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4 Representación

Reino profético de Dios

El que ocupe el lugar de Moisés

en una República cristiana es

el único mensajero de Dios e

intérprete de sus Mandamientos.

Hobbes, Leviathan, XL

Introducción

Según Hobbes, Dios declara su palabra de tres modos: racional, sensible y profético. El primero es captado por la recta razón; el segundo, de manera sobrenatural; y el último, mediante la fe. Del modo racional y del profético, Dios otorga leyes a los hombres para que coordinen sus acciones entre sí y hacia él, a diferencia de lo que Hobbes llama “sobrenatural” -en rigor, el modo profético también lo es- que es cuando se comunica con una persona para decirle diversas cosas, pero no para establecer ningún tipo de legalidad. Por ello, sólo del primero y el tercero surgen reinos, a saber, el natural y el profético. Por aquél, Dios gobierna a quienes reconocen por razón natural su providencia, es decir, los que pueden captar en la naturaleza una legalidad divina y ordenarse a ella. Por ello, no son súbditos los cuerpos inanimados, las criaturas irracionales, los ateos o los que niegan la intervención divina en el mundo. Es más, todos aquellos que no creen que Dios otorga recompensas y castigos a la humanidad deben ser considerados enemigos. En el profético, en cambio, Dios gobierna a un pueblo elegido, primero a los israelitas y luego a los cristianos, no sólo por esta legalidad natural, sino que además les otorga leyes positivas mediante sus profetas. La tercera parte del Leviathan, “Sobre una república cristiana”, trata sobre este reino, el cual ya es mencionado y considerado en secciones anteriores a las reflexiones estrictamente teológicas. Por nuestra parte, haremos una lectura crítica de ciertos pasajes, enfatizando y deteniéndonos en la caracterización de Hobbes sobre la soberanía divina que surge de un pacto entre Dios y los hombres. Esto, creemos, nos permite observar en su pureza cómo el filósofo de Malmesbury está pensando la difícil articulación entre lo absoluto y lo condicionado, la cual, para poder brindar una paz terrenal, no podrá ser sino institucional.

Intentaremos mostrar, entonces, la presencia de Dios para reforzar la institucionalidad mundana (y, por lo tanto, frágil) que los hombres construyen, otorgándoles así una paz aceptable, en el caso en que los mismos acuerden pactar con él para estar bajo su dominio. Puesto que si bien la arrogancia y el egoísmo humanos hacen que se desprecie permanentemente una voluntad divina que los rija, este desprecio no es el camino a la emancipación humana, sino, paradójicamente, a su esclavización a mano de otros hombres, quienes mediante una facción privada se arrogan ser ellos mismos los mediadores del absoluto, con el consecuente desprecio e irresponsabilidad ante las problemáticas comunes.

Entonces, de aquí en adelante mostraremos lo siguiente: 1) desde dónde basa su discurso Hobbes sobre el reino profético; 2) quién pacta con Dios; 3) si ese pacto puede entenderse bajo algunas de las dos grandes categorías hobbesianas, a saber, por institución o por adquisición; 4) qué problemas presenta al figura del mediador cuando debe pactar con un ser omnipotente; 5) qué resulta de ese pacto; 6) qué conclusiones podemos obtener de este análisis.

La Biblia como palabra revelada

Las consideraciones de Hobbes sobre la historia de Israel, la misión de Cristo en su paso por este mundo, sus promesas escatológicas o la misión de los apóstoles y la Iglesia están basadas casi exclusivamente en el relato bíblico, pues, es la “Sagrada Escritura, la cual desde el tiempo de nuestro Salvador suple el lugar y recompensa suficientemente la falta de otra profecía” (Hobbes, 1994, XXXII, p. 249 [EW, III:362]). En efecto, según Hobbes, Dios habla inmediatamente o mediatamente al hombre. En este último caso, la mayoría de las veces lo hace por un profeta, pero no siempre. Como por ejemplo, cuando Necó, rey de Egipto, le exige a Josías que se aparte de su camino, pues la batalla no era contra él. El pasaje bíblico que refiere Hobbes es 2 Crónicas XXII:22, donde leemos que las palabras del faraón también “venían de boca de Dios”. Pero por más que quienes hablen de parte de Dios sean del mismo pueblo de Israel, identificar un profeta verdadero no es fácil. De hecho, observa Hobbes, “hay tanta profecía en el Antiguo Testamento y en el Nuevo Testamento que atenta contra los mismos profetas” (Hobbes, 1994, XXXVI, p. 291, [EW, III:423]). Ya desde los tiempos antiguos la distinción de quiénes son los verdaderos enviados por Dios al mundo de quienes no lo son, ha sido un problema. Y esto que el de Malmesbury observa, la Escritura misma lo asume y propone un criterio para distinguir los verdaderos de los falsos profetas. En Deuteronomio XIII:1-6, fragmento que se transcribe en parte en el Leviathan, se aprecia que un enviado de Dios jamás puede incitar a ir con otros dioses, y abandonar de este modo a Yahvé, pues en el caso de que lo hiciera “deberá morir por haber predicado la rebelión contra Yahvé” (6). Tomando en cuenta este texto, Hobbes sostiene que hay dos marcas para identificar a un profeta, las cuales se tienen que dar siempre juntas: la realización de milagros y la de no enseñar otra religión que la establecida (Cfr. Hobbes, 1994, XXXII, p. 248, [EW, III:362]).

Al aclarar la primera condición para la identificación de un profeta verdadero, Hobbes propone un ejemplo que ha provocado gran irritación en la crítica, no sólo contemporánea a él sino también en la actual. Pues, allí dice que “las obras de los encantadores egipcios, pese a no ser tan grandes como las de Moisés, no obstante fueron grandes milagros” (Hobbes, 1994, XXXII, p. 248, [EW, III:363]). ¿Acaso también pueden hacer milagros los que sometieron al pueblo de Israel? ¿No es este prodigio propio de la voluntad divina? ¿No son aquéllos unos embusteros? Pero la respuesta a estas preguntas no la encontramos entrelíneas, como de hecho suelen leer la obra de Hobbes ciertos comentadores, sino en un capítulo entero, el XXXVII, “Sobre los milagros y sobre su uso”, donde se refiere directamente al mismo episodio.

Apenas se inicia el análisis, se aclara que estas obras de Dios son admirables y por eso también son llamadas maravillas [wonders]. Ahora, ¿de qué se maravillan los hombres? En rigor, lo hacen en dos situaciones. Cuando lo que sucede es extraño para ellos, es decir, que no se haya producido nunca o rara vez; o, en segundo lugar, cuando no pueden identificar causas naturales al evento que están contemplando. Por eso, en este sentido amplio, “si un caballo o una vaca hablara, sería un milagro” (Hobbes, 1994, XXXVII, p. 294 [EW, III:428]), al igual que lo serían las obras hechas por los encantadores egipcios. Pero en un sentido restringido el milagro, no sólo son obras que maravillan la comprensión de los hombres, sino que “es una obra de Dios (dejando de lado sus intervenciones de modo natural, ordenadas para la creación) hecha para hacer manifiesta a sus elegidos la misión de un enviado extraordinario para su salvación” (Hobbes, 1994, XXXVII, p. 296-297, [EW, III:432]). Es decir que se agrega ahora la finalidad que deben poseer estas obras maravillosas e incomprensibles para la mente humana, a saber, la de suscitar la fe no universalmente en todos los hombres, sino sólo para los elegidos. Por eso, aclara Hobbes, las plagas enviadas a los egipcios, al no tener la finalidad de la conversión del faraón y su pueblo, por más que sean obras maravillosas, no deben ser consideradas milagros. Como tampoco deben ser considerados milagros, en este sentido estricto, las obras de los encantadores egipcios. En cambio, toda la acción extraordinaria de Moisés en Egipto sí debe considerarse milagrosa, pues estuvo dirigida a los elegidos. Como cuando transforma su cayado en una serpiente, ingresa su mano en el pecho y al sacarla sufre lepra o al arrojar agua al suelo convertirla en sangre.

Por último, resta contestar la pregunta ¿cómo se puede determinar que una obra maravillosa está destinada a los elegidos y, por eso, ser considerada un milagro? La respuesta la encontramos al final del capítulo que estamos comentando y es una muestra cabal de la médula de la filosofía hobbesiana. Puesto que “el pensamiento es libre”, dice el de Malmesbury, cada hombre en su interioridad puede creer o no si la acción maravillosa que ve es un milagro o no lo es, pero en cuanto a la confesión de su fe, su “razón privada debe someterla a la pública”. Es decir, en foro interno, donde sólo legisla Dios, quedará a disposición del juicio privado del hombre considerar si lo que ve es una señal divina o mundana. Ahora, en foro externo, donde la autoridad del soberano civil impera sobre las acciones externas, el súbdito deberá atenerse a lo que el lugarteniente de Dios o cabeza de la Iglesia considere qué es un milagro y qué no lo es. En esta segunda ocasión, su razón privada debe someterla a la razón pública.

Pero aclara Hobbes que “los milagros en nuestros días han cesado [ceased]” (Hobbes, 1994, XXXII, p. 249 [EW, III:363]); en rigor, desde el tiempo de los apóstoles. Esta tesis, contraria y dirigida directamente a ciertos excesos cometidos por el catolicismo romano en su afán de mantener el poder sobre todo el orbe cristiano, no es propia del autor del Leviathan, sino de la tradición protestante de la cual él, con ciertas tensiones, forma parte. Por ejemplo, la Confesión de Westminster, documento que fue el resultado de la reunión celebrada en 1643 para intentar aunar criterios entre las diversas vertientes protestantes en Inglaterra, afirma en su artículo primero que pese a la naturaleza, las obras de la creación y la providencia divina, por las cuales el hombre puede darse cuenta naturalmente de la sabiduría, bondad y omnipotencia de Dios, quiso él expresar su voluntad mediante sus profetas y luego dejarla por escrito. “Por todo lo cual las Santas Escrituras son muy necesarias, y tanto más cuanto que han cesado [ceased] ya los modos anteriores por los cuales Dios reveló su voluntad a su Iglesia.” (Confession of Faith, 1, énfasis nuestro). De todos modos, siempre existe la posibilidad de que sea el soberano quien determine un milagro, como hemos visto recientemente, al tener el súbdito que someter su razón privada a la pública en cuanto a la confesión de fe. Así, al no intervenir Dios en el mundo con la frecuencia que lo hizo hasta el tiempo de los apóstoles, no es posible reconocer a un profeta o enviado de Dios que informe a su pueblo lo que él desee. Por eso, la manera de saber qué es lo que Dios comunica a los hombres queda testimoniada en lo que se ha podido recoger en las Escrituras mediante la boca de sus profetas.

Entonces, dada esa ausencia, nos queda el relato, lo cual demanda una indispensable recta interpretación proporcionada exclusivamente por las autoridades. Esta elección que toma como autoridad sobre las cuestiones teológicas la palabra revelada y, en ciertas ocasiones, algunos concilios de la Iglesia celebrados en los albores de la Edad Media, anulando de esta forma la influencia de las especulaciones de los teólogos católicos, sobre todo, de los escolásticos, no hace sino formar parte también de la tradición de la Iglesia reformada.[1] Pero si bien Hobbes se alejará de esta tradición en no pocas ocasiones, como cuando declara que es la autoridad civil la que determina el canon bíblico, que el papa no es el anticristo o en su interpretación de la trinidad, concuerda con ella en basar sus concepciones teológicas en una lectura profunda del texto mismo, ya traducido a lenguas modernas. De hecho, el segundo capítulo de esta tercera parte del Leviathan, tratará “Sobre la cantidad, antigüedad, propósito, autoridad e intérpretes de los libros de la Santa Escritura”.

En cuanto a la “cantidad” de libros canónicos que componen la Biblia sobre la que se basará el discurso, no duda en afirmar que en el Antiguo Testamento serán canónicos los que reconoce la “Iglesia de Inglaterra” (Hobbes, 1994, XXXIII, p. 250 [EW, III:365]), entendiendo a ésta no como una institución separada del Estado civil, sino, hobbesianamente unida a él. Para el Nuevo Testamento, si bien el criterio que se utiliza parece más laxo, pues sólo se dice que sus libros “son reconocidos del mismo modo como canónicos por todas las Iglesias cristianas” (ibíd.), como la Iglesia de Inglaterra es una de ellas, de la cual Hobbes es súbdito, entonces en este caso también es esta institución desde la cual se toman los evangelios. De todos modos, los textos sagrados desde los cuales basa su discurso no son materia de controversia en cuanto a su autenticidad.

Por otro lado, no nos adentraremos en la reconstrucción histórica propuesta por Hobbes por la cual la Iglesia de Inglaterra ha recibido los libros sagrados que componen su canon. Es decir, elucidar su antigüedad, para saber cuál es el orden de su aparición, quién o quiénes fueron sus autores o qué concilios en la historia de la Iglesia fueron conformando el canon bíblico. Pues si en la actualidad los eruditos afirman aún sobre la conformación de los libros sagrados que “en la historia del canon hay muchos puntos oscuros” (Báez-Camargo, 1980, p. 7), en el siglo XVII debemos suponer que dicho problema era mayor. Y que, en lo particular, nosotros no estamos en condiciones de expedirnos sobre ellos. De hecho, en la edición del Leviathan desde la cual estamos trabajando, Curley, su editor, identifica ciertas inexactitudes. En notas al pie de página, se objetan las afirmaciones de Hobbes sobre este tema al cotejarlas contra la crítica especializada y actual de la Biblia. No obstante, mencionaremos un acierto que muestra el modo en que un buen cristiano tiene que leer su texto sagrado. No fue menor la valentía del autor del Leviathan en ser uno de los primeros en afirmar que los “cinco libros de Moisés fueron escritos luego de su vida”, es decir, no por él, como una fuerte tradición lo proponía. Pero esta conclusión polémica no es resultado de largas investigaciones eruditas, sino que se deduce fácilmente de una lectura atenta de la Biblia, sin carga teológica ni ideológica, que Hobbes pretende que se imite, donde las Sagradas Escrituras se refieren explícitamente, por ejemplo, a la muerte de Moisés (Deuteronomio, XXXIV:5). En efecto, nadie puede referirse a su muerte en un escrito una vez que ésta se haya consumado.

Pero lo que sí nos interesará para este trabajo son las tesis en torno a cuál es el propósito, autoridad e intérprete de la Biblia. En cuanto a la finalidad de la Escritura, Hobbes se esmerará en mostrar, primordialmente en los capítulos XL, XLI y XLII lo que aquí anuncia, a saber, que “las historias y las profecías del Antiguo Testamento como los Evangelios y las Epístolas del Nuevo Testamento tienen un solo y mismo propósito, convertir a los hombres a la obediencia de Dios” (Hobbes, 1994, XXXII, p. 258 [EW, III:377]). Bastará que reconstruyamos más abajo ciertos aspectos de la historia de Israel según Hobbes para sostener dicha tesis. En efecto, los hombres sólo podrán ser recibidos en el reino de los cielos si se arrepienten y conocen a Cristo, pero este mensaje sólo podrá ser divulgado efectivamente mediante una configuración estatal donde el soberano sea el lugarteniente de Dios. Efectivamente, es muy difícil sostener que, como afirma Hobbes, la Biblia tiene un solo y único propósito. De hecho, si lo tuviera, es decir, si todos los hombres que leyeran la Biblia obtuvieran las mismas conclusiones, ¿por qué se esmera tanto nuestro filósofo en defender su postura y en criticar interpretaciones erradas? Como muy bien afirma Christopher Hill, “la Biblia puede significar diferentes cosas a diferentes pueblos en diferentes momentos y en diferentes circunstancias […] hay pocas ideas para cuyo soporte un texto bíblico no pueda ser encontrado” (1993, p. 5). Ahora, teniendo en cuenta la fragmentación del mundo católico y el ascenso de los Estados nacionales no es menor la preocupación de Hobbes por intentar establecer un sentido uniforme.

Por eso, en cuanto a la autoridad y la interpretación adecuada de la Biblia, el de Malmesbury plantea el problema de la siguiente forma. La pregunta “¿desde dónde derivan las Escrituras su autoridad?” debe ser formulada correctamente como “¿por qué autoridad éstas se convierten en ley?” Pues, ante el primer interrogante la respuesta por todos aceptada es que el autor es Dios, quien se revela sobrenaturalmente a diversos hombres. Ahora, el problema se presenta cuando tales revelaciones efectuadas de modo privado a una persona quieren ser llevadas por ésta al ámbito público con fines de legislar la conducta de otros hombres que no han recibido tal comunicación divina. Si esto último sucede, es decir, “si cualquiera hombre debería estar obligado a tomar por ley de Dios lo que otros, basados en la pretensión de haber tenido una inspiración o revelación privada, quieren imponerle […] sería imposible que ninguna ley divina fuese reconocida” (Hobbes, 1994, XXXIII, p. 260 [EW, III:379]). Pues es tanta la ambición de poder de unos sobre otros que habría tantas supuestas revelaciones de Dios al mundo como hombres en la tierra. Ahora, si es la República o la Iglesia, que en la propuesta hobbesiana es lo mismo, la que quiere imponer tal norma divina, sí es posible hacerlo.

En primer lugar, según Hobbes, ambas instituciones se funden en una sola cuando los fundamentos del orden están firmes. En efecto, según el autor del Leviathan, se pueden identificar tres significados de la palabra Iglesia en la Escritura, si bien hay uno que predomina y que es el que utilizará en su definición. La primera acepción es la de “casa de Dios” [God´s house], queriendo distinguir de esta forma el templo de Jerusalén o los edificios dedicados a los primeros cristianos de los que eran consagrados por los idólatras o paganos (Cfr. Hobbes, 1994, XXXIX, p. 315 [EW, III:458]). No obstante, se aclara, este nombre es metafórico, pues en realidad se refiere a la congregación allí reunida en asamblea. Esto da ocasión de presentar el significado que predomina, “una congregación o asamblea de ciudadanos”, lo mismo que ecclesia en griego. Y, en último término, pero también en referencia directa al que acabamos de mencionar, cuando se refiere a una parte de los miembros de esa congregación, ya sean los elegidos, los doctos, etc.

