: 47, en referencia a Lo Vuolo), difícilmente encasillable en las tipologías propuestas para los países industrializados de la posguerra .[17] El mismo operó mediante una acumulación superpuesta de distintas lógicas en donde los elementos universalistas (en salud y educación, por ejemplo) se combinaron con estrategias basadas en el empleo como garantía de acceso a derechos y beneficios sociales (como en el sistema de obras sociales, jubilaciones y pensiones). Otros beneficios sociales, como la vivienda, siguieron una lógica distinta basada en políticas focalizadas, tanto como la asistencia social para grupos o sectores considerados marginales. Todo ello, hizo del conjunto un sistema fuertemente fragmentado (Lo Vuolo y Barbeito 1998: 39).

En cuanto a la distribución de responsabilidades sociales entre el Estado, el mercado y la familia, nuestro país ha seguido las pautas del “familismo latinoamericano” (Sunkel 2006), guiado por la preeminencia de la familia en tanto espacio de resolución de varias necesidades sociales, y como vector de acceso a derechos. El modelo de familia conyugal con un padre trabajador y una madre a cargo del cuidado de menores y ancianos hizo del “pleno empleo” de la sociedad salarial, un fenómeno eminentemente masculino. Los derechos derivados de la condición laboral eran percibidos mayoritariamente por los varones y las mujeres accedían a ellos como beneficiarias pasivas e indirectas (en tanto establecían un vínculo legal con el trabajador asalariado) (Pautassi 1995; 2004). El matrimonio mediaba entonces en la condición ciudadana de las mujeres, las “integraba” de un modo específico, al que podemos llamar con Pautassi como “paternalista”: protegidas por el vínculo matrimonial, si estaban “a cargo de un hombre” o si enviudaban. De lo contrario, “para las demás mujeres (solteras con o sin hijos, unidas) en tanto no hubiesen ingresado al mercado de trabajo, la tendencia predominante consistió en la falta de prestaciones” (Pautassi 1995: 228).

A partir de las reformas neoliberales, con un mercado de trabajo ampliado, feminizado y fragmentado por la precarización laboral, el familismo adopta nuevas modalidades ante el desmantelamiento de las políticas universalistas del Estado de Bienestar: la estructuración familiar se convierte en criterio rector de las nuevas políticas de asistencia focalizadas (Sunkel 2006; Moreno 2007) y el matrimonio garantiza los derechos sociales derivados del trabajo, allí donde alguno de los cónyuges acceda al trabajo formal.[18]

A partir de lo anterior es posible afirmar que en nuestro país el matrimonio, más que un derecho en sí mismo, constituye histórica y actualmente un vector de acceso a otros bienes sociales .[19] Se erige como una vía de integración o participación en la sociedad, en lo que ésta produce y en lo que gasta para reproducirse. Los regímenes de bienestar son modalidades de integración social en el plano nacional (Esping-Andersen 1993: 523) o, en términos de Lo Vuolo y Barbeito, “sistemas de sociedad” (Lo Vuolo y Barbeito 1998: 25). El lugar que ocupa el matrimonio en la distribución de la protección social indica que la nuestra es una sociedad no demasiado apta para solteros.

Pese a su centralidad en la organización social, el vínculo de pareja o, como lo denominaremos de aquí en más, la conyugalidad, es un objeto opaco para las ciencias sociales, siendo escaso su tratamiento en los estudios sobre familia y menos frecuente aún su definición. Sin embargo, tal como señala la antropóloga brasilera Maria Luiza Heilborn en su trabajo sobre “parejas igualitarias”, es posible (y muchas veces, necesario) recortar la problemática conyugal de la de familia (Heilborn 2004) puesto que la “vida de a dos” guarda significado en sí misma; el lazo conyugal es entendido y postulado como teniendo una realidad en sí (Salem en Heilborn 2004: 13) y, desde nuestra perspectiva política, adquiere identidad jurídica más allá de la constitución o no de otros lazos familiares.

Referimos entonces como lazo conyugal aquellas relaciones monógamas de largo tiempo donde los integrantes de la pareja establecen un vínculo de dependencia mutua y arreglos cotidianos, cohabiten o no (Van Every 1996: 39; Heilborn 2004: 11). Si bien nuestra perspectiva otorga un interés específico a los vínculos reconocidos estatalmente, no se considera que el lazo conyugal requiera de un acto jurídico para constituirse en tanto tal. La conyugalidad es un tipo de relación tan fuertemente institucionalizada (como desarrollo en el siguiente apartado) que incluso las parejas que no regularizan estatalmente su vínculo adoptan una modalidad similar a las casadas legalmente.

Según Berger y Keller (1980), el matrimonio participa de la construcción social de la realidad y ocupa un lugar privilegiado en las relaciones significativas entre adultos en nuestra sociedad. Siguiendo a DePaulo y Morris (2005) diremos que existe una “ideología del matrimonio y la familia” basada en la presunción de que “todos desean una pareja sexual, que una pareja sexual es la única relación personal verdaderamente importante y que aquellos que están en pareja son significativamente más felices y satisfechos que aquellos que no la tienen” (DePaulo y Morris 2005: 58). La fuerza ideológica de la cultura conyugal es tal que su estatus privilegiado raramente es reconocido y menos aún cuestionado (Budgeon 2008). Florece una cultura de conyugalidad intensiva , de parentalidad intensiva y de nuclearidad doméstica intensiva que recompensa socialmente este tipo de vínculos de maneras múltiples (DePaulo y Morris 2005).

