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5 El problema del representacionismo

¿Presentar o representar?

Con lo que ha ido saliendo hasta ahora estamos ya suficientemente equipados para abordar el problema del representacionismo, y para comprender las dificultades teóricas que entraña la tesis según la cual lo que conocemos no es la realidad sino nuestras representaciones de ella. El problema no pierde nada de su hondura y relieve si lo enfocamos desde nuestra concreta perspectiva docente. La cuestión podría formularse en términos de si nuestra misión consiste en «presentar» la realidad a nuestros estudiantes, o más bien las «representaciones» de ella, por ejemplo, lo que mayoritariamente se piensa y se dice de las cosas.

Para Tomás de Aquino, lo que ha de interesarnos como filósofos no es lo que dicen los filósofos sobre las cosas sino lo que las cosas en verdad son: «El estudio de la filosofía no tiene como fin saber lo que piensan los hombres, sino en qué consiste la verdad de las cosas»[1]. Siglos antes, Aristóteles había dicho algo parecido: Soy amigo de Platón, pero más lo soy de la verdad (amicus Plato, sed magis amica veritas).

Estando sustancialmente de acuerdo, yo añadiría un matiz: Lo que ante todo nos ha de interesar, como filósofos, no son las opiniones de los filósofos, sino la verdad de ellas, i.e si esas opiniones se ajustan a la realidad de las cosas. En términos generales diría que lo que ha de ocuparnos intelectualmente no es tanto lo que se dice de las cosas como lo que las mismas cosas dicen siendo. Si adelantamos el oído a la boca, si retenemos nuestra verborrea prematura postergándola al «oído atento al ser de las cosas», en expresión del viejo Heráclito[2], comprobamos que la realidad es sumamente elocuente si la escuchamos con atención, si la dejamos hablar, si no nos precipitamos. El riesgo es que tendemos a ser muy habladores y nos cuesta más escuchar.

Por supuesto que los profesores tenemos que explicar qué se dice de las cosas, en concreto qué han dicho de ellas quienes las han estudiado más detenidamente, y qué han aportado al conocimiento y a la cultura los científicos, los filósofos, los artistas, etc. Por supuesto que interesa. La idea de Tomás de Aquino a la que me acabo de referir no es patente de corso para dejar de afrontar una tarea que, si queremos ser serios, resulta inesquivable: a la hora de abordar un problema, lo primero que hay que hacer es ver qué han dicho de eso quiénes se han ocupado más en serio del asunto, qué hallazgos han hecho con sus indagaciones. Delataría una descomunal arrogancia, contraria al ser y al hacer de la filosofía, asomarse a cualquier cuestión –generalmente se trata de cuestiones muy difíciles que llevan abiertas desde hace veintiséis siglos– partiendo de cero, ignorando o despreciando lo que se ha dicho de ella hasta ahora. ―Comience usted por escuchar lo serio que se ha dicho. El sentido de la frase de Tomás, creo, no es despreciar lo que se dice o lo que decimos, sino postergarlo, ponerlo después. Lo primero es escuchar. Ahora bien –y aquí reside el quid de la cuestión–, ¿a quién escuchar primero? ¿A las cosas o a nuestras representaciones? Porque parece que lo inmediato –lo que tenemos más cerca, y por tanto se nos antoja más obvio y sonoro– es lo que decimos de la realidad, mientras que, en cambio, la realidad misma «habla bajito» y es menester aguzar el oído.

Desde luego, hay una parte de la realidad que es representación humana, y actuación humana consecuente con esa representación, a saber, lo que los humanos hacemos, pensando y hablando. Es lo que en términos amplios llamamos cultura. Forman también parte de ella los instrumentos que diseñamos con la inteligencia y construimos con las manos. En definitiva, cultura es el conjunto de las mentefacturas y manufacturas que constituyen la porción de mundo que los humanos hacemos surgir con trabajo y creatividad, e igualmente los modos de vivir y pensar acuñados por las sucesivas generaciones como los más razonables, y que la generación penúltima transfiere a la última recién llegada (Barrio, 2021b). Sin duda, el oficio docente tiene mucho que ver con esa transferencia cultural inculturación. Lo que los maestros tratan de transmitir a sus alumnos es un legado de humanidad neta, es decir, tanto lo que los hombres han hecho por transformar el mundo y convertirlo en su hogar –para humanizarlo y mejorarlo como su propio hábitat–, como el saldo que ese trabajo deja en el propio hombre en forma de crecimiento, desarrollo de su humanidad. Es cultura el conjunto de representaciones mentales, y por supuesto el lenguaje; pero no solo lo que pensamos y decimos sobre las cosas, sino también lo que hacemos que sean transformándolas, y lo que nos decimos entre nosotros sobre todo eso que pensamos y hacemos.

Pues bien, todo ese universo de realidad transformada, cultivada por el ser humano –a él se refiere Higinio Marín (2019) con la voz mundus– está hecho de representaciones humanas que se trasladan al lenguaje, a la pantalla de cine, al escenario, al papel, al lienzo, al taller, a la partitura, a la mesa de diseño o a un texto legal… Obviamente es objeto de nuestro trabajo hablar de ello, explicarlo y transmitirlo. Aun así creo que sigue siendo válida –con el matiz sugerido– la observación de Tomás de Aquino: intelectualmente interesa la verdad ante todo, o, en este terreno de la cultura, más que el producto cultural mismo, interesa el valor de las realizaciones culturales, i.e. su rendimiento humanizador, la medida en que efectivamente acrecen la humanidad del ser humano, y por tanto lo que suponen de aliento a su despliegue perfectivo.

Nos interesan las representaciones pero sobre todo, como seres inteligentes nos cumple analizar su valor. En otros términos, nos interesa lo que se dice y hace, pero ante todo el valor de verdad y de bien de lo que se dice y hace, i.e. si lo que decimos se corresponde con lo que la realidad nos dice siendo, y si lo que hacemos con las cosas les hace justicia, o sea, se ajusta a cómo ellas nos piden que las tratemos. En el fondo nuestras representaciones son respuestas, formas de corresponder al lenguaje del ser, que tiene su propia gramática. Al representárnoslas, las leemos humanamente, las interpretamos de acuerdo con nuestras propias categorías, pero es importante que nuestras categorías estén bien justadas para comprender la realidad como es.