El énfasis de Hobbes, al proponer este sentido a la palabra Iglesia, es, primero, remarcar que es una asamblea y como tal deberá solicitar autorización al soberano para poder llevar adelante sus reuniones. En segundo lugar, señalar que no existe una Iglesia universal, tesis dirigida obviamente contra las pretensiones papales, pues no existe un Estado del que todos los hombres sean sus súbditos, sino que hay distintos por lo cual cada uno de ellos puede disponer el funcionamiento de cada asamblea. Finalmente, afirmar que un Estado y una Iglesia se funde en un solo cuerpo: el Leviatán. En efecto, “en cuanto que sus súbditos son llamados hombres, es un Estado civil; Iglesia, si son cristianos” (Hobbes, 1994, XXXIX, p. 316, [EW, III:459]). De qué modo los príncipes abrazaron la fe y se constituyen en Estados cristianos, será desarrollado más adelante en función de la explicación del mismo Hobbes. Ahora sólo queremos recordar que “gobierno temporal y gobierno espiritual no son sino dos conceptos traídos al mundo para hacer que los hombres vean doble y se confundan sobre quién es su soberano legítimo” (ibíd.).

En un interesante artículo, Bertelloni (2004-2005), al analizar el origen de las ideas políticas medievales, favorece con datos y argumentos la tesis hobbesiana recién expuesta. Allí, señala este especialista, esta teoría de los dos poderes fue propuesta en una carta del papa Gelasio I (492-496) al entonces emperador romano, Anastasio I, como una reacción preocupante al crecimiento del poder en Bizancio. En efecto, en aquella ciudad se había ideado y realizado la primera articulación entre religión cristiana y política en la antigüedad por la dupla Constantino/Eusebio, que consistió en una homologación entre imperio e Iglesia, por la cual esta última formaría parte de la dimensión del primero. Según esta propuesta, “el Emperador era señor absoluto porque había sido elegido directamente por Dios, y, en segundo lugar, […] el Emperador estaba a la cabeza de la Iglesia porque era Emperador” (Bertelloni, p. 4). Ante esto, “la respuesta papal” de los dos poderes gelasianos sostiene “que existen dos máximos poderes que gobiernan el mundo, el sacerdotal y el real” a esto agrega “por primera vez” que “el poder sacerdotal está encima del real en virtud de la superioridad de sus fines” (Bertelloni, p. 6).[2] Por su parte, Ramón Teja (2006) precisa estas consideraciones identificando dos momentos en esta apropiación del obispo de Roma sobre el poder temporal. Para ello, la Iglesia de Occidente habría utilizado dos leyendas, los Actus Sylvestri[3] y la Donatio Constantini[4]. La primera, que relata la sanación de la supuesta lepra sufrida por Constantino como castigo divino por perseguir a los cristianos por el entonces papa Silvestre, tuvo la principal intención de “garantizar la primacía papal sobre bases apostólicas” (Teja, p. 6), con su fórmula potentior principalitas. La segunda, donde se apreciaría una supuesta donación de la soberanía del imperio hacia el papa Silvestre, llevó a los papas a “reclamar el poder político de los emperadores” (ídem), recibiendo la condición de Pontifex Maximus. En un escrito temprano, Hobbes, quitándole legitimidad a estas ideas, afirma que “ya nadie defiende tal donación”.[5] Sin embargo, estas leyendas, pese haber sido detectada la falsedad de los documentos en los que se sostienen por Lorenzo Valla en 1440, permanecieron ejerciendo una gran influencia a la hora de legitimar la posición del poder temporal del papado, como lo demuestra la convocatoria del Año Santo de 1913 por Pio X en conmoración del Edicto de Milán. De hecho, concluye Teja que “hubo que esperar al Concilio Vaticano II y al papa Juan XXIII para que el papado y la iglesia diesen por concluido este paradigma” (ibíd., p. 12).

Así, esta reacción papal, basándose en datos falsos y con intenciones de apropiarse del poder temporal, lo único que traerá al reino, según Hobbes, son disensiones y guerra civil. Por eso, será más que oportuno esclarecer de qué modo se constituyeron los reinos de los patriarcas y de qué modo se renovó ese pacto con Cristo. El autor del Leviathan señalará en su lectura de la historia de Israel que sólo hubo soberanía y, por lo tanto, un recto culto hacia Dios, cuando los dos poderes estaban unidos en una sola persona. En cambio, cuando esto no sucedió, sólo hubo confusión y una casi disolución total del pueblo elegido al ser capturado y exiliado a Babilonia o al integrarse con la cultura griega.

En cuanto a la versión de la Escritura desde la cual versa su discurso, si bien consultará la Septuaginta en más de una ocasión, el texto sagrado en inglés que utiliza Hobbes se encuentra en la edición de 1611, King James Version,ya que ésta es, según afirma, “la Biblia autorizada por la república de la que soy súbdito” (Hobbes, 1994, XXXVIII, p. 301 [EW, III:436]). Ordenada por Jacobo I apenas ascendió al trono, con la finalidad principal de contrarrestar la Geneva Bible (1560) como de mejorar las otras dos traducciones al inglés en ese entonces vigentes, la Great Bible (1538-1540) de Enrique VIII y la Bishops´s Bible (1568) de su hija Isabel, no pudo terminar de imponerse totalmente a aquélla. En efecto, “el rey Jacobo llegó a considerar a la Biblia de Ginebra como la peor traducción. Describió las notas marginales de Éxodo I:19 como sediciosas por decir que, cuando las parteras hebreas desobedecieron la orden egipcia de matar a todos los niños hebreos varones, ‘su desobediencia en ese caso fue legítima’ [lawful].” (Hill 1993, p. 60). En rigor, eran estas notas marginales lo que más impacto tuvo en los británicos. Pues en ellas se aprecia una denuncia permanente de los excesos del poder humano y una categorización como “tiranos” a quienes los cometen. Una nota más a Éxodo 1:22, como la siguiente “cuando los tiranos no pueden imponerse por astucia, estallan en cólera”, puede explicar el rechazo y el enojo, tanto de Jacobo I como de Hobbes, respecto a la utilización de esta edición en una atmósfera política sumamente inestable. Del mismo modo, si bien tiene algunas ilustraciones, hay una que se repite tres veces; dos de ellas no son en lugares menores: en la portada misma de esta edición y bajo el título que da comienzo al Nuevo Testamento. La imagen evoca directamente el momento previo al cruce del Mar Rojo por los israelitas y la amenaza presente de los egipcios con sus carros y sus lanzas avanzando con vehemencia sobre el pueblo que los abandonó. En el centro, se aprecia a Moisés levantando su cayado, según la orden de Yahvé, para que el mar se divida y puedan pasar. En el fondo, la columna de nube que pronto se desplazará hacia adelante para confundir al agresor que esclavizó al pueblo elegido. Posee dos epígrafes, uno es al que refiere, Éxodo XIV:14 (“El señor peleará de tu lado: por eso, quédate tranquilo”), y otro refuerza la idea apelando al Salmo XXXIV: 19 (“Grandes son los problemas del justo, pero el Señor los libra de todo”). Sin duda los exiliados por María Estuardo al traducir el texto sagrado e ilustrarlo de este modo, se habrán sentido como los israelitas: amenazados por un monarca opresor, pero esperanzados de que en algún momento Dios libra al pueblo de los tiranos. El espíritu que anima la Biblia ginebrina es el de advertir a los reyes el castigo que Dios puede otorgar a quien atente contra las libertades de su pueblo. Fue usada contra María, también contra Jacobo I, pero puede ser activada en cualquier momento y por cualquier facción cristiana que no esté a favor de lo que establezca su soberano.

Por ello, pese a aquellos graves juicios de Jacobo, esta versión de las Escrituras traducida en Ginebra por Witthingham y sus colaboradores, y que fue utilizada por Shakespeare en sus obras, siguió siendo popular luego de 1611. Hill informa que hasta era contrabandeada desde Holanda y que en 1632 un hombre fue a la cárcel por traer estas ediciones (Cfr. Hill 1993, p. 58). En su introducción a The Geneva Bible (2007), Lloyd Berry confirma la presencia de este texto aun fuera de Europa, cuando afirma que “los Padres peregrinos llevaron la Biblia de Ginebra en el Mayflower camino a Plymouth en 1620. De hecho, los escritos religiosos y sermones publicados por los miembros de la colonia en Plymouth sugieren que la Biblia de Ginebra fue usada exclusivamente por ellos en aquellos días.” (The Geneva Bible, “Introduction to the Facsimile Edition” 2007, p.22).

En rigor, esta versión fue influenciada por la traducción francesa realizada en la misma ciudad por calvinistas. Hobbes, fiel a la versión autorizada por la república de la cual es súbdito, de manera indirecta demuestra la influencia de la Biblia inglesa de Ginebra, mencionando y utilizando la versión francesa (y no la de su propia lengua) para cotejar dos veces su propia traducción de un pasaje de la Escritura en el capítulo XXXV del Leviathan (cfr. pp. 273-273 [EW, III:397]).

¿Quién pacta con Dios?

En varios pasajes del Leviathan observamos el tratamiento que le otorga Hobbes al pacto con Dios. Si bien este tema ya está mencionado en los capítulos XII y XIV, el XVIII refuerza y expande ambos. Por eso empezaremos citando este último:

Y también es injusto que algunos hombres pretendan, para desobedecer a su soberano, realizar un pacto, no ya con otros, sino con Dios. Porque no hay pacto con Dios sino por la mediación de alguien que represente la persona de Dios, lo cual no lo hace sino su lugarteniente, quien tiene la soberanía bajo él. Y esta pretensión de pactar con Dios, incluso en la propia conciencia de quienes lo intentan, no es sólo un acto de injusticia, sino también una disposición vil e impropia de un hombre. (Hobbes, 1994, XVIII, p.111 [EW, III:139] (énfasis nuestro).

Volviendo al pasaje citado, lo primero que observamos es que Dios realiza pactos con los hombres pero no con cualquiera, sino con aquellos que tienen “la soberanía bajo él”, quien “represente la persona de Dios”, “su lugarteniente”, es decir, sólo con los soberanos. Hobbes no rechaza que Dios se haya comunicado y que pueda seguir haciéndolo en nuestros días de forma inmediata con los hombres, como una lectura del relato bíblico habilita a hacerlo. De hecho, ya ha explicitado las tres vías por las que Dios se expresa, como hemos mencionado arriba. Pero lo que sí rechaza enfáticamente es la posibilidad de cualquier ciudadano de pactar con Dios y trastocar, de esta manera, el orden político en función de esa comunicación divina. La lectura que lleva a cabo Hobbes de la historia de Israel, de Cristo y de los Apóstoles tiene la intención de demostrar con episodios más que célebres que el pacto entre Dios y los hombres, sólo es posible con un soberano a modo de mediador entre lo divino y lo mundano. De este modo es posible desactivar cualquier pretensión particular de pactar con Dios para reclamar obediencia y desafiar al soberano. Martinich (1992) ha rastreado con acierto que la referencia histórica que subyace a estas consideraciones teóricas es el pacto que realizaron los escoceses con Dios, supuestamente para “defender la Iglesia reformada” (143), pero que en realidad “fueron usados […] para justificar su oposición a Carlos I” (ibíd.), formulando en 1638 el “Convenio Nacional”.

Tres pactos van a ser tratados in extenso en varios capítulos del Leviathan: el abrahámico, el mosaico y el cristiano. Los dos efectuados en el Antiguo Testamento son presentados, de modo sucinto y por primera vez dentro del Leviathan en el capítulo XXVI, a propósito de las leyes divinas positivas, las cuales “son aquellas que siendo mandatos de Dios, no son eternas ni dirigidas universalmente a todos los hombres, sino solo a cierto pueblo o ciertas personas, y están declaradas por quienes Dios ha autorizado a hacerlo” (Hobbes, 1994, XXVI, p. 186, [EW, III:272]). El tercero, debido a su importancia, tendrá prácticamente un capítulo entero, el XLI, “Sobre la misión de nuestro bendito salvador”. Esta misión divina tiene tres aspectos: la de redimir o rescatar a los hombres del pecado; ser pastor o maestro; y la de anunciar que será rey eterno bajo la jurisdicción de su padre, pero de ningún modo en este mundo, sino en el venidero.

Debido a la importancia que le otorga Hobbes a las Escrituras para exponer desde allí sus consideraciones, a continuación transcribiremos el pasaje bíblico donde se sella el pacto entre Dios y Abrahán:

Yo soy el El Sadday [la tradición tradujo esto como “Dios Omnipotente”, de hecho en la KJV se lee Almighty God, pero las investigaciones actuales en general concuerdan que aquella traducción es inexacta, de todos modos, caracterizar al Dios judeo-cristiano como omnipotente no es una tarea difícil si se lee con cierta atención la Escritura], anda en mi presencia y sé perfecto. 2 Yo establezco mi alianza entre nosotros dos, y te multiplicaré sobremanera. 3 Cayó Abrán rostro en tierra, y Dios le habló así: 4 “Por mi parte ésta es mi alianza contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos. 5 No te llamarás más Abrán, sino que tu nombre será Abrahán, pues te he constituido padre de muchos pueblos. 6 Te haré fecundo sobremanera, te convertiré en pueblos, y reyes saldrán de ti. 7 Estableceré mi alianza entre nosotros dos, y también con tu descendencia, de generación en generación: una alianza eterna, de ser yo tu Dios y el de tu posteridad. 8 Te daré a ti y a tu posteridad la tierra en la que andas como peregrino, todo el país de Canaán, en posesión perpetua, y yo seré el Dios de los tuyos. 9 Dijo Dios a Abrahán: Guarda pues mi alianza, tú y tu posteridad, de generación en generación. 10 Ésta es mi alianza que habréis de guardar entre yo y vosotros –también tu posteridad-: todos vuestros varones serán circuncidados (Génesis, XVII:1-9) (énfasis nuestro).

En rigor, hay dos capítulos centrales en el relato del Génesis donde la promesa de Dios es sellada mediante un “pacto” o una “alianza”, el XV y el XVII, la versión que comenta principalmente Hobbes es la del XVII. Ésta se diferencia de la presentada en el XV principalmente porque Dios impone obligaciones explícitas a Abrahán para cumplir su promesa o sus promesas, que a su vez ya están mencionadas en otros pasajes del Génesis de la vida de Abrahán y que podríamos resumir en tres aspectos: en primer lugar, en multiplicar su descendencia como el “polvo de la tierra” (XIII:16) o “las estrellas del cielo” (XV:5) o “la arena de la playa” (XXII:17); luego, en bendecirlo (XII:3), lo que en el lenguaje político lo entenderemos como “protegerlo”; y, finalmente, otorgarle la tierra desde “el río de Egipto hasta […] el río Éufrates” (XV:18), es decir, la tierra prometida. Pero para que estas promesas sean cumplidas, Dios exige que se asuman las siguientes tres obligaciones: primeramente, comportarse con rectitud moral (“sé perfecto”, XVII:1); luego, exclusión de adoración a otros dioses, tanto él como su posteridad (“de ser yo tu Dios y de tu posteridad”, XVII:7); y, finalmente, sellar este pacto con una señal externa tanto él como su progenie: la circuncisión (XVII:10). Así, parecería que el covenant hobbesiano no tiene un principio absoluto en la modernidad, sino que tiene un antecedente o modelo más que célebre en uno de los libros sagrados más antiguos que conforman la mentalidad occidental.

La glosa que realiza Hobbes a este pasaje se ubica en el contexto argumentativo de responder a dos preguntas cruciales para el mantenimiento ordenado y pacífico de una república religiosa, como lo es la hobbesiana. La primera formula el siguiente interrogante: “¿Cómo puede un hombre sin revelación sobrenatural estar seguro de que el que la declara la haya tenido?” (Hobbes 1994, XXVI, p. 186 [EW, III:272]); la segunda “¿Cómo -o por qué- puede -el que no recibió revelación natural- estar obligado a obedecer al que la recibió?” (ídem). En cuanto a lo primero, la respuesta atañe a la imposibilidad mediante razón natural de conocer infaliblemente que Dios se comunicó con otro hombre. De este evento, sostiene Hobbes, sólo se puede tener una creencia más fuerte o más débil, según sea la credibilidad de la persona que lo comunique. Recordemos que el nominalismo de Hobbes lo lleva a sostener que “verdadero y falso son atributos del lenguaje, no de las cosas” (Hobbes 1994, IV, p. 18 [EW, III:21]). Los hechos captados por nuestra sensibilidad pueden ser nombrados y esos nombres ingresados en un sistema lógico, mediante definiciones y rigurosas leyes lógicas conformarán la ciencia, la cual será operada por la razón natural. Por eso, como le responde a Belarmino en su polémica sobre el poder eclesiástico, los hechos por sí solos no prueban nada (Cfr. ibíd., XLII, p. 397 [EW, III:581]. Por otro lado, esta imposibilidad gnoseológica de saber si Dios se comunicó con otro hombre se acrecienta con el retrato antropológico que Hobbes mismo propone en toda su obra, donde lo que impera es la avaricia y la ambición del poder humano. Por lo cual, si un hombre manifiesta que Dios se comunicó con él, hay razones para no tomar en cuenta seriamente ese episodio tanto desde el punto de vista gnoseológico como antropológico.