DePaulo y Morris señalan para el caso estadounidense que “a lo largo del curso de la vida, el porcentaje de adultos que alguna vez se ha casado es notablemente alto, por lo menos el 90 por ciento y tal vez mayor” (De Paulo y Morris 2005: 57). En nuestro país, de acuerdo a los datos del Censo 2001, el porcentaje de adultos (mayores de 30 años) que alguna vez se ha casado asciende al 80 por ciento (Elaboración propia a partir de los datos disponibles en INDEC 2001). La bibliografía local resalta el cambio de modalidad operado en la primera unión: mientras generaciones anteriores iniciaban las uniones conyugales a edades más tempranas y en el marco del matrimonio, en las últimas décadas se reconoce “la creciente importancia (y por ende preferencia) de las uniones consensuales en detrimento del matrimonio tanto como marco para la convivencia con una pareja como para la tenencia y crianza de hijos” (Binstock 2010: 129).

Mientras en 1960 las uniones consensuales representaban el 7,3 por ciento del total de las uniones, en 2001 llegaban al 27,2 por ciento, es decir, casi se cuadruplicaron en cuatro décadas (Raimondi y Street 2005:78). Atenta a estos cambios, al estudio de la disolución y recomposición de los vínculos conyugales y en pos de la búsqueda de herramientas eficaces para generar información sobre las trayectorias nupciales (Masciadri 2002; Torrado 2003 y 2005; Mazzeo 2008; Ariño y Mazzeo 2009; Binstock 2010) la bibliografía local no se interroga sobre aquella gran proporción que, aunque disminuye,[20] continúa conformando vínculos conyugales.

No obstante que no se crea en su valor normativo, el matrimonio es asumido como algo que “inyecta normalidad a la vida, evita explicaciones y problemas con el entorno familiar y social”, por lo que resulta una práctica estratégica para estar en orden con la sociedad, para tener hijos y obtener recursos de la legitimidad social (Rodríguez Salazar 2001: 221- 222). En términos de acceso a derechos, constituye uno de los mecanismos centrales de integración social a los bienes socialmente disponibles. Así, el matrimonio, más que un derecho, parece constituir una de las obligaciones del ciudadano.

Matrimonio y Estado III: El sujeto conyugal

El matrimonio interviene en la condición de ciudadanía, por cuanto hay algunos bienes a los que solo se accede en términos de derechos mediados por un vínculo matrimonial; sea porque son derechos percibidos por el otro de los miembros de la pareja, sea porque son prerrogativas de quienes están casados. Pero el matrimonio es también una institución que determina derechos y obligaciones entre los cónyuges e instala un sujeto jurídico político novedoso, en los márgenes del individualismo del pensamiento liberal, al que, siguiendo los trabajos de Brook (2000; 2002) denomino “sujeto conyugal”.

El matrimonio regula las relaciones interpersonales al establecer ciertas obligaciones entre los cónyuges: los mismos, de acuerdo a la ley, se deben mutua fidelidad, asistencia y alimentos (art. 198, Código Civil) .[21] Deben también, en principio, convivir en una misma casa (art. 199). El Código Civil es extenso y preciso al definir este tipo de sociedad conyugal, dejando escaso margen para la negociación entre sus integrantes. El art. 1218 sanciona: “Toda convención entre los esposos sobre cualquier otro objeto relativo a su matrimonio (…) es de ningún valor”.

También a diferencia de otras sociedades como las comerciales, establece un vínculo exclusivo: solo se puede estar unido matrimonialmente con una persona a la vez. El matrimonio instala un sujeto extraño, celoso y particular: el sujeto conyugal.

A partir de la constitución del matrimonio, una larga serie de atribuciones y derechos individuales son afectados. La “propiedad de la propia persona”, en la línea de Locke (1997), se ve conmovida por una orientación anti individualista sostenida en el matrimonio. Pese a su pretendido carácter doméstico, el matrimonio participa de lo público afectando nociones básicas de la ciudadanía moderna liberal como la propiedad, la autonomía y la pertenencia nacional.

La propiedad, derecho personal por antonomasia, se integra en la sociedad conyugal. Los bienes aportados a la sociedad conyugal pueden ser especificados antes de la celebración del matrimonio. De allí en más, aquellos derechos individuales se funden en un derecho compartido sobre los bienes comunes. Esta ausencia de propiedad privada al interior del matrimonio explica que, por ejemplo, “el contrato de venta no puede tener lugar entre los cónyuges” (art. 1358). También hace que se compartan las deudas contraídas con terceros (art. 1275). Para los casados, no existe la propiedad individual, sino los bienes gananciales. Si uno de los esposos apuesta y pierde el auto en el casino, el otro no puede demandarlo, aun si el coche estuviera a su nombre (art. 1275). Pero si uno de los cónyuges gana la lotería, al otro le corresponde la mitad de la fortuna (art. 1272). La suerte también es ganancial.

La autonomía, otra sustancia básica del individualismo, también se ve afectada por el matrimonio. Fuera de los parientes (sanguíneos), son los esposos los que pueden pedir la declaración de demencia (art. 144) o la inhabilitación judicial (art. 152 bis) y son a su vez quienes ejercen la representación del otro cónyuge en caso de verse incapacitado uno de ellos para hacerlo (art. 476). El Código Civil, mediante pases mágicos, convierte las acciones de uno de los esposos en las del otro y así el uno responde por el otro “como si el acto hubiese sido hecho por él” (art. 1282). La fundición de dos personas en un solo sujeto jurídico hace que los integrantes del aquel cuerpo conyugal no puedan denunciar ni declarar contra el otro (arts. 178 y 242 del Código Procesal Penal), tanto como nadie está obligado a declarar contra sí mismo (art. 18 Constitución Nacional).

