Otras publicaciones:

12-2382t

DT_Cassin_Sferco_13x20_OK-2

Otras publicaciones:

Book cover

Book cover

Apéndice

Una lectura hobbesiana de las Epístolas paulinas

Las Sagradas Escrituras

enseñan que los súbditos

cristianos deben obedecer a sus

  reyes o soberanos y a sus ministros,

 aun si éstos fueran paganos.

Hobbes, Leviathan (OL), XLVI

Nos permitiremos ahora, expuesta nuestra interpretación teológico-política hobbesiana- schmittiana, leer con este potente arsenal teórico dos aspectos de dos cartas del apóstol Pablo: la relación de obediencia y autoridad en la Carta a los romanos[1] y la relación entre estado de naturaleza y estado político en la Segunda carta a los tesalonicenses.[2] Esta lectura mostrará filiaciones más que rupturas entre quien forjó, por vez primera, una teología política cristiana, y quien lo hizo, también por vez primera, con el concepto de Estado.

No es arriesgado afirmar que la influencia que ha tenido la Carta a los romanos del apóstol Pablo de Tarso para estructurar la mentalidad cristiana es enorme. Sobre todo durante el siglo XX, la Epístola ha sido objeto de grandes estudios teológicos y teológico-políticos.[3] Cada capítulo del escrito paulino ha merecido y merece una profunda atención y discusión sobre sus supuestos, sus alcances y sus limitaciones. Por todo esto, nuestra ambición aquí es modesta, pero no por eso irrelevante o infundada. En nuestra lectura de las Cartas, pretendemos señalar ciertos pasajes de las Escrituras que iluminan algunas ideas del padre de la filosofía política moderna, Thomas Hobbes. El núcleo conceptual que nos interesa señalar en primer lugar, y que puede darles profundidad a ciertas tesis hobbesianas, es la relación fe-ley. Ahora, si esta relación conceptual entre la propuesta de Pablo y la propuesta de Hobbes es posible, es decir, si la deuda del segundo con el primero es mayor de lo que cierta historiografía hobbesiana  supone, la lectura teológico-política abre un nuevo horizonte de sentido a la problemática filosófica-política moderna.

Para concluir con estas brevísimas palabras introductorias a nuestra lectura de las Cartas, nos vemos obligados a citar un pasaje poco conocido y menos aún trabajado de un texto científico de Hobbes, que condensa la deuda de la política con la teología. En efecto, en el Prefacio “Ad Lectorem” al De Corpore se aprecia explícitamente cómo las categorías religiosas estructuran el pensamiento político, pues cuando se da cuenta del método que permite el avance en el conocimiento se afirma enfáticamente lo siguiente:

Las cosas confusas se han de discutir y distinguir, se han de ordenar con los nombres asignados a cada una, es decir, hace falta un método semejante a la creación de las cosas mismas. Y el orden de la creación fue: la luz, la distinción del día y de la noche, el firmamento, las luminarias, las cosas sensibles, el hombre. Y luego, después de la creación, el mandato. Por lo tanto, el orden de la contemplación será: la razón, la definición, el espacio, los astros, la cualidad sensible, el hombre. Y después, una vez que el hombre se haya hecho adulto, el ciudadano. (Hobbes, OL, I:vii).  