En cambio, las cosas son más claras en cuanto a la segunda pregunta. Pues no se está obligado a creer en aquello, sino a obedecer lo que el soberano prescribe. Las creencias íntimas, como los pensamientos, no están bajo la jurisdicción civil. La célebre distinción moderna entre foro interno y foro externo se presenta aquí ostensiblemente. Solamente Dios conoce, legisla y ordena ese foro. La fe en la ley divina, aclara Hobbes, no es un deber que debemos exhibir externamente hacia el creador omnipotente, sino “un regalo (gift). el cual Dios libremente otorga a quién le place” (Hobbes, 1994, XXXVI, p. 187 [EW, III:272]).

Un ejemplo propuesto por Hobbes para ilustrar esta diferencia es el caso del Naamán el Sirio, relatado en el Segundo Libro de Reyes. Tanto en el capítulo XLII como en el XLIII del Leviathan se apela a este episodio bíblico para aclarar la obediencia civil de un buen cristiano en una situación crítica como la ser súbdito de un soberano infiel. Naamán era un militar destacado del ejército del rey Aram que tenía, aparentemente, una lepra incurable. Una muchacha israelita que trabajaba en su casa le sugirió que fuera a ver al profeta Eliseo en Israel, quien invocando a Dios tendría la posibilidad de curarlo. Naamán marchó hacia allí y Eliseo lo curó. Ante esta situación se presenta el problema teológico-político, pues Naamán ahora cree en Yahvé, pero vive en un reino infiel, por lo cual él mismo le pregunta a Eliseo si debe postrarse ante Rimón, el dios Sirio, cuando se lo ordene su soberano. ¿Acaso no será eso idolatría e infidelidad? ¿No viola esto aquél precepto ya mencionado por Dios ante Abrahán y que luego constituirá el primer mandamiento ante Moisés (“¿no tendrás otros dioses fuera de mí?”, Éxodo, XX:3). La respuesta del profeta no se hace esperar: “Ve en paz”. Con esto, tanto Hobbes como la interpretación bíblica en general consideran que Eliseo está excusando de ese gesto exterior de idolatría e infidelidad a Naamán, pues Dios lee el corazón de su súbdito y sabe de su fidelidad. De modo que ante la pregunta sobre la obediencia o no de los cristianos a un soberano infiel, Hobbes responde que como “la fe es interna e indivisible, ellos tienen la misma licencia que tuvo Naamán” (Hobbes, 1994, XLIII, p. 410, [EW, III:601]), es decir, comportarse políticamente según las disposiciones civiles, pero creer en el foro íntimo que Yahvé es su Dios.

Entonces, los súbditos de un reino no están obligados a creer en las proposiciones que el soberano manifieste, pues el foro interno es una región donde sólo la soberanía divina legisla, gobierna y castiga. Sin embargo, sí están obligados en foro externo a actuar en conformidad con ella, donde la soberanía mundana legisla, gobierna y castiga.

Este pacto entre Abrahán y Dios es renovado con Moisés, con quien comenzará, a su vez, el reino sacerdotal. El texto del relato bíblico que toma Hobbes aquí para comentar es Éxodo, algunos versículos de los capítulos XIX y XX. A continuación transcribiremos las partes correspondientes.

5 Ahora, pues, si de veras me obedecéis y guardáis mi alianza, seréis un pueblo peculiar para mí, porque mía es toda la tierra; 6 seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa […] 12 Señala un límite alrededor del monte [Sinaí], y di a la gente que se guarde subir al monte o de tocar su falda, pues quien toque el monte morirá. […] 18 Todo el pueblo percibía los truenos y relámpagos, oía el sonido de las trompetas y contemplaba el monte humeante; y [temblando de miedo][6] se mantenía a distancia. 19 Dijeron [el pueblo] a Moisés: “Háblanos tú y te entenderemos, pero que no nos hable Dios, no sea que muramos (Éxodo XIX: 5-6,12; XX: 18-19) (énfasis nuestro).

 

Nuevamente, el texto sagrado es el que deja claro que entre Dios y los hombres debe haber un mediador. A su vez, este no debe ser cualquier hombre, sino quien ya encarne la soberanía. Es sólo Moisés quien, nuevamente, como lo hizo Abrahán, habla con Dios, para luego transmitirle el mensaje al pueblo. De este modo, el pacto se renueva, es decir, se renueva la protección de Dios hacia sus súbditos y la obediencia de éstos hacia aquél. Ahora, a diferencia de Abrahán, Isaac o Jacob, Moisés no es reconocido por su pueblo como un soberano, pues no podía reclamar el derecho de soberanía por herencia. De hecho, no sólo había pasado mucho tiempo entre aquellos patriarcas y éste, sino que el pueblo de Israel había despertado la envidia del faraón de turno y, olvidándose de los beneficios que le causó a Egipto la administración de José, ahora se encontraba en condiciones casi de esclavitud, perdiendo gradualmente la fe en Dios. Así, el primer escollo que deberá transitar Moisés es obtener autoridad sobre el pueblo de Israel para luego convertirse en soberano.

En un principio, Dios le concederá poderes sobrenaturales para lograr tal fin. En efecto, en Éxodo IV: 1-9, Yahvé hace efectiva tal concesión mediante la posibilidad de que su cayado se convierta en serpiente, que su mano pueda padecer lepra luego de ingresarla bajo su ropa y que el agua que saque del río se transforme en sangre. Pero esto, sostiene Hobbes, no alcanza para obtener la autoridad deseada y poder decretar leyes positivas que coordinen el comportamiento de los hombres, tanto entre ellos como hacia Dios. Porque en el caso de que ésta “dependa meramente de la opinión que ellos tienen de su santidad”, cuando “tal opinión cambie, no estarán más obligados a tomar como leyes divinas lo que él [Moisés] les propusiese en nombre de Dios.” (Hobbes, 1994, XL, p. 318 [EW, III:462]). Entonces hace falta otro fundamento para que Moisés se instituya como soberano mediador entre Dios y el pueblo. Éste, Hobbes lo encuentra en el “consenso del pueblo y en su promesa a obedecerlo” (ibíd., XL, p. 319 [EW, III:462]). Ahora, el texto que cita para mostrar esto son los dos versículos de parte del pasaje que hemos transcripto más arriba, Éxodo XX:18-19. De esta forma, ahora es Moisés el lugarteniente de Dios con la autoridad necesaria para establecer una legislación positiva. Los israelitas, al percibir la fuerza de Yahvé por sus truenos, relámpagos, el ruido de trompetas y el humo, temen ante él y aceptan nuevamente renovar el pacto olvidado, que habría realizado Abrahán, ahora mediante Moisés.

Pero no sólo eso, se inicia con este pacto renovado un reino sacerdotal. Esta nueva configuración del pueblo de Israel le da la oportunidad a Hobbes de redactar un capítulo entero, el XXXV: “Del significado en la Escritura de Reino de Dios, santo, sagrado y sacramento”. En efecto, a diferencia de ciertos teólogos que consideran o que el Reino de Dios consiste solamente en una eterna felicidad conseguida póstumamente, como Reino de la gracia, o que consiste en la Iglesia católica, esto último como resultado del “principal y más grande abuso de la Escritura” (Hobbes, 1994, XLIV, p. 412 [EW, III:604]), Hobbes sostiene que es “un reino propiamente dicho, constituido por los votos del pueblo de Israel de modo peculiar, donde ellos eligieron a Dios como rey mediante un pacto en la promesa de éste sobre la posesión de la tierra de Canaán.” (Hobbes, 1994, XXXV, p. 272, [EW, III:396]). Ahora, este reino que se inaugura con el pacto que Dios efectuó con Abrahán se renueva con Moisés como un reino sacerdotal, es decir, en el cual “la sucesión de un sumo sacerdote [se da] en otro” y donde sólo éste “informaba al pueblo la voluntad de Dios” luego de ingresar al Sanctum Sanctorum (ibíd., p. 274 [EW, III:399]). Este reino sacerdotal es “peculiar” y una nación “santa”. Hobbes mismo nos informa que la palabra griega que se traduce por “peculiar” es periousious (extraordinario, especial) como opuesto a epiousios (ordinario, cotidiano). De allí que aclare que toda la tierra es de Dios por su poder, pero por tal consenso y pacto el pueblo de Israel es de él de una manera especial. Lo mismo que “santa”, es decir, lo que es propiedad de Dios. Así, el pacto de Abrahán, que apenas había establecido un mínimo de reglas, se renueva con Moisés estableciendo un exhaustivo catálogo de preceptos que van desde cómo adorar a su Creador hasta cómo tratar a los esclavos. Así, la vida de la nación santa regida por sacerdotes es protegida de manera especial por Yahvé a condición de que la extensa legislación sea cumplida.

Pero este especial favor de Dios a los israelitas duró poco: hasta la muerte de Josué, continúa relatando Hobbes. Luego se inaugura un período de inestabilidad, donde el pueblo de Israel, desunido, es gobernado por varios caudillos, llamados Jueces. Durante este período, no sólo los sumos sacerdotes dejan de guiar las almas israelitas, sino que, según Hobbes, “no hubo poder soberano en Israel” (ibíd., XL, p. 322 [EW, III:469]). Y esto fue así si consideramos la separación que se presentó en este período entre el acto o ejercicio (exercise) del poder y el derecho (right) de gobernar. En efecto, luego de establecer doce derechos de soberanía que posee el Leviatán, se aclara que éstos “no son aptos para ser compartidos e inseparables” (ibíd,. XVIII, p. 115 [EW, III:166]). Puesto que, se pregunta retóricamente el de Malmesbury, ¿de qué sirve al fin máximo de la República, a saber, la seguridad de sus miembros, el transferir la militia pero retener la judicatura? ¿Quién hará cumplir las leyes a los hombres que permanentemente quieren violentarlas sin una fuerza institucional que los obligue? De hecho, según Hobbes, la opinión de que la soberanía está dividida entre el rey, la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes ha llevado a Inglaterra a un período revolucionario inédito en su historia. Y esto no es más de lo que ya anunciarán los apóstoles: “Todo reino dividido contra sí mismo no puede sostenerse” (Mateo, XII:25; Marcos, III:24; Lucas, XI:17).

Así, el intervalo donde dominan estos caudillos en Israel será un período de turbulencias políticas sin rumbo fijo, pero que llegará a su fin con las iniquidades que los nietos de Samuel ejerzan, a la sazón Jueces. En efecto, éstos no continuaron el camino de sus padres, Joel y Abdías, sino que “se dejaron seducir por el lucro, aceptaron regalos y torcieron el derecho” (I Samuel, VIII:3). Por lo cual los israelitas se juntaron y pidieron a Dios un rey, es decir, abandonar el reino teocrático que había instaurado Abrahán y quisieron imitar la forma de organización política pagana que observaban en las regiones vecinas. Así, aclara Hobbes, “ellos depusieron aquel reino peculiar de Dios y convirtieron al sumo sacerdote en rey” (ibid., XL, p. 323 [EW, III:323]), lo cual sólo se pudo hacer con el consentimiento de Yahvé. Nuevamente, y bajo una nueva configuración soberana, Israel tendrá tres reinados célebres, el de Saúl, el de David y el de Salomón, en todos ellos “la supremacía en religión estaba en la misma mano que la del soberano civil”, pero “el deber del sacerdote no era magisterial, sino ministerial”. (ibíd., XL, p. 324 [EW, III: 472]). No obstante, el pueblo de Israel, luego de este esplendor monárquico llegará a ser devastado por el poderoso Nabucodonosor y llevado en condición de esclavitud a Babilonia durante setenta años. Y si bien, a su regreso a Jerusalén, Esdras intentará restaurar el pacto con Dios, “no hubo promesa de obediencia” (ibíd, XL, p. 326 [EW, III: 474]) del pueblo hacia él ni hacia ningún otro. Luego de esto, las costumbres, demonología y doctrina de la cábala griegas corrompieron hasta tal grado al pueblo judío que, según Hobbes, “nada se puede extraer de tal confusión sobre el Estado y la religión en lo que atañe a la supremacía de uno sobre otro” (ibíd.). De esta manera, el pacto con Dios deberá ser renovado, sólo que esta vez la renovación será provista de una manera excepcional. La arrogancia de su nación elegida -“pueblo de dura cerviz”, como lo caracteriza Yahvé mismo, por ejemplo, ante la adoración de aquél al becerro de oro- que permanentemente olvida a su soberano y sus deberes que él les estableció, hará que Dios mismo se encarne en un hombre y que sea éste, su hijo Jesús, el que se encargue ahora de sellar el pacto entre su padre y los hombres, lo que da inicio en la lectura de Hobbes de la historia sagrada al capítulo XLI, “De la misión de nuestro bendito salvador”.

Allí se identifican, como dijimos, tres aspectos de la misión de Cristo en su paso por la tierra. En primer lugar, la de ser redentor o salvador, es decir, rescatar al hombre del pecado que introdujo Adán en el mundo. Porque, como dirá Pablo (Romanos V:18-19), quien es citado por Hobbes en este punto (Cfr. XXXVIII, p. 302 [EW III:428]), por la desobediencia de un hombre todos fueron pecadores; del mismo modo, por la obediencia de uno, todos podrán ser salvos. Ahora, el precio del rescate que se paga para liberar a los pecadores será altísimo: la misma vida de Cristo, quien se sacrificará para que crean y puedan, así, expiar sus pecados. Y, como sólo una vez que se paga el rescate se obtiene el derecho a la cosa rescatada, pero como quien rescató murió, entonces, éste no pudo haber sido rey durante su paso por el mundo, sino que lo será en su segunda venida, cuando resucite eternamente. En segundo lugar, la de pastor, consejero o maestro, es decir, la de persuadir a los hombres para que crean que él es el Dios encarnado anunciado por Isaías, por el cual se podrán liberar sus pecados, jamás ordenar –aunque en algunas ocasiones Hobbes le asigna esta función a Cristo, como cuando ordenó [commanded],(ibíd., XX, p. 134 [EW, III:193]) a sus discípulos que le trajeran la burra con la cual entraría mesiánicamente a Jerusalén o cuando ordenó [commanded] (ibíd., XLI, p. 329 [EW, III: 478]), también a los mismos, obedecer a aquellos que ocupaban la cátedra de Moisés y pagar tributo al César. Entonces, en su prédica y con sus milagros, Hobbes se esmera en remarcar que “no hay nada hecho o enseñado por Cristo que tienda a disminuir los derechos civiles de los judíos o del César” (ibíd., XLI, p. 330 [EW, III:480]). Pero estas dos facetas de su misión, la de redentor y la de pastor, se integran con la tercera: la de ser rey bajo su padre cuando, en su segunda venida al mundo, restablezca definitivamente el reino de Dios rechazado por los israelitas ante el pedido de Saúl como rey. En efecto, tal reino de Dios será restaurado por Cristo y éste reinará bajo su padre, como lo hicieran Moisés y los Sumos Sacerdotes. En efecto, él será rey, en su humana naturaleza y en este mundo, no como Dios, quien ya por su omnipotencia lo gobierna todo, sino sólo sobre sus elegidos en virtud del nuevo pacto con él mediante el bautismo. Este rito, sostiene Hobbes, es un sacramento de admisión, por el cual quien lo cumple está en condiciones de formar parte del reino de Dios y equivale al de circuncisión que estableciera Dios con Abrahán y practicaran los judíos luego. Esta ceremonia, propone el autor del Leviathan, quizá tenga su origen en un episodio relatado en el capítulo de Levítico XIII, en relación con las leyes de Moisés sobre los leprosos, quienes antes de poder reingresar en la comunidad, eran obligados por el sacerdote a ser higienizados con agua. Así, el agua que limpiaba la lepra del cuerpo enfermo ahora limpia el pecado del espíritu enceguecido. En esto consiste el nuevo pacto renovado. Nuevamente, es un mediador entre Dios y los hombres por quien se realiza el pacto, en este caso, su Hijo.

Ahora, a diferencia del pacto abrahánico y del mosaico, Cristo no fue un soberano civil, como lo fueron sus antecesores. El nuevo pacto abre otra dimensión: la cristiana, una nueva y última configuración religiosa que deberá adoptar ahora el pueblo de Dios. Recordemos la lectura hobbesiana de la historia sagrada para entender que este cambio en el modo de reordenar la fe tiene antecedentes más que célebres, si bien esta nueva configuración será la última. Dios eligió a un pueblo, entre todos los que habitaban en el mundo, y mediante Abrahán le otorgó algunos preceptos para que orientara su fe hacia él. Luego, mediante Moisés, redimensionó el pueblo de Israel como reino sacerdotal otorgándole una exhaustiva legislación, pero este nuevo estado de cosas fue rechazado por los mismos israelitas, quienes exigieron una monarquía a Samuel, la cual, sin embargo, fue concedida por Dios. Concluido el esplendor monárquico, los judíos fueron vencidos, exiliados y finalmente liberados por los temibles reyes babilónicos, pero sin poder renovar el pacto con Dios y contaminando su cultura con la civilización griega. Es en esta nueva situación crítica de disolución del pueblo elegido cuando se cumple la profecía de Isaías mencionada siglos atrás sobre la venida de Dios mismo en su hijo al mundo. El extenso capítulo XLII del Leviathan mostrará que Cristo y los apóstoles no ejercieron un poder civil y que se sometieron tanto a la legislación judía como a la romana. Pues si la misión de Jesús en su paso por el mundo no consistió en ordenar, sino en persuadir, menos aún sus seguidores en las distintas recientes Iglesias podrán desafiar los órdenes políticos o arrogarse esas funciones. La nueva dimensión cristiana debe focalizarse en el espíritu dominado por el pecado, y renunciar a la tentación de asumir poderes temporales. Por eso, Hobbes, en la primera parte de tal capítulo, sostiene que para entender qué tipo de poder es el de los miembros de la Iglesia es necesario distinguir el período desde la ascensión de Cristo, es decir, el año 33, hasta el primer soberano civil que abrazó la fe cristiana, Constantino en el año 312, del período que va después de éste hasta nuestros días. Es entonces en estos pasajes donde se retratará el complejo paso de una configuración veterotestamentaria del pueblo de Dios a una neotestamentaria, de allí lo razonable de la cantidad de sus páginas.