En último término, a la pregunta de en qué consiste nuestro oficio –¿presentar la realidad, o lo que se dice de ella?– respondería que no es justa la adversativa sino la conjuntiva: ambas cosas. Pero primero hay una que interesa más, y la otra tiene un interés instrumental de cara a la primera. Porque una cosa es la realidad y otra lo que decimos de ella, bien que lo que decimos de la realidad también es real. En efecto, constituye la cultura un sector importantísimo de la realidad –lo que no es simple natura o, si se quiere, la natura, pero transformada, reelaborada y leída humanamente–. Ahí están el arte, la filosofía, la ciencia, la técnica, la política, la economía, el derecho… Todo lo que hacemos los humanos con la mente y con las manos. Como maestros tenemos el encargo de ayudar a nuestros alumnos a introducirse en el complejo universo, por ejemplo, del descubrimiento científico, de la creación artística, en el surgimiento de los grandes enigmas filosóficos, en el misterio de lo sagrado… Esto implica presentar a quienes han indagado más a fondo sobre esas cuestiones. En buena medida, a la pregunta ¿qué es la filosofía? se puede responder: Lo que hacen los filósofos. Y lo mismo cabe decir del arte, la ciencia, etc. Pero la respuesta queda incompleta si no se añade el matiz que sugiero. ―¿Qué hemos de enseñar, ante todo? Se trata de hallar la proporción justa entre el hablar y el escuchar. Es este, creo, un problema intelectual de gran alcance, por supuesto en filosofía, pero también en general, y tiene mucho que ver con la manera de entender la tarea docente, qué entendemos por enseñar. ―¿El mundo es exclusivamente lo que nos contamos de él? ¿Es únicamente eso lo que a su vez tenemos que contar?

Encontré hace tiempo en un teólogo alemán del pasado siglo una fórmula que me llamó la atención: Einführung in die Wirklichkeit, introducción a la realidad (Jungmann, 1939). Creo que describe bien lo esencial de nuestra tarea: introducir en la realidad a las personas a las que atendemos; enseñársela, pero no simplemente indicándola –con el dedo «índice»–, sino contársela empleando un lenguaje significativo, semánticamente denso, que sobre todo deje hablar a las cosas. La palabra es nuestra herramienta principal de trabajo. Hemos de «palabrear» mucho, desde luego, pero sin fatigar la realidad con una verborrea inane. Hay que sacudirse el lenguaje autotélico, las palabras que únicamente se dicen a sí mismas. Hemos de emplear palabras que se refieran a las cosas y que remitan eficazmente la atención hacia afuera. Ayudamos al crecimiento de los niños y jóvenes en la medida en que les estimulamos a salir de su propio centro, digamos, a abandonar la postura ombligocéntrica que es propia de la inmadurez infantil[3].

El carácter «vicario» de las representaciones

Las representaciones cognoscitivas son semejanzas de las cosas (en latín, species). Los aristotélicos distinguen dos tipos fundamentales, las especies sensibles y las especies intelectuales, y en cada uno de estos tipos dos subtipos, a saber, las especies impresas –en la memoria, o bien en el entendimiento pasivo– y las especies expresas, digamos, «sacadas del archivo» y expresadas actualmente.

Guillermo de Ockham planteó objeciones a la teoría aristotélica de la abstracción, y básicamente la de ser una explicación demasiado «abstrusa», digámoslo así. Abstraer es penetrar en las imágenes hasta dar con el concepto, pero para eso los aristotélicos ponen en marcha un mecanismo especular –algo parecido a un juego de espejos que se reflejan entre sí– que resulta excesivamente complicado, tanto que se acaba perdiendo de vista la imagen original. Aquí descansa el fundamento de la crítica ockhamista: tanta «especulación» no franquea sino que precisamente obtura el acceso cognoscitivo a las cosas. La teoría aristotélica de la abstracción explica de manera excesivamente compleja y «abstracta», viene a decir Ockham, algo que definitivamente es mucho más simple: en el conocimiento no hay más que un sujeto (quien conoce), un objeto (lo conocido), y una dirección explícita del uno al otro. Esa dirección expresa es en último término una mención, la referencia directa del nombre a lo mentado o aludido por él, la cual desde luego puede torcerse –hacerse oblicua– con menciones metafóricas, indirectas, con recovecos, pero a costa de la vocación original del nombre, que es expresar lo nombrado de manera directa. ―¿Por qué habría que suponer que entre sujeto y objeto se interponen tantas especies –espejos– impresas y expresas, formas, fantasmas, luz, entendimiento activo, paciente, etc.? ¿Para qué tanto lío? Todo eso perturba la expedición sujeto-objeto, haciéndola más sinuosa y complicada. Ockham se muestra partidario de emplear su célebre «navaja» para cortarle las barbas a Platón, que es quien comenzó a hablar de especies, formas y cosas raras. «Rasurar» todas esas excrecencias que complican inútilmente la cuestión, constituye lo más neurálgico de su proyecto nominalista, proyecto que ha convencido a muchos de los filósofos que están en el linaje del representacionismo.

Las aparentes ventajas del desembrollo ockhamista –abreviar el camino– tal vez no lo sean tanto. Pese a que persuadió a muchos, tiene el efecto, no sé si benéfico o perverso, de simplificar un fenómeno que precisamente no es nada simple. El conocimiento es una realidad harto compleja. A día de hoy creo que hemos cobrado más conciencia de que la cosa no es tan sencilla. Por ejemplo, hay algo del sujeto que se transmite al objeto, y a la inversa. ―¿Qué hay de mí en lo conozco, y qué hay de lo conocido en mí? Desde luego, lo que poseo cognoscitivamente no es el ser natural de las cosas; lo que tengo, u obtengo de la mesa cuando la conozco no es la mesa material, como es obvio. Ni la imagen sensible de la mesa es una foto de ella, ni la correspondiente especie impresa –o ya expresa en imagen– es una ficha o fotocopia de las notas nocionales de «lo mesa», i.e lo extraído de las imágenes, la abstracción «mesa». Tampoco cabe pensar que lo que ocurre en mí cuando concibo mesa es que engendro algo que se parece a la mesa, una «mesita», una especie de «cosita» mental consistente en mi representación de mesa, una semejanza de ella a escala microscópica (tendría que ser muy pequeña para que me cupieran tantas)[4].

En la senda de la simplificación nominalista se han dicho cosas no siempre muy cuerdas. Pero de lo que no cabe duda es que algo del sujeto hay en el objeto, y algo de lo representado hay en quien se lo representa.

La representación de algo en mí, aparentemente está más cerca de mí que ese algo. De ahí a la tesis del representacionismo –a saber, que lo que conocemos no son las cosas sino nuestras especies de ellas– tan solo media un paso: lo que, por serme más próximo –la representación– me permitiría acceder a lo más lejano –la cosa representada–, en el fondo es la única cosa que conozco, i.e. la única realidad inmanente a la que puedo acceder cognoscitivamente: mis propias especies.

Frente a esto habría que señalar lo siguiente: lo que la re-presentación me hace presente en primer término no es ella misma sino lo representado por ella. Eso mismo que no está presente, la representación lo presenta o exhibe. Es lo que evoca la voz alemana Vorstellung, sustantivo procedente del verbo vorstellen, que significa presentar, introducir, poner delante o pro-poner[5]. Ahora bien, lo de este modo propuesto, i.e. lo que está puesto delante, también se puede inter-poner entre el sujeto y el objeto. Las representaciones (Vorstellungen) tienen este efecto ambivalente: son espejos que se anteponen, y así se convierten ellos mismos en objeto; al poner-delante algo, también ellas mismas se ponen delante.

