Estado de naturaleza, ley natural y Dios
Durante el tiempo en que los
hombres viven sin un poder
común que los mantenga bajo
un temor reverente están
en condición de guerra.
Hobbes, Leviathan, XIII
Nos proponemos en este capítulo demostrar nuestra primera tesis, a saber, el necesario rol que juega Dios en la generación del Estado o, para decirlo más específicamente, la necesaria función que cumple éste en el tránsito del hombre desde el estado natural hacia el Estado. Para ello, en primer lugar, propondremos que la conflictividad natural del hombre no es una proyección de un maximizador racional, más propio del siglo XX que, de hecho, del siglo teológico-político que habitó Hobbes, sino propia e inherente del ser humano más allá de los períodos históricos. Esta posición habilita, en segundo lugar, a considerar que las leyes de naturaleza son verdaderamente mandatos y no meros preceptos de razón, pues es Dios quien las dicta. Entonces, discutidas estas dos posiciones, en tercer lugar, creemos estar en condiciones de explicar cómo Dios ampara, dirige o hace posible la salida de los hombres de ese bestial estado natural hacia una convivencia pacífica en el Estado.
Maximización racional vs. conflictividad existencial
En sus tres obras de teoría política, Hobbes presenta con algunas variantes un retrato del estado natural.[1] En efecto, en su primer trabajo, el capítulo XIV se denomina “Del estado y del derecho de naturaleza”; en su texto programático en latín de 1642-1646, el primer capítulo se intitula “Del estado del hombre fuera de la sociedad civil”; y, por último, en su obra máxima, el célebre capítulo XIII se encuentra bajo el título “De la condición natural de la humanidad en lo que concierne a su felicidad y miseria”. Ahora, dado que la descripción con todos sus matices del estado natural excede dichos textos, por ejemplo, en Leviathan, los capítulos XIV y XV dan cuenta ostensiblemente de ello, una compresión adecuada sobre esta condición humana exige la lectura y la relación conceptual de otros capítulos que están fuertemente imbricados con el tema que nos interesa.
Para comenzar nuestro análisis, observamos que en los tres retratos del estado natural los hombres se ven imposibilitados de obtener una vida confortable y pacífica donde puedan llevar adelante sus deseos mediante el trabajo. Dentro del arco de interpretaciones liberales y marxianas se aprecia un fuerte esmero en buscar una cierta moralidad en dicho estado por la cual sus habitantes podrían no sólo egresar de tal miserable condición, sino que, además, Hobbes asignaría reglas de comportamiento prudenciales que luego el Estado debería maximizar o, en todo caso, respetar. Así, la moralidad hobbesiana en estado natural sería una especie de premisa de donde se debería concluir un Estado civil. Por nuestra parte, consideramos que la propuesta de Hobbes es eminentemente política y que la moral es sólo posible como resultado de ésta. Por lo tanto, lo que, en rigor, impugnamos es el abordaje más allá de las diferentes estrategias y teorías ad hoc (como por ejemplo, teorías de los juegos, diversas consideraciones del concepto de egoísmo (tautológico o predominante), teoría del individualismo posesivo, etc.) para explicar la conformación del Leviatán. Propondremos ahora una lectura teológico-política donde la menesterosidad existencial del hombre sea lo que impera en la tan debatida “condición natural de la humanidad”.
El comienzo de la descripción, por ejemplo, en el capítulo XIII del Leviathan, es eminentemente político. Es decir, la igualdad de los hombres que le interesa a un teórico de la política no recae obviamente en su aspecto físico, pero tampoco en lo moral. En efecto, los hombres al advertirse iguales, temen ser apresados, robados, dañados o asesinados por otros. El otro es una amenaza, no ya para conseguir algún tipo de bien, sino que atenta contra la propia existencia. Por eso, creemos que no es adecuado entender estos términos tan extremos desde lo moral y sí desde una apertura a la dimensión política, en el sentido de que es la única que podrá solucionar el conflicto. Creemos que si bien se puede identificar un principio en la base de la estructuración teológico-política del proyecto de Hobbes, a saber, la auto-preservación, este deseo no consiste en la “mera” preservación, como más de una vez se va a enfatizar en el texto, sino en una “vida satisfecha” (Hobbes, 1994, XI/XV/XVII/XXX, p. 57/90/106/218 [EW, III:84/132/153/320]) o en un “vivir bien” (ibídem, XI, p. 58 [EW, III:85]), lo cual incrementa aún más el conflicto hasta niveles ilimitados e insospechados. En efecto, muchas veces, esa “vida satisfecha” o ese “vivir bien” atentan contra el mismo principio de auto-conservación, como lo recuerda Hobbes al enunciar la ley contra la contumelia. Allí afirma que “la mayoría de los hombres prefieren arriesgar su vida antes que no vengarse [por una injuria]” (Hobbes, 1994, XV, p. 96 [EW, III:139]). Así, la preservación humana dista mucho de la animal, pues esta última queda en los límites de la satisfacción de la mera existencia y reproducción; por lo tanto, en un mundo de abundancia no habría conflicto. En cambio, la disconformidad humana, según Hobbes, es imposible de satisfacer, pues “el hombre mientras más tranquilidad posea, más problemas causa” (Hobbes, 1994, XVII, p. 109, [EW, III:157]), algo que el mismo relato del Génesis nos lo confirma. Como sabemos, Adán, pese a tenerlo todo, sucumbió ante las tentaciones de sus deseos violando, a su vez, el único mandato divino que se le había exigido que obedeciera. Por esto, nos parece que el retrato hobbesiano, en todo caso, es una proyección de esa naturaleza caída y necesitada de auxilio para preservarse y estar satisfecha, más que la de un “burgués desnudo”. Pasaremos a comentar ahora el retrato del hombre que, a nuestro entender, propone Hobbes, para poder apreciar la menesterosa dimensión humana y la imposibilidad de auto-dirigirse efectiva y constantemente.
No nos parece menor para llevar nuestro análisis de la naturaleza humana enfatizar el aspecto moderno de la metafísica de Hobbes, que se encuentra presentada en las primeras líneas de su obra máxima. Allí, en vez de comenzar por la pregunta sobre qué es lo real, comienza por cómo se conoce lo real. En efecto, tanto Hobbes como Descartes o, como un siglo después hará Hume, comienzan sus tratados con una fuerte inspección sobre “los pensamientos del hombre” (Hobbes, 1994, I, p. 6 [EW, III: 1]). En el caso de nuestro filósofo, los pensamientos son “una representación o apariencia del alguna cualidad u otro accidente distinto a nosotros, el cual comúnmente es llamado objeto” (ídem). Así, lo real es desplazado por lo representacional de nuestros pensamientos. Ya no interesa qué sea lo real, sino cómo el hombre se lo representa. En todo caso, podríamos decir que la representación para el ser humano es lo real. Este aspecto metafísico, veremos más adelante, tiene su proyección política para la instauración de una república eclesiástica y civil en más de un aspecto. De allí que Hobbes, por ejemplo, afirme que, en rigor, el poder soberano “es tan grande como la posibilidad de los hombres tengan de imaginarlo” (Hobbes, 1994, XX, p. 135 [EW, III: 194]). Así, el plano que impera en el análisis de Hobbes es el de la representación subjetiva. Esto, de entrada, hace que “lo natural” sea representacional como toda la construcción posterior, la cual Hobbes afirma que es “artificial”. En síntesis, la tensión natural-artificial comienza a aflojarse con el carácter representacional del conocimiento del sujeto. Pues, nos parece que no se están considerando “hechos” y luego “normas”, sino siempre representaciones. En síntesis, lo natural dista mucho de ser un dato objetivo, pero no por eso sus efectos en la construcción de una teoría política serán menores.
A su vez, esta posición gnoseológica “opuesta a las escuelas” favorecerá ampliamente una convivencia pacífica, pues explicará entre otras cosas que las imágenes que el sujeto posee en su mente son el resultado de la “sensación que se debilita” (decaying sense). En efecto, el capítulo II, “Sobre la imaginación”, nos alerta de cómo por no conocer este proceso cognitivo el hombre es engañado por sí mismo y, sobre todo, por otros que quieren dominarlo, con consecuentes conductas peligrosas para la paz pública. Así, anticipando la forma del argumento que Hume hará célebre en su Enquiry, Hobbes sostiene que la imagen de un centauro es la composición de la imagen de un hombre con la imagen de un caballo. Es decir, es necesario descomponer las ideas complejas que se presentan en nuestra mente hasta encontrar aquella que hayamos experimentado. Pero, en rigor, lo que es dañino para una convivencia pacífica es que, muchas veces, “un hombre compone la imagen de su propia persona con la imagen de las acciones de otro hombre, como cuando se imagina a sí mismo como Hércules o Alejandro” (Hobbes, 1994, II, p. 9 [EW, III:5]). Esta falsa auto-consideración, sin duda, provoca efectos indeseados para aceptar obligaciones dentro de un Estado. Tan sólo recordemos que “de las pasiones que más frecuentemente son la causa del delito, una es la vana gloria o una estúpida sobreestimación de la propia valía” (Hobbes, 1994, XXVII, p. 194 [EW, III:282]). Del mismo modo, los sueños “son las imaginaciones de aquellos que duermen” (ídem). En efecto, los sueños son esas imágenes que hemos recibido estando despiertos y que se agitan alocadamente o no, pero sin control, en nuestra mente mientras dormimos. Por eso, en clara alusión a Descartes, afirmará que por no conocer esto “para muchos resulte muy duro, si no imposible, distinguir entre la sensación y el sueño” (ídem). Por último, el poder distinguir la vigilia del sueño, nos previene a su vez de creer en falsas apariciones o visiones. En efecto, quien no decide ir a la cama a dormir y, pese a ello, se queda dormido, agotado y turbado por un acontecimiento que lo aqueja, es muy probable que considere que lo que está soñando sea una aparición o una visión, como el caso que relata Hobbes sobre Marco Bruto, quien, según los historiadores antes de entrar en batalla con César Augusto tuvo una aparición. De hecho, por no tener clara esta distinción, “surgió, en la antigüedad, gran parte de la religión de los gentiles, quienes adoraban a sátiros, faunos, ninfas y cosas similares; y en nuestros días, la opinión que tiene la gente tosca sobre las hadas, los fantasmas, los duendes y el poder de las brujas” (Hobbes, 1994, II, p. 10 [EW, III:7]).
Pero es en el capítulo III del Leviathan donde Hobbes propone una primera diferencia entre el hombre y el animal. Allí divide las “cadenas de pensamientos o discurso mental” en dos tipos, los no-regulados y los regulados. Los primeros son aquellas asociaciones inconstantes que el hombre hace libremente, como en los sueños, donde no hay una pasión que dirija el sentido de tales combinaciones. De los pensamientos regulados o dirigidos puede haber dos tipos: cuando dado un efecto imaginado, buscamos las causas o los medios que lo produjeron; o cuando imaginamos algo, en vez de buscar las causas, buscamos los posibles efectos que podría producir. La búsqueda de causas, es decir, la mirada retrospectiva, es propia de hombres y bestias; en cambio, en la mira prospectiva que busca efectos de lo que imagina, Hobbes “no ha visto, en ningún momento, ningún signo, sino en el hombre” (Hobbes, 1994, III, p. 13 [EW, III: 12]). Así, propio del hombre es extraer consecuencias de aquello que se le presenta, de allí ese continuo temor y angustia por su conservación, pues puede imaginar varios desenlaces, entre ellos y mayoritariamente los que lo perjudican. Esta mirada angustiante hacia el futuro se completa en el capítulo XII, “Sobre la religión”, donde, según ya hemos visto, es solamente en el hombre donde se encuentran los signos o los frutos de la religión. Allí se equipara al hombre, que aún no ha desarrollado el método científico por estar fuera del Estado, a Prometeo. Este titán, por haber engañado a Zeus, fue encadenado eternamente en el monte Cáucaso, donde un águila le devora su hígado de día, pero es recompuesto por la noche para nuevamente ser devorado. Prometeo sufre, el tiempo se le presenta circular, no hay avance, la tortura rutinaria parece no tener fin. Así, el hombre en estado natural es como Prometeo, quien vive ansioso y sólo descansa en el sueño, pues la vida es una amenaza constante. Todo esto se incrementa aún más al haber afirmado en el capítulo anterior que “la felicidad de esta vida no consiste en el reposo de una mente satisfecha” porque no hay un fin último, sino que aquélla “es un continuo progreso del deseo, de un objeto a otro, la obtención del primero no es sino la vía para obtener el otro” (Hobbes, 1994, XI, p. 57 [EW, III: 84]). El hombre no sólo quiere auto-preservarse, sino estar satisfecho, pero su dinámica hace que esa satisfacción no sea un estado de reposo, sino de permanente búsqueda, es decir, de permanente movimiento. El hombre natural es un ser deseante, carente, imposibilitado de obtener una tranquilidad duradera e inexpugnable en el trascurso de su vida.