El capítulo XLII, en primer término, reforzará y argumentará las tesis presentadas sobre la misión de Cristo en este mundo, la cual no es otra que la de persuadir y enseñar a los hombres que crean que él es el salvador. A su vez, esto se analizará en las dos etapas históricas identificadas. En segundo término, polemizará directamente con “el campeón del papado contra todos los príncipes cristianos y Estados” (Hobbes, 1994, XLII, p. 398 [EW, III:581]), a saber, el cardenal Roberto Belarmino, quien entre 1581 y 1592 publicó una serie de disputas sobre la primacía papal ante los príncipes cristianos, De controveriis Christianae fideis adversus huius temporis haereticos, la tercera de ésta, De summo pontífice, es la que será discutida por Hobbes en la parte final del capítulo. Así, primero se mostrará el desinterés que tuvo Cristo por el poder temporal y, por lo tanto, el que deben tener los cristianos; luego, la ilegitimidad jurisdiccional del Papa sobre el orden cristiano a modo de reforzar que el que ocupará el rol de mediador entre Dios y los hombres será definitivamente el soberano civil. De esta manera, como hemos citado con anterioridad dos pasajes bíblicos que Hobbes mismo transcribe en su texto y sobre los cuales monta su interpretación, haremos lo mismo ahora con los correspondientes versículos del Nuevo Testamento.

Respondió Jesús: “Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí” (Juan, XVIII:36).[7]

Hobbes desplegará una serie de argumentos basados en la Escritura para demostrar que Cristo no ejerció y, menos aún dejó, un poder coercitivo, “sino sólo un poder de proclamar el Reino de Cristo y de persuadir a los hombres a que se adecuen a él, enseñándoles mediante preceptos y buenos consejos lo que tienen que hacer para que sean recibidos cuando acontezca el Reino de los Cielos; y que los apóstoles y otros ministros del Evangelio son nuestros maestros, y no nuestros gobernantes, por lo cual sus preceptos no son leyes, sino íntegros consejos” (Hobbes, 1994, XLII, p. 336 [EW, III: 489]). Así, el primer fundamento para probar esta tesis es la referencia inmediata al versículo del Evangelio de Juan que hemos citado recientemente, donde explícitamente, es el hijo de Dios quien aclara que no utilizará la fuerza que posee cualquier soberano para salvarse porque él aún no reina en su primer paso sobre este mundo, sino que lo hará en el segundo. Luego, aclara, valiéndose de Mateo, XIX:28, que fue Cristo mismo el que designó que el momento que estaba compartiendo con sus apóstoles y el que continuará hasta el Juicio Final no es de reinado sino un tiempo de regeneración, es decir, de preparación para poder recibir la absolución de Dios mediante esta nueva generación del alma corrompida por las tentaciones mundanas. El tercer argumento, también aludiendo al mismo evangelista, pero esta vez al capítulo IV:18-22, se refiere al episodio cuando Jesús llama a los primeros cuatro discípulos, Pedro, Andrés, Santiago y Juan, diciéndoles que abandonen sus redes de pescadores, pero para ser ahora “pescadores de hombres”, es decir, ministros que envuelvan con la red de la palabra y de la persuasión la voluntad de los hombres hacia Dios y no por la coerción o la fortaleza física al estilo de Nemrod, quien era cazador rudo y prepotente delante de Yahvé, según el relato de Génesis X:8-9. En cuanto a la naturaleza de la fe, agregará Hobbes como cuarto argumento, tampoco se sigue que ni Jesús ni sus discípulos tengan la potestad de coaccionar. Pues ésta es un don (gift) dado a los hombres por Dios (Cfr. XLIII, p. 400, [EW, III:387]), interna e invisible, “por lo tanto está exenta de toda jurisdicción humana” (XLII, p. 354 [EW, III:517]). La misión de los apóstoles, entonces, es hacerla crecer y fortalecerla, de ningún modo imponerla mediante castigos. Ya que, si tal regalo de Dios no ha sido dado a todos los hombres, menos aún podrán sus ministros imponerla, éstos sólo tienen que cultivarla mediante la palabra. En efecto, no todos serán salvos. Como quinto argumento, se desarrollan los pasajes de las Epístolas de los apóstoles Pablo y Pedro cuando exhortan a sus comunidades a que obedezcan a sus príncipes, no obstante éstos sean infieles, como fue el caso de los cristianos en Roma. Y se menciona el famoso caso de Naamán el Sirio, que ya hemos comentado más arriba. Así, como la fe es interna y como el campo jurisdiccional del soberano compete al foro externo, Dios, que lee los corazones de los hombres, sabrá distinguir quién es su verdadero súbdito de quien no lo es. Finalmente, y en sexto lugar, se precisa que no sólo no tuvo el Hijo de Dios potestad para coaccionar en su paso por el mundo, sino que tampoco la tuvo sobre la congregación de fieles. Evidentemente, esta reorientación en la argumentación va apuntando al pretendido poder papal sobre el mundo cristiano en su totalidad. En síntesis: predicar, enseñar, bautizar, perdonar y retener pecados o excomulgar son acciones en el mundo que pretenden anunciar el reino venidero de Dios bajo el que gobernará Cristo, pero que de ningún modo se pueden llevar adelante mediante órdenes o coacción, sino por la persuasión. En palabras de Hobbes, “y lo mismo que un maestro de cualquier ciencia puede abandonar a su alumno cuando éste se obstine en no cumplir las reglas que se le enseñan, sin por eso acusarlo de injusticia, porque el estudiante no está obligado a obedecer a quien enseña, así también un maestro de doctrina cristiana puede abandonar a aquellos discípulos suyos que se obstinen en continuar viviendo una vida no cristiana” (ibíd., XLIII, p. 348-349, [EW, III:507]). Y, ante la decepción o queja del maestro por este discípulo, aquél deberá recordar la respuesta de Dios a Samuel cuando el pueblo de Israel rechaza el modelo teocrático y le exige una monarquía: “Es a mí a quien rechazan no a ti” (1 Samuel VIII:7). Del mismo modo, ningún apóstol se arrogó el derecho de interpretación sobre el resto, sino que de lo que se trataba era de leer juntos las escrituras y obtener un significado en común sin que primara una voz sobre las otras. Por último, Hobbes se esmera en señalar que no existía una congregación que predominara sobre las otras para el nombramiento de sus miembros, como lo demuestra el hecho de que Matías haya sido elegido por la Iglesia de Jerusalén para suplantar a Judas, o que Pablo y Bernabé lo hayan sido por la de Antioquía. A su vez, estas designaciones, como lo fueron otras menores como las de presbíteros o diáconos, eran resultado, algunas veces, de echar suertes entre los miembros y, la mayoría de las veces, por sufragio. De esta forma, ni siquiera existía un sistema episcopal, como se estableció en la Iglesia de Inglaterra, sino que más bien, esta descripción del funcionamiento de las Iglesias primitivas se asemeja más a una corriente que Hobbes acusa, junta con otras, de subvertir el orden, los independientes. De hecho, en su evaluación de la Revolución Inglesa que efectúa en el libro Behemoth, esta versión cristiana es la tercera, luego de los presbiterianos y los papistas, que se enumera entre los grupos que sedujeron al pueblo y lo llevaron al caos de la guerra civil. Pues la opinión perniciosa para la paz consistía en que estos llamados “independientes” “querían mantener a todas las congregaciones libres e independientes entre sí” (EW, VI:167). Sin embargo, esta alusión en el Leviathan a esta ala radical de izquierda del puritanismo tan vinculada a Cromwell suscita a Collins (2005, p. 129) sostener que “la Iglesia Independiente era el modelo muy probablemente para asegurar la paz y proteger la supremacía eclesiástica estatal”. Rechazados los peligros del episcopalismo de la Iglesia de Inglaterra y la autonomía del presbiterianismo, señala este autor, Hobbes prefirió esta versión, aunque adaptada a su proyecto político, a las otras vertientes cristianas. Por eso, si bien acordamos con Lessey (2013, p. 30) que doctrinariamente, las tesis independientes son fuertemente criticadas en el Leviathan, no así este aspecto que recoge Collins. En efecto, los siguientes principios del movimiento independiente, los cuales son opuestos o dejados a un lado en la propuesta de Hobbes, son identificados por Lessey como nucleares en su propuesta religiosa: primacía de la conciencia individual; unión de los “santos” con Dios mediante un pacto; hostilidad a la uniformidad del culto; identificación del Papa como el anticristo;[8] reivindicación del derecho natural de propiedad; y presencia de la providencia divina en las conquistas militares. (Cfr. Lessey 2013, p. 30).

Por otro lado, esta “independencia”, en el caso de las Iglesias primitivas, se manifestaba también en el manejo del presupuesto que tenía cada congregación, producto de la benevolencia de sus integrantes. Pues si bien, sus ministros deben vivir de lo que pueda aportar su comunidad, éstos no pueden imponerle forzosamente a ésta lo que deben contribuir, termina afirmando Hobbes con una resonancia incriminadora a la Iglesia de Roma.

Una vez mostrado con evidencias textuales extraídas de la Escritura que la Iglesia primitiva, fiel a la prédica de Cristo y a los apóstoles, no tuvo poder de coacción, sino sólo de persuasión, tanto ante los gentiles como entre los mismos miembros de la congregación, la dimensión cristiana tomará una configuración distinta y definitiva luego de que Constantino abrace la fe y presida el primer concilio cristiano en el 325. Este tránsito crucial para la historia del cristianismo es de lo que trata Hobbes en lo que continúa del capítulo.

En efecto, según ha quedado demostrado en otra parte del Leviathan, entre los derechos de soberanía que posee el Estado se encuentra el de juzgar que doctrinas son aptas para la paz y cuáles deben ser enseñadas a los súbditos. Pues de la opinión que los hombres tengan del bien y del mal es desde donde ordenarán sus acciones. Por lo tanto, es fundamental que el soberano monopolice el área que impulsa a éstas, pero, y aquí lo fundamental, no con intenciones epistemológicas, sino políticas, es decir, en tanto verdad sea paz y falsedad sea guerra. Entonces, sin ingresar en el foro interno, pero no permitiendo tampoco que ciertas ideas lo hagan, el soberano tiene el legítimo derecho de regular las doctrinas que circulan por la República, ya sean científicas, morales o religiosas. De esta forma, concluye Hobbes que “en todas las Repúblicas paganas, los soberanos han tenido el nombre de pastores del pueblo, porque no había súbdito que no pudiera legalmente enseñar a éste sin su permiso y sin su autoridad.” (Hobbes, 1994, XLII, p. 367, [EW, III:537]).

Cristo no otorgó el derecho de soberanía a ningún rey pagano, sino que, en todo caso, se sometió a éstos y exigió que sus discípulos lo hicieran. Cuando Constantino abrazó la fe cristiana, él ya era soberano, con todos los derechos que tal título otorga. Por eso, su jurisdicción, contrariamente a limitarse a esta nueva doctrina, se expande a ella del mismo modo en que lo ha hecho en las otras. De allí que el derecho de todos los pastores y obispos de la Iglesia sea jure civil, es decir, que ahora, bajo un Estado cristiano, reciben el permiso de cumplir su misión de mostrar el evangelio de Cristo desde la autoridad civil. En cambio, el soberano recibe su autoridad por el favor de Dios, jure divino, estableciéndose como mediador entre éste y los hombres y, de esta forma, configurando el nuevo orden cristiano. Así, este intermediario entre Dios y los hombres es ahora, mediante el nuevo pacto establecido por su Hijo, el soberano cristiano, quien “como supremo pastor pareciera que no sólo tiene la autoridad a predicar […], sino también a bautizar y a administrar el sacramento de la mesa del Señor, como a consagrar templos y pastores al servicio de Dios” (Hobbes, 1994, XLII, p. 369 [EW, III:540]). Que no cumpla estas funciones habitualmente, pues para eso ha nombrado ministros, no invalida que tenga el derecho a ejercerlas cuando la necesidad lo requiera. Del mismo modo en que Jesús no bautizó a nadie y Pablo, como el Papa y los obispos, a pocos.

Al perder el pueblo de Israel la soberanía, también perdió la protección y guía divinas. Esta pérdida pudo haber producido la disolución del pueblo mismo, a no ser por la venida de Cristo al mundo para reanudar de una manera novedosa y definitiva el pacto antiguo. Según la lectura hobbesiana de la historia sagrada que hemos realizado, observamos que sólo al reconfigurarse tal pueblo como un Estado cristiano, Dios volverá a protegerlo y guiarlo. De esta forma, la estabilidad perdida se restablece, enfatizamos, con un nuevo mediador que posee, como lo hicieron los patriarcas de Israel, los poderes espiritual y temporal.

Pacto por institución o por adquisición

Nos focalizaremos ahora a elucidar con los elementos teóricos propuestos por Hobbes qué tipo de pacto es el realizado entre los mediadores recién mencionados y Dios. Es decir, intentaremos aclarar si estos pactos son por institución o por adquisición. También deberemos aclarar si tales mediadores son soberanos o no, pues, como mostramos, es requisito indispensable serlo para pactar con Dios y establecer algún tipo de normatividad que guíe a un pueblo. A continuación transcribiremos el pasaje donde se define qué es una república por adquisición y una breve aclaración que realiza Hobbes donde se establece la diferencia con la república por institución.

Una república por adquisición ocurre cuando el poder soberano es adquirido por la fuerza; y es adquirido por la fuerza, cuando los hombres particularmente o todos juntos, aunadas sus voces, por miedo a la muerte o a la esclavitud, autorizan todas las acciones de aquel hombre o asamblea que tiene sus vidas y libertades en su poder. Y este tipo de dominio o soberanía difiere de la soberanía por institución solamente en esto: que los hombres que eligen a su soberano lo hacen por miedo mutuo, y no de aquel a quien instituyen; pero en este caso, ellos se someten a quien ellos temen. (Hobbes, 1994, XX, p. 127, [EW, III:183]).

De esta forma, el pacto por institución se diferencia del pacto por adquisición en lo siguiente. En el primero la soberanía es erigida por el temor mutuo por sus vidas que tienen los hombres; en cambio, en el segundo, el temor de éstos está dirigido a una persona real que los amenaza con quitarles la vida. Es muy importante, para comprender la noción de soberanía que presenta Hobbes, tener en cuenta que el soberano no pacta, es decir, no queda obligado con sus súbditos, aquél sólo queda sujeto a las leyes de Dios, pero no a las leyes del reino. Pero en este caso, parece que lo hace porque los que pactan “autorizan todas las acciones de aquel hombre o asamblea que tiene sus vidas y libertades en su poder” (ídem). De esta forma, aquella persona real que amenaza pactaría. Pero esto atenta contra la propia doctrina hobbesiana de la soberanía.

En efecto, como aclara Lukac de Stier (1999, p. 268), la soberanía resulta de un “contrato a favor de un tercero”, hay un tercero que se beneficia del pacto entre otros y que, por no pactar, pero recibiendo el resultado del acuerdo, no queda obligado. Este “tercero” puede ser el que amenace realmente, lo que sucede habitualmente en la historia, o no, es decir, que el que la reciba no haya sido el que haya amenazado, sino el que es considerado por los que temen como una persona indicada para protegerlos de tal amenaza. En efecto, sostiene Hobbes, “que el soberano no pacta con sus súbditos con anterioridad es manifiesto porque o lo debe hacer con toda la multitud, como una parte que pacta, o debe hacer tantos pactos como hombres haya.” (Hobbes, 1994, XVIII, p. 111 [EW, III:160]). En cuanto a lo primero, la multitud, es decir, un conjunto de hombres disgregados que se encuentran en estado de naturaleza, por definición no tiene representación en ninguna persona. Por lo tanto no es posible pacto alguno, pues no existe esa persona. Ahora, si la tuviera, según Hobbes, ya no sería una multitud si no un Estado; entonces, no sería necesario el pacto. Por otro lado, en el caso de que el soberano tuviera la poco plausible posibilidad de pactar con cada uno de los hombres, estos pactos resultarían nulos. Pues no habría un juez que pudiera dirimir la controversia con respecto a si alguien infringió un pacto o no. Por lo tanto retornaría el estado de naturaleza y la guerra civil. De esta manera, el soberano no pacta y por ello no queda obligado, tanto en el pacto por institución como en el de adquisición. De allí la contundente aclaración a los que aún creen que el pacto condiciona al gobernante. “La opinión de que cualquier monarca recibe su poder por pacto, es decir, condicionado, procede de la falta de entendimiento de esta sencilla verdad: que los pactos no siendo sino palabras y voces no tienen fuerza para obligar, contener, constreñir o proteger a cualquier hombre; en cambio, sí la tiene la espada pública” (Hobbes, 1994, XVIII, p. 112 [EW, III:161]). Así, el pacto transfiere derechos a un tercero que debe cumplir un objetivo, por el cual también tendrá derecho a la utilización de los medios para poder realizarlo, sin que ninguno de sus súbditos pueda impedir su uso.