El problema que plantea el representacionismo no estriba en que afirme la realidad subjetiva de la representación, sino en que afirma que al hacerse presente –supuestamente con objeto de presentar otra cosa por la que está– ella misma se convierte en objeto presente estorbando, incluso impidiendo su propia función representativa; en definitiva, que la representación tan solo se representa a sí misma[6]. ―Mas, entonces, ¿hasta qué punto la representación, al precederla, nos lleva a la realidad, o por el contrario nos obtura el acceso a esta porque ella misma –la representación– se interpone, se pone delante?

Desde luego, para que la representación re-presente ella misma ha de estar presente. ¿Pero ha de estarlo con una presencia meramente «vicaria»? Parece que representar es estar por lo representado, que no está presente. Lo no presente aquí –que tendrá su propia presencia allá, caso de que alguna tenga– resultaría entonces suplantado aquí por su respectiva representación[7]. Representar sería algo parecido a vicepresidir. El vice-presidente hace las veces de otro, a saber, del presidente. Pero aunque sea en forma vicaria, el que vice-preside también preside. Algo parecido ocurre con la embajada. En misión diplomática, el embajador que presenta sus credenciales está «acreditado» por su mandante para precederle: va delante del mandatario del país que representa.

Otra forma de plantear el problema. Las representaciones mentales vendrían a ser como una «especie de», i.e una semejanza de, algo que se parece a… Son elaboraciones subjetivas que nos remiten a las cosas por su parecido «especular» con ellas. Como el espejo (speculum), reflejan lo que tienen enfrente. Ahora bien, como decían los escolásticos medievales, lo semejante difiere (similis dissimilis), es decir, en toda semejanza hay también desemejanza. Por grande que sea la similitud entre una imagen y el objeto reflejado en ella –dicho al estilo platónico, por mucho que se parezca la sombra al objeto que la produce–, no pueden ser lo mismo. Si entre dos cosas todo fuese pura semejanza no serían dos, sino una y la misma; por tanto, no habría semejanza sino identidad. Toda semejanza es paridad en la que los extremos poseen un factor común que los empareja al compararlos. En algo han de coincidir o converger para ser semejantes, mas también en algo han de divergir para que sean dos, y no uno y lo mismo. Coinciden en algo los términos semejantes, pero también en algo contrastan; hace falta que sean distintos para poder compararlos, i.e. es menester que sean uno y otro para poder decir que uno se parece al otro. A su vez, para que la semejanza sea real entre dos hace falta que haya una relación real entre los dos términos realmente distintos. Ergo tiene que haber algo desemejante en toda semejanza. El espejo solo puede reflejar con fidelidad si el reflejo especular no es lo en él reflejado.

Nos sale al paso ahora la siguiente cuestión: Si nuestras representaciones son semejanzas de las cosas representadas –y, en esa misma medida, reflejos especulares más o menos leales a aquello que reflejan–, entonces la representación en mí de algo se interpone entre mí y ese algo. El espejo se sitúa entre mí y mi imagen. Y esto mismo pasa con todas mis representaciones judicativas, discursivas, lingüísticas. En especial estas últimas, las palabras, más que franquearnos el acceso a lo mentado por ellas, lo mediatizarían. La palabra «mesa» no está, obviamente, en la mesa; está en el hablante, supuestamente como algo que, tanto a él como al oyente, les remite a la mesa. Es lo propio de los signos lingüísticos, como hemos visto: la entidad de un signo es señalar otra cosa, redirigir nuestra atención al significado.

Abro aquí un paréntesis para señalar que dicha remitencia del signo a un significado distinto solo es posible en los seres racionales, que son los únicos que disponen de capacidad semántica, i.e. de la aptitud para decodificar un mensaje. Eso es una operación intelectual de la que no es capaz un animal irracional, ni siquiera los animales superiores. Como mucho, pueden captar asociaciones elementales en el nivel del signo natural; nunca alcanzan el nivel del signo convencional, y menos aún serían capaces de captar el significado de un símbolo. Creo que es pertinente aclarar cierta confusión frecuente cuando se habla de inteligencia animal o, respectivamente, de lenguaje animal. A menudo se hace de forma abusiva, a no ser que se empleen esas voces en el sentido de una analogía impropia o meramente metafórica. Los animales –especialmente los animales superiores– se «comunican» entre ellos, pero no «hablan», y mucho menos una especie de lenguaje críptico para nosotros, que somos de una especie distinta y aún no hemos podido «desencriptar» los mensajes que se intercambian. Este tipo de fantasías, más propias de las películas de Walt Disney, no pueden ser tomadas en serio nada más que por quienes desconocen la diferencia entre comunicación y lenguaje, o se han asomado de forma demasiado tosca a los fenómenos semánticos.

Si le señalo esta mesa con el dedo, usted, que es racional, entiende que lo que quiero es que mire la mesa. Pero si este gesto de señalar la mesa se lo hago a un perro, el perro no mira hacia la mesa, sino que mira el dedo, se acerca, lo olfatea y a lo mejor hasta lo muerde… El perro es incapaz de captar la relación entre una señal y lo señalado, y por tanto tampoco es capaz de trascender la señal hasta aquello a lo que apunta, lo mencionado en la mención. No consta en absoluto que un animal irracional pueda decodificar el significado de un signo no natural. Si a mi gato le llamo Samuel, que es un nombre personal, no es que presuponga en él la capacidad de algo parecido a una autoconciencia, como si el gato pudiera captarse a sí mismo como un «yo» interpelado. El gato tan solo es capaz de una asociación simple entre esa voz y otros gestos que suelen acompañarla como, por ejemplo, hacerle una carantoña o darle de comer; sencillamente la relaciona con otras situaciones, que sí puede recordar, en las que algo le afecta, mas únicamente en la elemental forma de sentirse a gusto o a disgusto. Muy lejos de tratarse de una vivencia semántica –captar el significado de una mediación sígnica, o simbólica–, simplemente se trata de un fenómeno de respuesta inmediata a un estímulo. A juzgar por su conducta aparente –juicio que hago yo sobre su conducta, no él–, mi gato Samuel no puede establecer una relación significativa con el mundo que le rodea –yo incluido– que vaya más allá de una percepción estimativa, digamos funcional, de su entorno. Cuando un perro oye la voz de su amo se desatan en él ciertas reacciones perfectamente estereotipadas que a nadie llevan a pensar que el perro pueda reflexionar sobre el significado de los estímulos que percibe y elegir darles una respuesta u otra: oye la voz y empieza a agitarse, a mover el rabo, porque «sabe» que después de esa voz viene una caricia, o le ponen algo de comer, o si percibe un ruido que no le es familiar se pone en guardia. No consta que pueda decodificar ningún significado, es decir, que pueda percibir la señal precisamente en cuanto señal de algo –de otra cosa distinta de la propia señal–, sino que la percibe en su entidad mostrenca. Algunas señales de tráfico tienen impresa la silueta de un perro circunvalada en rojo, pero no pretenden prohibirle al perro circular, sino que le prohíben al dueño llevar a su perro por allí. Yo sí sé eso; mi perro no.

Cierro el paréntesis y vuelvo al problema del representacionismo.