Finalmente, el régimen de ciudadanización de aquellos nacidos fuera del Estado argentino también se ve afectado por el matrimonio. Establecer matrimonio con una persona nativa resulta un elemento suficiente para la naturalización y obtención de ciudadanía (ver nota 35).

El matrimonio regula entonces las relaciones entre las personas, y entre ellas y el Estado. Articula de ese modo la cuadrícula público privado que sirve para pensar el orden de las relaciones humanas. Cuestiona también la noción universal de ciudadanía, al indicar derechos específicos para quienes acceden a este vínculo. Finalmente, el sujeto conyugal señala que la individualidad, considerada principio básico de la ciudadanía, se ve afectada por el establecimiento de un sujeto jurídico político dual o bicéfalo, constituido por los cónyuges unidos en matrimonio.

Matrimonio, heterosexualidad y heteronormatividad

A partir de lo anterior, es posible definir al matrimonio como una institución jurídica mediante la cual el Estado regula la conyugalidad, privilegiando determinados vínculos sexuales, por sobre otros. Políticamente, el matrimonio establece un sujeto jurídico político, el cuerpo conyugal, que formula un modo específico de vinculación entre los contrayentes y entre éstos y el Estado. De ese modo interviene en la distribución de derechos patrimoniales, de residencia y en el acceso a beneficios sociales, entre otros.

Al analizar conjuntamente el matrimonio y la ciudadanía se muestran las tensiones entre la tradición contractualista (Hobbes, Spinoza, Locke) y aquella que es herencia del Derecho Civil (Quiroga, Villavicencio y Vermeren 1999). Mientras la ciudadanía se funda sobre la noción de individuo y pretende abstraerse ante el contenido sexuado de las y los sujetos, el matrimonio supone la diferencia sexual e instala la idea de “pareja”. Si a primera vista diferencia e igualdad, pareja e individuo parecen oponerse, a lo largo de la historia la institución matrimonial y la ciudadanía se han arreglado de diversas maneras, dando lugar a distintas formas de exclusión o subordinación de sujetos.

Sociológicamente, la institución matrimonial se anuda también al complejo del amor romántico (Giddens 1992; Rougemont 2002), constituyéndose en uno de los espacios estatales en que los límites tradicionales entre racionalidad y emoción, y público y privado se desdibujan. Esta última cualidad del matrimonio torna aún más opaca la paradoja referida entre diferencia e igualdad y pareja e individualidad. El “amor” que suponen prodigarse quienes conforman una pareja es referido al ámbito de lo íntimo, lo subjetivo y (en las versiones más edulcoradas del mito) como un elemento no-racional de la condición humana.[22] El sujeto conyugal oscila entonces entre los principios de autonomía, igualdad e individualidad y las nociones de dependencia, jerarquía y membresía a una comunidad (sea ésta la pareja, la familia o la nación).

Entonces es factible imaginar las tensiones que históricamente acarrea el matrimonio en relación a la noción moderna de ciudadanía. Como indica Chiara Saraceno para la institución familiar, pero aquí podemos pensarlo específicamente para el vínculo conyugal,

Ese cuerpo ‘intermediario’ entre el individuo y la sociedad, en la espesa red de interdependencias que lo constituye, no podía ser fácilmente asumido y colocado dentro del lenguaje político y jurídico de los derechos y deberes de los ciudadanos concebidos como individuos en tanto privados de vínculos (Saraceno 1995: 207).

Tanto en el plano teórico como en la práctica política se han plasmado estas tensiones, generando disputas y transformaciones. Fueron fundamentalmente las feministas quienes, desde la pluma y la acción, cuestionaron el matrimonio como institución política.

Carole Pateman ha indicado el “contrato sexual” subyacente al contrato social que instaura la condición de ciudadanía moderna (1995). De acuerdo al argumento, el contrato que da origen a la sociedad civil y política se hace entre varones, lo cual supone un paso previo de exclusión sexual: las mujeres han sido suprimidas del contrato social, pero incorporadas a la sociedad civil como subordinadas al marido a través del contrato matrimonial. Mientras que algunas feministas buscarán liberalizar la condición de la mujer en el matrimonio, mejorando las condiciones del contrato, Pateman es incrédula respecto de la posibilidad de las mujeres de posicionarse como “individuos” contratantes, ya que considera esta identidad como un término patriarcal (Pateman 1995). El matrimonio es un contrato sexualmente adscriptivo, por lo que no es un contrato entre iguales.

La libertad de contrato exige que no se tomen en cuenta los atributos sustantivos tales como el sexo. Si el matrimonio ha de ser realmente contractual, la diferencia sexual debe tornarse irrelevante en el contrato matrimonial: esposo y esposa no deberían estar determinados sexualmente. Es más, desde el punto de vista del contrato, ‘varón’ y ‘mujer’ deberían desaparecer (Pateman 1995: 232, el resaltado es mío).