Ahora, si bien este aspecto es claro en el pacto por institución, ante una primera mirada, no es tan claro en el de adquisición. Pues en este último caso parecería que quien amenaza es ya el soberano, y de esta forma quedaría involucrado en el pacto; por lo tanto estaría condicionado. Pero este razonamiento parte de una premisa falsa. Quien hostiga a los hombres a que pacten o en caso contrario perderán su vida no puede ser nunca el soberano, pues éste es precisamente resultado de un pacto y no forma parte de él. Lo que sucede es que quien amenaza, históricamente, es luego el soberano, como el mismo Hobbes señala en el ejemplo de Guillermo el Conquistador o, proponemos nosotros, Cromwell a los vencidos en la guerra civil inglesa. Porque cuando, en cualquiera de los dos ejemplos, aquéllos amenazan a los ingleses, aún no han obtenido la soberanía, es decir, no lo hacen soberanamente. Así, es el miedo de los hombres originado por el vencedor el que suscita el pacto por el cual se creará la soberanía. Que luego tal soberanía sea encarnada por el que amenazó no se sigue necesariamente, pero sí es lo que sucede en general en la historia.

Una explicación alternativa (y, en cierto sentido, complementaria) para esclarecer que el soberano por conquista no queda involucrado en el pacto es la que ofrece Galimidi (2002). Si bien este comentador afirma que en este tipo de erección de soberanía existen convenios verticales (a diferencia de los horizontales que ocurrirían en un pacto por institución) “entre cada uno de los derrotados y el conquistador” (160), lo que daría la posibilidad para abrir “un resquicio para el muy poco hobbesiano derecho de rebelión” (161), la autorización de los súbditos hacia al soberano al transferir sus derechos en el pacto, anula tal resquicio al conformarse una nueva república en la cual el soberano no tiene que rendir cuentas a sus súbditos “sino con Dios” (161). En efecto, según la teoría de la representación, la persona artificial, es decir, el deus mortalis, actúa por autorización de las personas naturales que pactaron y transfirieron sus derechos. Debido a esto, la acción soberana no puede ser otra sino la voluntad de los que la autorizaron. De esta manera, rebelarse contra el Leviatán no es sino rebelarse contra sí mismo. Algo que no sólo es ilegítimo, sino contradictorio. Entonces, según esta interpretación, es el conquistador, con quien pactan los vencidos, el que devendrá soberano, como expresa la definición misma de Hobbes que hemos transcripto más arriba, pero es la teoría de la autorización la que hace nulas las obligaciones de aquél con estos. Por nuestra parte, creemos que la explicación del “tercero beneficiario” nos permite interpretar con mayor precisión tanto el pacto de Moisés con el pueblo como el pacto de Dios con el pueblo a través de Moisés.

Por otro lado, también encontramos una última distinción, presentada de maneras diversas en los textos de Hobbes. Tomaremos la del Leviathan por considerar ésta la más lograda. El pacto por adquisición, a su vez, puede ser de dos tipos: o por conquista, como el que acabamos de mencionar, cuando un vencedor -Guillermo o Cromwell- pacta con el vencido, identificado como “despótico”; o, en segundo lugar, por generación, cuando el dominio que se tiene es sobre los hijos por parte del padre, denominado como “paternal”. Sobre esto se aclara algo sumamente polémico. Tal dominio no se deriva de la procreación, sino del consenso de los hijos, quienes explícita o implícitamente consienten ser gobernados por su padre. De hecho, en estado de mera naturaleza el dominio es de la madre, pues es la que protege al niño en sus comienzos alimentándolo, algo que el padre, en general, está imposibilitado de hacer. (Cfr. XX, p. 129 [EW, III:185]). Si bien esto trae problemas, porque los niños -como los idiotas y los locos- no pueden pactar pues no están en condiciones de autorizar a otros, como Hobbes mismo lo ha reconocido en el capítulo XVI, veremos que en el caso que nos interesa analizar, si bien los protagonistas son hijos de su soberano, no son niños en el momento de pactar. En efecto:

El derecho de dominio por generación es aquel por el cual el padre tiene dominio sobre sus hijos y es llamado PATERNAL. Pero no se deriva de la generación, como si por esto el padre tuviera dominio sobre su hijo porque lo ha engendrado, sino desde el consenso del chico, ya sea declarado expresamente o por otros argumentos convincentes. (Hobbes, 1994, XX, p. 128 [EW, III:185]).

Veamos. Dios ha creado a todas las criaturas del universo, pero en un momento ha elegido a un pueblo para conducirlo y darle leyes positivas. En cuanto creador de todo, cumple con el requisito general de este pacto, a saber, el de haber generado a los hombres. Ahora, en lo que refiere al consenso, tanto Abrahán como Moisés acuerdan con Dios ser gobernados, como se desprende de los pasajes bíblicos transcriptos más arriba. Pero a diferencia del segundo patriarca, el primero tiene lazos sanguíneos directos con su descendencia. El pacto de Abrahán es un pacto con un clan; el de Moisés, con una nación.

Por lo tanto, el pacto bíblico que propone Dios con Abrahán y éste con su casa son lo más parecido a lo que Hobbes describe como un pacto por generación, es decir, no basta con haberlos engendrados, sino que es necesario también el consentimiento de sus criaturas para que este pacto tenga vigencia. Es singular el paralelismo, hasta en la enunciación, entre el pacto de Dios con Abrahán y la descripción del pacto por generación, en cuanto a la descendencia, que no habría podido estar presente en el momento en que se realiza el acuerdo. Leemos en el versículo 7 del capítulo XVII del Génesis: “Estableceré mi alianza entre nosotros dos, y también con tu descendencia, de generación en generación”. Y en el capítulo XX pero del Leviathan, se caracteriza de esta forma el pacto por generación: “El que tiene dominio sobre el hijo también tiene dominio sobre los hijos del hijo y sobre los hijos de éstos.” (Hobbes, 1994, XX, p. 130 [EW, III:188]).

Ubicar el pacto mosaico dentro del esquema hobbesiano no es tan sencillo. Principalmente por lo siguiente: en primer lugar, los israelitas, durante toda la acción de Moisés en Egipto, están bajo soberanos; el relato bíblico menciona dos, sin identificar sus nombres, pero la crítica especializada asigna al temible Faraón que los ha esclavizado, Ramsés II, y su hijo Menafta I, que recrudece las decisiones de su padre pero que los liberará definitivamente por las cruentas intervenciones divinas. Como ambos son titulares de la soberanía, se podría pretender que Dios debería comunicarse con ellos, según la condición que hemos transcripto y comentado más arriba. De esta manera, Moisés no es aún el soberano de este pueblo cuando Dios lo llama y le ordena que lo libere para rendirle culto en el desierto. Tampoco este patriarca, si bien tiene filiaciones parentales con Abrahán, pues es de la tribu de Leví, quien es hijo de Jacob, quien a su vez es hijo de Isaac, éste último hijo de Abrahán, han pasado muchas generaciones y años turbulentos, por lo cual no pudo haber recibido la soberanía por herencia. En efecto, el pueblo de Israel dista mucho de ser el clan al cual comandaba Abrahán, sino que ya es toda una nación, por lo cual Moisés no puede pretender los derechos de soberanía por generación como sí lo puede reclamar su antecesor.

Por su parte, Galimidi identifica ciertas “anomalías” o potenciales disruptivos en la lectura que hace el mismo Hobbes del relato bíblico, principalmente de la vida de Moisés y de la vida de Jesús (2005), en relación con la misma teoría que sostiene el autor del Leviathan. En rigor, estas observaciones señalan, por un lado, la actitud poco sumisa y desafiante que habrían tenido tanto el patriarca frente el faraón como el Hijo del Hombre frente a Poncio Pilatos y el Sanedrín, lo cual suscitaría una imagen totalmente contraria a la propuesta hobbesiana del buen súbdito cristiano. Y, por otro, la extraña distinción (y separación entre dominio espiritual y domino temporal) que propone Hobbes al relatar el período de los Jueces, como la sorprendente frase en el capítulo XL del Leviathan donde se afirma que durante la monarquía “siguieron apareciendo profetas que controlaban a los reyes por sus transgresiones contra la religión, y, a veces, también por sus errores de Estado” (Hobbes, 1994, XL, p. 325[EW, III:472]). Todo esto, sostiene Galimidi, genera inconvenientes graves cuando el lector intenta interpretar los textos bíblicos, como el mismo autor del Leviatán lo sugiere, a saber, utilizando como modelo ideal el reino peculiar de Dios para la construcción de la soberanía estatal moderna. Es decir, mostrando que tal arquetipo soberano divino sólo es posible por una unión verdadera de las dos potestades, espiritual y temporal, en una sola persona, pero que los hombres en su afán incesante de poder han separado. Serían entonces aquellos potenciales disruptivos los que impedirían realizar una hermenéutica analógica, por lo cual en el artículo se propone “una dinámica, por así decir, deliberadamente genealógica” (Galimidi, 2005, p. 106), para dar cuenta de tales anomalías.

Por ser nuestra tarea la de esclarecer los pactos de Dios con los hombres tematizados en el Leviathan, trabajaremos las anomalías que refieren a Moisés y a Jesús como súbditos desafiantes del orden y, por ello, contrarios al modelo hobbesiano de soberanía, puesto que, nos parece, en ambos casos el relato bíblico no habilita claramente a leer actitudes revolucionarias, ya sean políticas o sociales, encarnadas por ninguna de estas dos figuras de la Biblia. Con relación a Moisés, afirma el comentador que “caben aquí dos observaciones” (2005, p. 180). Por un lado, se refiere al desafiante pedido del hebreo ante el faraón para que su pueblo vaya a rendirle culto al desierto. En efecto, “se atrevió a enfrentar, en tono inequívocamente rebelde, a quien había sido su soberano legítimo, el faraón” (180). Por otro, se señala el poder que ya ejercía Moisés sobre el pueblo de Israel y -peor aún- mientras estaban bajo otro soberano como el Faraón, pero antes del pacto en el Sinaí. Esto implica que el “binomio Yahvé-Moisés […] resultó fácticamente imprescindible” (181) para fundar la soberanía, pues fue el temor aterrorizante hacia Dios lo que en definitiva configuró las voluntades israelitas en un reino sacerdotal.

En un trabajo anterior, Galimidi (2003) también señala esta actitud desafiante de Moisés, pero sin ubicarla, acertadamente, como una disrupción dentro de la teoría hobbesiana. En efecto, se señala que ya los padres del patriarca no acatan la orden del faraón de entregarlo a las autoridades, y luego, cuando Moisés mismo asesina a un capataz que estaba maltratando a un hebreo. Pero esto último fue realizado en “una forma privada, sin proyecto orgánico, sin ayuda humana y sin conciencia de ser un elegido” (p. 301). De esta forma, agregamos nosotros, esto fue, según la distinción hobbesiana, un delito común y no un acto de hostilidad. El primero es realizado contra otro hombre; el segundo, contra el Estado y afecta la ley fundamental, aquello que los latinos llamaban crimina laesae majestatis (Cf. Hobbes, 1994, XXVII, p. 201-202 [EW, III:294]. Por lo cual no se puede juzgar como una actitud que atente contra el orden político. A su vez, ambos episodios, si bien fueron realizados contra lo que prescribe la ley, no hubo juez que determinara que fue propiamente un delito civil. Ambos quedaron ocultos ante la ley civil, no así frente a la ley divina. Pero analicemos ahora a Moisés como hombre público con una actitud supuestamente desafiante.

En cuanto a su relación con el soberano egipcio, tampoco impuso por la fuerza su voluntad sobre aquél, sino que sus reuniones consistieron siempre en pedirle que se los dejara partir. En efecto, en el primer encuentro que tiene el faraón con el patriarca acompañado por su hermano, éstos le dicen “deja salir a mi pueblo para que celebre fiesta” (Éxodo, V:1) o, versículos más adelante, de esta forma: “permite, pues, que hagamos un viaje de tres días al desierto para ofrecer sacrificios a Yahvé” (Éxodo, V:3). En ningún momento del relato se aprecia una actitud desafiante de ellos hacia el faraón, de hecho, sólo por peticionarle que libere a su pueblo, éste ha recrudecido los trabajos forzados. Tanto es así, que son los inspectores israelitas quienes son castigados por no poder cumplir con la producción de ladrillos exigida, por los que piden a Moisés que revea su proceder, quien, sin embargo, no deja su misión de lado y sigue buscando el permiso de salida de modo pacífico y sin ningún tipo de actitud sediciosa. Pero serán las terribles diez plagas que enviará Yahvé a los egipcios lo que producirá la partida hacia el desierto. Pues fue el clamor y los llantos de los integrantes de este pueblo por la pérdida de todos sus primogénitos asesinados por Yahvé por la noche, lo que instó al soberano a llamar a Moisés y a su hermano Aarón para comunicarles lo siguiente: “Levantaos, salid de en medio de mi pueblo, tanto vosotros como los israelitas, e id a dar culto a Yahvé, como me habéis dicho” (Éxodo, XII:32). Así, observamos que es la voluntad soberana la que consiente la liberación del pueblo de Dios, pero en ningún momento fue por una revolución social que culmine en una lucha armada con el objetivo de trastocar el orden político. La violencia que se ejerció para que la decisión del faraón se quiebre es divina, no humana, y menos aún empuñada por un súbdito, como lo eran aún los israelitas pese a sus trabajos forzados.

En cuanto a si Moisés ejerce funciones soberanas sobre los hebreos en Egipto, es decir, superponiéndose a la jurisdicción soberana del faraón, tampoco creemos que esto sea así. Según el relato bíblico, parecería que el patriarca se convirtiera en soberano de Israel bajo Dios, pero sólo cuando está fuera de la jurisdicción egipcia. Es decir, no se registran órdenes de este patriarca, como sí lo pudiera hacer si fuera soberano, a nadie del pueblo de Israel y menos aún al Faraón, quien será el que dé el consentimiento para salgan de Egipto, pero no mediante una revolución propuesta por el patriarca. De hecho, luego del episodio de la zarza ardiendo en el Monte Horeb, donde Yahvé le indica que debe reunir a los ancianos de Israel para que les informe sobre esta revelación, Moisés duda que aquéllos le creerán, pues no es su soberano. Además, hace tiempo que ha dejado Egipto y no como un miembro del pueblo de Israel, sino como un desconocido, pero vinculado extrañamente con la familia real del Faraón, por el asesinato cometido furtivamente a un egipcio que oprimía a uno de sus hermanos. Por eso, para que los ancianos le crean esta comunicación divina, se lo provee con capacidad para producir tres prodigios: que su cayado se convierta en serpiente; que su mano pueda tener lepra luego de introducirla bajo su ropa; y que cuando saque el agua del río y la derrame en el suelo se convierta en sangre (Cfr. Éxodo, 4:1-9). Y luego de esto, “el pueblo creyó” (Éxodo, IV:31). Entonces, no es Moisés el que impone que le crean, sino que sugiere que lo hagan, lo cual los demás consienten. La misma argumentación la podemos reproducir cuando se instituye la ceremonia de la Pascua antes de que Yahvé pase a medianoche para que mueran todos los primogénitos de los egipcios y, de esta manera, el faraón libere definitivamente a los israelitas. Pero aún no podemos considerar allí soberanía. El patriarca sólo persuade la voluntad de sus hermanos, sin ningún tipo de potestad soberana sobre ellos y, menos aún, sobre los egipcios.

En todo caso, el primer episodio donde apreciamos que el patriarca ejerce funciones soberanas es en el desierto. Liberados ya de los egipcios, el pueblo de Israel está en condiciones de conformar un pueblo soberano. Puesto que si bien establecer un rito religioso es, de hecho, una función soberana, aún no es posible leerlo así por la sujeción que tienen los israelitas bajo el faraón. Una vez en el desierto, Moisés decide librar una batalla contra Amalec. Para ello le ordena a su hermano: “Elige unos hombres y sal a combatir”, por lo cual “Josué hizo lo que le mandó Moisés” (Éxodo, 17:9-10).Luego, pero inmediatamente antes de la conformación del pueblo de Israel en un reino sacerdotal, es cuando su suegro, Jetró, le aconseja nombrar jueces para que resuelvan pleitos menores o habituales y que sólo los de gran relevancia le lleguen al patriarca, lo cual demuestra que además de tener la potestad de hacer la guerra, también tenía la judicatura, pues si bien había nombrado “hombres capaces, de piedad probada” (Éxodo, XVIII:21), “los asuntos graves se los presentaban a Moisés” (ídem). Estas dos mismas potestades son las que Hobbes adscribe al soberano como derechos del Leviatán; a la primera le asigna el número nueve y a la segunda, el ocho (Cfr. Hobbes, 1994, XVIII, p. 114 [EW, III:165]).

Así, agrupados los israelitas bajo Moisés darán ahora el paso fundamental de constituirse en un reino sacerdotal, renovando el pacto de Abrahán y recibiendo de su soberano las leyes promulgadas por Dios, cumpliendo de esta forma con aquella condición indispensable señalada por Hobbes: “Porque no hay pacto con Dios sino por la mediación de alguien que represente la persona de Dios, lo cual no lo hace sino su lugarteniente, quien tiene la soberanía bajo él.” (Hobbes, 1994, XVIII, p.111 [EW, 139]).

Ahora, contestando nuestra pregunta inicial, a saber, con qué tipo de pacto se puede interpretar el que efectúa el pueblo de Israel con Moisés, por lo cual él está habilitado a pactar con Dios, si bien Hobbes no se pronuncia sobre esto, la Escritura nos brinda algunos elementos para poder enmarcarlo dentro de la tipología hobbesiana. José Luis Galimidi ha enfatizado en varios trabajos (2002, 2003, 2005 y 2008) la figura de Moisés como un soberano por conquista. En efecto, “la república de Israel, gobernada por Jehová mediante la delegación de su soberanía en líderes como Moisés o los reyes de Judá, es una república por conquista” (2002, p. 179). Nosotros creemos que esta caracterización es acertada, pero que es necesario distinguir que Moisés es antes de pactar un soberano, es decir, un mediador. Esta cláusula, como vimos, no es menor, pues de lo contrario, sí se habilitaría a que cualquier persona dentro de un reino pacte con Dios, todo lo contrario de lo que profesa Hobbes en toda su obra.