La cita es por demás elocuente: “Hace falta un método semejante a la creación de las cosas mismas” para poder avanzar en el conocimiento. A su vez, observamos cómo la metafísica culmina en política, pues, una vez definidos los grandes temas metafísicos, por ejemplo, qué es la razón o qué es el espacio, se está en condiciones de considerar al hombre y sus obligaciones en cuanto habitante de una comunidad, es decir, al ciudadano. Y este orden de la contemplación de las cosas, o sea, de la manera de contemplar el mundo, proviene de una estructura teológica -en este caso mediante el relato judeo-cristiano de la creación- y conforma la mentalidad del primer filósofo político moderno. Así, este pasaje no sólo nos habilita a investigar si en la filosofía hobbesiana habitan contenidos teológicos, sino también a focalizarnos en que la manera de pensar su filosofía -“el orden de la contemplación”- es teológica, es decir, obtiene su armazón filosófico de allí y sólo es entendible cabalmente si tal andamiaje es explicitado. Por último y para aclarar más esta idea, no es posible abandonar estas  nociones sin dejar de mencionar algo que también ya señaló Schmitt (1982), pero en su libro dedicado a Hobbes. Nos referimos al célebre frontispicio del Leviathan, donde se aprecia un paralelo visual entre lo político y lo teológico: un castillo tiene su par en una catedral, un corona en la mitra, un cañón en los rayos de la excomunión, banderas y estandartes bélicos son símiles de silogismos escolásticos y una batalla está equiparada, para escándalo de muchos, a un concilio. De esta manera, tanto desde lo visual como desde lo escrito, el padre de la filosofía moderna hace manifiesta su deuda con el pensamiento teológico.

La relación pistis-nomos que se establece en la Carta a los romanos atraviesa todo el escrito paulino.[4] Sintetizando, pero no con ánimos reduccionistas, sino de identificar el problema, allí se declara que sólo serán salvos los que crean que Jesús es el Mesías, quien resucitó entre los muertos y quien fue anunciado por los profetas. Así, no alcanza con cumplir con las obras, prescriptas por la ley, para acercarse a Dios, sino también con una convicción interior, podríamos decir, con doblegar nuestro orgullo ante el Creador o reconocernos carentes y necesitados de auxilio. De esta manera, Pablo sentencia: “Porque pensamos que el hombre es justificado por la fe, independientemente de la obras de la ley” (Romanos III:28).[5] Por nuestra parte, creemos estar habilitados a decir que la nueva normatividad o que, en todo caso, la vigencia de la antigua normatividad, está dada por el hecho excepcional y único de la venida del Mesías al mundo. Es ahora esta irrupción de Dios en la historia la que plenifica definitivamente la ley, convierte su letra, muerta y sin efectos reales, en pura vida que otorga sentido al mundo. Pero los hombres, en su arrogancia, pensaron que el cumplimiento sólo formal de la ley los hacía salvos. Tal camino, en vez de acercar a los  hombres a Dios, lo alejó. Tanto es así, que quienes fueron los custodios de la ley no estuvieron en condiciones de aceptar a Jesús como el Mesías: no reconocieron al Hijo del Hombre. Por eso, nos parece que acierta Jacob Taubes, pese a ubicarnos diametralmente opuestos en su interpretación, cuando sostiene que: “El imperator no es el nomos, sino el clavado por el nomos a la cruz” (1993, p. 152). Es decir, la nueva normatividad emana del hecho excepcional, y no de una normal legislación mundana. Por esto, de lo que se trata es de despertar en los hombres la “obediencia a la fe” (Romanos, I:5), pero esto ¿elimina el valor de la ley?: “¡De ningún modo!; más bien lo consolidamos” (Romanos, III:31), exhorta el apóstol de los gentiles.          

Creemos que esta relación entre lo excepcional -la llegada del Mesías- y la impotencia de la ley -la incapacidad de encaminar los humores orgullosos y egoístas de los hombres-  anima y permite una justa comprensión de los supuestos de la filosofía política de Hobbes. Ya que consideramos, con Schmitt (1922, p. 9), que “soberano es el que decide sobre el estado de excepción”. Según el jurista alemán, la soberanía reside en aquel que tiene exclusiva y legítimamente la facultad de decidir en circunstancias extremas. Cuando las fuerzas están emparentadas, la ley no resuelve por sus propios medios, hace falta una decisión que dirima el conflicto. Por eso, “el estado excepcional tiene en la Jurisprudencia análoga significación que el milagro en la Teología.” (ibíd., p. 37). En ésta, el milagro es una irrupción del orden natural-legal por el único ser con poder y autoridad para hacerlo, Dios; en aquélla, la decisión de un estado excepcional por el cual se suspende la normatividad vigente también sólo es posible legítimamente por el soberano, cuando las circunstancias de crisis lo requieran.