Como ya vimos, he de reparar en la señal de tráfico –en la materialidad de la placa metálica en la carretera con la grafía «stop»– para que esta pueda cumplir su función semántica, i.e. transmitirme el mensaje: «Frene usted». Pero eso significa tan solo que tengo que verla, lo cual no demanda de mí una atención especialmente intensa ni monográfica (puedo captar su significado sin que otros mensajes que recibo simultáneamente dejen de reclamar también mi atención). La palabra «mesa» –tanto la locución oral como la grafía impresa– tampoco absorbe una atención especial del receptor del mensaje. De cara a su eficacia semántica, las moléculas de tiza que impregnan el encerado o los trazos de tinta sobreimpresionados en el papel son el soporte del mensaje, no el mensaje mismo. Y captan una atención mínima del receptor, a saber, la necesaria para que, viendo la señal, esta inmediatamente le reconduzca al mensaje. Ahora bien, por silenciosa o sutil que sea, es mediación. Aunque la mediación parezca reconducir la atención del receptor del mensaje hacia su significado sin solución de continuidad, ha de estar en medio, i.e. ha de mediar, lo cual acarrea el riesgo de que, por la misma razón que media, también mediatice.

En definitiva, en tanto que median entre el sujeto y el objeto, el problema que plantean las representaciones es que, y por lo mismo que son mediaciones, inter-median. De ahí que la mediación sujeto-objeto pueda verse de dos maneras:

  1. bien como lo que permite acceder a las cosas,
  2. o bien como lo que se interpone entre el sujeto y la cosa.

Todo medio es ambivalente. Lo veíamos en el ejemplo que pone Wittgenstein de la escalera. Por un lado, la escalera me permite acceder al segundo piso pero, por otro, se interpone entre mí y el segundo piso, es decir, me separa de él al tiempo que me acerca a él –me lo franquea–. Es como ver el vaso medio lleno o medio vacío: es el mismo vaso visto de dos maneras opuestas. O el puente sobre el río: me permite acceder a la otra orilla lo mismo que me separa de ella.

―¿Qué eficacia semántica tiene una especie, un signo o una representación, que son todas ellas elaboraciones subjetivas, y por tanto el sujeto tiene más cercanas –aparentemente más inmediatas a él– que las realidades reflejadas, señaladas o representadas? Por una parte tenemos las dos formas de presencia inmediata –ver con los ojos, concebir con la inteligencia–, y por otra las tres formas de re-presentación que hemos examinado aquí. Como hemos visto, en las dos formas de presencia no hay mediación. En ellas el objeto se me da sin medio alguno que me conduzca a él –a su apariencia, en el ver, a su índole, en el concebir–. Ahora bien, representar es una operación que hacemos nosotros, y se parece a tender un puente entre nosotros y el objeto que nos representamos. Ahí tenemos la cuestión de la ambivalencia.

Otro modo de formular el problema: ―Cuando miro al espejo, ¿qué es lo que veo? ¿Me veo a mí, o veo el espejo? Podríamos responder que veo ambas cosas, aunque con un cierto orden –una subordinación– entre ellas, i.e. me veo a mí reflejado en el espejo, o bien, me veo a través de la imagen mía que el espejo refleja. Por tanto, primero me veo a mí y, segundo, me veo reflejado. Dicho en el lenguaje de los lógicos medievales, lo visto es el obiectum quod, i.e. el objeto «que» veo: yo. Y segundo, veo mi imagen especular, obiectum quo, el objeto «en el que» veo lo que veo.

La tesis realista –que modestamente suscribo frente al representacionismo– es la afirmación de que el objeto primario es lo reflejado, y solo secundariamente veo el reflejo. Más sencillamente: al mirarme en el espejo, lo primero que veo es a mí mismo, y solo en segundo término caigo en la cuenta de que me veo reflejado en una imagen especular. En cambio, la tesis representacionista –que modestamente impugno– propone lo contrario, a saber, que el objeto primario de nuestro conocer no son las cosas, sino las representaciones nuestras de ellas, como quien dice que lo primero que veo es el espejo. Creo que no es así. Más bien veo el espejo una vez que él me ha dado a conocer otra cosa (lo reflejado en él). En otros términos, solo puedo «volver sobre mí mismo» –en eso consiste la reflexión– una vez que «he salido de mí». La vocación esencial de la representación estriba en dar a conocer otra cosa distinta de ella, a saber, lo representado por ella, aquello de lo que ella es semejanza o especie. Es una vocación, valga decirlo así, centrífuga, que saca al sujeto de su propio centro, pero que a la vez hace posible un dinamismo centrípeto ulterior, digamos, un volver sobre sí el sujeto en el modo de la reflexión estricta. O dicho a la inversa, para que la representación pueda ser tematizada como especie, como reflejo en el que conozco algo, es preciso que antes me haya dado a conocer otra cosa distinta de ella misma[8].

Sobre la base de que el espejo muestra otra cosa distinta se deja luego «reflexionar», es decir, permite que se lo atienda volviendo críticamente el sujeto sobre sus especies para comprobar si reflejan bien. Solo después de haberte visto reflejado en el espejo te das cuenta de que te ves a través de la imagen especular, y puedes acercarte al espejo y tematizarlo a él, no lo que él refleja, sino al reflejo mismo, y verificar si es un reflejo fiel de lo en él reflejado, por ejemplo, si el espejo no tiene calvas y refleja solo en parte, si está bien pulido, si no está cromatizado, si no desfigura o deforma la imagen, si es plano y no cóncavo o convexo… Estas comprobaciones «críticas» –reflexivas– solo pueden hacerse mirando, no a la cosa sino a su reflejo especular, pero presuponen haber visto antes, a través del espejo, otra cosa. En términos amplios llamamos a esto reflexión, crítica, autoanálisis…

La reflexión es un comportamiento específico del ser racional humano. Si somos seres racionales, y la razón humana es una facultad de conocimiento, entonces ha de ser capaz de verdad por ser razón. Pero igualmente ha de ser capaz de error si es razón humana. Dicho más precisamente, en tanto que razón, es capaz de verdad, pero en tanto que humana, es capacidad limitada, y por tanto falible, pues el ser humano es un ser limitado y falible. Podemos dar un mal paso en nuestro discurrir, y por eso tiene sentido que busquemos instrumentos, tests racionales de verificación que nos permitan comprobar el valor de verdad de nuestras representaciones, i.e. si realmente representan algo que no sea un reflejo, digámoslo así, puramente especulativo, hinchado o henchido de sí mismo. Comprobar si nuestras especies reflejan bien aquello de lo que hablan, o por el contrario lo malversan, desfiguran o deforman constituye el núcleo mismo de la actividad reflexiva, que tematiza, no las cosas, sino nuestras representaciones de ellas.

En este asunto de la crítica nos detendremos al final del escrito. Ahora solo nos cumple constatar que si la razón ha de ser capaz de reflexión –indirecta vuelta sobre sí (en latín, reditio)–, antes ha de serlo de conocimiento directo de lo otro-que-sí. Dicho en términos griegos, la «heterología» ha de preceder a la «tautología». Más sencillamente, antes de criticar hay que conocer. Solo sobre la base de que hemos conocido algo, aunque imperfectamente, podemos re-conocer que lo conocemos, i.e. reconsiderar nuestro conocimiento de ese algo y analizar el valor de lo que decimos de él. No cabe regresar sin previamente haber salido de sí, sin haber conocido antes algo distinto del propio conocer.