Pues no es por institución ya que los integrantes entre el pueblo no se temen unos a otros, por lo cual erigirían un soberano. Tampoco es por generación, pues Moisés no es el progenitor de todo el pueblo. Queda la posibilidad de ser por conquista. En este modo de erección de un Estado, son los pactantes los que temen a un agresor, no por temor mutuo. Ahora, si bien los israelitas temen al Faraón, mostramos que la erección de Moisés como soberano se produce una vez liberados de aquél. Pero es viable sostener que la amenaza de un agresor como el monarca de Egipto acecha la memoria reciente del pueblo de Israel, por lo cual eso es lo que impulsa a erigir un soberano. Si bien Moisés no es “conquistador” como lo puede ser un general ante un pueblo vencido luego de una batalla, recibe la soberanía por el miedo del pueblo a ser esclavizado nuevamente por el Faraón. Así, el dominio por conquista es el más parecido a la toma de soberanía por parte de Moisés del pueblo de Israel.

Del mismo modo, es por conquista el pacto que efectúa Dios con su pueblo a través de su mediador. En efecto, aquí, una vez en el Sinaí es el pueblo el que “se echó a temblar” (Éxodo, XIX: 16) de miedo, por lo cual le exige a Moisés que Dios “no nos hable, […] no sea que muramos”. Así que, nuevamente, si bien Dios no encarna la figura del conquistador representado como un general victorioso de una batalla, sí está presente que el miedo que sienten los israelitas, por lo cual prometen obediencia a su soberano, no es el que se tienen mutuamente, sino el que les produce el poder de Dios. Desde este aspecto, sí es posible ubicar el pacto de Dios con los israelitas mediante el mediador Moisés como un pacto por conquista.

En relación con el último pacto que menciona Hobbes, el cristiano, debemos recordar que en éste se abandonan las pretensiones de obtener el gobierno civil, siendo el mismo Cristo no sólo quien obedece al César, sino que fomenta que sus seguidores también lo hagan. En relación con los potenciales disruptivos señalados por Galimidi en esta figura, los mismos son los siguientes. En primer lugar, Jesús, a diferencia de lo que Hobbes enfatiza, no sólo aconsejaba o persuadía, sino que también mandaba. Y esta contradicción la propondría el mismo autor del Leviathan, cuando en dos momentos de ese texto (XX, p. 134 [EW, III:193] y XXV, p. 168 [EW, III:244]) se refiere directamente a Mateo XXI: 2-3, episodio bíblico donde el Hijo del Hombre ordena a sus discípulos que le traigan la burra que está atada en la villa próxima a ellos para que sobre ella entre a Jerusalén, para señalar que éste posee la potestad de mando, y para distinguir lo que es un consejo de una orden, porque es rey de los judíos, lo cual contradiría sus palabras expresadas en Juan XVIII:36, donde afirma que su reino no es de este mundo, por lo cual no podría legítimamente ordenar.

En cuanto a esta supuesta anomalía, proponemos lo siguiente. En primer lugar, si comparamos la masa textual en donde se dice lo contrario, estamos habilitados a darles poca importancia a tales pasajes. Serían ejemplos aislados que no atentan contra el corazón de la teoría que se está proponiendo, de algún modo, podríamos decir, desafortunados. Pero, en segundo lugar, esta única situación donde Jesús ordena a sus discípulos no excede los límites de su círculo más íntimo, con lo cual es posible esta licencia, pero de ningún modo manda a quienes están fuera de ese círculo, ni a las autoridades religiosas y menos aún a autoridades civiles.

El otro potencial disruptivo que se señala es de mayor calibre. Se trata, por un lado, de la alteración de la pax romana que Jesús habría provocado, por lo cual lo llevan a juicio y lo condenan a sufrir torturas antes de su muerte. En efecto, Caifás y los sacerdotes sostienen que es un impostor y Poncio Pilato, culpable, pese a, raramente, no encontrar en él ninguna culpa. Y, por otro, del cuestionamiento que los evangelistas proponen en su relato, por ejemplo Mateo XXVI:57-66, sobre el proceso irregular que habría sufrido Cristo, lo cual sería reproducido, mutatis mutandi, por Hobbes en su interpretación.

Nos parece que así como Moisés no desafió el orden político y social, menos aún lo hizo Jesús, pese a que lo hayan encontrado culpable. Argumentaremos que si bien esta sentencia existió, la doble naturaleza humana y divina que porta el Hijo del Hombre lo exime de ser solo culpable. En efecto, si quienes fueron los responsables del orden político juzgaron que eso fue así, hicieron bien en llevar adelante el juicio, el cual Jesús jamás desafió. Es decir, en tanto su naturaleza humana, Jesús fue culpable, y de este modo se sometió a los poderes civiles como todo súbdito debe hacerlo; pero en tanto su naturaleza divina, es el Mesías anunciado por los profetas, y su prédica quedó viva de forma pacífica en sus apóstoles. Nunca propuso una revuelta política en su nombre o en nombre de su Padre. De este modo, el cristianismo no tiene en su fundamento a un culpable o sedicioso, lo cual le traería innumerables problemas al defensor del Estado absoluto que quiere trasladar el modelo bíblico a su teoría de la soberanía, sino al Mesías, quien en su doble naturaleza, humana y divina, pudo mostrarles a los hombres tanto sus deberes como súbditos civiles como la manera de salvarse del pecado. De esta forma, haciendo esta doble distinción, no es disonante leer las inconformidades de los apóstoles frente al juicio a Cristo en el Sanedrín ni algunos pasajes de Hobbes que parecerían defender a un acusado del poder civil. Recordemos que su reinado está aún por llegar y que ante la mirada imperfecta de los ojos de los hombres aparece culpable, pero ante la mirada de su Padre es, obviamente, inocente.

Por eso es que este tiempo, el cual Cristo pasó en este mundo, es de regeneración, es decir, de preparación para el día del Juicio Final. El reino de Dios se establecerá cuando su Hijo vuelva al mundo. A partir de allí, será soberano bajo su Padre. En palabras de Hobbes, Cristo “será rey no solamente como Dios, pues él ya lo es y siempre lo será de toda la tierra en virtud de su omnipotencia, sino también peculiarmente de sus elegidos, por virtud del pacto que ellos hicieron con él en el bautismo” (Hobbes, 1994, XLI, p. 330 [EW, III:480]). De esta forma, los que hayan sido salvados por el arrepentimiento de sus pecados mediante el bautismo por la esperanza de una vida nueva tendrán vida eterna en este nuevo reino, donde el “rey no lo será de otra forma sino como subordinado o viceregente de Dios Padre, como lo fue Moisés en el desierto, como los sumos sacerdotes lo fueron antes de Saúl y como lo fueron los reyes luego” (Hobbes, 1994, XLI, p. 331 [EW, III:481]). A su vez, Hobbes sostiene que este reino de Dios que se renovará con su hijo de manera eterna en el mundo venidero será realizado en la misma tierra que estamos habitando. Sólo en este momento podemos considerar a Cristo como un soberano. En cambio, durante su paso por este mundo no tuvo potestades de mando, como hemos visto, por lo tanto tampoco constituyo un reino, sólo lo anunció e indicó la manera para prepararse para ser recibido en él.

Al final del capítulo que estamos citando del Leviathan, XLI, Hobbes señala semejanzas entre la misión de Moisés y la de Jesús extraídas de la Escritura. Para ello comienza citando Deuteronomio XVIII:18, cuando Moisés les recuerda a los levitas lo que Yahvé le dijo a este patriarca en el Horeb, “suscitaré, de entre medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti; pondré mis palabras en su boca y él les dirá todo lo que yo le mande”. Este paralelismo, a su vez, es retomado por los evangelistas, sobre todo por Juan. Entre estas semejanzas, Hobbes menciona que así como Moisés eligió doce príncipes, Jesús eligió doce apóstoles; del mismo modo, el primero autorizó setenta ancianos para profetizar al pueblo (Números, XI:24-30), el segundo señaló setenta discípulos para anunciar su reino (Lucas, X:1); también en la institución del sacramento, tanto de admisión como de conmemoración, podemos encontrar un paralelo entre la circunsición y el bautismo, y entre el cordero pascual y la cena del señor; también es equiparable que así como Moisés es el lugarteniente de Dios, Jesús es el subordinado de su Padre, por lo cual “en tanto hombre su autoridad es igual a la de Moisés” (Hobbes, 1994, XLI, p. 332 [EW, III:483]); y, por último, se hace alusión a la interpretación de Hobbes de la Sagrada Trinidad, donde una substancia, Dios es “una persona representada por Moisés y otra persona representada por Cristo” (Hobbes, 1994, XLI, p. 333 [EW, III:484]).

Además de estas semejanzas propuestas por Hobbes, nosotros creemos encontrar un paralelismo más entre estas dos figuras de la Biblia, pero que no se mencionan en el Leviathan y que fortalece nuestra reconstrucción de su lectura del reino profético. Ambos, Moisés y Jesús, no son soberanos cuando intentan convencer a su pueblo de que los siga. Sin imponer órdenes, tanto el primero como el segundo persuaden a los demás con milagros para anunciar un nuevo pacto. Así como Moisés entra a Egipto y debe enfrentarse a un soberano, Jesús lo hace en Jerusalén, centro urbano y administrativo de una provincia romana, donde será juzgado no sólo por Caifás, Sumo Sacerdote, sino por Pilato, procurador romano. Ahora, en ninguno de los dos casos suscitan o dirigen revueltas contra el poder. Es luego de la salida de Egipto, autorizada por el Faraón, quien quebró su voluntad por la violencia divina ejercida sobre su pueblo, y en el desierto, como hemos visto, que Moisés poseerá los poderes soberanos, mutatis mutandi, Cristo será soberano cuando regrese definitivamente, pero no en su paso por este mundo, donde respetó no sólo al soberano civil, sino también el poder religioso del Sanedrín. En cuanto a si este reino final, definitivo y eterno donde Cristo reinará sobre sus elegidos en la tierra y bajo su Padre es resultado de un pacto por institución o por adquisición, al no haberse concretado, sino sólo anunciado, no estamos en condiciones de poder categorizarlo. Pero al culminar en ese momento las condiciones antropológicas que dan ocasión a la instauración de un Estado, ser sólo los elegidos los que lo habitan y ser Cristo mismo el lugarteniente de Dios, los elementos teóricos hobbesianos contractuales sólo pueden brindar una aproximación a la comprensión de dicho reino aún no consumado.

El mediador y el ser omnipotente

Una interesante polémica sobre la posibilidad o no de la existencia de un mediador para pactar con Dios se ha llevado adelante por dos importantes comentadores, principalmente, de los aspectos religiosos de la obra de Hobbes: Martinich y Curley. El primero sostiene que la posición política de nuestro filósofo debe ser comprendida dentro de un marco religioso; en cambio, Curley considera que el de Malmesbury quiere destruir la religión señalando sarcásticamente contradicciones. El debate se encuentra en una compilación sobre el Leviathan editado por Luc Foineau y Tom Sorell (2004). Curley encuadra su artículo en dos célebres objeciones contemporáneas a Hobbes sobre este tema, las cuales intentan mostrar los problemas que las tesis hobbesianas plantean al cristianismo. Una de ellas es la efectuada por Filmer, quien acusa al filósofo por afirmar la posibilidad de que se pueda pactar con Dios; la otra es la de Clarendon, quien lo ataca como ateo por negar la posibilidad de pactar con Dios. Estas lecturas, según el comentador, son entendibles y proponen un horizonte de sentido, a saber, contradictorio, debido a que el texto de nuestro filósofo “es realmente bastante ambiguo” (p. 212). Sin evaluar la recuperación que se propone de los dos críticos contemporáneos a Hobbes, nos focalizaremos en identificar y evaluar críticamente los problemas que allí son señalados por Curley.

En primer lugar, se afirma no sólo que “en todo pacto bíblico no participa un mediador” (202), sino que “los varios pactos que Dios hace con Abrahán en el Génesis son casos prima facie contrarios a los requerimientos de Hobbes” (ibíd.). En cuanto al primer aspecto de la crítica, es necesario determinar cuáles son los pactos que se presentan en la Escritura, algo sobre lo que una revisión de los estudios bíblicos y teológicos (Cfr. Williamson 2000, Davidson 1995, Barrick 1999) no arroja un juicio unánime. Por ser el artículo de Williamson el más analítico, reproduciremos algunos aspectos de su presentación. En efecto, según este autor, “depende de cómo se enfoquen los pactos noético, abrahámico y mosaico, se pueden identificar entre cinco y diez pactos divinos” (421). Si bien en el artículo se trabajarán nueve, éstos serán agrupados en seis categorías; a su vez, dentro de ellas podremos encontrar más de uno. La lista es la siguiente: noético, abrahámico[s], mosaico[s], sacerdotal, davídico y nuevo (o cristiano). En todos ellos, a diferencia de lo que sostiene Curley sí está involucrado un mediador, basta tan sólo observar los nombres con los que son referenciados para darse cuenta de ello. Por otro lado, Hobbes, lo hemos dicho, sólo se ocupa de los tres de los cuales surgen reinos. Pues el pacto que realiza Dios con Noé (Génesis IX:1-27) es dirigido a toda la humanidad, y no a un clan, como en el caso de Abrahán, o una nación entera, como en el caso de Moisés.

En cuanto al pacto sacerdotal, Williamson sostiene que éste “está fuertemente vinculado al pacto mosaico, en la medida en que sirve al mismo propósito general: que los sacerdotes faciliten el mantenimiento de la relación divina-humana entre Yahvé y los descendientes de Abrahán” (425), de allí que se pueda entender como un acuerdo para fortalecer los pactos de los patriarcas-mediadores. Pero por otro lado, leemos en Éxodo XXVIII y XXIX que es Dios el que le comunica a Moisés que le informe a Aarón y sus hijos cuáles son los ornamentos sacerdotales que deben llevar. Por lo cual la figura del mediador sigue presente. En el caso del pacto davídico, si bien es el profeta Natán quien recibe el siguiente mensaje de Dios para comunicárselo a David, aquél es autorizado por éste cuando acepta que “tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante ti; tu trono estará firme, eternamente” (2 Samuel VII:16), anunciando de esta manera la consolidación de la casa davídica en el trono de Israel. Es David y no Natán quien estructura su reino en función de esta nueva profecía. Así, vemos que en esta distinción de los pactos propuesta, al menos, por este especialista en la actualidad, participa un mediador. Por otro lado, desafortunadamente, Curley no informa cuáles serían los pactos en la Escritura en los que no participa un mediador.

En cuanto a la segunda crítica, es aún menos sólida, pues Curley duda de que Abrahán sea un mediador. Para ello cita un pasaje del capítulo XL, pero donde claramente Hobbes afirma que si bien es Abrahán el que pacta con Dios, como las voluntades de su familia y descendencia están “incluidas” (involved) en la voluntad de aquél, “habría tenido el poder legal de obligarlos a cumplir lo que él pactó por ellos” (XL, p. 317 [EW, III:460]). Por lo tanto, Abrahán es un claro mediador entre Dios y los hombres, ya que es él, y no los integrantes de su familia de manera individual, la que pacta con Dios. A su vez, el error se acrecienta aún más cuando sostiene que Hobbes “le atribuye a Abrahán una promesa de obediencia la cual no aparece en ningún lugar en el texto” (p. 202) e indica entre paréntesis el capítulo XXXV del Leviathan, donde se hallan transcriptos los versículos siete y ocho de Génesis XVII. En efecto, el patriarca no verbaliza sus promesas de obediencia, a saber, ser perfecto, abandonar a otros dioses y llevar a cabo el rito de la circuncisión, sino que expresa su voluntad con sus actos. Pero este modo de pactar lo habilita la misma teoría hobbesiana, pues los signos por los cuales se puede leer la voluntad de un contratante son “las palabras o las acciones independientemente o, como sucede más a menudo, las palabras y las acciones conjuntamente” (Hobbes, 1994, XIV, p. 81 [EW, III:118]). Esto es, los signos del contrato pueden ser expresos o tácitos, es decir, pueden ser verbalizados y de esta forma es la palabra la que hay que comprender o tales signos pueden ser “algunas veces la consecuencia de la palabra, del silencio, de actuar [o] de abstenerse de hacerlo” (Hobbes, 1994, XIV, p. 83 [EW, III:121]), con lo cual queda claro que la palabra no es el único móvil para expresar la voluntad de los hombres. Por lo tanto, Abrahán manifiesta su voluntad en el pacto mediante sus acciones.