Pero el hombre no sólo carga con esta debilidad, sino que lo más alarmante es que lo olvida. Veremos más adelante, cuando desarrollemos el Reino Profético, cómo la historia de Israel está plagada de episodios de olvido de los mandatos divinos; un ejemplo paradigmático es la adoración del becerro de oro por parte del pueblo, ante la ansiedad y la falta de fe por la ausencia temporaria de Moisés (Cfr. Éxodo, XXXII). En cuanto al capítulo IV, “Sobre el lenguaje”, luego de hacer un elogio a Cadmo por ser el primero en encontrar y hacer uso de las letras, sostiene que no es comparable con la invención del lenguaje, es decir, no sólo la postulación de nombres, sino también las conexiones entre éstos. Y si bien menciona a Dios como el autor del lenguaje, fue Adán el que nombró las criaturas que se le presentaban, y su descendencia la que aumento y enriqueció la lengua. Pero tal sociedad originaria “fue castigada, por su rebelión, con el olvido de su anterior lenguaje” (Hobbes, 1994, IV, p. 16, [EW, III: 18]). La referencia directa es al episodio de la Torre de Babel, Génesis XI:1-9, donde los hombres recibieron el castigo de la confusión de lenguas por un orgullo insensato, al querer construir una cúspide hasta el cielo. Nuevamente, el hombre olvida a su creador, y en un impulso de arrogancia quiere ser como él, cree que lo puede alcanzar o desafiar. Pero todo esto lo lleva, nuevamente y repentinamente, a experimentar su condición humana perentoria y débil. Con este castigo, la diversidad de los significados se acrecienta aún más con la diversidad de lenguas; lejos de la univocidad esencial, reina una equivocidad que atenta permanentemente contra la paz. En un principio fue Dios quien avaló el significado de las palabras, “todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje” (XI:6). En los tiempos modernos será su representante o deus mortalis el único capaz de cumplir esa función. Pero Yahvé bajó y los confundió con su lenguaje y por eso se desperdigaron “por toda la faz de la tierra” (XI:8). Así, el hombre en estado natural está desprovisto de un lenguaje confiable y duradero por haber desconocido la autoridad a la cual debe ordenarse, sólo podrá comunicarse esporádicamente, construir una unión volátil, coyuntural, que dure hasta que el objetivo inmediato se alcance.
Pero deberemos esperar hasta el capítulo XI para que Hobbes proponga una afirmación ambiciosa, a saber, que la “inclinación general de toda la humanidad consiste en un incesante y perpetuo deseo de poder tras poder, que solo cesa con la muerte”. A lo que agrega que la causa de esto “no siempre es que un hombre espera un placer más intenso de lo que ya ha obtenido o que no puede estar satisfecho con un poder moderado, sino porque no puede asegurarse el poder y los medios para vivir bien [live well] en el presente, sin la adquisición de más.” (Hobbes, 1994, XI, p. 58 [EW, III: 85]).
“Vivir bien”, “bienestar”, “buen pasar” son traducciones posibles de lo que Hobbes menciona como razón por la cual postula la “inclinación general de la humanidad”. Habíamos anticipado que la preservación del hombre o auto-conservación no es equiparable a la “mera preservación” de los animales. Y que esto problematizaba aún más la posibilidad de convivir con otros en estado natural. Un lugar, dentro del texto del Leviathan, donde encontramos uno de los tantos esmeros de Hobbes por separarse de la filosofía de Aristóteles, se halla en el capítulo XVII, donde antes de proponer que lo único que dará seguridad a los hombres es la erección de un poder común, se pasa revista a otras opciones para objetarlas. En efecto, luego de demostrar que “los pactos sin la espada no son más que palabras”, que la unión entre un número reducido o considerable de personas no otorga seguridad y que tampoco se logra cuando impera un solo criterio en un tiempo limitado como sucede en una batalla, se enuncian seis características del hombre, a diferencia de los animales, las cuales no lo habilitan a una vida en común sin un poder que lo atemorice.
A diferencia del retrato que Aristóteles propone en su Política I, ii, 1253a, donde el hombre, por ser un animal político, que tiene palabra y puede por ello “expresar lo ventajoso de lo perjudicial”, se diferencia de las abejas y las hormigas, en Investigación sobre los animales I, i 488a se afirma una semejanza entre estas últimas junto con otros animales gregarios y aquél.[2] Tanto así que se caracterizan tales criaturas con “instinto social”. Hobbes polemiza directamente el segundo texto, pero en rigor está discutiendo e impugnado cierta recepción de Aristóteles hecha por el Republicanismo del siglo XVII o por los filósofos de la Segunda Escolástica, donde la sociabilidad natural del hombre se considera una premisa desde donde pensar lo político o donde la vinculación entre lo natural y lo social se comprende dentro de un continuo más que como una ruptura. La primera caracterización que propone Hobbes sobre el ser humano, a diferencia de tales criaturas, es que “los hombres están continuamente en competición por el honor y por la dignidad” (Hobbes, 1994, XVII, p. 108 [EW, III:156]) énfasis nuestro). Así, a diferencia de cierta caracterización del hombre como un calculador racional, éste “continuamente” no está calculando cómo acumular capital, sino que los demás lo valoren como él considera que lo vale. Esta cualidad, de la cual surge “la envidia, el odio y finalmente la guerra” (ídem), nos brinda un retrato de un hombre orgulloso, es decir, que no desea reconocer a nadie como superior, pero que le es imposible establecerse como tal a no ser que sea esporádicamente. Esta cualidad humana tiene una gravitación primordial en la obra de Hobbes, como lo demuestra, por ejemplo, el título y la explicación que él mismo nos ofrece de su obra máxima: Leviathan. Si bien hay que esperar hasta el capítulo XXVIII, “Sobre los castigos y recompensas”, para que se nos explique el motivo de la elección de tal monstruo bíblico como título de una obra de filosofía política moderna, el lector atento al frontispicio y a la caracterización del ser humano propuesta ya puede ir advirtiendo que solamente “el Rey del orgullo” podrá ponerle coto a la subjetividad moderna. En efecto, mientras que en la célebre imagen se lee en latín, detrás del hombre que protege la ciudad, Non est potestas super terram quae comparetur ei, en aquel capítulo se aclara lo que visualmente se ha adelantado, a saber, que “tal comparación es tomada de los últimos dos versos del capítulo XLI de Job, donde Dios habiendo establecido el gran poder del Leviatán lo llamó el Rey del orgullo. ‘No hay nada’, dice Él, ‘sobre la tierra que se le pueda comparar’. Está hecho para no temer. Mira todo lo alto bajo sí y es el rey de todos los hijos del orgullo´” (Hobbes, 1994, XXVIII, p. 210 [EW, III:307]). Así, los hombres lejos de asumir sus limitadas condiciones mortales, avanzan sobre los otros por cuestiones nimias, muy lejanas de lo que consiste una “mera preservación”.
Pero el orgullo humano sigue mostrando otra de sus caras cuando se trata de la diferencia entre el bien común y el bien privado. Porque, si bien las abejas como las hormigas no hacen diferencia entre ellas, “el hombre, cuyo goce consiste en compararse con otros, no puede disfrutarlo sino cuando se destaca” (ídem). Si hay algo que caracteriza, y que le da carta de nacimiento a la modernidad, es la división entre la esfera privada y la espera pública y, no es aventurado decirlo, cómo los teóricos median tal ruptura, que por momentos se presenta como abismal e insuperable. No estamos queriendo decir que el egoísmo y la preocupación por lo privado hayan nacido con la modernidad, sino que tal esfera recibe credenciales filosóficas, por ejemplo, como cuando nuestro filósofo propone la invulnerabilidad del foro interno. Entonces, si bien tal distinción se presenta como constitutiva del mundo moderno, el hombre, a su vez, según Hobbes, quiere demostrar que sus bienes son mayores a los que poseen los demás, quiere destacarse entre el resto. No se complace con tenerlo, sino con mostrar que lo que tiene es mayor de lo que tiene el resto.
También la razón, en vez de poner freno a esta pasión, parece ponerse al servicio de ella, al menos cuando Hobbes identifica la tercera cualidad que diferencia a los hombres de los animales. Porque “estas criaturas (no teniendo el uso de razón que sí tiene el hombre) no ven, ni piensan que ven, ninguna falta en la administración de sus negocios comunes; mientras que entre los hombres, son demasiados [very many] los que siempre se consideran más sabios y más aptos para gobernar lo público que el resto” (ídem). Aquí vemos que, pese a lo que anticipó en el capítulo XIII, a saber, que “la razón sugiere adecuadas normas de paz”, cuando es cooptada por el orgullo su visión es perturbada. Al final del capítulo XVIII, las pasiones son comparadas con “lentes de aumento” [multiplying glasses] que agrandan cualquier pequeña exigencia del Estado, para una convivencia pacífica, como un fuerte agravio. Aún no posee unas “lentes con las cuales pueden anticipar” [prospective glasses], provistas por la adquisición de la ciencia civil, las miserias que se le avecinan si no cooperan con tales mínimas exigencias. Su vista está nublada, no puede ver los efectos nocivos que sus acciones subversivas provocan. Pero, como sabemos, la ciencia, las artes o el cómputo del tiempo sólo serán posibles dentro de un Estado; en cambio, mientras que la razón no pueda desplegar todo su potencial, que se reduce principalmente, a extraer efectos de las causas y causas de los efectos, tal facultad, paradójicamente, atenta contra la convivencia pacífica.
Del mismo modo, las palabras, si bien pueden llevar a los hombres a un terreno común donde puedan comprenderse y cooperar mutuamente, a diferencia de las abejas y las hormigas, la pasión del orgullo las dirige hacia el conflicto. En efecto, con ellas, “los hombres pueden representar a otros lo que es bueno como malo y lo que es malo como bueno, y aumentar o disminuir la magnífica apariencia de lo que es bueno y de lo que es malo” (ídem, énfasis nuestro). Como habíamos anticipado, no es tan importante lo que sean las cosas, sino cómo el hombre se las represente. Por ello, la palabra juega un rol muy importante en la modernidad, porque es por ella, como vía principal, pero no la única, por la cual se van configurando las representaciones. Como sabemos, la maniobra teórica y argumentativa de Hobbes consiste en responder a sus interlocutores desde otro lugar que no sea la persuasión basada en recreaciones idealizadas de ciertos episodios de los griegos y los romanos, sino desde razones universales mediante su método científico. En efecto, en el De Cive se afirma que “yo no discuto, sino que calculo” [non enim dissero, sed computo] (Hobbes, 2004, “Praefatio ad Lectores”, p. 82), distanciándose de esta manera del republicanismo imperante en su entorno. De hecho, tanto en The Elements of Law, cuando se afirma que “todos los hombres tienen una buena consideración de sí mismos pero que como odian ver lo mismo en los demás, deberán necesariamente provocarse unos a otros por palabras” (I, XIV, 4) como en De Cive, “el combate de los intelectos es el máximo” (I, 5), mencionan que el mal uso de las palabras es una causa de discordia. En cambio, si bien en Leviathan no se presenta el mal uso del lenguaje de ese modo, se enfatiza aún más su peligrosidad, como cuando de entrada en el frontispicio se equiparan la tercera imagen de la izquierda, banderas y armas, con la de la derecha, silogismos; o la cuarta de la izquierda, una batalla, con la de la derecha, un concilio.
Y en quinto lugar, “el hombre es más problemático cuando está tranquilo; porque en ese estado ama mostrar su sabiduría y controlar las acciones de aquellos que gobiernan la república” (ibíd, p. 109 [EW, III:157]). Como habíamos anticipado, el ser humano, según la visión de Hobbes no queda satisfecho nunca. La “mera preservación” no representa para él el bienestar que desea, sino que la satisfacción de ciertos deseos nos lleva a desear otros bienes sucesivamente. No es difícil sostener que la tenencia de un patrimonio considerable puede ofrecer, en general, cierta tranquilidad en esta vida. Sin embargo, según Hobbes, quienes más poseen son en general quienes más desafían la ley y de manera totalmente descarada: “Sucede habitualmente que aquellos que se valoran a sí mismos por la abundancia de sus riquezas se aventuran a delinquir, con la esperanza de escapar del castigo, corrompiendo la justicia pública u obteniendo perdón por dinero u otras recompensas” (Hobbes, 1994, XXVII, p. 194 [EW, III:282]).