La dificultad teórica del representacionismo se deriva de su tesis central, a saber, que, dado que tenemos más cerca nuestras representaciones que lo en ellas representado –las tenemos dentro, es decir, son «inmanentes»–, y por tanto se nos antojan inmediatas, habría que decir que lo primero «que» conocemos –y no aquello «en lo que» conocemos… otra cosa– son nuestras representaciones. Pero en último término nuestras representaciones no son solo lo primero sino lo único que conocemos. Al tropezarnos primero con ellas, nos impiden todo acceso a algo más que ellas. Lo trans-objetual, por definición, es lo que está más allá de lo objetual y, por tanto, lo que en ningún caso podemos objetivar, i.e hacer objeto de nuestro conocimiento, pues hacer algo objeto de nuestro conocimiento no es nada distinto de representárnoslo. Dado que, en tanto que representaciones, también «median», por lo mismo se hacen opacas, digamos, no traslúcidas. Este es el embrollo.

El representacionismo infiere injustamente la imposibilidad de trascender las representaciones a partir del hecho de que son inmanentes. En otros términos, de la inmanencia del representar deriva un inmanentismo solipsista. Millán-Puelles ha mostrado de forma diáfana lo injusto de esta deriva:

Lo que el argumento inmanentista [valga decir, representacionista] habría de hacernos patente no es que no cabe pensar sin que lo pensado sea objeto de pensamiento, sino esto otro: que no cabe pensar que un objeto de pensamiento tenga su propio ser con independencia del respectivo ser objetual ante una subjetividad consciente en acto. Y no lo prueba porque no demuestra que la objetualidad afecte al ser de una manera necesaria, de tal forma que el ser fuese imposible sin una relación a la conciencia.

Por carecer de esa demostración, el argumento inmanentista no pasa de ser una de estas dos cosas: o una tautología, o una petición de principio. Como expresa tautología, tendría esta forma u otra equivalente o parecida: no cabe que lo pensado no sea objeto de pensamiento. Lo cual, evidentemente, no es igual que negar que pueda pensarse algo sin pensarlo como pensado. Y como explícita petición de principio, su enunciación puede hacerse en los siguientes o muy similares términos: lo pensado es, por necesidad, inmanente a la conciencia, porque lo no inmanente a la conciencia no puede ser pensado. Claro está que esto no demuestra la imposibilidad de pensar algo cuya objetualidad no agote su propio ser (Millán-Puelles, 2015, pp. 37-38).

A esta contundente objeción se hace acreedor el representacionismo, que acaba reduciendo la realidad al subproducto inmanente de la conciencia, como quien dice: no veo cosas, sino mi visión de cosas; no conozco realidades sino especulaciones mías que tal vez no son más que ficciones, productos de mi imaginación calenturienta (productiva o reproductiva). En el fondo, el mundo no es más que lo que nos contamos de él. ―Pero aquí también tropezamos con la semántica. ¿Acaso no hay una realidad a la que nuestro lenguaje apunta? ¿O las palabras solo se dicen a sí mismas (hablar por hablar o, como dicen en Italia, parole, parole)? Los enseñantes nos valemos de gestos y palabras para enseñar… ¿qué? ―Pues precisamente aquello a lo que esos gestos apuntan, a lo mentado por las palabras que usamos. Empleamos el dedo índice para «indicar», para señalar algo que está más allá del dedo. La palabra significativa sirve para señalar al mundo, y en la medida en que nos abrimos al mundo, aumenta la posibilidad de incrementar nuestro ser con la realidad de lo otro.

No vamos a zanjar aquí un problema que probablemente sea la cuestión más recurrente y que más ha avivado la discusión filosófica a lo largo de la historia del pensamiento europeo moderno y contemporáneo. Pero interesa al menos atisbar la envergadura del problema, pues salpica de lleno nuestra tarea docente, el trabajo de enseñar.

El representacionismo vendría a ser una de las últimas versiones o avatares de un planteamiento filosófico que ya compareció en la discusión griega de hace veintiséis siglos. Ahora bien, podría decirse que en la modernidad la tesis representacionista la suscribe, por sugerir una estimación, aproximadamente el 90% del gremio filosófico desde hace casi tres siglos, si nos atenemos al pensamiento europeo moderno y contemporáneo: francés, inglés, y ante todo el alemán. Aunque ya lo esbocé más arriba, me voy a referir de forma algo más detenida a dos pilares fundamentales del representacionismo moderno: una tesis del filósofo inglés John Locke, y otra del alemán Immanuel Kant. Creo que se trata de dos formulaciones realmente arquetípicas de la propuesta representacionista: la primera desde una posición empirista, la segunda desde el idealismo, aunque muy pegada a la postura empirista.

El empirismo de Locke

Locke es uno de los principales portavoces del empirismo inglés, y como tal piensa que el conocimiento sensible es la única fuente fiable de noticias sobre la realidad. La razón tiende a lucubrar sobre sí misma y sus productos son epistémicamente espurios. Solo es conocimiento genuino lo que captamos a través de los sentidos, o bien lo que entendemos, pero si está directamente enlazado con la noticia sensible. De todas formas, el conocimiento sensible no lo recibe todo desde fuera. La visión, por ejemplo, es posible gracias al color. Ya decían los aristotélicos que el color es el objeto formal quod de la capacidad visiva, i.e. la forma en la cual algo es visible. Pero a su vez, piensa Locke, el color no es una cualidad de los cuerpos. Aristóteles encuadró el color dentro del predicamento qualitas, uno de los nueve accidentes de la sustancia corpórea. Por el contrario, para Locke el color no es algo de las cosas, sino una afección del sentido de la vista, concretamente la manera en que la vista se siente afectada por las cosas. El pensador inglés cree que el color es de la visión, no de lo visto. En último término, ver es colorear; como quien lleva puestas unas gafas tintadas de verde: todo lo ve verde. Si el color, que es el fundamento formal de la visibilidad de las cosas, no está en las cosas sino en mí –es decir, si es una afección del sentido de la vista–, entonces ver no es más que ver visiones. No veo cosas sino mi verlas. Locke lo explica diciendo que el color es una cualidad secundaria, i.e. no de las cosas sino del sentido; por tanto, una afección subjetiva, un efecto visual.

Esta tesis contiene la esencia del representacionismo. Si eso le pasa al sentido, y este es la fuente o manadero de todo lo que hay en la inteligencia –de acuerdo con una ya larga tradición epistemológica, en la que el propio aristotelismo se incluye–, con más intensidad aún se verifica esto en la inteligencia. Si el conocimiento sensible queda radicalmente subjetivizado en su fundamento formal –i.e. si lo que hace sensibles a las cosas no está en ellas sino en el sujeto sentiente–, más subjetivo aún es el dinamismo intelectual. Conocer es conocerme, objetivar mis propias facturas mentales: veo mis imágenes de las cosas, no las cosas a través de mis imágenes de ellas. (Antes de Locke, Descartes había sugerido la hipótesis de que lo que percibimos sensiblemente es la factura de una especie de genio maligno –un duende engañador–, y que nuestra facultad sensitiva es como una pantalla donde ese demoniejo proyecta una película, que a veces puede parecernos muy «realista», en 3D, muy vívida, pero en el fondo no es más que una pura ficción).