En segundo lugar, este comentador dirige una crítica epistemológica a la doctrina de la mediación mediante las dos siguientes preguntas. “Si nosotros no podemos saber, sin un mediador, si nuestro pacto ha sido aceptado, ¿cómo puede el mediador saberlo?” (p. 204, énfasis original), es decir, cuál es el criterio por el cual quien media con Dios sabe que está pactando con él y que no es una fantasía o un sueño propio, con el ánimo de dominar a otro, como el mismo Hobbes enfatiza que es lo más frecuente. Por otro lado, Curley avanza y cuestiona la imposibilidad que tiene el pueblo, no ya de conocer a Dios, sino de saber que el mediador ha pactado con él. En efecto, “¿cómo pueden conocer los seres humanos comunes que el mediador ha estado comunicándose con Dios?” (p. 205). En cuanto a su primera pregunta enunciada, en un principio, parecería que es él mismo el que se responde, pues transcribe un pasaje de Números XII:6-8, que Hobbes también utiliza, para demostrar que, según dice la Escritura, Dios habla con Moisés “cara a cara” a diferencia de, por ejemplo, Aarón y Miriam, pues él es un siervo especial, es decir, el mediador. Pero si bien se reconoce esto, Curley infiere que es “problemático explicar por qué Hobbes permite que el soberano civil juegue el rol de mediador” (p. 209). Entonces, se acepta que Moisés juega el rol del mediador, pero no se acepta que ese rol lo juegue el soberano civil. Pero esto, que resulta “problemático, se explica principalmente en el capítulo XLII, que hemos recorrido recientemente, donde el nuevo pacto (y último) entre Dios y los hombres consiste en abandonar la pretensión civil de gobierno por parte de Cristo y, por lo tanto, de los apóstoles y de la Iglesia, y dejar que tal potestad la siga ejerciendo quien ya la posee. Pues Dios, como lo demuestra la lectura hobbesiana de la historia de Israel, sólo pacta con soberanos, como lo fueron Abrahán o Moisés. Cuando no hubo un “poder soberano en Israel”, y por lo tanto no hubo mediador, Dios abandonó en parte a su pueblo. Así, el mediador es el soberano civil, pues soberanos civiles fueron los patriarcas de Israel.

En relación con la segunda pregunta, la respuesta por parte de Hobbes no se hace esperar. Si bien nadie puede conocer infaliblemente que otro ha tenido una revelación sobrenatural, sí puede creer en ello. En efecto, los signos que podrían demostrar que alguien tuvo un contacto con Dios, como la realización de milagros o, de manera extraordinaria, llevar una vida recta, poseer sabiduría o ser feliz en las acciones, que son, en rigor, marcas de las intervenciones divinas en el mundo, no son suficientes como prueba para que un hombre tenga la certeza de que otro ha recibido una revelación. Sólo podrá creer o no en ello. Ante esta posición, Curley extrae la siguiente conclusión: “todos los signos sobre los cuales se podría determinar si alguien habría tenido o no una revelación divina son irreligiosos” (p. 205), lo cual, a nuestro entender es incorrecto. En el párrafo siguiente del Leviathan sobre el cual este comentador basa su juicio, se aclara que la fe, como ya lo hemos visto, es un “regalo [gift] de Dios otorgada libremente a quien le place hacerlo” (Hobbes, 1994, XXXVI, p. 187 [EW, III: 272]). La creencia en Dios y en los mandatos que éste establezca mediante sus soberanos son cuestiones que están bajo la jurisdicción divina; por lo tanto, los signos para creer o no si un hombre ha tenido una revelación son eminentemente religiosos, lo cual no habilita a actuar en función de ellos, pues el súbdito está obligado a hacer lo que dice la ley soberana, no a creer en ella.

Un tercer argumento que se propone para señalar las deficiencias que podría tener un pacto con Dios está vinculado con la posibilidad de transferir derechos a alguien que ya lo tiene todo y es omnipotente. Se pregunta retóricamente Curley, “¿qué podría tener [Dios] luego del contrato que no habría tenido antes?” (p. 208). Pero esta pregunta se retoma al final del artículo donde se solapa el objetivo general que tiene este comentador de la interpretación de la filosofía política de Hobbes, a saber, mostrar el conflicto dentro de la tradición cristiana entre un Dios absoluto que gobierna a toda la humanidad por su poder -no por ser creado, perfecto o bondadoso- y un Dios que elige a un pueblo para guiarlo mediante un pacto; según la terminología hobbesiana, mostrar la tensión entre el reino por naturaleza y el reino profético. Pero la palabra “tensión” es una forma políticamente correcta de decir lo que está realmente sucediendo en esta tradición, es decir, una “contradicción”. En efecto, Hobbes habría llevado a sus lectores, mediante sus argumentaciones, a concientizarlos sobre esta contradicción, sembrando así las semillas del escepticismo en la modernidad.

La crítica de Martinich a la viabilidad de este argumento es clara y contundente. En primer lugar la reproduciremos aquí y luego agregaremos la nuestra. Según este comentador, “el razonamiento de Curley está basado en una falsa creencia sobre los derechos en el sentido hobbesiano” (p. 238). Pues no todo pacto o contrato finaliza, como éste ha afirmado, es decir, con más derechos para una o más de las partes intervinientes. Para demostrar esto propone lo siguiente: a) puede suceder que dos personas convengan dar a una tercera un cierto monto de dinero. En este pacto, los dos primeros no finalizan con más derechos, sino, en todo caso, con menos dinero del que tenían; b), en estado natural todas las personas tienen derecho a todo, del mismo modo que Dios tendría derecho a todo y, sin embargo, pueden pactar. Porque transferir un derecho es una manera de renunciar a un derecho. Esto último consiste en privarse de la libertad de impedir a otro que se beneficie de lo que él mismo tiene derecho, es decir, es dejar el camino libre para que otro se apropie de lo que quiera. Ahora, se considera transferencia de derecho cuando esa renuncia está dirigida a alguien para que se beneficie con ella. Por ejemplo, un hombre puede renunciar a su derecho a una manzana y otros podrán o no hacer uso de ello. Pero el primero, si bien no debe impedir que otros se apropien de aquello a lo que acaba de renunciar, no toma en cuenta quién se apropiará de ello. Distinto es si este hombre transfiere ese derecho a otro, por lo cual tiene en consideración a la persona que va a beneficiarse con ese bien. Ahora bien, la persona que recibió la transferencia de derecho, en rigor, no recibió un nuevo derecho, sino el compromiso del otro de que no impedirá el ejercicio del derecho que ya ha transferido. Por último, c) todos los hombres tienen el derecho de matar a otro, pero para formar una República éste debe ser transferido al soberano, quien a su vez, por estar en estado de naturaleza no recibe un nuevo derecho que, por su condición, ya tenía. Nuevamente, como la renuncia de los derechos consiste en no impedir que otro lo ejerza y la transferencia consiste en dirigir esta renuncia a alguien, los súbditos dirigen su renuncia al soberano para que pueda ejercer la pena capital cuando lo considere adecuado. “En efecto, los súbditos no otorgaron al soberano tal derecho, sino solamente renunciando al propio, fortalecieron el de éste para que lo use del modo más conveniente que crea para la preservación de todos” (Hobbes, 1994, XXVIII, p. 204 [EW, III:297]).

Por otro lado, en cuanto a la interpretación de que la filosofía hobbesiana se propone hacer explícita la contradicción de la tradición cristiana para, de esa manera, socavar sus bases, Martinich, luego de estas argumentaciones a favor de una interpretación donde la religión juega un rol esencial en la teoría del de Malmesbury, sostiene que si Hobbes hubiera querido hacer eso, luego de haber escrito dos tomos íntegros de cuestiones teológicas en su texto más logrado, de discutir en toda su obra aspectos religiosos como lo muestra la gran masa textual que nos ha llegado, de haber sido perseguido y difamado violentamente por ciertas facciones de la Iglesia de Inglaterra y del Parlamento, habría corrido el riesgo de quedar como un bufón al construir una “máquina filosófica Rube Goldberg” (p. 239). Este mecanismo es célebre por su inútil complejidad, es decir, consiste en innumerables e intrincados pasos que debe seguir quien la use para obtener un producto que podría haber sido obtenido de manera más sencilla y directa. Si Hobbes hubiera querido socavar o mofarse de la religión, ¿para qué escribió tanto sobre temas religiosos, discutió sus ideas con teólogos de talla y arriesgó su vida en más de una ocasión? ¿No hubiera sido más sencillo y directo utilizar otra vía argumentativa o proponer tesis acordes, por ejemplo, con la Iglesia de Inglaterra o con ciertos teólogos protestantes como Calvino, con quien en no menos de una ocasión disiente? Por supuesto que sí, pero no esa no fue la propuesta de Hobbes.

Esta supuesta contradicción que señala Curley es una verdadera tensión dentro del cristianismo que, en rigor, es resultado más de nuestra limitada capacidad de comprensión que de la estructura religiosa misma. Y es el mismo Hobbes el que expresa sin ambages esta limitación humana y cómo debemos lidiar con ella para no ser blasfemos ante Dios. Apenas comienza el desarrollo del reino profético, en el capítulo XXXII, como prolegómeno a lo que va a sostener allí alude a la famosa parábola de los talentos en Mateo XXV: 14-30. En este relato evangélico, un hombre poderoso entrega a sus siervos diferentes cantidades de dinero y se ausenta. Al que le había otorgado cinco, negociando con ellos obtuvo cinco más; el que recibió dos, también ganó dos más; pero el que recibió uno tuvo miedo y lo escondió en un pozo, por lo cual, cuando vino su patrón, le comunicó que no había ganado nada, pero que tenía lo mismo que le había dado. La enseñanza de este episodio no se hace esperar y en los versículos 29 y 30 de la Escritura se afirma que: “Todo el que tiene se le dará y le sobrará, pero el que no tiene se le quitará hasta lo que no tiene. Y ese siervo inútil, echadle a las tinieblas de fuera. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. Según el Evangelio, el siervo que no obtuvo nada con lo que se le dio es un mal trabajador; al temer y no confiar, desaprovechó aquello que se le había otorgado. Así, si bien en la lectura de la Biblia debe primar la autoridad en la aceptación de tales verdades, no por eso debemos abandonar otras capacidades que Dios nos ha brindado para una comprensión más profunda de su letra. En efecto, “no debemos renunciar a nuestros sentidos y experiencia ni […] a nuestra razón natural. Porque éstos son capacidades que él ha puesto en nuestras manos para utilizarlas hasta la segunda venida de nuestro bendito Salvador” (Hobbes, 1994, XXXII, p. 245 [EW, III: 357). Así, estamos totalmente habilitados a utilizar nuestra razón en la comprensión de los misterios y de las intervenciones de Dios en el mundo narradas en la Sagrada Escritura, pero esto tiene un límite, por el cual tal tensión a diferencia de transformarse en una contradicción, según el parecer de Curley, se diluye. “En efecto, pese a que pueda haber muchas cosas de la palabra de Dios por encima de la razón, es decir, que no pueden ser demostradas o refutadas por razón natural, no obstante no hay nada contrario a ella. Y cuando esto parezca así, la falta está en nuestra incapacidad de interpretar o en un razonamiento incorrecto.” (Hobbes, 1994, XXXII, p. 246, [EW, III:360]. Con estas palabras y con la comparación de los misterios de la religión como píldoras que sanan, las cuales al masticarse, pierden todo su efecto, en cambio, si se toman enteras, curan, Hobbes condiciona piadosamente su lectura de la Biblia, no permitiendo, y menos aún intentando socavar, con la razón natural, los principios de la fe, enmarcando aquella dentro de los límites de ésta. Y no, como lo haría un escéptico, de modo contrario. Un buen cristiano, entonces, debe ser como aquel que recibió mucho y obtuvo más. Dios otorga capacidades cognitivas a los hombres no para guardarlas o esconderlas bajo una débil fe hasta la segunda venida de su Hijo al mundo, sino para que las utilicemos y para que nos preparemos de manera piadosa para recibirlo. Por eso, nuestra limitada comprensión, que muy probablemente encuentre contradicciones relativas a su capacidad, no podrá jamás resolver todos los misterios que la palabra de Dios presenta, lo cual no tiene que desanimarnos ni conducirnos necesariamente a un nihilismo, sino animarnos a comprendernos como pecadores que, por nuestra menesterosidad, necesitamos de la asistencia divina.

El resultado del pacto

Como hemos visto, el resultado del pacto entre Dios y los hombres a través de un mediador suscita un reino donde ambas partes se comprometen a cumplir lo prometido. Para que esto sea posible se requiere una soberanía absoluta por parte de quien posea el poder, en este caso Dios, y una obediencia activa por parte de los súbditos, es decir, los israelitas primero y los cristianos luego. Pero esta soberanía absoluta y esta obediencia activa están mediadas por la categoría de la representación. Este concepto, conjuntamente con el de autorización, son tematizados en el capítulo XVI del Leviathan y son de vital importancia para el proyecto político de Hobbes, porque contribuyen a calibrar las partes intervinientes de un Estado.

En efecto, estos reinos tienen la peculiaridad de integrar en su estructura un doble pacto, por lo cual se produce una doble representación. Uno de ellos es el que efectúa la multitud entre sí o un pueblo vencido con un conquistador para erigir un Estado, Leviatán o deus mortalis; el otro, el que lleva adelante el soberano civil, en tanto mediador, con Dios. Del mismo modo, el soberano civil tiene una doble representación: por un lado, es el lugarteniente de Dios y, por otro, hace posible que la multitud se pueda hacer presente en un orden estatal renunciando a su derecho de autogobierno, que posee naturalmente. En efecto, por un lado, “una multitud de hombres se constituyen en una persona, cuando son representados por un hombre o una persona establecida mediante el consenso de cada uno de aquella multitud en particular” (Hobbes, 1994, XVI, p. 104, [EW, III:151], énfasis nuestro); por otro lado, “no hay pacto con Dios sino por la mediación de alguien que represente la persona de Dios, el cual no es otro sino el lugarteniente [lieutenant] de Dios, quien tiene la soberanía bajo él” (Hobbes, 1994, XVIII, p. 111 [EW, III:160]) (énfasis nuestro). Así, la República eclesiástica y civil hobbesiana consiste en una institución visible que está en condiciones de representar ambos planos: el divino y el mundano, mediante los pactos respectivos.

Por ello, afirma Dotti que esta institución es vertical y representativa (2009, p. 11). En efecto, ambos aspectos deben darse conjuntamente para evitar caer bajo los excesos de un Estado totalitario o los mandatos que una clase o corporación dominante puedan imponer a un Estado, convirtiendo a éste en mero custodio de sus intereses privados, pero, y de allí lo más repudiable, en nombre de lo universal. En efecto, el Estado-Leviatán podría convertirse en lo primero si la verticalidad se presenta sin representación, es decir, si ésta se presenta de manera inmediata, queriendo implementar el absoluto sin ningún tipo de contemplación por lo condicionado, anulando de este modo las particularidades. Cuando esto sucede, no entra en juego la representación sino la identificación entre el gobernante y los gobernados, por la cual éstos son absorbidos por aquél. Por otro lado, una institución representativa, pero horizontal, tampoco brinda las condiciones efectivas para una soberanía, pues la transacción representacional en el mismo plano transforma la institución en un agente más que intercambia cierto tipo de bienes pero sin ninguna dignidad especial por la cual pueda reclamar obediencia. En cambio, esta representación cristológica estatal moderna que propone Hobbes es la que puede neutralizar tanto los conflictos internos, mayor fuente de peligro en la modernidad, donde el sujeto se autocontempla como libre e igual a todos y, por lo tanto, sólo puede tolerar una ley que no impugne tales asunciones; como defender su existencia de amenazas externas antes otros Leviatanes, quienes por estar en estado de naturaleza tienen derecho a todo sin una legislación mundana que los coaccione o determine, ya que si esto pasa, entonces, no serían soberanos.

Analizaremos entonces este aspecto representacional de la institucionalidad estatal. En efecto, el deus mortalis, como señalamos, posee una doble representación sin la cual no es posible no sólo su funcionamiento, sino su existencia. Ahora, una condición indispensable para la aparición de la representación es el acuerdo, contrato o pacto entre las partes. Pues para que algo se haga presente otra vez, debe haber dos agentes que acuerden tal representación. En efecto, “persona es aquél cuyas palabras o acciones son consideradas como propias, como representando las palabras o acciones de otro hombre o de cualquier otra cosa a las que son verdadera o ficcionalmente atribuidas” (Hobbes, 1994, XVI, p. 101 [EW, III: 146]). En el primer caso, la persona es natural en el segundo, artificial; siendo este segundo considerado como actor, representante, procurador, lugarteniente, vicario, abogado o diputado de un autor que autoriza mediante la representación que actúe y hable con autoridad. De hecho, etimológicamente, nos aclara Hobbes, “persona”, del griego “prosopon”, significa “máscara” o “faz”; al igual que del latín, “disfraz” o “apariencia exterior de un hombre”, conceptos que se han tomado del teatro.

Pero si consideramos que, en estado de naturaleza, donde la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, embrutecida y breve, no imperan o no son fiables los pactos, sino que cada uno tiene el derecho a todo, entonces no es posible la representación. Por lo tanto, una vida aceptable sólo es posible mediante una convivencia dentro de una institución estatal y representacional. Podríamos decir que la vida social y política del hombre está mediada por la representación, y que es, de hecho, esta última la que brinda las condiciones de la existencia de aquélla.