Dadas estas cinco características de lo humano, se enumera la sexta a modo de corolario. Puesto que el acuerdo de tales criaturas es natural y, debido a todo lo que se ha postulado, el del hombre no puede sino ser artificial, es necesario que un agente externo a las partes posibilite el pacto, lo cual no es sino “un poder común que los mantenga a todos atemorizados y que dirija sus acciones hacia un beneficio común” (Hobbes, 1994, XVII, p. 109 [EW, III:157]). De esta manera, se reafirma lo que venimos sosteniendo en este trabajo, la necesidad de una fuerza externa a los involucrados en un acuerdo para posibilitar una vida de cooperación, en pos de un bienestar común o aun individual.
Aclarado entonces el complejo deseo de auto-preservación humana a diferencia de la “mera preservación” animal, analicemos ahora en detalle el capítulo XIII. Ya hemos sostenido que la igualdad que se propone al inicio de este texto es una igualdad política, no moral y, menos aún, física, en el sentido de que la percepción del otro atenta contra mi propia existencia y que, en definitiva, la salida a tal temor no se logra sino con una fuerza externa que obligue a las partes a dejar esa miserable condición. En efecto, creemos que no podemos considerar esta cuestión bajo el terreno de lo moral cuando es sólo la existencia lo que moviliza a vincular o rechazar al otro.
Un punto a considerar ahora es aclarar cuál es la facultad por la que los hombres se perciben iguales. Hobbes lo dice sin ambages: en rigor, las facultades de la mente son las que no hacen iguales más que las del cuerpo. Y entre ellas, no se refiere a nuestra capacidad de aprender mediante la acumulación de datos lo que se denomina prudencia, sino que menciona algo que venimos trabajando, a saber, “una consideración de nuestra propia sabiduría, la cual casi todos [almost all] los hombres piensan poseer en grado más alto que el vulgo” (Hobbes, 1994, XVII, p. 75 [EW, III:110] énfasis nuestro). Porque, pese a que “ellos podrán reconocer que muchos son más ingeniosos, elocuentes o sabios, no obstante les será muy difícil considerar que exista alguno tan sabio como ellos” (ídem). Finalmente, y emparentado con la afirmación de Descartes sobre el bon sens en el primer párrafo de la Primera Parte del Discurso del método, Hobbes resume que “no hay comúnmente un signo más ostensible de esta igual distribución que el que todo hombre está satisfecho con su parte” (ídem). Es decir, la igualdad entre los hombres pasa por una autoconciencia vanidosa que se ve a sí misma como superior a los demás, satisfecha con su capacidad de juzgar, de la cual no tiene nada que aprender de los pares. En efecto, ¿a qué otro hombre se le podría preguntar cómo juzgar, si no hay ninguno más sabio que él? Lo que juzga lo juzga correctamente. ¿Qué otro parámetro humano se podría consultar más que el que él propone? Nuevamente, vemos cómo la representación de lo que es el mundo para el sujeto es lo crucial, y no aquello que sería el mundo si lo pudiera conocer.
Por lo anterior, “si dos hombres desean la misma cosa, la cual sin embargo no pueden disfrutar en conjunto, devienen enemigos” (ídem, énfasis nuestro). Esta frase puede conducir a un error de interpretación que violenta el espíritu mismo de la posición hobbesiana. El mismo consiste en suponer que si lo que los hombres desean “lo pueden disfrutar en conjunto” no devendrían enemigos, por lo tanto, la escasez es el motivo de lucha. De esta forma, los seres humanos estarían satisfechos si no faltarán recursos, ya que es la falta de éstos lo que los enemista. Este razonamiento equipara el hombre al animal. En efecto, son los animales los que luchan para satisfacer sus necesidades primarias. En un mundo de abundancia, no habría depredación. En el zoológico, los animales aguardan su comida y se mantienen calmos en sus jaulas. Sin embargo, con todo lo que hemos trabajado, queda claro que el hombre dista mucho del animal según Hobbes.
En todo caso, se puede considerar una “escasez subjetiva” y no una “escasez objetiva”, como presupondría falsamente el razonamiento anterior. En efecto, los hombres son los que deciden si aquello que desean lo pueden disfrutar en conjunto o no. Ese disfrute no es captado instintivamente, ni racionalmente, sino que es determinado por los mismos sujetos deseantes. Ahora, si a esto le sumamos el afán del hombre por sobresalir ante los demás, su pugna por honores y dignidad, y que su auto-preservación no consiste en satisfacer necesidades primarias, según lo hemos venido exponiendo, no nos parece muy viable que el compartir algo que sacia una necesidad primaria sea la idea que impere entre ellos. Recordemos que “la mayoría de los hombres arriesgan su vida antes que no ser vengados [por una ofensa]”. En efecto, imaginemos que dos personas quieren tomar agua de un río caudaloso, de manera tal que la que circula por su cauce es suficiente para satisfacer la sed de ambos, según la visión de un tercero imparcial. Esto no impide, de ninguna forma, que alguno de ellos considere que no pueden disfrutarla en conjunto. Este sentido de escasez sí es aplicable a lo que Hobbes propone, a saber, el que determina el sujeto, de allí que la referenciemos como “subjetiva”. En cambio, la otra, la “objetiva”, equipara el hombre al animal. Y, como hemos demostrado, tal equiparación es a la que Hobbes expresamente se opone. Así obtenemos la primera causa de discordia, la competencia. Pero la misma no se origina por falta de recursos, sino por el orgullo, que como veremos está presente tanto en la segunda causa de discordia como en la tercera.
La frase que continúa en el Leviathan a la recientemente citada, su párrafo siguiente y ciertas afirmaciones en el De Cive y en The Elements han habilitado a identificar (y enfatizar) por lecturas liberalizantes dos tipos de conductas, temperamentos o modos de vincularse con los demás que poseen los hombres. En efecto, en el trabajo de 1640, se menciona un tipo de perfil humano como “moderado” [moderate], hombres que reconocen la igualdad natural y que aparentemente se contentaría con lo que tienen, pero que son forzados por los “vana-gloriosos” [vainly glorious] a ser sometidos. De allí que “proceda una desconfianza general y el mutuo miedo entre unos y otros” (EL, XIV, 3, p. 78). Además, dos párrafos más abajo afirma que “la mayor parte de los hombres […] mediante la vanidad, la comparación o el apetito provocan al resto, quienes de otro modo estarían satisfechos con la igualdad” (ibíd, 5, p.). Entonces, si bien parecería haber dos temperamentos primarios en estado natural, debido a que la “mayoría” no se contenta con ser igual desafía al resto a una lucha en la que no tiene otra posibilidad que entrar si quiere seguir viviendo. Esta distinción, nos recuerda a la que posteriormente hará Locke en su Treatrise cuando, por ejemplo, en el célebre capítulo V, parágrafo 34, luego de afirmar que Dios otorgó la tierra en común aclara: “Él la dio para el industrioso y racional [Industrious and Rational], puesto que el trabajo será lo que le otorgue el título [de propiedad]; y no a la fantasía o avaricia de los pendencieros y petulantes [Quarrelsom and Contentious] (Locke, 2003, V, 34, p. 291). Pero en seguida veremos que esta diferencia lockeana no determina en absoluto la configuración estatal hobbesiana, pues tal distinción se desdibuja en el mismo estado de naturaleza. Como sabemos, el defensor del rey Guillermo diferencia entre estado de naturaleza y estado de guerra, el creador del Estado absoluto los equipara.
En el De Cive, si bien tal diferencia entre los temperamentos humanos se repite y, en cierto modo, se precisa, no hay indicación de cuál grupo predomina. Allí nos dice el de Malmesbury que “la voluntad de dañar está en todos en el estado de naturaleza, pero no por la misma razón”. En efecto, lo particular de los “hombres modestos” [modesti hominis] es que, por tener una acertada consideración de sus fuerzas, sólo pelean por defender sus bienes y libertades contra los hombres de “temperamento feroz” [ingenij ferocis], quienes al considerarse siempre superiores a los demás dañan a los otros por la “vanagloria y la falsa estimación de sus fuerzas” (Cfr. Hobbes, 1983, I, iv, p. 93). De esta forma, parecería que existiera un grupo de hombres a los que no les interesa pelear salvo por proteger sus bienes personales, ya sean tangibles (algunas posesiones) o intangibles (ciertas libertades). En cuanto este grupo obtenga lo que considera adecuado, se mantendra dentro de los límites. Pero, nuevamente, como es imposible ser titular de bienes en estado de naturaleza, aquel temperamento sucumbe inmediatamente sin poder realizarse y pretender que un gobierno defienda lo que, supuestamente, ya posee.
Ahora, volvamos al Leviathan, donde al retomar esta diferencia expuesta en trabajos anteriores, parecería que los moderados predominan ante los orgullosos. Pero, como veremos a continuación, esta frase aislada se diluye completamente con los desarrollos posteriores de Hobbes. Luego de la última frase del Leviathan que transcribimos antes de citar textos del The Elements y del De Cive, se agrega que los hombres “en el camino que conduce a sus fines, el cual es principalmente [principally] su propia conservación y algunas veces [sometimes] su delectación [delectation] solamente, se esfuerzan en destruirse o someterse unos a otros”. (Hobbes, 1994, XIII, p. 75 [EW, III:110] (énfasis nuestro). En efecto, según esta cita, “principalmente” el hombre busca auto-conservarse, seguir con vida, esforzarse por condiciones mínimas de subsistencia. En cambio, “algunas veces” sólo se “deleita” en destruir o someter a otros, sin importarle su vidasino su orgullo. En primer lugar, como hemos mostrado, la conservación para Hobbes dista mucho de ser una conservación animal; por lo tanto, ya es en sí misma problemática. Por ello, no es antagónico el deseo de conservación al deseo por dominar a otros. Este último es una manifestación del deseo de conservación humana, que ante una mirada naturalista sería lo contrario, pero esa mirada ha quedado impugnada. En segundo lugar, es el único lugar en esta obra de Hobbes donde supuestamente se enfatizaría a los “modestos” sobre los “feroces”. En tercer lugar, la gloria, como tercera causa de discordia en todos los hombres y como característica de la igualdad, deja sin efecto esta distinción.
Ahora, también es interesante reforzar la idea de que el estado de naturaleza no es una descripción de una sociedad primitiva, sino un retrato de cómo se vinculan los hombres cuando no hay un poder común que los atemorice a todos, que en tal estado uno puede “plantar, cosechar, construir o poseer un lugar confortable” (ídem) y que como no hay una institución eficaz que proteja esto, no queda otra posibilidad para los hombres que la de anticiparse y dominar a los otros antes de ser dominado. En el texto que sigue confluyen todas las ideas que venimos trabajando, por eso lo transcribiremos íntegro:
Porque como habrá algunos que disfrutan de la contemplación de su propio poder en actos de conquista, lo cual persiguen más allá de lo que su seguridad requiere, si otros (que en otra circunstancia estarían contentos y en tranquilos dentro de límites modestos) no incrementasen su poder por invasión, no estarían en condiciones por mucho tiempo de permanecer defensivamente para subsistir. Y por consecuencia, tal aumento de dominio sobre los demás, siendo necesario para la conservación del hombre, debe serle permitido. (Hobbes, 1994, Cap. XIII, p. 75 [EW, III: 111] (énfasis nuestro).
Así, la tal supuesta diferencia en los temperamentos es eliminada apenas se la propone. La dinámica humana no permite que nadie quede defensivamente dentro de sus “limites modestos”, sino que la expansión con la consecuente dominación sobre los otros es inevitable a la conservación humana. Por otro lado, agregamos nosotros, tal actitud o temperante modesto, demuestra más bien un desconocimiento de la dinámica de la auto-conservación por parte de los que lo sostienen, que una recta razón virtuosa con ánimos de consensuar. Tal conducta desconoce el verdadero devenir existencial humano y, cargada de impotencia, se cierra sobre sí hasta que el peligro real de su existencia le exige que ataque. Si aquellos son más, si estos son menos, la evidencia textual sostiene que los “invasores” que arriesgan su vida son más que los otros. De todos modos, en una mirada global como la que venimos proponiendo, tal distinción es diluida por la misma condición humana, es decir, nace muerta.