El representacionismo kantiano

Con términos y argumentos muy distintos, Kant dice algo parecido sobre la inteligencia que juzga. No se puede negar que lo hace con una argumentación muy elaborada y de apariencia consistente. Es muy cuidadoso el filósofo alemán en cuestiones de pensamiento –desde luego, más que sus colegas empiristas–, pero su propuesta tiene grietas. En la Crítica de la razón pura –dentro de la parte que él denomina doctrina trascendental de los elementos– hay una sección dedicada al estudio del juicio que se titula Analítica de los principios[9]. A propósito de los enunciados asertóricos, de las aserciones –que se encuadran dentro de los que él denomina juicios de modalidad–, afirma Kant que cuando el sujeto declara la existencia de algo, en el fondo lo que declara es que se propone ese algo como objeto, i.e. piensa en ello. El ser –dice el maestro alemán– no es un predicado real, sino la posición de algo, con todas sus determinaciones, ante el sujeto[10]. Esto significa que cuando digo que algo es, o existe, no digo nada real sobre ese algo; tan solo me lo represento mentalmente.

En parte tiene razón Kant. En efecto, no podemos pensar en nada sin pensarlo como siendo, incluso aunque realmente no sea. Ya dijo Tomás de Aquino que el concepto de ente es el primer concepto –no en sentido cronológico, sino en sentido lógico– y en él se resumen y contienen todos los demás[11]. Todo lo concibo como un caso de ente, aunque no sea. Puedo pensar en un centauro, pero no puedo pensarlo, conceptualmente, sin pensarlo «como si fuese» (ad instar entis realis, en expresión de Francisco Suárez). Solo después, en el juicio de existencia negativo, caigo en la cuenta de que el haber del centauro es meramente lógico, no lo hay fuera de mi pensarlo. Pensar en algo conceptualmente –el haber mental de ese algo– lleva implícito, antes de que el juicio se pronuncie sobre su ser extramental, el concepto de ente. El concepto de existencia está anejo a cualquier otra noción, incluso en el caso de que el contenido de dicha noción –lo en ella mentado– sea ajeno a cualquier forma de existencia extramental.

Eso mismo señala Kant al decir que el ser no se cuenta entre las notas conceptuales de ninguna noción, digamos, no forma parte de los rasgos que conforman el contenido intensional o comprehensión de ningún concepto. De lo contrario no podríamos pensar en algo inexistente. Pero sí que hay algo que puedo pensar de la nada, a saber, que no es. Ciertamente es lo único que puedo pensar de ella, pero sí puedo pensar eso. Lo único que puedo entender de un círculo-cuadrado es que se trata de un imposible: ni es, ni puede ser. Mas puedo pensar eso, digamos, su absoluta nulidad, tanto fáctica como apodíctica. El mero concebirlo –algo sin duda necesario para juzgarlo inexistente– necesariamente supone reconocerle un «haber» intramental ya antes de juzgar su imposibilidad extramental. Por mucho que se reduzca a un puro ser-pensado (cogitari, obici), la idea de ser, de lo ente, está vinculada a cualquier otra idea.

En esto Kant no está desacertado. Pero no es legítimo el salto que efectúa a partir de aquí, al afirmar que la existencia es una categoría mental –concretamente un concepto que se deduce de la modalidad asertórica del juzgar–, toda vez que una cosa es afirmar que no cabe pensar conceptualmente algo sin pensarlo como siendo, y otra bien distinta es afirmar que el ser es un concepto. Por supuesto que hay un concepto de ser ­–el primero lógicamente, y en el que se contienen todas las demás nociones–, pero en absoluto implica eso que el ser sea un concepto, o bien que ser se identifique con ser-pensado, que es la tesis inmanentista que termina entronizando el idealismo trascendental. De acuerdo con esta tesis, el ser no sería algo de las cosas, sino de mi pensarlas, la condición subjetiva del pensar.

En otros términos, la propuesta kantiana es que cualquiera de nuestros asertos presupone el ser –bien sea de forma explícita en los juicios existenciales, bien implícita en los predicativos– como una condición de posibilidad del pensar, por tanto como algo subjetivo. Al decir que «el ser no es un predicado real» (Sein ist kein reales Prädikat), Kant propone que el ser es tan solo la posición de un objeto, con todas sus características, delante de un sujeto. En definitiva, decir de algo que «es», según el maestro alemán, no es más que representármelo, i.e. pensar en ello y completarlo en mi pensamiento con todas sus notas… precisamente entre las cuales no se cuenta el ser.

Una cosa es que no pueda pensar en algo sin pensarlo como real, y otra distinta que la realidad de algo sea mi pensarlo… que es la postura a la que aboca el idealismo representacionista. Obsérvese el alcance de esta afirmación, que podría decirse es la tesis última del mencionado libro de Kant: No podemos conocer la realidad en sí de nada. Si la existencia es una categoría del pensar puro, concretamente un concepto que se deduce del modo de juzgar asertórico, y dado que para pensar en algo necesito ponerlo o proponerlo –i.e suponer que lo hay–, entonces el ser es una posición del pensar, un rendimiento suyo. Regresamos así a que el conocimiento no es más que autoconocimiento, es decir, el conocimiento no me saca de mí mismo, sino que me encierra en el mundo interior de mis propias representaciones.

Lo que en último término Kant propone es que de las cosas solo puedo conocer lo que previamente les da el yo, precisamente haciéndolas cognoscibles. Mas ese hacerlas cognoscibles no es más que ponerlas el sujeto como pensables sin contradicción, i.e. como objetos posibles. Ese yo, por cierto, no soy yo –el «yo empírico»–, sino un extraño «yo pienso en general» (Ich denke überhaupt), una especie de estructura meramente lógica con capacidad normativa, que no se mueve por la arbitrariedad subjetiva sino que se rige por leyes universales y necesarias que él se impone a sí mismo de manera autónoma. El carácter oblicuo del discurso trascendental kantiano –no habla de cosas o estados de cosas, sino de condiciones de posibilidad (Möglichkeitsbedingungen)– encuentra su punto de apoyo –o bien, según se mire, tiene ahí su flanco más débil– en esta curiosa noción de sujeto trascendental o Yo puro, un yo que trasciende cualquier subjetividad empírica –está más allá de todo yo real– y que aparece dotado de una función nomotética, que tiene el cometido de establecer las condiciones ideales del pensar.

En todo caso piensa Kant que el fundamento de la inteligibilidad –o, dicho en su lenguaje, las condiciones de posibilidad del entender analítico, como en último término de todo conocer– no descansa en el ser de lo entendido, sino justo en su ser-objeto (obici), en su ser-representado ante el sujeto.