A mitad del capítulo que estamos analizando se enumeran “pocas cosas que son incapaces de ser representadas” (Hobbes, 1994, XVI, p. 102 [EW, III:148]). En primer lugar, las cosas inanimadas, como una iglesia, un hospital o un puente, no pueden ser representadas porque las mismas no están en condiciones de ser los autores de las acciones y las palabras de la persona que los represente. Ahora, sí puede haber representantes de estas instituciones o cosas, pero la autoridad es dada dentro de un Estado, que es el que designa un representante para tal cosa inanimada. Tampoco los niños o aquellos seres humanos con ciertos desórdenes mentales pueden ser representados sólo en un Estado, pues aquéllos no poseen autoridad para habilitar una persona representante. Por último, las imágenes que se generan en el cerebro, como los dioses paganos, al ser meros ídolos o ficciones de la mente, no pueden ser autores. En este caso, la representación de tales fantasmas sólo es posible por una autoridad soberana que lo permita, pero en sí mismos no tienen existencia. En cambio, de aquí nuestro interés en este análisis, “el verdadero Dios puede ser personificado” (Hobbes, 1994, XVI, p. 103 [EW, III:148]). En efecto, al existir y haber hecho un pacto con su pueblo elegido, posee autoridad, en tanto soberano, de autorizar un representante que actúe en su nombre. Pero esto presenta una diferencia con la autorización que otorgan los súbditos. Pues éstos se encuentran bajo la legislación del soberano civil, en cambio éste, que también es autorizado por Dios, queda bajo él. Así, una cadena de mediaciones representacionales entre Dios y los hombres aseguran una convivencia pacífica al neutralizar toda voz particular y facciosa que se arroguen el derecho de interpretar y de disponer de los mandatos divinos a su antojo. A diferencia del estado de naturaleza, donde cualquiera puede ser intérprete de la ley natural y disponerla como le plazca, en la República eclesiástica y civil hobbesiana los súbditos están seguros de que esa interpretación está en manos de uno solo quien tiene a su cargo brindarles protección y mediante la positivización de aquellos mandamientos divinos los ciudadanos pueden adquirir lo que deseen por sí mismos mediante el trabajo propio sin dañar o herir a sus pares ni al Estado.

Por último, ante la pregunta acerca de ¿si Dios queda obligado a cumplir su promesa?, para contestarla debemos transpolar las mismas consideraciones hobbesianas sobre la relación del deus mortalis con la ley civil y con su promesa de proteger a todos a cambio de obediencia. En efecto, sólo quien ata tiene la posibilidad de desatar, es decir, sólo quien crea la ley tiene la posibilidad de violentarla. De hecho, sólo se es soberano cuando se crea la ley, pues fuera del Estado no existe una normatividad reconocida por la cual los hombres ordenen su conducta. Ante este panorama, se pueden proponer dos modos de asegurarse el cumplimiento de la promesa, sin embargo ambos atentan contra la soberanía y, por ende, contra la seguridad de los súbditos. En primer lugar, se podría postular un ente superior a Dios que custodie el cumplimiento de su promesa y que lo pueda sancionar si la viola. Pero si esto es así, entonces sería ese ente el soberano y no Dios. Por lo cual éste no podría proteger efectivamente a los súbditos, ya que estaría condicionado por aquel ente. En segundo lugar, quienes pactan con Dios pueden reclamar o postular que existe una auto-imposición de éste y que es esa auto-obligación la que garantiza el pacto. En realidad, Dios está bajo la ley que él mismo estableció. Pero si él tiene la potestad de auto-obligarse, también tiene la potestad de sacarse esa obligación. Un padre de un niño que pacte con éste darle un premio si consigue ciertas notas en el colegio, queda auto-obligado a hacerlo. Pero, ¿acaso no tiene poder para poder levantar su promesa? Si un hombre lo puede, más aún lo puede hacer Dios. Ahora, si esto es justo o no, ¿cómo saberlo? Pues ¿quién puede juzgar a Dios? Por otro lado, alguien todopoderoso no restringe su poder al pactar con un pueblo, sólo enfoca su atención en sus elegidos, pero tal autoimposición no cercena el poder que posee la naturaleza divina, la cual siempre todo lo puede. Del mismo modo, un padre al pactar con su hijo no ve disminuido su poder, sino que sólo lo focaliza en la promesa acordada. También podríamos agregar que una lectura de la historia de Israel contribuye a confiar que la promesa propuesta por Dios se cumplirá, ya que no se registra ningún incumplimiento por parte de Éste; en cambio, sí encontramos innumerables episodios donde su pueblo de “dura cerviz”, como suele llamarlo, abandona a su creador, no respetando, muchas veces, lo poco que pide. De hecho, desde Adán en adelante, los hombres no han dejado de violentar las normas que Dios ha establecido para que puedan tener una convivencia pacífica entre ellos y piadosa hacia él. Tanto fue el olvido de sus criaturas de lo acordado entre ellos y Dios, que Éste tuvo que encarnarse en un hombre, bajar al mundo, sufrir humillaciones y morir por la humanidad para que renueven su pacto.

Conclusiones

En primer lugar, hemos mostrado que Hobbes basa su discurso sobre este reino profético en las Escrituras. En efecto, sus reflexiones teológicas resultan de una lectura atenta que sólo tiene un condicionamiento: asumir que las incomprensiones y supuestas contradicciones para la razón natural halladas en el texto de la Biblia son propias de nuestra incapacidad y no socavan en lo absoluto el mensaje divino. A su vez, Hobbes, como la tradición protestante de la cual forma parte, sostiene que al cesar los milagros y las intervenciones divinas de manera frecuente desde el tiempo de los Apóstoles, sólo nos queda la Escritura. Por eso, determinar cuáles son los textos canónicos como su recta interpretación, no es una tarea que se pueda dejar librada a la astucia de los hombres, sino al lugarteniente de Dios.

En segundo lugar, el pacto entre Dios y los hombres sólo es posible con un mediador, quien, a su vez, será el soberano. Hemos demostrado que tanto Abrahán como Moisés son soberanos de su pueblo antes de pactar con Dios. Distinto es el caso del pacto renovado por Cristo, donde éste ni es soberano, ni pretende serlo. En este caso, es el Hijo del Hombre quien, sin alterar ningún tipo de orden político y sometiéndose a éste, propone un pacto espiritual entre Dios y los hombres. La promesa ahora consiste en liberarse del pecado, renunciar a las tentaciones de la carne, para poder entrar definitivamente en el reino de Dios, donde Cristo será el lugarteniente del Padre. Entonces, si bien aquí el mediador no es un soberano civil, tampoco Cristo se arroga en ningún momento de su paso por este mundo tales derechos, como ordenar que su pueblo le obedezca o, menos aún, que las autoridades civiles lo hagan. Será sólo por la persuasión de los apóstoles que éstos podrán rescatar a los hombres del pecado con el objetivo de prepararlos para ingresar al reino definitivo, donde Cristo mismo será el lugarteniente de Dios. Ahora, en cierto momento de la historia, algún soberano civil será persuadido por la prédica evangelista y convertirá por ello su reino en una República cristiana, pero, y aquí lo más importante para Hobbes, la doctrina cristiana no otorgará nuevos poderes civiles. El soberano ya posee sus derechos en función del consenso de sus gobernados. Él tiene, entre otros derechos, la potestad de decidir qué doctrina debe y cuál no debe enseñarse en su reino. Por eso, dependerá de su legítima voluntad aceptar o el configurarse como Estado cristiano.

En tercer lugar, hemos mostrado, mediante los instrumentos teóricos que Hobbes calibra para entender la erección de un Estado, cuáles podrían ser los pactos que, por un lado, realizan los patriarcas con su pueblo y, por otro, Dios con éste, pero mediante los patriarcas. En cuanto a Abrahán, consideramos que su soberanía es por generación y que el pacto que realiza Dios con él como mediador también es por generación. En cambio, el pacto que realizan los israelitas con Moisés es lo más parecido a un pacto por conquista; la misma característica tiene el que realiza Dios con su pueblo mediante este patriarca. Distinto es el caso del pacto cristiano, el cual por focalizarse en el espíritu y rechazar los poderes mundanos, no es posible analizarlo con estas herramientas teóricas, si bien, Hobbes afirma que, en el mundo venidero, Cristo será el lugarteniente de Dios en un reino solo para los elegidos. Así, si bien este reino futuro presenta la misma estructura que se propone de los tiempos abrahánicos, es decir, Dios-mediador-pueblo, no nos pareció allí analizar qué tipo de pacto hobbesiano es el que corresponde, por los siguientes dos motivos. En primer lugar, no se ha consumado; en segundo lugar, al ser un reino solo para los elegidos, debemos considerar que las miserias humanas, las cuales dan ocasión a la política y a su reflexión sobre ella, cesan. Por lo tanto, las herramientas teóricas para comprenderlo también. También hemos mostrado que los potenciales disruptivos o anomalías tanto en Moisés como Jesús que atentarían contra las mismas enseñanzas del de Malmesbury señaladas por Galimidi no necesariamente producen grandes contradicciones. Creemos que la doctrina del mediador soluciona los problemas con respecto a la primera figura y que la doble naturaleza de Cristo puede sortear el difícil escollo de que el fundador del cristianismo e Hijo del Hombre haya sido encontrado culpable tanto por los poderes religiosos como por el poder civil.

En cuarto lugar, hemos reconstruido la polémica Curley-Martinich sobre la posibilidad o no de pactar con Dios, apoyando la lectura que hace este último e impugnando la que hace el primero. Curley propone una interpretación sobre la posición religiosa de Hobbes como sarcástica, la cual pretende con sus tesis mostrar las contradicciones del cristianismo para, de esta forma, impugnarlo desde adentro. Pero, tanto la densa masa textual para soportar una lectura religiosa de la obra de Hobbes, como su condicionamiento al leer la Biblia, el modo de aceptar los dogmas religiosos o su filiación, no sin ciertas tensiones, con el movimiento protestante, frena y objeta las críticas que estas interpretaciones, al sacar ciertos pasajes del contexto argumentativo global, proponen.

En quinto lugar, dilucidamos el doble pacto que posee la soberanía con su doble representación. Pues el soberano es el lugarteniente de Dios en la tierra, por un lado y, por otro, es el representante de la multitud al conformarla en una persona. Así, la estatalidad moderna posee una estructura cristológica, es decir, representacional y vertical. Lo primero frena la caída en un totalitarismo; lo segundo, en un Estado instrumento de una clase dominante que pretende utilizar este ente universal para sus fines privados. También consideramos, para que los hombres se aseguren que Dios cumpla su promesa, la posibilidad de que exista un ser superior que la haga cumplir, lo cual atenta contra la misma dignidad de Yahvé o que Éste se autoimponga obligaciones, pero por más que suceda esto último, éstas pueden ser levantadas. Por último, recordamos que la historia de Israel o la de los Apóstoles relatada en el texto bíblico nos muestra innumerables violaciones al pacto por parte de los hombres, en cambio, no tenemos un solo registro de ausencia de cumplimiento por parte de Dios. Si bien es un dato, no nos parece menor, para a aquellos a quienes los convencen mucho más los hechos que las razones.


  1. Por ejemplo, dentro de los “Treinta y Nueve Artículos de la Religión de la Iglesia Anglicana” preparados en el año 1571 con el objetivo de conformar una identidad religiosa y separarse del catolicismo romano, sostiene en su Octavo que “Los tres Credos, el Niceno, el de Atanasio, y el comúnmente llamado de los Apóstoles, deben ser admitidos y creídos enteramente porque pueden ser probados por el testimonio muy cierto de las Santas Escrituras”.
  2. La epístola referida se identifica con el número VIII y afirma lo siguiente: “Hay en verdad, agustísimo emperador, dos poderes por los cuales este mundo es particularmente gobernado: la sagrada autoridad de los papas y el poder real. De ellos, el poder sacerdotal es tanto más importante cuanto que tiene que dar cuenta de los mismos reyes de los hombres ante el tribunal divino. Pues, has de saber, clementísimo hijo, que, aunque tengas el primer lugar en dignidad sobre la raza humana, empero tienes que someterte fielmente a los que tienen a su cargo las cosas divinas, y buscar con ellos los medios de tu salvación. […] Y si los corazones de los fieles deben someterse generalmente a todos los sacerdotes, los cuales administran las cosas santas, de una manera recta, ¿cuánto más asentimiento deben prestar al que preside sobre esa sede, que la misma Suprema Divinidad deseó que tuviera supremacía sobre todos los sacerdotes y que el juicio piadoso de toda la Iglesia ha honrado desde entonces”, extraído de Boeri y Tursi (1992, p. 222, énfasis nuestro).
  3. Reproducimos la versión de esta leyenda según Teja (2006, pp. 5-6), por considerar la que mejor sintetiza los numerosos episodios y las distintas fuentes: “Constantino, dueño del mundo y perseguidor de los cristianos, es castigado por Dios con la lepra. Los recursos a los magos y a los médicos no dan ningún resultado. Los pontífices del Capitolio le recomiendan llenar una piscina con la sangre de niños asesinados. Reunidos más de treinta mil niños, cuando se va a llevar a cabo el baño sangriento, las lágrimas y llantos de innumerables madres conmueven al emperador y, tras un discurso pronunciado delante del pueblo y de los soldados, renuncia a llevarlo a cabo en nombre de la iustitia y la pietas y devuelve los niños a sus madres. En la noche siguiente se le aparecen en sueños los apóstoles Pedro y Pablo que le ordenan que reclame al obispo Silvestre que se había ocultado en una cueva del monte Soracte huyendo de la persecución decretada por el propio emperador. Este obedece, hace llamar a Silvestre, quien le revela el significado del sueño y le instruye en los principios de la fe cristiana. Convencido por el sueño y su interpretación, decide recibir el bautismo que le es impartido, tras un período de penitencias y ayunos, en la pila bautismal del palacio de Letrán de la cual “sale limpio (de la lepra) y confiesa haber conocido a Cristo”. Una vez bautizado y curado de la lepra, Constantino emana una serie de disposiciones a favor del cristianismo y de la iglesia de Roma”.
  4. En la Donatio Constantini, Constantino habría concedido a Silvestre dos cosas. En primer lugar, el poder temporal sobre toda Italia, como se observa en Constitutum 87 y 93: “A san Silvestre nuestro padre, sumo pontífice y Papa universal de la ciudad de Roma y a todo los pontífices que lo sucedan y que hasta el fin del mundo ocupen la sede de san Pedro, concedemos y entregamos, desde este momento, nuestro palacio imperial de Letrán […] como también la ciudad de Roma y todas las provincias, lugares y ciudades de Italia y de las regiones occidentales” extraído de Boeri, M y Tursi, A (1992, p. 228). En segundo lugar, justifica su marcha hacia Oriente, pues no es justo que ambos poderes compartan la ciudad santa, según Constitutum94-95: “De allí que hayamos considerado trasladar y transferir nuestro imperio y el poder real a las regiones orientales, edificar una ciudad con nuestro nombre en un lugar óptimo de la provincia de Bizancio e instalar allí nuestro imperio; pues donde el emperador celeste ha instalado el primado de los sacerdotes y del jefe de la religión cristiana no es justo que, precisamente allí, tenga poder el emperador terreno” extraído de Boeri y Tursi (1992, p. 229).
  5. Nos referimos a tres escritos juveniles -circa 1615- editados por Reynolds y Saxonhouse (1995). Allí en el Discurso sobre Roma se lee: “Pero tras la conversión de Constantino, ver los efectos dañinos producidos por una causa tan sana sólo puede causar perplejidad. Porque la ambición de los obispos de Roma hizo de esta conversión el primer paso hacia su propia grandeza y hacia la subversión del Imperio. No sé qué bases tiene la historia de la célebre donación, que creo yo que ya nadie defiende, pero ella fue la verdadera causa de la progresiva entrega del imperio.” (72)
  6. Esta característica de los israelitas, al ver los efectos que produce la presencia de Dios en el Sinaí, “temblando de miedo”, no se registra en el texto de KJV que transcribe Hobbes en el Leviathan en inglés. Sí, en cambio, se encuentra en la Vulgata y en la edición latina del Leviathan como perferriti ac pavore concussi. Por el miedo, sostiene el de Malmesbury, se pacta y es éste el motor principal de su mantenimiento. Por eso, creemos que la consideración de esta característica en el texto sagrado favorece nuestra tarea de interpretación del pacto de Dios con los hombres bajo la teoría hobbesiana. Esto también muestra la fidelidad de Hobbes a la KJV, como lo expresa antes de comenzar su discurso sobre la historia sagrada.
  7. No desconocemos que el pasaje que suelen considerar los estudiosos de la Biblia para identificar el nuevo pacto con Dios está anunciado en Jeremías XXXI:31 (“Van a llegar los días -oráculo de Yahvé- en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza […] pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré”) y luego, mediante Cristo mismo, en Mateo XVI:26-28 (“‘Tomad, comed, este es mi cuerpo’. Tomó luego una copa y, después de dar las gracias, se la pasó diciendo ‘Bebed de ella todos, porque esta es mi alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados’”), pero Hobbes aquí no los transcribe, pues, su intención está centrada en enfatizar un aspecto de esta nueva alianza, a saber, el rechazo de Cristo por los poderes temporales.
  8. Esta característica de la República eclesiástica y civil hobbesiana desorienta al lector que quiere ubicar rápidamente ésta dentro de las filas de la Reforma, pues tanto Lutero como Calvino sostienen la figura del Papa como el Anticristo. En cambio, Hobbes no encuentra que el jefe de la Iglesia católica romana ni niegue que Jesús sea el Cristo, ni que se autoproclame él mismo como Cristo. Si bien el Papa “ha usurpado un reino en este mundo”´[…] “no lo hace como Cristo, sino para Cristo, por lo cual no hay nada en él de Anticristo” (Hobbes, 1994, XLII, 1994, p. 378 [EW, III:553]). Ahora, la tensión con esta vertiente cristiana se agiganta aún más cuando Hobbes sostiene que si le place, el soberano puede “ceder el gobierno de sus súbditos en materia de religión al Papa” (Hobbes, 1994, XLII, p. 373 [EW, III:546]). Sin embargo, este gobierno está autorizado por el soberano, por lo cual se halla debajo de éste. De esta forma, en ningún momento puede rivalizar por el poder de manera legítima. No desconocemos que, si bien estas dos ideas generan cierto problema al querer ubicar a Hobbes directamente dentro de una corriente protestante del cristianismo, sobre todo del anglicanismo, descartarlo directamente de una posición religiosa nos parece, como venimos mostrando, una exageración.


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