No conocemos si Pateman estaría pensando en el reconocimiento de las parejas gays o lésbicas al reclamar la indistinción sexual como requisito para celebrar un contrato matrimonial que efectivamente pueda llevar ese nombre; pero sí sabemos al matrimonio como una institución que históricamente dio tratamiento diferenciado a hombres y mujeres. Tradicionalmente, el matrimonio sirvió para garantizar la autoridad del varón tanto ante los hijos como ante la esposa, estableciendo reglas rígidas de subordinación de unas a otros. En Argentina, como en la mayoría de los países, las esposas debían adoptar el apellido del marido y dependían de éste para desarrollar actividades comerciales o civiles. Vimos que en nuestro país esta situación recién fue revertida en 1968, al equipararse la condición de las mujeres casadas y las solteras. También sabemos que otras inequidades pesaban sobre las mujeres en el contrato matrimonial, por ejemplo valorando más rigurosamente el adulterio de la mujer que el del marido (Torrado 2003: 131).[23]

Al revisar la regulación estatal del matrimonio se hace evidente que éste, más que modular la relación entre varones y mujeres, produce dicho vínculo, estableciendo expectativas y prescripciones para los “esposos” y “esposas” integrantes del sujeto conyugal. Los cuerpos son los objetos sobre los cuales se inscriben presunciones acerca cómo un hombre y una mujer son a partir del vínculo que establecen entre sí.

De este modo, el matrimonio puede considerarse una de las instituciones centrales de la heteronormatividad. Bajo este rótulo se comprende un dispositivo social conformado por prácticas y discursos que establecen a la heterosexualidad como categoría universal, natural y estable. De estos cuerpos “naturalmente heterosexuales” se desprende que existen dos sexos identificados con dos modelos de género, femenino y masculino, mutuamente excluyentes y complementarios (Halperin 1993; Richardson 1996; Butler 1999). El matrimonio es una de las instituciones que fija estas nociones al reconocer estatalmente el vínculo sexuado entre varón y mujer.

La heteronormatividad hace tanto a la jerarquización de las prácticas e identidades sexuales, como la construcción genérica en tanto varones y mujeres. Por ello, aunque el género y la orientación sexual pueden distinguirse analíticamente y tienden a diferenciarse en el sentido común, aquí pretendemos indicar su implicancia mutua: la matriz genérica responde a un imaginario heterosexual (Ingraham 1994). Dividir la humanidad en hombres y mujeres de acuerdo a su rol en la reproducción biológica de la especie, hace que un varón sea aquel que puede penetrar y engendrar con una mujer, y (sobre todo) viceversa: es mujer aquella que engendra gracias a haber sido penetrada por un varón. De allí que desde el feminismo lésbico francés Monique Wittig (1986) formula: “las lesbianas no somos mujeres”. Si el término mujer se define a partir de la regla heterosexual y es uno de los polos (poco importa aquí si el oprimido u opresor) dentro de esta relación, dirá que definir el lesbianismo como relaciones entre mujeres es mantenerse dentro de la matriz heterosexual. “Mujer” y “hombre” comienzan a ser, desde esta perspectiva, conceptos políticos y de oposición, siendo posible establecer una analogía respecto de lo que son las clases sociales en el capitalismo (Curiel y Falquet 2005). El matrimonio, como organización institucionalizada de la relación heterosexual (Brook 2002), participa de la heteronormatividad en varios sentidos: interpela la condición sexuada de los sujetos, instaura la heterosexualidad como norma y establece modalidades del vínculo entre los géneros de maneras general e históricamente asimétricas. En términos de Garbagnoli, “el matrimonio es un verdadero ‘acte dinstitution’ el cual, inscribiendo una diferencia social arbitraria como natural y legítima, pone en orden (jerarquiza) sexos y sexualidades” (Garbagnoli 2011).

Otro tanto podría analizarse, aunque no es objeto de este trabajo, respecto de la racialización de los sujetos. Ya sea prohibiendo los matrimonios “inter-raciales” en regímenes de apartheid, como permitiéndolos en aquellos casos de mestizaje o miscegenación como el de la “raza brasilera” (Moutinho 2004), el matrimonio ha sido una de las piezas clave en la construcción racial de las naciones. Raza y sexo se articulan en el matrimonio, demandando un análisis ulterior que dé cuenta de la interseccionalidad de estos conceptos, esto es: la necesidad de observar la constitución sexual de las razas, y la racialidad de nuestras conceptualizaciones en torno a la sexualidad (Dorlin 2009; Viveros 2009).

La heteronormatividad opera como patrón de prácticas y relaciones sexuales, estructuras familiares e identidades, con correlato en disposiciones estatales. El matrimonio, hemos señalado, es una institución compleja. No puede reducirse a su positividad legal, sancionada por el Estado; pero tampoco esta dimensión puede ser soslayada. Si es la perspectiva foucaultiana la que nos permite comenzar a pensar los dispositivos regulatorios de la sexualidad y la constitución de sujetos sexuados como resultado de un orden sexo-genérico, propongo prestar atención al papel que el Estado juega en todo esto. A diferencia de los estudios que otorgan un lugar marginal a las leyes positivas, priorizando el análisis de las normas (sociales); considero que es necesario atender las dos cosas, y especialmente el vínculo entre ambas. Focalizar la mirada en el rol del Estado y las políticas públicas permitirá pensar el matrimonio como una relación de gobierno (Brook 2002), como la institución central en la regulación estatal de la conyugalidad y con ello, su rol entre los dispositivos de la sexualidad.