En el caso de Hobbes, nos parece que esta lógica se reproduce cabalmente. En primer lugar, fuera del Estado no hay una normatividad civil o una normatividad natural efectiva para la paz. Es decir, la normatividad natural requiere interpretación, pero para que eso suceda los hombres deberán decidir quién tiene el derecho a interpretar. El soberano hobbesiano se encuentra en estado natural, está fuera del orden legal civil, trasciende el orden civil y, desde este punto de vista, puede alterarlo cuando lo considere oportuno, por ejemplo, cuando su comunidad no respete la ley. Es ésta, entonces, la razón en la cual estriba su soberanía.

Y así como Pablo evaluó que la ley sólo fue un instrumento ineficaz para que los hombres se acercaran a Dios, Hobbes también desconfía de la ley como instrumento eficaz para que los súbditos se comporten pacíficamente. Veamos cómo el filósofo de Malmesbury señala la problemática: “Pues no es la letra de la ley, sino su intención y significado, es decir, su auténtica interpretación (que radica en el sentido del legislador), lo que constituye la naturaleza de la ley. Y por tanto, la interpretación de todas las leyes depende de la autoridad del soberano, y los intérpretes no podrán ser otros que los que el soberano, al cual los súbditos deben exclusiva obediencia, tenga a bien nombrar. Si no, la habilidosa tergiversación de un intérprete puede hacer que una ley tenga sentido contrario al que le dio el soberano y el intérprete en cuestión se convertirá entonces en legislador.” (Hobbes 1994, XXVI, p.180 [EW, III:261]). El problema de la ley es, principalmente, el de la interpretación. La ley por sí misma no resuelve las complejidades de un cierto orden posible, sino una autoridad legítima que interprete lo que la ley sanciona. La interpretación de la ley puede, mediante la astucia de un súbdito sedicioso, contradecir el juicio soberano. Desafortunadamente, la avidez humana hace uso de la ley no en busca de justicia, sino de salvaguardar su propio interés y, la mayoría de las veces, en contra del interés común. Del mismo modo, veamos ahora cómo explica el apóstol Pablo la problemática que trae la ley: “Así que la ley en sí misma es santa y santo el precepto, y justo y bueno. Entonces, ¿se ha convertido lo bueno en muerte para mí? ¡De ningún modo! Es que el pecado, para aparecer como tal, se sirvió de una cosa buena para procurarme la muerte.” (Romanos, VII:12-13).[6] El pueblo elegido de Dios pecó en su arrogancia y se adueñó de la ley, pero no para ser más justo y ser salvo, sino para alejarse del camino divino de la salvación. Privilegió lo mundano sobre lo divino. Pero esto fue tan grave, que tuvo que venir su Hijo para salvar a los hombres y encaminar la orientación perdida. Fue, entonces, esta presencia excepcional -y no un camino normal-legal- la que instaura un camino definitivo que conduce a la salvación.

Hemos intentado mostrar de qué manera la relación pistis-nomos ilumina ciertas consideraciones teóricas de Hobbes con relación al soberano y la ley. Esta continuidad entre uno de los Padres de la Iglesia y uno de los Padres de la Filosofía Moderna nos permite repensar, entre otras cosas, si la emancipación moderna es tan radical como generalmente se presenta o si la deuda con pensadores cristianos dista mucho de ser solamente una cuestión de influencia histórica. Pero sigamos mostrando más bien filiaciones que disrupciones entre lo teológico y lo político en la otra carta de Pablo.[7]

De esta manera, y en segundo lugar, tomaremos la noción de katechon, formulada por el apóstol Pablo en su célebre Segunda carta a los tesalonicenes, como elemento teológico-político con el objetivo de esclarecer, al menos en parte, la compleja relación entre estado de naturaleza y Estado que acuña Hobbes en su obra máxima, Leviathan.