Pero el hombre no sólo compite con y desconfía de otros a causa de su orgullo, sino que también éste, a su vez, se muestra como una causa directa, no indirecta como en las anteriores. En efecto, el hombre también desea que “sus compañeros lo valoren como él se valora a sí mismo; y ante cualquier signo de desprecio o desestima se esfuerza naturalmente, tanto como se atreve, en obtener por la fuerza una gran estima de quienes lo desprecian, dañándolos para darles un ejemplo a otros; pues entre los que no tienen un poder común que los mantenga calmos, llegan hasta tal punto de destruirse mutuamente.” (Hobbes, 1994, Cap. XIII, p. 76 [EW, III:112]). Desestimar esta última causa por no considerarla dentro de un cierto ideario racional, burgués y moderno es desestimar la posición antropológica hobbesiana. Creemos que la postulación de la gloria como tercera causa de conflicto no implica en absoluto que, por estar última o porque los lectores del siglo XX, que habitan una época post-heroica, es decir, que lo único que tiene sentido para ellos es el aseguramiento de bienes sin ningún tipo de riesgo, no posean una mirada penetrante para ver la ultima ratio de las acciones humanas, sea menos importante. Sino que, por estar ubicada en esta posición, recupera ahora en su concepto de causa todo el arsenal descriptivo y argumentativo, ya sea visual o lingüístico, que Hobbes ha venido proponiendo a lo largo de todos sus escritos sobre teoría política.
Un componente descriptivo que se suma al retrato del estado natural es la noción de tiempo. En efecto, el estado de guerra como resultado de las pasiones en pugna, “no consiste sólo en batallar o en el acto de luchar, sino en un período de tiempo donde la voluntad de presentar batalla es suficientemente conocida” (Hobbes, 1994, Cap. XIII, p. 76 [EW, III: 112]). Nuevamente, encontramos aquí la apertura al futuro, una mirada prospectiva que provoca angustia como al Prometeo encadenado. La amenaza del otro atenta contra la posibilidad de vivir y estar satisfecho. Puede suceder que el hombre hoy, de hecho, no sufra daños, pero intuye, debido a la igualdad con el otro, que será atacado. Muy pocos signos son los que le provocan confianza. El futuro se le muestra incierto, amenazante, así como el mal tiempo no consiste solamente en uno o dos chubascos, sino en un cielo nublado, el hombre en estado natural está bajo este cielo queriendo anticiparse todo lo que pueda a la tormenta.
De Tucídides, Hobbes ha aprendido muchas cosas, pero hay algo que está presente como supuesto para entender el retrato del estado natural. En efecto, este historiador “a pesar de nunca aventurarse en los corazones de los hombres más allá de lo que las acciones claras y evidentes se lo permiten, fue el historiador más político que jamás haya escrito” (EW, VIII:viii). Así, es la acción, esfera compartida o pública, la que nos permite considerar cómo son los hombres. Esta restricción metodológica ya propuesta por un historiador antiguo parece tener plena vigencia en la modernidad, donde el foro interno del otro no es visible de manera directa para ninguno otro, excepto para Dios. De esta forma, al ser las acciones las que demuestran los pensamientos de los hombres, los tres ejemplos propuestos en el capítulo XIII -quien desconfía de sus compatriotas aun dentro de un reino, algunos pueblos de América y los guarniciones y fortificaciones de los reinos- sólo ilustran las tesis afirmadas “inferidas desde las pasiones” en escenarios reales.
Pero este escenario, donde la “vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, embrutecida y breve”, debe ser superado. Pues allí, “las nociones de derecho y de ilegalidad, justicia e injusticia no tienen lugar. Donde no hay un poder común, no hay ley; donde no hay ley, no hay injusticia.” (ibíd, p.78 [EW, III:115]). El hombre sin ley, es decir, sin una normatividad común que lo obligue a cooperar con otros, está abandonado a esa miserable condición. Pero, en seguida veremos, el retrato del estado natural no culmina en el capítulo XIII, como una lectura precipitada lo propondría, sino que en los dos capítulos siguientes encontraremos un sólido bloque de normas expuestas por Dios para guiar al hombre a un estado pacífico. Nos referimos a las leyes de naturaleza. En efecto, las pasiones y la razón no sólo nos conducen a ese estado bestial de inseguridades existenciales, sino que también es posible que nos conduzcan a la paz. Así, el temor a la muerte, el deseo de que aquellas cosas necesarias para una vida confortable y la esperanza de obtenerlas por el trabajo son las tres pasiones que permiten reconocer un poder común. Junto con la razón, que sugiere convenientes artículos de paz, sobre los cuales pueden extraer acuerdos, tales artículos son las leyes de naturaleza.
Un autor que ha influido mucho en la interpretación no sólo del estado de naturaleza hobbesiano, sino de la obra en general de Hobbes, es el canadiense Macpherson. En efecto, a través de la siguiente tesis general: “Las dificultades de la teoría democrático-liberal moderna son más profundas de lo que se creía; que el individualismo original del siglo XVII contenía la dificultad fundamental, que reside en su cualidad poseedora. Y su cualidad poseedora se halla en su concepción del individuo, que es esencialmente el propietario de su propia persona o de sus capacidades, sin que deba nada por ellas a la sociedad” (1970, p. 16, énfasis nuestro), sostuvo con resonancias marxianas en particular que “la condición natural de la humanidad se halla en el interior de los hombres actuales, no aparte, en una época o en un lugar lejanos” (33). Esos hombres actuales habitan lo que Macpherson denomina la “sociedad posesiva de mercado”. En síntesis, el retrato antropológico que Hobbes propone como universal y autónomo es, sin embargo, en palabras la proyección de “un burgués sin policía”, en palabras de Hill.
Acordamos con Macpherson que “el estado de naturaleza pleno es claramente la negación de la sociedad civilizada”, pero desacordamos plenamente en que tal sociedad sea exclusivamente la burguesa o que los hombres que la habiten sean sólo competidores racionales modernos en pos de un beneficio. Hay varias maneras de objetar esta tesis. En primer lugar, ya Bersano (1908) y Schlatter (1945) indicaban aquello de lo que cualquier lector interesado en la obra de Hobbes puede percatarse: que las causas de discordia del estado natural ya son mencionadas por Tucídides en su monumental Historia de la Guerra del Peloponeso, por lo cual no es posible reducirlas a una sociedad burguesa. En efecto, en el “Debate de Esparta”, a propósito del asedio de Potidea, este historiador griego pone en boca de los atenienses que “por el mismo ejercicio del mando nos vimos obligados desde un principio a llevar el imperio a la situación actual, primero por temor, luego por honor y finalmente por interés” (Schlatter, 1975, I:75). Ante el imperante acoso del republicanismo, Hobbes reaccionará, en este primer estadio de su pensamiento, dentro de su propio terreno, pero traduciendo esta obra de historia, donde el realismo de la política campea en sus páginas, a diferencia de las idealizaciones de los filósofos y de ciertos historiadores como Tito Livio. Maurette (2010, p. 293) aclara esto: “La predilección de Hobbes por Tucídides, uno de los historiadores menos leídos en el Renacimiento, y su decisión de traducir y publicar la Historia acaso tuviese que ver con su desagrado por la moda de la ars historica”. Así, a diferencia de aquel movimiento que tuvo la libertad y la participación como sus principales motivos para la acción política, el filósofo de Malmesbury les responderá con sus propias armas, mostrando que aquellos griegos no eran, precisamente, un modelo a seguir.
En efecto, “Hobbes encontró en las descripciones de Tucídides sobre la naturaleza de los hombres y los motivos que los llevan a actuar gran parte de lo que aceptará como verdadero” (Schlatter 1975, p. xxiii). Así, puede ser que las causas que lleven a los incipientes burgueses del siglo XVII a la guerra sean la competencia, la desconfianza y la gloria, pero según el texto que hemos visto, parecería que dichas causas fueran muy similares a las que llevaron a los griegos del siglo V aC., por lo cual el retrato de la naturaleza humana según Hobbes poseería un carácter más bien universal que epocal. Por otro lado, es sorprendente que se pretenda interpretar a Hobbes en su contexto y no se diga una sola palabra sobre la cuestión religiosa, que llevó a una guerra cruenta entre naciones vecinas.
En segundo lugar, el retrato del estado natural no consiste solamente en hombres que luchan individualmente unos con otros, sino que lo que predomina son las alianzas circunstanciales. Además, hay armas, familias, “ganado”, pertenecen a una “nación”, tienen una “profesión” (Cfr. Hobbes, 1994, XIII, 76, [EW, III:112]). De hecho, como es bien conocido, lo que motiva la disputa es que unos se alíen con otros y puedan vencerlos.
Por último, hemos visto detalladamente que lejos de un ideario burgués, resultado de una secularización de la ascesis cristiana, que sólo busca seguridad y poseer bienes afrontando el mínimo riesgo posible, la tan mencionada maximización racional no es imperante y que, en todo caso, la anticipación es más el resultado de la pasión del orgullo por un “vivir bien” que por mantenerse en límites modestos.
Otro de los textos clásicos sobre Hobbes y, especialmente, sobre el conflicto en el estado de naturaleza es el de Jean Hampton (1986), donde resume las interpretaciones liberales dentro de dos grandes grupos para luego proponer la suya. Según esta autora, existen dos explicaciones de por qué los hombres entran en pugna fuera del Estado: la racional y la pasional. En la primera, la fuerza disruptiva que no permite la cooperación es la razón; en cambio, en la segunda, la pasión de la gloria y el miedo a que esa pasión influya en los otros no permiten que los hombres se puedan vincular entre sí de un modo pacífico.
Un representante célebre del liberalismo que Hampton ubica dentro de la primera explicación es John Rawls. En efecto, el autor de Theory of Justice, en primer lugar, no considera a Hobbes como parte de la tradición del contrato social, donde sí ubica a Locke, a Rousseau y a Kant (Cfr. Rawls 1999, p.10, n4). En segundo lugar, sostiene que cuando cada persona toma su decisión de manera aislada y racionalmente, estamos bajo “el caso general del dilema del prisionero, del cual el estado de naturaleza de Hobbes es un clásico ejemplo” (238). Según la reconstrucción de Hampton, esta explicación propone como premisa el deseo de auto-conservación y la razón como medio para poder satisfacer ese deseo de la manera más eficaz mediante la anticipación. Las causas de discordia que entran en juego en esta argumentación son la competencia y, desde luego, la desconfianza; no así la gloria, pues atentaría contra el principio mismo de auto-conservación, de allí que se descarte. Por ello se presenta la teoría de los juegos, mediante el dilema del prisionero, demostrando que “la acción de invasión domina sobre la de no invasión porque maximiza mi nivel de propia seguridad”. De allí que “la guerra es explicada como resultado de elecciones racionales por hombres racionales”, donde “los pactos en estado natural son inválidos” (Hampton, 1986, pp. 60-63). Por lo tanto sería inviable salir de tal estado de conflicto.
En primer lugar, esta explicación desconoce que la igualdad surge de un claro concepto de orgullo o vanidad que todos los hombres poseen y que es ésta y no el deseo de auto-preservarse lo que impulsa a invadir. Recordemos una frase del pasaje citado más arriba: “Porque como habrá algunos que disfrutan de la contemplación de su propio poder en actos de conquista, lo cual persiguen más allá de lo que su seguridad requiere” (Hobbes, 1994, Cap. XIII, p. 75 [EW, III: 111]). Es decir que lo que motiva la anticipación es el deseo de gloria, aun poniendo en riesgo su vida. De esta forma, la gloria, si bien es mencionada como tercera de causa discordia, está presente en el momento inicial de la argumentación de Hobbes, por lo cual descartarla, es descartar el mismo conflicto que surge de ella. En segundo lugar, esta interpretación desconoce una gran masa argumentativa propuesta por Hobbes, donde no es la razón la fuente de conflicto, sino todo lo contrario: la fuente de cooperación. Nos referimos principalmente al argumento del necio en el capítulo XV, donde Hobbes se esmera en demostrar que no es contra razón mantener un pacto, pero que son ciertas pasiones las que no permiten ver tales razones. Esto nos precipita a la segunda explicación del conflicto: la pasional.
Según Hampton, representantes de esta interpretación pueden ser Strauss (1936) y Gauthier (2000). El argumento de ésta se puede presentar enunciando una pregunta con su respectiva respuesta: “Si las leyes de naturaleza son verdaderas (“inmutables y eternas”), imperativos hipotéticos que dirigen de manera correcta a la gente para que alcance el bien común de la paz, ¿por qué los habitantes auto-interesados del estado natural hobbesiano no las siguen?” (Hampton, p. 64). La respuesta no se hace esperar: porque la gloria como fuerza disruptiva no permite seguir lo que la razón propone. Las evidencias textuales para apoyar esta interpretación son muy considerables. De hecho, son las mismas a las que nosotros hemos apelado, con anterioridad, para demostrar que el ser humano, lejos de conformarse con la satisfacción de las necesidades primarias, “continuamente esté en pugna de honores”.