En los estudios de población se denomina “segunda transición demográfica” a una dinámica que desde la década del sesenta viene modificando la organización familiar (Torrado 2005). Procuro colocar las innovaciones[24] que involucra en el contexto de las regulaciones estatales de la conyugalidad. Así, mientras parte de la bibliografía contemporánea insiste en la progresiva individualización y liberalización de los vínculos de pareja, definidos como relaciones “puras” en que los cónyuges no se guiarían por patrones establecidos desde el exterior, sino obedeciendo a criterios definidos por ellos mismos (Giddens 1992; Beck y Beck-Gernsheim 2001; Bauman 2003), aquí insistiremos en las múltiples dimensiones públicas del matrimonio, en cómo es producido estatalmente y en cómo esas mismas regulaciones estatales son disputadas.[25]

Analizar el matrimonio como una relación de gobierno desarticula el mito de que el matrimonio y las relaciones conyugales pertenecen al ámbito privado y que están, por lo tanto, más allá de la política (Brook 2002: 56). Por el contrario, el matrimonio es y ha sido una institución pública, considerando el término en la polisemia reconocida más arriba: lo público puede significar “relacionado con el Estado”, “accesible a todos”, “de interés para todos”, “relacionado con el bien común o el interés compartido” (Fraser 1997: 122).[26] El matrimonio solo puede ser sancionado por la autoridad pública, se encuentra estructurado por leyes y a ellas compete su regulación. A su vez, el matrimonio se da a publicidad: la ceremonia de celebración es un evento público que requiere de la presencia de testigos (art. 187). El estado civil de las personas es una información accesible que permanece registrada en el acta que se labra al momento de la celebración. Dicha información será reiterada tantas veces como el sujeto conyugal intermedie en los vínculos Estado- individuo, constituyendo parte de la identidad pública de las personas.[27]

Tal como fue referido, no existe en la legislación argentina una definición del matrimonio, sino que sus características distintivas deben ser rastreadas transversalmente. Ya dijimos que se trata de una institución pública, exclusiva y especificamos el vínculo que establecen los unidos matrimonialmente. Agrego ahora que se trata de una institución fundada en la voluntad de los contrayentes, puesto que solo pueden casarse quienes pueden prestar consentimiento de forma inequívoca. Por ejemplo, quedan privados de este instituto los menores de edad o los locos, ya que ante la ley no tienen esta facultad. La “aptitud nupcial” se completa con otros requisitos: no estar unido matrimonialmente con otra persona, que no existan vínculos de parentesco entre los contrayentes, entre otros (art. 166).

El Código Civil argentino nunca reseñó la necesidad de complementariedad de sexos entre los contrayentes, sino que refirió a ellos en algunos pasajes como “esposo” y “esposa”, o “marido” y “mujer”. Pudorosamente, la legislación no menciona actos ni prácticas sexuales. Los da por descontado al pronosticar los hijos que los contrayentes producirán .[28] Recién nos enteramos que el matrimonio requiere algún contacto sexual al considerarse las causas de nulidad relativa del contrato matrimonial (art. 220): allí por primera vez encontramos que la imposibilidad de mantener relaciones sexuales funda motivo para anular el matrimonio.

Esta condición, heredada del derecho canónico, indica la naturaleza específicamente sexuada del matrimonio y del vínculo conyugal que formaliza. Si los contrayentes se deben fidelidad, asistencia y alimentos, ¿en qué medida constituye una falta, tan grave como capaz de disolver el vínculo, “la impotencia que impida absolutamente las relaciones sexuales entre ellos” (art. 220, inc. 3)? Lo que entonces se ve vulnerado es el débito conyugal, desaparecido en nuestro código, pero presupuesto de varias maneras.[29] El débito conyugal, entendido como “el derecho del cónyuge a que el otro sostenga con él relaciones sexuales” (Bossert y Zannoni 2004) se integra a las obligaciones de los contrayentes, haciendo del matrimonio “la unión de dos personas de diferente sexo para posesión recíproca de sus facultades sexuales durante toda la vida’” (Kant, citado en Pateman 1995: 233).

La penalización de la infidelidad hasta 1995[30] y la tardía incorporación, recién en 1999, de la figura de “violación marital” en el Código Penal argentino para contemplar casos de agresión sexual dentro de la relaciones conyugales o de convivencia estable son indicativos de cómo la noción de débito conyugal permea nuestra concepción de matrimonio y sexualidad.

Podemos entonces complementar la definición de matrimonio diciendo que se trata de una institución socio-sexual: más allá de cualquier otra cosa que sea requerida, el acto sexual es el “sello” del matrimonio (Therborn 2004: 132). De allí que Pateman afirme que el matrimonio se constituye por dos actos diferentes: uno, la celebración de la ceremonia (con la firma del acta matrimonial o el acto de habla performativo, el “sí, quiero”); y dos, la “consumación”. “El acto que se requiere para sellar el contrato (significativamente) se denomina el acto sexual. No es sino hasta que el esposo ha ejercido su derecho conyugal que el contrato de matrimonio se ha completado” (Pateman 1995: 228, el resaltado es de la autora).

Pese a ello, persiste la ambigüedad en la legislación: ¿qué significa consumar el acto sexual? ¿Qué acciones pueden ser consideradas “sexuales”? ¿Un roce, una mirada, la penetración de un cuerpo en el otro, con qué órganos?

Mientras que en general el sexo puede ser entendido como una serie de acciones y comportamientos, consumación refiere a un tipo específico de sexo que fue legalmente investido con un significado tal que, más que otros actos sexuales, adopta el lugar del “sexo” como tal, o de todo el sexo. La noción de consumación, entonces, es el yugo corporal vinculando ley y matrimonio (Brook 2000: 140).