No está de más observar que el filósofo de Malmesbury no menciona este concepto, ni siquiera en un capítulo netamente escatológico como lo es el último de la parte III: “Sobre lo que es necesario para que un hombre sea recibido en el Reino de los Cielos”. No obstante, nosotros creemos que tal noción está presente en su elaboración teórica de un “poder común eclesiástico y civil”. A su vez, nos arriesgaremos a afirmar que extraer este elemento, del mismo modo que extrae la densidad teológico-política presentes en el Leviathan, atenta contra el objetivo general del padre de la filosofía moderna, a saber, construir un orden artificial en un mundo con integrantes que se muestran, la mayoría de las veces, irreverentes contra todo tipo de norma.

Por eso, si la tesis de Schmitt es cierta, se podría plantear el siguiente dilema: o la paternidad de la filosofía moderna no radica en Hobbes o es necesario revisar nuevamente el paradigma moderno mediante una relectura de los pensadores que supuestamente lo forjaron. En este momento, nosotros estamos haciendo todo lo posible por alentar la segunda opción. Pues nos parece que el gran período moderno no consiste exclusivamente en una emancipación plena del sujeto de toda norma u orden, sino que tales normas u orden vuelven a aparecer, de manera secularizada, pero con la misma estructura. Julián Sauquillo (2008, p. 15) lo aclara muy bien: “Referirse hoy a la secularización no supone partir de la desaparición de los rasgos y creencias religiosas de la sociedad antiguo-medieval, sino considerar que aquellas manifestaciones religiosas perviven mutadas en otros ritos, instituciones y actos sociales”. De esta manera, pensar la política es pensar teológicamente. Nuestra tarea, entonces, consistirá en explicitar esta relación utilizando el katechon paulino en la dicotomía estado natural-Estado político.

Ahora, en primer lugar, transcribiremos el pasaje de la Segunda epístola a los Tesalonicenses, II: 3-11, del apóstol Pablo donde se menciona aquello que retarda la llegada del mal, para luego proponer una vinculación posible con la filosofía política de Hobbes, previa interpretación del katechon por Schmitt. En dicho texto se lee lo siguiente:

Que nadie os engañe de ninguna manera. Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de la perdición, el Adversario que se alza contra todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamarse a sí mismo Dios. ¿No os acordáis que ya os dije esto cuando estuve entre vosotros? Vosotros sabéis qué es lo que ahora le retiene, para que se manifieste en su momento oportuno. Porque el misterio de la impiedad ya está actuando. Tan sólo con que sea quitado de en medio el que ahora le retiene, entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la manifestación de su Venida. La venida del Impío estará señalada por el influjo de Satanás, con toda clase de milagros, signos, prodigios engañosos, y todo tipo de maldades que seducirán a los que se han de condenar por no haber aceptado el amor de la verdad que les hubiera salvado.

El término katechon, como todo término teológico sobresaliente, ha recibido, recibe y recibirá fuertes tendencias hermenéuticas sobre su sentido. A su vez, el origen enigmático que propone Pablo en la mencionada epístola no hace sino agigantar aún más su disputa semántica. Por eso, no es nuestra intención aquí proponer una problematización de tal concepto, algo que, en primer lugar, excede los límites de este trabajo, sino tomar el sentido otorgado por quien es uno de los protagonistas de este debate contemporáneo y señalar su presencia en Hobbes. Así, para Schmitt, en un escrito de la década del cincuenta, El nomos de la tierra, al referirse  a la Respublica Christiana sostiene:

Lo fundamental de este imperio cristiano es el hecho de que no sea un imperio eterno, sino que tenga en cuenta su propio fin y el fin del eón presente, y a pesar de ello sea capaz de poseer fuerza histórica. El concepto decisivo de su continuidad, de gran poder histórico, es el de katechon. Imperio significa en este contexto la fuerza histórica que es capaz de detener la aparición del anticristo y el fin del eón presente, una fuerza qui tenet, según las palabras de san Pablo apóstol en la Segunda carta a los Tesalonicences, capítulo 2. […] El imperio de la Edad Media cristiana perdura mientras permanece activa la idea de katechon. No creo que sea posible, para una fe originalmente cristiana, ninguna otra visión histórica que la del katechon. La creencia de que una barrera retrasa el fin del mundo constituye el único puente que conduce de la paralización escatológica de todo acontecer humano a una fuerza histórica tan extraordinaria como la del imperio cristiano de los reyes germanos (Schmitt 1988, p. 29).