Sin embargo, como anticipamos, la evidencia textual para argumentar que la razón no es la fuerza disruptiva, sino la cooperativa tiene su momento destacado en el argumento contra el necio. Según Hobbes, éste expresaría su posición con las siguientes palabras: “estando la conservación y la satisfacción de todo hombre confiada a su propio cuidado, no habría razón por la cual cualquiera no podría hacer lo que él considera que conduce a ello y, por esto, hacer o no hacer, mantener o no mantener los pactos no van contra razón, cuando conduce a su propio beneficio” (Hobbes, 1994, XV, p. 90 [EW, III:132]). Hobbes desplegara varios argumentos para objetar tal tesis afirmando que mantener los pactos, conduce siempre a su propio beneficio y no va contra razón. En definitiva, el necio sería alguien que no puede extraer las consecuencias de su acción, en este caso, la violación del pacto. Violar el pacto es equiparable a calcular mal; si calculase bien, se mantendría dentro de lo pactado y no vulneraría su conservación.
Esta explicación tiene un problema que atenta contra la idea global del proyecto político de Thomas Hobbes, ya identificado por Hampton. En efecto, tanto énfasis en la cooperación por medio del mantenimiento de contratos, dejando a un lado sólo a la pasión como la fuerza disruptiva, “conduce a un estado de naturaleza muy similar al de Locke y al remedio lockeano por no cooperar producido por la irracionalidad, a saber, la institución de un gobernante con poderes limitados”. (Hampton, p. 69). Por otro lado, también esta interpretación “es inconsistente con el retrato psicológico según Hobbes” (ibíd, p. 74). A su vez, agregamos nosotros, así como la razón aquí es un instrumento de cooperación, la explicación anterior pone en evidencia la razón misma como instrumento de disrupción, mediante la anticipación.
Ante esta situación, la autora propone su propia explicación alternativa como un problema de “falta de previsión [Shortsightedness] del conflicto” (ibíd, p. 80). “Esta explicación argumentaría que mucha gente no logra apreciar los beneficios de cooperación a largo plazo y, en cambio, opta por los beneficios de no-cooperar a corto plazo” (ibídem, p.81). Aún, sobre el marco teórico de la Teoría de los Juegos, sostiene que hay que entender el estado de naturaleza hobbesiano como el problema del Dilema del Prisionero, pero de manera “iterada” [iterated], como en series, no como que la interacción entre los hombres sucederá una vez, sino que se repetirá. Por eso, no es sólo la pasión o la razón la que calcula costo y beneficios inmediatos, sino que es una “falta de previsión” lo que no permite confiar debido a las ventajas inmediatas. Para ello cita De Cive, III, 32 y 27, donde se puede leer que Hobbes afirma que los hombres prefieren el “bien presente” o los “beneficios presentes” antes que los futuros. Del mismo modo, la gente no sigue las leyes de naturaleza, que para Hampton son meras reglas procedimentales, porque no puede prever los beneficios a largo plazo que eso le proporcionará.
Por nuestra parte, esta explicación alternativa adolece de lo mismo que las demás: una excesiva confianza en las aptitudes humanas por las cuales el hombre, sólo con su ingenio, puede conformar un Estado que lo gobierne y que a su vez éste finque su legitimidad en él. Pero el problema persiste: ¿por qué el ser humano, que posee esa mirada corta y no puede prever los beneficios que le trae la cooperación, dejaría de tenerla y comenzaría a ver en el otro una ventaja (¡a largo plazo!) y no una amenaza? Del mismo modo, ¿cuáles serían las instancias, las motivaciones, las fuerzas operantes, etc., por las cuales los hombres desarrollarían esa capacidad de previsión? Si éstas se dan en estado de naturaleza, entonces éste no es un estado de guerra miserable; si no se dan, entonces es imposible salir por propia invención o capacidad humana. Por ello, dada la antropología hobbesiana, es necesario buscar una fuerza operante externa al sujeto para que conduzca a la salida del estado natural.
Reglas de razón vs. Leyes de Naturaleza
Los capítulos que completan el retrato del estado de naturaleza son los referidos a las leyes de naturaleza. Efectivamente, tanto en el XIV como en el XV se identifican diecinueve mandatos. Pero al final del Leviathan, en “Adición y conclusión,”[3] se suma uno más no sin levantar polémica. Por lo tanto, en la presentación de las leyes que Hobbes hace en dicha obra, contabilizamos veinte. En el capítulo XIV, no solo encontramos la primera y la segunda ley, sino las nociones de derecho, libertad, ley, transferencia, contrato, pacto, mérito y juramento, entre otras. En el XV, además de comenzar con una fructuosa discusión en torno a la ley natural que establece qué es la justicia, menciona las restantes y, al final, aclara en qué sentido son leyes.
Quizá la noción de ley natural sea el tema dentro de la hermenéutica hobbesiana sobre el que más abunde bibliografía. De todos modos, una manera posible de ordenar el debate es mediante la siguiente pregunta: ¿son las leyes de naturaleza verdaderas leyes que obligan al ser humano o son sólo reglas procedimentales captadas por la razón que el hombre las usará cuando considere que le conviene hacerlo? Si se sostiene lo primero, es necesario postular la existencia de Dios; para lo segundo, basta con que el hombre las capte y evalúe cuándo seguir lo que la razón le propone. Nosotros sostendremos que las leyes de naturaleza son mandatos propuestos por Dios y que cumplen una función muy importante en la posición política de Hobbes.
Entonces, para empezar nuestro análisis, transcribamos la definición que se propone sobre la noción de ley:
Es claro que ley en general no es consejo [counsel], sino mandato [command]. Pero no un mandato de cualquier hombre a cualquier otro, sino solamente de aquella persona cuyo mandato está dirigido a quien ya está anteriormente obligado a obedecerle. (Hobbes, 1994, XXVI, p. 173 [EW, III:250]).
En el capítulo anterior encontramos trabajada la diferencia, aquí presupuesta, entre consejo y mandato. En efecto, el primero es “cuando un hombre dice haz o no hagas esto, basado en el beneficio a quien se lo dice”. En cambio, el segundo es “cuando un hombre dice haz o no hagas esto sin otra razón más que la voluntad de quien lo dice”. (Ibíd, XXV, pp.165-166 [EW, III:241]). A propósito de estas definiciones, se mencionan tres diferencias. La primera, explícita en la enunciación, se focaliza en el beneficiario. En efecto, la finalidad del consejo es la de beneficiar a quien es aconsejado, a diferencia del mandato, donde el beneficio lo obtiene quien propone la ley. En segundo lugar, se aclaran las diferencias en función de la obligación. Quien es aconsejado no está obligado a realizar el contenido del consejo. En cambio, quien recibe un mandato está obligado, pero lo está porque ha reconocido con anterioridad que quien sanciona la ley tiene autoridad para hacerlo. Dicha autoridad estriba en un pacto previo donde uno se reconoce como súbdito y otro como soberano. Así, sólo si es reconocida una autoridad como tal lo que ésta sanciona debe ser asumido como ley y, por lo tanto, obedecido. Una última y tercera diferencia está vinculada con las pretensiones del consejero. Nadie tiene el derecho de proponerse como consejero de otro hombre, a menos que éste lo acepte. Pues como cada hombre busca su propio beneficio, cada uno deberá evaluar qué consejero, en función del contenido de los consejos que imparte, lo favorece o no.
De la primera distinción surge el siguiente problema. Si la ley tiene la finalidad de beneficiar a quien la sanciona y si se considera -como nosotros lo hacemos- que Dios es el autor de las leyes naturales, ¿qué sentido tiene que un ser omnipotente y perfecto promulgue estas normatividades a sus criaturas? ¿Son los Diez Mandamientos leyes o consejos? Martinich (1992) sostiene que la distinción que propone Hobbes entre consejo y ley es “inconsistente con sus apreciaciones sobre la ley natural” (p. 130). Según este comentador, la fuente del error estriba en que tal distinción, al estar ubicada a diez capítulos de distancia de la discusión de las leyes naturales, posee una finalidad específica y que hay que entenderla dentro de ese marco acotado, pese a entrar en contradicción con aquellas normatividades naturales. En primer lugar, habría un propósito político motivado por la (desacertada, según Hobbes) ejecución del conde de Strafford, Thomas Wentworth, por dar un mal consejo a Carlos I.[4] De allí que en el capítulo XXV se enfatice que es el aconsejado el responsable de contratar o escuchar a un consejero. La otra motivación para insertar tal distinción disonante con la consideración de las leyes de naturaleza decretadas por Dios es religiosa. Hobbes se esmera en proponer una fuerte distinción entre la relación de Dios con los judíos y la relación que propone Jesús con los cristianos. Al no ser éste soberano sobre la tierra, sus palabras son sólo consejos, por lo cual su mensaje podrá ser obligatorio sólo si quien tenga la potestad civil lo sanciona como tal. Diferente es el caso del Antiguo Testamento, donde el pueblo de Israel como reino sacerdotal considera directamente la palabra de Dios como ley civil.
La argumentación de Martinich no es muy convincente, como él mismo se ha encargado de remarcar. De hecho, en el mismo capítulo XXV, Hobbes sostiene que Jesús ordena cuando recuerda que “las palabras ‘vayan a la ciudad que está frente ustedes que encontrarán una burra atada con su cría, libérenlos y tráiganmelos’ corresponden a un mandato” (Hobbes, 1994, XXV, p. 168 [EW, III: 244]. Dejando a un lado este elemento disruptivo, como lo suele llamar Galimidi, nosotros creemos que el sentido de que Dios siendo omnipotente y perfecto sea beneficiado por las leyes naturales es el mismo que Hobbes le otorga, por ejemplo, a la adoración.
En el capítulo que cierra la Segunda Parte del Leviathan se sostiene que “el fin de la adoración entre los hombres es el poder […] Pero Dios no tiene fines, de allí que la adoración hacia Él procede de nuestro deber y está condicionada por nuestra capacidad” (Hobbes, 1994, XXXI, p. 239 [EW, III: 349]). Por ejemplo, “cuando adscribimos a Dios ´voluntad´ no debe ser entendido como la del hombre, apetito racional, sino como el poder mediante el cual efectúa cualquier cosa” (Ibíd, p.240 [EW, III:350]). Así, decir que Dios se beneficia con las leyes de naturaleza es una manera de honrarlo debido a nuestra limitada capacidad. Del mismo modo, cuando se reza, no se pretende quebrar la voluntad divina hacia nuestro beneficio personal, sino ordenarnos hacia esa voluntad divina reconociendo su omnipotencia mediante los rezos.
Con respecto al segundo aspecto, el que convierte una enunciación en ley, a saber, que quien la promulgue debe tener autoridad sobre las personas que legisla, Dios la tiene por su omnipotencia. En nuestro próximo capítulo desarrollaremos de qué modo la razón natural en vez de conducirnos a un ateísmo o a un agnosticismo, nos muestra la necesidad de postular un ser omnipotente y perfecto para dar cuenta del movimiento natural y de la posibilidad de un orden humano. Ahora tan sólo mencionemos que en el texto del Leviathan, encontramos tres pruebas sobre la existencia de Dios. Dos causales y una, de neto cuño hobbesiano, que deriva la existencia divina de su omnipotencia. La primera la encontramos al final del capítulo XI (p. 62 [EW, III:92]); la segunda, en los inicios del capítulo XII (p. 64 [EW, III:95]; y la tercera en el cierre de la segunda parte de esta obra, todo el capítulo XXXI no sólo trata sobre la existencia de Dios captado por razón natural, sino sobre quiénes serán sus súbditos y quiénes, sus enemigos. La ubicación de este capítulo es clave para entender el orden político que definitivamente quiere fundamentar Hobbes, pues sólo quienes reconozcan y, por ello, se ordenen a la ley natural sancionada por Dios, estarán en condiciones de disfrutar de una vida común. Transcribiremos ahora el pasaje sobre el modo en que Hobbes entiende que Dios instaura un reino natural, quiénes son sus súbditos y quiénes, sus enemigos:
Quiéranlo los hombres o no, siempre estarán sujetos al poder divino, y quienes negando la existencia o la providencia divina, no sacuden su yugo, sino su propia tranquilidad. Llamar a este poder de Dios (el cual se extiende no solamente al hombre, sino también a las bestias, plantas y cuerpos inanimados) con el nombre de reino no es sino un uso metafórico del lenguaje. Porque se dice propiamente que reina el que gobierna a sus súbditos por su palabra, por la recompensa de aquellos que le obedezcan o por las amenazas y los castigos de los que obedezcan o no. Por esto, súbditos en el reino de Dios no son los objetos inanimados, ni las criaturas irracionales (porque no entienden sus preceptos como tales), ni los ateos, ni aquellos que creen que Dios se despreocupa de las acciones de la humanidad (porque no reconocen su palabra, ni tienen esperanza por sus recompensas o miedo por sus amenazas). Por esto, aquellos que creen que existe un Dios que gobierna el mundo, que ha dado preceptos y que propone recompensas y castigos a la humanidad son súbditos de Dios; todo el resto debe ser entendido como enemigo. (Hobbes, 1994, XXXI, p. 234 [EW, III:343]) (énfasis nuestro).