La ley se ruboriza y esconde la mirada sin explicitar qué prácticas se consideran “consumatorias” del acto sexual. Sin embargo, este silencio lejos de poder ser interpretado como una apertura (a prácticas, identidades, posiciones….) reafirma el carácter no marcado de la sexualidad heterosexual.

Ideas acerca de qué comportamiento sexual es “normal” y “aceptable”, incluso cuál es considerado una práctica sexual, refleja las construcciones dominantes de sexualidad como coito heterosexual (vaginal). Si no entablamos una actividad de este tipo no somos reconocidos como seres sexuales, somos vírgenes aun después de una vida de juegos/actividades sexuales (“foreplay”). Esto no solo afecta qué formas de actividad sexual son evaluadas como sexualmente satisfactorias o excitantes, o incluso clasificables como “sexo”, sino también sirve para “disciplinar” el cuerpo marcando fronteras que indican cuáles son nuestras zonas privadas y públicas” (Richardson 1996: 6).

La “impotencia que impide cualquier relación sexual” es una bien precisa que entorpece una práctica sexual específica: la que involucra la penetración de un pene en una vagina. La asociación entre sexo y reproducción, con la consiguiente naturalización del coito vaginal tornan redundante cualquier definición de consumación sexual. La entronización de la sexualidad con fines reproductivos como la sexualidad por excelencia, relega otros actos al terreno del desperdicio, el pecado, el infantilismo o la ilegalidad, estableciendo un sistema jerárquico de prácticas e identidades sexuales (Rubin 1989).

En síntesis, al discutirse la reforma del estatuto matrimonial para incluir a las parejas gay-lésbicas pareciera que las coordenadas habituales de análisis político resultaran insuficientes. Lo público y lo privado confluyen en una institución que, pese a su aparente carácter íntimo, es fuertemente regulada por el Estado. Los derechos de las personas se amalgaman a los derechos de las parejas, instalando un nuevo sujeto jurídico político, el cuerpo conyugal. Dicho sujeto conyugal formula un modo específico de vinculación entre los contrayentes, intermedia en la relación entre los individuos y el Estado y propone, en la práctica, un régimen inequitativo de tratamiento de las personas. La conyugalidad se presenta como un vínculo intensa e históricamente estatalizado, permeado por la ley y las políticas públicas. La demanda de inclusión de la conyugalidad gay-lésbica es uno de los reclamos que denuncia el tratamiento ciudadano diferencial implicado en el matrimonio.

La ciudadanía vincula de manera dinámica derechos formales y prácticas sociales. El análisis del proceso de disputa en torno a la ley 26.618 se entenderá como un conflicto en torno a los límites y contornos de la ciudadanía. También, acerca de las modalidades del accionar estatal y los procesos, actores y espacios de deliberación para la resolución de las políticas públicas.