Desde esta perspectiva, la fuerza qui tenet es una fuerza histórica que está presente en el imperio para detener la venida del “Impío” o el ánomos con quien comenzarán las iniquidades, las cuales, sin embargo, serán eliminadas junto con él, en un momento siguiente, cuando la segunda y definitiva venida a este mundo del “Señor Jesús” se consuma.[8] De esta manera, el orden político recibe una fuerza trascendente que le permite establecer una paz en la tierra para cumplir con su misión escatológica.

Ahora, teniendo presente la propuesta de Schmitt y antes de ingresar en la posición de Hobbes, sólo quisiéramos remarcar algunos núcleos de las palabras de Pablo en relación con el katechon, que nos parecen importantes para nuestra interpretación: 1) es una fuerza que detiene, asumimos que esa fuerza tiene carácter histórico, es decir, político; 2) ahora, esa fuerza detiene “el misterio de la anomia”, que ya está en acto, es decir, que el mal está presente como una amenaza permanente en este mundo; 3) cuando aquello que detiene deje de cumplir su función y el ánomos, ayudado por Satanás, despliegue las iniquidades en este mundo serán inmediatamente destruidos “con el soplo de la boca” del Señor, por lo cual, luego de esto, no tendría sentido ningún orden político o poder histórico sobre la tierra -ya que es la historia la que culmina- pues Cristo se hará nuevamente presente en el mundo extirpando el mal y juzgando a vivos y muertos por sus pecados cometidos durante su vida mundana.

Reinterpretando el mensaje apocalíptico del apóstol en clave política, podríamos decir que existe una amenaza permanente de desorden en el mundo, el cual es obturado por una fuerza política -pues hemos consideramos que es  histórica- que no permite al mal desbordarse y así poder adueñarse de la paz y de la concordia. De esta manera, la historia avanzaría, o al menos transitaría, dinamizada por esta polaridad desorden-orden, que, y aquí un rasgo muy importante, no culminaría de manera mundana. Es decir, la desactivación de esta polaridad no podría suceder, desde este lectura que estamos proponiendo, ya sea con un supuesto triunfo del desorden, liberando así al hombre de un yugo opresor y aniquilando de una vez por todas cualquier posibilidad futura de dominación; ni tampoco podría suceder con una supuesta eliminación total del desorden por un poder hiper-eficaz que anule toda posibilidad futura de rebelión. No, la desactivación de la polaridad mundana es supramundana, es decir, sólo será posible con el regreso del Señor. Mientras tanto, el mundo se estructura entre esta tensión, ineliminable mediante mecanismos humanos, por la cual debe establecerse un orden político transitorio. Desconocer esta polaridad es desconocer lo mundano, por lo cual se torna difícil -o imposible- intentar equilibrar los desórdenes y amenazas permanentes que imperan entre las relaciones humanas.  

Quizá uno de los aspectos más conocidos de la obra de Hobbes sea el retrato que propone este filósofo de un estado de naturaleza humano conflictivo y problemático, donde hombres soberbios y agresivos quieren dominar e imponerse unos sobre otros. La ausencia de una ley común o de algún tipo de normatividad, que sea por todos reconocida y que pueda implementarse para zanjar las diferencias que brotan permanentemente de las pasiones enfrentadas entre los seres humanos, retratan una situación, donde los “hombres-sin-ley” suscitan permanentemente el desorden. Así, en ese estado de guerra, sostiene Hobbes, “nada puede ser injusto. Las nociones de lo que es correcto o de lo que es incorrecto, justicia o injusticia no tienen lugar aquí. Donde no hay un poder común, no hay ley. Donde no hay ley, no hay injusticia.” Por eso, “la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve” (Hobbes 1994, XIII, p. 78 [EW, III:113]).