Así, pese al poder arrollador de Dios, hay quienes no reconocen su reino. Por lo tanto, no consideran que las leyes de naturaleza sean mandatos divinos; de esta manera, tampoco están en condiciones de acceder a una vida política, es decir, un lugar donde lo particular y lo general obtengan una mediación favorable. Los ateos, entonces, no sólo no hay que tolerarlos como tales, sino que son enemigos del orden divino. Pero declararse enemigos del orden divino es declararse enemigos del orden político, pues es mediante la ley natural ordenada por Dios la manera en que los hombres saldrán de ese estado de guerra. Observemos cómo el tratamiento que se les da a estos últimos no es para nada vacilante. En efecto, “contra los enemigos, a quienes la República se considera en condiciones de dañarlos, es legal, por el derecho natural original, hacerles la guerra” (Hobbes, 1994, XXVIII, p. 208 [EW, III:304]). El enemigo, veremos en seguida, será el necio que dice en su corazón que Dios no existe. Pues al no reconocer a Dios, fuente de la ley, tampoco puede reconocer la justicia, que es por lo cual se puede disfrutar un espacio público. De allí que quienes no reconocen el poder divino “no sacuden su yugo, sino su propia tranquilidad”, porque al devenir enemigos de Dios son pasibles de hacerle la guerra en cualquier momento, pero, y esto es lo peor, sin poder reclamar protección de ningún tipo. Pues el ateo, al no creer en la legalidad, se encuentra sólo frente al mundo. Esta distinción teológico-política entre súbditos y enemigos, proponemos, se coordina con parte del ideario de la Iglesia Reformada, la cual separa a los salvos de los réprobos, si bien sólo Dios sabe quién es el que gana el cielo y quién el que obtiene la muerte eterna. Por su parte, Hobbes nos recuerda que, entre los deberes de este mundo, Jesús tuvo el de “convertir a aquellos a quienes Dios ha elegido para la salvación” (ibíd, XLI, p. 326-327 [EW, III:474]). Aclarados los dos puntos anteriores, transcribiremos la definición de ley natural:
Una ley natural (lex naturalis) es un precepto o regla general encontrado por razón por la cual a un hombre se le prohíbe: hacer aquello que es destructivo para su vida; quitar los medios para preservarla; u omitir aquello por lo cual él considere que sea lo mejor para preservarla. (Hobbes, 1994, XIV, p. 79 [EW, III:116]).
Esta definición se encuentra con posterioridad a la definición de derecho natural, el cual consiste en la “libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder, como él quiera, para la preservación de su propia naturaleza” (ídem). Por eso, luego de proponer ambas aclara que el “derecho consiste en la libertad de hacer o no hacer algo, mientras que la ley determina y obliga [bindeth] a una de ambas” (ídem). Así, la ley natural transforma en obligatorio lo que el derecho natural propone. No es éste el que rige al hombre, sino aquella. La razón “encuentra” los contenidos de la ley, pues en ésta se halla “la suma del derecho natural”, pero tales contenidos no poseen fuerza obligatoria. Sólo lo serán por la ley. Ahora, ¿en qué sentido obliga la ley natural? Hobbes lo aclara al final de su exposición sobre el contenido de las leyes naturales. En efecto, éstas “obligan in foro interno, es decir, al deseo de que se cumplan; pero in foro externo, es decir, a que efectivamente se cumplan en los hechos, no siempre” (XIV, p. 99 [EW, III:143]). La menesterosidad humana no permite a los hombres que sólo con la presencia de Dios y sus castigos divinos cumplan con las leyes. Por eso, se necesitará de un correctivo civil o positivo que recuerde al hombre de manera permanente su imposibilidad de gestionar una vida común sin obediencia a un poder superior a él. Tal deseo de que se cumplan las leyes de naturaleza, entonces, sólo se actualizará cuando no ya Dios, sino su representante, el deus mortalis, positivice los castigos divinos que la incapacidad humana no logra apreciar con claridad. Desde este punto de vista, las leyes de naturaleza consisten en un ordenamiento virtual de la conducta cívica que necesitan de un orden concreto que las actualice. El relato bíblico, como hemos señalado, muestra el permanente olvido de los mandatos divinos por parte del hombre, de allí que la asistencia divina deba tener un representante en la tierra.
Muchas interpretaciones sobre la ley natural en Hobbes se focalizan en la equiparación que se hace en la definición recién transcripta entre ley, “precepto” o “regla general”. En otras partes también los llama “dictados de la razón” o “teoremas”. Quizá el que más extensamente haya discutido esto es Martinich. Transcribiremos algunas objeciones, si bien agregaremos mayores evidencias textuales, que este comentador propone a la consideración de las leyes naturales sólo como reglas procedimentales encontradas por razón, y que el hombre a su arbitrio podría usar sin reconocer ningún tipo de legalidad.
En primer lugar, tendríamos que aclarar el sentido del genitivo en la siguiente construcción: “reglas de razón”. Esto puede significar que son “reglas que la razón descubre” como que son “reglas que la razón ordena” (Martinich, 1992, p.108). Pero como muy bien sabemos, el hombre es movilizado por las pasiones; la razón es un medio para calcular datos. En efecto, “ya que andar, hablar y otros movimientos voluntarios como éstos depende siempre de un pensamiento precedente, adónde, cómo o qué, es evidente que la imaginación es el primer comienzo interno de toda acción voluntaria” (Hobbes, 1994, VI, p. 27 [EW, III:37]). Todo el capítulo VI del Leviathan trata sobre cómo las pasiones nos conducen a la acción. De hecho, sabemos que en franca polémica contra “Las Escuelas”, Hobbes discute (e impugna) la idea de considerar la voluntad como un apetito racional.[5] Si esto fuera así, afirma no sin cierta ironía, “ningún acto voluntario sería contra razón” (ibíd, p. 33 [EW, III:46]). En cambio, para nuestro filósofo, la voluntad es el “último apetito de la deliberación” (ídem). A su vez, ésta no es el resultado de un cálculo sino de una especie de combate entre las pasiones que se dan en el interior del hombre. Al momento de definirla, lo hace de la siguiente forma, cuando la “suma de deseos, aversiones, esperanzas y temores continúa hasta que la cosa sea hecha o pensada como imposible, es lo que llamamos deliberación” (ídem). Así, es la representación de aquello que se nos presenta como deseable o indeseable lo que en definitiva decide nuestra acción. La razón podrá calcular los medios para obtener aquello que se presenta a la imaginación como ventajoso o para elidir aquello que se presenta como perjudicial, pero en sí misma no moviliza al hombre. En cambio, sí lo hace la ley, pero no porque sea racional, sino por el temor a Dios, que es quien la promulga.
Por lo anterior, y en segundo lugar, no es posible interpretar las leyes de naturaleza como una “metáfora”. Si bien Hobbes utiliza ciertas metáforas para aclarar puntos importantes de su teoría, tanto visuales -el frontispicio del Leviathan, el que precede a su traducción de la Guerra del Peloponeso de Tucídides o la imagen con que se presenta el De Cive– como lingüísticos -“así como ante la presencia del amo, los siervos son iguales y sin ningún tipo de honor, así son los súbditos en presencia del soberano. Y pese a que ellos brillan, algunos más otro menos, cuando están fuera de su vista, no obstante ante su presencia, no brillan más que las estrellas en presencia del sol” (Hobbes, 1994, XVIII, p. 117 [EW, III:169])- son aquellas impugnadas para un discurso científico que debe proponer razones universales como fundamento en vez de focalizarse en la persuasión. De hecho, “el uso de las metáforas, tropos y otras figuras retóricas en lugar de las propias” (ibíd, V, p. 25 [EW, III:33]) es la sexta causa por la cual se obtienen conclusiones absurdas en el razonamiento. De hecho, tales figuras llegan a ser como los ignes fatui.[6]
En tercer lugar, al consultar el Oxford English Dictionary, encontramos que “precepto” no es contrario a ley. Se lee allí que éste es “un mandato o requerimiento general; una instrucción, dirección o regla de acción o conducta, especialmente, un requerimiento para la conducta moral; una máxima. Principalmente aplicado a los mandatos divinos” (Martinich, 1992, p. 111). Así, un precepto, según esta definición, es equiparado a ley, pero en el sentido que nosotros le estamos asignando y no como una mera regla prudencial. Ahora, si bien Hobbes mismo en otro momento distingue ambos términos, no lo hace para enfrentarlos, sino para afirmar que la diferencia entre precepto y ley consiste en que el primero es un término más general que el segundo. En efecto, un precepto es “por lo cual un hombre es guiado y dirigido en alguna acción. Tales preceptos, pese haber sido dados por un maestro a su discípulo, o por un consejero a su amigo, no tienen poder para obligarlos a observarlos. Pero cuando son dados por aquel que es reconocido por quien los recibe como obligado a obedecerlos son […] no solamente reglas, sino leyes” (Hobbes, 1994, XLII, p. 351 [EW, III:512]). Según esta consideración, el precepto no posee fuerza obligatoria, mientras que caracteriza a la ley. Sin embargo, ambos están dados a alguien por otro para que guíe su conducta.
Por último, existe un párrafo, con el que Hobbes cierra su exposición sobre las leyes naturales, desde el cual muchos comentadores proponen una interpretación contraria a la nuestra. Si bien el texto, ante una lectura apresurada, puede resultar ambiguo, esto se acrecienta aún más cuando en la versión latina observamos que la última oración se encuentra elidida. Por ello, lo transcribiremos a continuación para fijar nuestra interpretación. El mismo es el siguiente:
Estos dictados de la razón los hombres suelen llamarlas leyes, pero impropiamente; porque no son sino conclusiones o teoremas en cuanto a que conducen a su conservación y a su defensa, mientras que la ley, propiamente hablando, es la palabra de aquel que por derecho tiene mando sobre otros. No obstante, si ahora consideramos los mismos teoremas como dados por la palabra de Dios, que por derecho gobierna todo, entonces aquéllos son considerados propiamente leyes (Hobbes, 1994, XV, p. 100 [EW, III:145]).
La idea general del pasaje es la siguiente. Los hombres captan cierto contenido mediante la razón, el cual los beneficia para su conservación y para su defensa. Pero, al no reconocer a Dios, no pueden reconocer que son leyes, pues un enunciado, para que se convierta en ley debe ser expresado por la persona que ha sido reconocida con autoridad por quien recibe tales palabras. Entonces, los hombres “suelen llamarlas leyes, pero impropiamente”, lo cual no significa que no sean leyes, sino que son los ateos, al no reconocer a Dios, quienes consideran que tales preceptos son meros contenidos racionales sin ningún tipo de fuerza obligatoria. Como muy bien aclara Martinich, Hobbes se esmera en diferenciar el contenido de la ley de la fuerza obligatoria que ésta posee. El primero es captado por razón, pero no por ser captado por razón obliga. Los principios matemáticos también son alcanzados por un esfuerzo racional, pero, como todos sabemos, no nos obligan. Para que lo hagan debe haber una fuerza que imprima tal obligatoriedad. Esa fuerza la proporciona Dios, Y ese Dios es el que los ateos no reconocen. Por eso, si bien la última oración donde explícitamente aclara que hay que considerar aquellos preceptos o teoremas como leyes, no se encuentra en la versión latina del Leviathan, por todo lo que hemos resaltado sobre la ley y su obligatoriedad según el texto del mismo Hobbes, no nos parece considerable que la elisión de una frase pueda cambiar o poner en duda la perspectiva general que venimos sosteniendo.