  1. Esta tesis considera al lenguaje como una práctica, más que como un conjunto de reglas gramaticales, sintácticas o de cualquier otro orden (moral, racional). Con el feminismo, reconocemos la problemática invisibilidad que produce el lenguaje misógino. Pero a la vez, convivimos, escribimos y actuamos políticamente con ese lenguaje de manera “paradojal”, al decir de Wendy Brown (2000). Se espera que esta tesis sea comprendida, que su lectura resulte inteligible y que los signos representen @lgun/a c*sx en la cabeza del lector. Si ello no sucede, el lenguaje de esta tesis habrá fallado como práctica comunicativa. Por eso se decide una opción pragmática. Cuando es posible se adoptan fórmulas genéricamente neutras y de lo contrario, se usa el universal masculino. “Las y los” son referidos cuando la mayor parte del conjunto mixto son mujeres. Finalmente, en algunos casos se acude al uso de la “x” como una tachadura que indica aquella condición paradojal ante el lenguaje, recordando que “su verdad es su no verdad” (Derrida 1989: 151).
  2. Plummer dedica un capítulo de su libro al contexto de globalización en que la ciudadanía íntima (tal el término que él utiliza) se desarrolla.
  3. Cuando la bibliografía no corresponde a ediciones en castellano, la traducción es mía.
  4. Warner amplía el listado de dicotomías en torno a la distinción público- privado: abierto a todos/restringido a algunos; accesible mediante dinero/ cerrado incluso para los que podrían pagar; político/no político; oficial/no oficial; común/especial; impersonal/personal; nacional o popular/ grupal, de clase o local; internacional o universal/ particular o finito; ante la vista de otros/oculto; fuera del hogar /doméstico; circulante en la prensa o medios electrónicos/circulante oralmente o en manuscritos; ampliamente conocido/ conocido por iniciados; reconocido y explícito/ tácito e implícito (Warner 2005: 29).
  5. Mientras algunos de estos trabajos circunscriben las cuestiones de ciudadanía íntima al campo de la vida personal y la construcción de la intimidad (como los de Plummer), otros indican el carácter contingente y construido de la sexualidad como una esfera autónoma (como Weeks), por lo que la ciudadanía sexual se extiende a todos los ámbitos de la vida política y conlleva las mismas paradojas de exclusión que ya fueran reconocidas en el concepto de ciudadanía (asunto que abordan tanto Bell y Binnie como Richardson).
  6. Petchesky señala en varios de los trabajos aquí citados cómo ningún instrumento internacional relevante para los derechos humanos anterior a 1993 hacía referencia al sexo, erigida como “palabra prohibida”. Recién fue incorporado en la Conferencia de El Cairo (bajo la noción de “salud sexual”). Actualmente los Principios de Yogyakarta, elaborados en 2006, son una serie de principios sobre cómo se aplica la legislación internacional de derechos humanos a las cuestiones de orientación sexual e identidad de género, pero su estatus no compromete a los Estados, sino que brinda recomendaciones. Para un rastreo de la historia del concepto de derechos sexuales en el marco del derecho internacional, ver Petchesky (2000) y Corrêa, Petchesky y Parker (2008a).
  7. En el próximo capítulo desarrollo el significado de estas categorías.
  8. “Derechos sexuales” viene resultando una rúbrica estratégica para reunir el “conjunto de formas de regulación de la sexualidad promovidas en el ámbito de las políticas públicas, de la legislación y de la jurisprudencia” (Carrara, Heilborn y Sívori 2010: 8). Operativamente, en el contexto latinoamericano ha permitido plantear un panorama regional en torno a estos asuntos, gracias a las investigaciones desarrolladas en los contextos nacionales de Argentina, Brasil, Chile, Colombia y Perú.
  9. Una versión de este apartado fue publicado en Hiller (2012).
  10. El “PACS” (Pacto Civil de Solidaridad) fue sancionado en Francia en noviembre de 1999 luego de extensos debates. Esta figura permite a dos personas (mantengan o no una relación erótico- afectiva) registrar su vínculo en la municipalidad, comprometiéndose a darse mutua asistencia y apoyo. Pueden gozar de esta figura cualquier pareja que presente domicilio conjunto (aunque la convivencia no es un requisito) y solo están excluidos quienes sean parientes directos y también quienes están unidos en matrimonio, por lo que ampara tanto a parejas hetero y homosexuales como a dos amigas o amigos que decidan contraer el compromiso. Las parejas contempladas bajo el PACS pueden acceder a derechos vinculados con la vivienda, la seguridad social, derechos de propiedad y beneficios impositivos. No equipara los derechos del matrimonio ni establece procedimientos específicos en caso de disolución del vínculo (Calvo 2010).
  11. Los estudios sociales sobre sexualidad se consolidan a finales del siglo XX e involucran distintas disciplinas: derecho, sociología, antropología, artes, psicología, entre otras (Szasz 2004). En el campo de la ciencia política, los estudios sobre sexualidad permanecen en los márgenes de lo que la propia disciplina establece como “ciencia política”. A diferencia de la sociología o la antropología donde los estudios sobre sexualidad vienen adquiriendo creciente visibilidad y difusión, la escena de la ciencia política contemporánea permanece bastante ajena a los aportes de los estudios sobre sexualidad (Corrales y Pecheny 2010: 1).
  12. Deudora de Foucault tanto como de los feminismos, esta línea se aparta de presupuestos individualistas y de explicaciones ancladas en la biología o la naturaleza, para estudiar y comprender la sexualidad como resultado de la intervención de diversas fuerzas sociales, históricas y culturales (Heilborn y Carrara 2005). Para un recorrido amplio de los estudios sobre sexualidad, ver Corrêa, Petchesky y Parker 2008b.
  13. En 1983 Catherine MacKinnon lanzaba una inquietante afirmación que al día de hoy genera interrogantes: “el feminismo carece de una teoría del Estado” (MacKinnon 1983: 635).
  14. La primera ley de Matrimonio Civil fue sancionada en Santa Fe en 1867. “En la intención del gobierno trataba de dar solución a los problemas que se planteaban en las colonias [agrícolas, con fuerte presencia extranjera] para el matrimonio entre personas de distinta religión” (Recalde 1986: 115).
  15. La primer propuesta para incluir la posibilidad del divorcio vincular se presentó en 1888, cuando se estableció el Matrimonio Civil. Eso lleva a Recalde a afirmar que “en nuestro país, matrimonio civil y divorcio fueron engendrados juntos” (Recalde 1986: 7). Aquella primera propuesta fue rechazada y reiterados proyectos pasaron por las cámaras a lo largo de casi cien años. Tres veces obtuvieron despacho de comisión en Diputados (en 1902, 1922 y 1932) y una vez en la Cámara de Senadores (1929), aunque solo fue debatido en el recinto en dos oportunidades: en 1902 (en que fue rechazado por dos votos) y luego en 1932, pero prescribió sin haber sido debatido por los senadores. En 1954 el divorcio se convirtió en ley, pero fue rápidamente derogado con la Revolución Libertadora en 1955. La perdurabilidad de la ilegalidad del divorcio, combinada con la práctica extendida de disolución de vínculos matrimoniales lleva a Cosse (2010) a plantear la existencia de una “cultura divorcista en un país sin divorcio” y a Pecheny (2010) a considerar la aprobación de la Ley en 1987 como un proceso “sin ruido” que dio cuenta de la necesidad de adecuar normativamente aquello que ya se daba ampliamente como práctica social.