Ya antes de Kant algunos escolásticos tardíos habían sugerido que el ente es un concepto universal, «generalísimo» (ens generalissimum), i.e. una representación que hace posible las demás, que nos permite hablar de la realidad en general, como un todo. Ahora bien, si el ente no es más que un concepto –el más universal de los conceptos– o, dicho al modo kantiano, una categoría subjetiva, no podemos salir cognoscitivamente de nosotros mismos. Esto necesariamente aboca al solipsismo: estaríamos presos de nuestras representaciones y, como señala lúcidamente Robert Spaemann, no podríamos ser libres, pues ni siquiera sabríamos que realmente lo somos, o que realmente somos personas[12]. En efecto, ser libre es imposible sin serlo reflexivamente; para ser libres hace falta saber que realmente lo somos y que aquello que elegimos es real. Si todo es apariencia, también es aparente la libertad, las decisiones que tomamos, y en verdad no podemos saber lo que hacemos: ―Me parece que soy libre, pero ¡vaya usted a saber si en realidad lo soy! A lo mejor tengo un duende dentro que me engaña, que enmascara los verdaderos motivos que me mueven, que no son los que supongo en mi reflexión deliberativa, sino ocultos condicionamientos psicológicos, culturales, que nací en el norte o en el sur, que tuve un papá alcohólico,… Todas esas razones ocultas de mi actuar –tan ocultas que a mí mismo se velan– dibujan escenarios en los cuales puedo tener la impresión subjetiva de que soy persona, de que soy auténtico actor, pero en el fondo constituyen factores inaferrables e incógnitos para mí, o para la ciencia humana, y hacen que vivamos en un mundo aparente, en un gran teatro del mundo, en una especie de juego de espejos en el que, cuanto más especulamos, más nos encerramos en nuestra mismidad alejándonos de lo otro y de los otros.

Spaemann sugiere esta observación a propósito de la famosa tesis de David Hume según la cual «nunca damos un paso por delante de nosotros mismos». El planteamiento que Hume vierte en esta frase podría considerarse también un arquetipo de la tesis representacionista: lo único que conocemos son nuestras propias representaciones. Desde un punto de vista físico, es obvio que Hume tiene razón: no podemos adelantarnos a nosotros mismos, como tampoco el célebre personaje de comic Lucky Luke podría disparar más rápido que su propia sombra. A lo mismo apunta un proverbio alemán: «Nadie está fuera de su propia piel» (aus seiner Haut niemand ist heraus). Ahora bien, en sentido metafísico sí es posible: cada vez que conocemos damos pasos, vamos más allá de nosotros mismos, nos adelantamos a una realidad que es no-yo, estamos saliendo de nuestra piel, de nuestro ombligo. Esto ocurre cuando conocemos, cuando queremos, cuando hacemos algo. Y tiene un nombre filosófico: autotrascendencia. En su ser y en su actuar, el ser humano no se explica solo desde sí sino, en expresión de Heidegger, como ser-en-el-mundo (In-der-Welt-sein), cuya condición ontológica esencial es la apertura al mundo (Weltoffenheit). Para Hume solo podríamos conocer nuestro conocimiento; estaríamos irremediablemente presos de nuestras representaciones, y condenados a no salir de ellas. El conocimiento sería como un entramado de espejos, reflejo de reflejos, espejos que se espejean mutuamente. La única forma de conocer sería «especular», jugar con la apariencia, generar burbujas de aire… Jugar, pero no con la realidad, sino con espejismos.

Volviendo a Kant, lo mismo que le pasa al concepto de «ser» ocurre con el juicio de existencia. De acuerdo con su planteamiento habría que decir que cuando alguien afirma, por ejemplo: «Dios existe», lo que en el fondo quiere decir es otra cosa, a saber: «Estoy pensando en Dios», si lo dice la razón en su uso teórico; si lo dice en su uso práctico, lo que significaría eso es: «Necesito pensar en Dios». Mas obsérvese que ninguna de estas dos últimas proposiciones recoge el sentido original de la primera. Lo que quiere decir, y dice, quien afirma la existencia de Dios es que hay algo así como Dios, con entera independencia de que yo, o quien sea, piense o necesite pensar en él. Al igual que el ateo, al decir que Dios no existe no simplemente expresa su increencia en Dios, sino que declara que la existencia de Dios entra en colisión con el estado real del mundo. Tenga razón uno u otro, lo que quieren decir, y en cada caso dicen, es otra cosa que lo que les atribuye Kant. Sin entrar en quién tiene razón –si la tiene el teísta o el ateísta–, lo primero en filosofía es tomarse en serio lo que alguien dice en serio, y tomarse en serio el sentido de las palabras. Esto queda desdibujado después de Kant.

También la representación se hace presente

En todo Occidente, en cuya trama intelectual y cultural son visibles algunos elementos de este enfoque kantiano, mucha gente culta identifica ambas cosas. Si alguien dice eso –Dios existe–, casi todo el mundo piensa: «Esta persona cree en Dios», y si dice lo contrario –que no existe–, es porque es increyente. Desde luego, ambas cosas tienen mucho que ver, pero en rigor no es lo mismo decir la una que la otra. Ahora bien, seamos kantianos o no, todos somos postkantianos, valga la perogrullada, y este planteamiento del filósofo alemán ha contribuido decisivamente a forjar un armazón intelectual que no nos lleva a conocer el mundo, sino a reconocer que no podemos salir de nuestro ombligo, o bien, que el mundo no es más que lo que nos representamos de él y lo que nos contamos entre nosotros. Esta es una de las hebras que tejen la atmósfera sociocultural del llamado primer mundo. A mucha gente culta hoy se le hace difícil comprender que hay algo más allá de nuestras representaciones. ¡Vaya usted a saber si nuestras representaciones representan algo más que a ellas mismas!

En el discurso político la noción de representación ha ido cobrando creciente presencia, valga decirlo así. En una democracia representativa, los representantes del pueblo son, teóricamente, los diputados en el parlamento. Ese sistema político da por sentado que quienes hablan en el parlamento están por todos y cada uno de los ciudadanos –hayan o no votado–, y que alguna de las voces que suenan ahí uno podría reconocerla más o menos como la suya propia. No todas, obviamente, pero sí alguna de las fracciones de un signo u otro –la bancada de la izquierda, de la derecha, de arriba, de abajo, del centro…–, alguna de esas voces podría ser la mía. Es el esquema básico con el que funciona una democracia representativa, no asamblearia. (En esta última las decisiones las resuelven de manera directa los eventualmente afectados por ellas). A día de hoy, entidades políticas que van más allá de un pequeño municipio –una gran ciudad, una comunidad autónoma, un estado-nación o la comunidad internacional– no son gestionables directamente por los ciudadanos y hace falta esa mediación representativa. Ahora bien, no pocos tienen la sensación de que los supuestos representantes se representan a sí mismos, o como mucho al aparato del partido que les ha puesto como diputados, y que, en vez de ser portavoces de aquellos a quienes habrían de representar, repiten ritualmente las consignas o mantras que vienen del aparato y que traslada el vocero correspondiente, el portavoz. En caso de que esto ocurra, tenemos un problema con la «democracia representativa», y hay que replantear qué significa eso de representar, quién representa y a quién.