Por último, para seguir aclarando que los ateos son los enemigos de Dios y que éstos, al no reconocerlo, no pueden seguir las leyes de naturaleza, por lo tanto, no están en condiciones de disfrutar de una vida civil, analicemos la tercera ley de naturaleza, donde encontramos el famoso argumento contra el necio, es decir, contra el ateo. En efecto, dicha ley establece que “los hombres cumplan los pactos que han hecho” (Hobbes, 1994, XV, p. 89 [EW, III:130]). De esta manera, no cumplir con los pactos es injusto, pues como todos los hombres tienen derecho a todo y como al celebrar un pacto se transfieren derechos, si no hay pacto previo quebrantado, no puede haber injusticia. Ahora, la figura del necio se entronca con la enunciación de esta ley del siguiente modo:
El necio ha dicho en su corazón: ‘No hay tal cosa como la justicia’ y algunas veces también con su lengua afirma gravemente que: ‘Como para todo hombre su conservación y su satisfacción están encomendadas a su propio cuidado, no podría haber razón por la cual se impida que alguien deba o no hacer lo que él considere que conduce a ello; por esto, hacer o no hacer, mantener o no mantener los pactos no es contra razón, cuando le conduce a su propio beneficio’ (Hobbes, 1994, XV, p. 90 [EW, III:132]).
Según la interpretación liberal que hemos expuesto más arriba, este sería el caso paradigmático en donde la pasión es la fuerza disruptiva que no nos permite pactar. Es decir, la razón, aquí, en vez de proponer vías de anticipación para dominar o destruir al otro, sugiere pactar y mantener los pactos, lo cual permitiría maximizar la conservación. El necio, al cegarlo la pasión por auto-conservarse, no podría prever que el quebrantamiento del pacto lo perjudicaría en una instancia mediata. Muy probablemente, no mantener lo acordado lo beneficie de manera inmediata, pero no en un mediano o largo plazo. El insensato, entonces, no niega que los pactos puedan beneficiarlo, lo que rechaza es que lo hagan siempre. Por lo tanto, debido al imperio de la auto-conservación, en ciertas circunstancias, no seguir los acuerdos es racional. En una de sus tantas objeciones al necio, Hobbes lo expresa claramente: “No hay hombre que pueda tener la esperanza, por su propia fortaleza o talento, de defenderse de la destrucción de otros sin la ayuda de alianzas […]; por esto, aquel que cree que es razonable engañar a aquellos que lo ayudan no puede considerar otros medios de seguridad que el poder que tendría de manera aislada” (ibíd, p. 91 [EW, III:133]). De esta forma, el que engaña y no cumple los pactos se podrá beneficiar inmediatamente, pero no en un mediano plazo, cuando se encuentre solo y nadie quiera aliarse a él por incumplir sus pactos. Así, según esta interpretación, la descripción que Hobbes presenta del estado natural, como una situación donde lo que impera es la imposibilidad de pactar sin la presencia de una espada pública que garantice los acuerdos, estaría en contradicción con su argumentación y propuesta para frenar al necio.
En nuestra opinión, la argumentación contra el necio forma parte del argumento global de Hobbes, el cual considera las leyes de naturaleza como mandatos divinos y excluye de la vida cívica a los ateos. En efecto, el necio, según el primer versículo del Salmo XIV, que es al que Hobbes refiere, dice lo siguiente: “El necio ha dicho en su corazón/’no existe Dios’/Corrompidos están, abominables obras han hecho/no hay quien haga el bien”. Así, es el ateo el que no desea que las leyes de naturaleza le obliguen siempre en foro interno y, menos aún, que éstas se realicen en el ámbito público. En cambio, el creyente, sí admite que las leyes de naturaleza deban tener lugar. El problema es que no puede hacerlo sin una instancia representativa que active esa legislación divina por la cual la vida de los hombres pueda ser coordinada pacíficamente. Así, la diferencia entre el ateo y el creyente o entre el necio y el sensato no estriba en que el primero al estar cegado por la pasión, por lo cual no puede prever los efectos mediatos que desencadenan sus acciones egoístas, violenta los pactos y obra contra razón, a diferencia del segundo, quien, libre de las tempestades del egoísmo pasional, puede mediante un razonamiento acertado ordenarse a él y moderar sus pasiones inmediatas; sino, entre no reconocer a Dios y reconocerlo, pues es lo que sostiene que la ley natural sea seguida como tal.
Una aclaración merece ser desarrollada a propósito del ateo. La interpretación contraria a la que proponemos nosotros podría sostener, mediante varios pasajes del texto de Hobbes y de otros autores modernos de envergadura, que la modernidad al considerar el foro interno como invulnerable a la intromisión estatal y focalizarse sólo en el campo de lo público, lo externo o la acción, habilita con credenciales filosóficas a que el ateo sea un miembro de una comunidad política, lo cual era impensado en el Medioevo. De hecho, cuando Hobbes considera la difícil cuestión sobre qué debe hacer un cristiano en un reino infiel, impugna rápidamente la opción de que éste intente imponer su fe y sus ritos privados a la fe y a los ritos públicos. Para ilustrar esto cita el caso bíblico de Namán el Sirio, al cual nos referiremos más abajo. Así, un buen gobernante legisla el espacio público, dejando el espacio privado al arbitrio del ciudadano. Desde este punto de vista, ateos o creyentes son bienvenidos en el Estado hobbesiano, siempre y cuando, obedezcan el ordenamiento público.
Pero desde otro punto de vista, el ateo no es bienvenido en la configuración estatal hobbesiana, pues no es posible que exteriorice su ateísmo. En efecto, éste, para formar parte de un ordenamiento jurídico debe asumir la ley y respetarla; aceptar lo común, doblar su cerviz y organizar su vida en torno a ella. La buena acción ciudadana es la exteriorización de la acción del creyente, con la diferencia de que en su interioridad podrá o no creer. Si es lo primero, la creencia interior favorece sobremanera la vida común dentro de un Estado. El desgarramiento entre lo público y lo privado es pasible de ser mediado, la obediencia se consolida y el ciudadano puede vivir una vida auténtica. En cambio, el ciudadano puede persistir en un obstinado ateísmo interno, pero que en definitiva resulta ser nominal, casi ficticio, y que lo único que le prodigará serán distorsiones en su vínculo con los demás. Así, nos parece que al ateo se le presentan tres opciones. Primeramente, vivir una vida inauténtica, como recién hemos mencionado. Otra posibilidad sería la de renunciar a su ateísmo, pero debido a la implementación de normatividades ciudadanas, es decir, comunes, que lentamente y silenciosamente vaya modificando sus convicciones. O, finalmente, exteriorizar su ateísmo, su odio a la ley, y declararse enemigo del Estado, con las consecuencias bélicas que esto acarrea. En efecto, recordemos que para que un enunciado se convierta en ley, el destinatario de éste debe reconocer que quien lo enuncia tiene autoridad sobre él. El ateo por definición, no cree en la autoridad, por lo tanto no puede aceptar la ley. Pero para formar parte de un Estado no se puede sino aceptar la ley. Por lo tanto, debe renunciar a la exteriorización de su ateísmo.
Dios y el tránsito hacia el Estado
Luego de este recorrido por el retrato del estado de naturaleza hobbesiano y de la caracterización de la ley de naturaleza, estamos en condiciones de desarrollar la idea ya mencionada por Dotti en un célebre artículo que inaugura la interpretación schmittiana de Hobbes en nuestra región,
Ante la insuficiencia tanto del componente racional, como del elemento pasional limitado a la inmanencia (i.e. el miedo connatural a la duda que nace de la posibilidad de ser engañado por los signos que emiten los otros hombres), Hobbes no puede encontrar la condición a priori de la transición efectiva del estado de naturaleza a la sociedad civil más que en el miedo a Dios (Leviathan, cap. 14, 15, 31). (Dotti 1989, p. 67) (énfasis nuestro).
En efecto, hemos visto que tanto la pasión como la razón subjetivas no son facultades humanas que por su propia cuenta puedan constituir alianzas o pactos entre los hombres. El deseo de auto-conservación, como hemos visto, dista tanto de una “mera conservación” debido al orgullo o vanidad que arraigan en los hombres, que hace difícil (si no imposible) que éstos se pongan de acuerdo en algo que respetarán en el tiempo. La tímida distinción que propone Hobbes entre temperamentos moderados, los cuáles sólo buscarían satisfacer sus necesidades primarias de seguridad y permanecer en ciertos límites modestos, y los temperamentos fuertes, los cuales violentan, debido a su orgullo, los bienes de los primeros por sus ansias de poder, es borrada de inmediato ante el triunfo de la pasión del orgullo, que domina, en definitiva, todo comportamiento humano relevante para la construcción política. Por el lado racional, la argumentación que propone Hobbes para vencer al necio no consiste en construir la imagen de un buen calculador que por sus dotes innatos puede prever que tales acciones a mediano o largo plazo lo perjudicarán y que, por eso, pacta y acuerda. No. Quien intenta pactar o mantener los pactos en estado natural es el que reconoce la omnipotencia de Dios, por lo cual sigue lo que enuncian las leyes de naturaleza.
Dado este panorama, lo único que puede sacar al hombre de ese estado bestial es el miedo a Dios, es decir, una instancia trascendente y vertical que infunda un temor reverente debido al reconocimiento de su omnipotencia, a dicha instancia los hombres u obedecen o devienen enemigos. De allí que el hombre siga los preceptos racionales contenidos en las leyes de naturaleza, pero sólo por reconocer que el autor de ellas es Dios.
Pero en el último párrafo del capítulo XIII se enuncia de qué manera el hombre puede salir de ese estado de guerra. En primer lugar se presentan tres pasiones que “inclinan al hombre a la paz”: “El miedo a la muerte, el deseo de las cosas necesarias para una vida confortable y la esperanza de obtenerlas por el trabajo”. En segundo lugar, se adiciona que la “razón sugiere adecuados artículos de paz, desde los cuales los hombres podrán extraer acuerdos. Estos artículos no son otros que las leyes de naturaleza” (Hobbes, 1994, XIII, p. 78 ([EW, III:115]). Esta mención a tres pasiones (miedo, deseo y esperanza) motivadas por una situación, un objeto y una actividad que permanecen en el plano de lo inmanente, parecería contradecir la tesis que venimos sosteniendo. Es decir, sería por aversiones y deseos mundanos que el hombre moderno y laico emprendería una vida cívica alejada de los castigos y recompensas divinas. De hecho, en el poco transitado, por los lectores actuales, capítulo XI, “Sobre las maneras”, es decir, sobre “aquellas cualidades de la humanidad referidas a una vida común en paz y unidad” (Hobbes, 1994, XI, p. 57 [EW, III:84]), se enumeran otras pasiones que también conducen a obedecer a un poder común, por ejemplo, los deseos de “paz y placeres sensuales”, “de conocimiento”, “de fama después de la muerte”, etc. Pero el problema persiste. Es decir, ¿qué es lo que hace o motiva que los hombres se movilicen o sean movilizados por esas pasiones? Nuevamente: sólo una instancia trascendente y vertical como la divina puede garantizar a los hombres que activen o se movilicen según esos deseos. Así, el famoso mote de “pesimismo antropológico” que resulta del retrato que propone Hobbes del hombre, que estriba en focalizarse sobre ciertas pasiones que lo conducen a la guerra, podría ser prontamente objetado al resaltar otras pasiones humanas, como las recién mencionadas, propuestas por el mismo filósofo, pero que conducen a la paz. De allí que tal etiqueta antropológica estribe en la imposibilidad del ser humano de activar o movilizarse por esas pasiones pacíficas de manera autónoma y sin la intervención de una instancia vertical que lo trascienda, donde reconozca un poder omnipotente y, por ello, sobre-humano, el cual definitivamente acepte como superior y pueda rendir obediencia a cambio de protección, y no en señalar sólo los efectos de ciertas pasiones.
Con respecto a la segunda facultad que añade Hobbes para transitar hacia el estado político, a saber, la razón, hay que comprenderla como aquella capacidad humana por la cual se encuentran los contenidos de la ley natural. Es decir, no se refiere a la razón humana que, al calcular acertadamente -algo improbable, sino imposible en estado natural-, puede vencer las dificultades que dicho estado bestial le antepone y, mediante un pacto entre las partes, ir construyendo una normatividad inmanente y horizontal. No. Se trata, como creemos haber mostrado, de una ley como tal, reconocida por aquellos que, como muy bien señala Dotti, solo tengan temor de Dios y que, por lo tanto, acepten que Él es el autor de tal normatividad; todos los demás son enemigos.