 Ahora, ¿es posible abandonar plenamente esa situación natural del hombre? ¿Podría algún Leviatán extirpar definitivamente la agresividad y la soberbia humanas? ¿Será ésta la ambición de máxima del proyecto hobbesiano? ¿Sería, en todo caso, Hobbes el fundador del liberalismo? Nosotros creemos que no, que tales características antisociales anidan en el hombre y son imposibles de extirpar de manera absoluta mediante algún mecanismo humano. De hecho, el mismo Hobbes propone una experiencia mental muy controvertida que intenta poner de manifiesto cómo la problemática condición natural humana convive aún dentro del Leviatán.

Nos referimos al pasaje donde invita al lector –o al súbdito-, que no confía en que el retrato del estado natural descrito se corresponda con la realidad, a que le explique (Cfr. Hobbes 1994, XIII, p. 77[EW, III:114]) por qué cuando viaja cabalga armado, cuando se va a dormir cierra sus puertas con llave o aun en su casa pone candado a sus arcas, pese a existir leyes por todos conocidas y oficiales públicos que pueden actuar a favor de él si es perjudicado. ¿Acaso –se pregunta nuestro filósofo- con tales actitudes no se está actuando acorde a tal supuestamente nefasta descripción del hombre? A su vez, esta idea de la presencia permanente del estado de naturaleza en los hombres se refuerza con la noción de tiempo que propone Hobbes, pues “la guerra no consiste sólo cuando se da batalla, o en el acto mismo de luchar, sino en un período de tiempo donde la voluntad a dar batalla es suficientemente conocida. Y por esto, la noción de tiempo debe ser considerada para entender la naturaleza de la guerra del mismo modo que se lo hace para entender la naturaleza del clima. Porque así como el mal tiempo no consiste en uno o dos chubascos, sino en una tendencia a ellos durante muchos días, así la naturaleza de la guerra no consiste en una batalla, sino en una disposición manifiesta a ella.” (Hobbes, 1994, XIII, p. 76 [EW, III:112]). De esta manera, no sólo la acción misma de luchar con otro retrata el estado de naturaleza, sino la posibilidad de perder la vida al ser atacado por otro. Ahora, ¿existe o ha existido alguna realidad política donde esta posibilidad haya quedado totalmente anulada? ¿Ha podido o puede un Leviatán eliminar absolutamente la amenaza interna y la amenaza externa que se posa sobre los integrantes de su comunidad? La respuesta es negativa.

Pero esto no es un indicio de un desperfecto técnico en la construcción del Estado, sino que las razones de tal fragilidad hay que buscarlas en el conocimiento mismo de la naturaleza humana. Pues la posibilidad de un hombre de perder la vida mediante una disputa con otro es una característica netamente humana. Y es esto, precisamente, la tesis sobre la cual se levanta y debe levantarse la política, el orden, en definitiva, un Leviatán. De esta manera, podríamos decir que el estado natural del hombre hobbesiano no es meramente un punto de arranque metodológico y abstracto de un teórico del contractualismo, sino un retrato existencial de la condición humana que los hombres no alcanzan a ver por su inevitable socialización. Ricardo Forster, quien rechazaría esta línea doctrinaria que hemos desarrollado, destaca, por ejemplo, esta capacidad de indagar en lo profundo de una sociedad por parte de los pensadores de derecha como Jünger o Schmitt, pues estos teóricos nos muestran “el lado maldito de una realidad que vive camuflando sus horrores, sus desvaríos homicidas” (Forster 2002, p. 135).

Entonces, si es ineliminable el desorden humano de este mundo, ¿tiene sentido luchar por un cierto orden político? Sí, lo tiene. De hecho, esa característica existencial es la que provoca el ingreso de la política al mundo, la cual se presenta como el único instrumento con capacidad de poder canalizar, encauzar o redireccionar la problemática humana, pero jamás de desterrarla totalmente.