Mutatis mutandis es el problema que suscita el representacionismo. Representar es estar por otro, fungir o hacer las veces de otro. Esto habrían de ser las representaciones cognoscitivas, es decir, las especies intelectuales que no son estrictamente conceptos sino articulación y combinación, o bien verbalización de estos. En general, las representaciones intelectuales configuran lo que en sentido amplio llamamos pensamiento. A muchos les parece que lo que conocemos no es lo representado en nuestras representaciones, sino las representaciones mismas. En consecuencia, lo que habríamos de hacer los docentes no es presentar la realidad sino lo que se piensa y se dice de las cosas, dado que la realidad misma es un constructo socio-lingüístico.


El representacionismo vacía de contenido la idea de conocimiento verdadero; atiende solo a la coherencia del pensar consigo mismo, no con la realidad pensada, pues esta no sería nada distinto del mero pensarla. Dicho de otro modo, la cuestión de la verdad tiene cabida en el discurso sobre la representación tan solo si entendemos que nuestras representaciones pueden ser más o menos leales a aquello por lo que están. Solo sobre esa base tiene sentido preguntar si el espejo espejea y no malversa, como el espejo mágico de la bruja en el cuento de Blancanieves.

A su vez, nuestra verdadera representación de las cosas –nuestro pensarlas y decirlas que les es leal– depende de que podamos salir de nuestro yo al conocer. Si la vida intelectual es tan solo representar, i.e si lo único que tenemos presente es la representación, la noción de verdad queda completamente vacía de sentido, valga el oxímoron. En ese caso, verdad es todo lo que se diga; tan verdadera sería una representación como su contraria. Si el mundo es tal como nos lo contamos, cada uno tiene el suyo, y por tanto cada uno tiene «su verdad».

―Ahora bien, si no hay una realidad que podemos señalar –mejor o peor, pero con un mínimo de lealtad–, entonces ¿qué aspecto acaba teniendo la tarea educativa y la vida escolar? Pues no muy distinto al del país de Alicia, o al mundo de Peter Pan, por seguir la línea de los cuentos. Nos dedicaremos a pedir a los jóvenes que «construya» cada uno su mundo, el que resulta significativo para él. La referencia educativa fundamental será esa autonomía ombligocéntrica que mantiene a tanta gente joven en un triste solipsismo –aunque esté constantemente on-line hasta que le llega la hora de egresar del sistema escolar y darse de bruces con el mundo.


  1. «Studium philosophiae non est ad hoc quod sciatur quod homines senserint, sed qualiter se habeat veritas rerum» (cfr. In Ar. De coelo et mundo, I, 22, n. 8).
  2. Cfr. Diels, 1922, fragmento 112.
  3. Hay, con todo, un rasgo filosóficamente muy interesante de la infancia, que ha sido destacado por algunos: la espontaneidad de la intentio recta (vid. sobre esto Spaemann, 2014, p. 26).
  4. Tal parece pretender Arthur Schopenhauer: las ideas son las cosas que se nos meten en la cabeza. «Todo lo presente al conocimiento, el mundo entero […] es tan solo objeto para el sujeto, intuición del intuyente; en una palabra, representación» (cfr. El mundo como voluntad y representación I, § 1).
  5. «En el latín del siglo XVII R. Goclenius asigna al representar, además de la acepción del significare [significar], también la de rem praesentem facere [hacer presente la cosa], distinguiendo, a su vez, en esta segunda acepción, dos sentidos: el de absens modo quodam praesens facere [hacer presente lo que de alguna manera está ausente], y el de praesentiam alicuius, seu praesens aliquid exhibere [exhibir la presencia de algo, o presentarlo] (Lexicon philosophicum, 981 a-b). Tomado de una manera muy amplia, el segundo de estos sentidos puede convenir al conocimiento. La actividad u operación cognoscitiva otorga una cierta presencia a lo que de un modo natural no tiene en sí mismo ninguna por carecer de un efectivo existir; y a lo existente, es decir, a lo ya de suyo presente in rerum natura [en la naturaleza real], el representar le sobreañade una nueva forma de presencia, la meramente intencional u objetual» (Millán-Puelles, 2015, p. 101).
  6. «Vorstellen quiere decir “poner delante” y, de esta manera, significa lo mismo que presentar. Vor cumple en esta ocasión un cometido idéntico al de gegen [en alemán, preposición que significa “contra” o “frente a”] en Gegenstand [objeto (contrapuesto)] y al de ob en obiectum. La necesaria referencia a la conciencia en calidad de polo subjetivo no tiene ningún sentido inmanentista [digamos, subjetivista] en el uso habitual de estos vocablos. Su versión idealista es solamente uno de los modos posibles, y no, por cierto, el primordial u originario, de entender ese nexo con la conciencia, indispensable para lo representado en su equivalencia al objeto en tanto que objeto y al fenómeno qua fenómeno. De ahí que sea perfectamente posible que en el lenguaje del realismo se hable del representar, y de lo representado, sin incurrir por ello en ninguna contradicción» (Millán-Puelles, 2015, p. 101).
  7. «Para poder negarle al conocimiento la índole de la representación es necesario que el representar se entienda como un cierto “sustituir”. De esta suerte, la operación cognoscitiva no es representativa de su objeto, ya que no lo suple o sustituye, pero lo que desempeña esta función ha de ser, sin embargo, objeto de un conocer: de lo contrario, no se comportaría vicarialmente respecto del término intencional de un acto cognoscitivo, con lo cual lo representado no sería conocido a través de su representante o mediador» (Millán-Puelles, 2015, pp. 101-102).
  8. «La imagen cognoscitiva no es fenomenológicamente un objeto –Juan de Santo Tomás diría que no es un objeto objective– nada más que en la reflexión, una vez que esta ha sido hecha, pero en ella se nos descubre como algo que ya se ha comportado objetualmente sin que entonces tuviéramos conciencia de ese mismo comportamiento. […] Objeto sensu stricto es solamente lo representado, no lo activamente representativo (ni siquiera en el caso del representar formaliter), aunque lo que así funciona esté provisto de una cierta objetualidad. Esta objetualidad meramente ejercida no es consciente: por tanto, no es tampoco la propia del objeto en su estricta acepción» (Millán-Puelles, 2015, pp. 107-108).
  9. Ahí retoma Kant algunas distinciones y clasificaciones que ya había hecho Aristóteles en los Segundos Analíticos, completándolas, y en algún aspecto mejorándolas. El tratado aristotélico versa sobre los juicios (principios) como materia del silogismo demostrativo.
  10. Crítica de la razón pura, B 620.
  11. «Illud autem quod primo intellectus concipit quasi notissimun, et in quo omnes conceptiones resolvit, est ens» (cfr. De veritate, q. 1, a. 1).
  12. Vid. Spaemann, 2017, p. 178.


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