Un locus classicus para quienes pretenden defender la autonomía de sujeto, es decir, de hombres que pueden pactar con otros y que se podrían “obligar a sí mismos” a cumplir lo prometido, es el pasaje del pago del rescate. El mismo se encuentra para ilustrar la tesis de Hobbes de que los pactos obtenidos desde el temor obligan y que si se realizan en la condición de mera naturaleza también son obligatorios. Transcribámoslo a continuación:
Los pactos generados por el miedo, en condición de mera naturaleza, son obligatorios. Por ejemplo, si pacto pagar un rescate o servicio por mi vida a un enemigo, estoy obligado [bound] a ello. Porque es un contrato en donde uno recibe el beneficio de la vida. Consecuentemente, donde no hay otra ley (como en la condición de mera naturaleza) que prohíba su cumplimiento, el pacto es válido. Por esto, los prisioneros de guerra, si confían con el pago de su rescate, están obligados a pagarlo; y si un débil príncipe celebra una paz desventajosa con uno más fuerte que él, por miedo, está obligado a mantenerlo, a menos que (como he dicho antes), surja una causa nueva y justa de miedo para renovar la guerra. Y aun dentro de las Repúblicas, si me veo forzado a cumplir mi promesa de dinero a un ladrón, estoy obligado a pagarla, a menos que la ley civil me libre de ello. (Hobbes, 1994, XIV, p. 86 [EW, III:126]).
No es el único lugar donde Hobbes enuncia la posibilidad de realizar pactos en estado de naturaleza. También los soberanos pueden pactar entre sí. Recordemos que los Estados, al ser soberanos, sobre la tierra están bajo la ley natural, y que éstos también pactan y acuerdan. Al ilustrar la condición de naturaleza, en el capítulo XIII, se observa que los Estados entre sí están en pugna y que desconfían unos de otros, “a causa de su independencia”. Es decir, las Repúblicas se encuentran en estado de naturaleza unas frente a otras. Si bien son artificiales, se le atribuyen todos los derechos y las obligaciones que posee el hombre natural. De allí que el modo de ejemplificarlo visualmente fuera, en el frontispicio del Leviathan, mediante un magno hominis que al asomarse a la ciudad, contempla cómo ésta se desarrolla en forma pacífica. Más adelante, Hobbes confirma la legalidad bajo la cual deben llevar adelante sus actos. “En cuanto a los deberes de un soberano con respecto a otro, los cuales son comprendidos bajo aquella ley conocida como ley de las naciones, no necesito decir nada en este lugar, porque la ley de las naciones y la ley de naturaleza son la misma cosa” (Hobbes, 1994, XXX, p. 233 [EW, III:342]).
Entonces, el hombre en estado natural está bajo la ley de naturaleza del mismo modo que lo estará el soberano que represente a la República. Si el prisionero de guerra, el débil príncipe o el asaltado pactan algo, deben cumplirlo. Es cierto. Pero este cumplimiento no está motivado en una autonomía responsable que impulsa a realizar lo prometido, sino que estos tres actores pactan porque siguen la tercera ley natural, que establece que hay que cumplir los pactos y, sobretodo, cumplen con ella porque al reconocer a Dios y tenerle el temor correspondiente a un ser omnipotente, comprenden que tal normatividad debe ser realizada. Estas ideas, que ya las hemos explorado, son reforzadas por Hobbes dos párrafos a continuación del ejemplo del pago del rescate. En efecto, nos referimos al tratamiento de los juramentos, con lo cual se cierra el primer capítulo sobre sus consideraciones de la ley natural.
De una manera que ya es familiar al lector atento de la obra de Hobbes, éste comienza afirmando que “siendo la fuerza de las palabras (como ya he señalado anteriormente) tan débil para mantener a los hombres en los cumplimientos de sus pactos, no hay en la naturaleza del hombre sino dos ayudas imaginables para fortalecerlos. Estos son o el miedo a las consecuencias de quebrantar su palabra o a la gloria u orgullo de aparentar no necesitar romper lo prometido” (Hobbes, 1994, XIV, p. 87 [EW, III:127]). Lo primero que es descartado, es lo último. Pues, si bien el hombre es orgulloso, y esta pasión necesita del reconocimiento del otro, no es considerable el ser reconocido como quien cumple lo pactado, si consideramos de qué modo gravita la persecución de riquezas, dominio y placeres sensuales en el hombre. En cuanto al miedo como fuente de mantenimiento de los pactos, se distinguen dos objetos a los cuales se teme: al poder de los espíritus invisibles y al poder de aquellos hombres que se ofenden al quebrar el convenio. Ahora, el miedo al primero es el poder más grande. En efecto, en estado natural, donde todos los hombres se perciben iguales, la diferencia de poder se dirime en la batalla, es decir, con posterioridad a tal percepción. Recordemos que en definitiva lo que hace iguales a los hombres en estado natural es que éstos “podrán reconocer a otros como más ingeniosos, más elocuentes o más instruidos, no obstante, apenas creerán que haya muchos más sabios que ellos” (Hobbes, 1994, XIII, p. 75 [EW, III:110]). Es interesante destacar que, todos los hombres no sólo creen que los otros son iguales que ellos, sino que, en todo caso, su arrogancia hace que los consideren inferiores. De esta manera, el poder de los otros en estado natural no los puede intimar a cumplir lo convenido. Pues en el caso de que uno perciba que el otro haya reunido circunstancialmente mayores fuerzas que él, podrá confederarse o aliarse con otros para vencerlo. En rigor, la igualdad humana consiste en percibirse vulnerables, menesterosos.
Por otro lado, se afirma que son aquellos espíritus invisibles los cuales los hombres adoran y temen como Dios, y que pueden garantizar el pacto. En efecto, “todo lo que puede ser hecho entre dos hombres, que no están sujetos al poder civil, es jurar por el Dios que temen” (ibíd, XIV, p. 88 [EW, III:129]). La frase es elocuente y coherente con la tesis que venimos sosteniendo. La desconfianza arraigada e imperante en las relaciones humanas sólo es posible desactivarla apelando a una instancia que supere esa precaria situación. Tal instancia, por ello, no es otra que la sobrehumana. Ahora, si bien los hombres no llegan en general a captar en su justa dimensión al Dios omnipotente, pues es difícil sólo mediante la razón natural pero sin método reconocerlo, de allí que necesitarán de varias revelaciones de su palabra mediante sus profetas, se abre definitivamente el auxilio de una intervención divina para llevar adelante lo que los hombres con su propio ingenio y condiciones no pueden lograr.
Así, como el último párrafo del capítulo XV ha suscitado (y suscita) lecturas contrarias a la que proponemos, sorprendentemente ocurre lo mismo con el capítulo XIV. En efecto, allí se lee que “pareciera también que los juramentos no añaden algo a la obligación. Porque un pacto, si es legal, obliga ante los ojos de Dios, tanto si el juramento se hace o no.” (Hobbes, 1994, XIV, p. 88 [EW, III:129]). Si el pacto es legal, es decir, si se efectúa bajo la normatividad natural, por ser esta sancionada por Dios, “obliga” ante sus ojos. Puesto que el juramento es “una forma del lenguaje que se añade a la promesa” (ídem), podrían los hombres no enunciarlo, pero si ellos creen en su interioridad que lo hacen por temor a Dios es suficiente. Así, cuando se afirma que “los juramentos no añaden algo a la obligación”, en rigor, lo que no añade nada es la enunciación de ese juramento con la otra parte, porque lo que realmente obliga es que se han hecho “ante los ojos de Dios”, es decir, amparados bajo la tercera ley natural.
Conclusiones
En síntesis, hemos querido mostrar en este capítulo lo siguiente. Que el deseo de autoconservarse humano según la posición de Hobbes dista mucho de una mera conservación biológica con su posible reproducción. La dimensión humana propone un salto cualitativo frente a la animal. La satisfacción humana jamás se completa en esta vida, por lo cual, tal auto-conservación no genera ningún tipo de equilibro natural.
También hemos repasado las dos explicaciones contradictorias que según ciertos comentadores propondría Hobbes sobre el conflicto en estado natural, a saber, la pasional, donde la fuerza disruptiva es la pasión, mostrando que el conflicto predomina por la pasión del orgullo y que es, en definitiva, la principal causa de conflicto, porque subyace a las otras como la competencia y la seguridad. Ya que es el orgullo lo que iguala a los hombres y es sólo el Rey de los hijos del orgullo el que los puede encauzar en una vida cooperativa. O la racional, donde la fuerza disruptiva es la razón debido a su capacidad de anticipación.
Esto nos ha llevado a enfatizar que una consideración adecuada del estado de naturaleza debe exceder lo propuesto por Hobbes en, por ejemplo, el capítulo XIII, por lo cual hemos revisado no sólo las exposiciones sobre la ley de naturaleza, capítulos XIV y XV, sino también el capítulo XXXI, donde se nos brindan categorías sustanciales para comprender el proyecto político de Hobbes, pues allí encontramos al ateo como enemigo de Dios y, por ende, como enemigo de la República. En cuanto a las leyes de naturaleza, hemos defendido que las mismas son realmente leyes puesto que son establecidas por Dios y que sólo quienes lo reconozcan como autor de ellas, con el atributo principal de la omnipotencia, podrán seguirlas como tales. Si bien la razón puede captar los contenidos de la ley natural, que se expresan racionalmente, aquélla no obliga, los principios matemáticos son captados de la misma manera y ellos no obligan. De este modo, la obligación, en el caso de la propuesta hobbesiana, siempre es externa al sujeto y motivada por el miedo. Como consecuencia de estos desarrollos nos hemos topado con la figura del ateo, el cual, afirmamos, no es bienvenido en la república hobbesiana, pues al no creer en Dios, no puede aceptar la ley, y si no puede ordenarse a ella, tampoco puede vivir bajo un Estado. Ahora, el ateo, debido a que el foro interno es invulnerable, lo que en rigor no puede hacer es exteriorizar su ateísmo, vivir incrédulamente en la ley, sin aceptar una normatividad común. De allí que si persiste en su convicción, su vida, hemos propuesto, es inauténtica. El necio, entonces, es el ateo, no es solamente el que calcula mal, el que no ve los efectos nocivos a mediano o largo plazo de quebrantar sus pactos. El insensato es el que no reconoce a Dios y, por ello, no reconoce la tercera ley que establece que se cumplan los pactos.
De esta manera, la posibilidad de pactar en estado natural sólo es posible con la ayuda del temor a la venganza, no por los otros hombres, a quienes, en rigor, aprecian como inferiores, sino al dios que temen. Así, es necesaria una instancia superior y sobrehumana, la divina, única a la cual los hombres creyentes se ordenan, que atemorice a las partes a cumplir con lo pactado.
Con todo lo expuesto, estamos en condiciones de afirmar que el tránsito hacia una configuración estatal no es producto de un temor inmanente, ni de una maximización racional de beneficios, sino del temor a Dios, quien ordena con sus tres primeras leyes que los hombres sigan la paz, pacten y que cumplan sus pactos, configurando de esta manera el orden estatal para que las restantes diecisiete leyes puedan realizarse.
- Para una problematización de esta cuestión ver Tricaud (1988).↵
- “Tienen instinto social, los animales que actúan con vistas a un fin común, lo que no ocurre siempre con los animales gregarios. Pertenecen a esta categoría el hombre, la abeja, la avispa, la hormiga, la grulla.” (Aristóteles, 1992, p. 46).↵
- Traducimos “A Review and Conlusion” por “Adición y conclusión”, en vez de las canónicas “Resumen y conclusión” (Sánchez Sarto), “Repaso y conclusión” (Mellizo) o “Un repaso y conclusión” (Escohotado), porque Hobbes, además de concluir haciendo una referencia al convulsionado momento que vive su patria, adiciona lo siguiente al texto principal del Leviathan: características personales de Sidney Godolphin como modelo de ciudadano; una ley natural; una causa de disolución de los Estados; cuáles fueron los funcionarios con autoridad para ejecutar las penas en el reino sacerdotal; y que la manera en que Dios habló a Moisés si bien es cierta, no es posible entenderla de manera literal, debido a la infinitud e incomprensibilidad de la naturaleza divina. Luego de ello concluye enfatizando su desprecio a la antigüedad y su esperanza de que su texto favorezca a restablecer la paz en Inglaterra.↵
- Este episodio es recordado por Hobbes en su historia sobre la Guerra Civil Inglesa. En rigor, se acusa al Parlamento de atribuir a Strafford el mal consejo. (Cfr. EW, VI:248).↵
- Tomás, Summa theologiae Ia, q. 59, a1.↵
- Según el OED, la traducción inglesa de esas palabras latinas es will-o´-the-wisps. En referencia a algo que es difícil o imposible de tomar, pues es errático y evanescente. También se puede traducir, teniendo en cuenta esto, como los “fuegos del necio” [fool], en el sentido de empecinarse tozudamente en tomar o en creer algo que, en rigor, es falso. ↵