De esta manera, el Leviatán se erige, se fundamenta y se sostiene sobre esta problemática humana. Hobbes no piensa el Estado como un dispositivo técnico que el avance científico beneficiará otorgándole elementos eficaces para el control del reino, sino como un “retardador”, como una “fuerza que detiene” ese desorden que permanentemente quiere desbordarse. Ahora, al ser las fuerzas humanas las que luchan entre sí, ninguna podrá sojuzgar definitivamente a la otra y establecer la paz duradera en el mundo, por más que una de estas fuerzas esté aglutinada en un Estado. Pero la diferencia entre agruparse en un Estado para poder convivir y no hacerlo, en todo caso, es que el Leviatán recibe la fuerza de dos ángulos y, por esto, podemos decir que tiene una mayor capacidad para poder detener el caos, aunque siempre será de manera precaria y circunstancial.

Desde el ángulo inferior, reconoce y lo legitiman los hombres mediante un contrato originario; y desde el ángulo superior es el representante de Dios en la tierra o aquel “dios mortal, el cual se halla bajo el Dios inmortal, y a quien le debemos nuestra paz y nuestra defensa.” (Hobbes, 1994, p. 109 [EW, III:157]). Por eso, estamos habilitados a considerar al Estado hobbesiano como un soporte donde es posible que medie lo absoluto con lo particular, dando paso así a una pacificación mundana, es decir precaria, con el objetivo de esperar la segunda venida de Jesucristo, quien dará la salvación eterna a los súbditos que hayan cumplido con su deber de obedecer la ley de Dios en este mundo.           

Sintéticamente, esta modesta lectura de esta segunda carta consistió en dos puntos. En primer lugar, hemos creído encontrar en el pasaje de la epístola de Pablo una tensión mundana que opone desorden a orden y cuya desactivación sólo se logrará con la parousía. También hemos considerado, apoyándonos en la interpretación de Schmitt, que lo que detiene ese desorden, katechon, es una fuerza política o histórica. En segundo lugar, a la luz de estas consideraciones hemos analizado la estructura de la teoría del Estado de Thomas Hobbes y hemos observado cómo está presente dicha polaridad y que es imposible extirparla totalmente del mundo mediante mecanismos mundanos.

Ahora, a modo de conclusión, nos preguntamos ¿qué ganancia obtenemos de este rodeo teológico? A lo cual respondemos, que los beneficios son considerables. Pues si la presencia teológica se encuentra en el pensamiento de este filósofo moderno las preguntas que surgen pueden ser las siguientes: ¿se ha emancipado la modernidad totalmente del núcleo teológico medieval? ¿Es lo teológico un residuo que se irá diluyendo mediante el paso del tiempo o es un fondo inevitable para pensar filosófica y políticamente? ¿Era la verdadera intención de los modernos que el conocimiento mundano imperase hasta hacer desaparecer, por su supuesta efectividad para resolver problemas, toda noción o vestigio supramundano? ¿Era la religión para ellos un saber supersticioso y que encadena a los súbditos al yugo de reyes depravados? ¿Estamos seguros de que esas formas religiosas no regresan a nuestro mundo hiper-tecnificado, pero negando su origen teológico y, de esta manera, no pudiendo ser comprendidas? En definitiva, ¿es posible -o fue posible- desterrar a Dios del pensamiento? Aparentemente, el filósofo del Malmesbury nos muestra que no es posible hacerlo. 