  16. La ley 11357 amplió las facultades de las mujeres de manera general. En el caso de las casadas, la Ley establecía que podían trabajar, formar parte de asociaciones civiles o comerciales sin autorización marital, aunque se presumía que la administración de los bienes de la mujer continuaba bajo mandato del marido, así como éste conservaba la patria potestad sobre los hijos comunes (ver Ley 11357, Art. 3 y Petracci y Pecheny 2007: 52).
  17. Ver Gosta Esping-Andersen 1993 y 1999. Para análisis feministas de los sistemas de bienestar ver: Pateman 2000 y Huber y Stephens 2001. En el contexto local, Pautassi 1995.
  18. En los años que siguieron a 2003, políticas previsionales (como la ampliación jubilatoria, con la inclusión de las “amas de casa”), la implementación de la Asignación Universal por Hijo y un contexto de reactivación económica y mayor acceso al consumo pueden haber modificado este escenario.
  19. La articulación entre matrimonio, ciudadanía e integración social resulta patente en aquellos casos, como el argentino, en el que una de las modalidades de naturalización y obtención de ciudadanía es establecer matrimonio con un/a nativo/a (Leyes 346 y 23059).
  20. Ariño y Mazzeo (2009: 4) señalan la tendencia a la baja de la tasa bruta de nupcialidad (razón entre el número de matrimonios registrados en un año y la población total a mitad de ese mismo año), a la vez que indican algunas de sus limitaciones, como el hecho de contar sólo las uniones legales y estar afectada por la estructura de edad de la población observada.
  21. De aquí en adelante para este capítulo, todos los artículos corresponden al Código Civil, a menos que se especifique.
  22. No abordo en la tesis diversos estudios sociológicos sobre el amor (Goode 1980; Beck y Beck-Gernsheim 2001; Bauman 2003; Illouz 2009) donde podría indagarse más profundamente sobre este elemento-magma que permite unificar y ver como uno (1) lo que desde una perspectiva moderna no podría sino identificar dos (2),
  23. Indican Petracci y Pecheny: “La infidelidad podía ser castigada con un período de un mes a un año de prisión, aplicándose un estatus diferente según sexo. Existía legalmente infidelidad, para el marido, cuando tenía una manceba al interior o fuera de la casa conyugal. Para la esposa, una sola traición conyugal era suficiente para condenarla. Es decir, para atentar contra el honor de un hombre bastaba un solo acto de infidelidad de la mujer, mientras que el honor de ésta se veía lesionado cuando el marido mantenía una relación de cierta entidad y tiempo de duración” (Petracci y Pecheny 2007: 59).
  24. Torrado indica las innovaciones que esta segunda transición demográfica conlleva: “Existe mayor y más libre aceptación social de la sexualidad; se debilita el control institucional sobre los actores sociales y se reivindica la autonomía individual; se perfecciona técnicamente la anticoncepción entregando a las mujeres el control sobre su reproducción; se otorga mayor importancia a las aspiraciones de la pareja en la percepción de los beneficios de la unión, antes casi exclusivamente focalizados en los hijos; se desarrollan pautas más simétricas de relación entre los cónyuges; se descubre el costo de oportunidad de la actividad económica de la mujer” (Torrado 2005: 13y 14).
  25. Esta tesis, sin embargo, no desarrolla el carácter económico de la institución del matrimonio. Otros abordajes, en cambio, toman en consideración esta dimensión, y estudian al matrimonio y la familia nuclear como unidad doméstica (Delphy y Leonard 1992), atienden sus particularidades respecto de otros vínculos también ligados monetariamente (Tabet 2004; Zelizer 2009) y analizan la institución matrimonial como mediadora en los flujos de capital (económico y simbólico) (Ver por ejemplo “Las estrategias matrimoniales” en Bourdieu 1991). En la corriente de estudios que abordan los sentimientos como elementos sujetos a normas sociales, Adriana Piscitelli (1990) resalta: “el casamiento, sin duda, en cuanto eslabón entre líneas de parentesco mediante el cual se transmite la propiedad, poder y prestigio, es un tema que no puede ser ignorado por las familias (…) En los sistemas en que se elige la pareja libremente y por amor, existe estratificación social. En la medida en que la familia opera como dadora de posición social para su descendencia, el casamiento entre iguales se vuelve crucial en la reproducción de las jerarquías sociales”. En nuestro país, solo se reconocen como herederos legítimos los parientes (ascendentes o descendientes) y los esposos, siendo estos últimos los únicos que las personas pueden “elegir” como potenciales herederos.
  26. Fraser indica que cada uno de estos significados tiene un correlato opuesto en los sentidos del término “privado”, al que le adiciona otros dos: lo privado como relativo a la economía de mercado y lo privado como relativo a la vida doméstica íntima o personal, incluyendo la vida sexual. Lo importante en el planteo de la autora es remarcar la no naturalidad de las fronteras entre lo público y lo privado y especialmente su disputa política.
  27. En su estudio sobre la indisolubilidad del matrimonio, Ariès refiere las transformaciones de este instituto hacia el siglo XII. Entre ellas, su desplazamiento de la casa, la alcoba o el lecho al espacio público. A partir de entonces, la celebración del matrimonio se realizará ad januas ecclesiae. Esto es, ante las puertas de la iglesia: “el lugar más público del pueblo, el cementerio, donde los habitantes de la comunidad se reunían al aire libre, se hacía justicia y se transmitían las novedades” (Ariès 1987: 209).
  28. El vínculo sexual es uno de los presupuestos más fuertes del matrimonio y es el que determina el orden de la filiación: ante una mujer embarazada casada, se presupone que el padre biológico de la criatura es el esposo de la mujer.
  29. Al analizar el vínculo entre matrimonio y cristianismo, Ariès señala al primero como una respuesta sub óptima -la primera sería la virginidad- ante la concupiscencia. Ésta será reemplazada por la obligación recíproca entre los esposos. Para el cristianismo, el debitum tenía poco que ver con la pasión o el erotismo, y por el contrario, intentaba resistirlos. “El carácter jurídico del término traduce bien las limitaciones del acto sexual. Se trata de apagar el deseo y no de encenderlo o alargarlo” (Ariès 1987:182).
  30. Ver nota 39 sobre penalización del adulterio.


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