Por otro lado se nos presenta otro conjunto de preguntas, pero en relación con el proyecto político de Hobbes. ¿Es el Estado hobbesiano civil, religioso o civil y religioso? ¿Se pueden implementar las nociones propuestas por Hobbes en su Leviathan, pero recortando sus posiciones teológicas? Más precisamente, ¿las dos primeras partes de esta obra son independientes de las dos segundas que tratan estrictamente sobre cuestiones teológicas? Nosotros creemos que no. No existe una independencia entre las nociones sobre el soberano civil y el soberano cristiano. Si bien la distinción y el tratamiento que otorga Hobbes se realizan por separado, tal estructura estriba en razones expositivas, no en filosóficas o políticas. El proyecto hobbesiano no puede prescindir de la religión judeo-cristiana, pues es de aquí desde donde se piensa, de donde se obtienen sus estructuras y desde donde se intenta poner un orden. Desconocerlas es desconocer el alcance y la esencia de la filosofía política de Hobbes. Como él mismo nos aclara en la Introducción al Leviathan (1994, “The Introduction”, pp. 3-4 [EW, III:x]), cuando sostiene que “los pactos y los convenios por los cuales, en el momento originario, las partes del cuerpo político fueron hechas, reunidas y unidas nos recuerdan a aquel fiat o hagamos al hombre pronunciadas por Dios en la creación”.  El enfoque teológico-político es, pues, el que nos da una clave satisfactoria del tránsito del estado natural al estado político.


  1. Buena parte de lo expresado aquí se puede encontrar en “Una lectura hobbesiana de la Carta a los romanos. Contribuciones para una teología política” en Límite. Revista de Filosofía y Psicología, volumen 6, nro. 23, 2011, pp. 31-39.
  2. Si bien no desconocemos que los estudios bíblicos ponen en discusión la autenticidad de esta segunda carta a los habitantes de Tesalónica por el apóstol Pablo, nos gustaría observar dos cosas: en primer lugar, que la autenticidad está aún en discusión, por lo cual estaríamos habilitados a utilizarla; en segundo lugar, la influencia que ha tenido dicho escrito en la conformación de la tradición cristiana es tan grande que, para nuestros fines, es un dato menor el descubrimiento de la inautenticidad de esta epístola.
  3. Por citar algunos de los trabajos más divulgados: Barth (1999), Wilckens (1978), Agamben (2000) o Taubes (1993).
  4. Para consultar sobre las variaciones del término ley en las cartas de Pablo, ver Marín (1974).
  5. Para los textos de Pablo nos manejaremos con las siguientes ediciones: Biblia de Jerusalén (2009) y “Carta del apóstol Pablo a los Romanos” en Nuevo Testamento interlineal griego-español (1984).
  6. Anteriormente, manifiesta con mayor claridad su posición: “La ley, en definitiva, intervino para que abundara el delito; pero donde abundó el pecado sobreabundó la gracia”, Romanos VI: 20-21.
  7. Para una tesis opuesta, ver el artículo de Zarka (2008, pp. 37-38) donde afirma: “Lo teológico-político es en Hobbes el redoblamiento teológico de una teoría del Estado que ha sido elaborada con anterioridad e independientemente de toda teología”. A su vez, este pensador francés propone otra vía de solución a la “querella por la secularización” protagonizada por Schmitt/Blumenberg. Pues sostiene que el mundo moderno no se forjó “ a través de la secularización de los conceptos teológicos” –tesis de Schmitt- ni con el autoagotamiento de Dios –tesis de Blumenberg-, sino que “la filosofía política moderna (desde el siglo XVII hasta hoy), aunque se ha consagrado al proyecto de elaborar una explicación de lo político basado en fundamentos no teológicos (la razón, la historia, la costumbre, la fuerza, etc.), nunca se ha emancipado totalmente de la teología” (31). Por esta razón, Zarka quiere completar de manera entusiasta  algo que ya “ha sido emprendido de manera incompleta” (31). Ya que “de su éxito o de su fracaso depende tal vez la forma del mundo político de mañana” (47).
  8. Para otra interpretación contemporánea del katechon, ver Agamben (2006). Del mismo modo, se recomienda consultar el libro de Taub (2008) donde el autor, además de proponer su interpretación del katechon, tomando gran distancia de la versión schmittiana y emparentándose con la agustiniana y con la agambeniana, comenta las lecturas de san Agustín, Carl Schmitt, Erik Peterson, Giorgio Agamben y  Roberto Espósito sobre esta noción teológica.


Deja un comentario